Filosofía en español 
Filosofía en español

cubierta

Discurso sobre el lujo de las señoras,
y proyecto de un traje nacional

De orden superior
 
En la Imprenta Real
Madrid 1788
 

A la verdad me parece, que la buena mujer es una compañera de casa, y grande ayuda para la buena ventura del marido. Y vemos por la mayor parte la hacienda ganarse por el trabajo de los maridos, y consumir y destruirse por los gastos y faustos de las mujeres. Pues luego cuando éstas andan buenas crece la hacienda, y cuando malas piérdese.
 
Libro de la Economía de Jenofonte, capítulo 3,
traducción Castellana de Támara.
 

Capítulo I. Del gravamen que se sigue al Estado y a las familias del demasiado lujo en los vestidos.

Capítulo II. Se propone como un medio dulce y utilísimo para evitar los progresos del lujo el establecimiento de un traje mujeril nacional.

Capítulo III. Instrucción para el establecimiento de un traje mujeril nacional.

Capítulo IV. Recapitulación de las ventajas que se seguirán del uso de un traje mujeril nacional.




Al Excmo. Señor Conde de Floridablanca, Primer Secretario de Estado y del Despacho, &c. &c. &c.

Excmo. Señor.

Señor:

Animada de un verdadero patriotismo, dirigido al bien del Estado y de cada individuo en particular, propuse entre los Amigos de mi tertulia, cuan útil sería para destruir el pernicioso lujo de las Damas en vestir, señalarlas los airosos trajes, que al mismo tiempo que evitasen la introducción de las modas extranjeras con que nos arruinamos, caracterizasen la Nación, distinguiesen la jerarquía de cada una, nos libertasen de las ridiculeces con que casi siempre nos adornamos, solo por ser moda, según publican cuatro Extranjeros que nos llevan muchos millones, y fomentasen nuestras Fábricas y Artesanos.

Me extendí en proponer la idea por partes, y respondí a las objeciones y reparos que me propusieron; y notando que había parecido a todos que sería muy útil si tuviese efecto el pensamiento, y que debería tratarse con la seriedad que exige tan interesante asunto a la Nación, pedí a uno de los de más confianza que me hiciese el favor de ir formando el proyecto conforme a la idea que me había propuesto y le iría explicando, y con efecto se verificó su extensión en los términos que contiene el adjunto papel intitulado: Discurso político-económico sobre el lujo de las Señoras, y proyecto de un traje nacional.

En él se manifiestan las ventajas que con su ejecución lograrán el Rey y sus vasallos, sin que sea de poca atención el mucho fraude que se evitará, y la mayor población que se acarreará; porque libres las Damas de la moda y del lujo, no se retraerán los hombres de casarse, como en el día sucede, al ver que no bastan los caudales del más acomodado para los caprichos de la más juiciosa.

Sin embargo de que para el estado general no se señala traje, comprehendo debe ser incluso en la reforma, a fin de que no se vean perdidos los brazos del Reino, agobiados del lujo, que es ya aún más excesivo y pernicioso en su clase que en las Damas, y con este conocimiento podrá señalársele sin confusión, siguiendo el mismo orden; bien entendido que tanto las telas de lana que se destinen para ello, como las de seda, oro y plata que usen las Señoras, deberán ser del Reino, para lo que podrán elegirse aquellas de que tengamos más Fábricas, o proporción para hacerlas.

Aunque hace más de dos años que está extendido este pensamiento, y siempre con ánimo de ponerle en manos de V. E., me ha ocupado más la desconfianza de mí misma, que el deseo de dar una idea que mejor premeditada, arreglada e ilustrada con las grandes luces de V. E., pueda ser ventajosa al común en general y particular; pero desde que he visto declaradas las intenciones del Rey, manifestadas por V. E. en la formación de una Junta de Damas, unida a la Sociedad económica Matritense, me he creído obligada a no detenerme en poner en manos de V. E. el citado proyecto, en la segura confianza de que si su penetración estimare que pueden seguirse las utilidades a que aspira el pensamiento, apoyará la idea haciéndose su protector para lograr la Real aprobación; y si no lo considerase de mérito, sabrá disimular y perdonar el buen afecto de una Dama hacia su patria.

Dios guarde a V. E. los muchos años que necesita la Nación. Madrid 15 de Febrero de 1788.

Excmo. Señor.

M. O.




Capítulo I.
 
Del gravamen que se sigue al Estado y a las familias del demasiado lujo en los vestidos.
 

Si en vez del espíritu patriótico que me anima en el momento que tomo la pluma para escribir este papel, me dejase llevar del deseo ambicioso de adquirir aplausos de erudita, daría principio a mi discurso con una multitud de sucesos memorables, y autoridades célebres de la historia antigua y moderna, que comprobasen el gravamen que se sigue al Estado y a las familias del demasiado lujo en los vestidos. Pero estoy tan lejos de hacerlo así, como deseosa de que la propia experiencia, y las razones económicas y de estado sean las que únicamente se empleen en este convencimiento. Y hallándose todas comprehendidas en la introducción a la ley suntuaria, mandada publicar por Cristiano VII, Rey de Dinamarca, en 20 de Enero de 1783, no puedo dispensarme de copiarla. Dice así:

«Penetrados del más vivo dolor a la vista del lujo que se ha introducido en estos nuestros Reinos, originado del uso de géneros extranjeros, que hace salir del país crecidas y considerables sumas con perjuicio de sus producciones naturales e industriales, y observando que un gran número de familias podrían verse reducidas con el tiempo a una absoluta pobreza, o mucho atraso, si continuasen con un lujo superior a sus facultades, o se viesen obligadas por una especie de decencia mal entendida a seguir el ejemplo de las más ricas: para ocurrir a este mal, y aliviar dichas familias, que desean el apoyo de la ley y fijar una medianía que pueda serlas a ellas tan útil como ventajosa al Estado::: hemos tenido a bien publicar la ordenanza siguiente.»

Parece que no podía darse un documento, y reflexiones más acomodadas a la España. Todas las razones de política que deben tenerse presentes en ella para una reforma semejante, están apuntadas con mucha exactitud en este exordio. Tenemos un lujo extraordinario: nos vestimos de géneros extranjeros: se arruinan muchas familias por un fausto indebido: y sabemos que muchísimas de ellas recibirían con gozo una ley que regulase sus gastos en vestir con sus rentas, y aun con sus atrasos. Esto es lo mismo de que se quejaban en Dinamarca, y a cuyo remedio se proveyó oportunamente.

Si, hablando con respecto al daño que resulta de este lujo a los Ciudadanos, se da una mirada por todos los diversos órdenes de jerarquías que componen el Estado, empezando desde el infeliz Artesano, y subiendo hasta el más acomodado del Reino, se notará una desproporción notable entre lo que sus mujeres visten, y lo que debían vestir; y un cierto estudio en usar trajes semejantes a las de los otros que tienen más dinero y más graduación, con el fin de confundirse con ellas, y representar en el mundo mejor papel que el que se les ha dado. Ya se deja inferir la ruina que debe causar este desorden en las mismas familias. Los empeños que se contraen, la infidelidad en las palabras, y los disgustos caseros no son más que un anuncio de otros acaecimientos más notables, que alteran últimamente la paz de los matrimonios, y prostituyen el honor y la decencia al interés del adorno y de la compostura ¡Cuántas infecciones y vicios no padece el Cuerpo político por esta causa! La virtud se abandona, las pasiones se exaltan, la educación se olvida, las ocasiones se buscan, el decoro se desprecia, y el pudor viene a ser una virtud, que solo se encuentra entre aquellas pocas personas que hacen profesión de virtuosas.

Estas son las consecuencias públicas. Las secretas que se sufren y se toleran en el interior de las familias por el capricho de las madres o de las hijas, me parece que no caben en la explicación; y que se variarán de tantos modos, cuantos son los diferentes humores, circunstancias y ahogos en que se puede ver un marido o un padre que no tiene para pagar los empeños que le hacen contraer su mujer o sus hijas, los cuales no solo exceden muchas veces a sus rentas, sino también a su crédito.

No hay cosa más común que ver a familias enteras reducidas a comer unos manjares groseros y enfermizos por ahorrar el costo de una nueva gala, como lo oímos diariamente de boca de muchos pretendientes que, para mover a compasión, confiesan el hambre diaria que padecen; cuando al mismo tiempo se presentan ellos y sus mujeres con trajes tan superiores a su esfera, que desmienten sus necesidades, descubren su altanería, y hacen sorda a la misericordia. De suerte que hasta el mismo lujo se ha corrompido en tales términos, que no tanto se emplea en aquellos objetos que facilitan el regalo, la comodidad y el descanso de una vida sensual y de deleite, cuanto en inventar trajes que agotan los mayores fondos, sin dar el más ligero alivio a las penalidades de nuestra naturaleza.

Estos son hechos tan visibles para todas las clases de personas, que no hay una que no los conozca o que los niegue; pero el poderío del ejemplo y de la máxima corruptora, a que llaman razón de estado, las arrastra a someterse a la dura esclavitud del lujo y de la moda, sin dejar de conocer la cadena que las oprime, y sin tener fuerzas bastantes para romperla, aunque suspiran por un libertador que lo ejecute, imponiendo tales leyes que se atribuya a una meritoria obediencia el abstenerse de la costosa variación de trajes que no pueden soportar.

Aún es más patente el gravamen que sufre el Estado con este desorden. Los Legisladores antiguos, Reyes, Emperadores y Republicanos célebres dictaron contra el lujo las leyes más severas, y las ejercitaron con rigor para evitar sus fatales consecuencias. Yo bien sé, que no será esta la opinión de los que juzgan de las cosas en el día por reglas generales, y canonizan y aprueban políticamente el lujo en todos los Reinos, y en todas las clases de los Ciudadanos, diciendo que fomenta la industria y las manufacturas, que hace florecer el comercio, y que forma el esplendor de las Monarquías. Pero este es el bello lenguaje de los que quieren resolver los más graves problemas con una decisión de pocas palabras, y que por fortuna nuestra no están colocados en aquellos empleos de que penden la suerte y la felicidad de millones de hombres. Observan en las Cortes y en los pueblos grandes, que ellos habitan, alimentarse del lujo cien pobres que no saben más que dar incentivos al fausto, y no ven que perecen más de cien mil en medio de los campos, como dijo un sabio de los que se llaman de buen gusto. Convengo en que hay ciertos Reinos en que además de no ser perjudicial en lo político el lujo de los adornos mujeriles, forma una gran parte de su industria, de sus rentas, y de su comercio; y que en vez de cortarlo, conviene aplicarle algunos fomentos, aunque nunca carece de muchas consecuencias dolorosas que se olvidan, porque entran en balanza con otras utilidades nacionales y mercantiles. Así sucede a la Francia, donde un ingenio que ha llegado a conocer sus intereses, ha dado por máxima ministerial la anulación de toda ley suntuaria; porque los ramos de lujo que introduce su comercio en todos los países repara los daños que causa en el Reino, pues hace salir de él anualmente el valor de ciento y cincuenta millones de libras tornesas en toda clase de modas, de preciosidades y de adornos. Pero como no escribo para otros Reinos, es menester acomodar mis ideas a la situación en que se halla la España, cuyas sólidas y gloriosas ventajas son el objeto de este discurso.

No es mi ánimo hablar del lujo en general. La suntuosidad de los edificios, la preciosidad de los muebles, la delicadeza y abundancia de las mesas, y la hermosura y buen gusto de los jardines, paseos y teatros de diversión, con los demás ramos que contribuyen al fausto, a la comodidad y al regalo del hombre, son artículos que piden un particular examen, porque habrá muchos cuya utilidad sea innegable. Por ahora me ceñiré a hablar únicamente del lujo que tienen las Señoras en el vestido; y en este sentido afirmo que convendría al Estado moderarlo, quitándole la parte que perjudica, y dejándole la que favorece a nuestras Fábricas y manufacturas.

Todos saben que las gasas, encajes, bordados y estofas delicadas, sobre que principalmente estriba el lujo de las Señoras, son géneros que nos vienen de fuera del Reino; y que por la natural inconstancia del gusto a que se llama moda, se varían y se multiplican en tanta manera sus consumos, que hacen declinar la balanza del comercio a favor de los Extranjeros en cantidades considerables, que agravan y empobrecen al Estado, al paso que enriquecen a los otros. Este es un hecho constante, testimoniado por todos los registros de las Aduanas. Dios ha provisto a la España de cuanto necesitan sus moradores como vivan frugalmente: todos los pasos que se den hacia el lujo, son otros tantos lazos con que nos obligamos a depender de los Extranjeros. En otros tiempos no sucedía así, porque había en la España más industria, y hacíamos un comercio activo. En el día no hemos llegado aún a este término, y pagamos muy cara la voluntariedad con que nos imponemos nuevas leyes de necesidad, con el pretexto de decencia, de moda y de ostentación.

Es preciso conocer esta verdad, y convencerse de sus malas resultas para remediarlas. Los Ingleses y Franceses están sacando de nuestras Islas y posesiones de América inmensos tesoros, ya valiéndose de casas Españolas para las remesas de géneros, o y a introduciéndolos de contrabando a poca costa. Véase cuáles son los ramos en que negocian directamente por sí solos, y se conocerá que siendo los de puro lujo, son los que les dejan mayor utilidad. Esta fue una de las consideraciones que motivaron la reducción del derecho de palmeo a un tanto por ciento. En la Martinica hay almacenes tan abundantes y provistos de géneros ricos como en París; desde donde se transportan las escofietas, las gasas, y toda clase de adornos de Señoras a nuestras posesiones, haciéndose pagar a muy buen dinero, porque venden a mucho precio el desvelo con que comunican las modas de la Europa con increíble prontitud.

Desearía yo ver un plan exacto de todo el dinero que nos llevan los Extranjeros por este medio en España y en América. Desde luego aseguro que son muchos millones; y para que podamos formar algún juicio de ello, calculemos por lo respectivo a España únicamente. Supongamos que existen en ella once millones de personas, y que estén divididas por mitad en ambos sexos. Sobre este presupuesto, que es bastante ceñido, hágase otro igual diciendo que cada mujer gastará una con otra cada día un tan solo ochavo en comprar los géneros extranjeros de lujo con que se visten. No creo que habrá quien presuma que va demasiadamente amplia esta cuenta. Pues con todo eso, resulta evidentemente de ella, que los cinco millones y medio de mujeres que tiene la España, consumirán anualmente el valor de 118.088.235 reales de vellón en géneros de moda y lujo. Esta es la pérdida que sufre el Estado en Europa. ¿Y cuánto perderá en América? Multiplíquense por 10 u por 20 años, y resultará una cantidad enorme.

Y pregunto ¿cuál es la ventaja que repara al Estado este gravamen? ¿Qué bienes nos resultan del lujo en el vestir? Si la España tuviese Fábricas de géneros de esta clase y surtiese otros Reinos, como lo hace la Francia y la Inglaterra, sería tal vez conveniente permitir el lujo por cuanto daba motivo para variar los caprichos que tienen nombre de moda, y sostienen los créditos de buen gusto a un pueblo comerciante, proporcionándole la venta de sus manufacturas; pero de todo esto carecemos, y el mal del Estado es tan visible, como irrecompensable por los medios y providencias comunes.

Todavía es más perjudicial el lujo en el vestir, mirado a otra luz, y consideradas sus graves y no menos ciertas consecuencias. Ya se ha visto que empobrece al Estado; ahora se manifestará que lo despuebla.

No son necesarias delicadas reflexiones para conocerlo. El ignorante, del mismo modo que el sabio, puede ser juez y testigo de esta verdad. Todos los días oímos y vemos que muchos no se atreven a casarse por el conocimiento de que les ha de ser imposible mantener a sus mujeres con el lujo de vestidos y galas, que ya se ha venido a hacer indispensable. Ciertamente que no somos nosotras las que menos perdemos en ello. ¿Cuántas que viven en miseria pudieran haberse casado, sino hubiesen ostentado una presunción y compostura indebida? ¿Y cuántas de las que en el día se visten con más aparato del que les corresponde, llorarán su demencia, cuando la edad les haga conocer que perdieron el tiempo de establecerse con honor, y que están ya irremediablemente condenadas a una triste soledad, y trabajosa vejez?

Cuánto sea el número de los matrimonios que dejan de contraerse cada año por esta causa no se puede calcular; por más que se quieran reducir a número los hombres que sabemos que no se han atrevido a casarse por temor de los gastos en que los empeñarían sus mujeres sin llevar fondos con que sostenerlos. Y no siendo posible hacer esta cuenta ¿quién podrá sacar la de la de población que pierde el Estado? Si un solo matrimonio al cabo de dos siglos puede haber formado una regular población ¿cuántas se pierden en España por tantos matrimonios como impide contraer el lujo en el vestir? Por más providencias que dé el Gobierno para aumentar los vecindarios, todas serán inútiles, mientras no se tome la de cortar los progresos del lujo. La propia experiencia lo confirma, y las listas públicas nos dicen que la población se aumenta al paso que la vanidad se disminuye; y así se ve que los lugares y los pueblos de las Serranías se multiplican, mientras las ciudades se despueblan; de suerte que muchas quedarían casi yermas, si los negocios, el tráfico y los empleos no llamasen continuamente a moradores forasteros.

El Imperio de los Persas, el Griego, el Romano y otros varios, que ya no existen sino en las historias por haber sido víctimas del lujo, son célebres ejemplos que comprueban la ruina que deben temer los Estados que no se oponen a sus progresos. Aún cuando no se hubiesen ya manifestado sobradas razones que lo comprueban: bastaría saber que las buenas costumbres son esenciales para la duración de los Imperios, y que el lujo es diametralmente opuesto a ellas, para que los Estados celosos de su gloria y de su verdadero esplendor lo proscribiesen con un odio implacable. Ningún rigor será demasiado cuando se trata de rechazar un enemigo que debilita los corazones, seduce el espíritu, destierra las virtudes, fomenta las pasiones y los vicios, empobrece al Estado, debilita su población, y aniquila y destruye las Monarquías. Tales son los efectos del lujo que gastamos en vestir. Decir que es gravoso al Estado, es hablar con poca energía. La verdad y la propiedad del lenguaje piden que se le llame la corrupción y la peste de España.

traje
Española




Capítulo II.
 
Se propone como un medio dulce y utilísimo para evitar los progresos del lujo el establecimiento de un traje mujeril nacional.
 

Es necesario conocer el origen del lujo en el vestir para poder evitarlo en sí y en sus consecuencias. Dos cosas se propone una Dama cuando gasta ropas y adornos excesivos. Una es la de bien parecer, ayudando con los artificios del arte los dotes de la naturaleza; y la otra no ser menos que las de su clase en el fausto y suntuosidad de sus vestidos; y como en esta materia hay algunas que exceden los límites de toda prudencia, resultan las porfías y las competencias insensatas sobre quien ha de sobresalir, y se contraen los empeños que las desacreditan y arruinan.

Solamente una ley suntuaria podría cortar o extinguir este perjudicialísimo desorden; pero estas leyes son de un aspecto harto ceñudo para los pueblos acostumbrados a la libertad en vestir: porque en cambio de la que les quita, no les ofrece un interés que los anime a su cumplimiento. En todos los Reinos hay ejemplares de que la potestad legislativa ha quedado desairada cuando se han dado semejantes disposiciones; y la España cuenta casi olvidadas una porción de ellas en el siglo pasado y el presente, cuya desobediencia se notó un momento después de publicarlas; de suerte que si la viveza y el arte no ofreciesen otros recursos para evitar el lujo, sería forzoso dejarlo correr impunemente, o renovar cada día las leyes por publicaciones y bandos, a que debiera seguir el pronto castigo de los contraventores, sin que aun por este rigor dejase de haberlos en el instante que se por cansado de atormentar al pueblo en brazo de la Justicia.

En un Gobierno ilustrado que dirige a los ciudadanos por las sendas de la decencia y de la utilidad, deben buscarse arbitrios que hagan compatibles estas dos circunstancias, y que suavicen el rigor de las leyes con la dulzura de los objetos que se proponen. Prohibir ciertos trajes por la conveniencia del Estado, es dejar resentida la libertad de los particulares. Prohibirlos por la utilidad de ellos y por dar gloria a la Nación, es acalorarlos para que obedezcan con entusiasmo.

Si se le dice a una Dama que por evitar ciertas introducciones perjudiciales a la Real Hacienda se la quita el derecho de poder vestirse de estos o los otros géneros, y de usar de ciertos adornos que en opinión suya dan gracia a sus facciones y a su cuerpo, morderá y despedazará con furor esta ley que no le promete ventaja alguna, en cambio de los medios de agradar de que la priva. Pero si se la propone que hay un proyecto por medio del cual logrará el bello sexo a poca costa los fines que se propone en su desordenado lujo: esto es, conservar y ayudar con el arte a la naturaleza, y presentarse con igual lucimiento que las de su clase, agregándose a esto el hacer glorioso en el mundo el nombre de las Damas Españolas, ¿habrá una de ellas que no se afane por saberlo y por practicarlo? Plan que reúne perfectamente la conveniencia, la utilidad, el lucimiento y la gloria; ¡cómo puede dejar de adoptarse por una Nación tan celosa de ella! Este es el proyecto que presento, y en que no puedo decidir quién tiene más interés: la gloria y los fondos del Estado, o la utilidad y conveniencia de los vasallos.

La idea de un traje mujeril nacional es tan nueva, tan agraciada y tan seductora, que no pudiéndose dudar de la aceptación con que será recibida de todas nosotras, tampoco deja el menor recelo de su importancia hacia el Estado; porque no teniendo acción las Señoras para variar los trajes que se prefinan, se conseguirá que no haya competencias sobre traer galas de nueva invención, que son los principios del desordenado lujo que arruina las familias, haciéndolas entrar en el empeño de no ser menos que las de su clase. Y una vez que se disponga al mismo tiempo que este traje mujeril nacional sea del corte más airoso de cuantos hasta ahora ha producido el deseo de parecer bien, quedaremos contentísimas y no se dará por sentido nuestro natural deseo de engalanarnos.

Combinados de esta suerte el ahorro con la compostura, y la brillantez con la decencia, nada queda que desear al bello sexo en favor de sus privilegios respetables. Vestirá bien, vestirá con gracia, y vestirá con economía. Las familias con quienes no ha sido liberal la fortuna, tendrán la satisfacción de no estar desairadas por el ropaje en las concurrencias públicas, como ahora suele suceder con inconsolable sentimiento de su emulación o de su envidia; y las que han sido favorecidas de la naturaleza con dotes personales, encontrarán en este mismo traje mil modos de aumentar sus gracias, sin exponerlas a la ridícula extrañeza con que las hace muchas veces aparecer feas una moda extravagante que ofende la vista y expone a mofa el objeto.

Cuando las Naciones sepan que las Damas Españolas han establecido su traje nacional, y que así como se distinguen entre todas por los dones del espíritu, se quieren también distinguir por la uniformidad del vestido, avergonzándose de ser imitadoras de las modas extranjeras y haciendo gala por un empeño glorioso de no tener menos constancia y firmeza en el traje, que la que tienen en el espíritu que las caracteriza: se sorprenderán con envidia y no acabarán bastantemente de maravillarse de que se haya adquirido un honor, un lustre y una inmortalidad en la memoria de los hombres a que nunca llegó Potencia alguna de cuantas han querido hacer célebres sus costumbres y estilos en el universo. Efectivamente será esta ruidosa época uno de los pasajes más notables de la historia presente, al cual imitarán después muchas Naciones conociendo sus ventajas, y confesando que deben a la España una lección tan generalmente importante.

Si se terminase aquí mi proyecto y no hubiese yo previsto todas las dificultades que podían ofrecerse en su práctica, se me podría hacer la justa réplica de que lo abrazarían con repugnancia aquellas Damas y Señoras de alta jerarquía, que no prestando mucha atención a el ahorro que incluye, porque su casa o su fortuna las provee de suficiente caudal para sostener extraordinarios gastos, se confundirían con las de menor esfera precisándolas a usar del mismo traje que ellas, sin las distinciones debidas a su clase. En una palabra, sería hacer imaginario y platónico mi pensamiento sino constase de dos partes, de las cuales he manifestado ya la una que es el establecimiento de un traje mujeril nacional; y ahora me falta la segunda que es como el apoyo y el sello que asegura su aceptación y permanencia.

Entre los hombres hay muchos que no ceden a las Damas más petimetras en el lujo de sus vestidos y de sus adornos: gastan con profusión: visten con variedad; y cada día inventan nuevas galas como si nada valiesen las que tenían, o como si solamente fuese de su gusto la que últimamente imaginaban. Este es el mismo estado en que se ven hoy día las Señoras. Pero pongamos el caso de que uno de estos petimetres entra a servir en el Ejército, y se viste del mismo traje y del mismo color que sus compañeros, que es el equivalente del traje mujeril nacional que hasta ahora se ha propuesto. Este tal no quedaría contento con parecer un cualquier Soldado o un aseado Sargento con quienes lo confundiría el uniforme; pero en el momento en que se le agrega la divisa que lo distingue y publica su graduación, ya queda contento: y el Capitán, el Coronel o el Teniente General no se desdeñan de vestir igual traje que el Soldado raso por cuanto las charreteras, los galones o los bordados los diferencian de ellos, y hacen que todos los conozcan y los hagan el debido acatamiento; sin que en medio de este preciso rigor con que se les obliga a vestir de un mismo modo, se les quite tan enteramente la libertad de satisfacer su deseo de ser galanes, que no les quede arbitrio para parecer petimetres.

Esta es puntualmente la segunda parte de mi proyecto. Cuanta distinción puede pedir la Señora de la más alta esfera, se la concede por medio de unas divisas que deberán establecerse a similitud de la Tropa, para que se sepa quién es cada una, y se la respete y se la trate corresponde a su graduación. Y como del mismo modo que los Militares, pueden también ostentar su mayor aseo y primor por ciertas cosas que lo denotan, resultará comprobado lo que propuse en el principio; esto es, que las Damas Españolas lograrán por este proyecto ahorrarse mucho dinero en vestir, conservar su gracia y su primor, sobresalir las de más alta esfera, no estar desairadas las que por su desgracia no tienen grandes haberes, distinguirse los diversos órdenes de jerarquías en las concurrencias y paseos; y adquirir gloria entre todas las Naciones del mundo.

Si las Señoras se ponen en el día vestidos que llaman Inglesas, Polonesas y Turcas ¿por qué no han de usar desde ahora un traje nacional lleno de aire y majestad a que llamen la Española? ¿Tendrán más gusto los Turcos o Polacos para darnos lecciones de vestir, que el que tienen en España las Señoras de la Corte o de los pueblos principales semejante del Reino? Cualquiera de éstas, instruida por el Ministerio en semejante idea, e ilustrada con las noticias que se le den de las manufacturas del Estado, y de la conveniencia y utilidad que le resulta de acomodar para los vestidos aquellos géneros de que tenemos Fábricas, sabrá trazar un traje tan airoso, tan bello, de tanta majestad y de tanta gracia, que el gusto más delicado se dará por contento; y el Reino logrará que no se extraigan anualmente millones de pesos en bagatelas, que no tienen más mérito que el de la novedad.

La diversidad de jerarquías, de días, de concurrencias y de ocupaciones, piden que haya tres especies de vestidos, aunque todos busquen un mismo aire, y vayan acompañados de divisas, llevando el nombre de Española la gala principal; el de Carolina la que le sigue, para memoria del glorioso Reinado en que se establecieron; y el de Borbonesa o Madrileña la de tercera clase. De este pormenor trataré más extendidamente en la Instrucción que se sigue.

traje
Carolina




Capítulo III.
 
Instrucción para el establecimiento de un traje mujeril nacional.
 

I.

Lo primero que se debe disponer, es la formación de tres géneros de vestidos de diversos costos. El primero se llamará Española, el segundo Carolina, y el tercero Borbonesa o Madrileña.

II.

En estos vestidos se ha de buscar no solamente el buen aire de su corte de modo que favorezca los movimientos del cuerpo, sino también la decencia y el primor.

III.

Las materias o géneros de estos vestidos han de ser de las que se fabrican en España, y será de suma importancia que los cabos sean también de nuestras manufacturas; o que si no las hay acomodadas para ellos, se establezca como moda y como ley el no gastarlos.

IV.

En la Española se deberán emplear los géneros más exquisitos y de mejor gusto de nuestras Fábricas, adornando este traje de tal suerte, que puedan usarle con ciertas restricciones o amplitudes las Señoras principales en los días de mayor ostentación y lucimiento.

V.

La Carolina ha de ser menos costosa que la Española, así por la calidad de la tela que en ella se emplee, como porque su corte ha de tener menos follaje, para que no sea muy gravosa su compra a las que deben usarlo: pero se ha de procurar también que sea de mucha gracia, y que admita más o menos adorno para los fines que después se dirán.

VI.

La Borbonesa o Madrileña ha de ser el traje menos costoso de los tres, y de cierto corte tan sencillo, que sin perjuicio de su buen aire deje libertad a las Señoras para manejarse, y pueda admitir algunos otros adornos cuando se le deban poner.

VII.

Cada uno de estos tres trajes Española, Carolina, y Borbonesa o Madrileña ha de dividirse en tres clases diferentes, sin alterarse cosa alguna en su sustancia; pues esta variación solo consistirá en los accidentes de la calidad o el color del género y de las guarniciones.

VIII.

Es de mucha importancia que en las guarniciones de estos trajes se evite la introducción de las gasas, blondas y encajes extranjeros, supliéndolos con cintas de nuestras Fábricas, que las hay de bastante primor y gusto, agregándoles algunas blondas Catalanas; las cuales se irán perfeccionando con este motivo por el propio interés de los Fabricantes.

IX.

El adorno de las cabezas no deberá arreglarse a los trajes, pues las Señoras serán libres en componérselas como gusten. Pero no sucederá lo mismo en cuanto a los pañuelos o pañoletas del cuello; porque ya que se trata de hacer una cosa útil y gloriosa a la Nación, no parece regular dejar ocasión a que se introduzcan las costosas gasas Inglesas o Italianas, y que se haga moda andar con menos decencia y honestidad de la que corresponde. Por lo tanto se establecerá el modo de usar de estas pañoletas y su clase, con respecto a la diferencia de días y de vestidos, buscando la proporción, bondad, delicadeza y recato que hagan juego con ellos.

X.

Acordados ya los trajes nacionales, divididos en las tres clases expresadas de Española, Carolina, y Borbonesa o Madrileña, y subdivididos en primera, segunda y tercera clase con toda la prolijidad que sea posible: se dividirán también en jerarquías o clases las Señoras del Estado, para aplicar a cada una el que le corresponda.

XI.

No parece que convendría por ahora extender la gracia de vestirse con traje nacional a otras Señoras más que a las Grandes de España, y a las mujeres, madres, hijas o hermanas de los que tienen tratamiento de Excelencia, Ilustrísima o Señoría, o que están empleados en el Real servicio, así Militar como de Rentas. Este será el modo de que las demás clases del Estado entablen sus solicitudes en demanda de igual privilegio de distinción, y que se sometan por voluntad a vestir el traje que resistirían por obediencia.

XII.

El traje llamado la Española con toda la plenitud de su adorno de primera clase, deberán usarlo las Grandes de España en los días de besamanos en que se viste la Corte de gala; y para los demás días podrán usar de la Carolina en su primera clase, quedando a su arbitrio el vestirse la Borbonesa o Madrileña de primera clase cuando salgan con basquiña y mantilla, como traje más acomodado para este uso. Pero en todos ellos han de usar por divisa y distinción unos bordados de plata en ambos brazos, los cuales han de ser más o menos costosos, según el traje y días en que se lleven, de modo que podrán formar unos hermosos lazos los de la Española, y los de la Carolina y Borbonesa serán inferiores a los otros; y si con el motivo de no verse estas divisas cuando lleven las Señoras mantilla, se quisiesen poner otras en ella misma, podrá hacerse, ya por la diferencia de sus cortes, o ya por otra cualquiera señal.

XIII.

Las mujeres, hijas, madres o hermanas de los que tengan tratamiento de Excelencia, y las de los Camaristas o Ilustrísimos, deberán usar en los días de gala el vestido llamado Española de la segunda clase, y para otras menores fiestas el de Carolina de primera clase; y el de Borbonesa o Madrileña de primera clase para la calle. Todas éstas llevarán siempre otros diferentes bordados de plata, aunque solamente sobre el brazo derecho, sin perjuicio de las divisas que se quieran señalar para la calle, lo cual se da por supuesto para las demás clases.

XIV.

Las parientas de los que tengan tratamiento de Señoría, como las de los títulos de Castilla, los de los Consejos del Rey, los Oficiales de las Secretarias del Despacho, los Superintendentes con jurisdicción, Intendentes de Provincia, Contadores y Tesoreros de Ejército de primera clase, vestirán los días de gala la Española de tercera clase; y tendrán para los demás días la Carolina de segunda clase, y la Borbonesa o Madrileña de la misma para salir con basquiña a la calle: llevando todas el mismo bordado de plata que las anteriores, aunque con la diferencia de ser sobre el brazo izquierdo.

XV.

La división de las diferentes clases de empleados en Rentas ofrecería algunas dificultades, si no las hubiese allanado el Rey en el Plan que se sirvió de aprobar por Abril de 1782 para darles uniforme: con arreglo a él deberán usar en los días de gala la Carolina de primera clase las mujeres, hijas, madres y hermanas de los Comisarios de Guerra, Tenientes Coroneles, Sargentos mayores, Tesoreros de Ejército de segunda y tercera clase, Contadores y Tesoreros de Rentas en la Corte, Gobernadores del resguardo del Campo de Madrid, Administradores, Contadores y Tesoreros generales de Provincia, y los Vistas y Fieles principales de las Aduanas, con las de los demás empleados que se regulen por de la misma graduación. Para los demás días festivos podrán usar de la Carolina de tercera clase, y de la Borbonesa o Madrileña de segunda clase para salir a la calle: y en todos estos vestidos han de llevar un galón de plata de dos dedos de ancho en contorno de cada uno de los brazos.

XVI.

Las de los Capitanes y sus Tenientes, y las de los Oficiales de las Contadurías y Tesorerías generales de la Corte, y de las Administraciones y Aduanas de Provincia, y las de los Administradores de Partido, subordinados a las Administraciones principales, y Comandantes generales de resguardo, gastarán la Carolina de segunda clase en los días de gala, y en los demás festivos la Carolina de tercera clase, y la Borbonesa o Madrileña de segunda para la calle; y en todos han de llevar por divisa un galón de plata del expresado ancho, ceñido al brazo derecho.

XVII.

Las de los Subtenientes del Ejército, y las de los Contadores, Oficiales Contadores, Interventores, Tenientes de Fieles y Vistas de las Administraciones de Partido, Administradores particulares, y Tenientes Comandantes, usarán el día de gala la Carolina de tercera clase, la cual podrán también llevar en los días festivos, poniéndose la Borbonesa o Madrileña de tercera clase para salir con mantilla y basquiña; y usarán de otro igual galón de plata en contorno del brazo izquierdo.

XVIII.

Las de los Sargentos, Visitadores y sus Tenientes, Guardas mayores, Cabos y Escribanos de Rondas, y Porteros de Oficinas, usarán de la Borbonesa o Madrileña de segunda clase para los días de mayor aseo, y para el diario la de tercera clase; llevando en contorno de ambos brazos una cinta de seda de dos dedos de ancho de color encarnado o de rosa.

XIX.

Las Señoras de Militares de mar y tierra, desde Subtenientes hasta Coroneles, llevarán por divisa las mismas de sus maridos, ya sean charreteras en los hombros, o ya galones en las botas o vuelos. No teniéndose por conveniente que hagan los mismo las de Brigadieres, Mariscales de Campo, Jefes de Escuadra, Tenientes Generales y Generales; porque sería costoso el uniforme de gala, y no correspondiente a las divisas que van señaladas para las demás.

XX.

Siempre que se tenga por conveniente hacer en estas mas divisiones de trajes y Señoras otras subdivisiones prolijas, según sus graduaciones y empleos, será muy fácil ejecutarlo, disponiendo que algunos bordados de plata lo sean de oro, y que se agreguen algunos galoncitos a los costados de ellos, y algunas cintillas a otros galones; atendiendo siempre a que su costo no sea insoportable a las personas para quien se destinan, que es uno de los fines que se han tenido presentes en las divisas expresadas.

XXI.

Si se quisiese dar también uniforme a las mujeres de los Guardas, Estanqueros, y otros dependientes subalternos de Rentas o del Ejército, se señalará el mismo del §. XVIII; pero con la distinción de que haya de ser azul celeste la cinta de seda de dos dedos de ancho, que deben traer ceñida a ambos brazos.

XXII.

Cuando alguna Señora merezca por sus virtudes sociales, o por una acción gloriosa, o mérito particular que haya hecho al Estado, que se la premie con una distinción honorífica: se ejecutará en virtud de orden que se ha de expedir por el Primer Secretario de Estado, permitiéndola S. M. que pueda llevar en adelante una cinta de color de rosa con dos cabos sueltos al aire, pendiente de cada uno de los hombros, que le ha de llegar hasta el codo; sujetando a graves penas las que se tomen esta licencia sin particular privilegio. Las Romanas usaron una cosa semejante.

XXIII.

La Sociedad Matritense de Amigas del País, y las que se establezcan de Señoras en los demás pueblos, serán las encargadas de celar el cumplimiento de estas disposiciones, concurriendo también el Gobierno a mantenerlas sin innovación, y señalando castigo para las que se atrevan a usar del traje que no les corresponde.

XXIV.

Todas las dudas que se ofrezcan sobre la clase en que se deban colocar algunos empleos que no van inclusos en esta Instrucción, por no ser posible tener conocimiento de todos ellos, se resolverán por el Primer Secretario de Estado, por cuya vía se despachan las negociaciones de las Sociedades Económicas del Reino.

XXV.

Últimamente se previene para evitar muchas dudas y malicias que podrían resultar en el uso de los trajes y uniformes expresados, que como algunas madres o hermanas tendrán hijos o hermanos de diferentes graduaciones, por las cuales llevarían trajes diversos si se dejase a su arbitrio esta materia: queda establecido que se han de vestir aquel traje que corresponde al hijo o al hermano con quien estén viviendo; (esto es en caso de que la madre no tenga uniforme por su marido vivo o difunto): y si acaso estuviesen separadas de ellos, se pondrán el que les corresponde con respecto al hijo o hermano que tenga mayor graduación. Pero las viudas llevarán el que gastaban cuando vivían sus maridos; y las hijas que tengan padre, el que por su graduación o clase les estés señalado, sin poder ponerse otros por sus hermanos aunque se hallen en mayor altura.

traje
Borbonesa o Madrileña




Capítulo IV.
 
Recapitulación de las ventajas que se seguirán del uso de un traje mujeril nacional.
 

No sería hablar con exageración, si se asegurase que el día que se dignase el Rey de adoptar el pensamiento que propongo de un traje mujeril nacional, y de publicar el decreto para su uso, sería día de un gran gozo para todas las Damas Españolas a quienes alcanzase esta gracia; día de celebridad para los hombres que se ven agobiados con el excesivo lujo de sus familias; día en que recibiría una inmensa riqueza el Estado; y día de gloria y de inmortalidad para la Monarquía. Consúltese la razón, examínese la utilidad, o búsquese el lucimiento, nada podrá oponerse a esta idea que la haga parecer menos majestuosa, menos grande, y menos digna del Reinado de Carlos III. El grosero capricho de cuatro Señoras de poco talento y de menos juicio, que bien halladas con no parecer hoy lo que fueron ayer, desearían conservar sin límites su inmodesta y profana compostura, no puede competir ni balancear con los testimonios públicos que tenemos del decoroso modo con que piensa la más noble y numerosa parte de la Nación. Hablo de estas ilustres y honradas Compatriotas que, formando sociedad en la Corte, tratan y conferencian sobre los negocios de su sexo; y hablo también de un sinnúmero de juiciosas Señoras que desean verdaderamente que se reúnan por un sistema bien combinado sus propios intereses hermosura y economía, con la utilidad del Rey y conveniencia de los demás vasallos. A todas estas las veo prontas a hacer desde el seno de sus familias un servicio más importante a su patria, que el que recibiría de un Ejército conquistador que la añadiese una nueva Provincia.

Así se verificaría si se pusiese en uso el traje mujeril nacional, porque se dejaría de contribuir a las demás Naciones con los millones de pesos que salen del Reino anualmente, para la compra de modas y bagatelas; se quedarían estos tesoros en la España para fomento de sus Fábricas y de su industria; crecería su poder, al paso que se debilitase el de las otras Potencias; y cogeríamos en las convenciones de paz todo el fruto de nuestras victorias, sin que pudiesen imponernos la ley los enemigos con los tratados de comercio. ¿Y qué pérdida es necesario sufrir para lograr estas ventajas? Ninguna. Por todos lados nos resulta utilidad sin quebranto. Las mismas personas que hacen este gran servicio a la Nación, son igualmente interesadas en él. Las Señoras podrán vestirse a menos costa, y con más decencia, hermosura y galantería: sus prendas personales tendrán en el buen corte y aire de los vestidos, todos los auxilios que podían esperar del arte y del buen gusto: las familias que padecen atraso en sus rentas por los pasados y actuales desórdenes, y las que no se pueden presentar con el lucimiento que corresponde a su clase, hallarían el medio de no estar desairadas en las concurrencias, y de no caminar a su ruina: los paseos y estrados se verían con lucida variedad: las tropelías causadas por la ignorancia serían menos frecuentes: un pueblo parecería una casa bien ordenada en que cada uno ocupa el lugar que le corresponde; y últimamente, sin gasto, sin trabajo, y sin hacer sacrificio ninguno de las inclinaciones naturales al bien parecer, y antes bien con mucho ahorro y mayor hermosura, se podría por este medio fomentar la industria del Reino, aumentar considerablemente la masa numeraria, quitar mucho poder a las Naciones extranjeras, no hacernos dependientes de su capricho, conservar nuestros caudales sin quiebras, sostener nuestro comercio activo con ganancias, pacificar los interiores disgustos de las familias, multiplicar la población, evitar la relajación de las costumbres, afianzar la permanencia de la Monarquía; y hacer inmortal y glorioso en el mundo el nombre de las Damas Españolas.


[ Versión íntegra de las imágenes y el texto contenido en un opúsculo de 62 páginas y tres láminas impreso en Madrid en 1788. ]