Filosofía en español 
Filosofía en español

cubierta del libro

Carácter de la medicina contemporánea

Discurso leído en la Universidad Literaria de Sevilla en la solemne inauguración del curso académico de 1893 a 1894 por el doctor D. Francisco Meléndez y Herrera, catedrático de medicina operatoria de la Facultad de Medicina establecida en Cádiz.

Imprenta de la Revista Médica, de D. Federico Joly; calle Ceballos, núm. 1
Cádiz 1893

——

Ilmo. Señor:

Henos aquí congregados para inaugurar un nuevo curso académico en este sagrado recinto, que ha de ser turbado algunos instantes por mi débil voz, falta a la vez de la respetabilidad y el acierto de la de mis sabios predecesores. Este templo augusto, esas tumbas que encierran las cenizas de tantos ilustres varones, honra de la patria, el aparato solemne que me rodea, la gran ciudad, cuyas auras rara vez orearon mi ya cansada frente, este suelo, pocas veces hollado por mi planta: todo esto se representaba tan al vivo en mi cerebro al tomar la pluma para bosquejar este discurso, que habría bastado para hacer desfalleciese, no ya mi pobre aliento, sino otro harto más vigoroso y robusto. Por eso debiera yo enmudecer en presencia vuestra, y por eso, a ser suficiente mi voluntad sola, habría declinado la alta honra de ocupar esta cátedra, si sobre aquel deseo, nacido no de falsa modestia, sino del conocimiento íntimo de mí mismo, no estuviese el sagrado deber de acatar los preceptos de la superior autoridad universitaria; preceptos que cumplo siempre, tanto más gustoso, cuanto que en mi obediencia van juntas la sumisión que debo al alto cargo de que aquellos emanan, y la profunda estima que profeso a la dignísima persona que lo desempeña.

Grande es mi temor, excusable y legítima mi desconfianza al presentarme por vez primera ante este respetable claustro; ante vosotros, herederos de tantas glorias como encierra el claro nombre de la Universidad Sevillana; nombre que incólume guardáis, glorias que renováis para más enaltecer a esta madre común, que ha visto acrecentar las antiguas suyas, con las nada escasas que vino a ofrecerle la noble historia de otra escuela, que si cobijada bajo su mismo manto, vive apartada de ella por la distancia, no por el desamor. En nombre de aquella escuela, convertida hace ya más de medio siglo en vuestra Facultad de Medicina, ocupo hoy este honroso sitio, y yo que, al verme para ello designado, me estremecí sintiendo todo el peso de la cruel comparación que habrá de establecerse entre las disertaciones pasadas y mi humilde trabajo, –sin que deje de lamentar la desgraciada elección que escoge lo más malo donde tanto bueno existe,– hube de tranquilizarme, reflexionando que si ha de haber gradación en estos discursos, es preciso que alguna vez se oiga aquí, como en la ocasión presente, lo modesto y pobre, para poder compararlo con lo rico y de gran valor de los tiempos pasados. Olvidad, pues, o borrad del todo las gratas reminiscencias que conserváis en la memoria de lo ocurrido aquí en años anteriores, y preparaos a escuchar por breves momentos la torpe palabra de un compañero que todo lo espera de vuestra indulgencia y de vuestro afecto.

Perplejo e irresoluto he estado antes de decidirme a elegir asunto para mi trabajo, que si como mío nunca habría de ser digno de vuestra ilustración, fuese al menos oportuno o tolerable.

Vacilante y lleno de dudas, no sabía qué derrotero tomar; fácil me hubiera sido escoger cualquiera de esos numerosos problemas quirúrgicos que a diario tenemos que estudiar y dilucidar los que a esta clase de enseñanza nos dedicamos; pero entendí, que abusaría de vuestra atención haciéndola gravitar sobre asuntos por demás técnicos o circunscriptos: fijóse mi ánimo, por último, en los portentosos adelantos que la Ciencia Médica ha alcanzado en los modernos lustros: progresos debidos a las imperecederas enseñanzas de lo pasado y a las fecundas energías de lo presente: constituyendo una esperanza legítima, por lo cierta, para el porvenir.

Estudiar a grandes rasgos esos adelantos, basar ese estudio en el conocimiento de la Historia de nuestra ciencia en estos últimos tiempos, para deducir el carácter de la medicina contemporánea, he aquí lo que me propongo exponer en este trabajo, si me seguís prestando vuestra benevolencia.

I.

Dice el Génesis que formada la naturaleza por el sabio y omnipotente dictado de un Dios, que pronunció el mágico fiat con el que todo hubo de ordenarse, cambió de forma al hacer el hombre, exclamando: Faciamus hominem ad similitudinem nostram; e hizo al hombre con sus propias manos y su propio aliento, haciendo que se cerniera el pensamiento divino sobre la maravillosa síntesis encerrada en su prodigioso organismo.

Al hacer este último ser, no faltó al pensamiento creador que colocó la unidad de una ley constante, bajo la variedad inmensa de las transformaciones y los fenómenos.

Era una síntesis preciosa en que todo se enlazaba harmónicamente, lo grande, lo inmenso, lo contrario; con lo chico, lo microscópico, lo atómico; lo más sencillo, con aquello que presenta una variedad aturdidora: Dios, en fin, que es el gran principio, con la Creación, que es su obra niveladora del infinito. De aquí que sea posible al pensamiento subir por esa escala sorprendente que va desde el espíritu humano al divino, dejándose luego caer desde las alturas del Creador a los abismos de la criatura; ya para inventar la ciencia, ya para comprobarla y dejarla establecida, explicándose todo acto por su potencia, todo efecto por su causa, toda consecuencia por su principio, y todo fenómeno por su ley.

La idea de Dios al crear, obedece a una regla que aleja su obra del azar, y la somete al progreso; este aparece por todas partes expresado en la serie, en la continuidad, en lo diferente; siempre deja transparentar la unidad de la fuerza organizadora; y esta fuerza, actuando sobre la materia, la regula, la combina, la diluye, cambia su estado, y la somete a movimientos varios y a corrientes diversas, que la hacen aparecer como de distinta naturaleza. ¡Cuánta distancia no va desde la mecánica a la óptica! ¡Y cuánta más se observa desde el sonido a las corrientes de Ampére! ¡Cómo confundir el misterioso trabajo de la semilla, bajo el fecundo suelo del trópico, productor del bosque, y cómo comprender esa labor secular del infusorio generando la isla coralífera en el seno de los mares! Así como una vibración del éter explica toda la acústica, y otra de la luz toda la óptica, y otra de la molécula imantada todo el magnetismo, y otra de la reacción química toda la electricidad; así la combinación de los átomos da lugar a las células orgánicas, y la vida vegetativa se transforma en animal, y la vida de relación se añade a la respiratoria, y el movimiento se agrega al crecimiento, para producir desde el musgo al cedro, y desde el microbio al elefante; con el poder del tiempo, el influjo de la asociación y los prodigios de las combinaciones y transformaciones de lo uno en lo diferente, de lo opuesto en lo harmónico, de lo simple en lo complicado.

Bajo esta ley se realiza aquel fiat divino y sorprendente, que aparta la sombra de la luz y las aguas de las tierras; que fija en el firmamento esa estrella que nos sirve de luminar, y deshace las flotantes nubes en rocío fecundo que hace darnos a la tierra toda especie de frutos; que con su luz nos regala colores y aromas, arrancando a los vergeles el oxígeno que reclaman nuestros pulmones; y con su calor llena el mundo de bosques y selvas; y las selvas y bosques de animales, poniendo en los valles pueblos y hombres, y dejando en las alturas hielos y nieves solitarios.

Mas esta era la parte muda, dócil, fatal de la Creación; esta era la parte formada en el hombre por el dedo de Dios, la harmonía de la materia ciega, y el movimiento necesario e irreflejo. Faltaba la parte divina: faltaba que después de haber harmonizado Dios en el hombre toda la naturaleza con su química, su mecánica, sus funciones vegetativas y sus actos animales, pusiese algo de su ser, que le hiciese parecerse a Él, que ligase su destino puramente humano a su parte divina, que le condujese a Él, que le permitiera conocerlo, sentirlo e imitarlo, que abriese en el seno de su ser lugar para la conciencia, y revelase en la tierra el origen celestial de su creación, perpetuando en la humanidad el reinado providencial de Dios.

De este modo el hombre se asemejaba a su Autor, lo representaba y podía pensar divinamente; de esta manera podría llegar a llamarse sabio y genio y santo, y obrar, en fin, divinamente, aunque siempre perdiese su obra el carácter de absoluta, aunque le fuese imposible hacerla infinita, aunque ejecutase todo el bien particular, sin hacer como Dios, todo bien, por el bien mismo; esto es, sin serle posible ni el pensamiento del pecado, el cual le estaría mostrando el hombre constantemente desde lo bajo de la tierra y lo más alto de su perfección relativa.

Resultó, pues, el hombre como la síntesis más perfecta de la Creación; con sus elementos químicos; como el suelo que tiene a sus plantas y que reclama para su vida; con su organismo vegetal, como las plantas que le rodean y le distraen; con su economía y sus sistemas varios, como el animal que le enseña, le sirve y le admira; y como la vida general de todo lo creado; porque en él, la fuerza que anima la Creación se une, se hace más delicada y más tenue, sin perder el fatalismo de la vida vegetativa y animal; y circulando por su interior, realiza los prodigios de la nutrición y el crecimiento, de la sensación y el movimiento, de la percepción y las relaciones de un modo bellísimo, atinado y superior a como ejecutan sus fenómenos cuantos agentes actúan en la Naturaleza.

Aún hay más: para el estudio de su propio organismo, para el conocimiento de todo lo que le rodea, para penetrar en su propia intimidad, y para elevarse hasta Dios, terminó su síntesis prodigiosa el Hacedor Supremo, enriqueciendo su espíritu con facultades que ningún otro ser poseía y que le llevaban a su Dios; le dio un pensamiento director de su existencia, para que supiese comportarse entre los hombres, sin separar su paso de la línea de la fraternidad ni del camino que conduce al Cielo, y le doto de una voluntad libre con la que llegase a realizar sus ideales y a poner en el mundo todo acto de justicia, de derecho y de bien; enarbolando bandera de libertad, de igualdad y de caridad humanas. Así era el hombre un Dios, sin lo absoluto en que piensa, lo infinito que percibe y lo eterno que desea; así no era un animal solamente, puesto que le sobraba el amor a lo bello, la idea de lo justo y el conocimiento de lo bueno, que le dan razón y conciencia, facultades de que carece el animal.

Tal es el hombre.

Y ese hombre en el Universo constituye el gran asunto cuyo conocimiento acometen la Antropología y las ciencias naturales, y de donde arrancan con diferente objetivo sus diversas ramas; y como tal la Medicina; y en las múltiples cuestiones que surgen ante estos extremos tan diversos entre sí, como inseparables en absoluto, ni hay siempre solución exacta a los complicados problemas que en su desenvolvimiento se presentan, ni es fácil precisar en todos casos los que pertenecen a cada una de las ciencias que de su investigación nacen y por ella se forman. El hombre; ser que existe, cuerpo que vive, organismo que se reproduce y se relaciona con sus semejantes, supuesto racional, en cuya dualidad no serán separables la vida física y la psíquica, la material y la espiritual; –pero sí son distinguibles,– y en cuya unión intrínseca realizándose su personalidad, se encuentran tan íntimamente influidas la una por la otra, que no faltó quien las confundiera en absoluto. El Cosmo; con su complejidad sobre la naturaleza de las cosas, con su combinación esencial entre ellas, actividades potenciales, manantiales inagotables de fuerza por su conversión recíproca; luz, calor, magnetismo, electricidad; con sus leyes de atracción, atmósfera que pesa, aire que se vicia, medio donde se da la vida, acciones entre todos estos agentes y el hombre; pigmeo, cuando es influido por su inmensidad relativa, gigante, cuando la encauza, ordena y dirige con sus sentidos, que le dan impresiones meramente subjetivas, y que por su trabajo intelectual traduce para darles forma y valor objetivo; que analiza como sintetiza, que abstrae como concreta: he aquí un vastísimo campo de investigaciones, asunto de estudio para las generaciones de muchos siglos, que acaso tendrían ya materia suficiente con un número reducido de ellas. No todas son objeto de la Medicina, pero influyen en su constitución, marcha y desarrollo; no solo por ser uno mismo el sujeto que las estudia, y el objeto que conoce la Medicina, sino también porque ante las leyes que imperan en ese mismo hombre, como cuerpo, como organismo, reclaman un papel importante esas otras ciencias, sometiéndolo al código general que rige al Universo.

La multiplicidad y la extensión latísima de estas cuestiones, que no su heterogeneidad, hizo necesaria su agrupación, constituyéndose las ciencias distintas y aún diversas entre sí, si se atiende al término donde dirigen sus miras; pero cuyas diferencias van perdiéndose a medida que de él nos alejamos, remontándonos a su origen; en su fin objetivo se separan, pero en el trayecto que hasta él recorren, se enlazan más de una vez en su camino. En este sentido, la Medicina estudiando preferentemente al hombre como ser orgánico, no es la Física ni la Química, ni las Ciencias Naturales, ni la Cosmografía, ni aún la misma Antropología; pero con todas ellas afecta relaciones íntimas, porque el objeto de su conocimiento ha sido el sujeto en la formación de todas ellas; porque si la Ciencia en su término no se crea, adquiere, sí, forma y desarrollo en el entendimiento que a ella se aplica; porque el hombre, en una palabra, sistematizando las nociones adquiridas, abstrayendo, generalizando y formulando leyes a los fenómenos que estudian las demás ciencias, se formaba a sí propio el código que debía regirle.

La Medicina puede decirse que se propone como especial objeto el conocimiento del hombre, en tanto que es susceptible de enfermedad y su curación o alivio, una vez determinada aquella. Las demás ciencias son sus auxiliares, sus fuentes de conocimientos; le prestan material de estudio, pero no sofocan su autonomía.

Ahora bien: ¿entendida de este modo, constituye una ciencia o un arte? Si a la Medicina fuera aplicable en su sentido estricto la definición que de la ciencia daban los escolásticos, mucho le faltaría para ser ciencia. En efecto, ¿qué conocimientos evidentes tiene? ¿Qué axiomas incontrovertibles? ¿Qué hechos tan perfectamente detallados, que aparezcan siempre ligados en relación de causalidad intrínseca con un efecto? Será la poca estabilidad de sus principios o el deseo de innovación de nuestro siglo, alimentado en lo que a ella se refiere, por su carácter experimental y de observación, o influido por el espíritu de libre examen que protesta en nombre de un positivismo que tiende a hacerse empírico: lo cierto es, –no me atrevo a decir si por fortuna o por desgracia,– que en Medicina se discuten hoy hasta los hechos más primitivos en que pudiera cimentarse; las cuestiones se embrollan a cada paso, lejos de simplificarse: lucha de titanes entre las generaciones pasadas con su saber dogmático y la presente, tan pronto escéptica como realista, tan pronto idealista como experimental, que queriendo adivinar el impulso y tendencia de los siglos venideros, y cifrando su esperanza en el porvenir, arrastra el entendimiento en brazos del análisis, llevándole de una en otra concepción; hasta que abrumado y rendido de cansancio busca un sitio donde sentar su planta con firmeza para reorganizar sus ideas por una síntesis salvadora. Ni aún la última noción subjetiva del yo pienso luego existo, que sirvió a Descartes para construir su edificio metafísico, puede servir a la Medicina para cimentar el suyo; pues lo que para él fue base segura de conocimiento como fenómeno de conciencia, constituye para esta, que estudia esos hechos, pensamiento y existencia, en el orden fisiológico y ontológico, problemas de muy difícil solución.

Pero en medio de esa instabilidad en los principios, tampoco puede decirse que la Medicina es un conjunto empírico de hechos. Con frecuencia se adquiere la certeza, si no respecto a la causa primitiva o directa, al menos con relación a las enlazadas más de cerca con los fenómenos que estudiamos; y en todo caso, la duda no es absoluta, sino relativa. Casi siempre es posible deducir de un hecho sus primeras consecuencias, y por un efecto averiguar sus agentes productores inmediatos. A medida que nos alejamos de él particularizando en escala descendente, o que nos remontamos hacia su primer origen, investigando su causa primitiva, es cuando surgen las más serias dificultades, rompiéndose el hilo que nos conducía, ante otros agentes que pueden ser factores de los efectos secundarios, o que como ramas colaterales en el tronco de las ascendentes, no han tomado parte en la génesis de los asuntos que analizamos: entidad que en su árbol genealógico va perdiendo su enlace y parentesco, a medida que más nos separamos del punto en que estaba colocada.

No habrá quizás en Medicina una síntesis perfecta, pero hay un análisis científico; acaso sus conocimientos no constituyen un cuerpo acabado de doctrina; pero hay lo necesario para formarle. Es una época de transición la presente: cuando investigaciones laboriosas hicieron las primeras adquisiciones de que tanto se vanagloria nuestro siglo, se creyó que debía destruirse todo el antiguo edificio médico y fundarse de nuevo: exageración disculpable, en los primeros momentos, al amor propio satisfecho.

Las Ciencias Médicas, como contingentes y concretas en su punto de aplicación, varían de forma, de detalles, sujetas a accidentes por parte del entendimiento que las estudia, y a las modalidades resultantes de la variación de relaciones en cada caso; pero su objeto existe, sus medios de investigación se amplifican aunque no se cambien esencialmente, la razón de causalidad se conoce en los hechos particulares casi siempre; y si muchas veces se ignora el medio o modo cómo se realiza, no es porque la Medicina sea empírica en este punto; no es porque rechace la interpretación o prescinda de ella; sino porque unas teorías se suceden a las otras; siempre arguyendo las que nacen a las que le precedieron, por su deficiencia o detalles de exactitud, sin que entre tanta discusión sea fácil reconocer una como positivamente cierta.

La Medicina, pues, es una ciencia, por más que no pertenezca al grupo de las exactas. Su carácter experimental y de observación deja más campo a la iniciativa particular; y si acaso esto pudiera desviarla un poco de su senda, aquello mismo que parece retrasar su marcha, contribuye bajo otro aspecto a impulsarla; porque hasta los hechos negativos tienen su valer en las ciencias experimentales. Por lo demás, que la Medicina es también un arte que traduce a la práctica lo que ella conoce en abstracto, no hemos de detenernos en demostrarlo.

La Ciencia médica tiene hoy su edad científica, como antes ha tenido su época instintiva o empírica, más tarde el naturismo, posteriormente el dogmatismo, el humorismo, el eclecticismo, &c., haciendo una dura guerra a los principios que sentara la primitiva Escuela de Cos; siempre reflejando el sello con que la marcaban las doctrinas filosóficas reinantes; con frecuencia, sistemática a priori, abandonaba los medios de conocimiento sabiamente señalados en el método Hipocrático, partiendo en las investigaciones más bien de conceptos abstractos, que de la observación y de la experiencia.

Pasó ya la época de estas escuelas, acaso para no presentarse más. Obra de muchos siglos ha sido ir depurando a la Ciencia. Hoy no es posible absorberse en la contemplación inmóvil del pasado, dice Bouchard;{1} hoy no hay escuelas en el sentido histórico de la palabra; pero hay en todo el mundo científico un fondo común de conocimientos, legados por los siglos y enriquecido por el trabajo de cada día; hay un método general de observación e investigación, una disciplina científica común que no son invención moderna, sino que asumen en su forma más sencilla, segura y expedita, y la más apropiada a las necesidades actuales, los diversos modos de investigación que siguieron las épocas anteriores. Así ha comprobado la Historia la exactitud de aquella frase de Baglivio, cuando señalando la evolución de las doctrinas médicas, decía: Necessitas medicinam invenit, experientia perfecit... regente ac moderante rationis lumine.

El genio de algunos hombres ha impuesto a veces a la ciencia sus doctrinas, desviándola de su derrotero. Cuando resonaban en el mundo científico las voces elocuentes de Sthal, Barthez, Boerahave, Sydenham, Bichat y Rostan, la ciencia se inclinaba del lado de estos hombres; la marcha de las cosas se cambiaba, surgían luego las sistematizaciones, y la Medicina caminaba por sendas hasta entonces desconocidas. Hoy no suceden las cosas de idéntica manera. Tindall y Pasteur, conmueven el edificio de las Ciencias médicas; –acaso también tienda el espíritu de muchos a admitir como principios algunas conclusiones que como nacidas de premisas particulares no debieran nunca generalizarse;– pero ni esta falta de lógica es tan grande, que venga a constituir en sistema lo que no pudo ser más que una teoría, ni las doctrinas actuales pueden asimilarse con el dogmatismo de los siglos pasados. En las épocas que nos han precedido las sistematizaciones nacían casi siempre de un concepto subjetivo: se tomaba un hecho, se le erigía en principio, y de él se deducían consecuencias; había más síntesis que análisis; adolecían los sistemas de un marcado subjetivismo que les daba más sabor idealista y dogmático que realista y positivo.

Y si estas aserciones necesitaran prueba plena de comprobación, la tendríamos sobrada en el estudio crítico de las principales doctrinas que han dominado en Medicina en estos últimos ochenta años, sobre todo de los sistemas vitalista y solidista.

Veamos, si no, lo que nos dice la Historia.

II.

Generalmente se considera a Glisson como el fundador de la escuela vitalista; –nosotros creemos como Trousseau,{2} que aquel autor fue el precursor filosófico del vitalismo;– fisiólogo pensador dio un programa del porvenir, que precedió con mucho a la observación. Su estilo escolástico conservaba bastante el sabor de los tiempos pasados, y la doctrina de sus ideas era demasiado metafísica para que hubiese podido ejercer una acción próxima sobre la práctica de la medicina, en una época en que los ánimos estaban con razón deseosos de experimentos y de hechos.

Stahl y Hoffmann establecieron las bases de un nuevo vitalismo, aunque sin introducir apenas modificación alguna perceptible en la materia médica; cuando Boerhaave empleó toda la extensión y todo el poder de sus grandes recursos intelectuales en amalgamar las doctrinas antiguas y las observaciones clínicas de sus predecesores y de sus contemporáneos, con las teorías mecánico-químicas a que dieron lugar los primeros descubrimientos del renacimiento médico.

Viéronse, pues, las grandes ideas de Hipócrates acomodadas a un humorismo más grosero que el de Galeno. El mecanicismo se echó en brazos de esta quimiatria indigesta, y los preciosos trabajos de los observadores de los siglos XVI, XVII y XVIII, fueron en cierto modo el grano saneado que el ilustre profesor de Leiden dio a moler a su monstruosa construcción mecánico-química, obscureciendo los primeros albores del vitalismo que, merced a Glisson, Stahl y Hoffmann, empezaban a brillar.

Y aunque la escuela de Boerhaave inauguraba una especie de galenismo en medio del siglo XVIII, no le fue posible prescindir enteramente del espíritu innovador de la época.

Agitábanse entonces los sabios por una fiebre de observación y de experimentación que iba transformando la física. Regenerada esta, desde luego impuso su yugo a la medicina con toda la fuerza del impulso que había recibido, obligando a hacer más experimentos. Mas cuando la experimentación tiene que circunscribir su objeto, oscurécese y hace perder de vista el conjunto; por eso Boerhaave no obtuvo grandes beneficios con este modo de interrogar a la naturaleza; utilizándolo con grandes ventajas su ilustre discípulo Haller, en la demostración de la irritabilidad; descubrimiento de incalculable trascendencia, que debió aniquilar los principios intromecánicos que parecían haberla dado origen.

La irritabilidad tal como salió del laboratorio de Haller, separada de las demás propiedades vitales y considerada como una fuerza viva en medio de elementos muertos e inertes, no podía ser para los fisiólogos más que una energía física, sin determinación funcional, un segundo impetum faciens, pero material y palpable, un motor de nueva especie, limitado como todas las potencias mecánicas a un movimiento sencillo de vaivén, que por lo tanto no podía ser modificado sino en su cantidad y en su velocidad; en una palabra, que solo era susceptible de más y de menos.

Tal fue el origen del solidismo, sistema que en realidad no fue otra cosa que un mecanicismo disfrazado; puesto que consagró el principio fundamental de un error, que consistió en no ver en los fenómenos vitales más que las modificaciones del movimiento puro y simple, y de uno solo de sus elementos: la cantidad.

Para apreciar bien la diferencia que hay entre los solidismos antiguo y moderno, es preciso considerar este sistema en Hoffmann y en Cullen, acordándose de que Haller vivió entre estos dos autores. Generalmente se asimila y aún se confunde el solidismo de Hoffmann con el de Cullen, bajo el pretexto de que ambos estribaban en el espasmo y la atonía; y sin embargo, hay entre los dos una inmensa diferencia. La dilatación y el estrechamiento alternativos de los tejidos, el sístole y diástole de los vasos menores, en la doctrina de Hoffmann, no eran efecto de una fuerza motriz inherente a la fibra misma, sino de un fluido expansivo que, ejecutando el esfuerzo, era el único que obraba. El sólido, dilatado de dentro a fuera, obedecía y no tenía más acción que la que debía a su elasticidad, propiedad muerta, en que todo, hasta el más repentino movimiento, es puramente pasivo.

El espasmo de Cullen es hijo de la irritabilidad de Haller, y pertenece a la fibra y al vaso como la atracción a la piedra. Procede de la impresión y no de la dilatación, y esta impresión nada tiene de física; es un acto de la sensibilidad, que responde a la acción de los cuerpos exteriores, en virtud de una espontaneidad, tan esencial para los tejidos vivos, como el calor para los cuerpos en ignición. Los agentes físicos excitan, ponen en juego, determinan en cierto modo esta propiedad; pero no la comunican, como comunican su movimiento, su calórico, su lumínico, su electricidad a los cuerpos adyacentes de naturaleza análoga a la suya. Hay más; la irritabilidad recibía sus verdaderas determinaciones funcionales, no del exterior, sino de una materia viva, la materia nerviosa, dotada esencialmente de sensibilidad, como la fibra muscular lo está de irritabilidad o facultad motriz.

La intervención de estos dos elementos daba a las obras de Cullen un carácter de novedad desconocido hasta entonces. Y en este momento fue cuando se desprendió la medicina, con toda claridad y bajo una forma sistemática, de los eternamente célebres experimentos de Haller.

Presentóse, por entonces, un discípulo de Cullen, el escocés Brown, dotado de un espíritu tan inflexible y tan claro, pero también tan breve y tan exclusivo como una línea recta, según la gráfica expresión del eminente Trousseau.{3}

Brown, discutiendo poco, pero afirmando mucho, tan empapado se hallaba del vigor y de la sencillez de su principio, que pasa por alto los grados y las excepciones. Aquel principio procedía de la irritabilidad de Haller, la cual en la doctrina más exacta que poderosa del creador de la fisiología experimental, no pasaba de ser un hecho emanado de un experimento; fenómeno que estaba reducido a las proporciones de una propiedad esencial a la fibra viva, pero sin determinación fisiológica.

Cullen en su medicina, como Haller en su fisiología, habían conservado los pormenores y la diversidad que inducen en las manifestaciones de la llamada fuerza vital, las propiedades anatómicas especiales de los tejidos y de los órganos, de los sólidos y de los líquidos, como también las diferencias funcionales que son consiguientes. No así Brown, que para fundar con más seguridad la unidad de su sistema, conoció que le era indispensable la más absoluta sencillez, y la consiguió; suprimiendo en fisiología todos los pormenores anatómicos y funcionales, en patología toda la nosología, y en materia médica toda idea de especificidad en los modificadores terapéuticos, toda distinción de naturaleza entre los mismos.

Frente a la doctrina de Brown, levántase Broussais con su célebre teoría fisiológica, negando hasta la idea de enfermedad, porque, en efecto, es negar la enfermedad, reducirla a un accidente.

En la plenitud de su talento y de su autoridad, desde la altura de su cátedra de Patología general, convertida en tribuna, y para él creada, ejerció su proselitismo dominador, logrando apaciguar y dominar bien pronto los espíritus. A veces es el eco de esos acentos apasionados que habían quebrantado la vieja medicina. Pero las ideas de aquella época son conducidas por otra vía, y Broussais debió conocer bien pronto todas las amarguras del pontificado: la fe que se extingue, los fieles que se van, el templo vacío, la indiferencia que todo lo cubre.

Sin embargo, hoy emitiendo juicio imparcial, debe concedérsele la parte de gloria que en justicia le pertenezca. Y lo que constituye la gloria de Broussais no es el haber creado una medicina que se llamó fisiológica; no es haber eliminado un sistema; es haber minado todos los sistemas y preparado así el hundimiento de su propio edificio; es haber hecho independiente a la medicina.

En medio de estos hechos y estas relativas victorias, en que los sistemas surgen y mueren a manos de sus mismos inventores o principales propagandistas; el nosologismo muerto a manos del naturismo; la homeopatía queriendo sostener sus conatos de verdadera doctrina; no quedaba al práctico verdadero, es decir, al médico observador, otro punto de mira que el eclecticismo, científico para unos, grosero empirismo para otros, quizás para los más.

Algunos hechos, de aislada y no prevista observación, produjeron, sin embargo, fenómenos sorprendentes en la marcha sucesiva de la Ciencia.

Hace algún tiempo, dice Bouchard,{4} sabíamos que un miembro entero puede ser contundido, fracturado sus huesos, dislacerados sus músculos, sin que por esto resulten desórdenes terribles, gangrena, supuración, &c.; sabíamos que la curación se verificaba por una serie de actos fisiológicos, con tal que la piel no hubiera sido herida, con tal que la lesión no hubiese trascendido al exterior. Sabíamos, por otra parte, que una escoriación, al parecer insignificante, puede llegar a ser el punto de partida de complicaciones locales serias y de accidentes generales graves, si permanece expuesta al contacto del aire: habíase supuesto que el aire podía ser el vector de algunos agentes nocivos; y la Cirugía buscaba medios para preservar de su influencia a los órganos lesionados; pero estas no eran más que vagas nociones.

Suscitóse entre dos sabios una cuestión sobre un punto trascendental de biología, que en nada parecía afectar los intereses de la medicina. Pouchet que creía en la generación espontánea, y Pasteur que la negaba, siguieron la controversia con el ardor y el entusiasmo propio de los grandes caracteres y de las profundas convicciones; el mundo científico se dividió en dos bandos, y el público se apasionó por el debate: la cuestión era llevada de tal suerte que no podía terminarse sino por una solución definitiva. Las investigaciones se multiplicaron, las experiencias se variaron hasta el infinito; y al fin se llegó a esta demostración: que todos los seres que se desarrollan en cualquier medio, reconocen siempre otros que son sus generadores.

Este triunfo del eminente profesor Pasteur, vino a demostrar que la verdad en la ciencia, por el estudio se encuentra; por más que cueste mucho, y que ande el hombre largo tiempo por difíciles senderos, perdido en nebulosa de estériles divagaciones, y llegue en su soberbia a querer saberlo todo.

En 1863 un azote terrible aflige a la industria en algunos departamentos de Francia: una enfermedad del bombyx mori, hizo descender los productos en la extracción de la seda a ocho millones de francos, desde la enorme cifra de ciento treinta a que habían llegado quince años antes.

Pasteur, accediendo a las instancias de Mr. Dumas, quien le escribió afirmando que la miseria en algunas provincias excedía a cuanto pudiera imaginarse, se dedicó a estudiar la patología de aquel insecto, logrando regenerar la especie y salvar la crisis industrial, después de haber demostrado hasta la evidencia que la pebrina era una enfermedad esencialmente parasitaria.

Tindall impugnando a Bastian la autogénesis, como Pasteur lo hizo con Pouchet, llegó a comprobar que allí donde parecía imposible la vida, donde el poder amplificante del rayo de luz en su refracción divergente no alcanzaba a demostrar la morfología de los gérmenes; bastaba como impresión sensible en la cámara oscura, para comprobar su presencia.

De la disputa de estos dos sabios y de los estudios especiales de Fisiología comparada, hechos por Pasteur, surgió una consecuencia, acaso la menos prevista y la que ocasionaría una de las revoluciones más grandes de la Medicina.

Establecióse que las fermentaciones son producidas por fermentos figurados, por seres vivos, por organismos inferiores; se comprobó que la putrefacción no es más que una fermentación, y que la materia muerta es destruida por organismos pequeñísimos, en tanto que algunos de estos seres pueden vivir y multiplicarse en la materia viva y determinar su muerte. Esta doctrina, que justificaba las previsiones de los antiguos cirujanos, introdujo una reforma lógica en los procedimientos operatorios. Así ha disminuido la mortalidad de los heridos, y han perdido mucho de su importancia las más graves operaciones; así se han esclarecido muchos puntos de patogenia, se ha formulado una nueva higiene y podrá rectificarse la terapéutica.

He aquí un sistema nuevo, una noción fundamental: ¿pero hay en esto algo de común con los sistemas a que antes nos referimos? Aquí se parte de un hecho comprobado y cuyas relaciones de causalidad con los efectos que de él se derivan, por ser desconocidas, se admiten solo empíricamente: obsérvanse una y otra vez sus efectos, acúdese a la experimentación, y cuando muchas veces repetidos los mismos hechos, se obtienen idénticos resultados, establécese el principio que luego la práctica sanciona, dándose los fenómenos como si realmente fuesen ciertos. Si alguna vez aparecen casos excepcionales, el vicio del argumento no estará en las premisas, sino en la consecuencia; habremos hecho la conclusión más general de lo que podía permitir la extensión de aquellas.

De todo esto se deduce, que después de tantos siglos transcurridos, el método que estableció la escuela hipocrática, no solo subsiste, sino que cada día va estimándose con más seguridad como el único posible en Medicina: la observación y la experiencia.

Pero no por eso hemos de caer en un frío positivismo o en un realismo tan craso que no permita la recta interpretación de los principios, y mucho menos de los fenómenos que de ellos se derivan. La observación requiere interpretar lo que se ve; el experimento exige la traducción de lo que se comprueba; el método se completa con la inducción y con la síntesis: hoy en Medicina se analiza mucho y se hace necesario sintetizar. Es verdad que los elementos que hay que reunir aparecen a nuestra vista tan heterogéneos, que se presenta como muy difícil empresa dar unidad de concepto a las doctrinas de nuestra época.

III.

Pero si examinamos más de cerca el objeto y fin de la Medicina, veremos que conocer al hombre como ser orgánico, estudiando con un criterio analítico sus aparatos, órganos, elementos anatómicos y principios inmediatos; reconstituir su unidad biológica perdida en este examen de detalles, investigando los fenómenos que le conservan, reproducen y relacionan con los demás seres que le rodean; averiguar la manera cómo estos obran sobre él, y los medios que el hombre pone en práctica para modificar estas influencias de un modo apropiado, constituye el objeto de la Medicina respecto al individuo sano, ideal que puede reasumirse diciendo que estudia lo que es y lo que hace; el ser y sus propiedades. Este mismo puede decirse también que es el objeto de la Medicina en el hombre enfermo: puesto que ni la enfermedad cambia la naturaleza del ser, sino que la modifica; ni le induce propiedades diversas, sino que las perturba, así pues ha de estudiarlo también en relación al organismo alterado en su textura, a la economía trastornada en su función, al medio que originó el desorden, o que siendo influido en su manera de aplicarse allega materiales para efectuar la curación. Y así como quedó dividido el asunto de la Medicina respecto al hombre sano en anatomía, fisiología e higiene, así también quedó incluido en el del hombre enfermo, el de la lesión, causa, síntoma y remedio como elementos, como accidentes sobrevenidos en la economía constitutores directamente en cuanto en ella surgen, o indirectamente en cuanto de sus relaciones con los agentes exteriores se desprenden, del estado anormal que significamos en abstracto con el nombre de enfermedad.

Clara aparece así la relación íntima entre esos diversos ramos de las instituciones médicas: cada una de ellas tiene su antecedente en la que le precede, y presta base a la que subsigue. La patología no comprende, pues, el estudio de nada nuevo en la esencia del individuo físico; el mismo hecho estático o anatómico más o menos variado en alguna región u órganos; el mismo hecho dinámico o fisiológico más o menos inflexionado en alguna de sus manifestaciones; el mismo orden de agentes exteriores, que en su acción sobre el organismo perturbaron próxima o remotamente el equilibrio funcional. La enfermedad no es más que un hecho contingente en el modo de ser del hombre, no en su esencia.

Por eso en el concepto que actualmente formamos de la ciencia médica, no es posible aquella tradicional división de los tiempos pasados en Medicina y en Cirugía. En efecto, cabe un concepto diferencial lógico entre la patología general y las especiales; pero no sucede así al separar los afectos médicos de los quirúrgicos; división que en nuestra época no responde más que a necesidades didácticas, que tortura la imaginación en su tarea de buscar medio hábil con que poder legalizarla. Comúnmente se ha supuesto que la procedencia de la causa, el asiento de la enfermedad, el sitio de aplicación de los remedios o la índole de estos, eran criterios bastantes para distinguir la materia de ambas patologías; pero el más ligero examen basta para convencerse de lo contrario.

Las congestiones, las hemorragias, las inflamaciones internas de origen traumático; todas las perturbaciones tróficas externas determinadas por lesiones cerebrales o raquídeas; los cálculos como expresión de las litiasis; las artrítides y escrofúlides por discrasias; toda la terapéutica revulsiva aplicada a los afectos médicos; los diversos efectos de los agentes y fuerzas físicas, según su manera de aplicación; el médico que empuña el trocar en la ascitis y el trépano en el abceso cerebral, como el cirujano que administra la quinina en la septicemia y el mercurio en la sífilis, desmienten sin reserva alguna la pretendida división dicotómica.{5} No hay afectos médicos y quirúrgicos, rigurosamente hablando; la noción de sitio, la más tradicional, la más antigua, la que parecía más racional, no basta en absoluto a establecer los límites. Solo puede decirse que el criterio que tienen la Medicina y la Cirugía de la noción de enfermedad, idéntico en el fondo, difiere en la manera de formarlo; por más que esta diversa marcha que en concepto mantiene la división, no basta en los casos concretos para sostener las diferencias.

Ya ésta atentatoria división de la ciencia en Medicina y Cirugía fue combatida con verdadero entusiasmo por profesores eminentes de los tiempos pasados. No se trataba tan solo de la división de las patologías especiales: después de todo, esta separación no sería absurda si no atacase a la unidad científica de la medicina. Pero en aquellos tiempos dividíanse los que se dedicaban a la benéfica tarea de curar o aliviar al hombre en sus enfermedades, en médicos y en cirujanos, es decir, en hombres de ciencia y en charlatanes. Necesitóse la autoridad, el genio y el prestigio indiscutibles de tres grandes hombres para conseguir la unidad de la Medicina, como criterio científico, razonado y desde entonces indiscutido. Esos hombres fueron, Hunter en Inglaterra, Petit en Francia, y Virgili en España.

He citado, Sres. Doctores, a nuestro Virgili, y sería ingratitud imperdonable no dedicar algunos renglones a la memoria imperecedera de este cirujano ilustre, a quien con razón se considera como el más insigne restaurador de la cirugía española. Súbdito fiel de un monarca, a quien prestó señalados servicios, pidió como única recompensa establecer un Colegio de Cirugía en Cádiz; noble aspiración que logró ver satisfecha por Real Cédula de 11 de Noviembre de 1748,{6} fecha memorable en la que se decretó su creación, instituyéndose así la primera Escuela quirúrgica en España. Ciento cincuenta y cinco años han transcurrido, y nos asombra y admira el recuerdo imperecedero de las glorias científicas y de los adelantos y progresos llevados a la práctica por aquellos maestros insignes, discípulos y compañeros de Pedro Virgili, Gimbernat, Canivell, Mutis, Aréjula, Navas, Aricruz, Rance, Lubet, Béjar, que enaltecieron con sus obras el nombre inmortal de la antigua escuela gaditana; ilustres predecesores de los Ametller, Flores Moreno, Benjumeda, Porto, Azopardo, Arboleya, Gardoqui, Ceballos, Gabarrón, Iquino, Hontañón y tantos otros que forman la noble historia de nuestra querida Facultad.

La unidad de la ciencia establecida, los estudios anatómicos perfeccionados, la fisiología experimental aclamada, dieron principio a los primeros estudios de química biológica y a las grandes aplicaciones de la física.

Entramos desde luego en los tiempos en que el modo de ser anatómico de cada uno de los seres, ha podido ser claramente apreciado, gracias a las admirables enseñanzas que el microscopio ha hecho.

Las extraordinarias modificaciones de que ha sido objeto el gran descubrimiento de Zacarías Jaussen, han llevado la limitada vista del observador a espacios tan escondidos, que sin él fueran imposibles los fundamentales conocimientos que la moderna ciencia posee acerca del modo íntimo de la constitución de los seres, de las funciones que cada una de sus partes desempeña, y todo lo que basado en estas observaciones funda lógicamente la histología, que bien pudiéramos llamarla filosófica.

El microscopio distinguiendo la célula, último elemento organizado, última reducción forme de los organismos, última expresión anatómica, encontró también la unidad material para todas las construcciones orgánicas. En efecto, la célula en unión con sus análogas, forma elementos más complicados; ella, con tramas especiales y variadísimas disposiciones, constituye el cuerpo sencillo o complicado de todo lo nacido, para llegar a formar las inmensas escalas vegetal y animal.

El microscopio ha demostrado que si en los tiempos del gran Bichat se podía sostener a simple vista que la última reducción anatómica era la fibra, en la actualidad ya no puede admitirse que la fibra sea en anatomía lo que la línea en geometría: hoy la célula es el punto; y así como la línea es un agregado de puntos, así la fibra es un agregado de células; por manera que el estudio analítico de cada organización, demuestra que todo ser está constituido por uno o más órganos en los más sencillos, por uno o más sistemas en los más complicados; cada órgano por uno o más tejidos, cada tejido por fibras, y cada fibra por células. Todo ser es por lo tanto un agregado celular.{7}

Pero hace falta para la vida la llamada actividad de la materia orgánica, que supone movimiento de la materia misma; por manera que la vida celular no podemos comprenderla sin el movimiento de la materia inorgánica.

El efecto de esta actividad de la materia es siempre el movimiento molecular ejercido en virtud de la atracción visible que llamamos gravedad o de la invisible que llamamos afinidad; resultando de aquí movimientos necesarios, siempre ejercidos en virtud de las propiedades de la materia, por más que se admita la palabra fuerza para expresar la causa de toda traslación de un cuerpo, como sucede en los movimientos que voluntariamente provocamos.

Y por más que no tenga nada de aventurado asegurar que la llamada vida de la naturaleza inorgánica es efecto del movimiento de la materia; por más que como consecuencia de esto pueda afirmarse que la materia es activa; es lo cierto que esta especial actividad no basta para la vida, porque la materia no da por espontaneidad la vida –ya que según hemos manifestado anteriormente– la vida necesita para realizarse de una anterior organización.

Cada organismo es efecto de otro absolutamente idéntico; hay, pues, una paternidad necesaria en la vida de los seres como en la vida de la célula, hasta llegar a la primera de cada tipo o especie, habiendo forzosamente de admitirse para la primera por fuerza de lógica y razón una voluntad orgánica: El Hacedor.

Los notables trabajos verificados en los comienzos de nuestro siglo por profesores tan eminentes como Cuvier, Bichat, Foderé y Magendie, han adquirido un grado de asombroso desarrollo con los descubrimientos de la química fisiológica y de la histología; y hoy ya todo lo que a la célula corresponde constituye un cumulo inmenso de conocimientos; tantos y con tales dependencias, eslabonamientos y sistematización planteados y definidos, que con razón forman en el estado actual de la ciencia, criterio perfecto, punto de partida, doctrina claramente explicativa de todos los fenómenos de la organización.

La doctrina celular merece una preferente atención de todos los que cultivan con afán los conocimientos médicos.

Cinco escuelas, podemos decir, disputan con ardor acerca de la procedencia y constitución de los primeros elementos formes de nuestro organismo. La escuela alemana inspirada por Virchow, la francesa que representa Robin, la norteamericana dirigida por Curtis, la inglesa a quien ha dado nombre Benet, y la italiana, a quien en rigor no podemos asignar un nombre y que en verdad carece de la importancia científica de las anteriores.

En nuestro país no poseemos doctrina propia y declarada sobre tan importante asunto, en las modernas investigaciones celulares; pero justo es decirlo; vamos por el camino debido para realizarla. En España se trabaja bastante y se han escrito obras de verdadero mérito, que nada tienen que envidiar a los libros extranjeros. No he de citar a todos: pero ¿quién desconoce los notables trabajos de Maestre, de García Sola, de Ramón y Cajal, y otros que enumerar podría, y que constituyen créditos indiscutibles del profesorado español?

Por lo que a nuestra facultad respecta, todos los que en ella trabajamos, recordamos con verdadero orgullo aquella labor constante y sostenida, aquella paciencia que no conocía el cansancio, aquellas acabadas preparaciones histológicas con que nos admiraba un modesto discípulo de la Escuela Gaditana.

Refiérome, señores, a Mendoza, que al frente, desde hace unos, de uno de los más célebres laboratorios de Madrid, constituye una verdadera gloria nacional. En la Corte como en Cádiz, ha formado con su enseñanza, con su trabajo constante y ejemplar una brillante pléyade de discípulos distinguidos. Injusto sería yo si tratando de estudios histológicos no hiciera mención desde este sitio del profesor insigne gaditano, tan humilde y modesto como rico en ciencia y en amor al trabajo.

De todas aquellas escuelas, preciso es confesar que la de Virchow, con su omnis cellula a cellula, es la que más adeptos cuenta, la que ha formado discípulos más numerosos, que han demostrado la verdad en que se asienta la doctrina, trabajando experimentalmente en todos los países, discutiendo y razonando los hechos inquiridos.

Las diferencias de estas escuelas han dependido de no abarcar del modo filosófico que conviene todo lo que la doctrina celular comprende en lo referente a la anatomía y a la fisiología de la célula, y de no remontarse al conocimiento de las leyes generales de la materia inorgánica y orgánica, puestas cada vez más de relieve a medida que los seres tienen una perfección mayor. El estudio de las propiedades de la materia conduce de un modo natural al encuentro de las leyes; y este estudio hecho con la posible detención, demuestra que existe en la naturaleza esa ley de gradación o perfeccionamiento de lo inorgánico a lo organizado; y en lo inorgánico, desde la materia etérea impalpable a la materia objetiva de constitución amorfa, corpórea, definida, limitada, regular o cristalina; y en lo orgánico, la gradación de lo vegetal a lo animal; y en lo vegetal, la perfección vegetativa sobre la formativa; y en lo animal, la perfección resultante de la agregación a la corporeidad individual de un ente espiritual para cada ser; alma racional para el hombre.

Mas si en orden anatómico y fisiológico la célula, como elemento orgánico, tiene una importancia primordial e indiscutible, en el concepto patológico, aun siendo mucha, no es tanta para que aseguremos que de ella, y solo de ella, han de partir los desórdenes morbosos, tal como creen firmemente los partidarios decididos de la llamada doctrina celular, negando por completo todo proceso de enfermedad que no se inicie en una perturbación material de las células. No vamos, ni podemos nosotros, hoy por hoy, ir tan adelante, y el fundamento de nuestra duda estriba precisamente en el estudio de la nutrición orgánica.

La salud y la enfermedad serán dos modos distintos de realizar su existencia los seres orgánicos, estados extremos que al fin son siempre manifestaciones de la vida: de aquí es preciso partir, tanto para estudiar lo que es aquella, como para precisar lo que constituye a esta. Si consideramos los elementos ideológicos que entran en la noción de vida, fácil será convencernos de que el que aparece más fundamental, acaso el más rudimentario, pero por lo mismo el más indispensable, es la nutrición; ella se realiza lo mismo en la célula que en el hombre; sus fenómenos constitutores son cambio de materia con el mundo exterior, cambio de fuerzas tomadas del mismo mundo: sin nutrición no habría fuerza que pudiera hacerse libre bajo el influjo de un estímulo; sin nutrición sería imposible que el órgano realizase el acto que le estuviera encomendado; función y nutrición son dos términos más disociables por un esfuerzo de nuestro espíritu, que por una diversidad positiva. Ahora bien, si tan esencial es el enlace entre la nutrición y la vida, considerada esta como expresión de funciones, no menos íntimo debe ser entre la nutrición y la enfermedad, que, después de todo, es un modo especial de vivir. En toda enfermedad habrá una modalidad anormal nutritiva cuya perturbación acaso no sea primaria, ni la razón determinante o casual del hecho, como tampoco lo es la nutrición respecto a la función, pero sí se acompañan tan de cerca que apenas son separables por un esfuerzo de nuestro organismo, todo organismo funciona porque se nutre, y en justa reciprocidad se nutre porque funciona, siendo estos términos correlativos, ya que se les considere en el estado normal, ya en el patológico.

Pero es preciso no dejarse llevar de una concepción imaginativa; la modalidad nutritiva perturbada no es siempre ni puede ser en todos los casos una alteración histológica, una lesión, un cambio de textura orgánica. En el elemento anatómico o célula, en los organismos más sencillos, la nutrición se verifica esencialmente como en los más complicados por un cambio de materia y fuerza: pero en estos sofocada la autonomía celular por la unidad del individuo, estas transformaciones se verifican con el concurso de un aparato intermediario; el cambio de materia lo prepara el aparato circulatorio transportando los plasmas con sus elementos asimilables; el cambio de fuerzas lo ordena el sistema nervioso, ya que disocie o descomponga las fuerzas acumuladas, ya que canjee o cambie las fuerzas que suscite: así, pues, perturbándose el dinamismo de este sistema o la distribución de materiales plásticos, están perturbadas las condiciones nutritivas, sin que aún exista la lesión de textura, que al cabo no se hará esperar, si persisten circunstancias tan abonadas para producirla.

IV.

Después de todo,{8} bien se puede asegurar hoy, que el criterio que informa a la Medicina no es ni puede llamarse celular, ni solidista, ni humorista, ni histológico, ni convienen a ella ninguna de esas denominaciones, más bien apodos que adjetivas que le cuadren; ni el hombre es el producto de varios agentes, cuyas influencias recíprocas se encuentran en equilibrio inestable. La multiplicidad de elementos no destruye la unidad del individuo; antes bien, por las relaciones que entre sí guardan, por el orden y harmonía en que se dan los unos para con los otros, subsiste la personalidad humana. La idea del yo en el hombre como sujeto de sus actos, ni dimana del principio que contribuye a formarle, ni está vinculada a su proporción cuantitativa o cualitativa. El hombre es uno como ser que tiene el determinismo de sus actos, como organismo que funciona con un fin determinado; preséntase como fenómeno de conciencia la persistencia del yo con la misma claridad intuitiva que su unidad; casi pudiéramos decir que ambas nociones se encuentran entre sí tan enlazadas que no es fácil señalar con convicción cuál de ellas se destaca en la conciencia con prioridad de orden ya que no de tiempo: si su identidad o su unidad.

En este sentido, ni sus funciones ni sus actos son propios de ninguno de sus elementos o partes: el órgano podrá ser el instrumento, el medio de realización: el fin de ellos, su propiedad es siempre del individuo que las realiza; preciso es no perder de vista que la unidad que corresponde a las diversas partes de un organismo no puede ser sino muy relativa, en tanto que la autonomía no pertenece sino al todo orgánico, o para decir mejor, a la personalidad humana.

Y si la función no es propia sino del individuo que la determina, si solo en sentido relativo puede decirse que corresponde a tal o cual órgano, si este no es más que el medio subordinado que particularmente contribuye a su cumplimiento, ¿cómo ha de ser lógico olvidar este unitarismo al hablar de enfermedades que no pueden ser otra cosa sino desviaciones del estado normal? El hombre si no es uno como ser simple, es uno como individuo, como a tal le pertenece la conservación de sí propio, la reproducción en la especie, las relaciones en el Universo; clásica división de las grandes funciones que cumple desde el puesto elevado que ocupa en la escala biológica; y así como la vida es propia del ser que la posee, no del órgano por cuya mediación se expresa, así la enfermedad, modo especial de vivir, es propia del individuo que la padece, no del órgano que la sufre; en tal sentido, todo cuanto sea analizar es extraviar nuestras ideas: el concepto sintético es aquí lo esencial, el detalle lo accesorio.

Nace esta deplorable confusión de la mayor importancia que se ha dado a algunos de los elementos morbosos sobre los otros, y al olvido quizás absoluto de conceptos fundamentales. Convencidos, ante todo, de que en la práctica el objetivo, la tendencia, el fin útil de la Medicina es aproximarse a lo concreto, o sea a la clínica, la noción de enfermedad, en cuya formación entran las ideas de causa, lesión, síntoma y remedio, se integra con los datos de evolución o patogenesia y de semiología; juntos ellos comprenden el concepto fundamental que jamás el patólogo debe perder de vista, ni dejar de formular el clínico: el enfermo. Pues bien, el olvido de ese enfermo, es lo que ha embrollado la cuestión, lo que ha hecho retroceder al nosologismo, lo que ha permitido al anatomismo concebir aspiraciones que nunca debió abrigar, porque nunca debió aspirar la patología a llenar ante el enfermo exclusivamente la indicación sintomática, única que se desprende del analítico anatomismo. Ni condeno ni rechazo la indicación sintomática; conveniente casi siempre, se impone a veces como necesaria, con más exigencia aún que la causal; pero paliar un síntoma podrá ser a lo sumo quitar un peligro que amenazaba la vida del enfermo, nunca curar una enfermedad.

No es posible detenerse en los primeros términos de la serie que establece la ideología clínica; la perturbación funcional; y allí formular el diagnóstico, y allí buscar las indicaciones terapéuticas; ese es el prólogo de la gran obra que emprendemos, y que no ha de terminar sin que al mismo tiempo hagamos el análisis del enfermo; así únicamente es posible una síntesis racional y exacta. Si nos detenemos en este camino, si perdemos de vista el enfermo; haremos acaso un estudio prolijo de fisiología patológica, de etiología patogénica, o de química biológica; pero no veremos la enfermedad. Ese criterio nos llevará a ver fenómenos aislados, de los que, cuando mucho, conoceremos su causa próxima; y a distraer; ¿por qué no decirlo? a estorbar, a detener a la ciencia en su camino, a fuerza de sobrecargarla de hipótesis ingeniosas, pero nacidas en el laboratorio y llevadas a la clínica; no formadas en la clínica y sometidas después a la experiencia del laboratorio: ¡funesta inversión de método, que ocasiona errores no menos lamentables!

Experimentar buscando siempre por la lesión la perturbación funcional, y hallada ésta en clínica, esforzarnos en deducir aquélla, es un trabajo muy loable, que dará tantas más garantías de buen éxito, cuanto más minuciosamente se ultime; pero detenerse en este detalle localizador es recorrer tan solo el tercio del camino, dejando de ser médico para convertirse en fisiólogo teórico o en naturalista analizador.

Y téngase en cuenta que, al expresarnos así, no es, ni con mucho, porque dejemos de conocer los incontestables progresos que el laboratorio ha aportado a la clínica: nada más lejos de nuestro ánimo. Creemos firmemente que los adelantos de nuestra ciencia han nacido de la observación clínica; pero poderosamente ayudada por la experimentación fisiológica y la comprobación del histólogo; sin que estas hayan podido anular la autonomía de aquella. En una palabra; seamos clínicos para ser experimentadores: tal, opinamos nosotros, debe ser el carácter científico de la Medicina; surgiendo de aquí un mayor afán para la investigación clínica y una firme tendencia para comprobar lo observado.

Por eso nuestras clínicas y nuestros laboratorios, por solo el hallazgo de la célula y de la bacteria, han conmovido por completo nuestras ideas y nuestras creencias de antaño; porque hemos llegado a saber el inmenso y tremendo poder de la causa viva en la etiología de las enfermedades infecciosas y la intervención reservada a la célula y al protoplasma en los altos destinos de la organización.

Sin menoscabar la Medicina su propia autonomía científica, se ha enriquecido en doctrina y en procedimientos, gracias a los poderosos auxilios que le han prestado las demás ciencias. Con tan valiosos medios, y con el criterio que a grandes rasgos dejó establecido, la ciencia médica ha progresado mucho; tanto que será muy difícil no sentirse presa de un vértigo al engolfarse en lo que es la Medicina en nuestros días; porque es tarea superior a las humanas fuerzas dominarla en toda su extensión; no hay mirada que la abarque por completo, ni inteligencia que pueda acaparar y retener todo lo adquirido, todo lo hecho, todo lo que conviene saber y todo lo que se debe utilizar; y esto ocurre, porque los hechos se suceden con vertiginosa marcha; porque los inventos que ayer nos admiraban, apenas hoy llaman nuestra atención; porque el libro muere al poco tiempo de publicado.

Cuando Morton y Simpson con la aplicación de los anestésicos hicieron posible la abolición de la sensibilidad durante los actos quirúrgicos, demostrando que vivir es algo más que sentir. Cuando Smarch, con su venda elástica compresora conseguía una hemostasia completa preventiva en muchas amputaciones. Cuando Levis, en Filadelfia, empleaba en 1875 como proceso curativo la introducción de cuerpos extraños en el interior de los sacos aneurismáticos. Cuando Trouvé hacía fácil la exploración de las heridas de armas de fuego, y seguro el conocimiento exacto del sitio en que se encuentra el proyectil, por la aplicación de un sencillo aparato eléctrico. Cuando Lister sienta la doctrina antiséptica, confirmada por los experimentos de Pasteur y de Tindall, estableciendo una nueva era en la práctica de la Cirugía; porque descartados los accidentes infecciosos, pueden llevarse a feliz término las más atrevidas indicaciones operatorias... parecía, al suceder todo esto, que se había llegado al summum de los progresos y se había recorrido todo el camino de los adelantos. Mucho se ha avanzado con estas conquistas; pero han sido estas de procedimientos, de aplicación, o de práctica quirúrgica; y en las ideas, en las doctrinas, no han sido menores ni menos valiosas las evoluciones sufridas. Por eso, en los últimos lustros del siglo que corre, se procura consolidar un sistema; basado en la inteligencia y la razón, que vienen del Cielo; en el experimento y la observación que pertenecen a los sentidos; en la autoridad, que es la historia, con su útil enseñanza; la lección de los tiempos.

Voy a terminar, Sres. Doctores, pues no me considero autorizado para molestar por más tiempo vuestra benévola atención; y permitidme termine con las mismas elocuentes frases, con que lo hace mi distinguido amigo el Dr. Gimeno Cabañas en una de sus más recientes publicaciones.{9} “Después de lo adquirido ¿qué importa si hay disputas sobre qué es más interesante, el organismo humano o la bacteria, en la patogenia de la enfermedad? ¿Qué importa si se presentan dudas acerca de qué vale más: el microbio o su veneno? ¿Qué importa si existen vacilaciones en el camino que conviene seguir: el de la botánica microscópica o el de la toxicología viva? El hecho indiscutible que nada ni nadie echará abajo, es el de la existencia de algo vivo, que envenena y mata; que el microscopio descubre y que el bacteriólogo cultiva y estudia. Sentado esto, los corolarios serán numerosos, mudables; pero la Medicina tiene ya una base que no poseía y un nuevo carácter que ha transformado profundamente su ser.”

Cuanto acabamos de expresar da claramente a conocer el carácter de la medicina contemporánea; que de modo breve e imperfecto he procurado mostraros. Quizás este carácter sea hijo y heredero de las escuelas de pasados tiempos; y quizás pudiera también afirmarse que sea el desenvolvimiento y la ampliación de aquella escuela hipocrática que tenía por base la observación, y que por este motivo contenía en potencia todos los descubrimientos de los siglos posteriores; porque las conquistas de la observación son indestructibles; porque los hechos bien observados, prevalecen contra todos los sistemas.

Preciso es confesar que si el estudio y la enseñanza son siempre penosos, han de serlos mucho en una ciencia como la médica, que se encuentra en el período de grandes transformaciones, como hemos visto. Sin embargo, consuélame la idea de que en la ardua y difícil tarea de ilustrar a la juventud, afortunadamente no estoy solo; antes bien, os tengo a todos por sabios colaboradores; y esto me anima y me consuela; porque por mi parte me fatiga la insuficiencia, y ni aun siendo un genio podría realizar sino una poquísima parte de mi trascendental misión.

Yo no puedo dar sino un conocimiento siempre imperfecto, y el más triste que puede ofrecerse a la juventud estudiosa. A mis manos llega la humanidad doliente o agonizante; en el estado en que habría que despertar virtudes para el sufrimiento, o el recuerdo de idealidades que iluminaron la vida, y que han debido recibir de vosotros; verdaderos sacerdotes del deber y de la ciencia.

Por lo mismo que en nuestra actual civilización, el poder se va unificando con la ciencia, y el bienestar familiar, individual y social tiende a hermanarse con la cultura; nuestra obra tiene una gran trascendencia, y casi resonancia única en los destinos privados y públicos de la nación; y esto interesa grandemente, sobre toda medida, a los jóvenes que pueblan las aulas, y al dignísimo profesorado que con tan ilustrada benevolencia me ha escuchado.

Y vosotros, ¡oh jóvenes alumnos! que tenéis la buena suerte de pisar esta Escuela, donde se alimenta el espíritu con las ideas más salvadoras y más útiles: alejaos de las que os traen los vientos públicos, siempre tumultuosos y huracanados, con los que respiráis el hálito pernicioso del error y de las pasiones, halagadoras de vuestros antojos; y venid, venid a recibir las que os dan vuestros maestros; ya correctoras de las que os inspira el mundo, ya desvanecedoras de perniciosos errores, siempre propias del profesor científico y del hombre de bien, y acordes con vuestra vocación y vuestro carácter de ciudadanos honrados y generosos hijos de esta noble España.

En vosotros se encierra su porvenir y sus destinos; de vosotros depende que aquel sea brillante con luces de esperanzas; y estos gloriosos con reflejos tradicionales de su pasada historia.

He dicho.

——

{1} Lecciones sobre las enfermedades por retardo de la nutrición, por Ch. Bouchard. Trad. por el Dr. Ortega Morejón. Madrid 1891, pág. 6.

{2} Tratado de Terapéutica y Materia Médica, por A. Trousseau y H. Pidoux. Tomo III, pág. 42.

{3} Trousseau y Pidoux, loc. cit.

{4} Bouchard, Enf. por retardos de la nutrición, loc. cit.

{5} San Martín, Patología quirúrgica, cuaderno 1.°

{6} Dr. Ceballos, Discurso inaugural del curso de 1874 a 75 en la Universidad de Sevilla.

{7} Dr. del Busto. Discurso de recepción de la Real Academia de Medicina. Madrid.

{8} Algunas de las ideas emitidas en esta parte y en algunos otros lugares de este discurso, están tomadas de la exposición razonada que acompaña al programa inédito de Patología médica del dignísimo catedrático de esta Facultad, D. Manuel Bernal y Jiménez Trejo.

{9} Prólogo a la edición española del Tratado de Medicina, publicado en francés bajo dirección de los Dres. Charcot, Bouchard y Brissaud.

{Transcripción íntegra del texto contenido en un opúsculo de papel impreso de 42 páginas, salvadas las erratas advertidas en la página 42.}