Filosofía en español 
Filosofía en español

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Biblioteca Escogida de Medicina y Cirugía. Colección de memorias originales.

Examen crítico del sistema homeopático,
memoria leída en la sesión inaugural del Instituto Médico de Emulación, celebrada en 7 de febrero de 1845 por el socio de número Dr. Don Tomás Santero, profesor agregado a la clínica interna en la Facultad Médica de Madrid.

Imprenta de la Viuda de Jordán e hijos
Madrid 1845

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Señores,

Nadie, dice el padre de la ciencia en el libro sobre la Medicina antigua, en que expone el método y sistema de sus doctrinas, se halla autorizado para fundamentar la medicina sobre una hipótesis, cualquiera que sea; porque la ciencia tiene hechos positivos de que es forzoso partir con preferencia a toda suposición. «Por lo que a mí toca, manifiesta más adelante, cuando oigo a esos forjadores de sistemas, que arrastran la medicina hacia las hipótesis separándola del camino verdadero, no puedo comprender cómo tratarán las enfermedades en conformidad de sus principios; porque ellos no sé qué hayan encontrado cosa alguna cálida, fría, seca ni húmeda en sí misma y sin mezcla de ninguna otra cualidad, e indudablemente no poseen otras bebidas ni otros alimentos que los que usamos todos; sino que atribuyen a esta o la otra cualquiera de las cualidades expuestas.» De este modo declamaba Hipócrates, al hermanar la pura observación con la verdadera filosofía, contra los médicos procedentes de la escuela de Cnido, sectarios de los principios de la de Eolia, que intentaban, conformes al sistema de unidad universal de Xenófano, Parménides, Zenón y Meliso, referir a una sola causa el origen de todas las enfermedades; y al hacer tan ilustre autor, dice el juicioso crítico M. Littré en su comento, semejante impugnación a los cnidios, combatió de antemano todos los sistemas que se apoyasen en bases análogas. Las observaciones, los hechos, la realidad, eran para el médico de Coo el fundamento de la ciencia, que era preciso desarrollar con el auxilio de un recto raciocinio. La medicina, decía Platón, busca la naturaleza del objeto de que trata, la causa de lo que hace, y sabe dar razón de cada una de sus cosas; y en el grande Hipócrates se encuentra determinado el procedimiento que debe seguirse en la resolución de este problema. Si los médicos posteriores, aprovechando sus sanos consejos, hubieran seguido tan desembarazada senda; si, considerando al hombre en sí y en relación con los objetos que le circuyen, hubieran tratado de comprender bien sus recíprocas influencias, ampliando su estudio en este importante conocimiento, y procurando sistematizar con despreocupación y sencillez los principios derivados de la severa observación de los hechos, partiendo, como dice Laplace, del conocimiento de estos a la deducción de las leyes, ¡a qué punto de perfección no hubiera llegado la ciencia en poco tiempo! Mas, olvidados los descendientes del ilustre vástago de Esculapio de su recto método, y divididos en opiniones exageradas, dando unos demasiada extensión a la observación pura, y concediendo otros a la filosofía más dominio del que en rigor la correspondiera, no tardó la escuela hipocrática en partir su unidad entre dos bandos contrarios que, separando el raciocinio de la realidad, como decía su venerable jefe, trataron de edificar por sí solos sobre parte de los escombros del majestuoso templo que habían arruinado. Los dogmáticos por un lado, y los empíricos por otro, fueron los primeros que, cegando el buen camino, abierto con tanta gloria por el astro de la Grecia, empezaron a derrumbar por precipicios una ciencia [4] que solo tenía ya que hacer dejarse llevar en pos de los progresos del tiempo. Desde entonces vaciló la certeza de la medicina: atenidos los unos a los simples resultados de la atención dirigida sobre los fenómenos patológicos, tomaron por conductor a la analogía, siguiendo el rumbo de un ciego empirismo; y atenidos los otros a los conocimientos generales que la filosofía enseñaba, impusiéronse trabas embarazosas que, estorbando el progreso de la experiencia, les tenía sumidos en odiosa servidumbre. Los médicos conocieron su error después de algunos siglos, y trataron, aunque en vano, por no adoptar los medios seguros, de recobrar la independencia conquistada por el invencible poder del venerable isleño. Themison reúne sus esfuerzos, combate la ceguedad de los sistemas dominantes, y aprovechándose de los despojos de la escuela de Asclepíades, cuyo sistema calcado en los principios atomísticos de Demócrito y Epicuro sucumbió con la vida del autor, considera dotado al hombre de propiedades diversas que los demás cuerpos, y al estado de contracción, relajación o mixto de la fibra, refiere los fenómenos vitales. No pudo esta escuela, tan exclusiva como las otras, aunque por diverso rumbo, atraer a sí el apoyo de todos los prácticos; así que, casi a la par, bajo los principios filosóficos aristotélicos, se erigió una nueva secta llamada pneumática, por creer al pneuma, materia sutil puesta en movimiento continuo por la economía animal, origen de todas sus acciones. Corrieron así las doctrinas basta la aparición de Galeno, que reproduciendo y comentando las obras de sus antecesores, con especialidad del ilustre Hipócrates, dio un grande impulso a la ciencia enriqueciéndola con importantes trabajos; pero haciendo intervenir a la sangre, la bilis, la atrabilis y la pituita en el juego del ejercicio orgánico, fundó, puede decirse, un nuevo sistema humorista, no menos exclusivo que los que tratara de reformar. Sus doctrinas animadas con la brillantez del raro ingenio que le distinguía, se difundieron por doquier; y a la sombra del padre de la ciencia, de cuyo fértil tronco afectaban proceder, se arraigaron en términos de dominar por largos siglos; pues los árabes, que trasportaron a la Europa el estudio de las ciencias, no hicieron, por lo general, sino reproducir y comentar las obras griegas, siguiendo los principios filosóficos de Aristóteles, y las teorías del médico de Pérgamo.

Su dominio duró hasta la época de Paracelso, que infatuado con los adelantos de la astrología y la alquimia trató de aplicar a la ciencia sus erróneos principios, destruyendo los que a la sazón constituían la base en que se apoyaba. Entonces el influjo de los astros, de la imaginación y el encantamiento; el vicio de la naturaleza, y los venenos internos y externos, vinieron a ocupar el lugar de los cuatro humores.

Este sistema no tardó en modificarse por Van-Helmont, enemigo implacable del galenismo, que, sin desechar por completo el poder de las causas admitidas por Paracelso, admitió como origen un principio animado, a que llamaba archeo, residente en todos y en cada uno de los órganos en particular, y sujetos al impulso de otro principal, fijo en el cardias, que influía sobre los otros, dando ya a entender con esto la prepotencia de la fuerza epigástrica. La medicina vagaba por las oscuras sendas del error, separándose más y más del verdadero punto de vista a que su inmortal fundador la había impulsada, hasta que entre los siglos XVII y XVIII aparecieron, cual faros que la salvaran del naufragio que la destruía, dos célebres prácticos, a quienes Inglaterra y Roma conservarán por siempre con el renombre de Hipócrates, que marcando el verdadero rumbo establecido por el célebre isleño, cuyo ilustre nombre les ha otorgado la posteridad en gracia del buen recuerdo y oportuna aplicación de sus rectos principios, la sacaron a puerto seguro librándola de los escollos que por doquier la circuían. La pura observación volvió a adquirir el natural influjo que errores anteriores la habían usurpado, y la ciencia, animada con el espíritu vivificador de la verdad, repuso la marchitez que la agobiaba, recobrando su esplendoroso brillo.

No merecen, en verdad, pasarse en silencio los famosos nombres de nuestros célebres compatricios, que conservaron siempre con la mayor veneración las páginas de Coo, haciendo los mayores esfuerzos por sostener su doctrina; y al hablar de la medicina hipocrática, nunca dejaremos de recordar los gloriosos timbres de nuestro Valles, Cristóbal de Vega, Heredia, Mercado, y tantos otros que ostentan con orgullo el pabellón de su escuela. Sidenham puede decirse que no fijó ningún sistema, [5] contentándose con establecer principios de observación de la más alta importancia, con imitar fielmente el estilo verdadero y vivo del médico de la Grecia, y con desarraigar de la práctica abusos trascendentales; pero Baglivio, sin separarse de igual terreno, trató de restaurar en cierto modo la antigua escuela metódica con su tratado de fibra motrice et morbosa, dando un paso hacia el solidismo. Los principios de los célebres filósofos Bacon y Locke, amigo este último de Sidenham, facilitaron considerablemente el trabajo a estos profundos médicos, que, si no consiguieron todo, hicieron mucho con oponer un antemural a las peligrosas ideas de su tiempo. Mas, si por el pronto lograron estos grandes genios presentar un dique que contuviera el torrente de imaginaciones deslumbradas, el aura que recibió la filosofía de Descartes no tardó en destruir tan débil obstáculo, y apoderándose su sistema del campo de la medicina, fraguó una nueva teoría fundada por Sylvio de La Boe, y denominada iatro-química, en que la vida se materializó de un modo harto grosero, considerándose la efervescencia de las diferentes sales que existen, con especialidad en los humores del cuerpo, como causa de los fenómenos patológicos: doctrina que arrebató un gran número de prosélitos, no obstante la oposición de Roberto Boyle. El célebre médico de Leyden, Boerhaave, imbuido en los conocimientos generales de la ciencia, y entusiasmado con los descubrimientos de Newton, no pudo ceder al natural impulso de acomodar las ideas mecánicas a la explicación de los fenómenos de su vida; y combinando las ideas químicas ya existentes con las nuevas nociones hidráulicas, dio robustez a la nueva teoría iatro-matemática establecida ya por Borelli y otros autores, en que la inspisitud o fluidez de los humores ejercían un papel muy principal. Este práctico, sin embargo, tuvo la grande habilidad de abandonar sus preocupaciones en el ejercicio de la profesión, y, a pesar de su sistema, logró no perder el hilo de la verdadera experiencia.

Aparece, en fin, un hombre de espíritu despejado, de grande erudición y vastos conocimientos, que, no pudiendo soportar el yugo de dogmas erróneos, pone de manifiesto los vicios de las doctrinas reinantes, sustituyéndolas con un nuevo sistema fundado en la consideración de los sólidos y humores como instrumentos de las acciones vitales dependientes de una causa inmaterial, el alma, que disponía de ellos para el desarrollo de los fenómenos naturales; y procurando sacudir el vasallaje de las teorías iatro-químicas y mecánicas, la nueva escuela animista, restauradora del arqueísmo, alejó de la medicina las influencias físicas y químicas, constituyéndola en simple espectadora de los movimientos del alma.

Este nuevo sistema acogido, como todos, con el beneplácito de imaginaciones exaltadas, encontró también sus adversarios, con especialidad en Federico Hoffmam, que, reconociendo en la economía dos órdenes de causas, materiales e inmateriales, admitió para las primeras leyes físicas y para las segundas especiales, considerando el exceso o defecto del movimiento como origen de las afecciones patológicas, y suponiendo a los fluidos enteramente subordinados a la acción de los sólidos; cuya escuela, en abierta oposición con todas las anteriores, aunque semejante a la metódica antigua y bastante conforme con las opiniones de Baglivio, tomó el nombre de solidista.

Era ya tiempo de que la ciencia caminase con pasos más seguros; y el entendimiento humano, desahogado en parte del peso de graves circunstancias que contuvieron el surco de su progreso, en los adelantos de la fisiología experimental y de las ciencias auxiliares; en el descubrimiento de la anatomía patológica y la formación de las clínicas, encontró los medios más fecundos para seguir, a impulso del sabio precepto del filósofo Bacon, por la clara senda de la verdad. Estos grandes elementos no podían menos de prestar raudales de brillante luz, que, aclarando los errores de sistemas hipotéticos, hiciese aparecer la cumbre de la certeza al través de difíciles senderos: mas, deslumbrados los prácticos con la intensidad de tal fulgor, solo vieron nervios en la economía viva, y alteraciones de textura en los órganos del cadáver; y si bien sus grandes trabajos obtuvieron por recompensa la justa determinación de algunos males, dejáronse llevar demasiado hacia el solidismo que en tales adelantos adquiría un nuevo valor. Cullen, distinguido profesor de clínica, obligado por sus discípulos, dio un nuevo sistema del sólido viviente, en que el espasmo se consideraba como causa fundamental de los hechos patológicos; y posteriormente Brown, entusiasmado con la irritabilidad, no dudó en atribuir la vida al movimiento, de que se [6] hicieron depender las afecciones morbosas. Esta nueva teoría se generalizó muy luego; y a pesar de los embates de profesores que, animados por el estudio de la química renovado por Fourcroy y Lavoisier, trataron de rebatirla, siguió, cual diestro piloto, dirigiendo la enseñanza, y como señora exclusiva dominó la práctica. Seguía este sistema sin formidable oposición, cuando Bichat, ese genio creador que la posteridad admira, refiriendo todos los fenómenos de la vida anormal al exceso, defecto o irregularidad de las propiedades que demuestra, estableciendo analogías de acciones naturales y patológicas según la semejanza de textura, y determinando al sistema nervioso como medio de comunicación entre los diversos órganos que se trasmiten sus padecimientos, dio origen a una nueva escuela fisiológica, que venía a ser una extensión del anterior dinamismo. Sus grandes trabajos facilitaron el paso al sistema de Brussais, hombre de raro ingenio, que, aprovechando las bellas ideas de su preclaro antecesor y las diseminadas indicaciones de otros célebres prácticos, e impulsado del aura conseguida por investigaciones que siempre le harán lugar en las páginas de la historia, combate de frente las antiguas teorías, y bajo los principios de la escuela de Bichat viene a levantar una nueva bandera, en que la irritación se lee como causa general de todas las enfermedades, y la mucosa digestiva como centro de impulsión de donde aquella procede. Esta orgullosa escuela sorprende con su novedad; admira con su sencillez; arrastra con su facilidad; convence con algunos buenos resultados; y, sobreponiéndose a todo, fija por algún tiempo el imperio de la ciencia. Los desengaños, empero, suspenden la llama del entusiasmo; dan creces al valor de sus fuertes opositores; la filosofía del siglo interpone su poderosa mediación; y, en la época de su reflujo, levántase una escuela antagonista que, armada de vigorosos argumentos, destruye los dogmas principales de la seductora doctrina, y admitiendo como lema del estandarte del triunfo, que la vida consiste en los órganos en ejercicio, destruye el principio de las propiedades vitales, considerando la sensibilidad y contractilidad como funciones del sistema nervioso.

Hasta aquí la reseña de las principales teorías que han sentado su trono en el terreno de la medicina, omitiendo, de intento, otras extravagantes y absurdas, que, no teniendo más origen que la aberración del entendimiento, ni más guía que el ciego empirismo, no deben manchar las hojas de nuestras crónicas. El Instituto sabrá disimularme, y el público ilustrado que me honra con su atención, que le haya ocupado con esta sucinta reseña del orden que ha seguido la ciencia en el progreso de los siglos, porque de la consideración de estos datos históricos han de resultar consecuencias importantes para la determinación del sistema médico actual, y de las condiciones que debe satisfacer cualquiera que se plantee.

La historia, esta mensajera de los tiempos, testigo fiel de los conocimientos humanos, es el sabio mentor que, enseñándonos los errores de generaciones pasadas, nos desvía de sus escollos, conduciendo nuestro entendimiento a mejor camino, por lo mismo que nos da a conocer las causas que han motivado el retraso de la ciencia, y los métodos que han fertilizado su terreno. Si en los hechos de los hombres o en los sucesos de las naciones puede ser un intérprete falaz que, amoldando sus relatos al gusto de los escritores, oculte vicios donde no hay virtud, o exagere virtudes donde el vicio se albergue, por tantas circunstancias como pueden torcer su recto cometido, no así cuando se refiere al desarrollo de las ciencias, pues las páginas de sus anales se componen de obras escritas, y el conjunto de las publicadas en épocas determinadas, son un testimonio vivo que sellan el gusto de las escuelas a que corresponden.

Si paramos, pues, un momento nuestra seria reflexión en las noticias precedentes, deduciremos en resumen: 1.° que el primer método filosófico que encontramos asciende hasta el padre de la ciencia, el cual estableció en su origen como base, los hechos observados con la mayor despreocupación, aplicando luego a su desarrollo el más recto raciocinio. Los hechos, la realidad, como él decía, son en su sentir las raíces de un buen sistema, que, fecundadas por el buen uso de una sana razón, producen por sazonado fruto verdades irreprochables cuyo conjunto en natural enlace llega a constituir una buena teoría. 2.° Que en este golpe de vista extenso y filosófico en que Hipócrates comprendió la esencialidad de la vida, fijó todas las condiciones que la son indispensables para asistir; admitiendo, por lo tanto, varios elementos, que se reducen al organismo y agentes exteriores [7] que obran sobre él incesantemente produciendo cambios más o menos sensibles, pero siempre ciertos, y refiriendo por lo mismo las causas de las enfermedades a diversas modificaciones, tan varias como los factores intrínsecos de la misma esencialidad cuyas alteraciones representan. 3.° Que este método, a pesar de su bondad, reconocida por todas las sectas que, a excepción de alguna, han pretendido siempre asegurar sus bases en las máximas verdaderas de su esclarecido autor, fue abandonado por los mismos discípulos que le seguían; y que todos los posteriormente establecidos han llevado un rumbo contrario, combatido ya de antemano por el mismo Hipócrates, cual es restringir la vida a una sola clase de leyes, y admitir en su consecuencia como origen de todos los males una causa exclusiva, a la manera que los médicos cnidios o cnidianos que lo referían todo a las cualidades fundamentales de frío y cálido, húmedo y seco. Los dogmáticos, los empíricos, los metódicos, pneumáticos, humoristas, alquimistas, iatro-químicos, iatro-matemáticos, solidistas, animistas, vitalistas, fisiologistas y organicistas, todos han incurrido en igual escollo por desviarse demasiado de los fundamentos teóricos que trataban de destruir. 4.° En fin, que los sistemas médicos pueden reducirse a empíricos y dogmáticos: los primeros han pretendido seguir por la vía de una observación pura, y los segundos han corrido en alas del espíritu del siglo, impulsados por las doctrinas filosóficas de las respectivas edades.

El empirismo nunca ha llegado a adquirir una posición ventajosa, porque, falto del aura vivificadora que fecunda la observación, jamás pudo dar fruto, como la tierra que carece de jugo no presta al vegetal elementos que le sostengan. Sin conocimientos no se pueden recoger datos; sin datos no es comprensible el valor de los hechos; sin el debido aprecio de este valor no hay observación, porque observar es entonces, mirar y no ver.

En cuanto al dogmatismo, que bajo el dominio de la filosofía ha revestido la forma que en esta han ido imprimiendo las variaciones de los tiempos, presenta al actual análisis el cuadro general del exclusivismo. A la ruina de un sistema ha sucedido el establecimiento de otro contrario, que, desechando los materiales que constituían el antiguo edificio, como por temor de contaminarse, fundaba los nuevos cimientos sobre un terreno distinto, pero no menos frágil. Todas las teorías han elegido por base un principio verdadero: más con su aislamiento y aplicación desmesurada han abierto la honda sima que debería precipitarlas.

Puede muy bien decirse, que, así como la filosofía, en general, ha dividido sus principios en dos diversas sectas, sensualista y espiritualista, así también la medicina ha reducido sus sistemas a dos grandes clases, dinámica y materialista. El no reconocer que los principios generales abstractos tienen que modificarse a las circunstancias de los objetos cuando se hacen aplicaciones particulares, ha sido el principal origen de los vicios de nuestros sistemas; y el querer sujetar la ciencia médica al capricho de las escuelas, como si el hombre fuese un ente simple, material o espiritual, el fuerte contrapeso que ha impedido siempre la velocidad de sus adelantos. Si, partiendo del principio fundamental establecido por el anciano de Coo, se hubiera considerado al hombre como es, como un ente compuesto de elementos muy variados, colocado en la naturaleza bajo el influjo de agentes comunes de quienes recibe y a quienes comunica acciones particulares que producen en unos y otros modificaciones físicas y de composición, y regido además por leyes especiales que, sin contrariar abiertamente a las generales, comunican al individuo una actividad propia y distinta, no hubieran podido los prácticos perderse en extraviados laberintos sin salida, al pensar reducir a un solo círculo las diferentes causas naturales y animales que constituyen el ser viviente que es objeto de nuestro estudio. Bacon conoció ya en su tiempo tan fatal abuso, y pronosticó sus graves consecuencias. «Mirábale, dice Cabanis, en su historia de las revoluciones médicas, y con razón, como la causa de todos estos desbarros a que cada nuevo sistema arrastra a la medicina. A él es a quien atribuye particularmente la incertidumbre que esta manifiesta en su curso, y el poco fruto que ha sacado de los más preciosos descubrimientos hechos en las demás ciencias y artes con quienes tiene tan íntima relación. Así es, añadía, que debe empezarse por separar estas de aquella, extrayendo los dogmas únicamente de los hechos que la son propios, es decir, de las observaciones y experiencias verificadas sobre el cuerpo vivo, sano o enfermo; y si algún día se les pudiese aproximar a los dogmas de las otras, ha de ser después que se hayan comprobado separadamente los unos y los otros.» Tales son las conclusiones generales que la [8] historia nos manifiesta: consecuencias de la más alta importancia para el porvenir científico, porque los desengaños, educando a la razón en la escuela de la experiencia, la conducen paulatinamente al luminoso campo de la verdad. Estamos por dicha ya tocando los benéficos frutos de tan importantes lecciones. La filosofía escéptica actual, libre de la servil coyunda del grosero materialismo y enajenada del patrimonio forzado en que el abstracto espiritualismo la había constituido, ha venido a abrir paso a la ciencia médica, que, reforzada con el impulso dado a la fisiología experimental por hábiles profesores, auxiliada con los adelantos de la química orgánica, y enriquecida con los grandes descubrimientos de la anatomía patológica, ha llegado por fin a la época dichosa en que, siguiendo el recto principio del venerable sabio que la elevó a tal categoría, puede seguir el buen camino que la conduzca a la perfección. La sublime voz del divino Hipócrates, repelida en los ecos de Sydenham y Baglivio, y con no menor gloria por nuestros esclarecidos antepasados, vuelve a resonar en el espacioso ámbito del mundo médico; y contando la ciencia con las lecciones de lo pasado, y las fuertes palancas que ha adquirido en el natural progreso de la época, hállase en disposición de partir con la velocidad del vapor para llegar con rumbo seguro al puerto de la verdad.

Mas, por desgracia, en vez de reunir los prácticos todos sus esfuerzos para entresacar y aprovechar los materiales hacinados por generaciones pasadas, y fertilizar el campo científico con los nuevos instrumentos y excelente abono que en los medios analíticos encuentra hoy la inteligencia, hombres avezados a prácticas antiguas que, sepultados en el fango de las viciosas teorías en que se educaron, cierran los ojos de la razón a la luz de la experiencia y vuelven la espalda a los nuevos inventos, siguen rutinariamente adheridos a los principios exclusivos en que se engendraron como médicos, negándose a dar siquiera un paso por temor de ofender al ídolo a quien presentaron ofrenda; mientras otros, ávidos de novedad y no satisfechos con lo que la ciencia tiene conquistado, se engolfan en nuevas teorías, tratan de sentar principios diferentes de los seguidos hasta la actualidad, y separándose de los verdaderos dogmas, se descarrían por los vastos espacios imaginarios, aumentando los embarazos con un sistema exagerado que añaden a los muchos que la historia contiene. Ninguna ocasión más a propósito para entronizarse en el poder científico que estas grandes épocas de trastorno en que, desquiciados los sistemas por la razón y los hechos, quedan las ciencias vacilantes entre el apego a las teorías que decayeron, la indecisión en el sistema que ha de sucederlas, y el escarmiento de los pasados errores. Entonces un genio atrevido que tenga habilidad para esgrimir con valentía las armas que arruinaron el caído dominio, destreza para desarrollar con ingenio una serie de principios levantados sobre algún hecho cierto, y fortuna para que la oportunidad acredite con algunos casos la bondad de sus aserciones, sorprende, se insinúa, se hace escuchar, agrada, y al fin convence. Esta ha sido la marcha de todos los sistemas. Pero entre estos descuella en la actualidad uno, tan gigante en sus pretensiones como pigmeo en poder, nacido en una de estas azarosas épocas de anarquía científica, de cuyo inventor dice el juicioso Franck, su compatriota, que apareció en Alemania ejerciendo y enseñando la medicina, si a esto debe darse crédito, al modo de los charlatanes, y con una elocuencia enteramente particular. Un sistema que, a pesar de haber recibido el honor de hacerse oír desde las cátedras y de comprobar sus ventajas en las clínicas, no ha podido arraigarse ni en el mismo país que le vio nacer, donde, por honor nacional, debiera haberse generalizado y ensalzado si hubiera ofrecido verdad en sus fundamentos y solidez en su trabazón, no parece que es digno de ocupar la atención de una asamblea, y mucho más cuando academias distinguidas, en que figuran notabilidades de la época, le han juzgado, no habiendo autor distinguido que le defienda, ni práctico de celebridad que francamente le abrace. Sin embargo, la patria de los Valles, Heredias, Mercados, Ponce de Santa Cruz y Piquer, que si no puede alegar en medicina otras glorias, hónrala al menos su sensatez y su notorio apego a la doctrina hipocrática que con tanto acierto y entusiasmo ejercieron y enseñaron sus juiciosos hijos en el siglo del poder español, no obstante el reprensible olvido en que los dejan muchas crónicas extranjeras, hállase en el día amagada de una funesta irrupción [9] por tan extraña teoría que empieza a contagiar a la juventud inexperta, la cual, falta de los conocimientos teórico-prácticos necesarios, no puede ofrecer resistencia a la seducción, que siempre viene a insinuarse con halagos fascinadores con que adormecer a los incautos. La desgraciada protección que el gobierno ha manifestado hacia una persona extraña que con tal sistema se ha intrusado en el terreno práctico de una facultad que exige para su objeto tanto juicio como genio observador, tanta meditación como experiencia, tantos estudios intrínsecos y auxiliares como abnegación y buena fe; la marcada deferencia hacia tal sistema de ciertas personas del vulgo que, adormecidas en el lujo y arrulladas con la adulación, gustan de lo extraordinario por distinguirse del común de las gentes, por variar sus gustos, y adoptar una moda que les singularice; la facilidad, en fin, con que algunos profesores conocidos por su ilustración se han dejado impresionar por sus encantos, forman un conjunto de circunstancias alarmantes que nos hacen despertar, no sea que la sirena extienda tanto su soporífero influjo, que el mal venga a remediarse cuando sus efectos hayan producido desgracias lamentables. Y no se crea por esto que el temor a la verdad de sus principios nos induzca a hacer aprestos con que defender nuestro terreno, porque afortunadamente descansa la medicina racional en bases bien aseguradas para que la desquicie el rugir del aquilón más bravo, y el carácter médico español es, por otra parte, el menos a propósito para ceder al variado impulso de frívolas novedades: sea testigo el tiempo, por lo que toca a la homeopatía, que, en el trascurso de muchos años, ni ha podido extender su influjo en la práctica, ni sostener los órganos que en la prensa ha tomado con que hacer oír sus voces perdidas en la sima del menosprecio, ni formar una academia en que profesores de algún valer adoptasen sus principios, ni asegurar una reputación notoria que echase sobre sí la responsabilidad de su triunfo. Silenciosamente ha corrido entre charlatanes y profesores solo conocidos por la práctica de este nuevo talismán, adquiriendo algún viso mayor de poco tiempo a esta parte, más con medios de sociedad que por trabajos científicos. Llega por último la ocasión porque ha pasado en todos los países. Descuidada en un principio, por creerla insustentable en discusión e ilusoria en la práctica, ha fijado un momento la vista de sabias corporaciones, que han tratado de desenmascararla cuando sus pretensiones acrecían con el despreciativo silencio de los médicos. El Instituto, movido por todas estas razones, y despertado por un lamentable suceso en que el público sabe el interés que ha tomado, aunque por desgracia sin fruto, ha querido llamar a su seno a los profesores homeópatas, a quienes desea oír en defensa de sus principios. Los jóvenes por su parte, con un entusiasmo digno de alabanza y que deja ver un movimiento de fermentación que hace concebir la grata esperanza de regenerar muy pronto la medicina española, no han podido contener los briosos fuegos en que su edad los inflama; y excitados con el buen ejemplo, se han anticipado al deseo de fijar esta cuestión en que se pretende arrastrarles, pero en que han sabido detener el paso para no resbalar. El combate está anunciado; la razón abrió el palenque; entre en liza el nuevo sistema, y de hoy en lo sucesivo, o deje el hábito vergonzante para vestir la regia púrpura, o retírese de nuestro suelo para abandonar la Europa, ya que nuestro país es su última trinchera; y no venga a estorbar el gigantesco vuelo de una sublime ciencia que empieza a remontarse majestuosa a la cumbre de su perfección.

Justificada ante el respetable público la causa que mueve al Instituto a presentar en juicio esta debatida cuestión, entremos ya en materia para la que yo, miembro el menos digno de tan ilustrada Academia, espero la benevolencia de todas las personas que se han dignado favorecerme.

 

La homeopatía es un sistema que busca los análogos para la curación de las enfermedades, como la composición misma de la voz lo indica. Tratar de reconocer todas las proposiciones emitidas por sus sectarios, de examinar hasta los más pequeños pormenores de semejante teoría, y de hacer venir a discusión todos los puntos y hechos que en sus escritos se mencionan, sobre ser innecesario, produciría un trabajo harto molesto, dando margen a repeticiones incómodas que, produciendo el fastidio, rebajaría [10] el buen efecto de una discusión razonada. Las teorías son un conjunto de principios establecidos relativamente a un objeto, armonizados entre sí por medio de conexiones que guardan un orden sucesivo. Estas teorías, cuando se refieren a un objeto muy vasto, como una ciencia, ofrecen términos muy diferentes, como que han de abrazar los muchos y diversos ramos que la constituyen; pero las reglas que sirven para el método y explicación de los hechos relativos a las varias secciones proceden siempre, como de un tronco, del eje central que constituyen los dogmas fundamentales a que el entendimiento creador se remontó por medio de la observación y del raciocinio. Examinando, pues, el valor de estos grandes principios, se averigua la verdad de una teoría; pues de la certeza o inseguridad de ellos pende todo el sistema, como la multitud de ruedas y palancas en un cronómetro estriba en el péndulo, y en una sola rueda las complicadas máquinas hidráulicas o de vapor. Veamos por lo tanto los verdaderos principios del sistema médico que es objeto de nuestro examen; y penetrando hasta su interior con el más fino escalpelo del análisis, discutamos ampliamente, a la clara luz de la razón, la certeza en que se apoyan.

A cuatro pueden reducirse los fundamentos de esta teoría.

1.° Las enfermedades son aberraciones dinámicas que experimenta nuestra vida espiritual en su modo de sentir y obrar; es decir, cambios inmateriales en nuestro modo de ser, producidos por la influencia virtual de causas morbíficas.

2.° La enfermedad no consiste, para el médico, más que en la totalidad de los síntomas; a hacerlos desaparecer debe dirigirse su cuidado.

3.° Estos cambios, que producen los males en el modo de sentir y obrar, no pueden ser curados por los medicamentos sino en cuanto tengan estos la facultad de producir en el hombre un cambio análogo; es decir, que para ser asequible la curación de una enfermedad, se necesita la mediación de una potencia morbífica capaz de producir síntomas semejantes y algo más fuertes.

4.° Para el desarrollo conveniente de esta reacción de la fuerza vital deben emplearse los medicamentos convenientes, según el dogma anterior, en estado de simplicidad, y a dosis infinitesimales.

Dogma 1.°

Las enfermedades son aberraciones dinámicas que experimenta nuestra vida espiritual en su modo de sentir y obrar: cambios inmateriales en nuestro modo de ser, producidos por la influencia virtual de causas morbíficas.

En esta primera base, redactada en términos tan sutiles que el pensamiento casi no puede alcanzar, descuella ya el exclusivismo en que se halla colocado todo el sistema, haciendo de la vida una entidad abstracta, refractaria a nuestros medios de investigación, y, libre de toda conexión física, regida con independencia por leyes particulares. La homeopatía en este punto marcha con las ideas de la escuela sthaliana, admitiendo que todo movimiento es un acto inmaterial y espiritual; pero, a la manera que el jefe de esta antigua secta no pudo resistir a los fuertes golpes del filósofo Leibnitz, descendiendo a concesiones que le hicieron caer en la contradicción más extraordinaria, la nueva teoría se abruma bajo el peso de la razón, que, apoyada en los hechos, la anonada, la confunde.

El hombre es un ser en quien concurren tres diversos elementos en conexión, necesarios para su existencia completa: órganos que forman su materia; fuerza que mueve a estos órganos y dirige sus acciones; y agregado, que distinto de la fuerza indicada, es una entidad metafísica, destello de la divinidad, representado por la inteligencia. El concurso de todos estos atributos es tan indispensable, que, faltando cualquiera de ellos, o el hombre deja de existir, o se confunde con los demás animales. Pero dejando a un lado la parte psicológica, que por ahora no nos compete, examinemos la relación en que se hallan las causas material y eficiente de la economía, para resolver el problema que se discute. Es cierto, como dejo confesado y establecido, que hay en el hombre, en cuanto a animal, una fuerza superior, desconocida en su esencia pero clara en sus efectos, reglada bajo ciertos principios que la observación nos ha demostrado, que [11] preside a la fecundación del huevo cuando no constituye más que una pequeña parte de la entraña sexual de la madre, infunde el soplo de vida que pone en desarrollo al nuevo ser, le sigue en su crecimiento intrauterino proveyendo a su nutrición con diferentes auxilios según sus diversas épocas, determina su expulsión fuera del seno materno cuando tiene facultad de vivir con independencia, anima las funciones que sirven para su conservación y desarrollo, marca las diversas épocas que llamamos edades haciendo notable en ellas el predominio de diversos aparatos, y después de haber sostenido el sacro fuego de la vida, va retirando graduadamente su influjo, hasta que, consumida, deja al cuerpo abandonado al omnímodo poder de las acciones físicas y químicas. Esta causa, que en sí tiene la razón suficiente de la vida, se oculta en su esencia y procedimientos a nuestros medios investigatorios más delicados; pero, a la manera que ascendemos de la apreciación de la cualidad de unirse las moléculas constitutivas de los cuerpos, al conocimiento de la cohesión; de la tendencia a combinarse las partículas integrantes, a la idea de la afinidad; de la propiedad de influirse las masas recíprocamente para su equilibrio, a la consideración de la atracción general; remontándonos de la observación de estos fenómenos a la comprensión de las fuerzas, y, llegando por el estudio que hacemos de sus variaciones y constancia a penetrar las leyes con que se ejercen sus actos, de la misma manera la investigación de las propiedades y acciones del cuerpo vivo nos eleva a la posible concepción de la esencia vital. Este dinamismo se nos revela, en efecto, por la observación de los actos que les son propios; mas si bien lo que llamamos fuerza tiene una existencia virtual, es tan inseparable de la economía en quien se representa, y con él se halla tan identificada, que pueden expresarse uno por otro como los dos términos de una ecuación algebraica. Tan inseparables son las ideas abstractas de fuerza vital y economía humana, como las de materia y fuerza impulsiva al tratar de comprender el movimiento de los cuerpos que la física considera. La atracción universal, esa gran potencia que sostiene la armonía del universo, es imposible que se conciba hecha abstracción de las masas en que se ejerce; y la ley que preside a sus efectos, demostrada por el célebre Newton, no puede ser entendida sin tener en cuenta al mismo tiempo la masa y distancia de los globos que se cruzan en el espacio. La fuerza de gravedad que nos explica el sostenimiento de los seres que ocupan la superficie de nuestro planeta, no obstante la centrífuga producida en el continuo girar en que este se halla, no puede entrar por los ojos de nuestra razón, abstraída del volumen y naturaleza de los objetos a que se refiere, como la fuerza de afinidad que reúne sus moléculas constitutivas, es inseparable de la consideración, de su propia sustancia; y el lumínico, el calórico, el eléctrico, estados o fluidos, según se quiera, no pueden existir sin objeto material de donde directa o indirectamente partan. Del mismo modo la fuerza vital tiene que manifestarse al entendimiento unida a los instrumentos de que se vale para obrar, pues de otro modo es una abstracción de que no puede tenerse idea, por aquel principio establecido ya en la antigua filosofía, de que nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu; que completó Leibnitz en tiempos modernos, añadiendo nisi ipse intellectus. «Los fenómenos de la vida, dice Cabanis, dependen de una causa anterior, o más bien son la serie y consecuencia de un hecho precedente, que nosotros no conocemos sino por los subsecuentes que están ligados con él; es decir, por los hechos mismos.» Pero es fácil conocer que estos hechos, representados por todas las funciones de la economía, se verifican en órganos, aparatos y sistemas, los cuales, según sus circunstancias intrínsecas y extrínsecas, modifican de diverso modo sus actos; y entonces estos actos, que nos llevan al conocimiento del hecho anterior o causa, nos producirán ideas modificadas también según las variaciones de los expresados agentes. Si pues en la naturaleza general y particular, las fuerzas, esas concepciones mentales que admitimos para la aplicación de los fenómenos que observados nos las sugieren, son inseparables de la materia, porque no son más que la expresión de las leyes a que ésta en sus diferentes estados se halla sometida, no será lógico ni posible crear un sistema en el campo de las abstracciones, donde la materia no entra por nada, y el espíritu sea el fundamento de todos sus dogmas.

Pero si la analogía y la razón directa nos suministran a golpe de vista datos suficientes [12] para juzgar con acierto, no menor convencimiento hallaremos en la inducción, que nos ofrece de un modo tan palpable la influencia de la materia sobre el dinamismo, que es necesario cegar de intento para no percibirla. Las edades, los sexos, los temperamentos, las idiosincrasias, las deducciones de anatomía comparada, la muerte en fin, nos manifiesta a cada momento cambios en la potencia virtual, referentes a modificaciones o alteraciones de los sistemas, órganos o aparatos.

Sabido es que en las edades experimenta el organismo mudanzas notables de preponderancia en los sistemas generales, que no solo llevan consigo variaciones anejas en la vitalidad, sino que llegan a reflejarse en las condiciones morales. El predominio de los sistemas nervioso y linfático en los niños los hace más o menos sensibles e irritables, de una potencia virtual más o menos activa pero nunca enérgica, apareciendo en diverso grado su intensidad según la proporción respectiva de uno de los sistemas dominadores. Acrecentase en la juventud la energía del corazón con el mayor desarrollo de los órganos de la hematosis y la actividad del sistema muscular que favorece el curso de los fluidos; hácese la sangre más rica en principios excitantes y nutritivos; extiéndese la estimulación a toda la economía; cede con la pujanza de este sistema el predominio nervioso, y la potencia vital se presenta más o menos activa, según el primitivo desarrollo del sistema de la inervación, pero con mayor energía comunicada a la generalidad por el sanguíneo. Con el tiempo llega el hombre a la época del equilibrio más completo de ambos sistemas que es posible en su individualidad, y la vida se ostenta con todo su vigor: acciones tan activas como enérgicas demuestran en las funciones la lozanía de una edad en que el sujeto ha llenado la medida de su robustez, y la gallardía de sus formas representa la meta de su perfección orgánica. El ejercicio, empero, de los mismos órganos induce en su textura variaciones ocasionadas por el propio sistema regulador de la inervación, y la insuficiencia de los tenues vasos capilares, obstruidos por el grosor de sus paredes demasiado nutridas, ocasiona alteraciones en el curso de los líquidos, que unidas a la menor aptitud de los nervios, cubiertos de un neurilema más denso y ellos propios de una consistencia mayor, marchitan el brillo de una época que pasó para no volver. Esto que en el individuo aislado se observa, échase de ver también en el conjunto de seres que componen la especie, cotejando la diversa vitalidad de los sujetos de temperamento nervioso, sanguíneo o linfático, y de los individuos del sexo débil comparados con los del fuerte. Obsérvase entre los sistemas generales que son depositarios de los elementos de vida tal antagonismo, que tanto cuanto el uno predomina pierde el otro de energía, como si la presión concéntrica verificada en los últimos filetes nerviosos por la acumulación de la sangre agolpada en una capilaridad bien surtida, fuese un dique que contuviese la acción excéntrica de la inervación sobre los tejidos; y de su equilibrio o desequilibrio resulta la mayor vivacidad de las impresiones y susceptibilidad de los órganos, o la mayor resistencia a la excitación de los estímulos naturales o extraños.

Si en el estudio de las funciones del organismo tratásemos de inquirir la verdad de la cuestión, no tocaríamos una siquiera en que la integridad de los instrumentos de nuestra máquina no apareciese como indispensable circunstancia para el ejercicio vital; y una atenta mirada dirigida a sus particularidades constitutivas, nos haría comprender la disposición de los órganos apropiada al uso que deben cumplir. La forma, composición y distribución de los dientes; la colocación y movilidad de la lengua; la situación absoluta y relativa de las partes componentes del aparato digestivo; la estructura y posición del tubo traqueal y bronquial; la disposición del arca óseo-cartilaginosa que encierra los pulmones, y la misma textura y anejos de estas entrañas; la colocación del corazón, distribución de sus cavidades, estructura de sus válvulas, forma de los tubos vasculares y los repliegues que a manera de septos dividen la longitud de los vasos de retorno que se distribuyen por las partes inferiores del cuerpo, nos harían ver que la materia se halla arreglada en sus condiciones al resultado que debe producir, y que el dinamismo sin ellas nada puede y nada es. La comparación de las diversas clases de animales nos confirmaría además ésta clara observación, manifestándonos las branquias que en vez de pulmones sirven a los seres acuáticos, la disposición orgánica particular de los órganos de la hematosis en los que gozan del admirable privilegio de [13] vivir en la atmósfera y en el mar, la diversidad en los aparatos gástricos de los que deben sacar elementos de nutrición de las plantas y los que tienen señalado en la sustancia de los animales el pasto que les debe alimentar, y la admirable estructura de esa preciosa clase de vertebrados que con atrevido vuelo puede dominar hasta las mismas nubes, en que la naturaleza ha plegado sus leyes a la admirable disposición de la máquina que ha de moverse.

Pero se dirá tal vez que estos hechos, que la sana razón no puede negar porque pasan a la vista de todo el mundo, prueban en favor de la causa del dinamismo, porque él es el que ordena estas diferencias a que he dado toda la consideración que se merecen. Mas si tal ocurriera a alguno de los defensores de la opuesta doctrina, les replicaré, en primer lugar, que, suponiendo a la fuerza vital directora de los cambios expuestos, la expresión de todas estas variaciones, consiste en la diversidad de textura, forma y conexión de ciertas partes orgánicas; y siendo tan inseparables estos términos como de una lente el foco, no puede valer tal prueba en apoyo de la absoluta independencia de dicha fuerza. Además, si la acción de causas exteriores, y aun la variación en circunstancias orgánicas necesarias a la salud, influyen con sus alteraciones, que directamente obran sobre el organismo, en el estado de la fuerza vital, resultará demostrada la influencia con que argüimos. Basta para esto fijar un momento nuestra consideración en los efectos que sobre la economía producen las varias cualidades del aire, de los alimentos y las bebidas, con cuyo uso decía Galeno atreverse a templar las fogosas pasiones de un joven y activar las débiles de un viejo. Los notables cambios que en ella se inducen con un aire frío o cálido, seco o húmedo, puro o mezclado con miasmas o emanaciones; con una alimentación fibrinosa o albuminosa, grasosa o láctea, harinosa o gelatinosa; con el uso de aguas bien ventiladas, licuadas o encharcadas, ¿no nos están demostrando, a cada instante, que el organismo sufre mudanzas más o menos considerables, según la intensidad de tales modificadores, que dando por resultado inmediato la mayor preponderancia de uno de los sistemas generales, vienen a producir en último término la variación de fuerza vital que se encuentra con él relacionada? ¿Y quién ha tomado la iniciativa en tales trastornos, el dinamismo abstracto que jugó un papel pasivo recibiendo la acción de los modificadores externos, o el oxígeno, humedad y principios extraños del aire, los activos de los alimentos, y los mezclados con las bebidas, que, produciendo en la sangre efectos tan lentos como constantes, modificaron al fin su constitución, y ella trasmitió al organismo los elementos y actividad que en sí tenía?

El ejercicio de los órganos y el buen estado de las secreciones ordinarias, es sabido que son condiciones fisiológicas indispensables para conservar a los sólidos en el buen uso que necesitan para obrar, y entre los fluidos la debida proporción de sus factores. Pues altérese voluntariamente o por fuerza el orden de estas circunstancias precisas, ya traspasando el límite de la primera o condenándose a la inacción, ya suprimiéndose o exagerándose algún producto de la segunda, y se notarán, a época proporcionada a la intensidad de la variación, modificaciones dinámicas, que son relativas a las alteraciones primordiales de las condiciones físicas sobre que la causa influyó.

Suficientes son, a mi juicio, estas sencillas observaciones que la fisiología nos suministra, para hacer ver el predominio de lo orgánico sobre lo puramente vital; y si en el terreno de la patología buscásemos otras pruebas, hallaríamos la mayor parte de las enfermedades que la componen, venir en apoyo de este sentir. Las fiebres, las flegmasías, las hemorragias, las diacrisis, las alteraciones de nutrición, y las mismas caquexias, nos ofrecen alteraciones orgánicas materiales que son origen de la mayor parte de los síntomas que, convertidos en signos por nuestra razón, nos conducen al conocimiento del mal. Los sólidos, por un lado, con su aumento o disminución de consistencia y volumen, con las variaciones de colorido y continuidad, y los cambios de los fluidos que los empapan o que segregan, nos manifiestan, como los humores con la alteración de sus propiedades físicas y de composición, señales sin las cuales no aparece ninguna dolencia. Se opondrá tal vez el argumento de que hay afectos morbosos en que los órganos inspeccionados no ofrecen alteraciones en su textura; pero yo preguntaré a los que tal réplica objetaren, ¿será que en esta clase de dolencias el organismo padezca [14] sin alterarse, o más bien que la ciencia no haya tocado aun el grado de perfección a que está destinada, inquiriendo la naturaleza de todos los sistemas y humores de la economía? Lo primero envuelve un absurdo manifiesto, porque a la sana razón repugna admitir trastornos sin lesión en los instrumentos en que se verifican; y si a esto se repusiera que la alteración procede de la fuerza vital, yo les presentaré el siguiente dilema, o se supone entonces a dicha fuerza pasible, o sus alteraciones emanan de una especie de voluntad que determina los referidos cambios. Lo primero sería el error más craso, porque no puede admitirse pasibilidad física en donde todo es espíritu: lo secundo nos conduciría a un arqueísmo semejante al de Vanhelmont, hipótesis fabulosa que nadie correrá el ridículo de sostener en el estado actual de conocimientos.

Y no siendo posible que el organismo se altere sin lesión, porque se verificaría el contra-principio de existir un efecto sin causa, o el de ser y no ser una cosa al mismo tiempo, ¿consistirán los casos de la objeción a que nos referimos en que no sepamos todavía ver a la naturaleza en todas sus fases, y que aún no podamos conocer alteraciones que la anatomía y la química podrán algún día demostrar? Esto es lo más probable: cuando se conozca la estructura verdadera del sistema nervioso, el fluido que por él corre se nos demuestre, y la sangre dé a conocer a los reactivos los principios constantes y determinados que la componen, se hallarán sin duda más lesiones orgánicas que en el día, así como en la actualidad hemos encontrado las alteraciones de tejido que dan origen a muchas asmas que en los siglos anteriores se creían producidos por simples cambios vitales. «Las ciencias, decía Bacon, son una pirámide cuya altura se aumenta en razón del número de generaciones que han suministrado materiales, perfeccionándose a medida que el genio va encontrando nuevas relaciones entre estos, que, hacinados desordenadamente, va colocando en el lugar que les corresponde.» La generación actual va pagando su tributo; otras más afortunadas contribuirán con descubrimientos que para la nuestra se ocultan hasta el presente con el velo del misterio.

La fisiología, pues, y la patología, nos suministran en cada fenómeno un comprobante de la importancia de la materia en el juego de las acciones que dan a conocer la vida. Acaso se dirá que en estos actos, tanto normales como patológicos, hay un orden independiente de lo físico, que dirige estos cambios, que los relaciona, y al cual las partes orgánicas obedecen. Este es justamente el hipomoclio de la balanza racional: el punto de deslinde en el terreno exclusivista: de aquí no puede avanzarse una línea en uno ni otro sentido, sin perderse en el intrincado laberinto del error, que, ancho y fácil en su entrada, no ofrece salida alguna al que tuvo la flaqueza de internarse en sus intrincadas revueltas. Desconocer este influjo superior de existencia virtual en el ejercicio de la vida, es tan erróneo como no creer en las acciones físicas y químicas que en el organismo se efectúan. Cualquiera de ambos extremos ofrece una honda sima de errores, que, envolviendo a la terapéutica en las densas marañas de una embrollada teoría, hace ineficaces los poderosos auxilios de nuestra sublime ciencia. Si el materialismo llevado a la exageración de no ver en la economía sino bombas, sifones, tubos capilares, retortas y alambiques, turba la mesurada marcha de la fuerza vital, sin conocer su tendencia ni aguardar las crisis, con medios activos, capaces en su errado concepto de disminuir la inspisitud, desobstruir los conductos, calmar la fermentación o neutralizar las acrimonias, el vitalismo puro llevado al contrario polo no irroga menos perjuicios, descuidando las alteraciones materiales, que, siendo causa unas veces de las dinámicas y efecto en otras ocasiones, deben guiar al práctico en su conducta terapéutica y pronóstica.

«La naturaleza, pues, principio y causa material y física de las acciones humanas, consiste, como estableció nuestro gran Piquer, en el concurso de todas aquellas partes que son necesarias para su existencia: sabiendo, por lo tanto, añadía, que el cuerpo del hombre se compone de partes sólidas, humores y espíritus, con cierta correspondencia y orden entre sí, es necesario determinar que dicha naturaleza, en cuanto forma objeto de la medicina, no es otra cosa en el concurso y agregado de los sólidos, líquidos y partículas espirituosas que constituyen el cuerpo del hombre, y el orden y correspondencia que debe haber entre ellos, junto con las leyes, así generales como especiales y propias, que le corresponden para producir sus operaciones.» [15]

Parecía nuestro célebre médico valenciano poseído del alma del divino Hipócrates, al consignar en tan sana sentencia la idea del vitalismo. Seguir estos principios es acertar, porque la razón, reflejando su luz sobre la experiencia, nos demuestra su verdad con todo el esplendor que la distingue: separarse de tan sublime dogma es derrumbarse por los precipicios del error, a donde conduce segura la estrecha senda del exclusivismo.

Demostrada la falsedad de la primera base, que, por no ofrecer suficiente apoyo a la columna científica, no puede servirla de pedestal, continuemos en el examen de las restantes, que forman la tabla de los grandes principios homeopáticos.

Dogma 2.°

«La enfermedad no consiste para el médico más que en la totalidad de los síntomas: a hacerlos desaparecer debe dirigirse su cuidado.»

Averigüemos el valor de esta proposición, que da motivo a que el tan justamente célebre Frank acuse al autor de la homeopatía de aplicarse exclusivamente al estudio de los síntomas, descuidando de un modo casi vergonzoso la etiología y el diagnóstico. Dejamos ya establecido que la vida, al modo que la entendió el ilustre anciano de Coo y que la razón despreocupada la concibe, consiste necesariamente en el juego de acciones recíprocas y especiales de los agentes exteriores que de continuo obran sobre el organismo, a la manera que el vapor sobre un buque a quien impulsa, y de los sólidos y fluidos que le componen, respectivamente entre sí. Del justo equilibrio de estas reacciones manifestamos ya que resulta un modo ordenado de actividad en el cuerpo que denominamos salud; pero si alguna de las circunstancias constituyentes de esta manera especial de ser, falta o se perturba, rómpese aquel orden, y los fenómenos que producía se manifiestan con un trastorno. Débese con todo tener en cuenta, que la naturaleza no aparece en tales casos tumultuosamente desquiciada, como un canal en que de repente se alzasen las presas, sino que guarda también sus reglas, ofreciéndose ordenada hasta en sus propios desórdenes; y si alguna vez aparece como desbordada, es cuando un ataque demasiado violento promueve una reacción tan pronta como su daño origina, o en ocasiones en que todavía no podemos apreciar los trámites que en sus procederes observa. Guarda en tales estados excepcionales las leyes de crecer y morir, como el gran Piquer hace notar: determina para cada uno el grado de incremento que debe seguir hasta llegar a un perfecto desarrollo, como si fuesen entidades que gozasen de cierta vida, marcando épocas semejantes a las que ofrecen los seres animados en los cambios llamados edades, y demostrando la terminación por fenómenos bien apreciables el mayor número de veces.

En las enfermedades, pues, se halla todo tan conexionado como en las mismas funciones, y un síntoma no aparece sin tener relación con otro: desatender este modo de sucesión y encadenamiento sin reparar más que en la totalidad de los síntomas que se presentan, es no comprender bien el objeto a que se refieren.

Las enfermedades, por lo mismo que consisten en modificaciones de la vida, deben representarse con precisión en aquellos elementos orgánicos en quienes parece residir su principio activo; y en sus alteraciones es natural encontrar la expresión del padecimiento. Realmente es así: todos los órganos viven por el influjo nervioso y la circulación sanguínea; su estado de vigor expresa aumento de energía en la potencia vital; su debilidad, la postración de esta fuerza; si su acción se suspende, la economía perece. De modo que, cuando el organismo sufre un desequilibrio en el juego de acciones que conserva la armonía de la salud, en dichos elementos es donde deben buscarse los cambios que aquel experimenta. Aféctase a veces el sólido, y en ocasiones el humor que, cual otro Océano, es el centro de origen y desagüe de los demás fluidos animales: obra la causa más directa, primitiva o intensamente sobre uno u otro de estos factores: ataca en su invasión la totalidad de uno o ambos sistemas, o bien limita su funesta acción a una parte determinada: y según este modo de obrar los resultados morbosos difieren, presentando caracteres diversos y relativos al elemento o elementos vitales que en parte o en totalidad se han ofendido. Pero no siempre aparecen las afecciones patológicas [16] con tal sencillez, que solo consistan en lesiones de inervación, de circulación o de secreción, o en cambio de cantidad o proporción elementar del humor sanguíneo: preséntanse muchas veces combinados dos o tres de estos factores morbosos, y de su combinación resultan entidades diversas de las primeras, como las fiebres, las flegmasías y los neuro-diacrisis. Sucede en otras ocasiones que la lesión de estos elementos orgánicos o vitales se verifica en dos a un mismo tiempo, mas no de modo que se combinen sino que aparezcan coetáneamente, y entonces la dolencia será compuesta de dos diversas afecciones que se complican: así se ve en las neurosis que provocan congestiones sanguíneas o flujos secretorios, y en las congestiones sanguíneas que producen síntomas nerviosos. Y en la manera de sucederse los fenómenos propios de las enfermedades, divididas según este orden natural, ¡cuánta diferencia no existe! ¡qué variedad en su duración! ¡qué diversidad en sus resultados y terminaciones! Por este sencillo recuerdo se echará de ver fácilmente lo necesario que es atender al modo cómo los síntomas se conexionan desde la época de su aparición y en el curso de su desarrollo, porque es muy común que dos elementos morbosos se asocien, o que complicados se lleguen a combinar, variando la esencia del padecimiento; y prescindo de las variaciones accidentales propias de los sujetos o de la constitución epidémica, que importan también no poco.

¿Qué significará un conjunto de síntomas recogidos sin trabazón, en que no se atienda más que a su existencia, sin dar a cada uno de ellos el valor que en sí y en unión con los otros deba tener? No valdrá más, por cierto, que una reunión de letras, valiéndome del símil de M. Double, recogidas a la suerte sin ordenación alguna, que ofrecerá al lector un conjunto de caracteres pero sin sentido determinado. Para conocer en lo posible la esencia de las cosas, es preciso penetrar en su interior; armarse de todos los medios que conduzcan a facilitar el paso de la luz de la certeza a los ojos de la razón; y, empleando el análisis más severo, descomponer los objetos de nuestras investigaciones. «Analizar, dice el filósofo Condillac, no es otra cosa que observar en un orden sucesivo las cualidades de un objeto, para colocarlas en la mente en el orden simultáneo en que se encuentran.» Sin este método no es posible llegar al conocimiento de la composición de los seres. La totalidad de los síntomas no expresa nada sino un conjunto de señales que concurren en un cuerpo, mientras el entendimiento no los somete al crisol del análisis, estudiando su valor aislado y su modo de composición y combinación. Por cierto que un botánico a quien se presentaran separados y revueltos los pétalos de una corola, las piezas de un cáliz, los estambres, pistilos, hojas y un tallo, no podría formar idea del ser a que pertenecieran; y solo determinaría la azucena o el jazmín, cuando, colocadas todas las partes en su natural posición, le ofreciesen la fisonomía determinada de un vegetal, cuyo nacimiento, época de inflorescencia, duración y fruto le fuesen ya conocidos.

La necesidad de este trabajo mental, que distingue al médico del profano, la dejó bien consignada el venerable anciano de Coo al manifestar en sus Pronósticos, que el que quisiera conocer del modo conveniente lo que al médico cumple, debe juzgar todas las cosas por el estudio de los signos, y por la comparación de su valor recíproco, ya separadamente o en su conjunto. No hay de otro modo diagnóstico posible; y la terapéutica, que sigue el rumbo que este la traza, tampoco podrá sino llevar un norte seguro. A esto se replica, que, no pudiendo el práctico remontarse hasta la idea de la esencia íntima de los males en términos de poder formar en su entendimiento una afección patológica al modo que en el taller de la naturaleza se forjan, es inútil todo este trabajo, debiéndose limitar al de mera observación. Tan débil argumento nos conduciría directamente al empirismo más estúpido, y sería el medio eficaz de convertir a la ciencia más sublime en el arte más grosero. Por tan pueril motivo debieran abandonar los naturalistas la averiguación del descenso de los graves, de propagación del calórico, de irradiación del lumínico, de composición de la electricidad, de cristalización de las sales, y del curso de los planetas. La esencia de la vida se oculta, es verdad, a las investigaciones más exquisitas; y por lo tanto, la enfermedad, que no es otra cosa que un estado suyo diferente del ordinario, aparece confundida en la densidad de la misma nube: pero aquella se representa por un conjunto de hechos físico-químico especiales, [17] en una máquina formada al efecto, conexionados entre sí y reglados por principios fijos, con cuyo conocimiento se viene a determinar, con la posible exactitud, el cuadro de este modo de ser que nos es propio; y de igual manera se llegan a comprender las variaciones que constituyen los estados morbosos. De aquí la precisión de que el médico observe y discurra sobre estos cambios, aprendiendo a distinguir las diferentes maneras de su aparición y remontándose hasta averiguar su propia naturaleza; no su esencia íntima, sino el sitio en que aparecen y el elemento vital que principalmente sufre, para poder calcular, a beneficio de los datos suministrados por la verdadera experiencia, el modo de sucesión y terminación de cada entidad patológica, y los graves accidentes o desastrosos efectos que puede llegar a producir. «Es necesario que el médico contemple, dice el gran Piquer, si está el mal superior a la naturaleza, o al contrario; porque, habiendo lucha entre ambos, preciso es que el de menos fuerza quede vencido»: lo cual solo se aprende sabiendo conocer bien las anteriores circunstancias, y las que corresponden al sujeto y a la influencia atmosférica. En este gran trabajo es en el que debe experimentarse el que quiera ser médico; porque, como decía Sidenham, «conocer las causas que no tienen ninguna relación con los sentidos es en efecto imposible, y su conocimiento tampoco es necesario: basta saber cuál es la causa inmediata de las afecciones morbosas, cuáles sus efectos y sus síntomas, para distinguirla exactamente de cualquiera otra que ofrezca semejanza con ella.» Observar de otra manera es mirar sin conocer.

Mas, no solo adolece la base de que nos ocupamos del gran vicio de despreciar los elementos constitutivos de los males, limitándose a los caracteres recogidos en el exterior, y considerándolos anejos a una alteración virtual que el entendimiento ni aproximadamente puede comprender, descuidando los principales auxilios que, cual robustas palancas, impulsan la ciencia moderna a su grado de perfección, la anatomía patológica y la química orgánica, sino que, limitando la atención del práctico a la mera inspección de los fenómenos, menosprecia con extravagante apatía el estudio de las causas remotas, contentándose con atribuir las enfermedades a la influencia virtual de algunas de ellas. Tan grave defecto, que inutilizaría si se adoptase la sabia máxima del padre de la ciencia al determinar que el médico debe conocer la naturaleza general y particular, el macroscomo y el microscomo, el hombre y los agentes que le rodean, agota un manantial fecundo de recursos diagnósticos y de indicaciones terapéuticas. La apreciación de las circunstancias de los agentes funcionales es muchas veces indispensable; las más, de grande utilidad; y en muy limitadas ocasiones es su averiguación indiferente. Pues qué, ¿obran sobre el organismo produciendo igual trastorno los agentes exteriores naturales y los accidentales? ¿es por ventura idéntica la acción de las causas meramente físicas o químicas, de las dinámicas, o de las físico o químico-vitales? El sitio sobre que el agente productor de las dolencias dirigió su ataque, ¿no merece en la reacción consecutiva una mirada siquiera del prudente observador? ¿No deberá tampoco cuidar de la intensidad de la misma causa, estableciendo comparación entre el grado de esta y la energía vital del sujeto que la recibiera, o la resistencia del aparato orgánico que experimentó la agresión? Punto es este, señores, que, para ser desenvuelto con toda aquella latitud que su importancia requiere, exigiría por sí una memoria de buen volumen; pero creo suficiente indicar las proposiciones, para que el claro juicio de las ilustradas personas que honran esta sesión, alcance a mayor horizonte del que yo mismo pudiera presentarles. Si el equilibrio de la salud se rompe por falta de armonía entre los excitantes funcionales externos y el organismo, no es por cierto la misma indicación la que se ofrece al práctico, que cuando las condiciones orgánicas de actividad y reposo de los sólidos se alteran, o cuando cambian las relaciones de depuración natural de los humores. Una fiebre inflamatoria puede ser ocasionada por la acción de un aire cálido o muy oxigenado, por un ejercicio algo activo, por la supresión de un flujo sanguíneo habitual: el diagnóstico podrá ser el mismo; pero las indicaciones que al médico se presenten no serán por cierto idénticas, ni su juicio previsor verá los resultados venir por igual sendero. Una fiebre de igual clase puede ser la expresión de la reacción de la economía sobre el virus varioloso o sobre el miasma del tifo; y en verdad que el médico juicioso no verá estas dolencias, tan diversas de las anteriores circunstancias, [18] al través del mismo prisma, creyéndolas de igual curso y tratándolas con igual método.

Tiene además otro vicio notable la demasiada individualización a que da lugar esta base, cual es la de separar demasiado las afecciones patológicas, que, unidas por vínculos de analogía natural, facilitan al médico su comprehensión, llevándole por conexiones muy propias al conocimiento que apetece. La inducción y la experiencia de los siglos nos demuestran que las enfermedades aparecen en los diversos órganos que componen la economía con rasgos característicos semejantes que, tomando diversa forma según el sitio, ofrecen un fondo de analogía fácil de conocer al observador atento.

En efecto, partiendo del principio fijo ya sentado, que, toda enfermedad o modificación de la vida distante del equilibrio que constituye la salud, consiste en la lesión de uno o más de los elementos que la sostienen, siendo estos factores conocidos, y sus condiciones de textura y actividad iguales en todos los órganos, claramente se deduce que, cualquiera que sea la parte en que su alteración se verifique, siempre será aquella idéntica; porque la esencia no puede variar mientras no cambien también las circunstancias por las que una cosa es lo que es. Que las señales por las que este padecimiento se manifieste deban variar según los órganos, se evidencia por sí; pues a los cambios sufridos por los elementos vitales deben seguirse trastornos en los instrumentos sobre que influyen, los cuales no pueden consistir sino en alteraciones que estén en conformidad con su textura y sus usos. Las enfermedades, pues, se hallan unidas por afinidades determinadas en su propia naturaleza; y si bien son tan individuales que pudiera decirse, usando de la expresión de Leibnitz, que son como las hojas, que no hay dos que sean idénticas, difieren solo en cuanto a su forma, en razón al temperamento el predominio fisiológico y la idiosincrasia morbosa, ya naturales o adquiridos por hábitos engendrados en el vicio o en la necesidad de una profesión en que se adquiere el sustento, que hacen al sujeto ser lo que es y diferir de otro; pero de aquí a desatender estas analogías que nos dan por resultado la deducción de los caracteres comunes de las afecciones que pertenecen a un orden, media una valla insuperable a la sana filosofía.

«Estos cambios internos, conocidos por su oposición con el estado de salud y unidos íntimamente con signos sencillos, se diseñan con tal regularidad, decía el célebre autor de la Nosografía filosófica, aunque con variadas formas, se reproducen con tanta frecuencia, y se han descrito con tal exactitud, que en la práctica de la ciencia apenas se presenta una enfermedad que un hombre instruido y juicioso no pueda determinar, y cuya descripción no se halle consignada en alguna obra.» A esto se reduce el trabajo del verdadero médico; a generalizar los hechos entresacando de todos lo que tienen común, y a particularizarlos en lo que tienen de propio todos los individuos. La medicina, colocada en otra que esta esfera, y llevada a la que pretenden los sectarios de la homeopatía, pierde completamente la sublimidad de su ministerio; pues con apreciar los síntomas en sí, lo cual es de sencilla ejecución, y buscar en una tabla sinóptica la sustancia capaz, según su sistema, de producir otros tantos que se les parezcan, elévase cualquier persona, por un camino bien fácil, al grave sacerdocio que nos está encomendado.

Demostrada, pues, la futilidad y no conveniencia de esta segunda base, que echa por tierra la importancia del diagnóstico, que es la brújula que denota el rumbo trazado a la terapéutica, continuemos el examen de las otras proposiciones.

Dogma 3.°

«Estos cambios que producen los males en el modo de sentir y obrar, no pueden ser curados por los medicamentos, sino en cuanto tengan la facultad de producir en el hombre un cambio análogo; es decir, que, para ser asequible la curación de una enfermedad, se necesita la mediación de una potencia morbífica capaz de producir síntomas semejantes y algo más fuertes.»

Este principio terapéutico, ligado con los anteriores en cuanto a la supuesta acción de las sustancias medicamentosas, es en primer lugar repugnante a la razón, que en la inducción y la analogía encuentra sobrados motivos para seguir la opuesta creencia. [19] La naturaleza en general nos ofrece ejemplos sin límite en que vemos neutralizarse cualidades de los cuerpos con aquellas que les son contrarias. Nadie ha visto sofocar una ignición añadiendo oxígeno o aumentando el combustible; nadie tampoco ha presumido poder impedir el paso de la luz aumentando la diafaneidad del objeto intermedio; ni ha habido quien pensase obtener una exacta mezcla de dos líquidos buscando los de gravedad más diferente. La atracción de los cuerpos no disminuye con acercarlos, ni los ácidos se combinan con los ácidos, ni los álcalis se neutralizan con la acción de los de su especie. Pero se dirá que la naturaleza humana difiere de la general, y que estas leyes sufren en nuestra economía variaciones que la son propias; acerca de cuya proposición queda anteriormente establecido el justo valor que la corresponde. Veamos si no, en una muerte aparente ocasionada por la falta de oxígeno en el aire, si consigue restablecer el juego de los órganos el ázoe o el ácido carbónico. Observemos si la necesidad que sentimos de reparar nuestras fuerzas con la ingestión de sustancias alimenticias se mitiga con la dieta, o si sacia la sed el uso de líquidos espirituosos, o si el descanso que busca el cuerpo después de una larga fatiga, se consigue con el ejercicio.

El sentido común hállase también contrario a tan singular principio; porque nos dicta en todas ocasiones que los efectos de una causa no pueden suspenderse mientras esta no cese de obrar o modifique sus acciones; y a fe que activando su energía con medios a propósito para ocasionar resultados análogos, no conduce por cierto a semejante fin.

Además, la experiencia de los siglos, que es la robusta roca que, resistiendo a los fieros embates de exagerados sistemas, trasmite a las generaciones, ilesa en su cúspide, la eterna verdad que sostiene en su dureza, manifiesta también en la interminable serie de sus hechos conclusiones enteramente contrarias. Desde Hipócrates hasta nuestros días presentan los anales de la ciencia multitud de casos en que la naturaleza sola, esta providencia interior, usando de la bella frase de Broussais, ha obrado curaciones espontáneas sin más que hallarse desembarazada de los obstáculos que pudieran oponerse a sus benéficos esfuerzos. Los grandes hombres que componen el glorioso panteón de nuestros sabios, siguiendo el impulso comunicado desde Coo por su ilustre oráculo, han debido la inmortalidad que goza su nombre no tanto a la brillantez de su ingenio como a la excelencia de su práctica; y los felices y numerosos hechos que preconizan su mérito no se han fundado más que en el gran principio de que la naturaleza atiende a la conservación de los individuos restableciendo por sí el equilibrio que rompen las causas morbíficas, y que solo exige los verdaderos auxilios de la ciencia cuando sus esfuerzos son más débiles o más fuertes de lo necesario, cuando las circunstancias se combinan de modo que los hacen mal dirigidos, o cuando la causa que produce el mal se resiste a sus acciones, siendo entonces precisa la intervención de los medios terapéuticos capaces de separar el obstáculo, o de modificar la economía en diverso sentido del que constituye la afección. Y la certeza que emana de esta gran máxima, repetida de boca en boca desde Hipócrates por los jefes de todas las escuelas más acreditadas que le han seguido, es tanto más segura, cuanto que, profesando estas diversas teorías, han ajustado sus pareceres en la práctica. La verdad es siempre única; sus formas pueden variar como el pensamiento de los hombres; pero, cualquiera que sea la faz con que el observador la considere, y el rumbo que adopte para demostrarla, siempre vendrá a parar a un punto céntrico, y este es el que ocupa aquella preciosa lámpara que ilumina la razón. Háyanse explicado las pneumonías, las pleuresías, las apoplejías en sus diversos grados, los frenesís, las fiebres ardientes, por las teorías mecánicas químicas o vitales, la opinión de los prácticos ha convenido en la oportuna aplicación de la sangría, por máxima general; que la acrimonia, la obstrucción, la influencia nerviosa, hayan presidido a la inteligencia de las entidades morbosas, cólico, asma espasmódico, o histerismo en su estado de simplicidad, el opio y sus preparados ha sido el talismán a que se ha recurrido. ¿Y valdrá más el testimonio incompleto de unos cuantos profesores no conocidos más que por la tenacidad con que defienden sus doctrinas, que el peso de reputaciones tan colosales como las de Hipócrates, Celso, Areteo, Sidenhan, Huxham, Baglivio, Boerhaave, Pinel, Stahl, Frank, Heredia, Valles y Piquer?

Tenemos, en fin, en contra de tal proposición el testimonio irrecusable de nuestros sentidos; y, como decía el ilustre vástago de Esculapio, «la certidumbre que por este [20] medio se adquiere es la mayor.» ¿Engañaremos a nuestra propia conciencia negándonos a creer los buenos resultados que diariamente obtenemos de las medicaciones oportunamente empleadas según el principio natural que guía nuestra práctica? ¿Seremos tan ilusos que, llevando la duda a lo que vemos con nuestros ojos y percibimos con nuestra razón, hayamos de renunciar a su creencia por admitir por cierto un dogma contrario, que no presenta otro apoyo que la parcialidad de un sistema, y la ciega fe de sus adeptos? Y no se toque para argüirnos al arma vedada que algunos han esgrimido en ocasiones semejantes, de que la naturaleza a veces puede con los desórdenes del organismo y con los efectos de una mala curación; porque tan ponzoñoso es este dardo, que inocula su veneno a la atrevida mano que con él piensa ofender. Tal argumento, sobre ser contra-producentem, induciría a la ciencia en un pirronismo trascendental, que rechaza con energía la certidumbre en que se basa.

A dos clases pueden reducirse las razones en que apoyan este principio los partidarios que le defienden: a la enumeración de ciertos hechos admitidos en la escuela racional, y a la exposición del resultado de su experiencia propia. Citan en el primer argumento las curaciones obtenidas en diferentes épocas, y recomendadas por varios autores, de disenterías por medio de los purgantes, de gonorreas a beneficio de los bálsamos, de vómitos curados con un emético, y algunas otras que parecen abonar el principio de curación de las enfermedades con sus semejantes; y presentan en el segundo el resultado de su experiencia propia. Examinemos ahora con toda imparcialidad el valor de tales hechos y la inducción que en ellos se funda, y deduzcamos la precisa consecuencia.

La naturaleza, tan variada es en las formas que da a los objetos de su admirable creación, como sencilla en las leyes que dirigen todo el majestuoso mecanismo de sus portentosas obras. Avara en causas generales, como dicen Newton y Laplace, y pródiga en resultados, nos ofrece a menudo excepciones en la armonía que tiene establecida, que sorprenden mejor al observador. Este, que a costa de grandes estudios y profundas meditaciones ha podido llegar a comprender la regla general que aquella maravillosa artífice ha seguido en los procedimientos que aumentan su admiración al paso que los conoce, tropieza en este grande escollo, y, no alcanzando su razón a explicar el fenómeno, acalla su impaciente curiosidad suponiendo que la naturaleza se extravió aquella vez produciendo una anomalía; pero, si en otras ocasiones observa que se repite lo que él juzgó una aberración, duda ya de la seguridad de sus principios, ofúscase su entendimiento no pudiendo acertar la causa de tales fenómenos, y pasando de la duda a la confusión, y de la confusión al error, abjura de sus creencias, fundando un nuevo sistema sobre un principio radicado en esta misma excepción. ¡Flaquezas de nuestra pobre inteligencia! Porque la fragilidad del cristal manifieste el fenómeno de quebrarse siempre que recibe la acción de una causa contundente, y en caso de pasarle una bala caliente lleve consigo en la velocidad la porción que atraviesa, sin producir lesión en lo restante, ¿habremos de confundirnos negando el hecho común? Porque el agua congelada no se precipite en el fondo de un estanque lleno de este líquido ¿concluiremos con fundamento que los cuerpos condensados no se hacen más graves? Porque veamos a los ácidos concentrados ofrecer más vapores cuanto mayor es su densidad ¿iremos a creer que es falsa la ley de que los fluidos cuanto más condensados tanto más difícilmente se prestan a la evaporación? Porque veamos, en fin, que el calórico y el movimiento obrando en exceso determinan la más pronta coagulación de la sangre ¿negaremos los hechos deducidos de los experimentos de Scudamore, Schwenk y tantos otros célebres prácticos de que estos dos poderosos agentes físicos contribuyen de una manera muy principal a sostener en estado de mezcla los elementos de dicho humor? Si alguien se atreviera en el día a establecer semejantes consecuencias, lograría perder el concepto de cuerdo. Búsquese en cada caso particular las causas concomitantes, refiriendo sus efectos a las leyes respectivas, y obraremos según las reglas de una buena lógica. En las mismas circunstancias nos hallaremos con respecto a los casos expuestos.

Se dice de algunas astricciones de vientre curadas con el uso de los astringentes; pero ¿habrá profesor sensato que se atreva a asegurar que en todos los casos de estreñimiento ha de ser útil este remedio? ¿Es por ventura una sola causa la productora [21] constante de este fenómeno? Seguro es que no encontrará aplicación en la ocasionada por obstáculos mecánicos, ni en la sintomática de obstrucciones viscerales, ni en la producida por una flegmasía peritoneal o de los intestinos. Si se ha empleado en ocasiones en que la atonía de la membrana muscular haya sido la causa, como sucede a los sujetos que acostumbran a sufrir la necesidad de la defecación, no chocará por cierto que un astringente haya venido a corregir una afección contraria, como sucederá en la que es efecto del uso continuado de lavativas calientes o de purgantes que hayan embolado la sensibilidad de dicha parte. Cítanse también curaciones de diarreas con el uso de los purgantes: a lo cual haremos análogas reflexiones. ¿Habrá práctico racional que, siempre que haya diarrea, trate de emplear tal género de medicamentos para curarla? Seguro es que se abstendrá cuando esta proceda de una flegmasía subaguda del hígado, duodeno o intestinos; pero si estuviese sostenida por una hiperdiacrisis, en que la acumulación de materiales segregados embotase la sensibilidad de los vasos secretorios, o la débil excitación de este orden de vasos persistiese prolongando el padecer, los purgantes, desembarazando las vías digestivas de la sobrecarga que perturbase sus acciones, o sustituyendo a una lenta estimulación natural una artificial menos duradera, habrían llenado una perfecta indicación.

Las blenorreas es cierto que se curan a beneficio de los balsámicos; más el médico que tratara de usarlos en cualquiera época y en todas las formas con que se presentan dichas afecciones, desacreditaría un precioso remedio que nos está suministrando grandes recursos en su tiempo y lugar. El nitrato de plata, introducido con provecho en la terapéutica para las oftalmias, blenorragias y diarreas, ¿es por ventura un auxilio de uso tan común, que en citando dicha clase de dolencias hayamos de recurrir a esta sustancia como antídoto irreprochable? El alumbre, empleado con tan buen éxito contra las anginas diftéricas de Bretonneau, ciertas ronqueras, y algunas diarreas, no envuelve por cierto contradicción en su uso, pues los casos en que se dispone son aquellos que guardan semejanza con los que vienen expuestos. Su acción continuada modera la actividad de los vasos exhalantes, amortiguando la acción de los filetes nerviosos; y atacando la causa radicalmente, destruye los efectos que la eran propios.

Con un emético se curan los vómitos: principio consignado en el aforismo de Hipócrates que ha dado fundamento a que una torcida interpretación pretenda sacar partido de tan venerable autoridad en apoyo de un sistema erróneo. ¡Cuán distante estaba el padre de la ciencia, tan consecuente siempre en sus sanas doctrinas, de incurrir en la extraña y absurda contradicción en que los homeópatas le colocan, al comparar esta explicación con el gran principio de que las afecciones se curan con modificaciones contrarias!  Diariamente estamos, en efecto, administrando el emético y la hipecacuana en casos en que las náuseas y los vómitos nos indican con otros signos la acumulación de humores gástricos en el tubo digestivo, de que la naturaleza hace esfuerzos por desembarazarse; pero si los vómitos son sintomáticos de una violenta gastritis, o simpáticos de una peritonitis, una hernia estrangulada, una nefritis, &c., ¿habrá razón para seguir igual conducta? Y adviértase que las excepciones que se buscan se refieren a lesiones propias de las membranas mucosas, es decir, de los vasos exhalantes, o correspondientes a la inervación, en que precisamente tiene lugar la medicación sustitutiva o la sedativa indirecta, que la medicina racional emplea con tanto acierto. Los casos, pues, que alegan, no ofrecen para nosotros la excepcionalidad que los homeópatas buscan como argumentos: porque en ellos, o se modifica con agentes apropiados y conocidos un modo de ser patológico cuyas condiciones variamos, como con el uso de los astringentes en las hiperdiacrisis puras, o se obra contra la causa productora del padecimiento, como cuando se emplean los evacuantes para corregir vómitos y diarreas sostenidas por saburras o cuando contenemos una hemorragia por exceso de sangre con una depleción de este humor congestionado, o bien sustituimos una lesión artificial, y por lo mismo fácil de combatir, a una morbosa que se resiste a nuestros medios curativos, como, por ejemplo, en las ocasiones en que un vejigatorio cura una erisipela de las llamadas ambulantes. El principio, por lo tanto, es cierto; le admitimos, le profesamos; pero, en su exageración e inoportunidad se encuentra el error que ha llegado a fascinar a los sectarios de tal doctrina. Nada diré de la medicación traspositiva o revulsiva que [22] pudiera también citarse como prueba, porque la razón despreocupada ve claramente la distancia que separa ambos extremos.

De todos modos, aun cuando en la historia pudiera encontrarse algún caso verdaderamente excepcional que no alcanzáramos a resolver con los datos que poseemos, nos quedaría aun la duda de su certeza, según la fe que mereciese la persona de quien se tomase, y la detallada exposición de las circunstancias en que un pormenor que nada valiese para el autor contendría acaso la razón de la aparente anomalía. Los sistemáticos lo ven todo al través de un prisma que refracta el colorido de sus ideas; y no extrañará nadie, por cierto, que cuando se trate de hechos no se satisfaga la ciencia actual con cualquier nombre, o con una vaga descripción que pueda haber perdido la verdadera forma de un objeto al trasladarse al papel con la pluma del exclusivismo. Pero, aun suponiendo todas las circunstancias más favorables a nuestros contrarios, y concediéndoles que rebuscando encontrasen en algún autor un corto número de observaciones completamente averiguadas que depusieran en favor de sus creencias, ¿podría en sana lógica dárselas tal valimiento que en ellas se fundase una nueva teoría con que el caso particular se sobrepusiera a la ley establecida sobre la generalidad? No soy yo de los que dan a la estadista médica más importancia de la que debe tener, concediendo a las sumas el valor que en las ecuaciones. Creo que algunos hechos bien demostrados pueden servir de pruebas o contrapruebas de principios generales; más, para esto es preciso que haya pureza en la observación, evidencia en el hecho, exactitud en el raciocinio, y constancia en la reproducción del fenómeno que se opone.

Los homeópatas alegan además en su apoyo el resultado de su propia experiencia, que abraza dos órdenes de hechos; los de la experimentación ejecutada con los medicamentos en personas sanas para demostrar que estos son capaces de producir afecciones análogas a las diferentes enfermedades que afligen a la humanidad, y los buenos efectos de la aplicación de estas sustancias en los casos determinados. Respecto a los primeros, no haré mérito de los grandes obstáculos que se ofrecen para establecer un dato fijo, por la dificultad de poder repetir los ensayos el número de veces que exige el rigor de la demostración en suficientes personas puestas en las circunstancias debidas, siendo preciso, para deducir lo verdadero, examinar escrupulosamente los efectos de las sustancias en individuos de todos sexos, edades, temperamentos y condiciones sociales, sin lo cual nos expondríamos a establecer como propiedad de un medicamento la particular acción que desplegara sobre tal individuo, cuando en otro vendría a fallar aquel resultado; debiendo además tenerse en cuenta que el organismo en sus condiciones normales no ofrece el mismo estado que en los casos patológicos, en que, saliendo del orden regular, la susceptibilidad es diversa, y las sustancias que a una misma persona no producen impresión considerable en la primera época, determinan en la segunda excitaciones demasiado enérgicas o nulas. Tampoco me detendré en refutar la idea de que los medicamentos sean capaces de producir resultados iguales a los de afecciones patológicas naturalmente determinadas, porque confiesan los mismos homeópatas que esto no es exacto, y que su estudio se limita a buscar en las sustancias efectos que se parezcan a aquellas. Semejante pretensión era un delirio, porque el hombre podrá, con el uso de los medicamentos, inducir alteraciones en el juego del árbol circulatorio, alterar las condiciones normales de la sangre, trastornar los movimientos del sistema nervioso, descomponer el modo propio de obrar de algún órgano o aparato; más, producir a su antojo una fiebre, una pneumonía, una epilepsia, o una diabetes, es tan imposible como llegar un químico hacer linfa o componer un músculo con sus factores, por más bien que los conozca. No se atreverá nadie por cierto a asegurar que los resultados, sobre la organización, de las sales de cobre o plata, de las de plomo, del opio, o de cualquier otro veneno, son verdaderamente iguales a la gastro-enteritis, cólicos, cerebritis, ni demás enfermedades que la naturaleza en sus reacciones nos presenta.

En cuanto a la certeza de los hechos suministrados por la experiencia de estos nuevos sistemáticos, me permitirán, sin ofenderse, que ponga en duda su exactitud; porque, al verles determinar los males por la simple inspección de la totalidad de los síntomas, sin llevar otra guía para la formación del diagnóstico, me hallo plenamente autorizado para no creer en hechos que no fueron intervenidos por la verdadera observación, [23] y en que pudieron confundirse afecciones muy diversas en la esencia, aunque de semejante aspecto; así como también me veo precisado a no tener fe en sus curaciones, porque, no apreciando cual corresponde los esfuerzos espontáneos de la naturaleza, cuando ella es la que cura en lo general, no siendo el médico sino su intérprete, como consigna Baglivio, es fácil que hayan atribuido terminaciones naturales a la supuesta acción de las sustancias que emplean a dosis incapaces de producir efecto alguno.

El principio, en fin, en que se apoya esta base es repugnante a la sana filosofía médica; porque una misma enfermedad es sabido que exige diverso tratamiento, según las condiciones de los factores morbosos que la componen, las circunstancias que concurren en el sujeto, y las influencias particulares, conocidas unas veces y desconocidas otras, del estado atmosférico. Una pneumonía con todos sus caracteres exige en un caso sangrías abundantes, y rechaza en otro una medicación de tal género: una fiebre intermitente se cura en ocasiones con una evacuación sanguínea, cede en otros al uso de un emético o purgante, y solo se domina en diversas circunstancias por la quina a dosis proporcionada. ¿Cómo distinguir estas diferencias no esenciales, sino de forma, bajo el exclusivo principio que hemos rechazado? Non fingendum neque escogitandum, les diremos con el célebre Bacon.

Dogma 4.°

Pasemos en fin al examen del último principio de los cuatro fundamentales del sistema homeopático; el que establece que para el desarrollo conveniente de la reacción de la fuerza vital establecida en el anterior dogma, es preciso usar los medicamentos marcados, a dosis infinitesimales.

Convengo desde luego con los homeópatas en la conveniencia de la sencillez de las fórmulas que recomiendan, y también en que la disolución es el mejor medio en que los medicamentos pueden administrarse, porque se prestan más bien a la acción de los vasos absorbentes; principios que a la verdad no tienen el mérito de haber encontrado, pues la medicina racional los ha admitido si bien usando como excipientes, intermedios, ayudantes o correctivos, sustancias que, unidas a la que llena la indicación, dispone mejor su modo de obrar. Mas no puedo convenir con la multiplicidad de medicamentos que dicho sistema exige, ni menos con la extraña pretensión de que a dosis infinitesimales deben producir los efectos que se desean.

Las enfermedades varían como los sujetos en quienes se presentan; más hemos ya probado en anteriores reflexiones, que estriban todas en condiciones físico o químico-vitales dependientes de ciertas modificaciones en los elementos de la vida, que, reducidas a un corto número, solo difieren en el sitio que afectan, la simplicidad o combinación con que aparecen, y el grado de intensidad respectiva que toma cada una de ellas. La naturaleza, pues, tan económica en leyes como variada en el juego de acciones, nos ofrece la regla que debemos seguir en la terapéutica: si los factores constitutivos de las enfermedades, analizando la generalidad de los casos, se reducen en último término a la mayor sencillez, como en los más complicados cálculos matemáticos se componen las expresiones numéricas más difíciles con un corto número de guarismos; si los agentes funcionales, que obrando sobre el organismo sostienen su actividad y alteran con sus variaciones el orden de su existencia, son también limitados, los agentes terapéuticos que busquemos para auxiliar a aquellos en el restablecimiento de la armonía de sus acciones, encuentran en esta sencillez la pauta a que amoldarse. Yo estoy convencido, no solo teórica sino prácticamente, de que un corto número de medicamentos de estos en que la experiencia ha confirmado sus propiedades activas, modificados en cantidad y condiciones a las variadas circunstancias de cada individualidad morbosa, bastan para llenar el práctico cumplidamente sus fines; con lo cual se acomodará a la misma naturaleza, y llegará a conocer mejor la potencia terapéutica de los auxilios de que se vale, por lo mismo que, concentrando su atención a un horizonte más asequible, podrá notar sus más pequeñas acciones.

La creencia de que los medicamentos pueden obrar en dosis tan pequeñas como [24] milésimas, millonésimas y diezmillonésimas partes de grano en disolución en gran cantidad de excipiente, es idea que no deben extrañar los homeópatas que haya traído el ridículo sobre su sistema, pues repugna a la sana razón ir en contra de lo que enseña la experiencia diaria verificada sobre todas las cosas. Nadie puede creer que un átomo de una sustancia obre con más energía que la reunión de varios: la química en sus reactivos nos manifiesta algunos tan enérgicos, que basta la más pequeña gota de la disolución concentrada de una sal soluble de ciertos cuerpos, echada en la disolución de otro que contenga el simple con que se afine, para que la reacción se manifieste: así sucede con el iodo y el almidón, el azufre y la plata, y otros; pero, cuanto más se atenúa la disolución del reactivo, tanto menos marcada es la acción que se experimenta. Creería perder en valde un tiempo que necesito economizar para no abusar demasiado de la atención del auditorio, detenerme en combatir un error tan manifiesto. ¿Qué sería de nosotros, a ser cierto tan extraño principio, cuando tomamos diariamente infusiones cargadas de té, café o manzanilla, licores, almendras con cascara, carnes condimentadas; cuando bebemos aguas algún tanto salinas, o respiramos aire que se carga de azoe y de los aromas desprendidos de los airosos tocados de las señoras que animan nuestras tertulias y forman el atractivo de nuestros saraos? ¡Y cómo suponer que una sustancia que, empleada en cierta cantidad no produce ningún efecto extraordinario, ha de venir a ocasionarle en menor porción! Que una sustancia activa ofrezca en menor grado diversidad de acción, se comprende y se observa; pero que cuerpos inertes en cantidades regulares, obren con energía en fracciones más atenuadas, y que las de propiedades fuertes produzcan su acción en átomos que se escapan a los sentidos más delicados, ni lo alcanza el entendimiento, ni la experiencia general ni particular ofrecen hechos que nos convenzan. Y no se traiga a cuento la divisibilidad de la materia demostrada en la fragancia de almizcle o del alcanfor, porque esto, sobre conducirnos a una cuestión física que aún falta que resolver, probaría lo más, que ciertas sustancias contienen principios volátiles capaces de impresionar a la economía con más fuerza que otros a menor dosis, por su cualidad excitante sobre algunos órganos, mas no que todas las sustancias reducidas a átomos se hagan sensibles a nuestra organización. El que los virus obren en corta cantidad, no puede tampoco alegarse como prueba; porque en estos productos animales se reconoce una facultad de germinación, que les es propia y exclusiva, capaz de desarrollarse en lo interior de la economía, y producir materiales morbosos aptos para ocasionar idénticos resultados en los cuerpos en que se inoculan.

Tan desacreditada ha llegado a ser esta obscura hipótesis, que entre los mismos homeópatas se ha reformado, habiendo muchos que, fieles a los anteriores principios, han abandonado el actual, usando los medicamentos a las dosis comunes. ¡Y qué nos dirán de sus procederes, cuando frente a frente con una congestión intensa de los órganos centrales de la vida, con una pneumonía fulminante, o una fiebre intermitente perniciosa, hayan de atender a la indicación vital con el débil auxilio de sus átomos! ¿Tendrán serenidad para ver tranquilos la borrasca, y presenciar el naufragio sin ofrecer otro auxilio que sus glóbulos, y exclamar después tranquilamente, al dar cuenta a su conciencia, cumplí con mis altos deberes ¡hice lo que en tal caso hubiera querido que para mí se hiciese!...

Concluimos, en fin, de las anteriores reflexiones, hechas sobre los puntos que pueden considerarse como fundamentales del sistema homeopático; 1.° que esta teoría incurre en el vicio común exclusivista, por no dar importancia alguna a las acciones físicas y químicas del organismo, despreciando las alteraciones anatómicas de los sólidos, y no dando valor alguno al importante juego de los humores, ni a la acción de los agentes funcionales. 2.° Que al establecer sus principios ha tomado por base algunos hechos ciertos, que, mal interpretados, han salido de la esfera de su verdadero sitio, pretendiendo avasallar los dilatados dominios de la medicina. 3.° Que se aleja de la madre común de las ciencias, la filosofía, entregándose en los brazos del fatal empirismo, al desatender la influencia de las causas remotas de los males, y al descuidar el estudio de su naturaleza íntima en cuanto es dado al entendimiento del hombre. Y 4.° que perdiendo vanamente el tiempo en una observación infecunda, desatendiendo los [25] verdaderos medios de instrucción médica, y olvidando los sanos principios de una terapéutica racional, expone a graves riesgos la suerte de los enfermos.

Desechemos, pues, un sistema que tanto dista de la verdad, establecida ya por el oráculo de Coo; y conociendo sus errores, comunes con los de todas las teorías exclusivistas que han estorbado el progreso de la ciencia, evitemos el escándalo que también Hipócrates lamentaba al expresar en su libro del Régimen en las enfermedades agudas, «que sentía que los médicos se descarriaran siguiendo principios opuestos; de donde resultaba el daño de que el vulgo no creyese en la certidumbre de medicina, comparándola al arte de los augures.»

Tiempo es ya de que experimentados en pasados errores, e instruidos a la vez en la buena práctica de tantos célebres médicos que la fama nos enseña en el templo de la inmortalidad, aprovechemos los grandes elementos de que los siglos pasados nos han hecho herederos. La ciencia tiene su verdad tan clara y tan segura como los axiomas matemáticos; y en los buenos principios de todos los sistemas, porque todos tienen algo cierto, despojados de quiméricas pretensiones y falaces argucias, y ensayados en la experiencia general que los confirma, ha encontrado sus dogmas que pueden reducirse a los siguientes:

1.° El hombre es un ser animado, compuesto de elementos químicos y orgánicos asociados entre sí y reunidos en diversas formas y estados, e influidos por un aura sutil inapreciable como materia a nuestros actuales medios de investigación, como el calórico, el lumínico y el eléctrico, pero manifiesta por sus acciones y por el tejido orgánico en que se deposita, sometido a la continua y necesaria influencia de agentes físicos y químicos exteriores que en él producen y de él reciben modificaciones recíprocas: la racionalidad le distingue de los demás animales.

2.° El cuerpo del hombre, como parte de la naturaleza general, no puede sustraerse de las leyes comunes que al sublime autor que la creara le plugo establecer: más estas leyes, restringidas a las acciones interiores de su organización, se hallan modificadas por otras leyes especiales y propias de la vida. El hombre, pues, como objeto natural es un ser común, sometido a las grandes leyes físicas; como individuo animal es un ser especial en que las leyes físicas y químicas de la materia tienen lugar produciendo sus efectos, pero con modificaciones relativas, y a veces incomprensibles, a la clase de cuerpo en que ejercen su acción; como animal racional es un objeto de mayor maravilla que el conjunto de todo lo creado, capaz, no de superar, pero sí de modificar las leyes físico-químicas y vitales a que se halla sometido, con el poder del precioso don que le distingue.

3.° La vida es un modo de ser especial que consiste en el juego recíproco de acciones del organismo en sí y con los agentes funcionales internos y externos: los elementos orgánicos que la conservan son los sistemas generales nervioso y circulatorio con los fluidos que contienen: las causas que la ponen en acción son los objetos físicos que rodean al ser en quien se representa.

4.° Siempre que las partes sólidas y fluidas de la economía animal conserven entre sí la armonía de acción y debida proporción en su desarrollo, y se hallen con los agentes funcionales externos en las condiciones respectivas al desarrollo y energía de acción de los sólidos y composición de los fluidos, se conservará el ejercicio de las potencias vitales en el justo equilibrio que constituye el estado de salud; siempre que, por el contrario, dejen de existir estas proporciones en el cuerpo, se producirán trastornos propios de la enfermedad.

5.° Las enfermedades, pues, tendrán unas veces su causa eficiente en las alteraciones de composición o de estado físico de los agentes funcionales externos, o bien en su manera de obrar, con más o menos energía de la necesaria, sobre el cuerpo del hombre; y en otros casos, ya en el exceso o falta de ejercicio de los sólidos orgánicos, o en la mala depuración de sus humores. Cuando estas causas obren con energía, serán conocidas ellas y sus inmediatos efectos, que se presentarán con más o menos fuerza; cuando obren de un modo constante y lento, producirán modificaciones en la vida que preparen las alteraciones que al fin vengan a estallar; cuando actúen con mediana fuerza pasarán muchas veces siendo desapercibidas. [26]

6.° Las enfermedades no deben considerarse por una simple alteración de tal o cual órgano representada por un conjunto de fenómenos simultáneos o sucesivos coordinados entre sí, sino que en ellas debe atenderse además, por el orden que siguen, a esa causa general desconocida, en su esencia, que en sí tiene la razón suficiente de la vida, la cual influye también en el modo de aparición y sucesión de los fenómenos que a los males acompañan como la sombra del cuerpo, valiéndome de las célebres palabras del gran médico de Pérgamo, haciendo que aparezcan de manera y forma variadas y en épocas diferentes y determinadas. según las partes afectas y el elemento orgánico que principalmente sufre. No puede sino formarse una idea justa de la enfermedad, como nuestro Hipócrates español dejó consignada.

7.° Que cualquiera que sea la causa de las enfermedades entre las indicadas anteriormente, se hallarán siempre representadas por la lesión general o parcial de uno o más elementos materiales de la vida: en los sólidos, de los sistemas nervioso y circulatorio; y en los fluidos, de la sangre.

8.° Que las afecciones patológicas inherentes a los sólidos varían en su naturaleza, según el número y combinación de los elementos vitales que se interesan en el padecimiento, consistiendo la alteración de estos en aumento o disminución de sus acciones conservatrices o funcionales por aumento o defecto de estímulo natural; y que las pertenecientes a los fluidos se diferencian por cambios directos o indirectos en la cantidad o composición del humor sanguíneo.

9.° Que la mutua dependencia en que se hallan los sólidos y fluidos del organismo hacen que nunca se verifique una alteración algo considerable y duradera en los unos, sin que participen los otros de lesiones análogas.

10. Que en todas las enfermedades existen y deben existir alteraciones orgánicas de los fluidos y de los sólidos en que residen, más o menos apreciables, según la época en que se consideren y el elemento vital que dé la forma; siendo estos cambios reconocidos muchas veces, durante la vida, por signos racionales, físicos y de análisis de composición de productos de elaboración o eliminación, y casi siempre después de la muerte por los datos suministrados por la anatomía. Si en ocasiones solo nos ilustran los signos racionales en el hombre vivo, no dándonos resultado los físicos ni químicos, y la nueva antorcha establecida por Morgagni nada nos enseña al descubrir los fríos restos que nos presenta la muerte, no es lógico deducir que aquella organización dejó de ser sin causa abonada, ínterin la química orgánica y la fisiología experimental no nos demuestren la composición, textura y valor de los usos del sistema nervioso y el humor sanguíneo.

11. Que para volver el organismo al expresado equilibrio que constituye el perfecto estado de salud, es preciso que desaparezcan las condiciones anormales de vitalidad, físicas y de composición, que representen el padecimiento; y como la enfermedad no es un conjunto tumultuario de síntomas que aparecen al azar, sino que proceden bajo un orden dirigido por la misma naturaleza, esta suele ofrecer en sí recursos bastantes, no embarazándola en sus operaciones, para lograr dicho efecto; porque su tendencia es siempre la conservación del individuo.

12. La terapéutica, por lo tanto, cuya brújula es la prognosis hipocrática, o sea el conocimiento de las circunstancias presentes y futuras de la enfermedad en el enfermo, debe tener por base de sus operaciones, limitarse a separar de este cuantos obstáculos puedan obstruir los procederes de la naturaleza; no obrando activamente a no ser que reclame algún auxilio, ya para excitar o rebajar las fuerzas, ya para separar cuerpos que deban ser eliminados por causantes de los desórdenes, ya también para neutralizar los efectos de algún principio deletéreo cuya acción no sea bastante a supurar: todo con relación a las circunstancias del enfermo.

Tal es el magnífico cuadro que la medicina presenta en el día; esta es su certeza, tan palpable como el valor de la x en una proporción cuyos medios y un extremo son determinados, no obstante las injustas invectivas de personas que, al manifestar que la ciencia no tiene bases seguras, acreditan por cierto, o un absurdo pirronismo procedente de una mala teórica y detestable práctica, o el triste desengaño de un reciente exclusivismo, que no ha dejado aun lugar al rayo de la razón. Su horizonte no nos ofrece [27] igualmente claros todos los términos; ¡y cuál es la ciencia que puede gloriarse de ello! Mas el recto método a que la experiencia y los progresos del entendimiento humano nos han llevado por fin, nos hará conocer nuevos discos luminosos que reflejen su brillo sobre los objetos que en el día se ocultan en la oscuridad. ¡Divino Hipócrates! tu esclarecida razón volvió a ocupar el trono de la ciencia. Muchos siglos de errores y vanos sistemas han necesitado tus fundamentales dogmas para recibir completa sanción en la república médica; pero el triunfo es tanto más seguro cuanto más fuerte es la lucha. Huélgate en el alto solio que en el templo de la gloria ocupas, con dulce esperanza de que la ciencia que te es deudora, no dudo en decir, de su existencia, desarrollando tus sanos principios con el auxilio de los poderosos medios con que cuenta al presente, se remontará a la altura de perfección que la corresponde y debe tener, no solo para cuidar del sagrado depósito de la salud de los hombres, sino para dirigir convenientemente los sanos principios de la moral común y privada, y las leyes en que estriba la felicidad pública.

Febrero 7 de 1845.

Tomás Santero.

{Transcripción íntegra del texto contenido en un opúsculo de papel impreso de 27 páginas.}