Filosofía en español 
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Filosofía política

Por Bourbon Leblanc
Traducida del francés por D. E. de S. P.

“Amor a las ilusiones, indiferencia hacia la verdad, suposiciones engañosas en lugar de hechos positivos; nociones confusas, comparaciones inexactas y ejemplos sin aplicación, en vez de definiciones que den el verdadero valor a las palabras, fijen las ideas, y hagan juzgar de las cosas con exactitud; una oscuridad calculada para rodear de un respeto misterioso planes mal concebidos; algunos conocimientos parciales, y una ignorancia absoluta del conjunto de relaciones que unen la legislación a la acción ejecutiva y a la religión; tales son las causas de los errores, tan fecundos en desastres, en que han incurrido los publicistas y los hombres de Estado.” (Filosof. polít., pág. 139)

 
Madrid 8 abril 1824
Imprenta de D. Miguel de Burgos
[ iv+208 páginas ]
 

 

El traductor, iii
Filosofía política, 1-146
Notas, 149-192
Índice de materias, 193-201
Esta obra se vende…

 
 
[ → segunda edición, Madrid 1834 ]

 

El traductor

Ofrezco al público la presente traducción de la Filosofía Política por Bourbon Leblanc, hecha de la última edición. Los luminosos principios que contiene, y las máximas sublimes de que abunda deben sin duda hacerla apreciable a los ojos de los hombres verdaderamente filósofos. Si esta obra mereciese la aceptación que espero, me creeré suficientemente recompensado de mi trabajo.

(página [iii].)

Filosofía política

La mayor impostura, decía Sócrates (1), es querer dirigir y gobernar a los hombres sin tener el talento suficiente para ello.

¿En qué se funda, pues, la filosofía política, este arte de gobernar tan bello, tan noble y tan difícil? En la ciencia de la economía general y de la estadística.

La economía general, que muchas veces se confunde con la Economía pública, no se reduce como esta última al simple conocimiento de la administración interior, sino que abraza todas las relaciones de los pueblos entre sí, y conduce a un principio común, esto es, al sistema universal de las leyes (2). Presentando bajo un solo punto de vista las diversas formas de gobierno, enseña el modo de aplicarlas a pueblos diferentes, y se encamina constantemente a perfeccionar el orden social, arreglando cuidadosamente todas las partes de la administración interior y exterior de los estados.

La estadística no es otra cosa que una noticia exacta y circunstanciada del estado en que se halla o se hallaba una nación. En ella se explica su forma de gobierno, se indican sus relaciones diplomáticas y su influencia en el sistema de los pueblos que la rodean; se da una idea fiel de su religión, leyes, costumbres, usos y preocupaciones; se describe su posición geográfica; se determina la extensión de su territorio, y se presenta el cuadro de su población y de sus fuerzas terrestres y marítimas. En ella, por último, se comparan las rentas y los gastos, las importaciones y exportaciones, la deuda pública y los medios de extinguirla; y se trata también del estado de las ciencias, de la literatura y de las artes.

A la noticia circunstanciada del estado actual de la nación que se examina, es necesario que preceda la historia de las diferentes situaciones en que se ha encontrado, a fin de determinar más fácilmente lo que ha perdido o ganado por la sucesión de los tiempos, y los diversos sistemas que ha abrazado. Tal vez llegará día en que este método haga conocer lo importante que es determinar la estadística de todas las naciones del globo en cada siglo, no solo por la utilidad que de ello puede resultar a los contemporáneos, sino también para instrucción de la posteridad.

El estudio de la economía general sirve para ilustrar la estadística por medio de comparaciones y observaciones. Ella establece reglas fundadas en los resultados que suministra la historia y la experiencia; resultados satisfactorios, aunque la historia en algunos casos no sea muy fiel ni completa.

En efecto, hay una multitud de naciones que han descuidado sus anales; y el tiempo, las guerras, y el fanatismo político o religioso han destruido infinitos monumentos. Los hechos principales están atestiguados por las fiestas que se celebraban, por las ciudades edificadas, por las columnas, las medallas y los sepulcros, pero es menester sin embargo proceder en esto con las mismas precauciones que con la tradición vulgar, intérprete de dichos monumentos. Solo la crítica, que de los hechos más recientes sabe sacar las consecuencias y las pruebas de un hecho anterior, puede ocurrir a estos inconvenientes, alejando todas las dudas.

Así, pues, el análisis comparado de las lenguas (3) y el paralelo de los ritos religiosos, enseñarán si es creíble que en tal o cual época se hayan reunido y mezclado una o más naciones. Del mismo modo, tomando una época fija y sobre la cual estén de acuerdo los historiadores, y dada la estadística de los conocimientos de la nación que se trata de observar, será muy fácil decidir si es tan antigua como se supone.

Muchos autores han escrito sobre la ciencia política, pero ninguno la ha sujetado a la regularidad metódica empleada en las otras ciencias. Unos, inflamados con la pintura brillante de las revoluciones de Atenas y de Roma, y deslumbrados con nombres célebres, piden la disolución de todos los gobiernos, creyendo poder ofrecer los medios de regularizarlos. Otros, arrastrados por el entusiasmo de la libertad y de la virtud, pero distantes del teatro de las revoluciones, y por consiguiente incapaces de juzgar lo que son los hombres en estas crisis funestas, predican la guerra civil creyendo defender la libertad. Por todas partes el error y la mentira engendran nuevos sistemas, y los pueblos aprenden a costa de continuadas desdichas lo peligroso que es el adoptarlos.

Entonces es cuando se conoce mejor lo muy importante que es para los que se destinan a los empleos públicos el estudiar prácticamente los pueblos y los hombres, y meditar profundamente las lecciones que la historia les suministra.

El objeto del estudio de la economía general no es trazar el plan imaginario de un estado en que todos los hombres sean felices y virtuosos a un mismo tiempo, ni tampoco ofrecer el brillante aparato de axiomas políticos, pedantescamente disfrazados en una multitud de obras. No se trata de calcular gravemente con Platón, si la felicidad de un rey legítimo está respecto a la de un tirano en la proporción de 1 a 324 (4), sino de tomar por modelo a Aristóteles, que antes de escribir su Política compiló y examinó las constituciones de ciento cincuenta y ocho pueblos (5); de recorrer la historia de las naciones desde el principio del mundo hasta nuestros días, y de marchar, siguiendo paso a paso los progresos de las luces, hacia el conocimiento de los misterios de la política, de la diplomacia, de la legislación y de la jurisprudencia.

D'Alembert (6) dice “que el universo, para el que pudiese abrazarle todo bajo un solo punto de vista, no sería más que un objeto único y una grande verdad.” Apliquemos este parecer a la economía general, y reconozcamos el principio de que la política ilustrada por la historia no es más que un solo hecho y una sola verdad.

Bien se podría asegurar que el estudio de la economía general y de la estadística interesa a todas las clases de la sociedad. En efecto, por el profundo examen de las reglas de la política, y por el conocimiento de las partes de la administración interior de los estados, podrá el viajero fecundizar sus investigaciones, dar resultados positivos, y suministrar al historiador materiales selectos.

El labrador, el propietario y aun el artista sacarían grandes ventajas del conocimiento de los beneficios que deben esperar naturalmente de una ley nueva.

El apreciable comerciante, que sabe salvar las distancias para reunir los hombres, y proporcionarles nuevos socorros o nuevas comodidades, ve de repente entorpecidas sus operaciones por la guerra, o facilitadas por la paz. La menor oscilación en el gobierno trastorna su fortuna; y solo el estudio de la política puede enseñarle a prever estas crisis importantes.

Pero, ¿de cuánta más utilidad será el estudio de la economía general y de la estadística para las personas que se dedican a la ciencia política, a la diplomacia, a la legislación y a la jurisprudencia?

O el político (7) es autor de un nuevo sistema de gobierno, o contentándose con el que está ya establecido, se encarga de una parte de la administración pública. En el primer caso, cuando recorra el inmenso catálogo de los desastres causados por hombres imprudentes, meditará más detenidamente sus planes, conocerá y corregirá con mayor facilidad y menos trabajo los errores, pues ha tomado por guía un maestro irrecusable que es la Historia. Entonces se convencerá de que antes de hacer innovación alguna en los gobiernos es necesario 1.° considerar al hombre en el estado de naturaleza, a fin de conocer sus necesidades, y en el de sociedad para establecer sus derechos e indicarle sus deberes: 2.° juzgar el estado político del pueblo a que se quieren dar instituciones; examinar sus relaciones con sus vecinos, para establecer su dependencia o independencia según el sistema general de ellos, y también para adaptar las mismas instituciones a este sistema: 3.° examinar la influencia del clima (8) sobre sus usos y costumbres, y determinar en vista de ello cuál es el género de gobierno que más le conviene (9): 4.° hacer una división proporcionada del territorio para facilitar la ejecución de las medidas que se han de proponer: 5.° establecer la unidad de acción en todos los resortes de la administración; y 6.° considerar la población de este mismo pueblo, la extensión de su territorio y la naturaleza de sus producciones, a fin de asegurar la estabilidad del gobierno por medio de una balanza exacta entre las rentas y los gastos.

Si estuviese encargado de dirigir un pueblo cuya legislación está completa, se dedicará a examinar profundamente cada una de las partes de la organización nacional. Deberá conocer que la primer necesidad de un pueblo es la tranquilidad; y la administración militar dirigida por su medio hará temblar del mismo modo a los enemigos exteriores que a los que traten de introducir la discordia en lo interior del estado.

Una discreta división de poderes que señale a cada uno sus obligaciones y su puesto alejará todo motivo de discordia entre los magistrados superiores: la administración judicial responderá a cada particular de su vida, honor y propiedades (10); y la policía, indagando los pasos de los malhechores y malentretenidos, impedirá el crimen, anticipándose a los que tratasen de cometerle.

Finalmente, el político reconocerá que si todas las partes de su plan no están perfectamente unidas entre sí, si no son de una naturaleza idéntica, y no parten del mismo principio, deben necesariamente producir una obra viciosa.

No basta, pues, admirar en un gobierno una parte de su administración con preferencia a otra; es necesario que todos los ramos de que se compone tengan igualmente una juiciosa dirección. El político encargado de una parte de la administración general no se perfeccionará recorriendo las innumerables obras de los publicistas y de los metafísicos, sino calculando los medios empleados por nuestros antepasados, lo cual solo la historia puede manifestar. Entonces sabrá que los objetos que a primera vista parecen muy indiferentes, son demasiado importantes para la prosperidad de los estados: verá que no puede haber marina sin comercio, éste sin agricultura y sin manufacturas; que no puede existir la agricultura sin brazos, ni las manufacturas sin artes; y el labrador, el artista, el artesano mismo, a quienes hasta entonces había mirado con desdén, serán en lo sucesivo objetos de su aprecio y atenciones,

El estudio de la economía general no será menos interesante para el diplomático. Subiendo al origen de las negociaciones, verá el objeto y el texto de los tratados concluidos; cotejará los hechos, para deducir de ellos observaciones provechosas; y la Estadística, iniciándole al punto en el conocimiento de los planes adoptados por los soberanos, le facilitará los medios de dar vuelo a su genio, para ser útil al gobierno; y en una palabra, le enseñará lo que pueden en circunstancias importantes la meditación y la ciencia política unidas al conocimiento del corazón humano.

El que se dedique al estudio de la legislación, después de haber examinado los códigos de leyes de los egipcios, hebreos, griegos y romanos, deberá consultar los manes de Licurgo, de Solón, de Seleuco, de Caronda y de Minos. Fijando sus miras en un solo objeto, sin romper los lazos que unen su ciencia a la del político, reunirá todo lo que puede perfeccionar el derecho civil, el criminal, y la policía judiciaria; y estas indagaciones, que algún día le harán acreedor al aprecio de sus conciudadanos, le servirán de gloria, regularizando y fecundizando todas sus ideas.

Si quisiese meditar sobre el poder de las leyes religiosas o políticas, o juzgar de la naturaleza de las mudanzas que ocasionan en las costumbres, los usos, las enfermedades, y aun sobre la fisonomía de los pueblos; la historia, que le sirve de maestra, le presenta al Espartano y al Ateniense, al Hebreo y al Musulmán, al Inglés y al Español.

Si dudase aún de la impresión profunda que las leyes causan sobre el carácter de los hombres, no tiene más que considerar a los Romanos en la época en que Bruto sentado sobre el terrible tribunal condena a su hijo; en la época en que Régulo se entrega generosamente a la muerte, y la en que estos mismos Romanos se convierten en súbditos del sucesor de S. Pedro. Que traiga a la memoria aquellos valientes que siguieron al campo del honor el penacho blanco de Enrique IV de Francia; aquellos brillantes y discretos caballeros de la corte de Luis XIV, y también aquellos mismos franceses envilecidos que se prosternaban delante de Robespierre, y se dejaban llevar a la muerte como los más viles de los animales.

Aun cuando todas las partes de la política y de la diplomacia no estuviesen tan íntimamente ligadas a la noble profesión del jurisconsulto (11), el que se dedique a ella hallará objetos dignos de meditación en los hechos principales que el estudio de la economía general presenta a su vista.

El jurisconsulto no está destinado únicamente para abogar por el honor, la vida y la propiedad de los ciudadanos, o para restablecer con sus consejos la paz en las familias, sino que tal vez se le podrá encargar mañana que acuse a Felipe, denuncie a Catilina, o defienda a Carlos I. ¡De qué cúmulo de conocimientos no debe estar adornado para llenar debidamente su encargo! y de la estadística sola puede sacar principios ciertos, y en cierto modo los materiales necesarios para el desarrollo de su lógica, y para hacer uso de todos los prestigios de la elocuencia.

Si tiene que pintar la fragilidad de las cosas humanas, cita al vencedor de Yugurta, Mario, fugitivo y sentado sobre las ruinas de Cartago (12). Si habla de amor conyugal, ofrece por modelo a Eponina (13). ¿Quiere hacer temblar al tirano sobre su trono? pues le enseña el puñal de Esteban teñido aun con la sangre de Domiciano (14).

Por último, el diplomático, el político, y el que se dedica al importante ramo de la legislación, podrán marchar con seguridad a la perfección si se familiarizan, por medio de un profundo estudio, con la experiencia de todos los lugares y tiempos; pero para obtener este resultado es preciso ascender en cierto modo hasta el origen del mundo, y buscar (a falta de tradición) en la sucesión natural de las ideas la ignorada historia de los primeros hombres.

Coloquemos al hombre en un punto de la tierra, abandonado a sí mismo, sin recursos y sin familia. Bien haya nacido en Siria cerca de Damasco (15), en la Armenia (16), en el jardín delicioso de Edén, en las cercanías de Thelassar, en Caldea (17), o bien hacia la embocadura del Eufrates o del Hiddekel (18); que los primeros humanos se llamasen Adán y Eva, según Moisés; o Eon y Protogono, según Sanchoniaton (19); que el primer hombre que queremos estudiar sea Efesto, Vulcano (20), o Aloro según Beroso (21); nosotros siempre le consideraremos bajo las tres relaciones que le distinguen, a saber: hombre bruto, hombre salvaje, y hombre civilizado.

Como hombre bruto es muy inferior a los animales, no considerando sino su fuerza y sus medios de defensa; pero goza de una ventaja notable sobre ellos en cuanto tiene la facultad de coordinar sus ideas, de fijarlas y utilizarse de ellas, y la sensibilidad exquisita que determina de un modo tan enérgico su elección: el impulso natural que le inclina a unirse a sus semejantes, desenvuelve en él, aunque salvaje todavía, una parte de su superioridad.

Este impulso no es debido, a pesar de cuanto ha dicho Vitruvio, al placer de calentarse, ni a las utilidades que se sacan del fuego (22): cuando el hombre cedió a la necesidad de sujetarse al yugo de la sociedad, no calculó si esta le sería útil o perjudicial: llevado de su instinto, no hizo más que seguir las leyes invariables que unen todas las partes del universo.

Estas leyes (23) son las relaciones inmediatas de las cosas entre sí, y sus forzosas consecuencias.

La primera ley del hombre aislado (24) ha sido alimentarse, vestirse y resguardarse de la intemperie; la segunda proveer a su seguridad; y la tercera unirse al sexo que corresponde al suyo. Su primer pensamiento al mirarse a sí propio debió fijarlo sobre su mecanismo, y sobre el objeto de su existencia: en seguida, considerando atentamente todo lo que le rodeaba, se preguntó sobre su propio destino.

La impresión que le causa la vista de una mujer le deja atónito y le embarga todos sus sentidos: la calma se sucede a este primer movimiento; mil ideas confusas le agitan, pero bien pronto se desvanecen como un vapor ligero; y el hombre vuelto en sí, trata de indagar las verdaderas causas del placer que acaba de experimentar. Esta impresión, que no es otra cosa sino lo que los metafísicos llaman percepción, hace nacer la idea, imagen fuerte, y que queda mucho tiempo después que ha pasado el relámpago de la percepción.

Se reúnen una porción de ideas: el hombre se acuerda de que al aspecto de aquel ser que no puede definir y cuya esencia ignora, ha experimentado una sensación deliciosa; que al mirarle creía identificarse con él; que estrechándole contra su corazón probaba un deleite indecible. No hace más que repasar todo esto entre sí, y ya las dulces palabras de amor, placer, felicidad se deslizan de sus labios.

Supongamos a este hombre ya padre: es necesario que explique a sus hijos los resultados de su experiencia; y los gestos, las actitudes y los movimientos de su rostro son los únicos intérpretes de sus pensamientos. No contento con este primer esfuerzo, forma con sus hijos algunos sonidos para comprenderse mutuamente. Estos sonidos se convierten en palabras que designan los cuerpos naturales que por el pronto se presentan a sus sentidos, y que nunca son en gran cantidad siendo la familia poco numerosa. A medida que ésta se aumenta se enriquece la lengua; a la familia sucede una población, a esta una ciudad, y a la ciudad un estado. Las emigraciones, las colonias de este estado llevan a otros parajes su lengua primitiva; se forman los dialectos; en cada colonia se crea un nuevo idioma sobre las ruinas del antiguo; y he aquí de donde proviene la incertidumbre de las etimologías y la diversidad de lenguas.

Obligado el hombre a proveer a su existencia, camina a paso lento hacia el conocimiento de las ciencias y a su perfección. La industria en este caso no es para él sino una heredad particular que cada cual cultiva según la extensión de sus conocimientos, pero que no se transmite a sus vecinos, y carece de medios de comunicación.

Los frutos y las plantas que la naturaleza como de su propia voluntad ofrece al hombre, le dan la idea de reunirlos, transportarlos y hacer nuevos planteles inmediatos a su cabaña; y héle aquí convertido en agricultor.

En el mismo sitio reúne los animales que ha podido adquirir y domesticar; el terreno que ha elegido se abona con la estancia de estos animales benéficos; y entonces todos sus pensamientos, sus cuidados y afectos se dirigen hacia el lugar que encierra a su mujer y sus hijos, y que le proporciona un vestido contra el rigor de las estaciones, y medios seguros de satisfacer sus necesidades, y de hacer su existencia menos penosa.

¿Qué importa que su cabaña esté construida con ramaje y cañas, como en algunas partes del Asia, o con toldos hechos de pieles de animales, como lo son en el día las habitaciones de los tártaros y de los árabes errantes? Él quiere conservarla, y desde entonces ya tenemos establecido el sistema de propiedad.

Pero la familia del hombre ve que se aumentan sus necesidades a la par de sus recursos. Este, más dichoso en la agricultura, coge más frutos: aquel, mejor instruido en el arte de criar los ganados, tiene un rebaño más numeroso. Las necesidades reúnen a los hombres, y el que tiene más frutos cede una parte al que no tiene ninguno, y éste le da en cambio carneros u ovejas. El comercio nace, y con él el gusto de la sociedad, consecuencia natural de las relaciones más frecuentes.

La emulación despierta la industria: las artes conocidas se perfeccionan y se extienden; y el ingenio del hombre inventa otras nuevas.

Es una observación muy importante la de que las ciencias tanto físicas como morales han dimanado del mismo principio, y que tienen un carácter especial que indica en cierto modo el lugar de su origen. Así el comercio, que no es más que un sistema de cambios, dando a Diomedes (25) una armadura por nueve bueyes, recibiendo en la Abisinia sal, en la India conchas, en Virginia tabaco, y en Terranova bacalao, para tener una sustancia útil o de puro lujo, partía del mismo principio que el tráfico que hacían los espartanos con su pesada moneda de hierro y los antiguos romanos con la suya de cobre (26).

Los pastores de las hermosas llanuras de Babilonia establecían quizá su sistema astronómico, en ocasión que la ciencia de los agüeros, resultado de la observación del vuelo de las aves, conducía en Etruria al estudio de la astrología judiciaria, de la historia natural y de la medicina.

Conviene advertir que los errores más crasos han conducido muchas veces a verdades útiles. Así la ciencia falsa de los arúspices obligaba a los sacerdotes a estudiar con atención las partes delicadas de las entrañas de las víctimas, y daba origen a la anatomía comparada. Del mismo modo la religión de los egipcios y la de los griegos contribuyeron a perfeccionar las artes, obligando la una a los pintores y escultores a representar con propiedad los animales, y la otra haciendo producir al cincel de Fidias el Júpiter Olímpico. Ambas religiones fueron útiles, ya porque exaltaron el genio de los arquitectos encargados de construir los templos, ya generalizando los conocimientos de los mineralogistas que debían contribuir a su duración, y aumentar su magnificencia por medio de los granitos, de los pórfidos y de las piedras preciosas.

El principio de las ciencias es tan antiguo como el origen del hombre, pues que todas están fundadas sobre las potencias del alma.

El hombre ha querido abrazar lo pasado y lo presente, y este es el origen de la Historia. Ha deseado manifestar su reconocimiento al Autor del universo (27), expresar sus sensaciones, cantar su felicidad o distraer su miseria, y ha venido en su auxilio la Poesía, hija de la imaginación; y ha encontrado en su entendimiento los principios de la Filosofía recibiendo de la experiencia el método de juzgar de las cosas sanamente.

Es muy posible (dirá alguno de los escritores que todo quieren explicarlo) que la observación haya sido la primera guía del hombre, y los animales sus primeros maestros. ¿Quién sabe (añadirá) si el castor le habrá enseñado a edificar una cabaña, a construir un dique, y si el primer arquitecto habrá sido el que observó por primera vez a este animal ingenioso? ¿Quién sabe si, viéndole recoger en el mes de setiembre las cortezas y ramas tiernas de los árboles, ha concebido el sistema de las provisiones; si la pacífica sociedad de los castores, divididos en varias habitaciones, pero reunidos a la primera señal de peligro para la defensa común, le habrá suministrado la idea de la asociación y de su objeto; y si el reconocimiento de este importante servicio ha sido el que dictó a la religión de los magos la prohibición de matar estos animales industriosos?

La inspección de los objetos que nos rodean nos conduce muchas veces a importantes descubrimientos. ¿Por qué no se ha de creer que los zorros del Norte, presentando en sus guerras un ejército en columnas cerradas, con su centro, flancos y descubiertas, hayan conducido a la ciencia de la táctica? El nautilo, cuya concha en forma de esquife está dividida interiormente en cuarenta celdillas o compartimientos, es una imagen de los buques antiguos. Levantando sus dos aletas o tentáculos sobre el agua, extiende como una vela la membrana sutil y ligera que se encuentra entre ellas; y metiendo en el mar otros dos apéndices le sirven de remos, y otro más corto de timón. Si se ve perseguido, recoge sus velas, carga de agua su concha y se va a fondo. ¿Y qué inconveniente habría en creer que este animal fuese el que inspiró a Dédalo la idea de poner velas a la chalupa que le salvó de la persecución de los barcos remeros de Minos? (28) ¿No sería creíble que las abejas sujetas al gobierno de una reina, hayan sugerido la graciosa idea que nos formamos de un estado dirigido por una mujer? ¿Quién sabe si los tirios no les son deudores de la feliz ocurrencia de haber puesto a su cabeza a la viuda de Siqueo, y si los pataneses, eligiendo por jefe una princesa, han tomado por modelo la interesante monarquía de aquellos insectos?

Pero dejemos estas hipótesis, y volvamos al hombre. No le basta haber inventado las artes mecánicas, ni saber robar a la tierra sus frutos, al mar sus peces, y a los bosques sus animales; sino que trata también de averiguar la causa de su existencia. Al ver las innumerables generaciones de plantas y animales que se forman en su derredor; las aguas contenidas en sus límites sin que pueda adivinar por qué fuerza; las estaciones que se suceden periódicamente; y el globo, que hasta entonces no le había parecido sino una masa informe, dirigido con un orden admirable, concibió la idea de una Inteligencia suprema.

Separémonos por un momento de todos los sistemas religiosos, y en especial del dogma de la revelación, y abandonemos al hombre a sus primeras ideas: ¿a quién dirigirá sus votos, sino a ese astro benéfico que le suministra la luz, le fecundiza sus campos con su dulce calor, y hace madurar sus frutos? Si alguna vez en medio de la noche se despierta y gusta el placer celeste de contemplar su compañera a favor de un dulce crepúsculo, el astro melancólico que le presta su pálida luz, le inspira el reconocimiento. Esta consideración, que llega a entusiasmarle, le hace que mire como divinidades a esos cuerpos celestes a quienes cree deber la conservación de su existencia y su felicidad.

El primer hombre expira, y su esposa e hijos poseídos de una sorpresa estúpida intentan en vano restituirle el aliento que ha perdido. En vano quieren despertarle; en vano, bañados en llanto, se precipitan sobre su helado cuerpo. Aquellos ojos en donde veían pintada la expresión del amor y de la ternura, se han cerrado para siempre; aquella boca que tantas veces les llenó de caricias, está muda y descolorida… ¡Entonces conocen el imperio de la muerte! y ¿quién les dará fuerzas bastantes para soportar una desgracia tan terrible? La esperanza de que algún día las divinidades que adoran les recompensarán de tan gran dolor.

Apenas sale el hombre de las manos de la naturaleza, cuando ya se consuela con la dulce esperanza de sobrevivirse a sí mismo.

Hasta entonces el padre de familia, que por su edad y su experiencia exigía la sumisión más absoluta, había reinado como un soberano legislador sobre sus hijos y sus nietos. Esta facultad debía pasar a los mayores en edad, y empezaron a disputársela. El uno, acostumbrado a dirigir los sacrificios, instruido en las observaciones astronómicas, y mostrando sus cabellos blancos, intenta persuadir que Dios quiere expresamente que él sea el jefe, pues que ha nacido el primero. El otro, extendiendo su brazo vigoroso y alzando su voz terrible, declara que la fuerza le adjudica la soberanía: todos tiemblan, y se erige el primer trono para que le ocupe el primer rey (29).

Pero bien pronto decaen las fuerzas del temido monarca; sus hermanos menores no tiemblan ya a su vista, y piensan por el contrario que los beneficios del mando son otras tantas porciones de su herencia, y que todos tienen igual derecho a él. Tales han sido las primeras ideas que condujeron a los hombres del gobierno paternal a la teocracia, de esta a la monarquía, y después a la poliarquía (30).

La partición de herencias entre muchos hijos o entre muchas familias da origen al sistema de sucesión, y es un nuevo germen de disensiones. La avaricia, la ambición, el amor mismo se conjuran contra el reposo del hombre.

A medida que se aumenta la población, se multiplican las pasiones, los errores y los crímenes. De en medio de este caos camina el hombre a la civilización, reconoce la inmensidad de la tierra, calcula la marcha de los tiempos (31), explica el mecanismo del universo, determina su antigüedad, y se consuela cultivando las ciencias, las artes y la filosofía.

Los derechos del hombre en sociedad se caracterizan mejor, al paso que esta última ciencia hace progresos. Los jefes de las familias reconocen que los gobiernos provisionales establecidos son viciosos, que las leyes son imperfectas, que es necesario fijar el objeto de la asociación; y algunos filósofos, cuyos nombres no ha conservado la historia, toman a su cargo la ardua empresa de dirigir a los hombres según los principios exactos de justicia.

Por otra parte, la necesidad obligaba a adoptar este sistema, que descansa enteramente sobre las ventajas que trae consigo el estado de civilización, y que no pueden ser dudosas a los ojos del observador.

En efecto, es mucho más difícil al hombre salvaje que al civilizado satisfacer sus necesidades. Entre los primeros no consiste la pobreza en la simple privación de lo que agrada, sino que muchas veces les condena a la cruel extremidad de tener que abandonar sus hijos, sus ancianos y sus enfermos, exponiéndolos a morir de hambre o a ser devorados por las bestias feroces. Por el contrario, en el estado de civilización, aunque un número considerable de individuos esté ocioso, la sabia distribución de los medios y facultades de cada uno en particular hace que todos encuentren en abundancia no solo las cosas útiles y de primera necesidad, sino aun aquellas que deben hacer la vida más agradable.

Por esto la sabiduría de los gobiernos, como simple administración, consiste en el modo de formar una proporción entre los que trabajan y los que están ociosos, teniendo presente la naturaleza, extensión y situación del territorio: en la distribución del trabajo, y en el desarrollo que se debe dar a la industria, que se divide en dos clases, a saber, la de los campos, que es la Agricultura, y la de las ciudades, que es el Comercio.

La experiencia revela al hombre estas verdades importantes, enseñándole al mismo tiempo que, por muy perfectas que sean las leyes, el reposo de las familias y la gloria del estado estriban en la opinión, en la que es necesario dirigir a los pueblos a fin de que juzguen de las acciones humanas de éste u de aquel modo. La ciencia moral fortalece los lazos que unen al hombre con la sociedad.

La moral, temiendo los efectos de un amor prematuro, prohíbe en unas partes al hermano unirse con su hermana: en otras, a fin de que no se pierda la belleza de las castas, condena al padre que manifieste una pasión incestuosa por su hija, y al hijo por su madre: más lejos, queriendo formar guerreros promueve el valor de los ciudadanos con la esperanza de las recompensas (32), cubre de infamia al soldado que no se ha distinguido en el campo de batalla (33), o que ha conservado su vida habiéndola perdido su jefe (34). Unas veces declara infame el nombre de Sergio Galba porque hizo pasar a cuchillo a los Lusitanos, sin embargo de la palabra que les había dado de respetar sus vidas (35): otras hace que Fabricio (36) rehúse los presentes de los Samnitas: tan pronto declara que toda la fuerza de las leyes nacionales no puede disolver el juramento que liga a un hombre de honor (37), como obliga a Espurio Carvilio Ruga (que fue el primero que dio en Roma el ejemplo del divorcio) a que jure que la esterilidad de su mujer ha sido el único motivo que le ha obligado a dar este paso (38). Califica de delito que el labrador romano abandone sus tierras, o no tenga de ellas todo el cuidado posible (39); enseña que es bueno todo lo que puede producir o aumentar en nosotros o en los demás el placer, y disminuir o acortar el dolor, y malo todo lo que obra efectos contrarios. La moral es la que ha hecho nacer del sentimiento íntimo de una degradación personal y del temor del vituperio y de los castigos, el remordimiento, ese juez inexorable de Nerón (40); y ella, por último, crea la virtud, que es el principio que debe dirigir nuestras acciones hacia un fin laudable, según los usos del país en que vivimos. Por ella los hombres se hacen mejores, se fundan y fortifican los gobiernos; y como si no hubiesen pasado por el estado de infancia, se ve de repente llegar a un alto grado de civilización a los Chinos, los Caldeos, los Egipcios, los Etíopes y los Escitas. La historia de estos pueblos explica de qué modo se han fijado los principios del derecho de gentes, del derecho público y del derecho civil; y cómo de estos objetos importantes han nacido la política, la legislación, la moral, la diplomacia y la jurisprudencia.

Pero antes de abrir el libro de los siglos, ese libro que contiene la historia de tantos errores, culpas y atrocidades, es preciso determinar lo que es un gobierno, y el objeto del orden social, pues este es el único medio de reconocer los defectos de los gobernantes y de los gobernados.

Hay tres clases de gobiernos positivos: a saber, el de uno solo, el de algunos, y el de muchos; y están fundados sobre la teocracia, la fuerza militar, o el poder moral de la legislación. El gobierno de uno solo, o monárquico, es hereditario, electivo o tiránico. El primero está fundado sobre un sistema de sucesión establecido por las constituciones del estado: el segundo es el resultado de los votos de la mayoría de una nación expresados por ella misma o por sus representantes; y por último, el tiránico es el efecto de una usurpación destructora de las leyes del estado. La fuerza y la maña consuman igualmente esta usurpación (41).

En el gobierno de uno solo es preciso distinguir la nomocracia y la autocracia. En el primer caso el jefe único está sujeto a la ley; en el segundo, la voluntad del jefe es la única ley, como sucede en Rusia.

El gobierno de algunos o poliárquico, es oligárquico y aristocrático. El oligárquico pone las riendas del estado en manos de algunos hombres que ocupan los empleos públicos en consideración a sus riquezas. Sócrates le llamaba plusionarquía (42). También el gobierno aristocrático (43) se pone a la disposición de algunos hombres, pero siempre en virtud de una clasificación de los ciudadanos.

El gobierno de muchos se divide en democrático y en oclocrático. El primero (44) consiste en la voluntad expresa de la mayoría de los ciudadanos reunidos; y el segundo en la opresión de todas las otras clases del estado por una que no tiene virtudes, talentos ni riquezas.

Se puede contar otra especie de gobierno particular en lo que llaman república; pero como la república (45), es decir, la cosa pública, puede, según las leyes constitutivas, ser tan bien administrada bajo el gobierno de uno solo como bajo el de muchos magistrados (46), esta indicación es inútil. La verdadera república, cualquiera que sea el móvil de los resortes del gobierno, existe siempre que los individuos están clasificados de manera que todos los intereses particulares se dirijan constantemente al interés público. Por este principio, pues, y en este sentido, es por lo que se contrapone la república a la tiranía.

Clasificadas ya las diversas formas orgánicas de los estados, se hace preciso examinar cuál es su dependencia o independencia en el sistema de los otros gobiernos; por lo que la Política se divide en interior y exterior. La primera está fundada en la voluntad u obediencia de los ciudadanos o de los súbditos; y la otra en el crédito nacional, que no es otra cosa sino la idea que los extranjeros llegan a concebir de las fuerzas, recursos y buena fe de un príncipe o de un gobierno.

El crédito nacional es de dos maneras; a saber, crédito de confianza, establecido sobre el carácter personal de los que ejercen la soberanía, y crédito de consideración, fundado en la idea que se forma de la población, recursos, riqueza, alianzas y posición local de los pueblos; y como un gobierno aumenta realmente su fuerza cuando su política sabe dividir la masa de poder que podía contrapesar la suya, el poder nacional (que es terrestre o marítimo) es muchas veces federativo, es decir, que está fundado en alianzas ofensivas y defensivas.

Este poder nacional es el que garantiza la seguridad del estado, defendiendo su territorio o su comercio: él es quien asegura su prosperidad y mantiene su influencia política y su reputación.

Pero de nada sirven todos estos medios si la administración interior es viciosa, y si el gobierno no está persuadido de que la garantía más fuerte de la fe de los hombres es por una parte el interés y por otra el temor; y que la gloria de un estado, de un soberano y de un gobierno es su interés conocido, seguido constantemente, y conseguido. De este principio dimana toda la ciencia de las negociaciones, y de su olvido proceden todas las revoluciones.

Los hombres o las cosas son causa de estas crisis terribles. Los hombres, cuando Belleparo conspira contra los Dercetadas, y ocupa el trono de Semíramis: las cosas, cuando los hicsos o reyes pastores abandonan un suelo ingrato para invadir el fértil Egipto. El interés público es siempre el pretexto de las revoluciones interiores. Así Arbaces, por atraerse partidarios y saciar su ambición, llama a los Medos, los Bactrianos y los Babilonios en defensa de la libertad; y los doce reyes pretenden establecer la igualdad de derechos repartiendo entre sí los despojos de Sesostris.

El objeto de las revoluciones es cambiar el gobierno de uno solo en otro de muchos, como hicieron los sacerdotes de Apolo Cariano con el de Sición; o el de muchos en el de uno solo, como la guerra que dio la corona de Egipto a Psamético, vencedor de los once reyes rivales. También la mudanza de dinastía, como la que puso la corona de Francia en las sienes de Pepino el breve; o el triunfo de una opinión, como la que armó a los hugonotes contra los católicos, y estableció sólidamente en Francia el catolicismo, y el protestantismo en Inglaterra.

Cuanto más se extienden y aproximan a los tiempos modernos los gobiernos, se ven nacer más ideas generales sobre los derechos de los hombres en sociedad. Estas ideas versan al principio sobre la definición de lo justo y de lo injusto, sobre el sistema de la propiedad, y la necesidad de dar a cada uno lo que el derecho le concede; en seguida se elevan hasta examinar los derechos, y aun las pretensiones de cada uno, al poder legislativo y soberano. Este es el germen de todas las guerras intestinas, germen que los ambiciosos se apresuran a desarrollar.

“¿Por qué abuso, dirá Belesis a los Babilonios, se atreven los reyes de Nínive a imponernos leyes? ¿no sois vosotros tan sabios y tan valerosos como los Asirios? ¿vuestros derechos son menos sagrados que los suyos? Todos los hombres tienen el mismo origen: y ¿por qué no habéis de aspirar también a la gloria de dar vuestro nombre a un pueblo poderoso?” El pérfido se guarda bien de decir a los suyos: “Todos los hombres tienen derecho a la benevolencia de la sociedad. Esta no puede existir ni ser feliz sin una sabia clasificación de todos sus individuos; y en el modo de emplear a cada uno según sus fuerzas y talento es donde se encuentra la igualdad social. La que vosotros invocáis es una quimera.

“Queréis sublevaros contra los reyes de Nínive, y ¿para qué? para que os mande un nuevo jefe: y ¿quién os asegura que será mejor que el monarca cuya autoridad tratáis de destruir? Si lo conseguís, en vez de hacer parte de un imperio formidable, os veréis reducidos a una miserable población sin fuerza ni apoyo, y destinada únicamente a ser despedazada por las divisiones intestinas, y devorada por la primer potencia que os declare la guerra. Considerad atentamente los hombres que os incitan a la rebelión: ellos no tienen talento ni virtudes, y toda su fuerza consiste en su audacia: ¿y elegiréis por jefes a unos facciosos que tienen necesidad de la sedición para enriquecerse? Despreciadlos, al contrario, como a unos viles salteadores.” (47). Pero Belesis no les hará estas reflexiones, y el pueblo correrá a alistarse en las banderas de la rebelión.

Los pueblos no pertenecen a los reyes, dicen los revolucionarios, pero sí los reyes a los pueblos. Esta doctrina es falsa y peligrosa. Falsa; porque en ningún caso se puede considerar a los reyes como una propiedad de los pueblos, ni a estos como una propiedad de los reyes, a no descender al absurdo de creer que el mandatario, por el solo hecho del mandato se convierta en propiedad del comitente, y que este a su vez pase bajo el dominio útil del mandatario. Peligrosa; porque en un estado en que el poder soberano es hereditario en una familia, no solo conspira a trastornar el trono, sino que destruye todo el sistema de propiedad.

Con efecto, si se ataca la primera de las propiedades, que es el trono, las demás ya no son nada, pierden el apoyo de la justicia para pasar bajo el imperio de la fuerza; y por una consecuencia necesaria, el partido que tiene bastante poder para hacer que triunfe esta máxima desorganizadora se hace dueño de todas las propiedades.

En los gobiernos electivos el magistrado supremo no obtiene el poder sino por vía de concesión condicional, temporal, y puramente personal; y por esto sus derechos y sus deberes son los de un mandatario especial; pero en los gobiernos hereditarios, le tiene por derecho de sucesión, usa de él como de una propiedad, y no tiene que dar cuenta de su administración. Este último sistema adoptado en Europa, ha hecho del trono la más noble, más augusta y más santa de las propiedades, dando al Monarca la majestad de un juez supremo, la autoridad de un padre, y el poder de un amo.

Los políticos revolucionarios no admiten esta distinción, y para embrollar más completamente todos los principios y todas las reglas, consideran a los pueblos como un cuerpo idéntico y compuesto de partes homogéneas; lo que es un error craso, pues si así fuese, los reyes se verán aislados y en la impotencia de hacer otra cosa que la voluntad de los pueblos; para lo cual sería necesario suponer que estos fuesen constantemente sabios y justos. Es evidente, por el contrario, que los reyes siempre tienen de su parte una porción de este mismo pueblo, y esta porción, que se compone las más veces de hombres que lo sacrificarán todo a su interés personal, está siempre dispuesta a combatir a la otra.

Cualquiera división entre los reyes y los pueblos es la mayor de todas las calamidades públicas, pues conduce a la guerra civil; así como las más desastrosas de todas las revoluciones son las que se hacen por causa de religión, no solo porque se hacen generales, sino porque el pueblo, que no sabe distinguir la mano que le dirige, se entrega siempre a discreción del primer impostor.

Las revoluciones pueden sucederse en los estados sin que por eso ellos perezcan. Pero si sobrevienen después de una guerra exterior, y las sigue una guerra intestina, y si el territorio es invadido por extranjeros después de esta guerra desastrosa, será muy probable que el imperio sea desmembrado o disuelto enteramente; pero de todos modos se verá reducido a un estado lastimoso de debilidad y penuria.

En las discordias civiles el genio de la guerra exalta todas las cabezas, el furor agita y atormenta a todos los ciudadanos; y ¡desgraciados ellos si el gobierno no opone una sabia firmeza a este delirio desenfrenado! ¡Desgraciados, sobre todo, si se entregan a la manía de las conquistas, como los Ninos y los Sesostris!

Los conquistadores (48) no reflexionan que siendo el objeto de todo gobierno hacer felices a los pueblos, cualquier proyecto de engrandecimiento es contrario a dicho objeto, pues pone a los hombres en un estado continuo de dislocación y ansiedad. No ven que compran con la sangre de sus compatriotas los tristes laureles con que adornan sus cabezas; y como si los desastres de la guerra no fuesen suficientes para castigar a su país de la desgracia de haberlos dado el ser, introducen en él los vicios y las riquezas de las naciones que han sojuzgado; riquezas impuras que vienen a parar a manos de ciertos hombres para desgracia de todos los demás. Entonces se hace una revolución general en las costumbres; no se tiene en consideración sino al que ostenta mayor fausto; y el miserable salido ayer del fango, se atreve a insultar al talento y a la virtud.

Pero si Sardanápalo reposa en el seno de la voluptuosidad, los ciudadanos de todas las clases quieren a cualquier precio proporcionarse nuevos goces. Los ministros venden su crédito, los magistrados sus resoluciones, y todos los ciudadanos su honor. Si por desgracia en medio de esta desorganización general se levantan algunos facciosos, el imperio es perdido.

Tal es la obra de los conquistadores, y la de los reyes que ignoran que para asegurar la duración de un estado es necesario que la virtud y los talentos sean el único título de los honores y de las recompensas.

Para que esto no parezca una vana declamación, bastará exponer aquí la acción mecánica de la despoblación originada por la guerra exterior y por el sistema de conquistas, poniendo por ejemplo al Egipto, que en tiempo de Sesostris tenía, según los mejores cálculos, veinte y siete millones de habitantes.

Un príncipe (dice Montesquieu) que tiene un millón de súbditos, no puede sin arruinarse mantener un ejército que pase de diez mil hombres. El de Sesostris, por consiguiente, no habría debido exceder en tiempo de paz de doscientos setenta mil soldados; y doblando este número para el estado de guerra, se verá que podía disponer de quinientos cuarenta mil combatientes. Estos no le eran suficientes para conquistar la Etiopía, sujetar a los Árabes, recorrer victorioso una gran parte del Asia y penetrar hasta el Tanais. Para cubrir una línea tan dilatada se necesitaba por lo menos un millón y doscientos mil soldados, y es creíble que Sesostris los emplearía, si se considera que en aquella época el arte de atacar las plazas estaba muy poco adelantado, siendo preciso para tomarlas por asalto una multitud de hombres.

No será ciertamente un cálculo exagerado suponer que Sesostris perdió en los combates que sostuvo por espacio de nueve años las tres cuartas partes de su ejército. He aquí pues novecientos mil hombres de menos; y aunque esta pérdida parezca al pronto nada en una población de veinte y siete millones de habitantes, siguiendo la progresión se verá que importa mucho.

Una población de veinte y siete millones de habitantes, producirá por un cálculo muy subido cinco millones y quinientos mil hombres capaces de tomar las armas: rebájese de esta suma un millón y doscientos mil soldados; y dando por supuesto que cada uno de estos hombres robustos destinados a hacer la guerra hubiese dado en el espacio de nueve años dos hijos varones al estado, a los veinte años de su salida para los países extranjeros, resulta una falta de reproducción de dos millones y cuatrocientos mil hombres. Agregando novecientos mil muertos, existe un déficit de tres millones y trescientos mil hombres. Suponiendo por otra parte que haya sido igual el número de nacidos y muertos, quedarán reducidos los cinco millones y quinientos mil hombres a dos millones y doscientos mil. Estos dos millones y doscientos mil varones que debían nacer de los un millón y doscientos mil hombres arrebatados por la guerra, podrían haber dado a los diez y ocho años un hijo cada uno al estado; resulta pues insensiblemente un nuevo déficit de un millón y doscientos mil hombres, lo que, unido a los tres millones y trescientos mil ya citados, compone a los treinta y ocho años después de la invasión de Sesostris una pérdida para la población de cuatro millones y medio, y reduce a un millón de individuos la clase que por su edad y sus fuerzas debe ser llamada a defender la patria.

Esta inmensa despoblación explica la rapidez con que se ha desmoronado el imperio colosal de Egipto, después de tantas victorias que parecían deber asegurarle la dominación del universo.

A este principio destructor se agrega otro más destructor aún. En el movimiento que imprimen las grandes y rápidas convulsiones de la guerra, y los acontecimientos que se agolpan en lugar de irse sucediendo, se ve atacado el orden social, y la juventud, acostumbrándose a no respetar a los hombres, no reconoce ya la autoridad de las leyes, ni tiene otros límites que su voluntad, ni aspira a otra cosa que a satisfacer sus pasiones. La infancia entona el cántico del crimen; Nerón ultraja la naturaleza y su siglo casándose públicamente con Pitágoras; las Cleis modernas se prodigan caricias estériles; la licencia une al hijo con su madre y al padre con su hija; se toma por juego el incesto, el divorcio y el adulterio, y todo es confusión, trastorno y desastres en las familias y en el estado.

La guerra y el olvido de la moral agotan los manantiales de la población; los brazos robados a la agricultura dejan los campos incultos; los canales del comercio se desecan; el artista se aleja de un clima en que la guerra y la anarquía han roto el pincel de Apeles y el cincel de Fidias; se multiplican las emigraciones, se apaga la antorcha de las artes, los pueblos se reducen a la más espantosa barbarie (49); y las antiguas reinas del mundo Tebas, Nínive, Babilonia, Ménfis y Palmira no presentan sino montones de ruinas.

Si los cortesanos de todos los siglos y de todos los países, en lugar de ensalzar hasta las nubes la gloria de esos ministros de sangre que desgarran la tierra llenándola con la fama de sus victorias; si los sofistas que han ideado tantos sistemas de administración pública, hubiesen hecho patente este cuadro de destrucción, los gobiernos no se habrían decidido tan ligeramente a emprender guerras, y la humanidad hubiera derramado menos lágrimas.

No haciendo mención de la época famosa del paso del sabeísmo (50) o adoración de los astros, al politeísmo o adoración de muchos dioses, y de este al teísmo o unidad de Dios, profesado por Sócrates y por los filósofos que le sucedieron, es necesario considerar las revoluciones del entendimiento humano como origen de mucho bien y de mucho mal.

En efecto, ellas influyen sobre las costumbres y éstas sobre el gobierno; y como las costumbres no son otra cosa que las acciones humanas consideradas bajo cierto aspecto, con relación al tiempo, al lugar y a las personas, si el gobierno está en oposición con ellas y no toma medidas eficaces para ponerse de acuerdo, perece por precisión.

Con esto se explican las causas de la destrucción de los sistemas de leyes llamados constituciones políticas. Cuando se adoptan es porque todos son adecuados a las costumbres; pero como el entendimiento humano continúa siempre su marcha progresiva, sucede frecuentemente que mientras la constitución subsiste en el mismo estado, al cabo de medio siglo las leyes, con bastante impropiedad llamadas constitutivas, no son ya más que viejas y ridículas abstracciones.

La única constitución que se haría en cierto modo indestructible, si es que hay alguna que pueda escribirse y hacerse de un solo golpe, sería aquella que solo consistiese en la declaración de los primeros principios del orden social y en la organización del gobierno, dejando a la legislación el cuidado de dirigir los movimientos de este último según las costumbres y las circunstancias.

Habiendo caracterizado ya los diferentes sistemas de gobierno, e indicado las causas generales de las revoluciones, veamos cuáles son las bases de las constituciones políticas, su objeto, y sus medios de ejecución.

Bajo cualquiera forma que un pueblo sea gobernado, ya doble la cerviz a un monarca, o se prosterne delante de muchos magistrados; que la fuerza del gobierno provenga de la autoridad especial de las leyes, o del consentimiento tácito de los habitantes del país, la nación se divide necesariamente en dos clases, a saber: la que manda y la que obedece.

La soberanía es privilegio de la primera; y los derechos de la segunda están fundados en la libertad política. Soberanía es el poder y voluntad nacionales representados por los jefes del estado. La fuerza que hace a la nación independiente de sus vecinos, y el poder coactivo que concede a los gobernantes la facultad absoluta o limitada de declarar la guerra, hacer la paz o las alianzas, levantar tropas, imponer contribuciones, intervenir en lo concerniente al culto, reprimir o proteger la libertad de conciencia, suspender la ejecución de las leyes con anuencia o sin la voluntad del pueblo o de los que él ha elegido para defender sus intereses, es lo que se llama libertad política (51).

Los poderes legislativo y ejecutivo constituyen la acción de los gobiernos, y el pacto que determina a quién pertenece cada uno de dichos poderes se llama constitución.

El poder legislativo establece las leyes, y la fuerza de éstas consiste en su publicidad y en la claridad de su redacción; y por esto un antiguo las ha llamado civitatis publicam linguam, la lengua pública de la ciudad.

El poder ejecutivo velando sobre la observancia de las leyes, da vida y movimiento a todas las partes del estado.

Da leges ne fortior omnia possit; dictad leyes para que el más fuerte no lo pueda todo (ha dicho Ovidio): pensamiento que explica el objeto de la sociedad y de todas las instituciones humanas. No hagas a otro lo que no quisieras que hiciesen contigo: esta es la base de la justicia y el origen de los preceptos siguientes: No hagas daño a nadie, cumple exactamente tus promesas, y sé fiel en tus tratos. De estos preceptos se derivan los principios de que el vendedor debe salir responsable de lo que vende; que entre los socios de una misma empresa se deben repartir las ganancias y las pérdidas; que se deben respetar los depósitos, &c. &c.

Estos principios, admitidos igualmente por todos los hombres y por todos los pueblos, se han hecho cada vez más evidentes; a medida que se ha ido estableciendo el orden civil han sido aplicados a mayor número de objetos; y algunos que parecían apartarse de las reglas del derecho natural, han sido desterrados de él por medio de la perfección del orden social.

Por esta razón los Romanos, conservando el derecho de vida y de muerte sobre sus hijos y sobre sus esclavos, no hacían más que seguir las leyes naturales (52); pues en el orden de ideas anterior a los gobiernos regulares, era muy sencillo que el jefe de la familia administrase justicia dentro de su casa; pero habiendo declarado las leyes políticas que los individuos deben ser considerados como miembros de la sociedad, el jefe de familia se ha visto obligado a ceder a los magistrados el derecho de castigar (53). Ideas más regulares y seguras condujeron al descubrimiento de nuevas verdades; y desde entonces el sistema de las leyes se ha hecho (según la expresión de la Escritura) la luz y el camino de la vida.

Por disfrutar las ventajas de la sociedad renunció el hombre a su libertad natural, que perdió desde el momento que las leyes le impusieron la sumisión al orden establecido, y la necesidad de emplear sus facultades en la defensa y prosperidad comunes; por lo cual nunca dejarán de verse sin sorpresa las famosas declaraciones de los constitucionales franceses de 1791, 93 y 95, que se atrevieron a publicar que los hombres nacen libres e iguales en derechos.

Todos los hombres están sujetos desde que nacen, si son salvajes a las leyes de su familia, y a las de la patria si viven en un país civilizado; y los hombres no nacen iguales en derechos, pues estos son el resultado de las facultades físicas y morales, y es incontestable que los hombres no nacen iguales en facultades (54). La única igualdad que puede reclamar el hombre social es la fuerza legal, sola base de la libertad civil, que le conserva sus derechos sin consideración al poder ni a la riqueza de sus adversarios (55). La más preciosa de sus ventajas en sociedad es encontrar en la legislación un medio seguro de libertarse de los caprichos de la arbitrariedad, aun cuando haya tenido la desgracia de separarse de sus deberes.

En efecto; las leyes, exentas por su naturaleza de pasiones, castigan los delitos y los crímenes, pero no toman venganza de ellos, pues la venganza supone odio, y esta horrible pasión es enteramente opuesta a la impasibilidad que caracteriza las buenas leyes (56). Es necesario, pues, considerar los delitos por el perjuicio que pueden haber ocasionado a la sociedad, y su castigo por el ejemplo saludable que nos da. (57)

El asesinato v. g. es castigado en Francia y en todos los estados de Europa con la pena de muerte, no obstante que dejando de existir ya no se padece. Así que el alma se ha separado del cuerpo del delincuente ha cesado la pena física (58), y la consumación del delito puede haber sido lenta; el castigo no ha durado más que un instante; luego no se ha llenado el objeto que se propone la ley.

No hay duda en que es muy difícil determinar el momento en que el hombre adquiere o pierde el derecho de quitar la vida a su semejante; pero tampoco la hay en que el ejercicio de este derecho es esencial para el mantenimiento de la sociedad. En vano los partidarios de la abolición de la pena de muerte citarán a Sócrates bebiendo la cicuta; al napolitano Vannini (59) quemado como ateo; a Barneweld y Calas acusados el uno de haber querido entregar su patria al rey de España, y el otro de haber asesinado a su hijo mayor, entregando sus cabezas inocentes a la cuchilla de la ley. En vano pondrán a la vista el largo catálogo de las víctimas sacrificadas sucesivamente por el fanatismo, la irreligión o la política. Siempre será cierto que la impunidad es mil veces más peligrosa, porque ataca a todo el cuerpo del estado, mientras que el error de los jueces no compromete sino la salud de algunos individuos. Por otra parte el modo de enjuiciar criminalmente podría salvar este inconveniente, pues bastaba establecer distinciones en las penas así como las hay en los delitos.

El parricida, por ejemplo, ¿no debe sufrir una pena más fuerte, que Marigny que agobió al pueblo con contribuciones (60), o Samblancay (61) acusado de peculato? El asesino expuesto por mucho tiempo a la indignación pública en una jaula de hierro, ¿no daría en su lenta agonía un ejemplo más terrible que si pereciese en el cadalso un momento después de perpetrado su crimen? Toda la dificultad está en proporcionar la pena al delito; en hacer (según la expresión de Puffendorf) que sea tanto el mal que se sufra como el que se ha hecho sufrir, pues no se trata de desplegar una estéril severidad, sino un rigor saludable. El suplicio de muchos, como dice Germánico en Tácito (62), es una carnicería y no un remedio.

Aunque Carlos V haya dicho que más valía carecer de dinero que de soldados, el parecer de Tiberio es mucho más exacto. “Sin soldados, dice, no puede haber sosiego en las naciones; no hay soldados sin dinero, ni dinero sin contribuciones.” (63) Efectivamente, no le basta a un estado tener leyes y funcionarios públicos, sino que es menester que estos funcionarios, sacados de sus hogares, sean indemnizados de un modo conveniente del cuidado que se toman por la utilidad común (64). Se debe establecer por lo mismo una renta pública capaz de subvenir a todos los gastos.

Se entiende por rentas públicas el producto de los bienes del estado (65), o el resultado de las contribuciones que se imponen sobre los bienes de los particulares. Los bienes del estado son de tres especies, a saber: bienes raíces, rentas eventuales, y derechos de privilegio.

Bienes raíces son los edificios públicos, las fortalezas, templos y teatros. Rentas eventuales las minas, bosques, salinas, ríos y brazos de mar que abundan en pesca; y derechos de privilegio son en general los del fisco, el de sucesión, cuando no se presentan los herederos legítimos, el de acuñar moneda, marcar los pesos y medidas y los metales elaborados, y el de ejecutar o hacer que se ejecute todo lo que constituye un servicio público, sea cual fuere.

Las contribuciones sobre los bienes de los particulares se imponen primero sobre las tierras; segundo sobre los animales, como toros, vacas, bueyes &c.; tercero sobre las pesquerías en el mar, en ríos, estanques &c.; cuarto sobre las casas; quinto sobre los buques mercantes, los géneros almacenados, y sobre todos los objetos que constituyen el comercio interior y exterior; sexto sobre el papel moneda y los fondos públicos o particulares que están en circulación; séptimo sobre los sueldos de los empleados públicos; octavo sobre las manufacturas; noveno sobre las importaciones y exportaciones; décimo sobre las carreterías y transportes en el interior, y undécimo sobre las personas, tales como las cargas concejiles, &c. &c. (66).

Las contribuciones son ordinarias o extraordinarias. Las primeras se fijan por el presupuesto de los gastos, y las segundas, que regularmente gravitan sobre una clase determinada de la sociedad, se establecen con motivo de la guerra exterior, de disensiones civiles, por la necesidad de poner en ejecución una grande obra, o por un peligro inminente que es preciso evitar.

Las hay directas e indirectas. Directas son las que recaen solamente sobre individuos cuyas facultades son conocidas; e indirectas las que pesan sobre los objetos de consumo, sin hacer distinción de las personas a quienes dichos objetos puedan pertenecer.

Los principios generales para la repartición de las contribuciones son, que los magistrados superiores sean los primeros que se sujeten a ellas; que se distribuyan con proporción; que recaigan principalmente sobre los objetos de lujo, y lo menos que se pueda sobre los de primera necesidad; que si se imponen sobre objetos de utilidad común, sean muy moderadas; y por último, que es mejor aumentar las ya establecidas que crear otras nuevas.

Las contribuciones directas no se deben aumentar sino en caso de guerra, y solo mientras ésta dure; y sus variaciones no han de depender de otra causa que de la subida o baja bien examinada del marco de plata, y de la mejora o deterioro del objeto sobre que se imponen.

A fin de conciliar los intereses de la justicia y la humanidad con las urgencias y la prosperidad del estado, deben las contribuciones exceder siempre a las necesidades efectivas, y dedicar el sobrante a socorrer a los pueblos o distritos víctimas de algún acaso fortuito, a desecar pantanos, desmontar los terrenos incultos, al empedrado y alumbrado de las ciudades, a auxiliar a los labradores poco acomodados, a formar, restablecer o reparar los establecimientos y edificios públicos, y por último a construir puentes y abrir canales.

En el establecimiento de las contribuciones directas que tocan más particularmente al comercio, por versar sobre objetos de consumo, es menester proceder de manera que sea suave y poco costosa la recaudación, y que coarte lo menos posible la libertad, que es el alma y la esencia del comercio.

Sully (67), que es quien mejor ha conocido el sistema de hacienda, le reducía a tres puntos: imponer lo menos que se pueda a la gente del campo; cargar todo el peso de las contribuciones sobre las rentas y los consumos; economizar todos los años del sobrante de las contribuciones lo que baste para hacer frente a los gastos extraordinarios sin tener que recurrir a nuevos impuestos. Las operaciones de aquel gran ministro demuestran mucho mejor aún que sus escritos, que se hallaba convencido de que cuanto más se favorece a la población, a las manufacturas y al comercio, tanto más productivos son los tributos: que un impuesto módico se recauda más fácilmente, asegura una renta efectiva, y si se quiere la aumenta; al paso que las contribuciones exorbitantes hacen bajar de repente el precio de los frutos y de las manufacturas por la disminución del número de compradores y de consumidores; arruinan al artesano, desalientan al labrador, paralizan el comercio, promueven el fraude, disminuyen los valores, y ofrecen un alimento al espíritu de rebelión; que los subsidios que dan los pueblos deben entrar en las arcas del tesoro público por vía de simple percepción, y no por medio de arriendos ni direcciones interesadas; que por las cantidades que paga el pueblo y las que el gobierno recibe se prueba la exactitud del cargo y la fidelidad de la data, comparando los precios fijados en las contratas que hacen los agentes de la autoridad con el precio corriente de los artículos de que estas contratas se componen.

Por esto en quince años de administración descargó Sully a la Francia de doscientos millones de deuda, y rebajó al pueblo veinte millones sobre las contribuciones de 1595; y a pesar de todo eso, a la muerte del buen Enrique existían ahorrados treinta millones. ¡Qué modelo tan digno de ser imitado!

En resumen; no hay mejor sistema de hacienda que el que está más acomodado a la constitución física del país a que se aplica; y todo el crédito de un impuesto depende del carácter de los magistrados que le establecen, del objeto que se proponen al crearle, del modo de hacerle efectivo, de su inversión, y de que no perjudique notablemente a la riqueza nacional.

Afianzada la tranquilidad interior con leyes sabias, necesitan los pueblos asegurar su libertad exterior, o extender sus relaciones comerciales, lo que ha dado origen a la ciencia de las negociaciones, ciencia la más sublime, pues tiene por objeto reunir a los hombres de todos los países por medio de un sentimiento recíproco de afecto o de benevolencia.

Los estados carecen muchas veces de artículos necesarios para la vida o el comercio, y de que solo los extranjeros pueden proveerles; y de aquí han provenido los tratados de comercio. Hay ocasiones en que el estado se ve acometido por enemigos poderosos, y necesita socorros; y en tal caso se concluye un tratado de alianza: si una nación poderosa amenaza la tranquilidad de los demás pueblos, se hace al instante una coalición o se forma una liga para reprimir su audacia.

Pero ¿qué viene a ser un tratado? Generalmente hablando es un pacto solemne entre dos estados, y que solo pueden concluirle los magistrados que ejercen la soberanía. Por esta razón se considera como traidores a los que tratan con las potencias extranjeras sin una misión emanada de la autoridad soberana de su nación.

Los tratados son perpetuos o temporales, de comercio, de paz, de alianza ofensiva o defensiva, o simplemente de neutralidad. Se hacen con las potencias vecinas o con pueblos lejanos, tratándose en el primer caso de la defensa común o de una protección especial, y en el segundo de la garantía del comercio, de la libertad de la navegación, y de la seguridad y protección en los puertos.

Deben concluirse bajo principios conformes al derecho natural y al de gentes, y estar extendidos en términos claros y precisos, teniendo por base la buena fe y la lealtad. Se anulan los tratados por haberse concluido el tiempo estipulado, por consentimiento mutuo de las potencias contratantes, por no cumplirse las estipulaciones que contienen, o por la declaración pública de guerra.

La sutileza que emplean los gobiernos para tratar con los extranjeros es la ciencia política: del conocimiento de los tratados concluidos depende la ciencia diplomática; y el arte de hacer que redunden en beneficio del estado es lo que se llama política exterior.

Esta se funda en cuatro sistemas. El primero es el de procurar hacerse superior a las demás potencias aunque estén todas reunidas. Este es el más brillante, el más lisonjero, y al mismo tiempo el más funesto, pues provoca la enemistad y rivalidad de los pueblos vecinos. El segundo consiste en adquirir una superioridad de orden; en ser, por ejemplo, la primera de las potencias continentales o marítimas. Una potencia semejante tiene sobre las otras la ventaja de la unidad de acción y de medios; pero si excita a cada paso celos, acaba por arruinarse, o pasa al primer sistema, que no es menos peligroso. El tercero consiste en ser una potencia inferior, pero sostenida por la fuerza de su unión con las vecinas. Este sistema tiene muchos inconvenientes, pues pone al estado bajo una especie de tutela; mas sin embargo suele producir un bien muy grande, pues los gobiernos que conocen su inferioridad se ocupan con más cuidado de la administración interior. El cuarto y último sistema es el estar una potencia en equilibrio con otra para la seguridad pública.

“Hallarse en este estado (dice el inmortal autor del Telémaco) y no ambicionar salir de él, es la situación más sabia y más feliz. Sois el árbitro común; todos vuestros vecinos son amigos vuestros, y los que no lo son se hacen por ello sospechosos a todos los demás; todo cuanto hacéis parece que es hecho para vuestros vecinos y para vuestros pueblos; os fortificáis cada vez más; y si, como es indudable, llegáis a la larga, por medio de un gobierno sabio, a tener mayor fuerza en lo interior y más aliados en el exterior que la potencia vecina émula vuestra, entonces es necesario asegurarse más y más en aquella sabia moderación que os limita a mantener el equilibrio y la seguridad común. Es conveniente no perder de vista los males que ocasionan las grandes conquistas dentro y fuera de los estados; el ningún fruto que de ellas se saca; el riesgo que hay en emprenderlas; y acordarse de la vanidad, inutilidad y poca duración de los grandes imperios, y de los estragos que causan con su ruina.”

No se puede señalar un sistema invariable de política, pero hay principios de donde se puede sacar un plan de conducta seguro en cuanto lo permite la fragilidad de las cosas humanas.

Todas las incursiones de los pueblos conquistadores se han hecho siempre del Norte al Mediodía, y del Occidente al Oriente (68). Las potencias vecinas son naturalmente rivales, y por consiguiente enemigas, a menos que se hallen en una imposibilidad absoluta de hacer mal: por el contrario las potencias lejanas casi siempre están ligadas por un interés común. Sin embargo las guerras y las grandes revoluciones que sobrevienen en los estados pueden hacer que varíe este orden natural.

La guerra es el más atroz de todos los crímenes, pues provoca al asesinato de un sin número de hombres; a menos que al pueblo que la hace no le asistan motivos de rigorosa justicia. Puede ser continental o marítima, y muchas veces las dos cosas a un tiempo: para que sea justa es preciso que obligue a ella un peligro inminente, la necesidad de defenderse o de auxiliar a sus aliados, de vengar una violación manifiesta del derecho de gentes, o de castigar los ultrajes hechos a la majestad del imperio.

Pero como los estados no son siempre bastante fuertes para pedir satisfacción de los insultos que se les hacen, es necesario que los gobernantes sepan disimularlos, hasta tanto que se presente una ocasión favorable de volver por su honor; y que tengan bastante prudencia para no emprender la guerra mientras no vean que ésta puede ser más ventajosa que la paz. Es necesario, pues, que la razón y la prudencia justifiquen las declaraciones de guerra, y que estas precedan a la agresión, mas no a los preparativos.

Si la prudencia de los magistrados supremos consiste en no declarar la guerra sino en tiempo oportuno, la del ministro de este ramo exige que tome tales disposiciones que nada falte al ejército; que dé a las fuerzas que se le han confiado tal dirección, que no comprometa la salud de la república con la pérdida de una sola batalla, como Pompeyo en Farsalia y Francisco primero a orillas del Tessino; que conceda a los generales bastante autoridad para que se aprovechen de las ventajas que suele ofrecer la casualidad, y que se pueden malograr esperando las órdenes del ministro; que no admita, si es posible, extranjeros para la defensa del estado; y en fin, que sea más útil con sus consejos qué con su valor.

La guerra exige una grande celeridad en la ejecución de las órdenes, y una disciplina severa, que (como dice Valerio Máximo) es la madre de los triunfos (69). Por esta razón se ha instituido la jurisdicción militar, cuyas fórmulas rápidas son los únicos garantes del ejército contra las maquinaciones de la malevolencia y de la traición. Estas fórmulas son odiosas en el orden civil, pues dejando apenas tiempo para reflexionar, serían un instrumento terrible en manos de la tiranía. La salud de los ciudadanos exige que no sean admitidas en el orden civil, así como la salud del ejército obliga a emplearlas en los asuntos puramente militares.

La guerra puede ser ofensiva o defensiva. Ofensiva es la que se hace fuera de las fronteras; y es útil cuando la nación a quien se ataca está debilitada o es poco poderosa, pero que tiene lo suficiente para subvenir a las necesidades de las tropas. Defensiva es cuando se espera al enemigo en su propio territorio. Si fuese más fuerte o tuviese un ejército más numeroso, es muy conveniente dejar que se interne, a fin de que teniendo que ocupar una línea más dilatada, se debilite y se le pueda vencer más fácilmente. Cuando la entrada es consecuencia de los progresos del enemigo, es necesario que la nación invadida se abstenga del funesto sistema de defensas parciales, y que haciendo callar por el interés común los consejos de un egoísmo mal entendido, reúna como en un solo foco todos los recursos públicos y particulares (70).

El objeto de la guerra es la victoria, y el uso más honorífico que se puede hacer de ésta es dejar a los vencidos todo lo que en ningún tiempo puede causar perjuicio al vencedor; y preparar por medio de la moderación, la generosidad y los miramientos debidos a la desgracia, una pronta y recíproca reconciliación (71).

Las reglas generales para hacer la guerra con utilidad se reducen a poner eficazmente todos los medios para concluirla (72); a no dejar al enemigo plazas fuertes especialmente a retaguardia; a no desperdiciar una ocasión favorable de hacer la paz; a no exponer el ejército por demasiada confianza en su propia fuerza, o por un desprecio indiscreto de un enemigo que parece débil (73); a tener tropas frescas de reserva a fin de no ser envuelto por la constancia del enemigo (74); a colocar poca gente en los desfiladeros y parajes exhaustos de víveres; a reunir cuidadosamente todos los objetos necesarios para la subsistencia, armamento y equipo de la tropa, y para el ataque y defensa (75); a disponer el ejército de manera que conserve siempre la unidad de acción, y no pueda ser envuelto, cortado en sus movimientos de progresión o de retirada, ni incomodado en sus evoluciones (76); a inflamar el espíritu del soldado a fin de que marche con entusiasmo contra el enemigo, y que lejos de arredrarse en el combate esté dispuesto a exterminar sin misericordia al primero que se le presente; a no separar de los cuerpos la más pequeña porción en un día de batalla; a oponer a las tropas más valientes del enemigo, otras de igual cualidad, prefiriendo siempre las que tienen que sostener su gloria adquirida, o lavar una ligera falta (77); y en caso de ventaja perseguir con la caballería diestramente repartida al enemigo derrotado, atacar en seguida sus plazas, destruir sus obras, y quitarle toda especie de refugio.

Un buen general conoce muy por menor lo material y personal de su ejército; sabe cuáles son los medios físicos y morales del enemigo; tiene una noción exacta de la topografía del país que es teatro de sus operaciones; a la menor señal vuela al punto donde cree que es necesaria su presencia: es generoso con el enemigo vencido, terrible en los combates, humano con los prisioneros, accesible con los desertores, liberal con sus tropas, noble y modesto en la prosperidad, y constante y magnánimo en la desgracia; da finalmente una idea tan ventajosa de su talento, de su valor, y de la consideración que se merece, que inspirando a la vez el terror, el amor y la esperanza, logra persuadir a todos que es bastante fuerte para mandar a la victoria, bastante ilustrado para convertir en gloria de su patria todos los caprichos de la fortuna, y que tiene bastante autoridad para recompensar el valor y la instrucción con prontas y honoríficas distinciones.

Aunque parece que la guerra rompe toda relación entre los pueblos para entregarlos al furor de los combates, hay sin embargo leyes admitidas por todas las naciones para disminuir su atrocidad, y que forman una parte de lo que se llama derecho de gentes. Las principales son no maltratar a los prisioneros de guerra; no servirse de armas emponzoñadas; no envenenar las aguas ni los víveres que pasan al enemigo; respetar las personas de los parlamentarios tomando las precauciones convenientes; no enviar desertores para hacer una traición, &c. &c.

Estas leyes se han hecho especialmente para facilitar las relaciones y los tratados. Los hay de diferentes especies: unos se llaman armisticios, otros treguas, y otros en fin tratados de paz.

Los armisticios, o suspensión de hostilidades, se concluyen cuando hay necesidad de recoger los muertos, o se aguardan órdenes superiores para tratar de la paz. Se ajustan solo por un corto término, y concluido este se vuelven a principiar las hostilidades; y sus condiciones son las de no concluirlos sino en tanto que no pueden ser perjudiciales al ejército que los concede, y que por ambas partes se quede en el mismo estado y en inacción.

Las treguas dilatan la guerra uno o más años, y antes de suscribir a ellas es necesario calcular sus efectos, no sea que produzcan ventajas al enemigo. Su objeto es conducir a la paz, que no es otra cosa que la cesación de hostilidades, y renovación de las relaciones de amistad, benevolencia y recíproca protección. Las treguas se prolongan excesivamente cuando se ajustan entre naciones cuyos intereses son muy difíciles de arreglar. Las más largas que se conocen son las de 100 años que los Romanos hicieron con los Veyenos, y las de igual número de años que los Persas concedieron a los Romanos siendo emperador Teodosio II.

Las condiciones necesarias para la paz son que ésta se funde sobre bases de justicia; que el tratado se haga en términos moderados por parte del vencedor, y que sus cláusulas aseguren una amistad perpetua.

Réstanos hablar ahora del más cruel de todos los azotes, que es la guerra civil. En efecto, esta guerra es más bien una escena continua de sangre, que la defensa de los derechos de los pueblos; y por esto los Romanos aunque conocían lo que importaba castigar el delito de la rebelión, nunca concedían los honores del triunfo al general que había conseguido una victoria sobre los descontentos, considerándola entonces como un desastre (78). Las guerras civiles traen su origen de la desunión entre los magistrados, entre las diferentes clases del pueblo, y entre éste y los magistrados. Son siempre consiguientes a las revoluciones, y los medios de terminarlas varían en razón de las causas que las han producido.

Aunque el ministerio de la justicia haya asegurado la tranquilidad del estado; el de la guerra garantido su seguridad, el de estado su consideración, y el de hacienda dirija bien su existencia, el ministerio del interior merece una atención particular, pues no solo preside a la formación de los censos de la población (79) y de los cuadros sinópticos de los productos y consumos (80), sino que también organiza el trabajo, le distribuye, y le activa y fomenta con los premios e instrucciones que da a la agricultura y al comercio, pensando con Sully “que la labranza y los ganados son dos manantiales de más valor que toda la plata del Perú.

Debe saber que para sacar de la tierra el mayor producto posible es preciso sembrar poco trigo y criar muchos animales: que poniendo el cultivo del trigo al nivel de los otros granos, de los forrajes, y de las legumbres, no solo se duplicarán y triplicarán las subsistencias animales, la carne y los lacticinios, sino que se podrá aumentar la cantidad del trigo; que cuanto más se siembra menos grano se coge; porque en efecto, la tierra abonada con rebaños numerosos produce más, aunque no se la siembre sino cada cuatro años, que si se la sembrase anualmente y no se criasen en ella ganados; por último, que el gran secreto de la abundancia, y el único medio de evitar los barbechos, es establecer un orden tal en las diversas labores de muchos años consecutivos, que cada siembra prepare la tierra para la que deba seguirla, en lugar de perjudicar a su producción.

El ministerio del interior está encargado del importante objeto de propagar y mantener los principios de la moral, con el auxilio de los ministros de la religión, y por medio del teatro, del sistema de educación pública, o por la vigilancia ejercida sobre cada individuo (81). Es de su atribución conservar y hermosear las propiedades nacionales y las del gobierno, cuidar del alumbrado, policía y limpieza de las ciudades, de las administraciones de correos y postas, y de la salubridad de las cárceles, a fin de que el desgraciado preso no experimente el castigo antes de ser condenado. Por medio de reglamentos severos y de buenos establecimientos detiene los progresos de la mendicidad; fundándose en esta verdad “que el estado debe dar un asilo a los indigentes estropeados, y trabajo a los que no lo están, pues de otro modo es nula la utilidad que el hombre debe sacar de la sociedad.”

No ignorando que el comercio exterior debe estar fundado en la exportación del sobrante de las manufacturas, y en la importación de objetos exóticos no elaborados, facilita a los fabricantes los medios de utilizar estos últimos objetos para exportarlos después, si son de lujo, instruyéndolos del modo de fabricar con más economía, por un método más seguro, y en parajes a propósito. Por último, él es quien por medio de la protección que dispensa a las bellas letras, a las ciencias y a las artes, tiene, por decirlo así, como en depósito todos los conocimientos propios para civilizar a los pueblos, y dirigirlos hacia objetos que contribuyan a su instrucción y a su prosperidad.

El cuadro que se acaba de bosquejar de las partes esenciales de que se compone la administración pública, inspira necesariamente la idea de averiguar cuál sea el móvil de tantos resortes, el principio activo que los conserva, y el medio de reunir tantas partes para formar un todo perfecto. Fácilmente se concebirá que aquí se trata de la legislación, de la acción ejecutiva, y de la religión.

Legislación es la exposición de las condiciones generales y especiales de la sociedad, y abraza dos partes principales, a saber: la administración pública y la administración civil. Bajo el primer aspecto regula la clasificación general de los miembros del estado (82), los derechos de los gobernados y el poder de los gobernantes: bajo el segundo determina los derechos y deberes de cada ciudadano o súbdito. Se la distingue principalmente con los nombres de legislación constitucional, legislación política, y legislación civil.

La legislación constitucional fija de un modo invariable la forma y modo orgánico del gobierno. La política señala los derechos que los ciudadanos o súbditos pueden tener a participar de los beneficios y del honor del mando (jus civitatis entre los Romanos). Sufre alteraciones según los tiempos y los sucesos, y se compone de leyes político-criminales, y leyes fiscales, rurales, comerciales, marítimas, militares, &c. La legislación civil prescribe los derechos recíprocos de los ciudadanos o súbditos entre sí (jus quiritum), y el modo de proceder para reclamarlos con utilidad; al mismo tiempo enseña las relaciones del hombre con la ley, y comprende la justicia civil, la criminal y la policía judicial (83).

El objeto general y especial de la legislación es: primero, sentar las bases de la asociación: segundo, determinar lo que es bueno y lo que es malo, lo justo y lo injusto: tercero, clasificar los individuos con arreglo al sistema adoptado por la constitución: cuarto, designar en qué manos se deben poner los poderes legislativo, ejecutivo, administrativo y judicial: quinto, decidir a quién pertenece el ejercicio de los derechos dependientes de la soberanía: sexto, asegurar el estado civil de las personas por el orden de familia, por el matrimonio, por el domicilio, o por la adopción: séptimo, dar carácter al matrimonio, prescribir las condiciones que le hacen válido, e indicar las causas que pueden disolverle: octavo, establecer un método para hacer constar los fallecimientos, explicar sus consecuencias, y los efectos de la ausencia: noveno, fijar los límites de la patria potestad, la época de la mayoría, las causas de interdicción, la necesidad y el objeto de la tutela, de la curaduría y de la emancipación: décimo, distinguir la naturaleza de los derechos, de las propiedades, de los usufructos, y de la servidumbre: undécimo, disponer el modo de transmitir las propiedades y los usufructos: duodécimo, asignar el carácter y los límites de los préstamos, de las donaciones, del secuestro, del depósito y de todos los contratos en general: decimotercio, asegurar a cada ciudadano su honor, su vida, su libertad y su propiedad, por medio de una sabia distribución de castigos y recompensas: decimocuarto, proponer los medios de concluir las contestaciones que se susciten entre los particulares; y finalmente mantener la tranquilidad de todos y de cada uno en particular con el aparato y desarrollo de la fuerza pública.

La reunión de las leyes consideradas con respecto a las relaciones que los hombres y los pueblos tienen entre sí, forma lo que se llama derecho de gentes. Miradas con respecto a las relaciones que los gobernados tienen con el ejercicio del poder soberano, constituyen el derecho público; y el derecho civil cuando se consideran con respecto a las relaciones que tienen los hombres entre sí (84). El derecho natural, que verdaderamente es la razón general de los pueblos, sirve de base a estas tres especies de derechos (85).

Las leyes son generales o especiales, positivas o convencionales, afirmativas, negativas o facultativas. Las primeras sirven de regla a todos en general (86); las segundas se pueden aplicar a casos que se suelen presentar muy rara vez (87).

Las leyes positivas están fundadas en el derecho natural, y sin hacerse públicas regulan lo presente, lo pasado y lo venidero. Por el contrario, las leyes convencionales están establecidas sobre reglas adoptadas por cada pueblo en particular, y no tienen la fuerza de ejecución hasta que han sido solemnemente publicadas.

Leyes afirmativas son aquellas que previenen lo que debe hacerse; negativas las que enseñan lo que no es lícito obrar; y las facultativas dejan a arbitrio de cada uno someterse o no conformarse a lo que ellas prescriben.

Se pueden sentar como bases generales de la legislación que la justicia y la verdad son los vínculos que unen toda sociedad (88); que el estado, por el mismo hecho de la asociación, es un cuerpo idéntico de que cada uno es miembro (89); que el gobierno, cualquiera que sea su forma, por hecho o por derecho representa la voluntad nacional, y por esta razón usa de la soberanía, la cual no puede existir sino en tanto que está apoyada por fuerzas coercitivas y por la autoridad legal; que sin la unión de fuerzas y de autoridad el estado perdería su consideración en el exterior y su tranquilidad interior; que de todos los gobiernos aquel es más esencialmente amigo de la causa pública en donde los intereses de todos en general, y de cada uno en particular, se protegen y conservan más religiosamente; que los hombres, desiguales entre sí en facultades físicas y morales, tienen con relación a la libertad civil igual derecho a la benevolencia de la sociedad (90); que se debe considerar la persona del ciudadano como que constituye una parte del estado (91); en casi todas las obligaciones que contrae, como perteneciente a una familia que también pertenece al estado (92); que por la utilidad general es preciso renunciar a la igualdad de condición que parece estar unida a a la naturaleza del hombre (93), siendo el objeto de esta clasificación mantener a los ciudadanos o súbditos en una dichosa tranquilidad: que no puede existir esta si los gobernados no prestan una obediencia ilimitada a los que tienen el derecho de mandar; que la obediencia consiste en ejecutar lo que está mandado, y en no hacer lo que está prohibido; que a los padres debemos la primera obediencia (94), y la segunda nos está prescrita por sola la cualidad de miembros del estado; que las leyes deben ser conformes con el método de gobierno establecido, acomodadas a las costumbres, y cuya fuerza derive de la sabiduría con que han sido concebidas, de la claridad de su redacción, y de la solemnidades observadas en su promulgación.

Los deberes del legislador pueden reducirse a este solo punto: “No querer ni buscar sino lo justo, honesto y útil, y después de encontrarlo, hacer de ello un precepto general y uniforme, que, como ha dicho Demóstenes (95), será el que merezca el nombre sublime de ley.” Todos deben someterse a él, porque una ley es un presente de la divinidad, la decisión de los sabios, la regla de las faltas cometidas de propósito o sin intención, y el pacto común y civil que obliga a todos los ciudadanos (96). Sin embargo, ¿por qué caracteres podremos reconocer la verdad en materias de legislación?

La verdad es lo que es (97); mas para cerciorarse de que una cosa existe realmente, es necesario armarse de la antorcha de la experiencia o de la autoridad de los testimonios. Así para asegurar de hecho que esa hermosa flor de perfume tan delicado y delicioso y de formas tan graciosas, es una rosa, se recogen las opiniones de todos los naturalistas que han descrito los caracteres que la distinguen: del mismo modo para afirmar que Barington (98) es culpable, interroga el juez al tiempo, al lugar y a las personas.

El que trata de aplicar a la legislación el resultado de los hechos sigue un camino opuesto; porque debe apoyar las consideraciones que presenta no solo en el testimonio material de las cosas, y en la aserción de los escritores, sino también en la autoridad de la experiencia y en una grande desconfianza de sí mismo y de los demás. En esta materia es mucho más difícil averiguar la verdad; pues los historiadores, mal instruidos o llevados de motivos vergonzosos, sustituyen muchas veces a los hechos sistemas o escritos poco verídicos; y frecuentemente también si reflexionamos sobre nosotros mismos nos vemos forzados a adoptar opiniones erróneas y funestas porque lisonjean nuestras pasiones.

Si la ciencia de la legislación es difícil, lo es mucho más cuando hay que aplicarla a instituciones nuevas. Sería pues muy útil reunir los pareceres bien meditados de hombres sabios, y cada legislador debería hacer una especie de abnegación de sí mismo. Sucede todo lo contrario; y por eso casi siempre la admisión o desaprobación de una ley se convierte en un negocio de partido.

Desconfiemos, pues, de nosotros mismos y de los demás; librémonos de la presunción inconsiderada que pretende reducirlo todo a sistemas; guardémonos de esa manía de innovar que llega a mirar como monumentos de locura o de error todo lo que nos han transmitido nuestros antepasados; abandonemos la rutina, que no es enemigo menos temible, y que en su cobarde torpeza, arrastrando siempre sobre las mismas huellas, no encuentra el bien sino en las producciones de los siglos pasados.

No basta para formar leyes tener un entendimiento despejado, una imaginación viva y un conocimiento profundo de alguna de las partes de la administración pública; es necesario también saber hacer un todo perfecto de cada una de las divisiones del orden social, reuniendo todas sus relaciones y calculando todos sus resultados. En vez de consultar a los hombres agitados por las pasiones, o las doctrinas frecuentemente vertidas por la prevención, la ignorancia, o la mala fe, es preciso examinar la naturaleza y consecuencias de los hechos, meditar profundamente los medios de perfección que nos suministran los legisladores de todas las épocas, y saber escoger y apropiarse, por medio de un maduro examen, aquello cuya bondad ha comprobado la experiencia, desechando la idea de introducir en las leyes el espíritu de filosofismo que acompaña hoy día a todas las ciencias.

En efecto, si es peligroso adoptar códigos bajo el frívolo pretexto de que pertenecieron y fueron obra de pueblos ilustrados, no lo es menos admitir doctrinas solo porque han sido difundidas por hombres célebres. Del mismo modo es menester no dar crédito tan de ligero a esos escritores que se vanaglorian de filósofos; pues en todas épocas y países los hombres que han querido que se les tenga por tales, no han sido más que unos charlatanes o unos insensatos (99). El verdadero filósofo es sencillo y modesto; aspira a este título glorioso, pero no se lo da él mismo. Sócrates y Catón jamás tuvieron la vanidad de apellidarse filósofos.

Diógenes (como dice Tertuliano) hollando con sus pies inmundos la vanidad de Platón, con un orgullo de otra especie; Pitágoras cubriéndose con el velo de la modestia y tratando de proclamarse rey de Thurio; Zenón que aspira a serlo de Priena; Licurgo dejándose morir de hambre porque los Lacedemonios se atrevieron a corregir sus leyes; Anaxágoras que niega a sus huéspedes la restitución de un depósito; Aristóteles haciendo toda suerte de bajezas para lograr ser preceptor de Alejandro; Platón que vende su libertad a Dionisio el tirano por tener una mesa más suntuosa; y por último, Hipias muerto haciendo traición a sus conciudadanos, desmerecieron en dichas épocas el renombre de filósofos.

La filosofía es independiente de los hombres, de los lugares y de las circunstancias: no pertenece a ningún partido ni tiene necesidad de sectarios: sus armas son la belleza de sus principios, la bondad de su moral, y la verdad de que va siempre acompañada.

Entreguemos, pues, a la férula de Horacio (100) y al desprecio de Cicerón (101) esa turba insensata que trata de envilecer la filosofía profesándola como un oficio. Ocupémonos de las cosas y no de las palabras; de principios, y no del crédito que gozan los que los han enunciado; admitamos lo bueno y rechacemos lo malo, cualquiera que sea su origen. “Amicus Plato, amicus Aristoteles, sed magis amica veritas”.

Poco importa que sea Apolo o un mortal cualquiera el que escribió en la isla de Delos “que no hay nada más hermoso que la justicia, más útil que la salud, ni más agradable que la posesión del objeto amado”: que haya salido de la boca de Carneada la máxima de “que si se sabía que un enemigo iba a sentarse sobre la yerba que oculta un áspid, sería un malvado el que no se lo advirtiese”: que un Persa, un Griego o un Romano haya dicho a los hombres “que hagan a sus semejantes todo el bien que quisieran les hiciesen a ellos mismos”: no se puede menos de reconocer la filosofía por este carácter augusto y sublime.

El autor del Espíritu de las leyes consagró una verdad cuando dijo: “Abolid en una monarquía los privilegios del clero, de la nobleza y de las ciudades; y tendréis bien pronto un estado popular, o por mejor decir despótico” (102). También sentaba dos principios, cuya falsedad nos han demostrado la historia y la revolución francesa, cuando decía: “nadie mejor que el pueblo sabe elegir los sujetos a quienes ha de confiar alguna parte de su autoridad” (103): “la propiedad de los estados es el ser dominados por un déspota” (104). El mismo autor proclamó la máxima más importante sosteniendo “que no bastaba que hubiese en un estado órdenes intermedios, sino que era necesario un depósito de leyes, el cual no podía existir sino en los cuerpos políticos que las promulgan así que están hechas, y las recuerdan cuando se han olvidado” (105). Este depósito debe encontrarse principalmente en el alma de los ciudadanos, y aquella no se hallará en disposición de respetarle mientras el legislador no haya organizado la familia y la educación de sus individuos.

No se conseguirá ciertamente un objeto tan útil y glorioso ocupándose solo en amontonar a fuerza de trabajo observaciones sobre observaciones, en comparar códigos, o cotejar las inmensas obras de los legisladores antiguos y modernos: el único medio de lograrlo es partir desde luego de ideas sencillas, trazar las diversiones según las reglas que indica el orden esencial de las cosas, y justificar cada una de las partes del plan por medio de un análisis comparado de los hechos que salen garantes de la bondad de la institución que nos proponemos formar.

Los códigos no se hacen (como lo observaron muy bien los autores del primer proyecto del Código Civil francés), se establecen sí poco a poco y después de muchos años de pruebas. Las leyes que son buenas subsisten, y las que son fruto del error, de la impericia o de la tiranía, se destruyen por la mano invisible y vengadora del tiempo.

Marchemos pues en busca de los principios de la legislación guiados por la experiencia: reunamos todo lo útil que se encuentra en las antiguas leyes nacionales; persuadámonos de que ellas serán ciertamente mejores que las de los romanos y griegos, porque tienen el sello de las costumbres públicas, y concluyamos que sin hacer caso de los pueblos ni de los hombres que han descubierto o hecho aparecer verdades útiles, habremos trazado la teoría exacta de la legislación, si los principios generales que hemos expuesto se miran confirmados por las disposiciones legislativas consagradas y conservadas por el tiempo.

Es una verdad eterna, y sin duda la más importante, que el destino del hombre en el orden esencial de la naturaleza es llegar al goce físico y moral de toda la ventura de que es susceptible. Más favorecido que los animales, que en la impotencia de comunicar sus pensamientos y sus recuerdos tienen un destino fijo y una inteligencia limitada, el hombre por el don precioso de la palabra (106), por la facilidad con que puede reunir todos los conocimientos que ha adquirido, se aprovecha de los consejos del tiempo pasado para elevarse a un grado de perfección, cuya naturaleza y límites es difícil indicar. Así el poner trabas a los medios que deben conducirle a este estado es no solamente un crimen hacia el hombre, sino también hacia la naturaleza, cuyas benéficas disposiciones se contrarían.

Algunos legisladores de la antigüedad, y todos los modernos, parece que han abrazado una opinión diametralmente opuesta a este principio; pues en vez de examinar al hombre, primero por la parte física, y después por la moral, solamente le han considerado bajo este último aspecto. ¿Será acaso efecto de esa cruel fatalidad que frecuentemente nos hace ir a buscar la felicidad lejos de los lugares en que se encuentra, o porque los gobiernos temiesen que el carácter de los hombres se hiciese más independiente de lo necesario? ¿Pensaban por ventura aquellos legisladores que propagando falsas doctrinas, y colocando al hombre en una esfera que no le convenia, encontrarían más docilidad en el individuo a quien con sus leyes habían reducido a la miseria? ¿O habrían especulado tal vez sobre las desgracias, los desórdenes y los delitos?

La tierra no ha perdido aun su fecundidad primitiva, y vemos sin embargo ancianos, mujeres y niños que se mueren de hambre: no desdeña el brazo del cultivador, y los campos de una gran porción del globo están incultos: no se han agotado los tesoros de la tierra ni los vegetales; no se han extinguido las razas de los animales que pueden servir de alimento al hombre; y a pesar de todo los gobiernos y los hombres no tratan sino de adquirir metales que no pueden satisfacer ninguna de las necesidades de la vida.

Los libros están llenos de disposiciones para castigar los delitos, las leyes hechas, abiertos los calabozos, levantados los cadalsos y prontos los verdugos; pero ¿dónde se encuentran las sabias medidas que los ponderados amantes de la humanidad, los gobiernos que se precian de paternales han tomado para impedir el crimen y cerrar los calabozos? ¿Dónde las precauciones benéficas que hagan inútiles los patíbulos y destierren los verdugos? ¿qué se ha hecho para estorbar que los pueblos y los hombres se despedacen mutuamente?

Por el contrario, se ha procurado introducir la discordia entre los pueblos; el asesinato se ha trasformado en virtud, y el robo en noble audacia. Se ha hablado a los hombres de sistemas religiosos y políticos, y se les ha encargado que se aborrezcan unos a otros: así se ha visto a católicos, mahometanos, calvinistas &c. detestarse mutuamente, y perseguirse y destrozarse sin conocerse; al Egipto pelear contra sus reyes por sufrir el yugo de los cómplices de Psamético, e inmolar en seguida a estos para volver a tener reyes; se ha visto, en fin, a los romanos degollarse entre sí para someterse sucesivamente a reyes, decenviros y emperadores.

Después de haber fatigado al hombre con una multitud de sistemas, se ha dirigido su imaginación hacia las ideas especulativas, y desde entonces se ha desconocido a sí mismo, el delirio ha ocupado el lugar de la razón, y víctima de la necesidad, y alimentándose siempre de vanas quimeras, se ha hecho el más feroz de todos los animales.

Estos desórdenes son demasiado grandes para poderlos precaver todos: sin embargo la legislación puede disminuir su número, y se conseguirá en parte un objeto tan importante sentándola sobre sus verdaderas bases, y considerando al hombre primero con relación a sus necesidades físicas, y luego con respecto a las morales; y esto es lo que trato de probar.

Se debe considerar al hombre bajo dos aspectos; como animal, y como ser racional o inteligente. En el primer caso sigue la suerte de todos los demás animales, y nada le puede desviar del verdadero fin a que le impele el orden invariable de las cosas. En el segundo será todo lo que las leyes quieran, con tal que estén fundadas en un conocimiento exacto de sus necesidades, facultades e inclinaciones.

En cualquier clima que consideremos a la especie humana, y cualquiera que sea la división que hagamos de sus razas, la vida del hombre tiene en todas partes cinco épocas, que son la infancia, la juventud, la edad viril, la vejez y la decrepitud; y alimentarse, guarecerse de la intemperie, vestirse y multiplicarse son las cuatro necesidades que le aquejan durante estos períodos.

La perfección de la legislación, por lo que respecta a la naturaleza física del hombre, consiste pues en determinar el modo de satisfacer completamente sus necesidades. Estas están subordinadas a la población, cuyo acrecentamiento haciendo cada vez mayor el círculo de los consumidores, da un nuevo motivo al trabajo, una fuerza nueva a la industria, y un nuevo estímulo al genio de las artes útiles. En efecto, la inteligencia del hombre se aumenta a medida que la sociedad es más numerosa y está unida por vínculos más estrechos; y así como cada cual contribuye con una porción de sus facultades físicas a que se aumente la fuerza del cuerpo social, del mismo modo cada cual con sus facultades morales contribuye al desarrollo de una inteligencia mayor y más general. Por lo cual deteniendo los progresos de la población se limita la inteligencia humana, y protegiéndola se dirige al hombre a su perfección y a toda la dicha de que es susceptible.

El hombre tiene necesidades naturales, y se crea otras él mismo. Las primeras tienen sus límites, pero las segundas no conocen ninguno. Para satisfacer unas y otras emplea el hombre las producciones de la naturaleza solamente, o éstas ayudadas del arte.

Esta distinción nos conduce a la clasificación de los pueblos, primero en pueblos cazadores y pescadores que se mantienen únicamente de las producciones de la naturaleza, tales como la carne de los animales acuáticos y terrestres: segundo, en pueblos pastores que constituyen el primer grado de perfección para la población, porque desenvuelven medios continuos de producción y reproducción, abonan y mejoran la tierra con los rebaños de ganados, multiplican por consiguiente los vegetales, y aumentan con su continuo cuidado el número de animales cuya leche y carne les sirve de alimento: tercero, en pueblos cultivadores que ejercitando su industria en la propagación de los vegetales, tienen una grande superioridad sobre los pueblos cazadores y pastores, pues que pueden en cierto modo tener segura su subsistencia en cualquier parte que quieran.

La historia de los pueblos considerada bajo estos tres puntos de vista prueba que el elemento de la población es el alimento; que la especie humana se multiplica en razón de la cantidad y calidad de este último; que así como parece que no hay límites para la procreación, el alimento tiene los suyos fijos, y mientras no llega a ellos la procreación, la especie humana es susceptible de multiplicarse. Resulta asimismo como una verdad demostrada, que la población de los pueblos cazadores y pastores está en el menor grado de multiplicación, de fuerza y de inteligencia.

La población tiene sus límites físicos y morales: físicos, cuando la especie humana ha llegado al extremo de consumir en la mayor proporción todo el alimento posible; y morales cuando la legislación, las costumbres o la religión ponen impedimentos que perjudican a la propagación.

Las naciones agrícolas se dividen en tres clases, a saber: aquellas en donde las tierras repartidas entre las familias están cultivadas separadamente, como sucedía en Roma: las en que las tierras no pertenecen sino a ciertas familias, teniendo que cultivarlas el resto de la nación reducido a la esclavitud, como en Lacedemonia, Tesalia, Creta y Egipto, y en el día en Rusia, Valaquia y Moldavia; aquellas, por último, en que las tierras son propias de una porción de familias que las cultivan por sí mismas; y establecen un sistema de cambio con la otra porción de la nación dedicada a los trabajos de las fábricas, o a la propagación de las ciencias, de las letras y de las bellas artes. Este último sistema, cuya superioridad ha justificado la experiencia, está admitido en casi toda la Europa, y conduce al comercio, que se divide en interior y exterior.

Uno y otro se hacen con materias en bruto o con objetos elaborados; por importación o exportación. El hombre de estado debe cuidar de que la importación de las substancias exóticas se haga con preferencia en materias brutas, y que solo sean objetos de una utilidad conocida; y de que la exportación se componga de objetos elaborados y de substancias indígenas de poca utilidad; debiendo tomar por base el comercio interior, pues el exterior se puede entorpecer y aun aniquilar por causas que no está en su mano prever ni impedir.

En efecto, si el comercio exterior toma demasiado vigor absorberá todos los capitales necesarios para la agricultura y para el desarrollo de la industria nacional y del comercio interior. Una sola guerra que interrumpa el curso de las relaciones comerciales paralizará todas las fábricas y conducirá a la nación al último grado de indigencia; y, al contrario, si el sistema de economía general está fundado en la agricultura, la población y las manufacturas, se sacarán de él recursos inagotables.

Se puede hacer con este motivo una observación importante, y es, que la suerte de una nación dedicada al comercio exterior está siempre pendiente de los acontecimientos, mientras que la que tiene por base la agricultura y la industria, y por consiguiente el comercio interior, está en una absoluta independencia (107).

Concluyamos, pues, que el sistema de economía general fundado en el fomento de la agricultura, de las manufacturas y de la población es el mejor que se puede adoptar: que los recursos, el crédito y el poder de la nación estarán tanto más asegurados cuanto con mayor cuidado se haya dirigido la industria primero hacia los objetos de utilidad local, y luego hacia los que están en el caso de ser exportados; y que para obviar cualquier inconveniente no debe el legislador dejar que tome incremento el comercio exterior, hasta que el interior tenga los capitales suficientes; y dispondrá de la fuerza pública de manera que, ya sea en tiempo de paz o en el de guerra, se conserve inviolable el comercio exterior que ha permitido.

No se crea que al exigir que el comercio interior tenga abundantes capitales quiero sentar por principio que la reunión de masas considerables de numerario sea para el comercio un manantial exclusivo de prosperidad. Pienso por el contrario que una corta cantidad de dinero puesta en circulación no perjudicará a la actividad del comercio, pues el papel reemplaza con utilidad los metales; pero una triste experiencia nos ha hecho ver que es necesario que este papel tenga una circulación puramente voluntaria; que esté hipotecado sobre valores positivos; que le sirvan de apoyo una confianza ilimitada en la estabilidad del gobierno, y la certidumbre de que este mismo gobierno puede y quiere cumplir religiosamente sus empeños; y que se pueda cambiar siempre que se quiera por valores efectivos. En este caso una nación, aunque tenga poco metálico, estará en disposición de hacer un comercio muy vasto y muy activo (108).

Los legisladores modernos han desconocido estos principios porque no han tenido presente que la población, la agricultura y el comercio interior son los únicos manantiales de una prosperidad constante; opinión comprobada por los legisladores más célebres de la antigüedad, y por hechos positivos.

Si Lacedemonia ocupa un lugar distinguido en la historia, es porque sus leyes constitutivas tenían por base la población y la agricultura. Exceptuando del servicio militar al ciudadano que tenía tres hijos, y de todo cargo público al que tenía cuatro; no permitiendo que hubiese tesorería pública; moviendo a los hombres a que observasen las leyes solo por el sentimiento de su interés personal; y presentando por resultado de su sistema un pueblo rico en hombres y en producciones por una parte, y por otra un gobierno desprovisto de metálico, aseguraba Licurgo la independencia de su nación, haciendo al mismo tiempo un servicio a la moral y a la humanidad. En efecto, un gobierno semejante, por pérfidos que fuesen sus jefes, ¿cómo habría podido corromper a hombres más ricos que él, y para cosas de que no tenían ninguna necesidad? ¿Podrían los extranjeros lisonjearse de someter fácilmente a un pueblo numeroso y amigo del trabajo? El Espartano, trabajador por el ejemplo y por la necesidad, ¿tomaría acaso parte en los crímenes que afligen a los pueblos dedicados a las artes frívolas, y podría menos de ser feliz teniendo satisfechas todas sus necesidades físicas?

Phaléo de Calcedonia, no admitiendo la igualdad sino entre los propietarios de bienes raíces, fundaba sus leyes en la agricultura. Hipodamo de Mileto, dividiendo los ciudadanos en tres clases, a saber, labradores, artesanos y soldados, se apoyaba en la agricultura y en el comercio interior; y por la misma razón hay una ley en Locres que prohibía vender los bienes inmuebles, a menos que no se justificase que se tenía una grande necesidad de hacerlo; y antiguamente en Francia no se podían enajenar las propiedades de una familia sin consentimiento del heredero presuntivo, necesidad jurada, o sin acreditar que se reemplazarían con otras adquisiciones.

Volviendo a los legisladores griegos, si las constituciones de Mileto, la dada a Creta por Minos y otras muchas se destruyeron a pesar de estar fundadas en la agricultura, fue porque estos filósofos, por un falso principio, y creyendo que no podría existir la libertad si se aumentaba la población, o desconfiando de la sabiduría y de la fuerza de los hombres que gobernasen en lo sucesivo, circunscribieron el número de los ciudadanos, y hollaron los derechos de la naturaleza fomentando la pederastia, y ordenando matanzas periódicas. Apenas queda tampoco memoria de las ciento cincuenta y ocho constituciones que analizó Aristóteles.

En vano presentó Platón las máximas sublimes de que están llenas sus obras: en vano procuró Solón incorporar sagazmente en la constitución de Atenas las diversas formas de gobierno; en vano se encontraba allí la oligarquía en el Areópago, la aristocracia en la elección de los magistrados, y la democracia en la forma de los tribunales: en vano, por último, Filolao de Corinto mandó que se conservasen las herencias en número igual: todas estas especulaciones se disiparon como un sueño; y la historia de la Grecia solo ofrece una larga serie de sistemas destruidos, una lista de reinos sin fuerza, un catálogo de poliarquías pasajeras y desastrosas, que semejantes al relámpago seguido del rayo, han brillado únicamente para dejar miserables ruinas.

Por el contrario, los primeros pasos de los Chinos, Egipcios, Asirios, Persas, Romanos y Rusos no han sido dirigidos por oradores enfáticos, ni se han entregado a la manía de los sistemas; sino que guiados por la naturaleza ellos buscan y encuentran con que alimentarse, vestirse, hospedarse y reproducirse; y en tanto que estos cuatro objetos fijan la especie y el motivo de sus trabajos, presentan masas impotentes de hombres felices.

Los Egipcios no han dejado libros; pero aun cuando no tuviéramos sus leyes que nos han transmitido los Griegos, y aun cuando ellas no probasen que su poder estuvo apoyado en el fomento de la población, de la agricultura y del comercio interior, sus pirámides depondrían en favor de esta verdad. Para construir semejantes monumentos se necesitaban muchos brazos diestros y experimentados y mucho tiempo disponible. Si el Egipto tenía lo primero, debía por precisión ser muy populoso; y si lo segundo, tenía pocas necesidades y era por consiguiente verdaderamente rico.

Es una verdad incontestable que la necesidad, que es la más poderosa de las leyes naturales, obligó a los primeros pueblos a dedicarse a la cría de ganados, a la agricultura y a la población. Si después los Germanos y los Tártaros prefirieron la profesión de bandoleros a la de labradores, fue porque sus vecinos les ofrecían riquezas de que se podían apoderar fácilmente con las armas, y que por efecto de la pereza natural en el hombre, pensaban que era menos penoso saquear y asolar a sus vecinos, que dedicarse a los trabajos del cultivo. Confesemos pues que la población, la agricultura, la industria y el comercio están unidas por unos mismos eslabones, obrando y volviendo a obrar sin intermisión sobre ellos mismos.

Reanimado el comercio reclama una multitud de objetos de cambio, arma buques, establece talleres, construye almacenes, abre fábricas, y llama a su auxilio a las artes y oficios, a las letras y las ciencias. A su voz se ponen en movimiento millares de brazos; el trabajo recibe una recompensa proporcionada, se duplica el número de consumidores, y se abre un manantial abundante de riqueza para la agricultura. Esta distribuye bien pronto entre el comercio lo que ha recibido de él, y exige mejores vestidos, alojamientos más cómodos, y muebles mejor construidos: las fábricas y el comercio recobran también lo que han dado; y como la población está siempre en razón de la mayor facultad que hay para proporcionarse las subsistencias y los placeres de la vida, se hace más considerable. Este acrecentamiento proporciona al comercio nuevas especulaciones, a las fábricas mayores ventajas para emplear sus productos, a la agricultura medios para dar buena salida a sus cosechas; y estas especulaciones, productos y cosechas contribuyen al fin con su movimiento circular y continuo a la mayoría y progresos de la población.

“El hombre (dice Montesquieu) faltaría a cada instante a su Criador, y por eso Dios ha hecho que se reconozca por medio de la religión: se faltaría a sí mismo, y los filósofos le han advertido con las leyes de la moral. Criado para vivir en sociedad podría faltar a los demás, y los legisladores le han hecho conocer sus deberes por las leyes políticas y civiles.”

Montesquieu podía haber dicho con más verdad: “El Todo-poderoso, concediendo al hombre la sensibilidad y la inteligencia, puso en su mano todos los medios de conseguir la felicidad: la religión, la moral, y las leyes son el desarrollo de estos medios. Si el hombre se separa de ellos tiene que volver por precisión, porque ha tomado un camino opuesto a su naturaleza y que le conduciría a su destrucción.”

Lo mismo sucede con los pueblos: si abandonan los elementos naturales de su conservación para entregarse a sistemas, se ven forzados a volver atrás, o perecen si perseveran. Estas verdades están apoyadas en hechos incontestables, de los cuales bastará indicar algunos.

Las manufacturas y el comercio son los elementos de la riqueza de las potencias marítimas. Olvidada Cartago de este principio quiso hacerse conquistadora llevando sus armas sobre el territorio romano, y se arruinó. La agricultura es la base de la prosperidad de las potencias continentales; y así los Asirios, los Persas y los Romanos empezaron a decaer desde que la agricultura dejó de ser su principal ocupación; y si hoy día se coloca a los Rusos en la categoría de las potencias más respetables, es porque su inmensa población, ocupada en los trabajos de la agricultura, tiene en ella el manantial más fecundo de su prosperidad y grandeza. Un príncipe ruso posee por concesión del gobierno o por adquisición un terreno inmenso, y para sacar utilidad de él y que produzca necesita emplear muchos brazos que solo se ocupen en la labor de la tierra. Por consiguiente se ve obligado a dedicar a sus siervos a la agricultura, proveer a todas sus necesidades y tratarlos con dulzura, a fin de que puedan subsistir, trabajen con provecho, y aumenten sus rentas con la propagación. No hay duda en que el siervo es dichoso, pues no tiene otro cuidado que cumplir exactamente la tarea que le impongan, y el de amar a su esposa y velar por la conservación de sus hijos. Si alguna vez se recuerda con dolor de que ha nacido esclavo, le consuela la esperanza de que algún día podrá salir de tal estado, bien por medio de un trabajo continuo y bien ordenado que le granjee el afecto de su señor, o por los ahorros anuales que las leyes le permiten hacer (109).

Si un pueblo con el sistema de esclavitud se hace tan poderoso y feliz, si los crímenes son casi desconocidos en él, como lo prueba la Rusia, es evidente que una nación libre cuya legislación protegiese la agricultura, la industria y el comercio interior, se elevaría al más alto grado de dicha y prosperidad, aun cuando no ofreciese una prueba irrecusable de esto mismo la China, cuyo sistema de economía está fundado exclusivamente en dichos principios.

Se me objetará tal vez que los Asirios y los Egipcios, esos colosos tan terribles, han desaparecido como las repúblicas griegas de la faz de la tierra; a lo que contestaré que la Asiria se aniquiló con las conquistas de Nino y Semíramis, y Egipto con las de Sesostris; y si se ha dicho con algún fundamento que Babilonia en la época de su mayor esplendor se parecía a una hermosa flor que se contempla hoy y no se encuentra ya al otro día (110), se puede añadir que Nabucolasar y los demás soberanos fueron los que ajaron esta flor haciendo de los babilonios una nación guerrera.

En efecto, durante la guerra se abandona por necesidad la agricultura, que es la señal más infalible de la riqueza y felicidad de un pueblo; y como la población está en razón de los progresos del cultivo, es indudable que las conquistas, entorpeciendo el desarrollo de la población, y desviando de la agricultura y del comercio, han arruinado estos imperios poderosos, así como después fueron causa de la decadencia de Roma.

Por el contrario, ¡qué felices resultados no deberá producir el dirigir sabiamente los hombres hacia esas fuentes inagotables de prosperidad! El pueblo que tiene asegurada su subsistencia y satisfechas todas sus necesidades, verá desaparecer los delitos, esos hijos abominables de la indigencia y de la ociosidad, al aspecto de la abundancia y de las recompensas concedidas al trabajo. El poder nacional fundado en la población (111), en el cultivo de la tierra, y en la prosperidad de la industria y del comercio, tendrá la estabilidad que no le pueden dar jamás el sistema insensato de conquistas, ni la posesión fugaz y estéril de las minas de oro y plata; y finalmente, la civilización y la moral harán rápidos progresos, pues un pueblo laborioso y feliz se civiliza purificando sus costumbres.

En el hombre físico se encuentran necesariamente dos grandes clasificaciones, a saber, individuos robustos, e individuos débiles. Del mismo modo en el hombre moral se distinguen dos individuos diferentes, que son el racional o inteligente, y el que no goza de esta prerrogativa; y en el hombre social el sabio y el ignorante. Existe, pues, una especie de esclavitud establecida por la naturaleza misma de las cosas; pues una porción del género humano tiene que depender por precisión de la otra. Para destruir en lo posible esta desigualdad entre los hombres, han recurrido los filósofos a las leyes políticas y a las civiles (112). Estas leyes deben ser perfectamente idénticas entre sí, porque sin este requisito no tendrían fuerza ni se observarían; lo que prueba la necesidad en que se encuentra el legislador de tener siempre a la vista la teoría completa de la organización social, y de no apartarse jamás de los principios del derecho.

El derecho, en toda la extensión de la palabra, es “la luz de la razón que rige igualmente a los hombres de todos los tiempos y países.” Al mismo tiempo que dirige el instinto y la inteligencia del hombre, le considera ya en el círculo estrecho de su familia, ya en la masa de los pueblos; y presenta esas reglas sencillas y sublimes que han llenado de admiración a todos los siglos.

Así, desde el instinto que le inclina hacia la mujer, hasta el cuidado que tiene de sus hijos; desde la educación de éstos hasta el afecto que manifiesta a cuanto le rodea; desde aquel sentimiento interior que le hace compasivo con los desgraciados y agradecido a los beneficios, hasta el que le coloca en la clase de los seres superiores, haciéndole sacrificar todas sus pasiones a la necesidad de servir a la amistad, a la justicia o a la patria, un mismo y solo impulso guía al hombre y le sostiene.

Él se desprende por grados de los lazos que parecen fijarle a la tierra para tomar un vuelo más glorioso; abandona los bosques para habitar en las ciudades; rompe la clava mortífera para coger un pincel, y aleja de sí el odio no viendo en el que le ultraja sino un desgraciado que se extravía y de quien es necesario compadecerse.

De este modo el hombre en su marcha de occidente a oriente y del norte a mediodía se ha ido perfeccionando poco a poco, y se ha visto a la razón universal desarrollarse, difundirse y reducirse a principios sencillos, positivos y uniformes.

Los Caldeos, los Egipcios y los Persas han bosquejado en cierto modo la estatua; los Griegos la han dado las formas; los Romanos la han hermoseado; y después de todas las revoluciones de que han sido teatro el África, el Asia y la Europa, ha llegado al estado en que la poseemos hoy.

Ábrase el libro de los siglos, y se verá que todos los pueblos han consagrado siempre los mismos principios. En la China Confucio proclama que lo que el hombre tiene de celestial es la razón, y que las cuatro reglas principales que debe procurar observar el que aspire a la perfección son las siguientes: Tener a nuestro padre la misma sumisión que exigimos nosotros de nuestros hijos: guardar al gobierno del estado la misma fidelidad que buscamos en los que nos sirven: tener a los ancianos el mismo respeto que exigimos de los que nos son inferiores en edad; y con nuestros amigos el mismo celo que esperamos de su benevolencia cuando se trata de nuestros propios intereses.

En Egipto se oyen de la boca misma del oficial encargado de los funerales los preceptos que deben dirigir la conducta de los hombres virtuosos. “Mientras he vivido en este mundo (dice el oficial a nombre del difunto) he servido religiosamente a los dioses que me dieron a conocer mis padres; he honrado siempre a los que me engendraron; no he matado a nadie; no he retenido en mi poder ningún depósito, ni cometido otro delito imperdonable.”

Los filósofos persas nos proponen estas bellas máximas: “Haced a los hombres lo mismo que quisierais que hicieran por vosotros; no ofendáis a nadie con vuestras palabras, antes por el contrario conservad con vuestra bondad la amistad con los hombres; procurad seguir la verdad sin ninguna alteración, y buscadla con cuidado porque ella perfeccionará vuestra alma. De cuanto Dios ha criado, nada es mejor que la verdad. No ofendáis al padre que os ha educado, ni a la madre que os ha llevado nueve meses en su seno; respetad al ministro que os ha instruido en las máximas de bondad y de virtud; instruid a los niños… el que vive en la ignorancia no conoce ni Dios ni religión.”

La historia de todos los pueblos y de todas las edades ofrece los mismos pensamientos. En unas partes Sócrates enseña que el alma es inmortal y que los hombres deben procurar despojarse de sus pasiones y vicios para hacerse semejantes a Dios. En otras el legislador de Locres, Seleuco, proclama que todos los hombres deben reconocer la existencia de los dioses, y esforzarse para ser buenos; que no deben abandonar su país por ir a vivir en uno extraño, pues nada nos debe ser más caro que nuestra patria. En otras Carondas, el legislador de Thurio, prescribe que se invoque al Ser Supremo, sea en la propia patria o en un país extranjero; que se considere como un crimen la irreligión, los ultrajes voluntarios hechos a los padres, y el desprecio premeditado de los magistrados, de las leyes y de la justicia.

“Volved a cada cual lo que le pertenece (113), nos dicen los oráculos de la religión cristiana; haced por los otros lo que quisierais que ellos hicieran por vosotros (114): si hay alguna cosa que pueda contribuir a adquirir una buena reputación, que aumente vuestros sentimientos virtuosos o que hermosee la moral, que ella sea el único objeto de vuestros pensamientos (115).”

Todos los sectarios, todos los filósofos, todos los legisladores antiguos y modernos, como si se hubiesen reunido en un mismo lugar y en la misma época, han profesado de un modo uniforme esta celestial doctrina que constituye el derecho natural. Los preceptos, se me dirá, son infinitos: No, ciertamente; los que pertenecen a las grandes cosas, a las cosas necesarias, son en muy corto número, y las variaciones que les distinguen dependen de los lugares, de los tiempos y de las personas (116); y, como ha dicho Cicerón (117), no ha existido nación alguna en donde no se haya apreciado la bondad y el agradecimiento, y en donde no se haya detestado al hombre soberbio, malhechor, cruel e ingrato. Esta uniformidad en el modo de considerar las acciones humanas, prueba hasta la evidencia que el hombre tiene en sí mismo el verdadero sentimiento de la justicia, y que el derecho natural es el único cuyas bases sean fijas e invariables.

Se me objetará que cada cual le interpreta a su modo, y que en medio de la fluctuación de opiniones es muy fácil engañarse; a lo que responderé con Confucio, que esto será por falta de examen; pues estando íntimamente unida al hombre la regla de los deberes, las acciones naturales serían conformes a él si se la conociese. Pero en esto sucede como con la comida y la bebida; pues aunque todos beben y comen diariamente, hay muy pocas personas que tengan un discernimiento justo de los sabores, y sean capaces de juzgar exactamente de la calidad y efectos de los manjares y de las bebidas.

La sencillez de los principios facilita su inteligencia. Echando una ojeada sobre la muchedumbre se la verá hacer en sus acciones una aplicación constante de los preceptos que han reunido los filósofos a fuerza de trabajo, y conducirse según las luces de la razón, aunque la suya no esté ilustrada por el estudio; y algunas veces se hallará que es superior a la de los hombres célebres, porque solo sabe lo que necesita saber (118).

Repitamos con el moralista chino: “La regla de la razón, que comprende los deberes recíprocos del rey y del vasallo, de los padres y de los hijos, del esposo y de la esposa, de los jóvenes y de los ancianos, de los amigos, y de todos aquellos que tienen relaciones entre sí, no está fuera del alcance de cada particular; pero las máximas que se forjan cierta clase de gentes, y que quieren hacer pasar por sublimes y superiores a nuestras fuerzas, como por ejemplo algunos principios extraños, recónditos, y que no convienen a ninguna de las dichas cinco clases de personas, no pueden tener cabida entre las reglas de la razón.”

Para demostrar la solidez de esta aserción, procedamos a desenvolver las reglas generales y sumarias de las diferentes especies de derechos.

El derecho civil consiste en las reglas particulares adoptadas por las naciones. Regla es una enunciación precisa y general del principio que decide la causa (119). No tiene fuerza sino en su aplicación directa (120), y su objeto es resolver con una sola decisión muchas dificultades que deben haberse resuelto por un mismo principio de razón (121).

El derecho no procede de la regla; al contrario, del derecho en sí mismo es de donde trae su origen y su poder (122). Así el derecho es la esencia de la decisión, y la regla no es sino la forma (123). Por una consecuencia natural se ha reconocido que aquello que tiene por base la regla está bien fundado en derecho (124); que el que sienta una proposición contraria a las reglas del derecho no debe ser oído (125); y que no es permitido apartarse de la regla sino cuando se encuentra en algún otro texto del derecho una decisión expresamente contraria (126). No hay regla sin excepción (127), pero cuando el hecho de que se trata no está en este caso, la regla conserva toda su fuerza (128).

Las reglas del derecho civil tienen por objeto las personas, las cosas y las acciones (129). Es necesario distinguir dos clases de personas, a saber: las que gozan de toda la plenitud de sus derechos, y las que están sujetas a los derechos de otro: se pueden contar entre estas últimas los que se hallan bajo la potestad de sus padres o de los que los representan, y los que dependen de la voluntad de sus amos, en calidad de esclavos o de otra suerte, según las leyes políticas.

Tres grandes épocas constituyen el estado de las personas, y son el nacimiento, el casamiento y la muerte. La inscripción del individuo en los registros públicos, hace constar que existe y por quién existe; lo que conduce a conocer su filiación, y por consiguiente sus derechos como heredero directo o colateral.

El matrimonio perpetúa la especie, reúne legalmente las familias, las identifica, y establece un orden particular de sucesión. La muerte rompe los vínculos que unen el hombre a la sociedad, dejando en pos de sí la trasmisión de sus derechos efectivos. El nacimiento, el casamiento y la muerte, son pues los actos que más importa hacer constar ordenadamente en el derecho civil.

Las cosas son corpóreas o incorpóreas, muebles o inmuebles, de una existencia continua o discontinua; y muchas veces muebles e inmuebles a un mismo tiempo, ya sea por su naturaleza, por disposición del hombre, o porque lo quiere la ley.

Las acciones son reales, personales, o mixtas; y como toda acción debe estar fundada en hecho o en título, es preciso para determinar el verdadero carácter de las cosas y de las acciones conocer exactamente los hechos, los actos y las leyes.

Hay dos clases de hechos; a saber: puros y dativos: pura facta, et quae ad dationem accedunt (según dice Baldo).

El acto es unilateral o sinalagmático: debe tener la forma que prescribe la ley, y se interpreta más bien por su esencia, por la intención de las partes y por los hechos que le han seguido, que por su nombre, sus términos o su fórmula. Es nulo si le ha recibido una persona sin facultades para ello, y se revoca tanto por un hecho como por un escrito.

La nulidad de un acto es absoluta o relativa. El efecto de la primera consiste en destruir la aprobación de su contenido; y el de la segunda [no] reconocerle en toda su extensión.

En materias de legislación civil lo mismo es saber, que haber podido o haber debido saber; y por esto la ignorancia del derecho no puede servir de excusa: y así como las leyes están hechas para todos y no para cada uno en particular, y porque emanan de la autoridad suprema, se puede también renunciar por un acto privado a los beneficios de una ley que tenga por objeto intereses particulares, pero de ningún modo a las leyes en que se interesan el orden público o las buenas costumbres.

Las leyes pueden ser anuladas expresa, tácita y virtualmente. Expresamente por medio de una ley especial; tácitamente por una ley posterior que la deroga, y virtualmente cuando una decisión posterior revoca la anterior por el solo hecho de no poderse conciliar la primera con la segunda.

Para poder interpretar bien las leyes es necesario penetrar sus motivos, porque el estilo no es más que la forma, y el motivo es su alma y su sustancia; explicar los términos obscuros o ambiguos, por medio del uso, o de la autoridad de la cosa juzgada; y suplir a su insuficiencia por la equidad, que es la proporción general que forma su complemento.

Pasando a las materias criminales, la primera verdad que se ha de tener presente en esta parte del derecho, es la de que la ley debe más bien precaver los delitos con sabias disposiciones, que tratar de castigarlos. Es necesario pues que el legislador criminalista, de acuerdo con el que ha redactado los códigos político y civil, lo disponga todo de manera que estas tres obras se presten un mutuo apoyo.

De las observaciones reunidas de los más doctos criminalistas se han erigido en principios las siguientes: Que siempre que exista delito el ministerio público debe denunciarle, mas no juzgarle; por consiguiente hay tres clases que se ocupan de una misma cosa, a saber: el ministerio público que acusa, el acusado que niega, y el juez que decide lo que se ha de tener por verídico.

Que el juez no debe jamás interpretar la ley en asuntos criminales, sino referirse a los legisladores, o aplicarla cuando es clara y precisa; y en caso de interpretarla ha de ser siempre a favor del acusado. Que es necesario que las leyes sean claras y estén escritas y publicadas en lengua vulgar para que todos las entiendan, y sepan que si las quebrantan recibirán el castigo que en ellas se señala, y este miedo les contenga: Que se debe dar crédito a los testigos no por su número, sino según el interés que tengan en decir o callar la verdad, la confianza que inspire su moralidad, y las mayores o menores luces que den sobre la acusación. Que es preciso no prometer la impunidad al cómplice de un gran delito, aun cuando descubriese los demás cómplices, pues en este caso la ley transigiría con el crimen. Que se debe mirar el interés como la medida de todas las acusaciones, y el juez no debe dar crédito alguno al hombre infamado o que ha sido cómplice de un delito. Que debe ser inflexible en los casos graves, porque son fruto de la perversidad; e indulgente con las faltas leves, que son una consecuencia de la flaqueza humana. Por último, que es necesario que el castigo sea pronto, público y análogo al delito.

Los delitos se dividen en tres clases, a saber: ataque directo e inmediato al orden de la sociedad: atentado a la vida, al honor, o a la propiedad de los ciudadanos o súbditos; y ofensa a la ley.

La legislación criminal distingue el error, la culpa, el delito, el crimen, y la reincidencia.

El error es de hecho o de derecho, esencial o accidental, voluntario o involuntario. Es de hecho cuando nos engañamos sobre un hecho; de derecho cuando no comprendemos el sentido de la ley; esencial cuando recae sobre la totalidad de la acción o del objeto; accidental cuando solo tiene relación con alguna de sus partes; voluntario cuando le hemos cometido con intención, e involuntario cuando ha sucedido lo contrario.

Culpa es cuando voluntariamente no se cumple con una obligación impuesta por las leyes o el uso, pero cuyo carácter no es tan grave que excite la severidad del ministerio público.

Delito, tanto en su etimología como en su aplicación, es el abandono o quebrantamiento de la ley, por lo cual esta no debe castigar una acción que no ha previsto, pues ciertamente sería un absurdo acusar a un individuo porque no ha observado una regla que no existía. La ignorancia de la ley destruye toda idea de delito; y en esto esencialmente es en lo que se diferencia la jurisprudencia criminal de la civil, que quiere que no sirva de excusa la ignorancia.

El delito es voluntario o involuntario. En el primer caso es punible, y digno de excusa en el segundo.

Crimen es la acción dirigida por una intención perversa: no solamente abandona la ley, sino que la ultraja, y por consiguiente tiene un carácter más grave que el delito. El homicidio, por ejemplo, es un crimen si el asesino ha tenido la perversa intención de inmolar a su semejante; y es un delito si aquel hombre se ha visto forzado a ejecutarle a pesar suyo. En el primer caso infringe la ley y la ultraja; en el segundo quebranta la ley que vela por la conservación de los miembros del cuerpo social.

Es necesario, pues, para que haya crimen, que exista un principio de hecho y una intención probada. La intención sin hecho o sin principio de hecho no puede ser considerada como un crimen, pues un buen pensamiento puede haber desvanecido el pensamiento perverso que se había concebido. Por esto se han mirado siempre como asesinos los jueces que sin pruebas de hecho o de principio de hecho, se atrevieron a penetrar en el santuario de las conciencias, y condenar a un acusado por sospechas de que había pensado o proyectado el crimen de que se le hacía cargo.

No solamente es necesario un acto exterior para que haya crimen, sino también que exista una voluntad manifiesta de hacer el mal. Se juzga que no hay esta voluntad en los niños que no han llegado a la edad de la razón, en los imbéciles, los locos, los furiosos, y en las personas poseídas de terror, o violentadas por un impulso irresistible.

Plutarco refiere que Dionisio hizo dar la muerte a un tal Marsias, solo porque soñó que le degollaba; alegando que si no lo hubiera premeditado por el día, no lo hubiera pensado en sueños. Dionisio era un tirano, y solo el hecho que se acaba de citar bastaría para hacer eternamente execrable su memoria.

Finalmente, la reincidencia es la repetición de una infracción cometida ya; y se debe ejercer con ella tanta mayor severidad, cuanto anuncia una perseverancia en la iniquidad.

Si los hombres, los ciudadanos o los súbditos tienen deberes que llenar hacia sí mismos y hacia los demás; los pueblos están sujetos a reglas y a deberes, ya hacia ellos mismos, y ya hacia los otros pueblos.

Los deberes de una nación para consigo misma son vivir conforme a su naturaleza, y perfeccionarse para conservarse. Conocerse bien es el elemento de su conservación.

La nación que adquiere por el derecho natural la facultad de gobernarse como mejor le parece en sus relaciones con los pueblos extranjeros, recibe por una consecuencia del mismo principio el derecho de darse las leyes que la convienen, y puede cuando la acomode reformar su gobierno y modificar su constitución. Las potencias extranjeras no pueden ni deben oponerse a ello, a menos que la nueva organización que adopte esta nación se dirija a su destrucción particular.

Los deberes de los magistrados supremos se reducen a conservar y ejecutar las leyes; y los de los ciudadanos o súbditos a someterse a ellas y resistirse a todo orden que les sea contrario.

El magistrado verdaderamente digno de este nombre debe saber que, en cualquier categoría que se halle colocado el dispensador de la justicia, siempre es juez, y por consiguiente debe tener la autoridad y la circunspección de tal. Debe pesar sus acciones con un santo temor; juzgar por sí mismo todos sus juicios antes de pronunciarlos (130); y tener siempre presente que su conducta está sujeta al examen más severo, no sea que el estado padezca con el remedio que creyó conducente aplicarle (131). Ha de estar persuadido que su mayor delito seria vender la justicia, y que debe contentarse con el estipendio que le asignan las leyes (132); que su tiempo es todo del público (133); que debe desconfiar de la autoridad de los ejemplos, luz engañosa y sombría de que se sirven los sofistas para hacer que sucumba la equidad (134); que antes de servir de instrumento a la injusticia o a la arbitrariedad, ha de preferir renunciar a su encargo; que los objetos principales de su prudencia han de ser su conducta privada y los negocios del público; y por último, que la integridad, la continencia, la economía, la decencia, la actividad, la gravedad, la templanza de genio, la presencia de ánimo, y un conocimiento filosófico de las leyes han de ser los principales caracteres que le distingan (135).

Siendo uno de los primeros deberes del magistrado, o de los magistrados supremos que tienen sobre sí el honroso peso de la autoridad pública, fomentar el comercio y la industria, y conservar o procurar la abundancia, es evidente que pueden admitir o prohibir el comercio, animarle o tolerarle. El modo de obrar en este caso será bueno si redunda en beneficio del interés nacional; en el caso contrario la misma nación tiene el sagrado derecho de quejarse y de exigir una reforma. Por consecuencia inmediata el sistema administrativo debe presentar en sus resultados la base y la solución de las cuestiones importantes que se han suscitado acerca de los privilegios de las compañías exclusivas, la balanza del comercio, las aduanas, &c.

El magistrado encargado de la administración interior debe velar sobre la educación física y moral de los niños; hacer que se construyan, en beneficio del comercio, caminos, canales, puentes y mercados; cuidar de que la moneda nacional tenga una correspondencia útil con las extranjeras; asegurar por medio de buenos reglamentos el modo, la naturaleza y buena fe de las permutas y cambios; proteger las ciencias, las letras y las artes; arraigar en el corazón de la juventud el amor a las buenas costumbres y a la virtud, dirigiendo sabiamente los estudios; por último, hacer del amor de la patria la más sólida de todas las virtudes, estrechando de este modo los vínculos de la familia.

Hacer inamovibles, a menos que no prevariquen, los miembros de los tribunales depositarios de la justicia civil, criminal y de policía: disponer que los tribunales y no la autoridad administrativa (que en tal caso sería juez y parte a la vez) arreglen los intereses contradictorios del fisco con los particulares, caracteriza a un gobierno de justo. Fomentar la población, la agricultura y el comercio es propio de un gobierno que quiere asegurar la felicidad pública manteniendo la abundancia en el interior y su consideración en el exterior.

“Un gobierno sabio y moderado no conviene nunca en que el derecho de propiedad concluya con la vida del propietario; ni en que sobre los bienes vacantes por muerte de este, solo se reconozca otro derecho propiamente dicho que el del Estado” (136). La consecuencia de esta paradoja es que el Estado es el árbitro soberano de los propietarios; consecuencia que destierra toda idea razonable en economía política, al mismo tiempo que destruye toda noción de libertad pública.

Con efecto, así como un pueblo se compone de muchas familias, y una nación de muchos pueblos, así también todos los bienes del estado consisten en la reunión de riquezas de que las familias, los pueblos y la nación tienen el dominio útil. En la familia, pues, y no en el Estado que es hijo de familia, es en donde tuvo origen el primer título de propiedad; y si el estado hereda bienes cuyo legítimo dueño es desconocido, es porque el orden de la sociedad ha querido que lo que no perteneciese a persona determinada, perteneciese a todos (137).

Roma puso en manos del Estado la soberanía señorial, y esa misma orgullosa Roma, después de haber denigrado a sus reyes, y cubierto la tierra de sangre y de ruinas, y de haberse saciado de oro, se humilló como una esclava a los pies de los Césares, de los Marios y de los Silas.

Como el objeto de todo estado es la perfección, y siendo imposible concebir la idea de una cosa perfecta si le falta la unión de sus partes y la unidad del todo, aquella sociedad será más perfecta que a la unidad de su gobierno y de su legislación reúna la uniformidad de su creencia religiosa. Para llegar a este estado de perfección no necesitan los magistrados valerse de otros medios que los de la persuasión (138). En una palabra, como el gobierno es el principio y el centro de toda justicia, todas las jurisdicciones y autoridades dependen de él mediata e inmediatamente.

Pero estas nociones generales del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, serán insuficientes si no están ilustradas por el derecho natural. Este derecho, considerado físicamente, es lo que la naturaleza por sí sola ha enseñado a todos los animales, como por ejemplo la unión del hombre y de la mujer, la procreación de los hijos y su educación (139). Considerado por la parte moral, es lo que la razón indica que se haga, como amar a nuestros bienhechores, socorrer a los desgraciados y defender a los amigos. Cuando se le aplica a la política exterior se llama derecho de gentes; y entonces resultan principios idénticos que la razón universal ha introducido en todos los pueblos.

El primer movimiento, el primer pensamiento del hombre le han inclinado al agradecimiento; y el mayor testimonio de su naturaleza divina es esa penetración sutil que le ha hecho descubrir una mano creadora por entre esos astros majestuosos que parecía tan natural verle adorar. En este homenaje tributado a la divinidad (140), y en la noble esperanza de la inmortalidad del alma, es en donde el hombre ha encontrado las bases de todas las leyes naturales, y los motivos que se las hacen respetar. Estas leyes son la regla de la conducta del hombre, y esta según dicha regla consiste en el cumplimiento de los deberes que se le han impuesto para que llene su destino sobre la tierra, y por consiguiente para su felicidad le han sido revelados los principios del derecho natural. Dichos principios están fundados en el sentimiento de su conservación, y faltar a ellos sería ponerse en guerra consigo mismo y con toda la sociedad humana cuya disolución se provoca.

La facultad de disponer de su persona, de sus acciones y de sus bienes del modo que más le conviene para su felicidad, es una prerrogativa inherente a la persona de cada individuo. El respeto de esta misma prerrogativa en los demás le sirve de límites: ella establece las relaciones de mutua benevolencia entre los hombres; motiva la necesidad de castigar a los que turban la armonía que haría dichosa a la humanidad si todos los individuos usasen ordenadamente de su libertad: las leyes y las costumbres la sirven de guía en el orden social; y por último consiste en la justa defensa de uno mismo, y en el derecho de exigir de los demás la misma benevolencia, socorros y consideraciones.

Está reconocida esta justa defensa de uno mismo, siempre que se pruebe que no ha sido posible evitar el peligro sino recurriendo a medios extremos, y que se ha rechazado la agresión, ciñéndose solo a la propia defensa, pero sin abusar de los medios que proporcionaba la fuerza y el valor.

Como una nación, un pueblo y un estado representan la unión de cierto número de hombres que asocian sus fuerzas y sus talentos para asegurar los medios de satisfacer todas sus necesidades físicas y morales; siendo unos mismos los intereses de esta nación, este pueblo y este estado; dichos intereses con respecto a sus relaciones con los demás pueblos deben ser aclarados y favorecidos por las reglas del derecho de gentes, ya sea por el derecho convencional o por el de costumbre.

El derecho de gentes se aplica a las naciones en general; el convencional resulta de los pactos o tratados, y el de costumbre se compone de los principios consagrados por el uso. El derecho natural o el de gentes es obligatorio para todas las naciones; al contrario del de costumbre y el convencional, que solo pueden servir de regla a las naciones que han admitido los usos de que se forma el primero, o los pactos que son la base del segundo.

Estas tres especies de derecho reunidas forman lo que se llama derecho público general, que es el conocimiento y aplicación de las reglas que deben dirigir a los individuos, a las naciones, a los pueblos y a los estados, a fin de que la justicia les afiance sus derechos y su reposo.

El objeto y la necesidad de recurrir a las reglas del derecho público general resultan de la obligación que la naturaleza misma ha impuesto a los individuos y a las naciones de ayudarse mutuamente contribuyendo de este modo a la felicidad de la masa de la especie humana.

Las naciones pueden estar en una independencia absoluta o relativa: sucederá lo primero cuando no se hallen sujetas a ninguna ley extranjera, y lo segundo cuando siendo demasiado débiles para defenderse por sí mismas se pongan bajo la protección de otra nación, la paguen tributos, o se hagan feudatarias de su gobierno (141).

Así como una nación está interesada en que su conservación y su bienestar se funden en la justicia, del mismo modo la sociedad humana está sujeta a esta misma justicia para su bien y conservación. De este principio derivan todas las obligaciones de unas naciones con otras; y estas obligaciones están determinadas por el derecho natural, la costumbre y los tratados. Pero en caso de guerra los derechos de las naciones enmudecen para ceder al imperio de la fuerza, y por consiguiente la infracción de los principios del derecho público general no se puede reprimir sino con la fuerza.

Todas las leyes generales o especiales se refieren a un mismo principio: no pueden sostenerse si no están acomodadas a las costumbres generales y particulares, y para elevarse al alto grado de utilidad que se proponen principalmente deben tratar de satisfacer las necesidades físicas de los hombres individualmente, como cuerpo de nación, y aun en sociedad universal. Estas son verdades incontestables que deben tener su aplicación en el desarrollo de la acción ejecutiva.

Subsidios excesivos; monopolios (especialmente en los granos); poca aplicación al comercio, al tráfico, a la labranza y a las artes y oficios; el gran número de empleos y la autoridad excesiva de los que los desempeñan; los gastos, dilaciones e iniquidades de la justicia; la ociosidad, el lujo, y todo lo pertenece a la licencia y a la corrupción de las costumbres; la confusión de las jerarquías; las alteraciones de la moneda; las guerras injustas e imprudentes, el despotismo de los soberanos y su ciega afición a ciertas personas; su prevención en favor de clases y profesiones determinadas; la avaricia de los ministros y de los favoritos; el envilecimiento de la nobleza; el desprecio y olvido de los literatos; la tolerancia de las malas costumbres y la infracción de las buenas leyes; el demasiado apego a usos indiferentes o abusivos; y finalmente la multitud de bandos y reglamentos embarazosos o inútiles; he aquí el análisis que hizo Sully de las causas que contribuyen a arruinar o debilitar las monarquías. Esto conduce a examinar el modo de reconocer las enfermedades del cuerpo social, y determinar con exactitud qué es lo que puede conservarle o restituirle todo su vigor.

Solo la estadística puede presentar en este caso datos positivos; pero sería necesario considerarla en sus verdaderas relaciones, adoptar todo el sistema, y no contentarse con cultivar una parte de él no haciendo caso de las demás, como ha sucedido hasta el día. Y aun esto no sería una cosa nueva, pues Augusto (142) y Tiberio (143), a quienes la historia ha pintado con colores tan diferentes, y que han sido designados por la opinión general como los primeros administradores de su tiempo, sacaron gran partido de esta ciencia.

Si se quiere, pues, que la administración pública sea el agente perpetuo del orden en un estado, es necesario que su teoría esté fundada en el conocimiento exacto de las relaciones que tienen los gobernantes con los gobernados; que sus esfuerzos se dirijan a dar movimiento a los resortes de la autoridad ejecutiva; que tenga por objeto la conservación física y el desarrollo moral de los individuos, y que el fin que se proponga sea el de reducir todas las operaciones a actos de previsión, de justicia y de orden. ¿Y cómo podrá elevarse a estos actos un administrador que ignore los hechos y los principios?

Si no tiene nociones exactas del aumento, disminución o variaciones que han tenido, tanto en su nación como en las extranjeras, la población, los productos naturales o de industria, los consumos, las rentas públicas y particulares, las fuerzas terrestres y marítimas, las relaciones comerciales y diplomáticas, los sistemas políticos o religiosos, y las doctrinas literarias, filosóficas o científicas; no podrá reconocer las causas de estas variaciones, ni dar su justo valor a la fuerza, a la riqueza y al poder absolutos o relativos de su país, y se verá por consiguiente privado de la ventaja de poder combatir el mal con sabias providencias, o de dar por medio de planes bien combinados un libre curso a la prosperidad nacional.

La riqueza ¿consiste en el oro y la plata, o estos metales no hacen más que representarla? ¿No es más esencialmente rico el territorio que produce a sus habitantes en lugar de metales abundantísimas subsistencias? Hecho demasiado común el numerario, ¿no debe aumentar el valor de los objetos de primera necesidad, disminuyendo su precio? ¿No producirá una subida en los jornales, y la consecuencia de esta subida no será el hacer que la balanza se incline a favor de los fabricantes extranjeros que pagando menos a los obreros pueden dar más baratos los productos de su industria? ¿No es propio de un gobierno prudente el hacer pasar a los pueblos en cuya prosperidad se interesa el dinero que por su excesiva abundancia entorpecería la circulación? ¿No legitimará esta medida ya comprando las producciones naturales que le niega o no produce en bastante abundancia el suelo nacional, ya adquiriendo las razas de animales y los géneros de vegetales de que carece, ya en fin proveyendo sus astilleros y arsenales de todos los pertrechos que se necesitan en tiempo de guerra, y que le sería imposible acopiar de repente en caso de un rompimiento no esperado? (144) ¿No debe un gobierno simplificar cuanto pueda la máquina de la administración a fin de que el orden y la claridad sucedan a la obscuridad y al desorden, la rapidez a la lentitud de la ejecución, hombres escogidos, a una caterva de empleados tomados a la suerte, y una prudente economía a gastos inútiles? ¿No es interés suyo elegir para los destinos personas que a su aptitud reúnan la buena voluntad? (145) Y pues que la población se aumenta con la venida de los extranjeros, ¿qué mayor atractivo puede ofrecerles un gobierno que el espectáculo de un estado en donde se encuentran reunidos el bien estar y una libertad fundada en leyes sabias y en un respeto profundo a las opiniones religiosas, a las personas y a las propiedades?

¡Qué feliz es el monarca que por medio de la previsión, la justicia y el orden ve satisfechas las necesidades físicas y morales de sus pueblos! ¡Qué grande, cuando (a imitación de Marco Aurelio) no viendo en cada hombre más que un hermano suyo y en cada culto un homenaje digno del Eterno, ilumina los entendimientos con su sabiduría, purifica las costumbres con el ejemplo, y hace que la tolerancia sea mirada como una de las primeras virtudes civiles y políticas!

La religión, que algunos autores han definido una idea y un culto razonable de Dios, es el complemento de la legislación y de la filosofía (146); y un vínculo que fortifica todas las instituciones humanas. Solo el objeto que se propone es suficiente para humillar a todos los enemigos que le han suscitado el vicio o la locura.

El hombre de estado considera las religiones como una emanación del poder supremo que dirige el mundo. En efecto, todas están fundadas en la misma base que es la divinidad, y esta es tan inmutable como la marcha de los siglos. Los caracteres que distinguen a las religiones se resienten del tiempo y de los lugares en que han sido establecidas, y del genio de los pueblos que las han abrazado. Merecen nuestro respeto a causa del principio sagrado en que se fundan; nuestro reconocimiento porque su objeto es hacer mejor al hombre; y nuestra indulgencia respecto de las ceremonias supersticiosas de que casi siempre están acompañadas, por ser estas ceremonias obra del hombre.

Los pueblos que han tenido la dicha de recibir los dogmas purificados de todos los errores de la idolatría y de la superstición, deben compadecerse y no perseguir a los que no han obtenido del cielo igual gracia (147). Tal es el principio que une a todas las religiones entre sí.

Los sofistas modernos separan la religión de la razón de estado, y pretenden que se puede gobernar la república sin religión. Hornio (148), que en este punto sigue los principios de Seleuco y de Charondas (149), dice que semejante opinión destruye todos los fundamentos de la política, y prueba que la religión es absolutamente necesaria en un gobierno; que la verdadera razón de estado no puede estar jamás en oposición con los cultos; que donde no hay religión, tampoco pueden existir pactos ni alianzas duraderas, pues que todas están apoyadas en la santidad del juramento, que no es otra cosa que una invocación al Todo-poderoso considerándole como remunerador y vengador. Si no existiese, pues, el juramento, no habría motivo para mirar con tanto horror el perjurio, y se podría faltar a la buena fe impunemente y sin vergüenza.

Se puede considerar a la religión bajo dos aspectos; a saber, el del poder temporal, y el del espiritual. Bajo el primero, el ejercicio del culto depende absolutamente del gobierno civil; y bajo el segundo, como la religión no es entonces más que un poder moral, no tiene relación sino con la doctrina, cuya dirección pertenece en este caso a sus ministros.

No es, pues, la religión, como algunos han supuesto, contraria a la unidad del gobierno civil. Pero cuando los jefes del estado quieren que prevalezca el poder de las armas en favor de una secta, se puede convertir la religión en un manantial de desórdenes; en cuyo caso no hay que culparla a ella sino al gobierno, pues los jefes de un estado, como encargados de la administración suprema, no deben decidirse oficialmente por Lutero, ni por Calvino, ni por Descartes o Newton, sino dejar al cuidado cuerpo eclesiástico y de los sabios el juzgar de las doctrinas, ocupándose ellos únicamente en proteger las personas y dirigir la administración pública.

¿No hubiera sido más feliz la Inglaterra si un Henrique VIII (1519), y un Jacobo I (1603) en lugar de meterse en controversias teológicas se hubiesen dedicado a gobernar bien? La Francia ¿tendría que llorar los desórdenes que produjeron las Cruzadas y la Liga, si sus reyes no hubiesen estado animados de un falso celo por la religión?

Sin embargo, el gobierno tiene obligación de estar alerta para que no se erija en sistema la intolerancia, y cuidar de que los ministros sean bastante instruidos, a fin de que el ejercicio del culto no degenere en superstición, pues esta es tan injuriosa a Dios como funesta al hombre, y con razón ha sido llamada por los filósofos “un falso juicio de la Divinidad, acompañado de disturbios y agitaciones: un temor mal entendido que nos hace adorar dioses extraños, y nos induce a tributarles un culto desaprobado por los sabios de la religión.”

Por último (150), la religión es la moral propiamente dicha: por consiguiente debe ser una parte integrante e indivisible del pacto social (151), y al gobierno toca cuidar que no se aparte de su verdadero fin.

Como hay una multitud de pormenores que el legislador no puede arreglar ni prever, tiene la religión que llenar estos vacíos, inclinando el corazón del hombre al ejercicio de todas las virtudes. Por esta razón se recomienda en ella la sumisión a los superiores (152), la fidelidad (153), la justicia (154) y el celo en los diferentes empleos (155). Ella quiere que el ciudadano sea rígido observador de las leyes de la naturaleza y de la honestidad (156); proscribe la violencia (157), la avaricia (158), la destemplanza y todas las pasiones (159), describe los sublimes principios de la moral diciendo a los hombres que se abstengan del asesinato, del robo, del adulterio y del falso testimonio (160), convidándolos a que se amen mutuamente y se sacrifiquen por sus amigos (161), a volver bien por mal, a dar de comer a su enemigo si tiene hambre y de beber si está sediento (162); a alejar de sí toda idea de venganza, aun con sus opresores, confiando ciegamente en la justicia y en la bondad divina (163).

“Admirad, grita a los hombres, admirad la belleza, esplendor e inmensidad del universo (164): considerad esa multitud incalculable de cuerpos luminosos que vagan en el espacio, y adorad al Ser inteligente autor de tantas maravillas. Su mano poderosa es la que fertiliza vuestros campos; él es quien os envía el aire puro que respiráis, y a él sois deudores del padre que os ama, de la madre que os acaricia, y de la esposa que hace vuestra felicidad: él está presente a todas vuestras acciones y penetra los pensamientos más ocultos de vuestra alma. Si la memoria de una buena acción os inunda a veces de un placer celestial, esto es una recompensa que el cielo concede a vuestras virtudes; pero si por el contrario os despedaza el gusano roedor de los remordimientos, ¡desgraciados! habéis sido criminales, y él os castiga.

“Existen leyes anteriores a todas las instituciones humanas, y que emanan de la voluntad del Eterno, que os inclinan a amar a vuestros bienhechores, a aliviar a vuestros semejantes, a no oprimir (aunque podáis hacerlo sin temor de la justicia humana) al hombre débil que os someten las circunstancias, y a sacrificar generosamente vuestros intereses por el de los demás. Por ellas tiene la verdad tan poderosos atractivos, el hombre dignidad, y el orden de la sociedad sanción.

“Todos los bienes de la tierra son perecederos o engañosos: el amor os hace traición, la amistad os abandona, los parientes espiran, se arruina vuestra fortuna, los calabozos se abren bajo vuestros pasos, y los grillos oprimen vuestros pies o lastiman vuestros brazos, la muerte se aproxima…  Elevad vuestra alma a Dios que no engaña a nadie, ni abandona a los afligidos: él es inmortal y os hará felices.

“Volveréis a ver a vuestros amigos y a vuestra familia en un mundo en que no habitan la injusticia ni la tiranía: entonces recibiréis en el seno de la misma verdad la recompensa debida a vuestras virtudes, y el premio de vuestros padecimientos.”

Así es como la religión reúne a todos los seres esparcidos sobre el globo por un sentimiento de amor y de benevolencia, y fortalece nuestras almas con el pensamiento delicioso de otra vida mejor. ¡Pero los sofistas no solo han intentado separar del sistema social este elemento de todas las virtudes, sino que se han atrevido a negar la existencia de una Inteligencia suprema!

En vano les presenta la historia al Egipto adorando al Eterno bajo el nombre de Osiris (165); la Grecia con el de Zeus; los judíos con el de Adonai, y los latinos con el de Júpiter. En vano los filósofos indios (166), persas (167), griegos y latinos (168) proclaman la unidad de Dios, o inclinan a los hombres a que respeten la religión. En vano ven a los Caldeos y Magos profesar desde tiempo inmemorial el dogma de la inmortalidad del alma (169): ellos se creen más sabios que todos los filósofos antiguos y modernos, y se mofan de las creencias de todos los pueblos y de todos los siglos. No pueden descomponer el metal entre sus manos, ni explicar el mecanismo del movimiento de sus brazos; tampoco pueden comprender la inmensidad del espacio ni la eternidad del tiempo, aunque nadie se haya atrevido jamás a negar estas verdades; y sin atender a que el tiempo es independiente por necesidad de la materia, pretenden sentar de un modo irrecusable el principio general de todo lo que existe, sosteniendo que este principio es puramente material, y que la formación del universo se debe a las propiedades de la materia. ¿Y en qué fundamentos han apoyado esta doctrina? En que no podían responder de la existencia de un Ser espiritual. No advirtieron que si esa potencia inteligente que mantiene una armonía constante en todas las partes del universo es una cosa incomprensible para el entendimiento limitado del hombre, no es menos incomprensible y repugnante creer que la materia y el barro movidos por sí mismos varíen sus modificaciones hasta el punto de presentar el magnífico espectáculo de todos los fenómenos de la naturaleza. No advirtieron que cuando se trata de elegir entre dos cosas incomprensibles, de las cuales la una es repugnante, vale más inclinarse a la incomprensible siguiendo la simple luz de la razón; y que sus esfuerzos para sostener una doctrina absurda no solo eran inútiles (170), sino que su sistema, suponiendo que fuese admisible, era el don más horrible que se hubiera podido hacer al género humano (171). En una palabra, ellos se han hecho ridículos con su excesivo orgullo, y odiosos por haber tratado de romper un freno que asegura el triunfo de la moral; y los verdaderos filósofos les han abandonado a su delirio, del mismo modo que se podría dejar (según la expresión de Voltaire) a los topos enterrados bajo la yerba, que negasen la existencia del Sol (172).

Amor a las ilusiones, indiferencia por la verdad, suposiciones engañosas en lugar de hechos positivos; nociones confusas, comparaciones inexactas y ejemplos sin aplicación: en vez de definiciones que den el verdadero valor a las palabras, fijen las ideas, y hagan juzgar de las cosas con exactitud; una obscuridad calculada para rodear de un respeto misterioso planes mal concebidos; algunos conocimientos parciales, y una ignorancia absoluta del conjunto de relaciones que unen la legislación a la acción ejecutiva y a la religión: tales son las causas de los errores tan fecundos en desastres en que han incurrido los publicistas y los hombres de estado.

¡Abate tu orgullo, hombre soberbio, y mira en derredor de tí! La rival de Minerva, ese insecto cuyo nombre solo parece que ofende la delicadeza de tu lengua, la araña, más hábil que tú, te dá una importante lección. Considera ese tejido sutil, donde tiene su residencia, que ha formado con hilos en infinitas y varias direcciones: nada hay confuso en su trabajo; por cualquier punto que llegue su enemigo lo nota prontamente por la vibración de un hilo que está en contacto con ella: nada entorpece su marcha, cualquiera que sea el sentido en que deba obrar, ella vela del mismo modo y con igual éxito por su conservación que por la de su obra maestra, porque conoce perfectamente las partes y el todo.

Así es como el hábil jefe de un estado, o el principal ministro en quien tiene depositada su confianza, contrayéndolo todo a la unidad de acción, enlazando entre sí las partes que le parecen distintas, y haciendo que la legislación, la religión y el poder ejecutivo concurran todos al mismo fin, domina a los hombres y a las cosas, sujeta los sucesos a sus cálculos, y perfecciona, anima y dirige a un mismo tiempo los resortes visibles u ocultos de la máquina política.

A su voz Venecia se erige en soberana desde el fondo del mar; la Bélgica cubre con abundantes mieses sus vastas llanuras, la Holanda hace a los pueblos tributarios de su comercio; el condado de Brandemburgo se eleva a la categoría de las potencias de primer orden; la Polonia desaparece, y la Rusia se sienta sobre las ruinas de esta antigua república.

Véase con qué sabia economía equipa y arma los ejércitos alemanes; con qué destreza hace creer que hay abundancia enmedio de las mayores escaseces; con qué maña rodea su persona de sabios para hacerse él mismo el foco de todas las luces; cómo de una multitud de soldados indisciplinados o tímidos hace salir a los Bayard, los Duguesclin, los d'Assas, los Catinat y los Turenas. Si quiere marina producirá los Duguay, los Trovin, los Ruyter y los Suffren, y si restablecer una nación fatigada y empobrecida por la guerra llamará a su auxilio a la agricultura y al comercio.

En la guerra entusiasma al soldado con su presencia, hace que sus batallones se precipiten como un torrente sobre los batallones enemigos, vence en campo raso y en los desfiladeros, toma alternativamente la ofensiva o la defensiva, sostiene asaltos o pone sitios; en una palabra, parece que quiere apurar las palmas de la victoria. Ofrece la paz, y como Augusto se maravilla de que Alejandro temiese no tener nada que hacer cuando no hubiese pueblos que conquistar. No ignora cuan bárbara y vana es la gloria de los guerreros cuando no combaten por los intereses de su patria; y así ni aquel ídolo insensato, ni la sed del oro le harán que conduzca a sus valientes compañeros a climas remotos, pues sabe muy bien que la verdadera riqueza no consiste en la posesión de una gran cantidad de metal, sino en la de los objetos necesarios a la vida; y nuevo Cincinato se despoja de la túnica guerrera para vestir la toga, o volver a empuñar el arado con sus manos victoriosas.

Él tiene en su mano los destinos del universo, y estando a la cabeza de un gobierno respetable supera todos los obstáculos. Si sus recursos físicos son cortos, su genio suple a todo; él agita y desune los gabinetes y oprime al enemigo que quería oprimirle: corren arroyos de oro, y la sangre nacional no regará una tierra extraña.

¡Qué orden observa en la administración de las rentas! ¡Con qué claridad presenta el resultado de las entradas y salidas! ¡Cómo cuida de que no se apliquen a otro objeto los fondos destinados para el servicio público! En medio de la guerra misma y de las convulsiones políticas están tan sabiamente dirigidos los impuestos, y se reparten con tal economía, que se creería que la balanza de Astrea ha vuelto a aparecer sobre la tierra.

Os acordaréis de esas infames guaridas en que el usurero y el que presta a interés insultaban a la moral pública; de esos magistrados abominables que castigaban a los acreedores del Estado por la confianza que tenían en él; de ese conjunto monstruoso de leyes contradictorias, que a la voz de la intriga, del soborno o del poder, trastornaban la fortuna de los ciudadanos: pues esas guaridas están cerradas, depuestos esos magistrados, y abolidas esas leyes.

El ministro ha cimentado la libertad pública en la buena fe del gobierno, en la moralidad de los particulares, en la sencillez de las leyes, y en la prudencia de los magistrados. Sabe que no puede haber prosperidad nacional si la población, la agricultura, la industria y el comercio no se desenvuelven siguiendo un sistema de progresión continua; por lo cual coordina las diversas partes de la administración pública de manera que todas concurran igualmente a este fin; y como está convencido de que el fácil acceso a los príncipes ofrece mil medios de conocer la verdad, y de hacer los pueblos felices, está siempre pronto para escuchar reclamaciones, dictámenes y noticias (173).

A imitación de Alejandro Severo mira los empleos públicos como una propiedad sagrada de la probidad y de la instrucción, y no aguarda a que la intriga se apodere de ellos; antes por el contrario, deseando que sean ocupados dignamente, busca por sí mismo los hombres más virtuosos y más aptos para desempeñarlos (174).

En vano la naturaleza lucharía contra él, pues tiene la facultad de hacer pasar cuando quiere al corazón del flemático habitante del Norte toda la exaltación meridional; y mañana, si le acomoda, adormecerá al feroz Aníbal en el seno de las delicias de Capua.

Todo aquel que no ama a su patria, es por la misma razón enemigo suyo, está electrizado por una especie de sentimiento religioso que algunas veces le impele a hacer cosas contrarias al uso y al derecho público; pero consulta su conciencia, y le sirve de excusa la certeza de que ha hecho un servicio a lo que él ama más que todo.

Nadie sin su noticia se atreve a dar un paso en toda la superficie del país de cuyo gobierno está encargado: sabe cuanto pasa en las potencias vecinas; lo prevé todo, y por su causa goza el país de libertad, se da culto a la virtud, y todos los ciudadanos son felices. ¡Labradores! estad tranquilos: el enemigo no interrumpirá vuestros trabajos. ¡Madres tímidas! no tengáis ningún sobresalto: los brazos de los raptores están encadenados, y el seductor se convertirá en un honrado padre de familia, pues el ministro vela del mismo modo por la seguridad de vuestras hijas que por la del estado.

Admirad, además, con qué pulso discute este ministro los intereses de su país en los momentos de la tranquilidad o de disensiones. A su aspecto, que parece que insinúa sus pensamientos en el corazón de sus adversarios, al primer sonido de su voz, todo se conmueve, se anima o enmudece. Sabe que, semejante al Eterno, debe tener en su mano todos los sucesos, dirigirlos y no seguirlos; y penetrado de esta idea, en vano se reunirán contra él la elocuencia o la exaltación para mudar o desbaratar sus planes. Responde con cordura a los ataques imprudentes, rechaza las declamaciones del delirio o de la perfidia, y con la fuerza de la ciencia de gobernar destruye fácilmente todas las falsas teorías que puedan oponérsele.

En el consejo hallareis en él un ilustrado admirador de las leyes: explica con método y claridad cómo se eslabonan todas las verdades del derecho natural, del político y del civil; en una palabra, podría servir de modelo a todos, pues no ignora nada de cuanto sabe cada uno en particular. Por último debería ser el amigo de todos, pues conservando la gran familia y el estado, no hay ningún ciudadano que no le sea deudor de algún beneficio.

Creo haber dicho lo bastante; pues sería necesario tener un talento igual al de este hombre para poder trazar dignamente su retrato.

(páginas 1-146.)

Notas

(1) V. Mem. Xenoph.

(2) La voz economía viene de oikos (casa) y nomos (ley), y por lo regular significa el prudente y recto gobierno de la casa, para el bien común de toda la familia. Después se ha hecho extensivo el sentido de este término al gobierno de la gran familia, que es el Estado. Para distinguir estas dos acepciones se le da en este caso el nombre de economía general o política. (J. J. Rouss. Disc. sobre la Econ. Pol. pág. 1).

Economía política es el arte y la ciencia de mantener a los hombres en sociedad, y hacerlos felices; objeto sublime, el más útil y más interesante que puede haber para el género humano. (Boulanger, tom. 7, pág. 203).

(3) Para resolver la cuestión de si un pueblo ha existido mucho tiempo en una porción de la tierra, no hay sino examinar la lengua del país. Si el pueblo era comerciante debe haberse enriquecido el idioma comercial; si guerrero, los fuertes, las esplanadas, las armas, y todas las voces técnicas del arte de las batallas serán verdaderamente originales; si agricultor, la lengua será fecunda en términos que designen los trabajos del campo. De todos modos la permanencia en un paraje de este pueblo habrá dejado huellas profundas y fáciles de reconocer, bien haya limitado su lengua al país que ocupaba, o la haya confundido con la de otros pueblos con el establecimiento de colonias.

(4) Rep. lib. 9.

(5) Diog. Laert, Aristotelis vita.

(6) Prólogo de la Enciclopedia.

(7) Politica scientia est quæ constituendæ, conservandæ augendæque reipublicæ curam ac rationem tradit. (Boxhornio, Instit. polit., c. I., §. 1).

Vocabulum politica duplici imprimis sensu accipitur: 1.° propriè, pro illa scientia quæ circa remp. versatur; 2.° impropriè, pro arte simulandi ac dissimulandi, et hoc sensu in Galliâ politici appellantur qui censent Hugonotas esse tolerandos, de quibus Thuanus videatur. (Disc. georg. Hornii apud Boxh, p. 6).

(8) No se entiende aquí solamente por clima el grado de temperatura o de elevación propio a cada país: esta voz está tomada en todo su sentido, y comprende la exposición y calidad del terreno, la naturaleza de la atmósfera y de las aguas, el número y dirección de los ríos, y las producciones territoriales de todo género.

(9) Habet aliquid ex inicuo omne magnum exemplum quod contra singulos utilitate publicâ rependitur, atque ex his impedimentis illud profluxit quod tot diversæ imperandi rationes, tot diversæ leges enatæ fuerint. Ita, apud Orientales populos, principes, ferè legum vinculo liberi, quod innatus dictat genius, pro libitu, pro imperio cuncta faciunt, prout ipsos vel voluptatis illecebræ rapiunt, vel rationis impetus ducit: scilicet servilia illa ingenia jugo assueta tyrannidem faciliùs etiam quàm liberioris animi fructus, ferunt. Aliter agitur apud Septentrionales qui, amantes libertatis, legibus reges suos astrinxerunt, et omne illis imperium animorum immò et corporum quidam abstulerunt. Libera nempè et gravia gentis imperia modum regnantiam vitiis imposuêre. (Tacit. Ann. l. 14, c. 44, §. 7).

(10) Provide de omni plebe viros potentes, et timentes Deum, in quibus sit veritas, et qui oderint avaritiam, et constitue ex eis tribunos, et centuriones, et quinquagenarios, et decanos qui judicent populum omni tempore: quidquid autem majus fuerit referant ad te, et ipsi minora tantummodò judicent. (Exod. 18. 21. = V. Deuter. 17).

Non facies quod iniquum est, nec injustè judicabis. Non consideres personam pauperis, nec honores vultum potentis. Justè judica proximo tuo… Nolite facere iniquum aliquid in judicio, in regulâ, in pondere, in mensurâ… &c. (Levit. 19, vers. 15 et 35).

(11) Advocati qui dirimunt ambigua fata causarum suæque defensionis viribus in rebus sæpè publicis et privatis lapsa erigunt, fatigata reparant, non minùs provident humano generi quàm si præliis atque vulneribus patriam parentesque salvarent. Nec enim solos nostro imperio militare credimus illos qui gladiis, clypeis et thoracibus nituntur, sed etiam advocatos. Militant namque causarum patroni, qui gloriosæ vocis confisi numine, laborantium spem, vitam, et posteros defendunt. (L. 14. Cod. de advoc. divers. judic.).

(12) He aquí la respuesta que dio Mario al lictor de Sextilio, cuando vino a intimarle que saliese del gobierno de aquel Pretor: “Di a tu amo que has visto a Mario desterrado de su país, sentado sobre las ruinas de Cartago.” (Vertot, l. 3, pág. 4).

(13) Eponina, dama romana, esposa de Sabino, estuvo oculta nueve años en el retiro de su marido. Vespasiano, cediendo al rigor de las leyes de Roma, la hizo dar muerte juntamente con su esposo, pero perdonó a sus hijos. Eponina, en lengua céltica significa heroina. V. Crévier.

(14) Asesinado el día 18 de setiembre por Esteban, mayordomo de su sobrina Flavia Domitila.

(15) Heidegger, Hist. patriarch. t. I, pág. 84.

(16) Calmet, Comment. in Genes.

(17) Deuteron. 19. v. 12. Isaias 37 v. 12.

(18) Voz griega que designa al tigre, llamado hoy por los árabes Dylat.

(19) Autor de la Cosmogonía fenicia. (V. Sanchoniaton, apud Eus. de præp. evang.)

(20) Segun Manethon, autor de los Fragmentos sobre la historia antigua de Egipto. V. Perizon, Ant. de Egipto pág. 23.

(21) Autor de las Antigüedades de Babilonia.

(22) V. Saveriano.

(23) No se trata aquí de las leyes en su definición judicial, cuyo uso y fuerza consisten en mandar, prohibir, permitir y castigar. Legis virtus hoc est, imperare, vetare, permittere, punire. L. 7. §. de legib.

(24) Necessitas, legum prima.

(25) V. Homero.

(26) Plin. Hist. nat. l. 33, c. 33.

(27) Las poesías sagradas han sido las primeras producciones literarias.

(28) Pausanias: trad. de Gédoin, t. 4, p. 36.

(29) Formarum reip. origo ex eo primùm nata est quod in vagâ et nullis adhùc legibus coercità hominum multitudine, qui corpore robustior erat, principatum in alios usurpare coepit. Regnum seù unius dominatio primò omnium reip. formarum inter mortales fuit constituta. (Polib. lib. 6).

(30) Gobierno de muchos.

División del Tiempo.

(31) Para hallar una medida exacta de la duración del tiempo, y fijar su orden de sucesión, se ha buscado en la naturaleza un movimiento igual y uniforme. Los habitantes de las llanuras de Senaar, y también los de los montes Apeninos, han convenido en que la medida más natural y segura era el curso de los astros, y esta medida se ha hecho después universal. La única diferencia que existe entre los cronologistas antiguos y modernos, en cuanto a las bases de los cómputos, se apoya en los cálculos hechos según el sistema de las revoluciones solares y lunares, y el de la división de los días.

Todos los pueblos han dividido como nosotros el día en 24 horas. Los antiguos árabes, y a su ejemplo los astrónomos, empezaban el día a las doce de la mañana: mientras que los egipcios y romanos, cuyo método seguimos nosotros, le contaban desde media noche. Los judíos, los italianos, los chinos, y en otro tiempo los atenienses, contaban su día desde el momento en que se ponía el sol: y los griegos modernos, queriendo imitar en esto a los babilonios, le cuentan desde que aparece por el Horizonte.

La división de la semana en 7 días y el nombre de éstos se debe a los egipcios. Casi todos los pueblos la han adoptado, aunque unos concluyen su semana en viernes, como los antiguos egipcios y los musulmanes, en sábado como los judíos, o en domingo como los cristianos.

Los meses se dividen en solares y lunares; cuya etimología viene de la palabra griega men que significa luna. Mes solar es el espacio de tiempo que parece emplea el sol en recorrer cualquiera signo del Zodiaco. Los meses solares son desiguales entre sí, y según el movimiento medio cada uno es de 30 días 10 horas 29’ y 5’’. Mes lunar es el tiempo que gasta la luna desde una conjunción con el sol hasta la conjunción siguiente; y su duración es de 29 días 12 horas 44’ y 3’’.

Los años se calculan por los meses solares o por los lunares. Año solar es el tiempo que gasta el sol en recorrer los 12 signos del Zodiaco; y se compone de 365 días 5 horas y 49’. Sobrando de estos 365 días 5 horas y 49 minutos, se hace preciso añadir en cada 100 años 24 días intercalares, lo que hace 24 años bisiestos. Este bisiesto se suprime ordinariamente en cada año secular; pero como con los 11 minutos que faltan en cada año para completar 6 horas, y que juntos solo componen 18 horas y 20’, no se puede formar un día cada cien años, hay precisión de poner un bisiesto en el año secular cada 400 años. El año lunar consta de 12 meses lunares, de 354 días 8 horas 48’ y 36’’; y en 100 años lunares es necesario intercalar 53 meses.

Todos los pueblos han querido trazar un cuadro sencillo y uniforme para indicar la marcha del tiempo arreglado a los cálculos de las revoluciones solares y lunares, lo que ha dado origen a la formación de los calendarios. Entre la mayor parte de los pueblos se ha dado principio al año en 1.° de enero, es decir, después de la entrada del sol en el signo de Capricornio.

El calendario revolucionario francés le hizo empezar del 22 al 23 de setiembre 1792 de la era vulgar, 6506 del período Juliano, 2567 de la 1.ª olimpiada de Iphito, 2546 de la fundación de Roma según Varrón, 2540 de la época de Nabonassar, y 1171 de la hégira o época de los turcos.

Los años asirios de Nabonasar eran de 365 días, y los 12 meses de 30 días cada uno. Como no producían sino 360 días, se les agregaba al cabo del año 5 días que llamaban añadidos; y esta fue la forma que Lalande propuso para el calendario republicano. (*)

(* Véase la correspondencia del año republicano con el común en el suplemento del Repertorio estadístico de 1823.)

El año de Yezdegird entre los persas estaba conforme en un todo con el de Nabonassar; excepto que comenzaba en 16 de julio del año juliano. Los cinco días que se añadían los llamaban musteraka.

Este año tenía una intercalación muy sencilla y muy exacta, pues consistía en poner cada cuatro años uno bisiesto por espacio de 36 años, y suspender después esta operación por cinco años.

Bajo del reinado del sultán Gelacio los persas cambiaron su año, y adoptaron la medida del año solar de 365 días 5 horas 49’ 15’’ 0’’’ y 48’’’’. Sus meses son de 30 días y 5 musterakas al cabo del año.

Después de haber incluido nueve veces un día intercalar en el 4.° año, hacen del 5.° solamente un año bisiesto, que toma el nombre de año gelaciano.

El año siriaco solo se diferencia del juliano en tener los meses diferentes nombres, y empezarse en el mes de octubre.

El año ático es un año lunar de 12 meses de a 29 y 30 días. El bisiesto es de 13 meses, contando dos veces el 6.° mes.

El año arábigo y mahometano es de 354 días 8 horas y 48 minutos. Algunas veces se añade un día al fin del año; de suerte que en el espacio de 29 años los períodos 2, 5, 7, 10, 13, 18, 21, 26 y 29 son bisiestos. El primer año de este período empezó el 15 de julio 622 del calendario juliano.

Mecanismo del universo.

No le basta al hombre que la experiencia le haya enseñado que las revoluciones solares y lunares son la base que debe escoger para los cálculos cronológicos. Tampoco le basta saber medir el tiempo; quiere además aprender a perpetuar la memoria de las épocas célebres, y a fijar la posición de las diversas partes de la tierra.

A fuerza de estudio ha llegado a saber que alrededor del sol colocado en el centro de nuestro universo, gira el planeta Mercurio en 3 meses, Venus en 7½, la Tierra en 365¼ días, Marte en 2 años, Júpiter en 12, Saturno en 30, y Herschell en 83. Que los planetas tienen dos revoluciones, una al rededor del sol, y la otra sobre ellos mismos; y que así la Tierra gira sobre sí misma en 23 horas y 56', y Marte en 24 horas.

La geometría le enseña que Herschell está 660 millones de leguas distante del sol, Saturno 328, Júpiter 179, Marte 52, Venus 34,35748, y la Tierra 33.

Si duda sobre la existencia de los antípodas, ve por la física que el hombre obedece como todos los cuerpos a la atracción planetaria; que la superficie del cuerpo humano está en el medio término de 9 pies cuadrados; que la presión del aire sobre este cuerpo es de más de 30 millares; y lo que se le había figurado un misterio impenetrable se hace en cierto modo palpable a sus ojos.

En la revolución del sol y en el círculo del Zodiaco encuentra la división de las estaciones y la del año; y por medio del brillante sistema de las atracciones se explica a sí mismo la razón por qué estos cuerpos enormes que se mueven en el espacio no chocan entre sí.

Gracias al inmortal Copérnico se ha descorrido el velo que ocultaba el orden admirable de la naturaleza; y el hombre ve aproximarse, unirse y organizarse todas las partes de este inmenso universo; ve a las ciencias físicas fundadas sobre un principio invariable; y los cálculos astronómicos que no parecían sino una bella teoría, colocados al lado de las verdades eternas.

Antigüedad del universo.

Los primeros tiempos (según la expresión de Fontenelle) se parecen a un suntuoso palacio arruinado, cuyos escombros están confusamente amontonados, habiendo desaparecido la mayor parte de los mejores materiales.

Este pensamiento, tan verídico como ingenioso, explica las innumerables dificultades que se presentan siempre que se trata de averiguar la edad del globo en que vivimos; dificultades que los cronologistas aún no han podido vencer.

Julio Africano, S. Cirilo, Beda, Userio, Escaligero, Petabio, Eusebio, Vosio, Newton, y otros muchos se han disputado el honor de aclarar esta parte importante de la historia.

Desde la creación del mundo hasta Jesucristo se deben contar

según Userio  4004 años
     Escaligero  3950
     Petabio  3984
     Eusebio  5200
     Tablas alfonsinas  6934
     Iglesia ruso-griega  5508
     y Riccioli cuenta4184 o 5634 años

siguiendo la Vulgata traducida del texto hebreo, o la versión de los Setenta hecha sobre el texto samaritano de la cronología de Moisés.

Mr. Boivin, miembro de la academia de Inscripciones, que ha trabajado más de 50 años sobre esta materia, pretende que es necesario contar 6000 años, pero las observaciones modernas colocan en el círculo de las hipótesis todas estas supuestas demostraciones.

En la descripción de las pirámides hecha por Grobert, dice éste en una nota que en el Zodiaco que se halló en Ernéo, en el alto Egipto, el solsticio está en el signo de Virgo.

Este hecho, que atestigua también el célebre Lalande, prueba que aquel monumento tiene 7000 años de antigüedad. Es verdad que el de Dendera (antigua Tentyris) más moderno sin duda, no supone sino 4000. Antes de esta época se había visto ya una representación de los 12 signos del Zodiaco en la India, en la pagoda de Verda-Petha, y en el cabo de Comorin en el país de Maaurah. Los signos de Aries, Tauro y Géminis estaban al Oriente; los de Cáncer, León y Virgo al Mediodía; y los de Libra, Escorpión y Sagitario al Occidente. (V. Transacc. filosof. l. 62, año 1772, pág. 353).

Como quiera que sea; lo cierto es que hallándose las ciencias al tiempo de formar este Zodiaco en estado de determinar un sistema astronómico, es imposible dejar de creer que el origen del globo sea más antiguo que lo que se dice generalmente. ¿De dónde, pues, procede esta incertidumbre? No solamente (a pesar de cuanto ha dicho Laborde) de la diversa duración que los antiguos daban a los años, sino también de que los escritores griegos, por despreciar a los que ellos llamaban bárbaros, no se cuidaban de consultar los anales de los pueblos vecinos; y los judíos, dignos de ser comparados al fanático Omar que quemó la biblioteca de Alejandría, destruyeron todas las obras que podían suministrar observaciones importantes sobre el particular. Porque en efecto, si se hubieran consultado con una sana crítica los anales de los caldeos, de los egipcios y de los chinos, puede que no hubiera sido difícil designar más exactamente las épocas. Pero los materiales más interesantes han perecido, y es preciso contentarse con la mezquina herencia que nos han dejado los judíos y los griegos.

Por último, en medio de tantos sistemas cronológicos contradictorios, el de Userio merece la preferencia, no porque sea más cierto, sino porque es el que se sigue más generalmente.

Sin embargo, este sistema ha sido impugnado muchas veces. Bailly en su Historia de la Astronomía trata de probar la antigüedad de los indios, y sus cálculos le conducen a asegurar que tienen 12 mil años de existencia política.

Las pruebas de la antigüedad de la tierra son: 1.° los mármoles de Páros en que está grabada la crónica de Cécrope que sube a 1582 años antes de la era cristiana: 2.° El testimonio de Herodoto, que hace más de 2200 años que aseguraba que muchas de las pirámides de Egipto eran tan antiguas que los sacerdotes ignoraban la época en que se construyeron: 3.° Las esculturas de las islas de Salceta y Elefanta, en las Indias, que hasta los Bramas no saben en qué tiempo fueron hechas; y 4.° los zodiacos que hemos citado; pero más que todo esto lo comprueba la inspección física del globo, y en especial el examen de las montañas primitivas, y el del movimiento progresivo de las aguas.

(32) En Cartago un militar tenía derecho para llevar otros tantos anillos como campañas había hecho.

(33) Una ley antigua de Macedonia obligaba al que no había muerto enemigos a llevar siempre un dogal al cuello; y entre los Escitas aquel cuya espada estaba virgen no le era permitido beber en la copa que se hacía andar a la redonda en cierta solemnidad. (Arist. lib. 7, c. 2. Polit.)

(34) Entre los Germanos.

(35) Este pretor fue denunciado al pueblo romano por el tribuno T. Livio, que pidió se le castigase. Catón apoyó a éste con toda la fuerza de su elocuencia. (Aul.-Gel. t.° 1.°)

(36) Estos pueblos ocupaban la parte de Italia llamada los Abruzzos, dependiente del reino de Nápoles; y ofrecieron una suma considerable a Fabricio en agradecimiento de los servicios que les había hecho después de la paz. (Aul.-Gel. ibid.)

(37) Los romanos opinaban de este modo. (Aul.-Gel. ibid.).

(38) Aul.-Gel. ibid.

(39) Aul.-Gel. ibid.

(40) Sæpè confessus exagitari se materna specie, verboribus Furiarum ac toedis ardentibus. (Suetonio).

(41) Regnum est non quævis potestas monarchica, sed ea dumtaxat qua spontaneo subditorum consensu uni alicui in cæteros est concessa, quæ magis benevolentià civium quàm timore continetur ac conservatur, et quidem certis legibus, ac potestatis finibus circunscripta, non pro regentis arbitrio libera et effrenis. (Polyb. lib. 6.).

(42) Xenoph, Conversac. de Sócrates.

(43) Aristocratica est ea reip. forma in qua justissimi ac prudentissimi quique ad gubernandam remp. eliguntur, æquali inter se potestate præditi.

(44) Democratia est ea reip. forma in quâ muttitudo pietate et honestis moribus informata id decernit quod ad reip. gubernationem pertinet. (Polyb. l, 6).

(45) Respublica est corpus multorom ad agnoscendam ejusdem imperii majestatem, iisdem legibus, et omnium et singulorum utilitatis causâ imbutum. Explanatio ejusdem auctoris, p. 10.

Respublica quam hîc definimus, pro quovis imperio usurpatur, etiam pro eo cui unus præest, si modo ille saluti obedientium consulat. (Boxhorn. Instit. polit. l. 1, c. 2, p. 8).

(46) Magistratus sunt qui ex rationum publicæ utilitatis et legum prescripto imperium in inferiores diffundunt. (Boxhorn. l. 1, c. 3, pág. 17).

(47) Falso et insidiosè libertatis nomen obtenditur ab iis qui, privatim degeneres, in publicum exitiosi, nihil spei nisi per discordias habent. Itaque hi statim, ut seditionis auctores, tollendi. (Tacit. l. II Annalium)

(48) Los conquistadores se parecen a aquellos jugadores que después de haber hecho ganancias considerables, queriendo ganar aún más, acaban por perderlo todo, y algunas veces se ven reducidos a la mendicidad. (Budeo, Instrucc. de los principes).

(49) CONDILLAC, en su Curso de Estudios t. 5, pág. 6 dice que hay dos suertes de barbarie, una anterior y otra posterior a los siglos ilustrados. En nada se parecen ninguna de las dos, y suponen una grande ignorancia; pero un pueblo que no ha sido siempre bárbaro, no tiene tantos vicios como el que llega a este estado después de haber conocido las artes de lujo.

(50) Esta palabra viene de Zaben, que en hebreo significa el Sol.

(51) Libertas autem politica propriè est libertas à coactione quâ populus nonnisi cum suo consensu, imperia dominantium accipit. (Hornii apud Boxhorn. p. 63).

Tyrannidis maximè sunt inimici qui libertati populi patrocinantur. (Polyb. 6 lib. 8)..

(52) Parentum liberos omne jus esto relegandi, vendendi et occidendi. (L. I Romuli XVII lex.).

In liberos justis ex nuptiis quæsitos patri jus vitæ, necis, vendendique eos jus esto. (12 Tab. LXXIX).

(53) In potestate dominorum sunt servi, quæ quidem potestas juris gentium est: nam apud omnes feræque gentes animadvertere possumus dominis in servos vitæ necisque potestatem fuisse… hoc tempore nullis hominibus (qui sub nostro imperio sunt) licet causâ legibus cognitâ, in servos suos supra modum sævire… major asperitas dominorum coercetur: Antoninus vendere… expedit enim reipublicæ ne suâ re quis malè utatur. (Instit. lib. 1. t. 8).

Lex lux, et via vitæ. (Prov. 6, 23).

(54) Viene muy al caso citar aquí el siguiente apólogo de Antístenes discípulo de Sócrates: “Decretaron un día las liebres la igualdad de derechos entre los animales. La única respuesta que dieron los leones fue enseñar sus garras y sus dientes”. (V. Diog. Laërt.)

(55) Los Egipcios representaban a la Igualdad bajo la forma de una golondrina; porque esta ave distribuye con suma igualdad el alimento a sus hijuelos. In fœtu summa æquitate alternant cibum. (Plin. Hist. nat. lib. 10, c. 33.)

Æqualitas mater est justitiæ, cæterarum virtutum dux et magistra. (S. Ambr. tract. de mansionibus).

Æquabilitas inter cives et pro conditione cujusque suus honor, locus et gradus assignatus; partium in rep. diversarum justum quoddam inter se temperamentum; ne una pars alteram opprimat, ut nimium possit: deniquè ea constituti statûs et reip. formæ otiique dulcedo quæ faciat ut omnes sint contenti præsenti rerum statu. (Aristot).

(56) Lex autem quædam ratio est quæ, supremorum magistratuum auctoritate vel communi consensu definita, aut jubet quid et quomodo quidque agendum sit, aut quod non agendum vetat, boni omnium obtinendi aut declinandi mali causâ; constans quidem et sine affectu, sine gratiâ sine odio magistratus. (Cicerón).

(57) Omnis enim pœna non tàm ad delictum quàm ad exemplum pertinet. (Cujas. sobre el título del Código penal).

(58) No trato de averiguar si el delincuente que ha sufrido un castigo en este mundo debe experimentar otro en la otra vida: solo sí me parece que en ningún caso toca al hombre denunciar a su semejante a un Dios vengador.

(59) Su doctrina era la siguiente: “Dios es su principio y su fin, padre de ambos, eterno sin estar en el tiempo, y presente en todas partes sin estar en ninguna. Para él no hay presente ni futuro: está en todo y fuera de todo; todo lo ha creado y lo gobierna: es inmenso, infinito, indivisible: su poder es su voluntad.” Toda esta algarabía tan larga y tan ridícula hubiera movido a compasión a un sectario ilustrado del Kantianismo; y seguramente su autor no merecía la muerte a que le condenaron sus crueles e ignorantes adversarios.

(60) Carlos de Valois le mandó ahorcar después de la muerte de Felipe el Hermoso. Se rehabilitó su memoria y se reintegró en sus bienes a su familia.

(61) Era superintendente de rentas, y le ahorcaron en 1543 a la edad de 62 años: se cree que murió inocente, pues había dado sus cuentas con la mayor exactitud.

(62) Multorum supplicium clades est, non medicina. (Tácito, Ann. 49. 3).

(63) Nulla quies gentium sine armis, nec arma sine stipendiis, nec stipendia sine tributis habere possunt. (Tácito).

(64) Mal que le pese al abate Mably, que creyó haber dicho una gran cosa imprimiendo esta sentencia: “Se dice que todo trabajo merece recompensa: expresión de esclavos. El magistrado, se añade, abandona sus negocios propios, y es muy justo que el estado le indemnice: expresión de oficinista.”

(65) Ex illis opibus nihil unquam imminui debet aut alienari, et si negligentiâ et improviso consilio magistratuum quid imminutum sit, semper agi potest repetundaturum. Nam quidquid publicum est, expedit continue augeri, neque prescriptione temporis, ut jurisconsulti loquuntur, adversùs rempublicam uti licet; ut enim pupillo negligentia tutorum ita reipublicæ non debet nocere negligentia magistratuum; cum instar populi tutorum sint. (Boxh. c. 10, pág. 145).

(66) Vias publicas lapidibus sternere, flumina pontibus jungere, muros civitatum reficere, adque eam redigere securitatem, quam diabolicæ oppugnandi artes atque instrumenta hodiè requirunt, munimenta locis opportunis, templa idem et nosodochia, gerontocomia, orphanotropheia constituere, porticus et bibliothecas aperire; deniquè sistere ruinas, solitudinem pellere, ingentia opera eodem quo extracta sunt animo, ab interitu vindicare, &c., hæc sunt structuræ principis curas exercere dignæ. (Forstn).

(67) La ciencia de hacienda consiste en saber asignar, percibir y distribuir las rentas públicas de un modo ventajoso al gobierno y a la nación. El orden en las rentas de un estado es el principio y la condición esencial de toda economía, y la verdadera fuente de la felicidad pública. Los que no saben lo que es hacienda, no hallan otro recurso que los empréstitos, el aumento de contribuciones, y hacer rebajas en los sueldos.

(68) Es porque los atrae la dulzura del clima; y así los Escitas, los Tártaros, los Godos, los Vándalos, los Borgoñeses, los Normandos y los Francos invadieron las provincias meridionales. Sin embargo Sesostris extendió sus conquistas hasta el Tanais, aunque no disfrutó mucho tiempo de ellas.

(69) Disciplinam militarem matrem et nutricem triumphorum Romanorum. (Val. Max. l. 2, cap. 8).

(70) Facilè vincuntur ii qui, omissâ curâ communium et publici exercitûs habendi, ad respectum rerum quisque suarum advertuntur, et ad tuendas suas quisque urbes discedunt. (Tit. Liv. lib. 9 Decad).

(71) Belli quidem finis est justitia. Pacis autem aliud quiddam excellentius amicitia scilicet et unio. (Proclus, de anima et dæmone. V. Jamblic. pág. 237).

(72) …Cæsar in omnia præceps
Nil actum reputans si quid superesset agendum,
Instat atrox. (Lucan).

(73) Nihil tuto in hoste despicitur, et quem spreveris valentiorem contemptu reddideris. (Quint. Curc. l. 4).

(74) Facilè funditur acies in quâ nulli sunt aut servantur integri qui lassis et defessis pugnando militibus succedant; funditur facilè hostis quem jam lassum et defessum integræ copiæ adoriuntur. (Liv. lib. 9 Decad).

(75) Incommodè magnus exercitus pugnat adversus parvum manum vel in locis angustis, vel saxosis, vel destitutus missilibus et machinis quibus parva illa manus instructa est abundè (Ib. q. s).

(76) In acie struendâ maximè prospiciendum est ne nostra ab hostibus circumveniri possit, aut ne nostri ordines seu agmina sic inter se procùl collocentur, ut alii aliis laborantibus auxilio statim adesse possint, (Xenoph. Cyroped. lib. 7).

Acies sic instruenda ut ab hoste vel tota, vel ex parte circumveniri non possit. (Hist. Polyb. lib. 1).

(77) In acie est fortissimo hostium exercitûs robori robur quoque nostri exercitus opponendum, et ii maximè qui cum hujusmodi hostibus sunt depugnare assueti. (Hist. Herodot. lib. 9).

(78) Quia hæc. victoria cladi similior erat. (Val. Max. lib. 2. cap. 2, 8, ex 7).

Bella geri placuit nullos habitura triomphos. Lucano l. I, v. 12.

(79) Muchos hombres instruidos han escrito sobre esta materia, que es vergonzoso ignorar tratándose de administración, y cuyos principios generales se pueden reducir a los hechos siguientes:

La mitad de los niños muere antes de llegar a la edad de 7 años, atribuyéndose a los vicios de su educación física la causa de esta mortalidad.

En cada segundo de tiempo muere una persona.

Se puede pronosticar, según los mejores cálculos, que un niño que acaba de nacer vivirá siete u ocho años: que la edad de 7 años es en la que se puede esperar una vida más larga: que el que ha llegado a los 12 o 13, ha pasado ya la cuarta parte de su vida, a los 28 o 29 la mitad, y a los 50 más de las tres cuartas partes.

A los 40 años se empieza ya a notar los primeros síntomas de la vejez, que van aumentando progresivamente hasta la edad de 60, y con mayor rapidez hasta la de 70, a cuya época empieza la caducidad; a esta sigue la decrepitud; y a los 90 o 100 años la muerte acaba con la vejez y la vida.

La especie humana vive más tiempo en el Norte que en el Mediodía, y en los países elevados más que en los llanos.

El término medio de la mortalidad está entre 1 y 36.

En las aldeas nace mayor número de varones que de hembras, y lo contrario sucede en las ciudades. Arbuthnot, que se ha ocupado por espacio de 82 años en hacer el resumen de los nacidos en Londres, dice que el número de varones ha excedido constantemente al de hembras. Kempfer trae un censo de la población de Meaco en el Japón, en el cual se cuentan 82.072 varones y 223.573 hembras. Se ha querido decir que con esto se explica la costumbre que permite la pluralidad de mujeres en Turquía, &c. y la de hombres en el norte de Asia.

Jussmich pretende que la proporción de los nacimientos entre los dos sexos es de 20 varones por 21 hembras: pero como las enfermedades de la infancia arrebatan más de los primeros en la proporción de 27 a 25, las hembras, según el mismo, son en todas partes más abundantes que los varones.

J. A. Mourgue en sus Ensayos estadísticos presenta los resultados siguientes de las observaciones que hizo en Montpellier, por espacio de 20 años (desde 1772 a 1792) acerca de los nacimientos, matrimonios y muertos.

Los tres meses de Otoño, dice, dan una cuarta parte más de nacimientos que los tres de primavera.

Hay una tercera parte de diferencia entre el número de nacidos en los meses de enero y junio, siendo mayor en el primero que en el segundo.

La proporción entre los nacimientos de hembras y varones es de 21¼ de los últimos, por 20 de las primeras.

Siendo la población de Montpellier de 32.897 personas, hay en cada año común un nacido por cada 27½ individuos.

En el invierno y primavera perece menos gente que en el estío y otoño.

El mes de agosto presenta el mayor número de entierros; el de mayo ofrece el menor número en una proporción aproximada de 3½ a 2.

El mes de agosto es el más fatal para los hombres, y el de setiembre para las mujeres.

En el período de 1 a 5 años mueren más niñas que niños: la mortalidad es menor desde la edad de 10 a 20; pero desde 30 a 40 muere un número más considerable de mujeres.

Desde 70 a 80 años mueren más de éstas que hombres; un duplo de 80 a 90, y un triple desde 90 a 100.

En Brandembourg entre 22½ personas solauna llega a la edad de 80 años.
En el país de Vaud… 1 entre 21½ personas.
En Breslau… 1 entre 30
En Berlín… 1 entre 37
En Londres… 1 entre 40
En Viena… 1 entre 41
y en Montpellier… 1 entre 15½

(80) Se pueden tomar por valor medio de los consumos de los diferentes pueblos los resultados presentados a la Asamblea nacional de Francia por Lavoisier, aunque su trabajo está muy lejos de presentar el conjunto y la exactitud que debe haber en las operaciones estadísticas.

El consumo anual de la Francia en granos para alimento de los hombres es…11.667.000.000 libras
Se emplean para sementera de estos mismos granos.2.333.000.000 libras
Total…  14.000.000.000 libras

La superficie de la Francia contenía 27 mil leguas cuadradas de 25 al grado, y cerca de 105 millones de yugadas de tierra; los 28 de sembradura, 36 en barbechos o pastos, y 41 en bosques, prados, viñas y tierras incultas.

En las ciudades se consumen:

397.000  bueyes o277.900.000 libras de carne
454.000  vacas o113.500.000 libras de carne
1.482.500  terneros o59.300.000 libras de carne
37.756.250  carneros o50.250.000 libras de carne
443.750  puercos o88.750.000 libras de carne
Total.  40.533.500 589.700.000 libras de carne

 
Y si a esta suma se añade lo que se consume en las aldeas, se tendrán 1211.400.000 libras de carne, o la décima parte del consumo de pan.

El consumo de carne se regula en 6 a 7 onzas por cabeza en las ciudades, y dos onzas en las aldeas. En España es mucho menor.

Se calcula para el consumo medio de la Francia 110 libras tornesas por cabeza; bajo cuyo supuesto veinte y cinco millones de habitantes consumen 2.775.000.000 de libras tornesas.

(81) En Egipto todos estaban obligados a decir su nombre y profesión al gobernador de la provincia en que residían; y si se le probaba a alguno que había dado una declaración falsa, o que ganaba su vida por medios ilícitos, se le castigaba con pena de muerte.

(82) Las disertaciones políticas de Aristóteles, de Platón, y de casi todos los filósofos antiguos, suponen en un estado dos clases de hombres, a saber: libres y esclavos, ignorantes y sabios. El sistema general de Europa, más acomodado a las grandes potencias, parte del mismo principio y presenta más ventajas. La clase de artesanos y jornaleros se mantiene en la ignorancia, mientras que los demás ciudadanos se ocupan en los negocios públicos: pero estos mismos jornaleros y artesanos encuentran quien los proteja en los hombres colocados por sus luces al frente del Estado.

(83) Esta clasificación es conforme a la que adoptó Hipodamo, legislador de Mileto, que sentaba por principio que no hay sino tres especies de acciones judiciales; a saber; la injuria, el perjuicio y el asesinato.

(84) Montesquieu lib. 1. pág. 10.

(85) Quod verò naturalis ratio inter homines constituit id apud omnes peræquè custoditur. (D. Lib. 9).

(86) Jura non in singulas personas sed generaliter constituuntur.

(87) Et de rebus quæ plurimùm accidunt (L. 8. §. de leg. Senat. consult. L. 3. §. eodem).

Leyes afirmativas, &c.

Los hebreos seguían esta distinción en sus Mitzvoth To Tag hasseg (mandamientos que permiten hacer), y Mitzvoth Ghaseth) (mandamientos que prohíben hacer). Dividían también las leyes en tres clases, leyes políticas, morales, y ceremoniales.

(88) Locke, Entend. hum, c. 2, §. 2.

(89) Dominus membrorum suorum nemo videtur. Posuit Deus membra, unum quodque eorum in corpore sicut voluit. Quòd si essent omnia unum membrum, ubi corpus? Nunc autem multa quidem membra, unum autem corpus. (I. ad Cor. 12. 18. et seq).

(90) Quod ad jus naturale attinet, omnes homines æquales sont. (L. 32 §. de reg. jur).

(91) Arist. de Rep. l. 8, c. I.

(92) Platón de Leg. l. 11, pág. 923.

(93) Isocr. in Loch. 1, 2. pág. 547.

(94) Sum quidem et ego mortalis homo, simili omnibus, et ex genere terreni illius, qui prior factus est. Et ego natus accepi communem aërem et in similiter factam decidi terram; et primam vocem similem omnibus emisi plorans. Nemo enim ex regibus aliud habuit nativitatis initium. Unus ergo introitus est omnibus, ad vitam et similis exitos. (Sap. 7. vers. 1, 3, 5, 6).

Honora patrem tuum, et gemitus matris tuæ ne obliviscaris; memento quoniam nisi per illos natus non fuisses. (Ecc. 7, 29).

Esta moral es de todos los tiempos y de todos los hombres. Píndaro dice que Quirón dio a Aquiles estos dos preceptos: “reverencia sobre todos los dioses a Júpiter que lanza el rayo; y mientras vivas ten a los que te dieron el ser un respeto que en nada ceda al que tienes a los dioses.”

Platón dice a los hombres que en sus santuarios domésticos no tienen otras deidades más respetables que un padre o una madre agobiados con el peso de los años.

(95) Primera arenga contra Aristogiton. Diógenes decía que no puede haber sociedad sin ley, y que por ella goza el ciudadano de su ciudad, y el republicano de su república. Si las leyes son malas, el hombre será más infeliz y más perverso en sociedad que en el estado de naturaleza.

(96) Lex interdum sumitur pro omni jure in universum, quo sensu dicitur divinarum humanarumque rerum regina, regula justorum et injustorum, quæ facienda præcipit, prohibetque non facienda (Parat. Ferr. tit. 3).

Lex communis reipublicæ sponsio. (Ulpiano ib. 1 Dig. de leg).

(97) Ego sum qui sum.

(98) Famoso ladrón inglés que hizo entrar en su deber a los deportados que querían sublevarse en el buque que los conducía.

(99) Qui se ipsum habet pro sapiente, habent eum Deus et homines pro ignaro. (V. Sent. Arab. Erpennii gram. arab).

(100) Ad summum sapiens uno minor est Jove, dives,
Liber, honoratus, pulcher. Rex denique regum,
Præcipuè sanus: nisi cum pituita molesta est. Horac. Ep. I.

(101) Nescio quomodò nihil tam absurdi dici potest quod non dicatur ad aliquo philosophorum. (Cic. de Divin. lib. 2).

(102) Espíritu de las leyes, lib. 2, cap. 4.

(103) Espíritu de las leyes, lib. 2, c. 2.

(104) Espíritu de las leyes, lib 5, c. 20.

(105) Espíritu de las leyes, lib. 2, c. 5.

(106) M. Herrenschwaud pretende que el hombre debe su superioridad a la simple facultad imitativa y deliberativa. (Econ. pol. del esp. hum). Aristóteles pensaba del mismo modo. (Véase su Política).

(107) Si se objetase que la Inglaterra es una prueba en contra de esta aserción, yo responderé: escuchad: “¡qué admiración no debe causar el que de todos los que se han erigido en maestros de los demás en materias de economía política, ninguno haya sabido considerar el comercio exterior en su verdadera naturaleza; y que ni la razón ni la experiencia hayan sido capaces de hacerles conocer cuán ilusorio y falso era el juicio que se formaban de la influencia de dicha especie de comercio en el desarrollo de la prosperidad de los pueblos cultivadores!” (Herrenschwaud, p. 11 y 12).

(108) En esta teoría está fundado el banco de Inglaterra; y es muy fácil hacer que desaparezcan los inconvenientes que presenta en la práctica.

(109) En Rusia hay dos géneros de impuestos: el 1.° es el imperial, que se reduce a pagar cierta suma por cada varón (las mujeres no están incluidas en los padrones); y el 2.° el precio de arriendo que el aldeano paga a su señor. En aquel imperio no hay pequeños propietarios; un señor compra un lugar entero, y no se desmembra jamás.

(110) Hist. univ. tom. 8, pág. 54.

(111) Uno de los dogmas de la religión de los magos, entonces religión de los Persas, enseñaba que nada era más grato a los ojos de la Divinidad que cuando el hombre daba el ser a un semejante suyo, cultivaba un campo, o plantaba un árbol. (Filang. Legisl).

(112) Montesquieu dice precisamente todo lo contrario: Así que los hombres se constituyen en sociedad, pierden el sentimiento de su flaqueza, se acaba la igualdad que existía entre ellos, y principian a estar en guerra (l. 1, c. 3).

(113) Reddite ergo omnibus debita. (S. Pablo a los Romanos c. 12).

(114) Omnia ergo quæcumque vultis ut faciant vobis homines, et vos facite illis. (S. Mat. cap. 7).

(115) Fratres, quæcumque sunt vera, quæcumque pudica, quæcumque justa, quæcumque amabilia, quæcumque bonæ famæ, si qua virtus si qua laus disciplinæ hæc cogitate. (S. Pablo a los Filipens).

(116) Infinita, inquis, præcepta sunt? Falsum est; de maximis ac necessariis rebus, non sunt infinita, tenues autem differentias habent quas exigunt tempora, loca, personnæ; sed, his quoque dantur præcepta generalia sequi. (Ep. XCIV apud Senecam).

(117) De leg. lib. I, c. II.

(118) Vulgus interdum plus sapit, quia tantum quantum opus est sapit. (Lactancio, Inst. div. lib. 6, 5 n.° 4).

(119) Regula est quæ rem quæ est breviter enarrat. (Dig. lib. I, de Div. reg. jur).

(120) Regula quasi causæ conjectio est quæ simul in aliquo vitiata est, perdit officium suum. (Sabinus).

(121) Regula est brevis et generalis sententia quâ plures casus sive species unicâ decisione terminatur ex identitate rationis quâ rem de uno negotio trahit ad aliud simile.

(122) Non ex regulâ jus sumatur, sed ex jure quod est regula fiat. (Dig. lib. I de Div. reg. jur).

(123) Jus ipsa est æquitatis materia; regula est juris quasi forma et adaptatio. (Joann. Ramus).

(124) Qui regulam pro se habet, transfert onus probandi in adversarium et fundatam habet suam intentionem.(Lib. 5. §. p. de probat. te præsumpt.

(125) Actor qui contra regulam quid adduxit non est audiendus.

(126) A regulâ non est recedendum, nisi contrarium expressè reperiatur in jure.

(127) Omnis regula patitur suas exceptiones.

(128) Exceptio firmat regulam in contrarium.

(129) Omne autem jus quo utimur vel ad personas pertinet, vel ad res, vel ad actiones. (Inst. l. I, t. 2, § 12).

Jus est quod licet.

Los principios fundamentales del derecho están explicados en las reglas precedentes y en las que siguen.

Jura personalia personam sequuntur, et cum eâ extinguuntur.

Ignorantia juris non excusat; idem est scire, aut potuisse, aut debuisse.

Leges generaliter constituuntur et non in singulas personas.

Contra tenorem legis privatam utilitatem continentis, pascisci licet.

Jus publicum privatorum pactis mutari non potest.

Posteriores leges, prioribus si contrariæ sint, derogant.

Scire leges, non est verba earum tenere, sed vim ac potestatem. (L. Scir. leg. S. C. et long. consuet.)

In ambiguitatibus quæ ex legibus proficiscuntur, consuetudinem aut rerum perpetuò similiter judicataram, auctoritatem vim legis obtinere Severus rescripsit. L. 38.

Non ad multitudinem respici oportet, sed ad sinceram testimoniorum fidem, et testimionia quibus potiùs lux veritatis adsistit. (L. 21, §. si testes de jur.)

In levioribus causis proniores ad lenitatem judices esse debent: in gravioribus poenis severitatem legum com aliquo temperamento benignitatis subsequi. (L. respiciendum de poenis).

Si, quoties peccant homines, sua fulmina mittat
Jupiter, exiguo tempore inermis erit.

(130) Videte quid faciatis, non enim hominis exercetis judicium sed Domini, et quodcumque judicaveritis in vos redundabit. (Paralipom. lib. 2. cap. 19).

(131) Dee lo stato invigilare, che'l suo miglior medicamento non gli si muti in veleno. (Max. Murena de doveri del giudice, cap. 2).

Lo esame delle azioni de' giudici esser dee regorissimo.

(132) Il peccato più grave che un giudice commeter possa è il giudicare per danajo. Dicea l' ottimo imperatore Alessandro Severo, ch' egli teneva alzate le ditta per darle negli occhi del giudice ladro: e quando vedeva alcun di tal fatta, cottanto segli conmovea la bile che vomitava. (Max. Murena, de doveri del giudice, c. 2).

Contentus iis quæ statutæ sunt de fisco annonis. (Fórmula del juramento prescrito por Justiniano). V. Ante jure ergò, tit. 2. collat. 2.

Nec accipies munera, quæ etiam excæcant prudentes, et subvertunt verba justorum. (Exod. cap. 23. v. 8).

Acceperunt monera, et perverterunt judiciam. (1. Reg. C. 8. v. 3).

(133) Facillimus esse aditus: patere aures tuas quærelis omnium: nullius inopiam, solitudinem non modo publico accesu ac tribunali, sed ne domo quidem tuâ et cubiculo esse exclusam tuo; toto denique in imperio nihil acerbum esse, nihil crudele, atque omnia plena clementiæ, mansuetudinis, humanitatis. (Epist. Cic. ad Quintum prætorem).

Una pobre vieja fue a pedir justicia a Alejandro. “No tengo tiempo” respondió el príncipe. “Luego habéis renunciado a reinar” replicó la vieja.

(134) Callidi argumentatores et jurisperiti fallaces, dom cupiunt prævaricari, controversias actionesque causarum etiam reipsâ jura transvertunt; et, cum dolunt coerceri competentibus jussionibus legunt, ad illudendos judices, inconvenientibus exemplis velut similes juris conjecturas objiciunt. (S. Cyprian. lib. de sing. Cleric).

(135) Virtù dell'animo, mente equabile, e filosophica inteligenza della leggi, formano l' essenza del giudice. (Max. Murena, de doveri del giudice, cap. 1).

Sint hæc fundamenta dignatis tuæ: Tua primùm integritas et continentia: deindè omnium qui tecum sunt pudor delectus: in familiaritatibus parcus et diligens: familiæ gravis et constans disciplina… Sit summa in jure dicendo severitas dum modò ea con varietur gratia, sed conservetur æqualitas. (Ep. Cic. ad Quint. prætorem).

(136) Proyecto del código civil de Francia.

(137) Observaciones sobre dicho proyecto.

(138) Quas (religiones) non metu, sed eâ conjunctione quæ est homini cum Deo, conservandas puto. (Cic. de leg. lib. 1.°).

(139) Jus naturale est quod natura omnia animalia docuit, hinc descendit maris atque fæminæ conjunctio, liberorum procreatio, educatio. (Inst. t. 2, l. 1).

(140) Los salvajes del Norte representan a Dios bajo la figura de un oficial de dragones rusos, que es todo lo más perfecto que han visto en su vida.

(141) Las naciones germánicas introdujeron la costumbre de exigir de los estados vencidos o que tenían pocos medios de resistencia un homenaje público. No han faltado potencias que han conferido soberanías, y ha habido soberanos que se han hecho voluntariamente feudatarios de otro. Por eso los reyes de Nápoles en su proclamación hacen homenaje de su reino al papa.

(142) Est prudentissimi Principis scire et descripta habere quæ victigalia respublica habeat; quantas et quot militum copias; quot et quales societates: quot classes, quot largitiones. Sic Augustus habuit. (V. Tacit. Ann. lib. 1).

(143) Prolatus Tiberio libellus quo opes publicæ continebantur, quantum civium sociorumque in armis, quot classes, regna, provinciæ, tributa ac vectigalia, largitiones ac necessitates. (Suet. de Tiberio).

(144) Si vis pacem, para bellum.

(145) Observations politiques et morales de finances et de commerce. (Pág. 101 en las notas, Lausanne 1780).

(146) V. Lips. l. 1. cap. 2. Polit.

La religión es la sumisión a la Providencia y el amor a la virtud. (Examen importante de Milord Bolinbrok. Pág. 177. ed. de 1767).

(147) Si el cielo os ha amado bastante para haceros conocer la verdad, habéis recibido de él un singular favor; pero los que poseen la hacienda de sus padres ¿han de aborrecer por eso a los que no tienen ninguna? (Esprit des lois, l. 25)

(148) Apud Boxhornium.

(149) Es una cosa admirable la declaración de los deberes del ciudadano hecha por Seleuco legislador de los Locrenses. “Todos los que habiten (dice) la ciudad central y el país deben reconocer la existencia de los dioses. La contemplación del cielo y del universo, y el orden admirable de la naturaleza indican la presencia del gran Ser que los ha organizado. Esta hermosa fábrica no es obra del hombre ni del acaso. Pues que hay dioses, es necesario adorarlos y honrarlos como autores de todo el bien que nos sucede: y así todos deben procurar conservar su alma pura y sin mancha; pues al Ser supremo no le mueven las súplicas del malvado, ni le seducen (como al hombre perverso) los sacrificios pomposos ni las dádivas. La ofrenda que más le agrada es un corazón puro, y los pensamientos y acciones honestas y justas.

“El hombre que quiera ser amado de los Dioses, procurará ser bueno en pensamientos y en acciones, y deberá temer menos perder su fortuna que su virtud y su honor. Por consiguiente aquel será buen ciudadano que prefiera la pérdida de sus riquezas a la del honor y la justicia.

“Si hubiese algún mortal que se resista a la evidencia de estos principios, y cuyo corazón sea propenso al mal, sepan todos los hombres, mujeres, ciudadanos y habitantes de cualquier clase del país, que hay dioses que castigan a los malos, y vuelvan la vista con el pensamiento al momento en que dejarán de existir… Pero si alguno se sintiese movido por el genio del mal hacia la injusticia, que vaya a los templos de los Dioses, se postre ante sus santuarios y altares, y busque allí un asilo contra ella (pues la injusticia es el más cruel y más terrible de los déspotas), suplicando a los Dioses que le ayuden a sacudir su yugo; que se asocie a los hombres celebrados por su virtud, y escuche con docilidad sus consejos acerca de lo que constituye la verdadera dicha, y el castigo que espera a los malvados.” (Arist. Polit).

He aquí el preámbulo del código de leyes de Carondas, legislador de Turio en Italia:

“Invocad al Ser supremo antes de deliberar y de obrar. Dios es la causa primaria de todo bien: evitad sobre todo las acciones injustas, a fin de haceros semejantes a él; pues nada hay de común entre la injusticia y la divinidad.” (Id. ut suprà).

(150) La moral es la ciencia que descubre e indica las reglas y la medida de las acciones humanas que conducen a la felicidad, y los medios de poner en práctica estas reglas. (Lock, lib. 4, c. 21).

(151) Sit igitur hoc ab initio persuasum civibus, dominos esse omnium rerum et moderatores Deos; eaque quæ geruntur eorum geri vi, ditione ac numine; eosdemque optimè de genere hominum mereri et qualisquisque sit, quid agat, quid ipse admittat, quâ mente, quâ pietate colat Religiones intueri, piorum et impiorum habere rationem, his enim rebus imbutæ mentes haud sanè abhorrebunt ab utili et à verâ sententiâ. (Cic. de leg. lib. 2, 7)

(152) Reddite ergo omnibus debita.

—Cui tributum tributum.

—Cui vectigal vectigal.

—Cui timorem timorem.

—Cui honorem honorem.

(153) Qui fidelis est in minimo, et in majori fidelis est; et qui in modico iniquus est, et in majori iniquus est. (S. Paul. cap. 12).

(154) Dico enim vobis quia, nisi abundaverit justitia vestra plusquàm Scribarum et Pharisæorum non intrabitis in regno coelorum. (S. Luc. cap. 6)

(155) Solicitudine non pigri: spirita ferventes: Deo servientes. (S. Math. cap. 5).

(156) Dilectio sine simulatione. Odientes malum, adhærentes bono. (S. Paul. ad romanos).

(157) Non ampliùs invicem judicemas, sed hoc cogitate magis ne paretis offendiculum fratri vel scandalum. Idem.

Nihil agat in operibus injuriæ. (Eccles. Ibid.).

(158) Videte et cavete ab omni avaritia… Quæ autem parasti, cujus erunt? (S. Luc. cap. 12).

Avaro autem nihil est scelestius. (Eccles).

(159) Juvenilia desideria fuge. (S. Paul. ad Timoth. ep. 2, cap. 1).

(160) Non occides, non mæchaberis, non furtum facies, non falsum testimonium dices. (Exod. c. 20, S. Luc. cap. 18).

(161) Hoc est preceptum meum ut diligatis invicem sicut dilexi vos: majorem hac dilectionem nemo habet, ut animam suam ponat quis pro amicis sais. (S. Joan cap. 15).

(162) Si esurierit inimicus tuus, ciba illum; si sitit, potom da illi. (S. Paul. cap. 12).

(163) Beati qui persecutionem patiuntur propter justitiam, quoniam ipsorum est regnum coelorum. (S. Math. cap. 5).

Beati qui lugent, quoniam ipsi consolabuntor. (Id.)

(164) Roemer y Bradley han calculado la paralaje de la estrella llamada el Dragon, y demostrado que su luz tardaba seis años en llegar hasta nosotros. Si consideramos que la luz solo gasta 7½ minutos para andar 33 millones de leguas, se podrá formar idea de la enorme distancia que nos separa de dicha estrella, y de la inmensidad del Universo.

El docto dinamarqués Olao Roemer, llamado a Francia por Luis XIV, probó que la luz del sol empleaba siete minutos y medio para llegar hasta nosotros. Habiendo observado la inmersión de uno de los satélites de Júpiter detrás de aquel astro; y calculando en seguida el tiempo que tardaba la luz en venir desde allí hasta la tierra, averiguo que al cabo de seis meses después de haber recorrido la tierra la mitad de su órbita, se encontraba ésta a 66 millones de leguas más allá del punto en que había hecho su primera observación. Hizo otra nueva, y notó que la luz de dicho satélite tardaba un cuarto de hora en venir hasta sus ojos; es decir, que en este tiempo andaba 70 millones de leguas; y como el sol está en medio del gran círculo que recorre la tierra, dejó demostrado que su luz nos llegaba en la mitad menos de tiempo; es decir, en siete minutos y medio.

(165) En los templos de Saïs se leía esta inscripción. “Yo soy todo lo que ha sido, es y será, y hasta ahora ningún mortal ha descorrido el velo que me cubre.” (Plat. p. 354 de Isid. et Osirid).

(166) Los Brachmanes y sus sucesores los Bramines.

(167) Zoroastro. (V. Hid. relat. vet. pers. pág. 64 &c).

(168) V. Tim. de anima mundi. Plat. in Tim. Anaxag. apud Plut. de Plac. philos. l. 1, c. 7, t. 2, p. 88. V. Cicer. de naturâ deorum. Nulla gens est tàm fera quæ non, etiamsi ignoret qualem Deum habere deceat, tamen habendum sciat. (Cic. de Divin. 105).

O qui res hominumque deûmque
Æternis regis imperiis et fulmine terres!
O Pater, ô hominum divûmque æterna potestas!
       (Virgil.)

Horacio dice:

Undè nihil majas generator ipso,
Nec viget, quidquam simile aut secundum.

Desprehendetis, invenietis omnia prospera evenisse sequentibus deos, et adversa spernentibus. Tit. Liv., l. 3.

(169) Pausanias, tom. 2, pág. 284.

(170) Demonak decia: “nos desvivimos por averiguar de qué modo ha sido hecho el mundo, y no procuramos saber cómo hemos sido hechos nosotros, que es lo que más nos importa.”

(171) Hay señales tan visibles de una sabiduría y de un poder extraordinarios en todas las obras de la creación, que cualquiera criatura racional que se detenga a considerarlas atentamente, no podrá menos de descubrir en ellas al autor de tantas maravillas. La impresión que el descubrimiento de un Ser semejante debe causar necesariamente en todos los que hayan oído hablar de él una sola vez, es tan grande y da margen a una serie de reflexiones de tanto peso y tan dignas de ser sabidas de todo el mundo, que me parece enteramente extraño que se pueda encontrar sobre la tierra una nación de hombres tan estúpidos que no tengan idea alguna de Dios; así como me parece increíble que haya hombres que no tengan idea de los números ni del fuego. (Locke entend. hum. lib. 1. c. 3).

—Existir por sí mismo, poderlo todo, y querer con una sabiduría infinita, son las perfecciones adorables de la causa primera. El universo emana esencialmente de esta causa, y en vano buscaremos en otra parte la razón de lo que es. Por todas partes observaremos orden y fines; pero este orden y estos fines son un efecto, ¿cuál es pues el principio? (Bonnet, contempl. de la nat.).

—La armonía del universo o las relaciones que tienen entre sí las diferentes partes de este vasto edificio, prueban que es una la causa: el efecto de esta causa es uno también; luego el universo es un efecto. (Ibid. c. 3).

—El ojo humano no tiene ninguna de las imperfecciones de nuestros instrumentos ópticos; y comparándole con ellos veremos que la verdadera razón que tuvo la Sabiduría divina para emplear en su construcción diferentes materias trasparentes, fue para que no tuviese ninguno de los defectos que caracterizan a todas las obras del hombre. ¡Qué objeto tan digno de admiración! y con cuánta razón el Salmista hace esta pregunta: El que hizo el ojo ¿sería por ventura ciego? Sin embargo los ateos tienen la osadía de defender que los ojos y el mundo son obras del puro acaso. (Euler).

—Os preguntaré además ¿qué viene a ser el acaso? ¿es por ventura un cuerpo, o es un espíritu? Cuando una bola choca con una piedra, se dice que es casualidad…….. y ¿no podría yo sospechar que ella se mueve por sí misma o por el impulso del brazo que la ha lanzado? Esta bola no se ha podido poner en movimiento por sí sola, o no le tiene por su naturaleza cuando puede perderle sin que ésta cambie. Es pues verosímil que se mueva por otros medios y por una potencia que le es extraña. Y si los cuerpos celestes llegasen a perder su movimiento ¿cambiarían de naturaleza? ¿dejarían por eso de ser cuerpos? Yo por mí no lo creo. Sin embargo, ellos se mueven, y no lo ejecutan por sí mismos ni por su naturaleza; sería pues necesario averiguar, oh Lucilo, si existe un principio exterior que los obligue a moverse. Cualquiera que sea el que encontréis, yo le llamaré Dios.

(172) Tom. 29, pág. 112.

(173) Aditus ad principem non debet esse difficilis. (Cyropæd, Xenoph. lib. 1).

(174) I principi e i supremi rettori non debbano aspettar li dimande o il mezzano: ma essi saperi il valeggio de personnagi per ben provedere le magistrature. Chi molto intendeva la ragion dello stato, scrise cosi; grandissima avvertenza fa bisogno che il principe abbia che il meritevole non sia discacciato da carachi grandi; poichè sdegna esso di umiliarsi ad alcuno, e comprare da un favorito servidore quello che si deva al suo merito: anzi egli ha per costume di starsi ritirato, ed aspettare d'esser chiamato senza importunare il principe medessimo, non che gli dia animo di corrompere i di lui ministri con doni. (Max. Murena de doveri del giudice, cap. 1).

(páginas 149-192.)

Índice de las materias que se tratan en este volumen

 Páginas del textoNúmero de las notas
Abejas (gobierno de las)21 
Acios110 
Accion109 
– ejecutiva69, 140 
– judicial 83
– mixta110 
– personalid. 
– realid. 
Administración26, 31 
– pública70, 128 
– civilid. 
– interior31 
Agitadores 47
Agricultor16 
Agricultura26, 92, 96, 98, 100, 143 
Alianzas56 
Alma105 
Amistad104161
Amor conyugal12 
– de la patria120 
Anatomía comparada19 
Arquitectura20 
Aristocracia29, 94 
Armisticios65 
Artes24, 69 
Arúspices18 
Asesinato48, 84 
Asociación20 
Astronomía24 
Avaro 158
Autocracia29 
Baja53 
Barbarie 49
Bienes del Estado50 
– raíces50 
Bellas letras69 
Bueno27, 71 
Buques antiguos21 
Cárceles68 
Cargo54 
Casos graves113 
Castigo114 
– militar 32 y 33
Ciencias18, 19, 24 
Civilización24, 25 
Cosa109 
– corpórea110 
– incorpóreaid. 
– de una existencia continuaid. 
– de una existencia discontinuaid. 
– juzgada112 
– mueble110 
– inmuebleid. 
Clima 8
Comercio17, 18, 26, 89, 96, 98, 100, 101, 144 
– exterior90 
– interior90, 91 
Conquistadores3748
Consumos5480
Constituciones43, 45, 117 
Contribuciones50, 5163
Costumbres43, 126, 127 
Crédito113 
– de confianza31 
– de consideraciónid. 
– nacionalid. 
Crimen115 
Cronología matemática24 
Cuerpo social127 
Cuerpos celestes22 
Culpa114 
Data54 
Deberes35, 107, 117 
Defensa justa124 
Delito48, 49, 50, 101, 114, 115 
Democracia2944
Desigualdad101 
Despoblación por la guerra38 
Diplomática (ciencia)5, 28, 57 
Diplomático9 
Disciplina6169
Divinidad 165
Divorcio27 
Dolor27 
Derecho35, 102, 108129
– civil28, 108, 72 
– convencional124, 125 
– de costumbreid. 
– de gentes28, 72, 124, 125 
– natural106, 72, 125 
– público28, 72 
– público general125 
– real110 
– de sucesión35 
Economía general1, 3 
– política1 
– públicaid. 
Edificios públicos 66
Equidad112 
Error114 
Esclavitud101 
Estado120, 121 
Estadística1, 2, 10, 127 
Excepción109 
Exportación89 
Faltas113 
Feudatarios 141
Fidelidad104 
Filiación110 
Filosofía19 
– política1, 24 
Fuerza126 
Funcionarios públicos50, 14410
General63 
Geografía24 
Gobierno28, 43, 37, 74, 120, 121, 13029, 41
– electivo28, 35 
– hereditarioid. 
– paternal24 
Guerra59, 60, 6171
– civil3778
Hacienda50, 53, 5567
Hechos110, 111 
Historia19 
Hombre47, 82, 86, 87 
– bruto13 
– civilizado13, 25, 47 
– físico101 
– moralid. 
– salvaje13, 25, 47 
– en sociedad101 
Idea15 
Igualdad4754, 55, 90, 94
– social33, 93 
Ignorancia105, 111, 115 
Inmortalidad del alma105 
Importación89 
Impunidad49, 113 
Industria17, 26 
Injuria 83
Injusto33, 71 
Inteligencia suprema22 
Interés31, 113 
– nacional119 
– público32 
Intolerancia134 
Irreligión105 
Jefe del Estado140 
Juez113, 116, 11810
Juramento27, 133 
Jurisdicción33, 61 
Jurisconsulto1111
Jurisprudencia5, 28 
Justo33, 71 
Lenguas 3
Legislación5, 10, 28, 69, 73, 76, 82, 140 
– civil70 
– constitucionalid. 
– políticaid. 
Legislador23, 75, 102 
Legista10 
Leyes10, 14, 45, 46, 48, 75, 97, 111, 112, 113, 13623, 53, 56, 95, 96
– afirmativas7287
– civiles101 
– convencionales72 
– constitutivas43 
– criminales114 
– especiales72 
– facultativasid. 
– generalesid. 
– nacionales82 
– naturales123 
– negativas73 
– políticas46, 101 
Libertad civil4782
– del comercio53 
– natural47 
– política44, 4551
Magistrados105, 11710, 46, 133
Mal27, 71 
Manufacturas98 
Material63 
Materias criminales112. 
Matrimonio109, 110 
Mendicidad68 
Ministerio de Hacienda53 
– de Guerra60 
– del Interior o de Fomento67, 119 
– de Justicia45 
– de Relaciones exteriores55 
Ministro (primer)140 
Monarca35 
Monarquía28, 127 
– electiva28 
– hereditariaid. 
– tiránicaid. 
Moneda119 
Moral26, 28, 97, 101, 106150
Muerte109, 110 
– primera23 
Mujer21, 14 
Nacimiento109 
Nación124, 125 
– agrícola89 
Nautilo20 
Negociaciones (ciencia de las)31, 55 
Neutralidad56 
Nomocracia29 
Nulidad111 
Numerario129 
Obediencia74 
Oclocracia29 
Oligarquía29, 94 
Padre de familia23 
Papel51, 91 
Patria105, 120 
Paz65 
Pena49, 5057, 58
Percepción15 
Personal63 
Personas109 
Placer15, 27 
Plusionarquía2930
Población88, 96, 100, 14379
Poder federativo31 
– administrativo71 
– ejecutivo45, 71 
– judicial71 
– legislativo45, 71 
Poesía19 
Poliarquía24, 29, 95 
Policía8 
Politeísmo42 
Política5, 28 
– exterior e interior30, 57 
Propiedad17, 33 
– nacional68 
Provisiones20 
Pueblos (clasificación de los87 
– genio de los 9
Razón103, 107 
Reincidencia116 
Remordimientos27 
Regla108119 a la 130
Rey (primer)24 
Religión69, 97, 105, 131, 132, 133146, 149
República3045
Rentas eventuales y públicas50 
Revoluciones31, 36, 38, 43 
Riqueza129 
Robo84 
Sabeismo42 
Ser supremo105 
Sistema administrativo119 
– de hacienda55 
Soberanía23, 44, 56 
Sociedad47, 104, 121 
Sofistas 99, 100, 101
Subida53 
Sucesión (sistema de)24 
Superstición134 
Suplicio 62
Táctica20 
Talentos28, 130 
Temor31 
Testigos113 
Teismo42 
Teocracia24 
Tiempo138 
– división del2431
Tierra (inmensidad de la)id. 
Tiranía30 
Vagamundos 81
Verdad75, 10497
Virtud28, 38 
Ultrajes105 
Universo (mecanismo del)2431
– su antigüedadid.id.
Uso112 
Zodiaco 31

(páginas 193-201.)

Erratas.

(página numerada 211, en realidad 202.)

Esta obra se vende en Madrid en las librerías de Rodríguez y Matute calle de Carretas, en la de Sánchez calle de la Concepción Gerónima esquina a la de Atocha, y en Cáceres en la imprenta de Burgos.

En dichas librerías de Rodríguez y Matute se hallarán también las obras siguientes.

La agricultura, o tratado completo de las cosas del campo, que escribió en latín el sabio español Lucio Junio Moderato Columela, traducido al castellano: dos tomos en cuarto a 32 reales cada ejemplar en rústica, y 40 en pasta.

Los Mártires, o el triunfo de la religión cristiana, poema escrito en francés por el conde de Chateaubriand, y traducido al español; dos tomos en octavo.

Demostración de la existencia de Dios y de sus atributos, que escribió en francés, el ilustrísimo señor Francisco Saliñac de Fenelon; traducida. Un tomo en octavo, a 12 reales en pasta.

La moral de Jesucristo y de los Apóstoles, o el evangelio en castellano. Un tomo en octavo, a 12 reales en pasta.

Tratado de la Imitación de Cristo, atribuido al V. Kempis; nuevamente traducido al castellano, de lindo tamaño y edición, a 10 reales en pasta-

El mismo tratado en idioma latino de igual forma, a 8 reales en pasta.

La Compasión, poema de M. Dellille: el cual tanto por encerrar en poco volumen las máximas de moral más puras que recomiendan la religión y sólida piedad, como por estar vertido en versificación fluida y armoniosa, y en estilo correctísimo, es muy a propósito especialmente para que los jóvenes de ambos sexos se familiaricen desde la primera enseñanza con doctrinas saludables y con el buen decir del habla castellana. Acompáñale una disertación no menos útil sobre las cualidades que constituyen la verdadera poesía, a 6 reales en rústica.

Ordinario de la misa en castellano con breves oraciones para todos los días: el más acomodado por su reducido y lindo tamaño, letra clara y corto coste para toda clase de personas: lleva una estampita fina de Cristo crucificado; y se vende a 2 reales en rústica.

El mismo, añadido con el texto de la doctrina cristiana, examen de conciencia, oraciones para la confesión y sagrada comunión, y las lecciones de la iglesia a los desposados al tiempo de administrarles el sacramento del Matrimonio, a 5 reales en pasta.

Oraciones a María Santísima sacadas de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia, en que se halla reunido lo más selecto y conciso que puede presentarse en la materia. Contiene además una glosa de la Salve, y un romance de un pecador arrepentido que toma un crucifijo en sus manos para prepararse a bien morir, a 2 rs. en rústica.

Traducción en verso del Salmo Miserere por el P. Cádiz, con el texto latino: a 10 cuartos.

La maleta preciosa, o refutación de los sofistas que han combatido la religión cristiana. Un tomito en octavo, a 4 reales.

Traducción en verso de los Himnos que canta la Iglesia en las principales festividades del año. Un tomito en octavo, a 3 reales.

Novelas de Cervantes. En esta colección se ha insertado la de la Tía fingida no incluida en ninguna de las anteriores, y algunas notas para la inteligencia de varios pasajes ya obscurecidos. Dos tomos en octavo a 24 reales en pasta.

Poesías del P. Basilio Boggiero de Santiago, maestro de retórica en el colegio de escuelas pías de Zaragoza. Un tomo en octavo.

Poesías de Camoens traducidas: tres tomos en octavo. Los dos primeros comprenden el célebre poema los Lusiadas, y el tercero las poesías sueltas.

Merope, tragedia francesa traducida al castellano, a 4 reales.

Omasis, o José en Egipto, tragedia representada por el célebre Maiquez, a 4 reales.

Vasconia salvada, tragedia original española, a 4 reales.

Los Gemelos, comedia representada en el teatro del Príncipe.

Elementos de legislación universal del célebre Perreau, traducidos: dos tomos en octavo de marquilla a 30 reales en rústica.

Resabios forenses que entorpecen la pronta administración de justicia, y modo de remediarlos. Un cuaderno en octavo, a 4 reales.

División de España para la administración de justicia. Un cuaderno en octavo, a 3 reales.

Constitución francesa decretada por la asamblea nacional constituyente y sancionada por Luis XVI, traducida al castellano. Por donde pueden todos cerciorarse de lo mucho que de ella se copió para la española de Cádiz. Un tomo en octavo a 4 reales-

Pensamientos filosóficos de J. J. Rousseau; dos tomos en octavo, en que se halla reunido todo lo importante que escribió este hombre singular, añadida al fin del segundo la noticia de su vida, y una idea de todos sus escritos, a 16 reales en rústica, y 20 en pasta.

Ramiro conde de Lucena, o la conquista de Sevilla: novela nueva original, dos tomitos pequeños, a 10 reales en pasta cada ejemplar.

Repertorio estadístico de España para el año 1822. Un tomo en cuarto de letra menuda. Comprende todos los artículos de la Guía de forasteros muy mejorados, y otros muchos no menos importantes sobre la situación del reino y de la Europa en aquella época: a 16 rs.

Ídem el de 1823; que comprende además de los artículos de la Guía de forasteros, toda la organización que tenía el reino bajo el llamado régimen constitucional; la división y demarcación que se hizo de sus provincias en lo militar, judicial y político; la estadística de cada una; y el estado general de nuestra agricultura, artes, manufacturas, tráfico, comercio y navegación; también la estadística de los otros estados de Europa, y la noticia de sus dinastías, con otras curiosas e instructivas. A 16 reales sin mapa, y a 18 con él.

Compendio cronológico-histórico de España, preferible a todos los conocidos por su concisión, laconismo y exactitud: contiene la cronología de sus reyes y dominadores de todas las razas, desde el diluvio hasta el Sr. D. Fernando VII: un cuaderno en cuarto a 4 reales en rústica.

Reflexiones de don Juan Pablo Forner sobre el modo je de escribir la historia de España. Un cuaderno en octavo a 4 reales.

Discurso pronunciado en las Cortes por el diputado Fuentes del Río sobre dotación del Clero, a 2 reales.

Discurso pronunciado en las mismas sobre Señoríos por el diputado Cuesta, a 2 reales.

Observaciones sobre el arte de la imprenta, escritas y publicadas por don Miguel de Burgos siendo Regente de la de Ibarra en 1811, a 2 reales.

Reflexiones sobre la ortografía castellana y método de simplificar y fijar su escritura, a 2 reales.

Trabajos de la vida y único consuelo, en verso, a real.

Obras militares

Tarifa de los sueldos, prest., gratificaciones y raciones que disfrutan los oficiales, tropa y fondos de los regimientos de caballería del ejército, conforme al reglamento de 1.º de junio de 1815. Un cuaderno en cuarto, a 10 reales.

Continuación del Juicio crítico sobre la marina militar de España, en que se examina la constitución de la marina inglesa, tanto con respecto a la parte militar y marinera como a la comercial y administrativa. Se da también una idea de las otras marinas de Europa, y de los Estados Unidos de América, aprovechando todos estos conocimientos para proponer las mejoras convenientes en la nuestra. Un tomo en octavo a 12 reales.

Reglamento para el ejercicio y maniobras de la infantería, instrucción del recluta y compañía, de orden superior. Un tomo en octavo, a 11 rs.

Reflexiones sobre la organización, instrucción y táctica de la infantería y caballería ligera. Un tomo en octavo, a 9 rs.

Del reglamento para el ejercicio y maniobras de la infantería el tratado de las Evoluciones de línea. Un tomo en cuarto con láminas, a 18 rs.

Pequeño Manual para el servicio y fortificación de campaña, escrito por el teniente coronel don Alberto Felipe de Baldric, 1823. Un tomo en octavo con láminas, a 15 rs.

Manual del servicio de los Estados-mayores generales y divisionarios de los ejércitos. Contiene algunas noticias relativas a las principales operaciones de la guerra, a las diferentes armas, al servicio de plazas, &c. Escrito en francés por el general de división Thiebault, y traducido al castellano. Un tomo en cuarto, a 18. Rs.

Cuadro histórico-cronológico de los movimientos y principales acciones de los ejércitos beligerantes en la península durante la guerra de España contra Bonaparte: formado por la Sección de Historia Militar, una de las que componen la Comisión de jefes y oficiales establecida a las órdenes del ministerio de la Guerra. Acompañado de un cuaderno de explicación, y de otro de 257 páginas que contiene 149 estados originales de la organización y fuerza que en las diferentes épocas de aquella lucha memorable tenían los ejércitos españoles, franceses y aliados. Todo a 68 rs.

Tratado elemental de geografía matemática, aplicada a la topografía y parte militar, dispuesto para a la enseñanza de los caballeros cadetes del colegio militar interino de Santiago, y de las escuelas militares del 3.° y 4.° ejército por el capitán don Ángel Laborde. Un tomo en cuarto, con el mapa y descripción de Galicia, a 22 rs.

Diccionario militar portátil, o recopilación alfabética de todos los términos propios de las ciencias militares; explicación de los empleos de la milicia y sus obligaciones, y de las diferentes especies de tropas, clases distintas de armas antiguas y modernas, máquinas de guerra, &c., 1823. Un tomo en octavo, a 12 rs.

Axiomas militares, o máximas de la guerra, compuestas en verso para que fácilmente se fijen a nuestros militares en la memoria, en las que se ha recopilado lo más escogido que se conoce en la materia. Un cuaderno en octavo, a 3 rs.

Memorias para la historia militar de la revolución española, con un resumen histórico y exacto de los principales sucesos del inmortal segundo sitio de Zaragoza, y de otros acontecimientos memorables en Bayona cuando Napoleón trató de usurpar la corona a nuestro Monarca don Fernando VII. Un tomo en octavo, a 10 rs.

Papeles sueltos

Plan que demuestra las horas que cada año ocupan en el trabajo los artistas y menestrales de Madrid y otras partes.

Último decreto que expidió la Junta Central convocando Cortes, en la Isla de León a 29 de enero de 1810: con algunas reflexiones importantes a continuación.

A la Guerra civil, oda.

Plan de la nueva y antigua división de España, con la población y distancias de unas capitales a otras.

Hojas de servicio según el nuevo modelo para todo el ejército; otras para los empleados civiles, esquelas para pretendientes a togas, corregimientos y alcaldías mayores; esquelas para funerales con el nombre en blanco para llenarse en el momento: todo en buen papel y a precios equitativos.

(páginas numeradas 212-217, en realidad 203-208.)

[ Versión íntegra del texto contenido en un libro impreso de iv+208 páginas publicado en Madrid en 1824. ]