Filosofía en español 
Filosofía en español

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Fundamentos de Religión.
Pruebas de la verdad
de la religión natural y revelada.

Recopiladas por el presbítero Don Juan Díaz de Baeza,
catedrático de Filosofía moral y Fundamentos de Religión en el Colegio sito en la calle del Duque de Alba de Madrid.
 
con licencia.

Madrid, 1841. Imprenta de D. I. Boix.
[ VII + 159 páginas. ]

 

Advertencia

Sabiamente está dispuesto que al curso de Filosofía moral se una la enseñanza de los Fundamentos de Religión; porque a la verdad, aun consideradas las cosas temporalmente nada mas, de la moral separada del principio religioso poco provecho se podría sacar para los grandes fines a que debe aspirar la sociedad humana. Mas, si bien es una conveniencia pública el cumplimiento de tan acertada disposición, no todos, acaso, concuerdan en el modo de ejecutarla. Si por Fundamentos de Religión se entienden las nociones acerca de la obligación y necesidad social de la religión en general, los principios de Filosofía moral que preceden, contienen lo bastante para desempeñar esta enseñanza; y a todo mas, se pudiera añadir el primer capítulo del tratadito que vamos a empezar. Pero, si no solo se ha de instruir a los jóvenes acerca de la obligación y necesidad de obrar conforme a las relaciones que median entre la divinidad y el hombre, sino que también se les ha de manifestar el verdadero modo de cumplir con este deber; en otros términos, si no solo se ha de probar la obligación y necesidad de que haya religión entre los hombres, sino también qué es, y en qué consiste la religión, o como se dice generalmente, cuál es la verdadera, en este caso es preciso descender a presentar las pruebas de la religión de Jesucristo.

Esto es lo que nos proponemos en el breve tratado que sigue, considerando que puede añadirse cómodamente su enseñanza a la de la moral filosófica en el espacio de un curso escolástico, y que nada se pierde por hacerlo así. De este modo presentamos en un volumen todo lo necesario para desempeñar la asignatura del tercer año de filosofía.

Todos los Profesores conocen la imposibilidad de explicar en un solo curso la Filosofía moral, y las pruebas de la religión, si se hubieran de dar con la extensión de que son susceptibles: constituirían entonces un tratado cuya explicación exigiría por sí sola un curso entero. Por esta razón, acomodándome al tiempo que calculo, se puede invertir en esta enseñanza, empleando en el mismo año el que se necesita para la explicación de la moral; me he ceñido a indicar las principales razones o motivos de credibilidad, que militan a favor de la religión natural у revelada; pero de un modo suficiente, a mi parecer, para que los cursantes, con el auxilio de la viva voz del catedrático, puedan adquirir las nociones necesarias en esta materia.

Entre los autores que he tenido presentes para la composición de mi trabajo, he consultado más principalmente, por lo respectivo a la teología natural, la Demostración de la existencia de Dios y sus atributos por Fenelon, y el curso de Psychologia de Ahrens, tom. 2.° lec. 10, 11 y 12; y para las pruebas de la existencia de la revelación en la antigua y en la nueva ley, a Bergier, Bailly, Pontbrian y Pará, y a un autor inglés que copio casi literalmente en muchos capítulos, porque yo no los había de extender mejor. Si no he acertado a llenar los deseos de los señores catedráticos y del público, no ha sido por falta de voluntad.

(páginas v-vii.)

Introducción

“Muchos hombres grandes han escrito sobre la religión de un modo capaz de convencer. Si tantas personas de ingenio feliz, y adornadas de conocimientos humanos, que se hallan fuertemente prevenidas contra la religión de Jesucristo, quisieran conducirse en un punto de tanto interés, con la misma prudencia que observan en los negocios temporales, bien pronto se disiparían las nubes que, formadas por las preocupaciones y por las pasiones, ofuscan desgraciadamente su razón; y de enemigos de la fe cristiana, se convertirían en sus apologistas y defensores. Pero se prefiere la obcecación a la ilustración y al desengaño. Los negocios, las diversiones, los placeres, las pretensiones, las visitas, y aun el estudio, si se quiere, de las ciencias humanas, se llevan todo el tiempo, y ninguno queda para estudiar lo que más importa saber. Se cierra los ojos sobre la vida futura, como si apartando la vista de una eternidad desgraciada, se consiguiera que no existiese.

”Llega un día en que se piensa de muy distinto modo, y entonces desaparecen todas las ilusiones, todos los encantos. No hay incrédulo que a la hora de la muerte no quisiera haber tenido una vida cristiana. Aquellas verdades eternas que pasaban en su imaginación por quimeras, son entonces realidades, confiesan que se han extraviado y llaman a Dios en su auxilio: pero, ¡cuán lastimoso es que no se abran los ojos hasta el momento en que la muerte va a cerrarlos para siempre!” (Pontbriand.)

Así habla un autor piadoso, y esto deben considerar muy detenidamente los jóvenes a quienes dedicamos nuestro pequeño trabajo. El asunto es de la última importancia, el único para el hombre, el unum necessarium, que llama nuestro Salvador: porque a la verdad, como dijo el mismo Señor, ¿quid prodest homini, si mundum universum lucretur, animæ vero suæ detrimentum patiatur? Quisiéramos, pues, que los jóvenes se prestasen con docilidad y buena intención a meditar atentamente las razones en que se funda la religión de Jesucristo que tienen la dicha de profesar, para que puedan prestar a la fe un obsequio racional, como dice S. Pablo; un obsequio, una sumisión propia del convencimiento. Sepan también, que solo siguiendo las máximas sublimes de la religión cristiana, podrán llegar a ser buenos hijos, buenos padres, buenos ciudadanos: cristianos fueron aquellos sabios españoles, gloria y ornamento de nuestra nación, que la ennoblecieron con su sabiduría y con sus escritos; y cristianos fueron también aquellos antepasados nuestros que vivieron felizmente y murieron en paz: la verdadera religión se hermana cordialmente con el saber, y es indispensable para la felicidad del hombre aun en esta vida mortal.

(páginas 1-3.)

Capítulo primero
 
Existencia de Dios

La religión es una virtud por la cual da el hombre a Dios el culto debido; conque el primer fundamento de la religión es la existencia de Dios.

Creemos que ningún hombre ignora que existe un Dios, aunque no todos formen idea verdadera de la divinidad: hay algunos que niegan su existencia, pero ya se ve que no es lo mismo negarla que desconocerla. Nosotros vamos a probar que existe Dios.

Entendemos por Dios, un ser infinitamente perfecto: la idea de lo que es perfección, más bien se concibe que se explica; pero acaso no será una inexactitud llamar perfección a toda realidad; y en este sentido Dios reunirá en sí todas las realidades, Deus meus et omnia; pero las reúne de un modo singular que no es de nuestro intento explicar ahora.

Existe un ser infinitamente perfecto, porque existe un ente necesario, y un ente necesario no puede menos de ser infinitamente perfecto.

I. Existe un ente necesario, es decir, un ente cuya no existencia es imposible.

Si no existiera un ente necesario, no podrían existir seres contingentes: existen seres contingentes, luego existe un ente necesario. Los seres contingentes se tocan todos unos con otros, es decir, que cada uno de ellos recibe su existencia de otro que le precede: supongamos, pues, el último, o llámese el primero, de todos ellos; este, sin un ser necesario de quien recibiese su existencia, sería imposible, porque no habría otro de quien la recibiese, una vez que le suponemos el primero: la naturaleza es una cadena cuyos eslabones son todos seres contingentes, un conjunto de seres que dependen unos de otros: luego es necesario que exista uno que no reciba de otro su existencia, y es imposible que no exista, porque si no existiese, de nadie recibiría su existencia el primer ente contingente, y por lo tanto no existiría; y no existiendo el primer ente contingente, no existirían los demás, puesto que del primero procede el segundo, del segundo el tercero, y así de los demás.

No se salva la dificultad con suponer necesaria la colección de todos los seres que constituyen la naturaleza, aunque individualmente dependan unos de otros. ¿En qué se funda esta suposición? Para que la colección fuese necesaria, era indispensable que no pudiese dejar de existir; mas la colección puede dejar de existir, supuesto que puede dejar de existir cada uno de los seres que la componen. ¿Hay alguna contradicción, alguna repugnancia en que deje de existir alguno de los seres que componen la colección? Ninguna. Pues bien; si no hay ninguna repugnancia, no es ningún absurdo suponer que llegue el caso de que no exista este o aquel ente contingente que entra en la colección; y pues que lo mismo se puede decir de cada uno de los seres que la componen, supongamos que cada uno de por sí dejase de existir; se acabó entonces la colección: luego no es necesaria.

No se puede negar a los seres de que se compone el universo, la cualidad de contingentes, la cualidad de depender unos de otros, sin cerrar los ojos a la evidencia; pero se dirá: los seres contingentes dependen unos de otros en cuanto al modo de ser, no en cuanto al ser. La materia de que se componen las cosas contingentes, es, sin que bajo de este concepto dependa una cosa de otra, o reciba el ser una de otra. Verdaderamente es así, pero siempre es preciso recurrir a un ente necesario de quien proceda la modificación o modo de ser del primer ente contingente, so pena de que, si no, este primer ente que suponemos contingente, no estará tocando con otro, no dependerá en nada de otro, nada recibirá de otro: no será, pues, contingente.

Tampoco se disuelve la dificultad suponiendo infinito el número de los seres contingentes: esta infinidad de seres contingentes, es manifiestamente una contradicción; porque, si como acabamos de probar, no repugna en el ente contingente la posibilidad de no existir, y si no es un absurdo suponer que no existe lo que puede dejar de existir, supongamos, pues, que deja de existir uno solo de los seres contingentes; resulta que ya la colección que resta no puede ser infinita, porque le falta algo: siendo esto así, tampoco el número total de la colección, antes que dejase de existir este ente comprendido en ella, podía ser infinito; porque este ente que ha dejado de existir era finito, y una cosa finita añadida a otra cosa finita, o lo que es lo mismo, dos o más cosas finitas juntas no pueden constituir una cosa infinita.

II. Un ente necesario no puede menos de ser infinitamente perfecto.

El ente necesario no puede menos de ser infinito: la perfección no es más que la realidad: un ser infinito reúne todas las realidades, porque una sola que le faltara, ya sería limitado, no sería infinito; luego el ente necesario reúne todas las perfecciones, es infinitamente perfecto.

Nada existe ni sucede sin una razón suficiente para que exista o suceda: y no hay ninguna razón suficiente para que el ente necesario sea finito. Esta razón suficiente había de estar, o en el mismo ente necesario, o en algún ser contingente: no hay medio. No puede estar en ningún ser contingente, porque entonces dependería de él el ente necesario, y no sería necesario; tampoco puede estar en el ente necesario, porque puesta la razón suficiente para que una cosa sea, necesariamente es, y en ese caso repugnaría a la esencia del ente necesario el ser infinito, y no se da semejante repugnancia en la esencia del ente necesario. Además, repugna que el ente contingente sea infinito; ya lo hemos probado; si hubiera una razón suficiente para que el ente necesario no fuera infinito, cualquiera que ella fuese y donde quiera que residiese, también repugnaría que el ente necesario fuese infinito; conque no podría ser infinito, ni el ente contingente ni el ente necesario; repugnaría, pues, que hubiese un ente infinito: mas el entendimiento humano no concibe ninguna repugnancia en que exista un ente infinito.

Existe, pues, un ente necesario, un ente infinito, un ente infinitamente perfecto: un ser que reúne todas las perfecciones o realidades y el todo de las realidades; y así, es del todo sabio, libre, poderoso, benéfico, criador de todo, conservador de todo, señor absoluto y supremo de todo. Este ser tan excelente, este ser incomprensible, inefable, es Dios. El hecho mismo de tener nosotros idea de Dios, prueba que existe, porque si no existiera, no podríamos tenerla. Esta prueba, que se apropió Descartes, la había columbrado ya S. Agustín en el siglo IV, y la explanó con bastante precisión S. Anselmo en el siglo XI.

“Señor, dice, tú que nos das a entender lo que creemos, concédeme que yo conozca, cuanto tú sabes que me conviene conocer, que tú existes como nosotros creemos, y que eres lo que creemos. Pues bien, nosotros creemos que tú eres una cosa tal, que ninguna otra cosa se puede concebir que sea más elevada que ella. Mas esta cosa tal que ninguna otra cosa se puede concebir más elevada que ella, no puede existir en el pensamiento solo; porque si existiera en el pensamiento solo, todavía podría concebirse existente en la realidad, lo que sería una cosa más elevada. Conque si esta cosa tal, que ninguna otra cosa más elevada se puede concebir, existiese solamente en el pensamiento, precisamente la cosa que se considera como la más elevada, se concebiría como siendo tal, que todavía se pudiese concebir otra cosa que fuese más elevada; mas esto ciertamente no se puede. Luego aquella cosa tal, que ninguna otra cosa se puede concebir más elevada que ella, existe realmente. Y es esto tan verdadero, que ni aun se puede concebir que no sea así. Porque a la verdad, una cosa tal, que ninguna otra cosa se puede concebir más elevada que ella, también es tal, que ni aún se puede concebir como no existente. Pues bien, Señor, esta cosa eres tú nuestro Dios.”

Puede verse en Ahrens el uso que hicieron de este raciocinio de San Anselmo, Descartes, Malebranche, y Espinosa.

Toda la naturaleza está publicando la existencia de este Dios: en toda ella se ve su sabiduría y su poder; el orden admirable que reina en el universo está anunciando majestuosamente esa inteligencia vastísima, capaz ella sola de formar un plan casi inmenso tan coherente y adecuado. No es capaz el hombre de abrazar con su limitado entendimiento ese grandioso plan: por magníficas que sean las descripciones que hagamos de las maravillas que resplandecen en la obra del Criador, ¡cuán distantes están de presentarlas como son en sí, cuán insuficientes son para manifestarlas en toda su perfección y belleza! Si el hombre pudiera comprenderlas todas a un golpe de vista, si pudiera ver en todo su complexo la obra del Omnipotente, se pararía estático у asombrado, la idea de Dios y de su grandeza llenaría toda su alma; desaparecería ante sus ojos todo lo que ahora le ocupa tanto y le embelesa. Pero el hombre solo puede contemplar las obras de Dios separadamente; solo puede considerarlas por partes, y aun son muy pocas y muy diminutas las partes que puede examinar, siendo así que es prodigioso el número de partes, aun de inconcebible magnitud que componen el todo. “Si las letras de un libro fuesen de tal tamaño, que cada una, mirada de cerca, ocupase toda la vista de un hombre, no se podrían ver sino una a una: entonces sería imposible leer, y, descubrir el sentido que haría cada oración (Fenelon).” Pues lo mismo nos sucede con la grande obra del saber y poder de Dios.

Por otra parte, “los hombres están continuamente distraídos con las pasiones que los agitan, y las preocupaciones que de ellas nacen les cierran constantemente los ojos. Al modo que un hombre totalmente embebido en un asunto de importancia pasaría mucho tiempo en su gabinete sin observar sus proporciones, ni las pinturas y muebles que hubiese en él; todos los objetos estarían delante de sus ojos, y sin embargo, ninguno le haría impresión; los miraría pero no los vería. Del mismo modo viven los hombres: todas las cosas les presentan a Dios, y en ninguna parte le ven; y pasan la vida sin advertir esta imagen tan perceptible de la divinidad. También hay muchos que temiendo encontrar al que no buscan, no quieren abrir los ojos, y aun aparentan tenerlos enteramente cerrados (Fenelon).”

No hagamos nosotros lo mismo: busquemos a nuestro Criador en sus criaturas: y ya que no podamos conocerle por la idea completa del todo que tanto excede nuestra limitadísima capacidad, conozcámosle, siquiera, por lo poco a que podemos alcanzar. Bastante es, y muy bastante para que quedemos plenamente convencidos de la existencia de ese ser tan grande y tan perfecto.

Si en este cuadro magnífico consideramos algunas de sus partes que son otros tantos todos particulares, y examinamos con detención las partes respectivas de que consta cada uno: por ejemplo, si en este globo que habitamos, contemplamos la formación y estructura de un ser viviente, de un insecto, de un león, de nosotros mismos, de un árbol, de una espiga, de una flor, ¿qué orden tan maravilloso no se presenta a nuestros ojos?

Pero todo eso que tanto te sorprende es obra del acaso, dice el ateo: “la materia, después de haber ensayado infinitas formas, de las cuales no resultaba un orden, tomó por acaso la que tiene en el día; resultó un orden, y este sigue constantemente.” Mas esto, ¿cómo se prueba? “A lo menos, replican, no es imposible. Nos pondréis muchos ejemplos que hagan ver la dificultad, tan grande como se quiera, de que se forme por acaso un todo coordinado, especialmente si es algo extenso, pero nunca se demostrará la imposibilidad: arrojando muchas veces al aire las letras del alfabeto, no es imposible que formen alguna vez el caer una palabra, o una oración corta; y si no es imposible respecto de un todo pequeño y poco complicado, tampoco debe serlo respecto de un todo de cualquier magnitud y complicación, porque el más y el menos no mudan la especie.”

Este sistema contiene algunas suposiciones que es preciso examinar.

Supone 1.°, que la materia no ha tenido principio.

2.° Que la materia está dotada de actividad para moverse.

3.° Que puede por sí sola variar la dirección de su movimiento.

La primera de estas suposiciones pugna con la idea del ente necesario, cuya existencia hemos probado ya. Porque el ente necesario no puede menos de ser infinito en perfecciones, y no lo sería si no hubiera creado la materia. Pugna también con la esencia de la materia, la cual es un ente contingente, que lo mismo puede y pudo ser que no ser, mas para un ser eterno no hubo anterioridad de tiempo en que no ser, le fue, pues, imposible no ser. En la eternidad no hay tiempo, no hay sucesión de momentos, porque no hay anterioridad, y de consiguiente ni posterioridad; y sin anterioridad y posterioridad no puede haber sucesión: resulta, pues, que si la materia fuera eterna, ni aun ahora mismo pudiera dejar de existir, porque como existiría en la eternidad, y en la eternidad no hay momentos, sino que es un punto indivisible, si en este punto indivisible pudiera no existir la materia, como en el mismo punto existiría, podría no existir en el mismo punto en que existía, y esto es una contradicción.

La segunda suposición es falsa, porque no todo lo que es materia se mueve, y todo se movería, si la materia estuviera dotada de actividad; ¿por qué unas partes se habían de mover, y otras no? No se ve ninguna razón para ello, a no ser que se busque en la libertad de toda la materia para moverse o no moverse; tesis que creo no defienda nadie con seriedad.

No es menos falsa la tercera, y sin embargo sería necesario hacerla, para que la materia atinase alguna vez con el orden en que actualmente se halla, no habiéndole encontrado en la primera dirección que tomó en su movimiento. No es menos falsa que la anterior, porque tampoco se alcanza ninguna razón que determinase la mudanza de dirección, si no se buscaba en el conocimiento y en la libertad de toda la materia, y este conocimiento y esta libertad de toda la materia es un absurdo.

De todo lo expuesto hasta aquí, se deduce que hay un ser que en nada puede ser circunscrito, y del cual emana y depende todo, de manera que, si no existiera, ninguna cosa podría existir: no habría causa eficiente, y no habiendo causa eficiente, no habría ningún efecto: es necesario, pues, que haya una causa de todo sin causa de sí misma. Esta causa sin causa es Dios.

Por la esencia de esta causa tan admirable, tan incomprensible, se conoce que ha de ser única. Esta causa es necesariamente superior a todo, no puede, pues, tener igual, porque si la tuviese, ya no sería superior a todo. Luego el politeísmo es una quimera, un imposible.

(páginas 3-13.)

Capítulo II
 
De la religión

Supuesto que hay un Dios, y supuesta la idea de la divinidad, es evidente que el hombre tiene obligación de darle culto; el culto para nosotros es lo mismo que la religión.

Entendemos por culto todas aquellas acciones que son una consecuencia necesaria del conocimiento que tenemos de las perfecciones de Dios, y de nuestra naturaleza y dependencia. Sabemos que Dios tiene autoridad para mandarnos; la consecuencia de este conocimiento es la obediencia; sabemos que es sumamente bueno, la consecuencia de este conocimiento es amarle; sabemos que es justo y poderoso, la consecuencia es temerle.

En el conjunto de todas estas acciones, y en el hábito de ejercerlas, consiste la religión.

Aunque la necesidad moral de la religión es una cosa tan patente, no han faltado algunos que la nieguen, si bien reconocen la existencia de Dios; alegando que Dios no necesita de los obsequios del hombre, y que el exigirlos sería una mezquindad interesada, muy impropia de su grandeza infinita. Otros confiesan que el hombre está obligado a dar a Dios culto en su corazón, pero que ninguna necesidad hay de que se le dé también exteriormente, porque Dios penetra los corazones, y no necesita de esas manifestaciones exteriores para saber lo que pasa en el interior del hombre. Otros, en fin, confiesan que debemos dar a Dios culto, tanto interno como externo, pero que tenemos bastante con la razón natural, y que no es necesaria la revelación para cumplir con este deber. La refutación de todos estos errores será el objeto de los capítulos siguientes.

(páginas 14-15.)

Capítulo III
 
Necesidad moral de la religión, u obligación de dar a Dios culto

Siendo la obligación la imposibilidad en que está el hombre de hacer u omitir alguna acción sin faltar al orden y a la voluntad de Dios, veamos si es posible que el hombre deje de dar a Dios culto sin faltar al orden y a la voluntad de Dios.

El orden, en último resultado, consiste para el caso presente, en todo aquello que es esencial a Dios y esencial al hombre. Nadie negará que es esencial a Dios el mandar y el ser obedecido, Conque Dios manda, y la desobediencia a sus mandatos no puede quedar sin castigo. Si manda, manda siempre lo que es conforme y consiguiente a sus perfecciones; manda que le amemos y que esperemos en él, porque es conforme y consiguiente a su bondad; manda que le temamos, porque es justo y omnipotente; manda que nos resignemos en su voluntad, porque como es infinitamente sabio, no puede engañarse en todo lo que dispone; ni puede sernos perjudicial ninguna de sus disposiciones, porque es infinitamente bueno. Manda también que nos abstengamos de todo lo que se opone a sus perfecciones: manda no tomar su santo nombre en vano, porque es contra su infinita majestad, digna de todo respeto: manda no jurar en falso por la misma razón: en fin, manda por este orden otras muchas cosas; y si el hombre no le obedece, obra en oposición a la esencia de Dios.

También se aparta de lo que exige su propia esencia. El hombre por su esencia es inferior a Dios, es dependiente de Dios, y está sumiso a Dios. Es una criatura, ha recibido del Criador todo lo que es y todo lo que tiene: su propia existencia la debe en cada momento a la acción conservadora de Dios; en el instante mismo en que el Señor cesase de conservarle, dejaría de existir: la idea de un tal ser excluye esencialmente la idea de la independencia; y así obraría el hombre contra lo que exige su propio ser, si no hiciese cuanto es propio de un ser dependiente y sometido a Dios, y no lo haría si no le obedeciese cual Dios le manda; y es imposible que deje de mandarle que le adore, le ame, le tema, &c., como lo hemos probado ya.

Un buen amo trata a sus criados con la mayor humanidad; les paga exactamente su salario, les da el alimento suficiente, les concede en su trabajo todos los alivios que son racionales, no les cercena las horas de descanso; hace que les asistan con esmero en sus enfermedades, y él mismo los visita entonces y les consuela; les proporciona la instrucción en algún arte u oficio útil, para que puedan vivir por sí cuando quieran dejar el servicio. Sin embargo, estos criados no sirven fielmente a su amo, no cuidan de sus intereses, no procuran darle gusto en nada, solo tratan de su comodidad y de sus diversiones.

Un buen padre se desvive por la felicidad de sus hijos: los alimenta, los viste, los acaricia, les proporciona recreaciones honestas, les da una educación esmerada, y trabaja sin cesar para su buena colocación, y para dejarles con qué subsistir cómodamente después de su muerte. Sin embargo, estos hijos dan mil sentimientos a su padre, le desobedecen y le desprecian.

Se pregunta: ¿quebrantan estos criados y estos hijos alguna obligación? Sin necesidad de recurrir a la filosofía, no habrá nadie que responda negativamente. Pues bien: Dios es el mejor amo y el mejor padre de todos: todos los hombres somos sus siervos y sus hijos, y hemos recibido, y estamos continuamente recibiendo de su munificencia y de su bondad innumerables beneficios. Conque faltaremos a nuestra obligación, si le ofendemos, y le ofenderemos, si le desobedecemos. Debemos, pues, hacer todo cuanto nos mande: y llamamos culto a los actos con que cumplimos aquellos mandatos que tienen por objeto inmediato al mismo Señor.

El culto divino está también íntimamente enlazado con la felicidad temporal de los hombres, y por esta razón se conoce que es muy conforme con el orden que debe reinar en las sociedades humanas. No lo creerá el que se empeña en romper las relaciones que le unen con Dios: ni lo extrañamos nosotros, porque sabemos que los placeres espirituales fastidian cuando no se disfrutan, pero que cuanto más se gozan más se apetecen; al contrario de los placeres puramente terrenos, los cuales se apetecen con ansia antes de lograrse, y logrados cansan y fastidian bien pronto. Esta propiedad de los placeres que proceden de la religión obra en todos los hombres sin distinción. ¿Quién da culto a Dios de corazón, que no experimente un consuelo en sus aflicciones, una resignación tranquila en sus trabajos, una esperanza en todas sus calamidades, un alivio en la pena que le causan los remordimientos de su conciencia? El amor de Dios hace que los hombres se amen unos a otros; el temor de su justicia contiene aún al más determinado para que no haga mal a sus semejantes: la consideración de la misericordia de Dios, hace a los hombres compasivos. Y así los hombres, tanto cada uno en particular, como todos en general, ganan mucho con el ejercicio de la religión, o sea con dar a Dios el culto que le corresponde. La felicidad general es el medio por donde conocemos, cuando las acciones se conforman con el orden necesario en la sociedad humana; luego es conforme a este orden el dar culto a Dios.

Todos los pueblos y naciones del mundo, sus legisladores y filósofos, han convenido en la obligación de dar culto a la divinidad, y en la necesidad de la religión para el buen orden de las sociedades humanas. Los indianos, los chinos, los egipcios, los griegos y los romanos, los peruanos y mejicanos; Pitágoras y Platón, Solón y Licurgo convinieron en esta obligación y necesidad. Ábranse los archivos de todos los pueblos, consúltense los anales de las naciones, léanse las redacciones de los viajeros, contémplense los restos de los monumentos antiguos; todo nos está diciendo que no hay, ni ha habido pueblo alguno, por bárbaro y salvaje que se le suponga, que no haya dado culto a sus Dioses. Si alguna vez los viajeros han creído no ver señal alguna de religión entre algunas hordas de salvajes que han visitado; o no se informaron con bastante detenimiento, o no comprendieron bien la significación de sus gestos y ademanes, puesto que no entendían su lenguaje; y así ha sucedido que mejor informados e instruidos después en otros viajes, han rectificado su primer juicio. ¿Y será este consentimiento universal un error, una preocupación de todo el género humano? Creemos posible, y aun tenemos por una cosa casi necesaria, atendiendo a la limitación de la inteligencia del hombre, que toda la especie humana padezca un error acerca de algún objeto físico, que no sea necesario para su conservación: así se puede decir que todos o casi todos los hombres creyeron preocupadamente por muchos siglos, que se movía el sol, porque esta preocupación en nada perjudicaba a su conservación y buen gobierno. Pero en un punto en que tanto se interesa el buen régimen y aún la conservación de la sociedad humana, sin la cual es imposible que subsistiera el hombre, ¿cómo podemos concebir que yerren todos los hombres? ¿No es más fundado, más racional, pensar que es una verdad aquello que conciben todos los hombres como muy conforme a su naturaleza, y como necesario para su conservación, y que no solo lo conciben así, sino que realmente lo es? Padece el hombre, es cierto, muchos errores, e ignora muchas verdades, aún en lo que concierne a su conservación, o al orden indispensable para que viva bien en compañía de sus semejantes; pero estas preocupaciones, estos errores, esta ignorancia, nunca recaen sobre objetos esencialmente necesarios para la conservación de la sociedad, y por consiguiente de toda la especie. Así vemos que el entendimiento humano ha errado en cuanto a muchas verdades religiosas y morales que se deducen de las primeras, porque sin ellas puede subsistir, aunque no como debiera, la sociedad de los hombres. Pero es imposible que todos los hombres yerren cuando se trata de una verdad religiosa o moral, necesaria para su conservación; si pudiera errar, llevaría en su misma naturaleza la especie humana un principio de su total destrucción. Sin religión, no puede haber sociedad, sin sociedad no pudiera existir el género humano. En vano se finge una sociedad de ateos, o de deístas sin religión: semejante sociedad no podría ser permanente: lo persuaden muchas razones que explanamos en la filosofía moral. Por lo menos, nadie podrá negar que la religión es en sumo grado conveniente y útil en todas las sociedades: mas es una obligación para el hombre todo aquello que es conveniente y útil en sumo grado para la sociedad; conque la religión, el culto de Dios, es una obligación para todos los hombres

Debemos ahora explicar la expresión de que “Dios no tiene necesidad de los obsequios del hombre” que alegan algunos deístas para negar la obligación de dar culto a Dios, ni interior, ni exteriormente. Para ser Dios perfecto, y completamente feliz, no son necesarios los obsequios de los hombres; pero si Dios no ha de dejar de ser Dios, es necesario que el hombre preste a Dios todo respeto y homenaje, o que sea castigado en el caso contrario. En el orden moral es necesario que el colono pobre pague su pequeño canon al rico propietario, aunque este no lo necesite para ser rico y opulento: o en otros términos, es imposible que, sin faltar al orden y a la voluntad de Dios, deje el colono de pagar su canon al propietario, aunque este no lo necesite para ser poderoso. Esta imposibilidad es la obligación.

(páginas 15-22.)

Capítulo IV
 
Obligación de dar a Dios culto externo

El culto externo se compone de todos aquellos actos exteriores propios del cuerpo, con los cuales damos a Dios el honor y la reverencia que le debemos. No son una mera manifestación del culto interno; son también un verdadero culto, puesto que ellos mismos son una sumisión y homenaje que tributamos a Dios. Pero es preciso que sean mandados, presididos y dirigidos por la devoción y atención interior, para que puedan llamarse culto: en otro caso no serán más que una apariencia del culto.

La obligación del culto externo se prueba por las razones siguientes.

1.° El motivo por que estamos obligados a dar culto a Dios, es el supremo dominio que el Señor tiene sobre nosotros, los muchos y señalados beneficios que nos dispensa, nuestra inferioridad, y la necesidad de nuestra sumisión. Pues bien: Dios es dueño absoluto, no solo de nuestra alma, sino también de nuestro cuerpo; le debemos cuanto somos y cuanto tenemos, no solo respecto del alma, sino también respecto del cuerpo; somos sus súbditos también en cuanto al cuerpo; conque estamos obligados a darle culto, no solo con el alma, sino también con el cuerpo, de modo que no solo el alma del hombre, sino todo el hombre dé culto a Dios.

2.° Tal es la naturaleza del hombre, que si no excita con objetos sensibles y exteriores las potencias y facultades de su alma, se puede asegurar que las ejercitará muy poco, especialmente aquellas cuyo ejercicio le precisa a separarse y privarse de los objetos placenteros y atractivos que cautivan su corazón. De esta disposición nace la aversión a los actos internos de religión, y esta aversión se convierte en habitual, y se fortifica y aumenta cada día más y más, como todo hábito. El hombre tiene una obligación muy estrecha de procurar que no se amortigüe o acaso se extinga del todo en su alma el culto interno; luego está obligado a ejercitarse también en el culto externo.

El culto externo puede ser particular o privado, doméstico y público. Todos tres son obligatorios, cada uno en su caso, y según las circunstancias. De todos tres hemos hablado en la Filosofía moral. Aquí volveremos a hablar únicamente del culto público.

Todas las razones que prueban la obligación del culto exterior, son aplicables al culto público; pero hay también otras muy poderosas que manifiestan su conveniencia, necesidad y obligación. El hombre está obligado a dar gloria a Dios ante todas las criaturas. ¿Y cómo no había de estarlo? Todo el universo está publicando la grandeza, el poder y la sabiduría del Criador. El cielo, esa bóveda de color azul tan hermoso tachonada de estrellas; los astros, su prodigioso número, magnitud y brillantez, su movimiento perfectamente arreglado, su marcha majestuosa: aun aquí en este pequeño globo que nosotros habitamos (pequeño, pequeñísimo comparado con otros, y un punto como imperceptible en medio del universo), la extensión y movimiento de las aguas del mar, los innumerables vivientes que le habitan, tan diferentes en tamaño y estructura, desde una ostra hasta la ballena: la tierra con todas las galas de la primavera, la pompa de los árboles, el verdor de los prados, la hermosura de las flores; la multitud y variedad de los animales tan desemejantes en tamaño como el arador y el elefante, en movilidad como el águila y la tortuga, en aspecto como el sapo y el jilguero: todo, todo está anunciando las glorias del supremo Hacedor; y hasta las avecillas, al saludar con sus gorjeos y cánticos a la aurora, publican, sin saberlo, las maravillas que ha obrado el Señor, dándoles voz y habilidad para tan dulce melodía. El hombre mismo, su organización, las facultades de su alma que le elevan mas allá de todo lo criado, y le abren la entrada en el empíreo; el hombre mismo está publicando la ciencia infinita, el poder infinito de Dios, aun sin querer. ¿Y solo la voluntad del hombre es la que no ha de glorificar al ser grande, a quien glorifican todas las demás cosas? El hombre, por otra parte, está obligado a amar a Dios; el que ama distingue, alaba, y honra naturalmente al objeto de su amor a la faz de todo el mundo, tiene en ello un placer. Si amamos a Dios, debemos promover su culto por parte de nuestros semejantes, dándoles ejemplo, y estimulándoles a glorificarle con nuestra conducta, para lo cual no basta el culto particular ni el doméstico, que no presencian los demás.

El culto público fortalece en gran manera el culto interno que tan obligados estamos a conservar siempre vigente en nuestra alma. El homenaje que prestan a Dios, reunidos el rico y el pobre, el súbdito y el monarca, recuerda a todos lo que son, lo que es Dios y la cuenta que tienen que darle todos algún día; hace conocer al pobre y al súbdito su dignidad, y al rico y al monarca su pequeñez ante el Señor de todos.

Nosotros estamos obligados a amar a nuestros hermanos; debemos, pues, procurar por su felicidad temporal y eterna, para cuyo logro es un medio muy adecuado el culto divino, que templa las pasiones y suaviza las penas, circunstancia tan necesaria para la felicidad de esta vida; preserva al hombre del vicio, requisito necesario para la felicidad de la vida futura. Si estimulamos, pues, a nuestros hermanos, cuando adoramos y alabamos a Dios públicamente, a que también ellos le adoren y le alaben, cumplimos en parte con la obligación de procurar por su felicidad en esta vida y en la otra.

(páginas 22-25.)

Capítulo V
 
La revelación: su posibilidad

La revelación es “la manifestación hecha por Dios a los hombres de algunas verdades morales y religiosas, por otro medio que por la luz de la razón.”

Esta manifestación puede tener por objeto verdades que exceden la comprensión del entendimiento humano, y verdades que puede conocer el hombre por medio de la razón, ya con facilidad, ya con dificultad mayor o menor.

Parece imposible que haya habido quien confesando la existencia de Dios y la infinita perfección de su naturaleza, haya negado la posibilidad de la revelación. Sin embargo, la niegan algunos deístas: unos absolutamente; otros no niegan que Dios pueda enseñar por sí mismo a los hombres algunas verdades de ellos desconocidas, en cuanto a la religión y a la moral; sí solo que se las pueda manifestar por el conducto y ministerio de otros hombres. Nosotros creeríamos gastar inútilmente el tiempo que empleásemos en refutar tanto a unos como a otros.

Pero algunos solo niegan la posibilidad de que Dios revele a los hombres aquellas verdades que no pueden comprender; porque sería, dicen, una cosa inútil, y es imposible que Dios haga ninguna cosa inútilmente. Bien inútil sería, por cierto, manifestar a un ciego las bellezas de un cuadro; o por decir mejor, para el ciego no habría ni podría haber semejante manifestación. Por otra parte, si Dios revelase a los hombres tales verdades, sería para que las creyesen; mas, las verdades que el hombre no comprende, no son nada en el entendimiento del hombre, y por consecuencia, no pueden ser objeto de su creencia.

Empero, para creer una verdad, no es necesario comprenderla: lo que se necesita para creerla, es saber que es verdad. Si comprendiéramos todas las verdades en sí mismas, comprenderíamos las esencias de las cosas que ciertamente no comprendemos. Estamos seguros de que el fuego es una verdad, y yo por mí no comprendo lo que es fuego; el ciego y el sordo de nacimiento, saben con certeza, por el testimonio unánime de los demás hombres, que hay colores y sonidos, aunque no comprenden ni tienen la menor idea, el primero de los colores y el segundo de los sonidos. Los mismos deístas creen y confiesan que Dios es una verdad, y sin embargo, no comprenden lo que es Dios.

A esto responden que la razón natural nos demuestra la verdad de la existencia de Dios, pero que no nos demuestra la verdad del misterio, supongamos, de la Trinidad. Pero nos demuestra la verdad de la existencia del misterio, por las pruebas irresistibles que hay de que Dios lo ha revelado: y así como, porque la razón nos demuestra la existencia de Dios, creemos que Dios es una verdad, aunque no comprendamos a Dios; del mismo modo, debemos creer que el misterio es una verdad, aunque no lo comprendamos.

(páginas 26-28.)

Capítulo VI
 
Necesidad de la revelación

Para que el hombre pueda cumplir debidamente con las obligaciones que tiene para con Dios, necesita tres cosas principales: 1.ª Tener de Dios una idea que, a lo menos, no desdiga de su infinita perfección. 2.ª Saber qué clase de culto ha de tributarle, que corresponda con su infinita grandeza y santidad; y 3.ª conocer las verdades morales necesarias para hacer la voluntad de Dios respecto de sí mismo y de sus semejantes.

Desgraciadamente la historia de todos los pueblos y de todos los siglos nos demuestra cuán lastimosamente ha errado el género humano en estos puntos capitales, cuando ha tenido por única guía la razón natural.

En cuanto al conocimiento de la divinidad, la razón y el universo entero están publicando su existencia; y así no hay, ni ha habido jamás pueblo alguno, por rudo y salvaje que se le quiera suponer, que ignore o haya ignorado que existe un Dios; pero casi todo el linaje humano, cuando se ha guiado solamente por la luz de su razón, se ha extraviado miserablemente en formar la idea de la divinidad, de su naturaleza y atributos. Más sabios los politeístas que los ateos, aun los que se precian de filósofos, veían la existencia de Dios adonde quiera que no podían alcanzar la inteligencia y fuerzas del hombre. Su raciocinio era tan sólido como sencillo. “Yo veo aquí, decían, un hecho; es imposible un hecho sin un haciente, no es el hombre quien ha hecho esto, luego hay otro que lo ha hecho. Para hacer esto, se necesita un poder y una inteligencia superior al poder e inteligencia del hombre; luego el ser que ha hecho esto, es más que el hombre.” Hasta aquí el raciocinio era exacto: el hombre seguía el camino recto por donde le guiaba su razón: pero dejándose llevar de las apariencias, en lugar de seguir sacando consecuencias que le condujesen al conocimiento de un Dios verdadero y único, fijaba su atención en cada hecho aislado que observaba en la naturaleza, y en cada uno de ellos veía una divinidad diferente; lo más que hacía era suponer una sola para todos los hechos de una misma especie. De aquí nació aquel número casi sin número de divinidades, nobles unas, si se quiere, aunque falsas, pero ridículas otras, viles y aun torpes. Casi todos reconocían, es verdad, un dios más alto que toda esta caterva de dioses, pero ofuscada ya su razón, aun a este primer dios le daban propiedades indignas de la divinidad y le negaban las esenciales. No era este un dios, cuya providencia dirigiese y sostuviese el gobierno de toda la naturaleza: ni aun siquiera se cuidaba de los hombres: no eran los dioses inferiores unos ministros suyos: gobernaban ellos por sí solos y con independencia, manchados por otra parte de vicios y de crímenes. Tal era el extravío de la razón humana entregada a sí propia.

No faltaron algunos varones cuerdos que se libraron de tan vergonzosos errores: pero debieron esta ventaja a la tradición, que se conservaba por fortuna, en un pequeño número de familias, de las verdades que nuestros primeros padres, instruidos por el mismo Dios, transmitieron a sus hijos y estos a sus descendientes. Aun estos eran en tan corto número, que cuando Dios anegó el mundo, solo habla la historia sagrada de un hombre justo, que se salvó con su familia de la inundación general con que castigó Dios los vicios de los hombres.

Se ve, pues, que entregado el hombre a sí mismo, no hay que esperar que llegue a conocer a Dios cual corresponde.

De esta desgracia nace otra naturalmente. El culto, es decir, el honor, la reverencia, el homenaje y los obsequios que se deben a la divinidad, han de ser correspondientes a la idea que nos formemos de su naturaleza: los hombres se figuraban unos dioses con necesidades y pasiones: así sacrificaban víctimas humanas para aplacarles, cuando creían tenerlos irritados; les ofrecían viandas, creyendo que las comían, porque les suponían con necesidad de alimentarse: sacrificaban el pudor y la pureza a una inmunda divinidad para tenerla propicia; acompañaban el culto con mil ridículas y extravagantes ceremonias, supersticiones y torpezas: era una lástima tanta degradación de la naturaleza racional del hombre.

Del mismo modo todo el linaje humano cayó en los errores más groseros acerca de la moral. El hombre conoce naturalmente que hay un Dios, pero no usa como debe de su razón, y así no saca de este conocimiento las consecuencias que debiera: también conocen naturalmente todos los hombres las primeras verdades de la moral, pero dominados por las pasiones, extraviados por el interés, y alucinados con las apariencias, sacan de ellas consecuencias monstruosas: porque aunándose las apariencias, el interés y las pasiones, les impiden usar rectamente de la razón. La historia de todos los pueblos es una prueba convincente de esta verdad. El perdón de las injurias se miraba como una degradación; la humildad como una fatuidad; la destreza en el robar como una habilidad conveniente y laudable. Se tenía por lícito el incesto más repugnante a la naturaleza: se daba la muerte a los ancianos, reputándolos como una carga para la sociedad, y aun se obligaba a los hijos a dar la muerte a sus padres cuando ya no podían trabajar: se permitía a las madres abandonar a sus hijos, cuando no podían o no querían criarlos, y aun privarles de la vida cuando nacían con algún defecto corporal. Es tan evidente que no teniendo el hombre más auxilio que su razón, nunca llegará a conocer muchísimas verdades morales, necesarias para cumplir con sus obligaciones, que hasta los filósofos paganos así lo conocieron y publicaron. “Si Dios, decía Sócrates, no se digna enviarnos quien nos instruya en su nombre, no esperéis conseguir jamás que se reformen las costumbres de los hombres.”

Los hechos, pues, nos demuestran, que entregado el hombre únicamente a su razón, nunca llega a formar una idea verdadera de Dios, de su naturaleza y atributos; que por una consecuencia necesaria tampoco llega a conocer qué clase de culto debe tributarle; y por último, que se extravía lastimosamente en el conocimiento de las verdades morales.

Y no se crea que esta fatalidad alcanzaba únicamente al vulgo. Los filósofos, los maestros del género humano, no estuvieron exentos del error universal. No llegaba a tanto su torpeza, como la del pueblo ignorante y grosero: en sus escritos se advierte la diferencia que hay siempre entre un talento privilegiado y cultivado, y un entendimiento común o rudo, y en todo caso inculto: pero también se ve en los mismos escritos el extravío de la razón humana aun mejor dispuesta y cultivada, con respecto a los tres puntos principales, sin cuyo suficiente conocimiento, ni el hombre puede cumplir con los deberes que tiene para con Dios, para consigo mismo y para con sus semejantes, a saber, el conocimiento de la divinidad, el conocimiento del culto que debemos dar a Dios, y el conocimiento de las verdades morales; ni tampoco aspirar a su verdadera felicidad. Efectivamente, los escritos de los filósofos paganos, al lado de algunas máximas morales muy sanas y verdaderas, contienen mil errores evidentes, pero evidentes para nosotros que nos hallamos iluminados por la revelación. Los admiradores actuales de la doctrina de Séneca y de Cicerón, de Jenofonte y de Confucio, ¿tendrían por un elogio la comparación de sus máximas morales con todas las de aquellos filósofos? ¿Adquirirían con esta comparación el renombre de moralistas consumados, de talentos eminentes, exclusivamente propios para la investigación de las verdades de la moral? Lo mismo decimos con respeto a las ideas acerca de la divinidad, y de las relaciones que median entre la divinidad y el hombre. “Un autor que en el día de hoy escribiese sobre materias de teología, aunque con un talento muy mediano, se creería gravísimamente injuriado, lejos de recibirlo como un elogio, si se le dijese: yo admiro vuestro libro; vuestras ideas sobre Dios y sobre la religión se hallan perfectamente al nivel de la mitología de los griegos, de la religión del Indostán, y del sistema del Confucio.”

De todo lo dicho deducimos nosotros la necesidad de la revelación, de una luz sobrenatural venida de lo alto. Y si la revelación era necesaria; si Dios había de ser desconocido, si su sacrosanto nombre había de ser universalmente profanado en toda la tierra; si había de verse desnaturalizada y degradada la criatura más noble con que pobló la tierra, si había de verse el Señor en la necesidad de castigar a todo el linaje humano; muy propio era de su santidad y misericordia alargar a esta raza infeliz una mano bienhechora para sacarla del abismo en que se hallaba sepultada, y manifestarla por otros medios que por la luz de la razón, las verdades que necesitaba conocer.

Esta sola razón era bastante para probarnos la existencia de la revelación, porque Dios siempre obra conforme a sus atributos. Pero la realidad de la revelación es un punto de tanta importancia, que no podemos dispensarnos de probarla también con el hecho, como lo haremos en los capítulos siguientes.

(páginas 28-34.)

Capítulo VII
 
Existencia de la revelación

La revelación está consignada en el Antiguo y Nuevo Testamento. Probaremos primero la autenticidad de uno y otro, y después, que es verdad lo que en ambos se refiere.

El Antiguo Testamento se compone de varios escritos, entre los cuales se halla el Pentateuco o los cinco libros que escribió Moisés, y son el Génesis, el Éxodo, el Levítico, los Números, y el Deuteronomio. También se hallan en el Antiguo Testamento las Profecías. En el Pentateuco se refieren muchos milagros hechos en confirmación de lo que decía Moisés, y los milagros son una prueba incontrastable de la verdad que confirman: también lo son en sí mismas las profecías, si se sigue su cumplimiento. Por esta razón escogeremos estas dos clases de escritos para probar su autenticidad, y la verdad de lo que contienen, porque bastan para probar por el Antiguo Testamento la existencia de la revelación.

Entendemos aquí por libro auténtico el que ha sido escrito por el autor que lleva a su frente, o al que comúnmente se atribuye; y en el tiempo en que se dice o se supone en él haber sido escrito; y cuando no consta de cierto quién es su autor, consta por lo menos que se escribió en la época en que se dice escrito, y por el contexto y más circunstancias se conoce que es obra de un autor digno de crédito, y consta que se le dieron sus contemporáneos y los que a estos sucedieron.

Autenticidad del Pentateuco.

Los cinco libros de que se compone el Pentateuco, fueron escritos por Moisés. Así lo confirman la tradición constante de la existencia de este caudillo, y todos los escritores que la suponen, pues todos hablan de él como del legislador de los judíos, y autor de los libros en que se contienen las leyes de este pueblo: estos libros componen el Pentateuco, y por eso los judíos le llaman la Ley. Así lo confesaron los filósofos Celso y Porfirio, y Juliano Apóstata; siendo así que mucho les interesaba negarlo para rebatir la religión, tanto de los judíos como de los cristianos, de los cuales eran enemigos declarados. También lo confesaron otros muchos paganos anteriores y posteriores, y los mahometanos.

Además, si Moisés fue el legislador del pueblo Hebreo, según acabamos de probar, como estas leyes son tantas, tantos los ritos y ceremonias, tuvo necesidad de ponerlas por escrito; de otra manera, aunque por una enseñanza oral pudiese el pueblo conservarlas en la memoria mientras viviese Moisés, no era creíble que después de su muerte, aquel pueblo siempre desobediente y díscolo, diese el mismo crédito a sus sucesores, o se conformase con la recopilación que de ellas hiciesen otros por escrito, especialmente con las que le sujetaban e incomodaban, y con las que llevaban consigo la pena de muerte que eran muchas. Ni en el cisma de Samaria hubieran adoptado, como adoptaron, las diez tribus las leyes de Judá contenidas en el Pentateuco, sino le hubieran tenido por auténtico, puesto que no quisieron reconocer otros escritos sino los de Moisés. Finalmente, si Moisés no es el verdadero autor del Pentateuco, ¿cómo se explica que todo el pueblo estuviese desde el tiempo mismo de Moisés en la creencia contraria, sin que a ninguno se le ocurriese siquiera dudar en ningún tiempo?

Varios hechos que refiere Moisés son tan denigrativos del pueblo hebreo, que, según su historia, este pueblo a quien Dios distinguió tan señaladamente, dirigiéndole e instruyéndole por sí mismo, y haciendo en su favor un gran número de milagros asombrosos; era un pueblo de ingratos, de díscolos, desobedientes, rebeldes, disolutos e idólatras. La nación judaica ha tenido siempre en la mayor veneración a este caudillo, ella misma da con esto a sus palabras una autoridad y un peso irresistible. Sin embargo, las tiene por suyas, y quiere más bien cargarse con el baldón y el oprobio, que negar la autenticidad de los escritos de su historiador. Con negar que semejante historia hubiese salido de las manos de Moisés, podría vindicar su honor tan ultrajado y vilipendiado en ella. ¿Y dejaría de hacerlo, dejaría de haberlo hecho, si alguna vez hubiera recelado siquiera que aquella relación tan injuriosa no era obra de Moisés? No obstante, jamás ha reclamado, jamás ha protestado contra ella: no hay la menor noticia ni el menor vestigio de que los que alcanzaron a Moisés, sus inmediatos sucesores, y las demás generaciones posteriores, inclusa la que vive en nuestros días, haya tenido la menor desconfianza acerca de la autenticidad del Pentateuco; luego es auténtico.

No está menos probada la autenticidad de las profecías. Su cumplimiento, tan patente como veremos luego, es un embarazo insuperable para los judíos, obstinados en no reconocer a Jesús por el Mesías prometido. No es posible que respondan a las razones de los cristianos, cuando les arguyen con las profecías y con su cumplimiento. Profetizada estaba la época en que el Mesías había de venir al mundo, la madre que había de tener, el pueblo donde había del nacer, su venta por treinta dineros, su pasión, su muerte, resurrección y ascensión a los cielos, la ruina de Jerusalén y del templo, la dispersión de los judíos, su oprobio y abyección; y, sin embargo de todo esto, su inconcebible obcecación, con otros muchos hechos y circunstancias. Todas estas profecías se cumplieron exactamente. ¿Qué pueden responder los judíos? ¿Cómo pueden cohonestar su incredulidad? Con todo, muy fácil les sería salir de este compromiso, negando la autenticidad de semejantes vaticinios. Cabalmente nadie está en el caso de negarla con tanto derecho a ser creído, como el pueblo hebreo, a quien se hicieron estas profecías, y que las custodió exclusivamente por muchos siglos. Sin embargo, jamás ha negado su autenticidad: siempre la ha defendido, y las ha conservado con la mayor fidelidad. Cuando el filósofo pagano Celso, que combatió contra el cristianismo con todas las fuerzas de su ingenio, sorprendido al ver el completo cumplimiento de las profecías, se atrevió a negar su autenticidad, y aseguraba que habían sido escritas después de los sucesos que en ellas se anuncian; los judíos fueron los primeros en contradecirle, haciendo ver que las profecías todas se habían conservado entre ellos sin la menor alteración, sin la más mínima duda acerca de su autenticidad desde el tiempo mismo en que las publicaron los profetas. Los cristianos y los judíos tienen pendiente un gran litigio que dura hace más de 18 siglos: los cristianos presentan documentos a su favor, que perjudican en sumo grado a la causa de los judíos, y estos reconocen espontáneamente y aun defienden su autenticidad. No se puede presentar un título más robusto a favor de la autenticidad de ningún documento.

Todo lo que refiere Moisés es verdad; no se le puede tachar de impostor: es verdad, porque hizo milagros en comprobación de lo que decía. No solamente hizo milagros, sino que continuamente se los estaba recordando al pueblo, para hacerle ver la protección que Dios le dispensaba, y para que resaltasen más y más sus prevaricaciones. Ni era posible que engañase al pueblo refiriéndole sucesos que habían pasado a la vista de todos; ¿era acaso el pueblo hebreo un pueblo de estúpidos que no había visto los hechos prodigiosos que le recordaba Moisés, y los creía ciegamente; y creía ciegamente que los había presenciado, no habiéndolos presenciado? ¿Habían de creer los israelistas que habían visto perecer en una noche todos los primogénitos egipcios; que ellos mismos habían visto separarse a derecha e izquierda las aguas del mar rojo, que ellos mismos habían pasado a pié enjuto por en medio de las aguas suspendidas de un lado y otro; y que habiendo acabado de pasar, todos ellos vieron, que entró por el mismo camino Faraón con sus tropas, y volviéndose a juntar las aguas, quedó sumergido con todo su ejército; habían de creer, decimos, que habían visto estas maravillas, cuando Moisés se las recordaba, si realmente no las hubieran visto?

Tampoco los milagros pudieron ser obra de la superior inteligencia de Moisés: ¿quién puede dar tanta fuerza y extensión al entendimiento humano?

Tampoco fueron una apariencia, un engaño de Moisés. ¿A un pueblo que contaba más de dos millones de personas, podía hacerle creer que veía las aguas del mar suspendidas como dos montañas, que pasaba por medio de ellas, que después de haber pasado entraba por el mismo camino un ejército numeroso y que las aguas volvían a juntarse, siendo todo esto nada más que un ilusión?

Y si los israelitas hubieran concebido la menor sospecha de que no eran todos aquellos prodigios más que una superchería de Moisés, ¿hubieran consentido que este les impusiese leyes, rigurosas unas, muy incómodas otras, que les reprendiese continuamente con la mayor aspereza, y les castigase muchas veces con el último rigor, pues llegó el caso de pasar a cuchillo algunos miles de personas?

Los hebreos, pues, habían presenciado, no cabe duda, los milagros que refiere Moisés: Moisés aseguraba al pueblo que Dios le hablaba, que le mandaba dar leyes al pueblo y manifestarle muchas verdades morales y religiosas, conque no podemos menos de creerlo así, porque el milagro es obra de solo Dios, y Dios no había de hacer milagros para confirmar una mentira.

Mucho menos se puede decir que Moisés y los israelitas supusieron de consuno los hechos que se leen en los libros de Moisés.

“Porque si hubiera sido así, o convinieron con Moisés, para fraguar el engaño, algunos individuos solamente o toda la nación. Si solamente algunos se hubieran prestado a fraguar el engaño, claro es que el resto de la nación hubiera negado el asenso a su narración, lo mismo que lo hubiera negado a Moisés, si él solo hubiera fingido las hechos: los hubiera desechado, hubiera tenido a Moisés por un impostor, y los que entonces vivían hubieran manifestado el engaño a sus hijos y a sus nietos, y estos a los suyos, que por lo mismo no hubieran venerado, como siempre han venerado unánimemente todos a Moisés, como a un gran Profeta. Especialmente cuando ocurrió el cisma de Samaria, que no fue mucho después de Moisés, se hubiera descubierto el engaño. Los Samaritanos para cohonestar mejor su separación, hubieran acogido con avidez un hecho que tanto favorecía su intento: y, sin embargo, los Samaritanos, no menos que los judíos, veneraron siempre a Moisés como a un enviado de Dios.”

”También es increíble que toda la nación se hubiese convenido en adoptar y sostener el fraude. ¿Quién podrá persuadirse de que toda una nación depusiese voluntariamente el amor a la verdad, tan natural al hombre, y se adhiriese a un proyecto falaz y fraudulento? Además de que ningún impostor confía jamás sus intentos a la multitud. Por otra parte, si hay algunas cosas en la historia de Moisés que honran a los judíos, hay muchas más que los llenan de ignominia, hay también muchas relativas a otras naciones enemigas de los judíos, cuya falsedad no hubieran dejado ellas de publicar; tales como las plagas de Egipto, la muerte de los primogénitos egipcios, el haber sido estos sumergidos en las aguas del mar Rojo, &c. ¿Y se podrá creer que la nación judaica, en unión con Moisés, supuso tantos hechos que la deshonraban, y otros que concitaban contra ella a las demás naciones? ¿Quién podrá figurarse siquiera, que por sostener una impostura, se había de sujetar la nación entera a unas leyes y ceremonias pesadas, cuando era tan propensa a la idolatría y a la rebelión? ¿Cómo habían de haberse conformado con morir tantos como murieron por una causa que solo se fundaba en una mentira? ¿Las tribus de Rubén y Simeón, hermanos mayores, hubieran cedido el honor del Sacerdocio a los hijos de Leví, у el cetro a los hijos de Judá, dejándose despojar de sus privilegios, sin otro fundamento que una falsedad y ficción conocida? Todo esto repugna, ciertamente, a la naturaleza y constitutivo del hombre. Y aun cuando hubiera sido posible que toda la nación hubiera maquinado el fraude, a lo menos repugna que hubiera estado oculto por mucho tiempo. Era imposible que se guardase un secreto entre tan grande multitud; que lo ignorasen absolutamente sus sucesores; que muchos de ellos mismos no lo descubriesen en medio de las enemistades de unos con otros, de las sediciones, de las guerras intestinas, de los tormentos y de la muerte que padecieron algunas veces por la causa de la religión. Sin embargo, jamás tal secreto se reveló, sino que todos los judíos y en todos tiempos, han venerado sumamente su religión y a Moisés su legislador.” (Bailly.)

Todas estas razones militan igualmente respecto de los tiempos posteriores a Moisés. Ningún impostor hubiera podido ser más feliz que Moisés, quien, sin embargo, no hubiera podido conseguir que prevaleciese el fraude, según hemos visto: tampoco lo hubieran conseguido algunos confabulados al intento, así como no lo hubieran conseguido en tiempo de Moisés. Mucho menos toda la nación. ¿Cómo se había de guardar un secreto entre tantos millones de personas?

Finalmente, tampoco se puede sostener que estos libros hayan sido adulterados en parte. No hay el menor vestigio de que se haya hecho alteración en los libros de los hebreos: no se halla en ningún autor, ni judío, ni pagano, ni cristiano: tampoco se nota en su contexto, ni en su lenguaje, y será una suposición arbitraria, infundada, contraria a todas las reglas de la crítica y fundamentos de la creencia humana.

Por las mismas razones con que se prueba la autenticidad del Pentateuco, se prueba también que son auténticas las profecías; y estas, cuando se sigue su cumplimiento, son también un verdadero milagro, una prueba de la divinidad de su origen. Pues bien, en el mismo Pentateuco se leen algunas que se cumplieron exactamente; por ejemplo, la cautividad de Babilonia y muchas de sus circunstancias, la supremacía de la tribu de Judá sobre las demás tribus, hasta la venida del Mesías; y los trabajos, casi humanamente increíbles, que habían de padecer los judíos.

Pero principalmente, donde se hallan las profecías más señaladas y en mayor número, es en los escritos de los Profetas; profecías, cuyo cumplimiento está a la vista de todo el mundo, y que nosotros probaremos en los capítulos siguientes, donde demostraremos la autenticidad del Nuevo Testamento, y que es verdad lo que en él se contiene.

Pudiéramos probar igualmente la autenticidad de los demás libros del Antiguo Testamento, pero no lo juzgamos necesario, una vez probada la autenticidad y verdad del Pentateuco y de las profecías, para quedar convencidos de la existencia de la revelación en el Antiguo Testamento.

(páginas 34-44.)

Capítulo VIII
 
Existencia de la revelación en el Nuevo Testamento

El Nuevo Testamento se compone de los cuatro Evangelios, de las epístolas de los apóstoles, S. Pedro, S. Pablo, S. Juan, Santiago y S. Judas; del Apocalipsis de S. Juán y de los Hechos de los Apóstoles. Todos estos escritos son verdaderamente auténticos, y todo lo que contienen es verdad.

Los libros de que se compone el Nuevo Testamento, son auténticos.

No se puede dudar que estos libros se escribieron por los autores a quienes se atribuyen, y en la época de los Apóstoles. Así lo aseguran los escritores eclesiásticos que les subsiguieron inmediatamente, y aun algunos que los alcanzaron, y aun conversaron con ellos: ni después lo negaron los que sucedieron a estos; ni aun los herejes, que para sostener sus errores, contrarios a la doctrina de los Evangelios y más libros del Nuevo Testamento, jamás alegaron su falta de autenticidad, medio tan expedito de librarse de los argumentos de los católicos; y quisieron más bien atribuir a los Apóstoles una falta de la mayor gravedad, asegurando que no habían enseñado la verdadera doctrina de Jesucristo. Tampoco lo pusieron en duda los filósofos paganos Celso y Porfirio en sus polémicas con los cristianos, ni aquel enemigo irreconciliable de Jesucristo y de su religión, Juliano Apóstata.

Ni se puede siquiera sospechar que el Nuevo Testamento haya sido adulterado después de publicado por los Apóstoles, mientras vivieron, ni después de su muerte. No en su tiempo, porque ¿cómo hubieran ignorado esta novedad, o cómo, sabiéndola, hubieran guardado silencio? Sus inmediatos sucesores se hallaban en el mismo caso: algunos de ellos habían recibido aquellos libros de la mano misma de los Apóstoles, de cuya boca habían oído también la doctrina que contenían: los que siguieron a estos les oyeron lo que ellos habían oído a los Apóstoles, recibieron de su mano los escritos que ellos habían recibido de los Apóstoles, y que fueron pasando de edad, en edad sin la menor contradicción por parte de ningún católico, y lo que es más, de ningún hereje, ni pagano, cuando es claro que en la menor suplantación que hubiese, o aun solamente se dijese, de los libros santos hecha por los católicos, hubieran tenido, a lo menos, un pretexto plausible para argüir contra los fundamentos de la religión de Jesucristo. Con todo, no se lee de ningún hereje ni pagano, que hubiese alegado jamás contra los católicos la falsificación de los Evangelios, ni de ningún otro libro del Nuevo Testamento. Al contrario, cuando los herejes adulteraban el texto en gracia de sus errores, al instante eran denunciados e impugnados por los católicos.

No dudáis que Homero haya escrito la Ilíada, que la Eneida sea obra de Virgilio, que los versos de Horacio sean producción de este poeta, ni que las oraciones de Cicerón vengan de la mano del célebre orador romano que así se llamaba. Si se os pregunta, ¿en qué os fundáis para creerlo? Me responderéis que en el unánime testimonio de toda la antigüedad. Pues bien, los libros del Nuevo Testamento tienen esa misma autoridad en su favor. Pero con mucha más razón, porque el asunto de estos libros era más importante: como que anunciaban contener, y la multitud creía que contenían efectivamente una doctrina esencial a la salvación, los hombres tuvieron mayor interés en saber si habían sido escritos por los Apóstoles de Jesucristo, porque de aquí les venía todo su aprecio. ¿Qué es lo que contienen las obras de Homero o de Virgilio, que haya podido convidar a una investigación tan severa? Téngase muy presente que, bajo este aspecto, lo que destruiría la fe que se debe al Nuevo Testamento, acabaría a un mismo tiempo con la fe que se debe a todos los libros de la antigüedad, y se aniquilaría de un golpe la evidencia testimonial. Los hombres que en los últimos tiempos han puesto en duda la autoridad de los libros del Nuevo Testamento, no han reparado en lo absurdo de su conducta.

Tenemos por otra parte razones muy poderosas para inferir que en los escritos del Nuevo Testamento no se hicieron interpolaciones, ni fueron corrompidos, sino que han llegado a nuestras manos perfectamente en aquel mismo estado en que salieron de las plumas de los Evangelistas y de los Apóstoles. Concedemos sin dificultad, que la prisa o la ignorancia de los amanuenses les haya podido hacer caer en errores de nombres, de fechas, de lugares, o de alguna que otra palabra aislada o inconveniente a que han estado expuestos todos los demás libros de la antigüedad, mucho más aún que los libros del Nuevo Testamento. Sin embargo, y a pesar del estos errores tipográficos, si así pueden llamarse, de la pureza de los autores clásicos sacamos una prueba suficiente para creer que ni han sufrido interpolaciones, ni han sido corrompidos, sino que existen como estaban en el principio, después que salieron de mano de sus autores. La hermosura de la composición en general, y el estilo particular y propio de cada escrito, convencen al crítico de que la obra es de tal o tal autor, que es toda de una pieza, y que lleva el sello del ingenio del que la ha compuesto. Así también, los Apóstoles de Jesucristo tienen un estilo peculiar suyo, cuya imitación excede las fuerzas de las capacidad humana. En la primera edad del cristianismo se les atribuyeron algunas obras, cuyos fragmentos subsisten todavía; pero el que se ha alimentado del espíritu de sus obras, si compara con el Nuevo Testamento los fragmentos de los escritos falsamente atribuidos a los Apóstoles, hallará entre unos y otros una diferencia notable. La homogeneidad, permítaseme esta expresión, la homogeneidad del Nuevo Testamento es la más fuerte prueba de que este ha sido redactado por hombres animados del mismo espíritu, y de la misma sabiduría, sin mezcla alguna heterogénea.

Si, además de esto, se toma en consideración el profundo respeto que tenían los cristianos primitivos a los escritos de los Apóstoles, nada hay más inverosímil que su intención de alterarlos. Esta misma veneración es una prenda suficiente de su fidelidad; pero aunque alguno de ellos hubiera querido alterarlos; le hubiera sido imposible salir con su intento. Sus copias se multiplicaron con el tiempo, existían en todas las iglesias entre las manos de muchos cristianos; estos libros fueron traducidos posteriormente en diversas lenguas en algunas naciones, por las cuales se había propagado el Evangelio. Los hombres piadosos citaban pasajes de ellos en sus escritos sobre la religión. No tardaron en nacer sectas y herejías, los herejes y sectarios se apartaban de la verdad, pero conservaban todos los mismos libros sagrados; y ellos vinieron a ser, unos respecto de otros; la salvaguardia de estos mismos libros, haciéndose imposible toda interpolación y alteración. La sucesión de los tiempos fue aumentando la dificultad; y el hecho es que, aun en el día, de la confrontación de diversos manuscritos antiguos no resulta ninguna alteración en punto alguno de la doctrina del cristianismo, ni en ninguno de los deberes que recomienda.

La alteración de los libros del Nuevo Testamento ha sido mirada por algunos como una cosa hacedera y probable; pero la dificultad gravísima de la ejecución se verá con toda claridad si este asunto tan importante se considera con toda atención. Pongamos por ejemplo la Epístola de S. Pablo a los romanos: ella fue leída en la iglesia y recibida por divina inmediatamente después de haber sido escrita; todo cristiano que pudo proporcionarse una copia no dejó de hacerlo, y la leyó a su familia. El uno envió una copia a su hijo que estaba en Corinto; el otro a su hermano que se hallaba en Antioquía; este a su padre que estaba en Alejandría; y estos mismos la circularon entre los cristianos que residían en sus respectivos países, los cuales, por su parte, se apresuraron a remitir copia a sus amigos en otros países: por estos medios debía la Epístola, en muy breve espacio de tiempo, ser poseída sino del común de los fieles, que tampoco sabrían leerla, a lo menos de un gran número de personas.

Mientras que de ella se multiplicaban copias en las iglesias cristianas, también debió ser traducida en lenguas diferentes; casi al momento apareció una traducción latina, y no tardaría en trasladarse en las lenguas orientales. Todas estas cosas debieron ser ejecutadas por personas que tenían en la más profunda veneración al libro y a su autor, como a un ministro inspirado del espíritu de Dios. Esta misma veneración haría que se creyesen reos del mayor delito si alteraban el sentido o el estilo, y sería causa de la atención más escrupulosa en conservar hasta las tildes del escrito de un Apóstol, y la Epístola en el primer estado de su pureza original

Para mayor ilustración de esta evidente autenticidad, es preciso también que consideremos, que la Epístola era leída en el oficio divino públicamente en las iglesias, y hacía de ella un tesoro la memoria de los fieles. Ella era citada por los escritores cristianos en sus tratados de devoción. Los ortodoxos se valían de ella en sus controversias con los herejes, y estos se servían de ella también en su propia defensa. Ella servía de texto a los comentarios de los eruditos, tanto en las iglesias de la Grecia, como en las romanas que, por su parte, confesaban tenerla también en grandísima veneración. El alterar, pues, los escritos sagrados, o interpolar en ellos lo más mínimo; era sin duda una ardua empresa; era un imposible que las alteraciones o interpolaciones no se descubriesen en el momento.

(páginas 45-51.)

Capítulo IX
 
Los milagros que se refieren en el Nuevo Testamento son verdaderos, y de consiguiente también es verdadera la doctrina que contiene

La consecuencia es legítima, irrecusable. Los milagros son obra exclusiva del Omnipotente: los milagros que se refieren en el Nuevo Testamento se hicieron para confirmar la doctrina que en él se contiene, y es imposible que el Omnipotente confirmase una falsedad.

Se dice en el Nuevo Testamento, y especialmente en los Evangelios, que Jesucristo convirtió el agua en vino; dio vista a los ciegos, y oído a los sordos; curó repentinamente enfermedades inveteradas; con cinco panes y dos peces dio de comer a cinco mil personas; anduvo sobre las aguas del mar e hizo que también anduviese San Pedro; resucitó muertos, entre ellos uno después de cuatro días que estaba sepultado. Se refiere que el Señor hizo todos estos y otros muchos prodigios públicamente, a la vista de todo el mundo. Los apóstoles, después de haber subido su maestro a los cielos, los publicaron en la ciudad de Jerusalén, y por los demás pueblos y parajes donde se habían obrado aquellas maravillas; vivían acaso todos los que las habían presenciado, y aun los mismos en quienes se obraron, y nadie les echó en cara la falsedad de su narración, ni aun aquellos mismos que tenían un interés muy grande en negar la realidad de los hechos. Los judíos, aunque aparentaban atribuirlos a inteligencias de Jesús con el príncipe de los demonios, se alarmaban altamente con unas señales tan sobrenaturales, temiendo que todos creyesen en él: luego estaban convencidos de la existencia verdadera de aquellos prodigios. Tampoco los han negado posteriormente, pues los atribuyen en el Talmud a la virtud del nombre de Jehovah, que nadie, dicen ellos, puede acertar a pronunciar con propiedad, y cuya verdadera pronunciación, añaden, aprendió Jesús en el templo de Jerusalén, o en el sancta sanctorum con sus malas artes: porque al mismo tiempo que suponen que nadie puede pronunciarlo bien, están en la inteligencia de que si alguno lo pronunciara, llegaría a obrar por este medio maravillas estupendas. Los filósofos paganos Celso y Porfirio, y el emperador Juliano, que impugnaron con todas sus fuerzas el cristianismo, admiten también muchos de los milagros hechos por Jesucristo: y estaban tan autorizados, y eran tan universalmente creídos, que el emperador Tiberio propuso al Senado que se colocase a Jesús en el número de los Dioses. Últimamente, hasta en varios capítulos de el Korán se atribuyen muchos milagros a Jesucristo.

“Pero, yo, dice el deísta, yo no creo en milagros.” Mas esta incredulidad puede no ser una cosa racional. Jamás exige Dios de nosotros que creamos sin fundamento. Pero, cuando hay razones sólidas para creer, se indigna altamente contra la incredulidad de los hombres. Tan sujetos a una prueba rigorosa de evidencia están los milagros, como todos los demás acontecimientos ocurridos en el curso ordinario de la naturaleza. Un príncipe del oriente, habiendo oído decir a un embajador de Holanda, que en las Provincias unidas se helaba el agua hasta el punto de poder sostener caballos y bagajes, le respondió encolerizado, que su relación era falsa e imposible, porque jamás se había observado en Siam una cosa semejante. Pero la congelación del agua en Holanda puede probarse con tanta precisión y con tanta fuerza, como su estado de liquidez en Siam. Semejante a varios antagonistas del cristianismo, el monarca de la zona tórrida no tuvo presente, que la experiencia de un hombre solo, de un solo pueblo, y de un solo siglo; no es la de todos los hombres, de todos los pueblos, y de todos los siglos: y aquello mismo que un solo hombre no ha visto, y cree ser por lo mismo imposible, puede haberlo visto otro, y atestiguar su certeza. La idea de que es imposible la prueba de los milagros, es ciertamente un absurdo. Todo cuanto en esta materia puede exigirse, es la evidencia, y una evidencia suficiente. Cuando la cosa atestiguada es esencialmente extraordinaria, se necesita el más alto grado de evidencia; este grado, pues, debe exigirse cuando se trata de una revelación divina; esta es una condición muy puesta en razón: vamos pues, a aplicar esta regla a los milagros: exijamos una evidencia capaz de satisfacer a un hombre razonable, y ciertamente la encontraremos, porque Dios no solamente es justo, sino también bueno.

Un milagro es para los que lo vieron una cosa que está bajo la inspección de sus sentidos; mas para el que no lo vio, la evidencia debe nacer del testimonio, esto es, del testimonio de las personas que obraron el milagro, del de aquellos en cuyo favor se obró, o en fin, del de aquellos que fueron testigos oculares del milagro. La reunión de todas estas circunstancias confirma con tanta fuerza la operación de un milagro, que si se desecha la evidencia testimonial que de él resulta, es imposible que nos quede ya certidumbre de cosa alguna. Ninguno de los acontecimientos antiguos tiene en su favor un grado tan superior de evidencia, como los milagros de Jesucristo y de sus Apóstoles: ellos reúnen las tres condiciones para la evidencia de que acabamos de hacer mención. Los Apóstoles, a más de hacer estos milagros, dieron un testimonio, mediante una solemne declaración en presencia de sus enemigos, y en documentos escritos; y basta considerar su carácter para formar juicio del grado de crédito que se merecen. Tenemos también la prueba de la evidencia de las personas en cuyo favor se obró el milagro, como en el caso del ciego de nacimiento a quien Jesucristo restituyó la vista, y del cojo curado por San Pedro. Pero el testimonio de los testigos oculares es tal vez el más considerable de todos. Millares de testigos oculares de estos milagros abrazaron el Evangelio, exponiéndose al odio y persecución pública; muchos de ellos sufrieron una muerte cruel, y ¿todo esto lo hubieran sufrido por sostener una mentira? Esta es una cosa contraria al orden moral, y esto mismo sería un milagro. El que niega los milagros del Nuevo Testamento, se halla en la necesidad de conceder la existencia de otro no menos importante, a saber, que un agente invisible trastornó el cerebro de varios millares de personas, invirtió y confundió las operaciones de sus entendimientos, de manera que los mismos hombres que en otros asuntos se conducían con razón y sensatez, en este particular se condujeron en oposición directa a todos los principios reguladores del corazón humano, cuales son deber, probidad, honor y felicidad, y esto únicamente por sostener una impostura. Ninguno, sin embargo, de los enemigos del cristianismo que vivían en aquella época, contradijo este testimonio. ¿Qué consecuencia puede sacar de esto la razón humana? La única que puede sacar es, que sus enemigos nada tuvieron que decir contra este testimonio.

Para establecer de un modo más completo, o más bien, para demostrar la certidumbre de los milagros del Nuevo Testamento, se hace sumamente indispensable el considerarlos con una atención muy escrupulosa. En los tres siguientes me propongo dar una muestra.

En el capítulo nono del Evangelio de San Juan, se refiere la historia de un ciego de nacimiento, a quien Jesús concedió la vista. Este hombre fue conducido a la presencia de los fariseos, enemigos mortales de Jesucristo y de su doctrina. Se le interrogó, se le amenazó, se le arrojó de la sinagoga, sin que tuviesen los mismos fariseos cosa alguna que alegar para poner en contestación la verdad y realidad del milagro. Un segundo ejemplo podemos también alegar; este es el de la curación de un cojo, verificada por San Pedro. Los Apóstoles fueron entregados al tribunal de los judíos, e interrogados en él con el mayor rigor; afirmaron la realidad del milagro, у declararon que, en el nombre de Jesús Nazareno, se había curado aquel hombre, en virtud del nombre de aquel mismo Jesús, que ellos habían crucificado. ¿Qué resultó, pues, de toda la sustanciación de este proceso? Los Apóstoles vemos que están a su discreción; los Jueces tienen en su poder al estropeado ya sano; estos como magistrados revestidos del supremo poder, estaban muy en el caso de tomar todos los informes necesarios para la aclaración del suceso: si hubiera habido el más pequeño fraude, debía necesariamente descubrirse; pero, además de no resultar la más mínima superchería, cinco mil judíos abrazan al momento el Evangelio.

El milagro más estupendo de todos, es la resurrección de Jesucristo. Examínese, pues, con cuidado la historia de este suceso, y se hará necesaria la siguiente alternativa: o Jesucristo resucitó, o robaron el cadáver sus discípulos. Cuanto más se reflexione sobre esta última suposición, deberá aparecer más improbable. Jesús había declarado que resucitaría al tercer día. Los jefes de la nación judaica estaban perfectamente enterados de esta declaración y no se descuidaron en tomar todas las medidas para estorbar e impedir toda estratagema, o todo acto violento de parte de sus partidarios, para arrebatar del sepulcro su cadáver, y propalar en seguida su resurrección; por lo mismo le cierran con una losa, y sellan la losa misma, rodeándole, además, con una guardia de soldados romanos. Sus tímidos discípulos, que se entregaron a la fuga al verle preso, ¿tendrán ahora valor de venir a atacar a una tropa armada? ¿O podrán lisonjearse de que se han de apoderar en silencio del cadáver? ¿Podrá darse una cosa menos probable?

Además de que, si tenían razón para pensar que su Maestro los había engañado llenando su corazón de falsas esperanzas, lejos de exponerse a riesgos para apoderarse del cadáver, hubieran roto más bien con él enteramente y para siempre. Pero, pues que se empeñan en que le robaron, robara de enhorabuena; esa misma necesidad que les obligaba a semejante hurto, ¿no era más que suficiente para entibiar su celo y su amor, y para impedir que penetrase en sus corazones aquel amoroso entusiasmo que le tenían en el principio? Pero el fervor ardiente, el celo afectuoso que le manifestaron en el resto de sus días, destruyen todavía más semejante suposición.

Lo que no admite duda, es que el cadáver no se encontró más en el sepulcro. Los Apóstoles publicaron la resurrección de su Maestro, dando un solemne testimonio de habérseles manifestado muchas veces. Léase la relación de los soldados, y obsérvese ahora la conducta de los jefes de la nación. ¿Por qué no hicieron prender a los Apóstoles? ¿Por qué no hicieron castigar a los soldados? ¿Por qué de tantos rumores no hicieron la materia de la sustanciación de un proceso criminal? ¿En qué consiste tanto descuido en unos hombres que anduvieron tan solícitos para colocar una guardia alrededor del sepulcro? Suponiendo que Jesús resucitó real y verdaderamente, todas estas cuestiones pueden explicarse sencillamente y con la mayor facilidad; pero, si admitimos la suposición de haber los discípulos de Jesús robado su cadáver, a ninguna de estas cuestiones puede darse solución. En una palabra, cuanto más escrupulosamente se examina cada milagro en particular, tanto mayor aparece la fuerza de la evidencia que en él se encierra. Pero se me dirá: fueron los Apóstoles los escritores de su misma historia y de sus mismas aventuras. Y bien, ¿y qué? ¿La feliz propagación del Evangelio no nos está gritando en alta voz, que sus relaciones no admiten duda, y que nadie puede negarlas ni contradecirlas? ¿Y qué es, en efecto, lo que han dicho los enemigos del Evangelio contra este milagro? ¿Cuál es la prueba que nos dan de no haberse verificado la resurrección de Jesús?

El silencio mismo sobre este punto de Josefo, de Filón, y de otros muchos escritores posteriores a la publicación del Evangelio, es una circunstancia harto digna de la atención más particular, y que nos pone en el caso de inferir con muchísima razón, que estos escritores no se atrevieron a negar la realidad de los milagros de Jesucristo, ni tuvieron valor para emprender la refutación de los Evangelios, ni de los hechos de los Apóstoles, ni por consiguiente, para vindicar a los jefes de la nación judaica, ni a sus sacerdotes, del atroz crimen de que les acusaron los discípulos de Jesucristo.

Presentemos ahora todas estas pruebas reunidas, y vamos apreciándolas en su justo valor, porque no es posible dejen de ser de una grande importancia para un espíritu reflexivo. Los milagros de Jesucristo y de sus Apóstoles se divulgaron en el momento por toda la circunferencia de los países en que se verificaron; y tan pronto como se obraban, se consignaban en los fastos de la historia en la misma época, y en el país mismo en que se realizaron, y a presencia de los mismos sujetos que habían sido testigos: son actores en esta escena los amigos y los enemigos: a haber habido la superchería más liviana, era la cosa más fácil el descubrirla, y lo hubiera sido inmediatamente, porque de un tal descubrimiento iban a resultar consecuencias de la primera importancia. Aquí se nos presenta una evidencia de un orden superior, y que no tiene igual en el mundo.

(páginas 51-60.)

Capítulo X
 
Santidad de la vida y doctrina de Jesucristo: carácter de este divino personaje

La pureza de costumbres de nuestro Salvador, y la sublime santidad de su doctrina, ponen el sello a la verdad de sus milagros, y dan también a su religión el carácter de divina. Si a un hecho portentoso, que a todas luces se presenta sobrenatural, acompaña la santidad a toda prueba de la vida y doctrina del que lo ha hecho, y si este lo hace para probar que tiene un poder sobrenatural recibido de Dios, nada le falta para que sea un verdadero milagro; porque pudiera detenernos para reputarlo por tal la repugnancia de que Dios se valiese de un hombre perdido y estragado, y que enseñase una doctrina perversa y corrompida, para hacer milagros, especialmente por mucho tiempo, y como por sistema. Pues bien, Jesucristo que hizo milagros para demostrar que tenía facultad para perdonar los pecados, que era hijo de Dios, y una misma cosa con él; que hizo muchos, muy señalados, y los estuvo paciendo por algunos años, tuvo también una vida sin mancha, y predicó una doctrina santísima.

Oigamos la descripción que una docta pluma hace del carácter de Jesucristo, de su conducta y de su doctrina.

Cuando nada distinguiese de los demás libros al Nuevo Testamento, bastaría el carácter de Jesucristo para cimentar la superioridad de este libro. Que el carácter que aquí se pinta no sea ideal, sino real у verdadero, es una verdad cuya evidencia se muestra en las pinceladas mismas del cuadro. Jamás la mente humana hubiera sido capaz de concebir otro igual; nada hallamos de parecido en los escritos de la antigüedad; no tenían Platón ni Aristóteles concepciones de esta especie; semejante nacimiento, una vida tal y una muerte como la suya, están más allá de los límites de la invención de los hombres, porque la invención humana tiene su círculo en el de las pasiones y deseos de la humanidad. Hay aquí unos rasgos con tal simetría, un continente tal y una actitud tan particular, que la copia es de una persona verdadera y no un retrato de fantasía creado por la imaginación del pintor. Este es en grado eminente el caso en la vida de Jesús.

El lector dotado de discernimiento no podrá menos de advertir, que esta no es una novela ni un esfuerzo del ingenio, que intenta trazar un carácter de importancia que jamás ha existido; sino el de un verdadero personaje que vivió en la tierra y murió, que ha sufrido, dicho y ejecutado todo lo que de él se cuenta. Si alguna vez la sagacidad humana puede hacer distinción entre la vida verdadera y la ficticia, es sin duda en esta ocasión; porque mil circunstancias se dejan ver anticipadamente para darnos la oportunidad más completa de distinguir la una de la otra. Puede un escritor, en el calor de su imaginación, suponer que su héroe obra naturalmente y conforme en todo con el carácter que le supone, en la diversidad de circunstancias en que le coloca, y aun con respecto al de aquellos con quienes le presenta en la escena; pero un lector más versado en el curso ordinario de las cosas de este mundo, advierte una falta en lo natural, otro otra, y así se viene a descubrir la fábula; pero en la vida de Jesucristo no se halla semejante incongruencia, porque cada cosa está en su propio lugar. ¿En dónde, pues, se amaestraron tanto los galileos en el arte de enmascarar la impostura? En ninguna parte. La consecuencia, pues, es tan legítima como natural; escribieron una historia verdadera.

La perfección del carácter de Jesucristo es otra nueva consideración que imprime una excelencia muy particular al Nuevo Testamento. Esta es la representación de un personaje libre de todo error, exento de todo pecado, de un personaje perfectamente sabio y bueno; ni este carácter está trazado en un pequeño número de pasajes brillantes al fin de los Evangelios, sino que es un resultado de toda la historia de la vida y muerte de Jesús. Se le coloca en muchas y muy diversas situaciones, se le hace hablar sobre una infinita variedad de asuntos, conversa él familiarmente con sus amigos, arenga a la multitud, combate los sofismas de sus enemigos, se le muestra a las veces ejerciendo funciones de la mayor actividad, otras padeciendo crueles tormentos y amarguras; pero jamás se le escapa una palabra contraria al dictamen de la sabiduría, jamás se ve en él una acción reprobada por las reglas de la justicia; concurren muchas veces las circunstancias más propias para que se pruebe su paciencia: se le proponen con frecuencia cuestiones capciosas e inesperadas; pero en sus respuestas y en toda su conducta brilla siempre una prudencia consumada, y nadie puede acusarle de necedad ni de pecado. En medio de los más crueles tormentos, o de mano de su Padre, o de la de los judíos, jamás se ve en él la más ligera murmuración contra Dios, ni el más pequeño resentimiento, ni dicterios, ni injurias contra los hombres; ni se limita tampoco a una virtud negativa, porque lleno está de resignación en la voluntad del cielo. Lo que sufrió cuando Judas le vendió y le entregó, su conducta en presencia de Pilato, su discurso a las hijas de Jerusalén, que se lamentaban de su pasión, la oración por sus enemigos estando pendiente en la cruz, todo, todo manifiesta en el grado más sublime la mayor y más perfecta bondad. Ninguna pasión desarreglada se trasluce en lo más mínimo, ni aún en una expresión menos propia. Ninguna ignorancia hay en él, ningún error, ninguna imprudencia; todo respira verdad, todo es en él sabiduría. En tan admirable personaje, ni el entusiasmo ni la superstición tienen cabida. Desde el principio hasta el fin, su vida es un desarrollo continuado de la rectitud más perfecta y de la más sublime bondad.

¡Qué trabajo no cuesta a las personas de una vida continuamente activa, que pasan sin cesar de un deber a otro, y que se ven por consecuencia lanzadas en situaciones difíciles y en tentaciones; ¡qué trabajo, repito, no les cuesta preservar su conducta exenta de todo defecto! Unas veces se les escapa una palabra precipitadamente, otras, una acción practicada con menos discreción, ya una reprensión sin las precauciones debidas, o ya también, una respuesta picante.

Mas en los pocos años que duró el ministerio de Cristo, reunió un número de obras buenas y de buenos oficios, mayor que el que puede hallarse en el dilatado curso de la vida de un hombre que muere a los setenta años, habiendo servido a Dios desde su juventud. Jamás en la suya encontramos imperfección alguna. ¿Quién de vosotros, dice Jesús a sus más crueles enemigos, y a vosotros también, deístas, quién de vosotros me convencerá de pecado? Examinad con madurez su vida en todos sus pormenores, y nada hallareis que pueda menoscabar la perfección de su carácter. Ejemplo semejante no se ve en libro alguno. Podrán escribirse algunas hojas de un panegírico sin incurrir en falta alguna; puede describirse el curso sosegado de una vida inactiva sin que se adviertan en ella defectos de consecuencia; pero una vida tan sumamente activa como la que el Nuevo Testamento atribuye a Jesús, ni existe, ni ha existido; y esto mismo aumenta infinitamente la dificultad de trazar un carácter tan perfecto; mas los autores de este libro han salido, sin embargo, con su intento. Ni en los escritos de la antigüedad, ni en los de los autores modernos, se halla un solo ejemplo de esta naturaleza. Demos, pues, una ojeada sobre los autores de este libro, sobre su educación, su género de vida, su trato, y sus relaciones en la sociedad, y exclamaremos, no sin razón, ¡ah, cómo unos hombres tales, fueron los únicos capaces de ejecutar lo que ninguno de los escritores antiguos ni modernos se ha atrevido a emprender, o lo emprendió inútilmente! No creo que la respuesta pueda ser otra que esta: Estaban enseñados por Dios.

Pero aun tenemos que advertir, en el carácter de Jesucristo, otra nueva circunstancia tanto o más extraordinaria que las referidas. Los evangelistas están de acuerdo, no solo en representárnosle como hombre, sino que hablan también de él como de uno que es más que hombre; porque no solo es llamado el Hijo del hombre, sino también el Hijo de Dios: nueva dificultad para pintar el carácter de Jesús: a la perfección conveniente a un puro hombre, se hace ahora preciso añadir las perfecciones que pertenecen al “Verbo que estaba al principio con Dios, el cual era Dios;” pues, aun en esta investigación, no se frustrarán nuestras esperanzas. A la condescendencia más amable que pudo jamás adornar el carácter de un mortal, vemos unida la dignidad uniforme de sentimientos y de conducta que conviene al elevado rango de un hombre que es Hijo de Dios. Habla Jesús con cierto tono de autoridad; hace sus promesas con una certeza tan real de su poder, y derrama sus bendiciones así como una persona que está autorizada para hacerlo con derecho propio. En todas las cosas, en todo lugar, en todo tiempo conserva sin la menor apariencia de orgullo, de arrogancia o de presunción, el tono de Maestro y la dignidad majestuosa de aquel “que bajó del cielo para dar vida al mundo, y que era el Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.”

Otra circunstancia hay tocante a Jesucristo, que siendo de un peso no leve, merece que se ponga también en la balanza, y es, que los evangelistas no describen el carácter de un hombre popular; ninguno de sus pasos son de impostor. Bien se ve que no es su objeto obtener la aprobación de los judíos; estos esperaban un Mesías que, sometiendo todos sus enemigos, debía conducirlos a la victoria y elevarlos a todas las dignidades mundanas: sobre estos varios puntos eran grandes, vehementes y muy antiguas sus esperanzas, habiéndolas mamado con la leche y recibídolas por tradición de sus antepasados; los que tratasen de imponerles y de ganar su confianza, debían, para adular sus preocupaciones, prometerles todos los bienes de la tierra; y así se condujeron con ellos los falsos mesías, y por eso los vemos a la cabeza de los ejércitos haciendo, con la espada en la mano, todos los esfuerzos posibles para ensalzar la nación judaica. Pero Jesús de Nazaret marcha por un camino jamás usado, por el camino que destruía justamente todas las esperanzas de los judíos, y arrancaba de sus imaginaciones los sueños dorados, que formaron tanto tiempo sus delicias; en una palabra, era su conducta diametralmente opuesta a la brillante perspectiva, áncora principal de las esperanzas que ocupaban exclusivamente el corazón de aquel pueblo. Pero no es esto solo: Jesús manda a los súbditos de su reino que tengan afectos enteramente contrarios, fortificando su doctrina con su ejemplo; en vez de halagar el ardor de sus esperanzas, en vez de tremolar el estandarte que debía conducirlos a los triunfos y a la gloria, les anuncia que “el Hijo del hombre iba a ser vendido y entregado en manos de pecadores, los cuales le azotarían, le escupirían en el rostro y le harían morir.” Pero aun es esto poco; en vez de animarlos en su idea de superioridad sobre los gentiles, les inculca sin cesar, mediante varios apólogos, la importuna cuanto humilde idea de que también los gentiles estaban llamados a participar de las mismas ventajas que los judíos, y que todos los individuos de cualquier nación de la tierra que recibiesen el Evangelio, deberían confundirse con una santa fraternidad. ¿Y esta conducta es la de un impostor? ¿A quién, a quién puede suponerse la pérfida intención de engañar, al personaje cuya historia se escribe, o a sus mismos historiadores?

Lejos de creer implorar el permiso de mis lectores, estoy bien persuadido que me agradecerán el que inserte en este lugar la no menos exacta y elocuente, que sublime descripción del carácter de Jesucristo, hecha por la pluma de un filósofo que no debe ser sospechoso a los incrédulos.

“Confesaré que la majestad de las Escrituras me llena de asombro y de admiración, tanto como la pureza del Evangelio habla directamente a mi corazón. Que se lean, enhorabuena, todas las obras de los filósofos con toda esa pompa de voces, ¡pero ah, cuán pequeños, cuán despreciables aparecen al lado suyo! ¿Y es posible que un libro tan sencillo y tan sublime al mismo tiempo, no sea más que la obra de los hombres? ¿Es posible, que aquél cuya historia se refiere en él, no sea él mismo tampoco, más que un puro hombre? ¿Este tono suyo es el de un entusiasta, por ventura, es acaso el de un sectario ambicioso?: ¡Qué dulzura, qué pureza en sus costumbres! ¡Qué plenitud de gracia tan persuasiva y tan afectuosa en sus instrucciones! ¡Qué sublimidad en sus máximas! ¡Qué sabiduría tan profunda en sus discursos! ¡Qué presencia de ánimo, qué agudeza, qué precisión en sus respuestas! ¿En dónde, en dónde está el hombre, en dónde está el sabio que sabe portarse de esta manera, que sabe vivir y morir de un modo tal, y tan sin debilidad ni ostentación?

”Cuando Platón nos pinta su justo ideal, cubierto de todos los oprobios del crimen y digno de todos los premios de la virtud, en cada rasgo, en cada pincelada, vemos delineado y pintado el carácter de Jesucristo: es tal la semejanza de este retrato, que todos los Padres la han conocido y nadie pudiera equivocarse. ¡Qué preocupación, qué ceguedad no es preciso tener para comparar al hijo de Sofronisa (Sócrates), con (Jesús) el Hijo de María! A Sócrates, que muere sin dolor y sin ignominia es muy fácil sostener hasta el fin el mismo carácter; y si su fácil muerte no hubiera coronado su vida, dudaríamos, si Sócrates, con toda su sabiduría, fue otra cosa más que un vano sofista. Dicen que inventó la teoría de la moral; otros, sin embargo, la practicaron antes que él; solamente dijo lo que otros ya habían hecho, y redujo a preceptos sus ejemplos. Pero Jesús, ¿en dónde aprendió entre sus compatriotas una moral tan pura y tan sublime, de que solo él dio las lecciones y el ejemplo? La muerte de Sócrates filosofando tranquilamente con sus amigos, es la más dulce que pudiera desearse; pero la de Jesús, espirando en medio de los tormentos más crueles, injuriado, burlado, maldecido de una nación entera, es la más horrible que pudiera temerse. Sócrates, al tomar la copa emponzoñada, bendice al que se la presenta llorando: Jesús, en medio de las atrocidades del más bárbaro suplicio, pide por sus mismos encarnizados verdugos. Si, si la vida y la muerte de Sócrates son de un sabio, la vida y la muerte de Jesús son de un Dios. ¿Pero podría suponerse que la historia del Evangelio ha sido una mera voluntaria ficción? No, amigo mío, no, ciertamente: este no es el modo con que se inventa, nadie finge de esta manera; al contrario, la historia de Sócrates, de que nadie duda, no está tan evidentemente probada como la de Jesucristo. Esta suposición no hace otra cosa sino eludir la cuestión sin desatarla. El que varios hombres se hubiesen reunido para fabricar, de común acuerdo, una historia como esta, es mucho mas imposible de imaginar, que el que haya sido uno solo el que efectivamente suministró los materiales. Los autores judíos jamás hubieran podido encontrar, ni el tono ni la moral del Evangelio, que encierra y manifiesta unas señales tan grandes de la verdad y una elocuencia tan asombrosa, que lo hacen real y verdaderamente inimitable; y en tal caso, el inventor o inventores, serían de un carácter más portentoso que el héroe.” (Rousseau, Emil.)

¡Qué entendimiento es capaz de concebir unas ideas tan hermosas y tan justas! ¡La divinidad del Nuevo Testamento es tan patente como los rayos del sol! ¡Pero qué corazón es necesario tener para resistir a tantas y tan evidentes pruebas, cegándose los entendimientos más agudos hasta el punto de concluir diciendo: Yo no creo en el Evangelio!

El modo nada común con que escriben su vida los discípulos de Jesucristo, merece también ser muy considerado, porque ofrece una cosa única en su especie; en todo el círculo de la literatura humana no se nos presenta semejante. Demasiado sabe todo el mundo que los evangelistas amaban a su Maestro, para que nos empeñemos en negarlo; su renuncia a toda esperanza de ventaja temporal, su total adhesión a su causa, y las crueles persecuciones que sufrieron por esta razón, todo manifiesta su amor sincero y fervoroso. ¡Con qué transportes no era de esperar que nos pintasen su vida y su muerte! Pero bien meditado todo, nada de esto venimos a encontrar; los autores de las epístolas hablan extasiados de sus excelentes perfecciones y de su amor; lo mismo hacen los profetas; Isaías principalmente se explica en unos términos tan apasionados, como pudiera el más conmovido de los espectadores de su crucifixión. Los evangelistas, por el contrario, manifiestan una calma tan perfecta, que el ardor humano daría a esta su sangre fría, el nombre de indiferencia. No hacen esfuerzo alguno para excitar las pasiones de sus lectores, ni mezclan con su relación sus propias sensaciones. No hay en todos los Evangelios una sola recomendación en forma de panegírico en favor de Jesucristo. Refieren los milagros y las maravillosas obras de Jesús sin elogio alguno y con un aire de tranquilidad inexplicable a primera vista; no tratan de dar importancia a sus acciones ni de excitar la admiración, antes bien, cuando hablan de su pasión, de su muerte y de la crueldad de los judíos, ni puede traslucirse un movimiento de cólera, ni dejan escapar la más pequeña queja o invectiva contra sus enemigos, ni expresión alguna de compasión en favor del que está padeciendo, ni muestran señal alguna de amargura contra Judas ni contra los príncipes de los sacerdotes. Todo lo cuentan tan desapasionadamente, como si ningún interés tuvieran en la narración. Cuando Jenofonte describe la muerte de Sócrates, en el elogio que hace de sus virtudes, y en sus acriminaciones contra sus enemigos, se ve a la naturaleza que le hace expresar sus sentimientos simpáticos con el moribundo. ¿Y por qué no vemos esto mismo en los biógrafos de Jesucristo? Esto debe llamar, sobre todo, la atención, porque sus discípulos no eran hombres que rebozasen sus sentimientos. Debemos, sin duda, confesar que fueron guiados por influjo superior.

Los que están acostumbrados desde su infancia a leer el Nuevo Testamento, de modo que su entendimiento esté familiarizado con cada una de sus partes, apenas pueden formarse una idea de la dificultad que hay en determinar las diversas relaciones entre los individuos del linaje humano, con una precisión tal, que cada cual pueda reglar exactamente todos y cada uno de sus deberes con el otro. Los escritos de los Apóstoles y de los Evangelistas arrojan de sí una luz tan clara sobre esta materia, que está uno casi por pensar que el conocimiento de los deberes de los hombres entre sí, (conocimiento que todos los habitantes del mundo cristiano han bebido en esta misma fuente; aunque por canales diversos), no son otra cosa que unas reflexiones naturales que nacen por sí mismas, cuando consultamos nuestro propio corazón, o una producción, como si dijéramos, espontánea del corazón humano, sin cultura. Mas léanse las instituciones de Manu; recórranse las obras de los sabios de la antigüedad pagana en el occidente, y la falacia será bien pronto descubierta. Sin que dejemos de confesar con todo el mundo, que hay cosas buenas y bien dichas en estos escritores, ¡cuán defectuosos son en ciertos puntos, cuán injustos en otros, y cuán supersticiosos en casi todos! ¡Qué mal fundados algunos deberes, otros qué mutilados, y aun algunos enteramente omitidos! Muchas cosas mandadas allí como de obligación rigurosa, no lo son en la realidad; también por lo respectivo a los mutuos deberes de los hombres, tiene inmensos vacios su código de la moral; y en lo más importante del sistema, con respecto, quiero decir, a las obligaciones del hombre para con Dios, y a los deberes consiguientes a esto, ¿qué es lo que hallamos sino un silencio el más espantoso? En vez de deberes, apenas tocamos otra cosa que una mole horrenda de ritos supersticiosos, y de ceremonias insignificantes.

No así el Nuevo Testamento, no así; él nos muestra un perfecto sistema de preceptos morales; todo cuanto el hombre se debe a sí mismo, está en él trazado sin defecto, y sin redundancia; cuanto debe a sus semejantes en las diversas relaciones que con ellos mantiene, está en él claramente especificado y ordenado con el tono de la autoridad. Ninguno puede decir, es injusto exigir de mí que me porte de este o del otro modo con mi padre, con mi amo, con mi criado, con mi hijo. Los deberes del hombre para con Dios, materia mucho más difícil y en la que han sido más defectuosos los paganos, están explicados con no menor claridad y plenitud. No puede imaginarse deber alguno, cuyo precepto no esté contenido en este libro, ni se manda en él cosa alguna como obligatoria, de la que pueda decirse, eso no es racional, eso no es un deber que merezca la pena de cumplirse. Podemos desafiar a todo el mundo, a que nos cite un solo deber para con Dios o con los hombres, que no esté incluido en el Nuevo Testamento; o a que nos pruebe, que una sola cosa de las presentadas en él como deber, carezca de razón, o no deba ser obligatoria. La sencillez, concisión, perspicuidad, y el tono de autoridad con que se nos especifican tales obligaciones, al paso que fortifican la verdad, abren campo también para aplicar los deberes generales a las circunstancias particulares.

La moral de los escritores del Nuevo Testamento es suya propia, y no la han tomado prestada de ninguno: principia por el origen, dando leyes a los pensamientos; sus preceptos se extienden hasta los primeros movimientos del corazón, se nos manda la pureza del alma, “cautivando todo entendimiento a la obediencia de Cristo.” (2 Cor. X, 5.) Ni poderos entregarnos a un pensamiento vano, ni dejar que nazca un deseo perverso, sin manchar el alma, sin cometer el pecado.

¡Qué diferencia hay de este sistema al que nos dejaron escrito y nos enseñaron los sabios de la Grecia y de Roma! El miramiento por la propia reputación, ¡en qué puesto tan elevado no se colocó entre los moralistas paganos, en quienes se descubre tanta ansiedad por la opinión ajena, y por la aprobación del público! El siguiente verso de uno de sus poetas demuestra bien ambas cosas:

“Est pulchrum digito monstrari, et dicier, Hic est.”

¡Qué bella cosa ser señalado con el dedo, y que digan, aquel es! Esta fue la misma moral que practicaron los fariseos. No deseaban sino ser vistos de los hombres, y querían más ser de ellos aplaudidos que de Dios. Pero a los tales desecha enteramente el Evangelio, e inculca, en tono de autoridad, la propia abnegación a todos sus profesores; manda que tengamos la más alta consideración con lo que Dios aprueba, pero, en cuanto a los hombres, solo cuando su aprobación es conforme con la de Dios; y en ella se funda. Se mandó a los discípulos de Jesús, que hiciesen lucir su luz delante de los hombres; pero se les prohibió al mismo tiempo que fuese su objeto el de captarse su admiración o sus aplausos, ordenándoseles únicamente que lo hiciesen para que los hombres, al ver, sus buenas obras, “glorificasen a su padre que está en los cielos.”

No está manchada la moral del Evangelio con esa mezcla impura que ha contaminado todos los sistemas humanos publicados hasta el día. Ni el Evangelio admite el libertinaje, ni contiene supersticiones, ni nadie puede darse por satisfecho, cumpliendo parcialmente sus preceptos: las religiones pagana y mahometana, ¡cuántas prácticas de libertinaje no aprueban o toleran! Ninguna, sin embargo, ni aún de deseo, ni aún de pensamiento, permite o tolera el Evangelio. ¡Qué multitud de observancias supersticiosas no venos en los códigos del paganismo, en el Korán, y en el Talmud, que es la Biblia de los Judíos modernos! Que el enemigo más encarnizado de Cristo, familiarizado, no obstante, con el Nuevo Testamento, abra este libro, y nos señale siquiera una.

¿Cómo, pues, los redactores de este libro han sido capaces de formar un sistema de moral, que no ha sido posible perfeccionar en más de diez y ocho siglos; mientras que se descubren defectos sin número, y correcciones infinitas por hacer en los sistemas de los filósofos de la India, de la Grecia, y de la antigua Roma? Al deísta toca empeñarse en hallar la causa de esto por medio de su razón, pues el cristiano se la encontrará muy fácilmente: bástale responder, esta doctrina es la doctrina de Jesucristo.

(páginas 61-77.)

Capítulo XI
 
El cumplimiento de las profecías prueba la divinidad de la religión cristiana

Oigamos al autor citado en el capítulo anterior.

No es cosa muy fácil el decidir de cuál de las dos cosas resulta una prueba más fuerte de evidencia, si de los milagros, o de las profecías en favor de la divinidad de la revelación. Estas y aquellos tienen sus ventajas peculiares. Los milagros, en la época en que se obraron, produjeron un profundo convencimiento de la omnipotencia divina en favor de la verdad. Palpamos este efecto muchas veces en los mismos espectadores, cuando Jesucristo concede la vista a los ciegos, y la salud a los enfermos; vemos maravillados y asombrados a los circunstantes, dando gloria a Dios. El cumplimiento, por otra parte, de una profecía, en cuyo seno estuvo encerrado muchos años el acontecimiento, y del cual se desprende por fin para ver la pública luz, debe causar una impresión no menos fuerte, aunque de una manera diferente, sobre cualquiera clase de testigos, y manifiesta la presciencia у sabiduría de Dios, perfecciones que, destinadas a atestiguar y confirmar la religión, prueban con evidencia que emana de Dios. Pero cuando vemos reunidas ambas cosas, esto es, profecías y milagros, con este único objeto, ¿puede concebirse un grado superior de evidencia externa?

Hemos manifestado que el Evangelio puede gloriarse justamente de sus milagros; ahora manifestaremos que le es dado igualmente apoyar sus títulos sobre profecías, y no ya sobre uno o dos vaticinios aislados, sino sobre un cuerpo de predicciones bien compaginado en todas sus partes, que se extiende por la sucesión de los siglos, y que nos hace fijar la atención sobre los rasgos más singulares e importantes de los acontecimientos particulares. Pero replica el enemigo del Evangelio, diciendo: sobre este asunto hay muchas imposturas. Háyalas enhorabuena; ¿y qué se prueba con eso? Pues qué, ¿porque a alguno le plugo decir que sucedió una cosa que jamás ha sucedido, será esta una prueba de que ninguna otra relación que se haga acerca de un acontecimiento pasado, debe merecer nuestra confianza? Lo mismo podemos decir, ni más, ni menos, con respecto a los sucesos futuros. Además de que, las falsas pretensiones sobre cualquier cosa, constituyen a lo menos una fuerte presunción de que entra en ella por algo la realidad de esta misma cosa. No habría moneda falsa, si no existiera la legitima. Examínese y valúese el peso de estas profecías.

Carácter de los Profetas

Los hombres que Dios ha empleado como instrumentos de su providencia para cumplir sus designios, con respecto a los de las naciones de la tierra, han sido muchas veces los más viles del linaje humano.

Pero los que escogió y comisionó para que fuesen sus ministros en la revelación de su voluntad, y para llamar los pecadores al arrepentimiento, o a la sumisión, siempre le han sido parecidos, conforme lo exigía el carácter de su ministerio, esto es, siempre fueron altamente sabios, piadosos y santos. Reflexionando sobre este punto con atención, veremos que tal fue el carácter de los profetas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Si un escrito (y esto mismo conviene a cuantos tuvieron parte en la redacción de los libros santos), si un escrito puede probar con evidencia las calidades intelectuales y morales de su autor, debe decretarse la palma de la más extremada sabiduría, y de la más evidente virtud a los escritores del Antiguo y del Nuevo Testamento. Ellos se manifiestan superiores a todas las inclinaciones viciosas, y a todas las especulaciones del amor propio. La naturaleza misma de sus vaticinios, es una evidente prueba de que ningún motivo de lucro se entremezclaba en sus funciones; frecuentemente ellas mismas los envolvían entre más males que bienes; más bien los conducían a la prisión y a la muerte que a una vida cómoda y opulenta. No adulaban a los príncipes ni a los grandes, como los falsos profetas; ni profetizaban como ellos, cosas que halagasen sus pasiones y alentasen sus designios, sino que les hablaban francamente el lenguaje de la verdad, aun en el tiempo mismo en que sabían que semejante lenguaje iba a serles de infinito desagrado, y a comprometer su seguridad individual; ni era tampoco su objeto la nombradía, ni andaban por consiguiente en pos de ella. Pocas veces los vemos en las casas de los grandes, ni en los palacios y cortes de los príncipes; y aun esas es siempre para manifestarles verdades atrevidas y amargas; no era mundano su espíritu, ni con ojos mundanos miraban tampoco la figura que ellos mismos representaban. Insensibles a los atractivos de la grandeza, del poder y de los goces terrenales, cuantos objetos se les ofrecían a la vista, no eran mirados por ellos sino en cuanto tenían relación con Dios y con la obediencia que debe prestarle el hombre. Porque la gloria de Dios, el reino de Jesucristo, y la suprema felicidad del hombre, eran los únicos objetos que vemos con evidencia haber tenido imperio sobre su corazón, y haber dirigido toda su conducta. Se les presentan ocasiones de hacer mención de toda clase de personas y de cosas, y de pintar toda suerte de acontecimientos; pero es muy fácil de advertir que ninguna otra impresión les causa todo esto, sino la que dice relación al gran sistema que Dios se propone, y al atraso o a los progresos de la perfección moral del género humano.

Naturaleza, pormenores y extensión de las profecías

Muchos ejemplares se han visto de hombres que han vaticinado sucesos que se han realizado según sus conjeturas. Esta conformidad ha sido muchas veces hija de la casualidad; y efecto, otras, de una sagacidad extremada. De esto han tomado fácilmente los enemigos del cristianismo un motivo y una ocasión para mirar las profecías como cosas de poco momento; poca atención es, sin embargo, suficiente para advertir aquí una diferencia enorme. Puede preverse no pocas veces un acontecimiento aislado, como el efecto de una causa existente, y puesta ya en acción. Los profetas, no obstante, predicen los sucesos con todos sus pormenores; manifiestan todas las circunstancias, siendo partes esenciales de su vaticinio las personas, la causa, el efecto, el modo, los tiempos y los lugares: esto varía enteramente la semejanza del caso, y puede desde luego asegurarse que el autor que acertó en su conjetura sobre un acontecimiento aislado, simple y sencillo, si todas las circunstancias referidas hubieran hecho parte de su predicción no hubiera sido tan feliz en su cumplimiento.

Las cosas vaticinadas por los profetas eran por su naturaleza las más propias para inspirar desconfianza; nuevas las más en su clase, las otras extraordinarias, y no pocas improbables; un gran número de ellas, eran justamente lo contrario de lo que debía naturalmente suceder; algunas como la resurrección y ascensión de Jesucristo, y como la venida de su divino espíritu sobre sus Apóstoles, estaban fuera del orden natural. Muchísimos de estos acontecimientos eran esencialmente tan casuales y tan improbables, que la sagacidad humana más penetrante era imposible que pudiese preverlos; solo Dios y sus inspirados pudieran elevarse a tamaña previsión.

Una serie larguísima de profecías vemos, además, que sobrepuja todas las fuerzas del hombre. Si solo abrazasen las profecías un pequeño número de sucesos y un limitado espacio de tiempo, si no estuvieran enlazadas unas con otras, su evidencia sería de mucha menor fuerza. Los oráculos paganos no tuvieron sistema alguno; aquí o allá se solía verificar un suceso que estaba en conformidad con el oráculo; pero de esto no se esperaba ningún objeto importante, ni había un todo de que hiciese parte cada cual de estos oráculos. ¡Cuán diferente de este es el cuadro que tenemos a la vista! El número de los acontecimientos es de una extensión singular, e inmenso el período de tiempo que abrazan, como que se extiende a millares de años; y por lo que respecta a los lugares, la escena en que deberán representarse no es nada menos que toda la superficie del globo terrestre. En vez de una masa heterogénea, se presenta una cadena de sucesos que se eslabonan, y que se unen unos con otros para gran todo. En una palabra, las profecías forman una breve historia preliminar de los destinos del género humano, señalándose en ella con toda claridad sus períodos más memorables; manifiestan y describen con fuertísimos caracteres las disposiciones divinas de justicia y misericordia.

Las profecías, pues, si se consideran bajo este aspecto, van a adquirir un aumento admirable de evidencia. Si es posible que el hombre, echándose a conjeturar, anuncie algún acontecimiento próximo, aislado y dependiente de una causa puesta ya en acción, es absolutamente imposible que a no ser hombres inspirados por Dios, haya ninguno vaticinado una larga y complicada serie de acontecimientos, cuyas causas por punto general no existían en la época del vaticinio, y cuya existencia ni la humana ni aun la angélica perspicacia pudiera haber previsto jamás.

Profecías tocantes a Jesucristo

Los que pretenden que las profecías son unas conjeturas felices, ¿por qué no se detienen un momento y toman seriamente en consideración las profecías del Antiguo Testamento, que tienen relación y que conciernen al Mesías? Tal vez se encontrarán unos cien pasajes, o quizá algunos más, que contienen alguna cosa distinta, algo de particular con respecto al cuadro de su carácter, de cuyos rasgos hay varios que merecen una atención muy singular, y del que hay algunos otros que parecen contradictorios. Léase particularmente el capítulo LIII de Isaías. Estos diferentes rasgos fueron tirados por personajes de distintas épocas y de países diferentes. Los últimos que hablaron del Mesías, lo verificaron algunos siglos antes de su venida. Los cristianos afirman que todos estos vaticinios se refieren a Jesucristo: este asunto puede y debe examinarse con cuidado y diligencia. Las historias sagrada y profana nos presentan un número considerable de héroes, de guerreros, de políticos, de reyes, de sabios y de filósofos. Aplíquense, pues, estas profecías a cualquiera personaje de estos que más os guste. Elíjase a Judas, a Pedro, a Juan, o a Herodes, o sino en la historia profana escójase a Alejandro o a César, o si parece más a propósito, recaiga la suerte sobre Sócrates, Confucio, o Marco Antonino. Aplíquense, pues, al escogido las profecías del Antiguo Testamento. Si un rasgo le cuadra, el otro no le conviene, y un tercero hace ver con evidencia que ninguno de ellos es el personaje designado. Pero aplíquensele a Jesucristo todos estos rasgos y cien más que hubiera, y se advertirá una perfecta correspondencia, se verá que todos le convienen exactamente; ni un solo vaticinio deja de concordar con los demás. El que llamase a este fenómeno casualidad, el que a esta grande armonía llamase un concurso fortuito de circunstancias, no merece que con él se raciocine, y es ciertamente un hombre a quien le sentará muy mal el decir que son crédulos los cristianos.

Hay una circunstancia muy extraordinaria y singular, que no debe pasarse en silencio; esta es que todas, todas las profecías concernientes a Jesucristo están entre las manos de sus enemigos. Si los discípulos de Jesús hubieran sido los únicos depositarios de los libros santos, podría decirse que ellos habrían alterado las profecías para ponerlas en armonía con el suceso. Los judíos, sin embargo, son los guardianes celosos de los libros de los antiguos profetas, y su odio contra Jesucristo y su religión es por lo menos tan fuerte, como profunda la veneración por los profetas de su nación. Pedidles el libro, y ellos, maldiciendo a Jesús Nazareno, os lo entregarán; pero leedle, y en él encontrareis una armonía perfecta entre la predicción y el suceso en la persona de Jesucristo, y vendréis a sacar por consecuencia, que los cristianos tenemos más que suficiente razón para creer que Jesús es el verdadero Mesías antiguamente prometido.

La destrucción de Jerusalén por los Romanos

Dos ejemplos hay singularmente extraordinarios en el Nuevo Testamento, de los cuales me valdré presentándolos a la vista de mis lectores: el uno próximo a la época del vaticinio, y el otro que está derramando la luz de su evidencia desde el tiempo de la profecía hasta el día de hoy, con la única diferencia, de que su luz se va haciendo más viva y más brillante a medida que el mundo camina hacia su término. La que era una estrella ha venido a convertirse en un sol. De este modo los hombres, en todos tiempos, tienen una profecía en actividad de cumplimiento para sostén de su fe. Empecemos, pues, por el primero, que es la destrucción de Jerusalén por los Romanos.

Una simple declaración hecha en términos generales, de que este suceso llegaría a realizarse, ni merece llamar la atención, ni puede tampoco producir una grande evidencia. Este suceso pudo verificarse, aunque el vaticinio fuese únicamente un rasgo de sagacidad humana, o una atrevida conjetura. Pero el caso es enteramente diverso, cuando tiempo, lugar, circunstancias, personas, causas y efectos, todo se vaticina, minuciosamente. Ahora bien, todo esto vemos en la profecía de que se trata. El suceso mismo no era probable, porque Jerusalén estaba ya en poder de los romanos, del cual no había verosimilitud alguna de que intentasen, ni consiguiesen los judíos substraerse; aunque este yugo les era muy pesado, su situación ninguna probabilidad presentaba de que lo pudiesen sacudir. Pocos ejemplos vemos, sin embargo, de ciudades destruidas en aquellos tiempos de un modo tan completo; la carnicería de los habitantes excedió infinitamente a todo lo que suele suceder en iguales circunstancias. Las particularidades del sitio, las causas que lo prolongaron, los motivos de la espantosa matanza que se subsiguió, la miseria que se derramó por todo el país, la despoblación general de la Judea, la ignominiosa esclavitud de los que sobrevivieron, la dispersión de los fugitivos sobre la superficie del globo, tantas y tamañas catástrofes no era capaz de prever toda la prudencia humana, y esto todo debía, además, verificarse antes de que pasase la generación que entonces era.

Tan extraordinario como había sido el vaticinio fue también su cumplimiento. Si os dirigiera a un autor cristiano para que os informaseis de este singular acontecimiento, y de sus pormenores, pudierais responderme: el celo del autor por su religión ha atestado el libro de piadosos fraudes, para hacer que el suceso concordase con et vaticinio. Yo tengo, pues, la más completa satisfacción en poderos dirigir a un autor judío; un enemigo del Evangelio va a ser vuestro oráculo sobre este punto. La historia que ha escrito Josefo de la guerra de sus conciudadanos contra los romanos, contiene grandes pormenores de la catástrofe de su nación, y este autor se hallaba perfectamente en estado de escribir esta historia, pues que estaba profundamente versado en los negocios, puesto que era un funcionario público. No creáis, pues, ni siquiera una palabra de cuanto os pudieren decir los cristianos; leed la historia de este judío, y comparadla con el vaticinio de Jesucristo en el Evangelio de San Mateo XXIII, 38 y XXIV, y en el de San Lucas XXI. Si deseáis con seriedad conocer cuál es la verdadera religión para conseguir la felicidad eterna, este trabajo no deberá pareceros muy penoso.

Pero, a fin de que la evidencia brille en todo su esplendor, considérense las minuciosas circunstancias de que dependió esta guerra; los sucesos tan casuales que la determinaron, las accidentales circunstancias que contribuyeron a prolongarla; las pasiones que se excitaron con esta ocasión, y que tanto contribuyeron a dar a los negocios un aspecto singular; los nuevos objetos que se presentaron y que sugirieron planes ulteriores; los proyectos formados a consecuencia de las circunstancias del momento, las acciones no premeditadas de algunos hombres oscuros, de las cuales nacieron consecuencias de la mayor importancia. Todo este cúmulo y concurso de singularidades fue necesario para que la catástrofe tuviese efecto con todas sus circunstancias. Solo Dios podía prever tantas cosas, y solo podía vaticinarlas el mismo Dios, o alguno de sus siervos inspirado por él, como Daniel que las profetizó con individualidad más de 600 años antes que sucediesen.

Existencia y situación de los judíos, formando todavía un pueblo aparte

Cuando yo miro en derredor de mí por todo el Universo, me encuentro con du pueblo diferente de todos los demás por su fisonomía, sus costumbres, y su religión. Me informo de su origen, y averiguo que este pueblo ha vivido aislado durante cuatro mil años; la mitad de este tiempo vivió en un país suyo propio. Pero hace ya mil y ochocientos que fue esparcido por la superficie de la tierra, y ha habitado bajo diversos imperios como extranjero. Con buena acogida, y con cierta elevación, por otra parte, en el carácter nacional, cualquiera puede distinguirse del resto de los hombres, pero los judíos, por el contrario, en todas partes han sido befados y desechados; su nombre ha sido siempre un título de desprecio y de ignominia. Han sido tratados como perros, porque eran judíos, y su religión los ha expuesto a las más sangrientas crueldades. La ferocidad, la conducta infernal para con ellos de sus enemigos, no ha sido una efervescencia momentánea; ha tenido muchos años de duración, no se ha limitado a un solo país, sino que se ha extendido por todas las regiones; en todas partes han sido ultrajados e insultados, los ultrajes e insultos han sido en cierto modo su pan cotidiano. Han sido despojados, saqueados, desterrados, y han sufrido degüellos de días enteros. ¿Qué rincón habrá en Europa, que no haya sido teatro de semejantes horrores? Si ellos hubieran encubierto su origen o mudado de religión, si se hubieran amalgamado mediante el matrimonio con los habitantes de los países donde vivían, hubieran evitado todas estas desgracias, y su posteridad se habría puesto al abrigo de todo improperio. Ellos lo sabían muy bien, pero a pesar de esto no estuvieron menos apegados a su nombre, a sus costumbres, y a su religión, no casándose nunca sino entre sí mismos. ¿Hay en el mundo otro ejemplo semejante? ¿En dónde podrá encontrarse? No, no hay otro igual sobre toda la faz de la tierra. Considérese una singularidad como esta con todas sus circunstancias, y se verá ser la única entre las disposiciones de la providencia, y en la historia de los hombres.

Cuando medito, sobre este fenómeno, tan estupendo, siempre me ocurre que fue vaticinado por Jesucristo, Luc. XXI, 24; por el apóstol San Pablo, Rom. XI; y más particularmente por Moisés, siervo del Señor, que vivió mil y quinientos años antes de la venida del Mesías, Levit. XXVI; Deuteron. XXVIII. Y no solo el suceso en sí mismo ha sido vaticinado, sino también sus circunstancias particulares, a saber, la cautividad de los judíos, su dispersión, el objeto de odio y de desprecio que vendrían a ser en el mundo, las miserias que iban a ser compañeras inseparables de su nombre; y ¿todo esto, por qué? Por haber desechado al Mesías, por haberse negado a darle crédito, por no haber creído en él. ¡Cuán inverosímiles eran todos estos vaticinios! En ningún tiempo ni lugar ofrece la experiencia coincidencias semejantes. ¿Quién sería capaz de distinguir en nuestros días en Inglaterra, los bretones, los romanos, los sajones y los normandos? ¿Quién en Francia, los galos, los romanos y los francos? ¿Quién en España, los romanos, los godos y los moros? El tiempo y los matrimonios han formado de todos ellos un solo pueblo. Mucha más razón había para esperar que las vejaciones a que estaban expuestos los judíos, los hubiesen ya refundido y confundido en la masa común del género humano, en medio de tantas naciones, entre las cuales han vivido. Pero el vaticinio se ha cumplido a pesar de su inverosimilitud con todos sus pormenores; y por donde quiera que nos encontramos con la figura de un judío, hallamos también un argumento animado de la verdad y autoridad divina del Evangelio de Jesucristo. También merece atención la circunstancia de llevar consigo en su dispersión los libros de Moisés y de los profetas, los cuales, al paso que anuncian la venida del Cristo, del Mesías, contienen los vaticinios de sus calamidades, de sus desdichas, de su aislamiento, por haberle desechado. De este modo, sus más inveterados enemigos han venido a ser los heraldos de su gloria. Cuando solo se ve una parte de los planes de Dios, parecen disformes y aún ridículos; pero cuando se ven en su totalidad resplandecen con todo el brillo de su hermosura. Esto que sucede puntualmente aquí, es lo mismo que sucede con los miembros separados y esparcidos del cuerpo humano; ¡cuán poco excita la curiosidad, cuán poco atrae las miradas este cuerpo mutilado y despedazado! Mas, la situación deplorable de los judíos tendrá necesariamente un término; está vaticinado que algún día se convertirán al cristianismo y que en seguida vivirán cubiertos de gloria y de felicidad. Porque, según se explica uno de sus profetas (Isaías LXI, 7) “En lugar de vuestra doble confusión y de vuestra vergüenza, alabarán su suerte, por tanto poseerán en su tierra dobles cosas, tendrán alegría perdurable." Su estado actual de aislamiento, ¿qué prueba tan poco fuerte arroja de sí, para conjeturar la gloria futura que les está prometida? Cuando ellos se conviertan, el Evangelio, destinado a producir bienes y el convencimiento del mundo entero, se manifestará con toda su evidencia, y será conocida toda su fuerza; y su influjo sobre los que aun persistan en la incredulidad, será de una intensidad inexplicable.

Esta evidencia merece, en el estado actual de las cosas, la más profunda atención de parte de aquellos, sean los que fueren, que desdeñan admitir la religión cristiana.

Leed, pues, y meditad profundamente sobre este asunto, considerad con madurez y bajo un aspecto general, la naturaleza y fin de la profecía, así como también los vaticinios particulares. Yo, yo mismo, apelando con confianza a un juicio sano y racional, puedo preguntar: ¿son por ventura las profecías un asunto digno del ridículo? ¿Consisten, acaso, en conjeturas inciertas que pueden interpretarse de cualquier modo? El hombre imparcial y de buena fe no podrá menos de atribuirles todo el peso y la fuerza que tienen en sí mismas. Este género de prueba se asemeja a un río, cuyo raudal va adquiriendo tanta mayor fuerza e intensidad, a medida que más se aleja de su origen y que éste está también más lejano; y si consideramos el objeto de varias de estas profecías, el actual estado de una gran parte del linaje humano, y la tendencia de las cosas en el mundo moral, ¿podrá menos de resultar una muy preponderante evidencia de la inspiración de los profetas y de la verdad del Evangelio?

(páginas 78-94.)

Capítulo XII
 
El entendimiento humano no alcanza más, en cuanto a la religión y a la moral, que lo que contiene el Nuevo Testamento

Durante los últimos siglos ha estado el mundo en un estado de perfección progresiva, que todavía crece con rápida celeridad. Han sacado nuestros tiempos considerables ventajas a los antiguos, aun a los más famosos, por lo respectivo a todas las ciencias útiles; y después de cuanto resulta de los descubrimientos modernos, los libros de los antiguos han llegado a ser insuficientes. Este fenómeno se ha notado principalmente en el curso del siglo XVIII. ¡Cuántos escritos tenidos al principio de él por obras maestras, se miraron como inútiles antes que terminase! Si atendemos seriamente a la constante aplicación de varios millares de entendimientos muy ilustrados y muy cultivados, que únicamente se ocupan de nuevos descubrimientos, y cuyos esfuerzos se dirigen enteramente a añadir algo de nuevo a lo que antes se había escrito, ninguno de tamaños progresos debe causarnos maravilla.

Estas reflexiones nos conducen naturalmente a preguntar por el estado de las cosas concernientes a la religión, y si el Nuevo Testamento se mantiene ocupando con firmeza su terreno. Un crecidísimo número de literatos se ha aplicado al estudio de los principios de la religión y de la moral, y a las ciencias que tienen relación con estas y con las obligaciones y deberes morales. ¿Pero ha excedido alguno de ellos, por ventura, al Nuevo Testamento, como los filósofos modernos se han aventajado a los de la antigüedad? ¿Han descubierto algún nuevo rasgo en el carácter de la divinidad que no se halle en este libro, o algún nuevo deber que en él no se contenga? No, no por cierto; después de todas las investigaciones, después del sobre-auxilio de los conocimientos de diez y ocho siglos, no se ha adelantado siquiera un paso; y la primacía queda siempre por el Nuevo Testamento.

Es fácil conocer que en estos últimos tiempos han progresado considerablemente las luces en el ramo particular de moral que atañe a los particulares y a los individuos, bajo el aspecto principalmente de sus relaciones sociales. Después de haber inspeccionado éstos sistemas, que pretenden haber echado sus cimientos sobre los principios de la justicia eterna, volvamos los ojos al Nuevo Testamento, y examinemos si estos escritores modernos han adelantado más que él en esta materia. En sus páginas se encuentran todos esos nobles sentimientos, cuya extensión y fuerza no se había antes advertido, y que se pueden aplicar a cuantas cosas son en realidad una perfección o un progreso efectivo. Vemos que el Nuevo Testamento sostiene todas estas cosas, y todas las recomienda mediante el espíritu del Evangelio. ¿No es una cosa que pasma el ver que cuantas veces se ha hecho un descubrimiento útil en la moral, otras tantas hayamos venido a parar en que el Nuevo Testamento encerraba el mismo principio, aunque no lo hubiésemos advertido hasta entonces? Pues esto es lo que se ha verificado en cada siglo, y esto es lo que vemos verificarse todos los días; y no hay la menor duda que en el Nuevo Testamento existe todavía un gran número de principios divinos de moral, que los progresos del siglo presente y de los venideros, descubrirán y mostrarán a la vista de los hombres.

¿Pero de dónde le ha venido al Nuevo Testamento esta singular prerrogativa? Los vastos y profundos conocimientos del espíritu de Dios, que lo dictó, son la causa única, racional y satisfactoria que podemos señalar de esta maravilla. Si el cristianismo hubiera sido una invención humana, hubiera tenido la suerte de los demás sistemas que tuvieron igual origen. Los adelantamientos de los tiempos modernos se lo hubieran dejado muy atrás: esta suerte han experimentado todas las religiones del paganismo. Un autor que en el día de hoy escribiese sobre materias de teología, aunque con un talento muy mediano, se creería gravísimamente insultado, lejos de recibir como un elogio el que se le dijese: Yo admiro vuestro libro, vuestras ideas sobre Dios y sobre la religión se hallan perfectamente al nivel de la mitología de los griegos, de la religión del Indostán y del sistema de Confucio. Ni creería que se le trataba sin injusticia, si no se conviniese con él en que había dejado muy atrás a Mahoma en sus cuadros sobre la verdad y sobre la moral. ¡Pero unos simples pescadores, enteramente iliteratos, unos publicanos, unos fabricantes de pabellones o tiendas de campaña de la Judea y de Galilea, después del largo período de diez y ocho siglos, han sabido conservarse el magisterio supremo en materia de religión y de moral, sin que en tan largo espacio de tiempo haya habido uno siquiera que haya dado un paso más que ellos! Los que se empeñan en no admitir que estos hombres estaban inspirados por Dios, sírvanse señalarnos una razón satisfactoria de esta superioridad.

(páginas 94-97.)

Capítulo XIII
 
De la evidencia de la autoridad del Nuevo Testamento, que resulta del testimonio de los Apóstoles

Hay asuntos cuya certeza sufre una demostración matemática. Pero otros de mucha mayor importancia para la felicidad del género humano, sólo admiten una evidencia moral, o sea una evidencia testimonial o de testimonio. Esto mismo sucede con los hechos históricos y con la administración de la justicia en lo civil y en lo criminal. Esta evidencia testimonial se funda sobre cierto orden de cosas morales, que son los principios, digámoslo así, del discurso, y da a las cosas la misma certeza que pudieran llegar a tener con otra especie de pruebas. Estoy convencido tan perfectamente de que existe una ciudad que se llama Roma, como del axioma, en la geometría, que los tres ángulos de un triángulo, son iguales a dos ángulos rectos. Yo, sin embargo, jamás he visto a Roma, pero, me refiero al testimonio ajeno. ¿En qué consiste esta certeza? En el orden de las cosas morales de que acabo de hacer mención.

Dios ha establecido en el mundo físico cierto orden que veo perpetuarse en él uniformemente. Tales son la alternativa del día y de la noche, la fuerza de la atracción, gravitación &c. Estos datos me ponen en estado de juzgar con certeza de los fenómenos de la naturaleza. ¿Pero en el mundo moral no hay también un orden semejante? ¿No hay también leyes establecidas, mediante cuyo conocimiento podemos determinarnos, con un grado de exactitud suficiente para dirigir nuestro juicio en materias de testimonio? La mayor importancia del mundo moral nos hace confiar que existe en él este orden.

Hay ciertos principios generales en el corazón humano, conforme a los cuales procuramos arreglar nuestra vida y conducta. Estos son el anhelo de la felicidad, el deseo de la estimación, y el reconocimiento de favores que se han recibido, hay también otros particulares que nacen de los diversos caracteres individuales. Hay un principio predominante y regulador, que obra como el móvil principal de la máquina racional, que dirige la conducta y sirve de guía en la carrera de la vida. Yo hago observaciones sobre un hombre eminente por su piedad; el curso de su vida me ofrece mil ejemplos de su amor vehemente a Dios y a sus semejantes: otro conozco esclavo de la ambición; desde su juventud he descubierto en su corazón las señales de esta pasión que ha ido en él creciendo con la edad: tengo relación con estotro, a quien subyuga la avaricia; el único negocio de su vida ha sido el aumento de sus bienes: este, a quien estoy observando con la atención más escrupulosa, es un hombre entregado a los placeres, de los que ha hecho, durante no pocos años de su vida, una como profesión; parece que el objeto único de su existencia ha sido entregarse con complacencia a sus apetitos y pasiones sensuales: tengo un amigo antiguo, de una integridad a toda prueba y en todo tiempo, y con quien he tenido relaciones muy íntimas; puede confiársele el oro sin haberlo contado; pero el vecino que tiene enfrente de su casa, es un solemne bribón, que trampea y engaña cuanto puede. Cuando nuestro conocimiento de caracteres semejantes se extiende en razón de las numerosas lecciones que nos ofrece la historia, podemos juzgar con bastante exactitud de lo que los hombres serán capaces de hacer. ¿Se nos presenta el sublime ejemplo de un hombre moderado en sus deseos y que se contenta con poco? Nadie dirá que tal hombre sea Alejandro ni César. ¿Se trata de algún sujeto que ejerce un grande imperio sobre sí mismo, sobre sus apetitos y pasiones? A buen seguro que nadie exclame: ese es sin duda Nerón o Eliogábalo. Cuando leemos la relación de algún hurto, acompañado de algún asesinato horrible cometido en el silencio de la noche e imputado a Sócrates o a Epitecto, soltaremos el libro con indignación, y no podremos menos de exclamar: ¡Esta imputación es una impostura! Todo el mundo puede aumentar fácilmente el número de los ejemplos de esta especie.

Estos principios generales, y aún mucho más todavía, los particulares y privativos que dan su impulso al corazón humano, constituyen este orden moral, que nos pone en estado de juzgar sobre la conducta de los hombres. En la carrera ordinaria de los negocios de la vida humana, en las cosas que más importan a nuestra felicidad presente, siempre nos guiamos por este orden moral, cuando se trata de decidir sobre la conducta que han de observar y las medidas que han de tomar tales y tales personas; y de esta manera nos aseguramos de su existencia y de su certidumbre. ¿Y por qué no ha de poder aplicarse este raciocinio al sistema del cristianismo y al testimonio de los Apóstoles? No hay duda en que puede aplicarse, porque en esta materia pueden adoptarse las mismas reglas de dialéctica y llegar a la misma especie de evidencia, que en las demás cosas que dependen del testimonio humano. Que el lector imparcial que trata de conocer la verdad, tenga siempre a la vista este principio, y que calcule, por medio de él, qué especie de hombres fueron los testigos de Jesucristo, y qué grado de crédito merece su testimonio.

Calidad y número de los testigos

¿Qué función más importante a la felicidad de los hombres pudo imaginarse jamás, que la de las personas llamadas a servir de testigos a Jesucristo, atestiguando la divinidad de su misión en este mundo? Él mismo los eligió, pero no de entre los rabinos, escribas o sumos pontífices; cualquiera, en tal caso, podría sospechar que se valía del talento y luces de sus Apóstoles para engañar al género humano; mas su elección destierra aún esta sospecha. Jesucristo llamó hombres que fueron entresacados de las profesiones comunes de la masa de la sociedad. Si hemos de formar de ellos un juicio por la pureza de sus costumbres y por su carácter, aparecen, sin duda, candorosos, circunspectos y honrados, y manifiestan haber leído, con bastante atención, el Antiguo Testamento y estar muy bien informados de su contenido.

La deposición de dos o tres testigos es suficiente para comprobar plenamente lo que es objeto de un testimonio. Pero lo que aquí se trataba de atestiguar, no era una cosa común; así, Jesucristo ha presentado un número mayor de testigos; ha presentado doce, número que todos convendrán ser bastante grande. Sir puede haber sospecha de artificio y de inteligencia entre dos o tres para publicar falsedades, entre doce no es fácil que esto pueda realizarse; antes, más bien, la conformidad de su testimonio debe aumentar en este caso la fuerza de la evidencia.

Los individuos escogidos para dar este testimonio, tuvieron la mayor oportunidad para conocer a fondo la materia que debía ser su objeto. Vivieron más de tres años en la compañía de Jesucristo, quien los honraba con la más íntima amistad: pudieron, por consiguiente, adquirir un perfecto conocimiento de su carácter; de sus inclinaciones, de las acciones de su vida, de las circunstancias de su muerte, y de todos los milagrosos detalles que se siguieron a este suceso; hasta que últimamente le vieron subir al cielo. Jesús no tuvo cosa secreta ni reservada para ellos. Los filósofos griegos tenían su doctrina esotérica y exotérica (reservada y pública); Mahoma suponía revelaciones celestiales, para impedir que los musulmanes entrasen en su habitación en otros momentos que en aquellos en que precisamente los llamaba: nada de esto hizo Jesucristo; era accesible a todas horas; sus discípulos fueron testigos de todas las particularidades de su conducta, e instruidos en todos los puntos de su doctrina; vivieron con él en los términos de la intimidad más respetuosa y más estrecha, de modo que jamás hombre alguno tuvo mayor y más oportuna comodidad que los Apóstoles de Jesucristo, para entender toda su doctrina, y para informarse de cuanto decía relación con el carácter y misión de su maestro.

Cualidades de los Apóstoles que dieron su testimonio acerca de Jesucristo.

Cuando se presentan testigos para deponer sobre una materia de importancia, a dos cosas debemos atender principalmente; a su capacidad, y a su integridad. Examinemos, pues, si ambas cualidades se encuentran en nuestros testigos. Basta sobre este particular una mediana inteligencia. La materia del testimonio no es abstracta; es, sí, una colección de hechos, sobre los cuales están fundados algunos principios sencillos que de ellos naturalmente resultan. Ninguna cosa puede evidenciar tanto la extensión de la capacidad de un individuo, como la redacción de una obra que sea producción propia. Los testigos de Jesucristo han redactado el Nuevo Testamento, y el modo con que lo han efectuado deberá convencer al mundo entero, que no estaban desprovistos sus autores de aquel grado de inteligencia necesaria para desempeñar este encargo.

Pero en este negocio, el corazón importa, por lo menos, tanto como la cabeza. La integridad es una cosa de absoluta necesidad para que un testimonio se haga creíble. Sí; esto es lo principal. Ahora bien, todo hombre que busque de buena fe la verdad, que quiera dar a cada cosa su verdadero valor, ¿no conocerá con evidencia que si la falta de premeditación en los discursos o escritos, si una larga serie de acciones, una no interrumpida cadena de padecimientos, pueden demostrar la integridad, nunca vio el mundo testigos más sinceros que los Apóstoles de Jesucristo? Pero, no pocas veces, al paso que parecía que ciertos hombres estaban dotados, no solo de luces suficientes, sino también de una integridad incontestable, eran tan esclavos del fanatismo, que llegaron a ser víctimas de una imaginación exaltada, y del mayor desenfreno mental; por lo que, aunque los Apóstoles no fuesen impostores, si hubieran sido entusiastas, su testimonio no hubiera sido de importancia: esta reflexión es justa, mas no puede aplicarse a nuestro caso. Consúltese la biografía de los Apóstoles, solo se encuentran en ella rasgos de sabiduría y de moderación: estúdiense además sus escritos, ningún entusiasmo aparece; una sensación profunda reina en ellos desde el principio hasta el fin. La materia, aunque la más sublime de que puede ocuparse el entendimiento humano, nunca los arrebata, ni extravía jamás sus imaginaciones. Hay pasajes, en que, a la verdad, las expresiones pintan los sentimientos más enérgicos del alma, y los más fuertes y vehementes afectos; pero esto es únicamente cuando el asunto se presta por sí mismo, y aun entonces son los transportes de la razón, no los arrebatos del entusiasmo: en efecto, un enemigo del cristianismo, en quien haya todavía un rastro de franqueza, convendrá seguramente en que los Apóstoles no fueron unos meros entusiastas.

Sin haber los Apóstoles creído en realidad lo mismo que con tanta frecuencia aseguraron sobre la resurrección de Jesucristo, no podían ser entusiastas; mas sí, según la declaración de los soldados, robaron su cadáver, su misma acción debió curarlos de todo entusiasmo: y si el cadáver permaneció en el sepulcro, no fue el entusiasmo, sino el fraude, la causa que les movió a publicar la resurrección de Jesús. Pero toda la conducta de los Apóstoles está indicando su convicción de que Jesús resucitó, se les apareció después, y le vieron subir a los cielos; y de aquí, aquel noble ardor por la propagación de la verdad, de que se mostraron animados todo el resto de su vida; a esto llamen los hombres enhorabuena, entusiasmo si les place; pero su conducta y sus escritos demuestran claramente, que jamás individuo alguno de la especie humana estuvo tan distante, como los Apóstoles, de la nota de entusiasta, en el sentido vulgar, y en la acepción de desprecio que se da algunas veces a la voz entusiasmo.

Sinceridad y convicción propia de la verdad en el testimonio de los Apóstoles

Por el tono de la conversación y por el estilo de cualquier escritor, forman los hombres sagaces un juicio exacto de si habla o escribe con formalidad, o no. Ningún libro ha sido examinado por amigos y enemigos con una atención tan escrupulosa como el Nuevo Testamento. La intención de sus enemigos ha sido, por lo menos, ir de intento en busca de defectos: esta falta de sinceridad y de honradez es de suyo un defecto gravísimo. Y sin embargo, ¿cuáles han sido sus nuevos descubrimientos? Cuando Mahoma ingiere en su Korán pasajes que contienen la orden o el permiso del cielo para la pluralidad de mujeres, aumentando el número con aquellas que tenía ya escogidas su concupiscencia, y para separarlas de la sociedad de aquellos cuyos celos temía; una sagacidad común es más que suficiente para descubrir en los tales pasajes motivos de sensualidad. ¿Se encuentra en los escritores del Nuevo Testamento cosa alguna parecida a esta? Cada línea está, por el contrario, indicando su sinceridad, su desinterés y su virtud. Hablan sus autores con la mayor sencillez de sus preocupaciones, de sus debilidades y de sus defectos. El libro entero respira el aire más puro de una sinceridad perfecta. En todas partes el horror a la iniquidad, los más tiernos sentimientos de la presencia y de la santidad de Dios, el aspecto tremendo de su brazo vengador armado contra toda maldad, están indicados claramente. Pero el tenor de la vida de sus autores, y la serie de sus acciones, son las que demuestran con mayor y más clara luz, toda su sinceridad.

Constancia y perseverancia de los Apóstoles en dar su testimonio

Todos los Apóstoles se presentaron como testigos de la divina misión de Jesucristo, y la repetición continuada, un año tras otro, de este su testimonio, hasta el fin de sus días, es ya por sí misma un hecho de gran peso.

Cuando los hombres desempeñan por primera vez funciones de consecuencia, su nuevo estado o situación puede por algún tiempo producir una alteración esencial en su modo de pensar y obrar, y por consiguiente, pueden prescribirse algunas restricciones momentáneas en su conducta. Pero luego que se pasa el primer impulso de las pasiones, despliegan su verdadero carácter, y se conoce lo que son en realidad. Si al entrar en su nueva carrera, no tuvieron otro móvil que el calor de una imaginación exaltada, o el fuego de las pasiones; si no se han dirigido más que por el ardor de falsas esperanzas; cuando se llegue a apagar esta fogosidad, y vean que se engañaron en sus designios, abandonarán al instante su empresa, y se volverán hacia otra parte que les prometa más ventajas y mayor placer. Si los Apóstoles de Jesucristo hubieran formado planes de elevación temporal, o de ventajas mundanas, muy poco tiempo hubiera bastado para que se desengañasen. Si su corazón hubiera estado hinchado de ambición, pronto hubieran advertido que solo podían contar con el desprecio del mundo que los contemplaba; si les hubiera cegado la avaricia, ¡cuán poco hubieran tardado en palpar que estaban muy lejos del camino de la fortuna! Si hubieran ansiado comodidades y placeres, no hubiera pasado mucho tiempo, sin que se convenciesen plenamente de que no podían ser estos los frutos de su celo en dar testimonio en favor de Jesucristo; esta convicción, que muy pronto debieron tener, no hizo mudanza alguna en su conducta; ni les forzó a que abandonasen su misión, ni fue capaz de entibiar su ardor en llevar a efecto su empresa; continuaron, sí, con una constancia inalterable, y con un valor jamás desmentido, hasta el fin de sus días, atestiguando en presencia de todo el mundo, en pro de la causa de su Maestro.

Cuando doce hombres, bien sea como particulares, bien como jefes de una asociación, se unen con la intención de propagar una impostura, o para poner en ejecución un plan de falsedad y de injusticia, su marcha es tan uniforme en todas las ocurrencias de esta especie, que es preciso confesar ser una ley del mundo, que cualquiera que sea en el principio su intimidad y su cordialidad mutua, vendrá a sucederles con el tiempo el no estar de acuerdo sobre algunos puntos, y aun el contrariarse recíprocamente en sus miras; y lo que tuvo principio bajo el sagrado del sigilo del juramento, y con el voto de perseverancia hasta el último y feliz resultado de la empresa, y bajo los auspicios del afecto más puro para con todo cuanto tuviese relación con ella, vendrá a parar en una suspensión del proyecto, ocasionada por los celos, la envidia, las quejas recíprocas, y por la separación sucesiva de los jefes de la empresa; y terminará, en fin, descorriéndose el velo de su designio, y presentándose desenmascarada a los ojos del mundo su refinada superchería. Nada que se parezca a esto advertimos con respecto a los Apóstoles de Jesucristo: su testimonio es el mismo idénticamente el primer día que el último, y no se cansan de publicarlo hasta el último suspiro. Es cierto que uno de ellos fue un traidor, pero nada tenía que descubrir, y así exclama en su agonía, “Yo he pecado, pues he vendido la sangre inocente.” Pablo y Bernabé tuvieron una disputa, y se separaron uno de otro; pero, ¿para qué? Para hacer cada uno separadamente lo mismo que antes hacían unidos; esto es, para atestiguar cada cual la misión divina de Jesús Nazareno. San Pedro y San Pablo tuvieron un altercado, es verdad; pero ninguno de ellos, en el calor de la disputa, tuvo la más pequeña sombra de impostura que publicar, ni de que improperar al contrincante. Nada se echaron en cara que fuese contrario a los intereses de la causa de Jesucristo. Si exceptuamos al malaventurado Judas, cuya deplorable confesión fue más bien en favor de la causa misma que contra ella, todos los demás discípulos se distinguieron por su constancia en predicar al universo con entrañas de una caridad fervorosa, que Jesús era el Cristo.

Penalidades que sufrieron los Apóstoles a causa de su testimonio

Si los Apóstoles no hubieran sido realmente lo que decían, su vida no podía ser sino un tejido continuo de penas. Para hombres cuyo corazón hubiese estado poseído de pasiones viciosas y cuyo único anhelo hubiesen sido los goces mundanos; las mortificaciones continuas a que se sometieron, la total aplicación de sus almas a negocios espirituales y divinos, en el curso todo de sus pensamientos, palabras y acciones, habría sido en verdad un peso enorme e insoportable. Porque no es el cristianismo un código de opiniones especulativas como el sistema de los filósofos, que permite a los hombres vivir a su gusto. El cristianismo prescribe unas reglas de vida que dirigen la conducta, las inclinaciones y los afectos, hasta todo lo más interesante de los sentimientos del corazón, y que inculca a los hombres que sean distintos de lo que eran antes de ser cristianos. Sin la existencia real y eficaz de los principios del Evangelio en el corazón humano, ¿cómo hubieran podido los Apóstoles soportar su método de vida? Nada efectivamente podía decidirlos a abrazarlo. Pero estando, como estaban, llenos del espíritu de su Maestro, no era para ellos incómoda, sino muy deliciosa, su cristiana vida. El yugo de Jesucristo les era suave, y ligero su peso, porque lo aprendieron al llevar de aquel que es manso y humilde de corazón. (S. Mateo, XI, 29-30).

Pero, en tanto que en Jesucristo tenían su paz, no dejaron de sufrir tribulaciones en el mundo a causa de su testimonio. En el curso de toda su misión, en vez de honores, placeres y riquezas, solo consiguieron las persecuciones más crueles por causa de ella; ni hubo infamia a que no estuviesen expuestos, ni improperios de que no fuesen objeto; pues supieron, por una dolorosa experiencia, que mientras continuasen predicando a Jesús por Salvador del mundo, no debían esperar otra cosa que una serie no interrumpida de padecimientos. La sucinta relación de lo que sufrió uno de ellos, contada con sus mismas expresiones, podrá darnos una idea exacta de su situación. “Me he visto en las cárceles, he sido azotado sin medida, he corrido riesgos de muerte frecuentemente; cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno; tres veces fui azotado con varas, una vez apedreado; tres veces naufragué; estuve una noche y un día como hundido en alta mar; en viajes muchas veces; en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en poblado, peligros en despoblado, peligros en la mar, peligros entre falsos hermanos; he pasado trabajos y miserias, muchas vigilias, hambre, sed y muchos ayunos, frío y desnudez.” (2. Cor. XI. 23, 27.) Este era el tratamiento que recibían los Apóstoles, pero eran imperturbables; porque decían ellos: nuestro Maestro lo vaticino, cuando nos dijo, “si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros.” (S. Juan, XV, 20.) Consideraban su persecución como una cosa que debían esperar, y proseguían siempre en su carrera con un celo infatigable: su amor a Jesucristo, y el interés por su causa, se mostraban en ellos más fervorosos en medio de los tormentos; ninguno de cuantos militaron bajo las banderas de su maestro después de su muerte, se retiró del campo de batalla; sino que continuaron batiéndose hasta el último suspiro. Si suponemos a estos hombres movidos por motivos no puros: ¿cómo dar; en este caso, una razón satisfactoria de su conducta?¿Cuánto más sencillo y más natural es convenir en que no tuvieron otro móvil, sino la probidad, la virtud y la fe?

El martirio de los Apóstoles puso el sello a su testimonio

Cuando los hombres sufren la muerte por sus opiniones, es una prueba de su fuerte adhesión a ellas; y si los que la sufren son personas juiciosas, sesudas y de la mejor conducta, es prueba de que miran su opinión como la verdad misma; pero es conveniente y aun necesario, que examinemos cuáles son los fundamentos de su creencia; si ésta se funda en hechos, no solo palpables y numerosos, sino desemejantes, importantes, y aprobados por el testimonio unánime de muchos individuos; en hechos, repito, sobre los cuales sea moralmente imposible el equivocarse: en tal caso, su martirio debe ser considerado como el sello final de su testimonio. Tal fue el martirio de los Apóstoles de Cristo; y los hechos de que dieron testimonio, tienen todos los caracteres que acabamos de describir.

Si Mahoma hubiera muerto por asegurar la verdad de su visita al cielo sobre la bestia Alborac, y de las demás cosas raras que dijo haber visto y oído, esta evidencia sería tan liviana que el mayor crédito que pudiera prestarse a su aserción, se reduciría a decir: este hombre afirma que es un hecho. Pero, cuando doce hombres nos aseguran que han vivido más de tres años con Jesucristo, que han oído sus discursos, que han visto sus milagros, y que han sido testigos de su muerte; que han hablado con él mismo varias veces después de su resurrección, que le han visto subir al cielo, que han recibido el Espíritu Santo según su promesa; que repentinamente se han hallado en estado de hablar lenguas que nunca aprendieron; que han hecho milagros, que han curado enfermos, y resucitado muertos; milagros, repito, realizados por ellos mismos, y con mucha frecuencia, ¿es posible que pudiesen engañarse sobre la realidad, sobre la certeza de unos hechos de esta especie? Sobre esto no puede quedar ni sombra siquiera de la más mínima duda.

Puede haber habido mártires de orgullo, que, antes de renunciar a sus sentimientos, hayan querido sufrir la muerte, y que desafiaron a cuantas invenciones pudieran imaginarse para hacerlos retroceder de sus doctrinas una vez enunciadas, admitiendo otras en su lugar. Ha habido también muchos mártires de opinión, cuya muerte solo probaba su convencimiento sincero, y que el que la sufrió miraba su creencia como la verdad. Pero, cuán distintos, cuán superiores son los Apóstoles de Jesucristo a estas dos clases de mártires! Podemos con razón llamarlos mártires de hechos: puede haber equivocaciones en materia de opinión; mas en asuntos puramente de hecho el error algunas veces es imposible. Pero lo que da mayor importancia al martirio de los Apóstoles, es la reflexión de que ellos no eran hombres que tuviesen adhesión alguna a la creencia de tales hechos, porque les inclinase a creerlos las preocupaciones de la infancia, ni la educación, ni otro ningún estímulo de intereses mundanos: su creencia debía, por el contrario, luchar contra todas estas preocupaciones, chocar con todos sus intereses, ser contraria a sus primeros hábitos, y a todos los afectos de la juventud. ¿En dónde, pues, iremos a buscar la razón de este fenómeno, sino en la certeza de los hechos? ¿Dónde sino en ella, encontraremos un motivo suficientemente proporcionado para explicar el valor sin igual, con que voluntariamente arrostraron los tormentos, hasta sufrir la muerte más cruel? He dicho, un valor sin igual, porque estuvo siempre acompañado de una santa resignación en la voluntad de Dios, de una fe inalterable, de la firme esperanza de la felicidad en otra vida, de una benevolencia ardiente hacia sus mismos verdugos, a los cuales se la demostraron con expresiones de la más tierna compasión, declarando que los perdonaban, y dirigiendo a Dios sus fervorosas súplicas para que no los hiciese responsables de su suplicio, sino, antes bien, que tuviese de ellos misericordia, y los hiciese buenos y felices. ¿Y estos son los hombres impostores? No: estos son más bien, “los siervos del Dios altísimo, que nos anuncian el camino de la salvación.”

(páginas 98-116.)

Capítulo XIV
 
De la evidencia de la divina autoridad del Nuevo Testamento, que resulta de algunas consideraciones accesorias, las cuales fortifican el testimonio de los Apóstoles
 

Es imposible que los Apóstoles hayan inventado una nueva religión

En la historia del mundo descubro a varios individuos que han intentado engañar a sus semejantes por medios diversos. Demasiado ha sido la religión una fuente fecunda de tentativas de esta especie; y apenas hay sistema que haya dejado de emplearse con este objeto. Pero inventar una religión a caso pensado, es una empresa infinitamente más ardua, que la de valerse de una ya establecida. Los hombres veneran una religión antigua, y entonces basta aumentar esta veneración, y ladearla en favor del impostor; pero, en caso contrario, es preciso crear esta veneración, y no hay cosa más difícil.

Suponer que un corto número de jornaleros y pescadores de la Judea hayan concebido el proyecto de formar una nueva religión, destinada a ponerse en contradicción con las ideas admitidas en todo el mundo, a suplantar el judaísmo, y a destruir completamente toda especie de idolatría, es una cosa que parece bien distante de toda probabilidad. Ellos no tuvieron predecesores. Los autores de los diferentes sistemas de la mitología pagana eran hombres revestidos de autoridad, con la espada en la mano para apoyar sus pretensiones, o si no, eran sujetos dotados de una profunda sabiduría, infinitamente superior a la de los pueblos bárbaros, en quienes trataban de infundir la creencia de lo que les decían, y ellos los miraban como oráculos. Pero unos hombres colocados en las últimas filas de la sociedad, que ni tenían crédito de sabiduría, ni aspiraban a tenerlo, mirados con desprecio por los jefes de su nación, como hombres rústicos e iliteratos, es cosa muy diferente. Antes de ellos, nunca presentó el mundo ejemplo semejante, y la historia (si bien es muy probable que no conocían otro libro sino el Antiguo Testamento), no les ofrecía para su feliz resultado ni un rayo siquiera de esperanza. La revelación de Dios a la nación judaica por medio de Moisés, en nada se parecía a su empresa, ni podía alentarlos a ella. La esencia de la religión hace aún más inverosímil la suposición de una tentativa de esta especie. ¿Es por ventura dar una importancia demasiada a esta reflexión, el afirmar, que es improbable que semejantes hombres hayan formado un proyecto semejante?

Los Apóstoles se condujeron como hombres convencidos de la verdad de su testimonio

Los testigos evangélicos aseguran estar plenamente convencidos de que Jesús es el Mesías, y que es la verdad misma cada circunstancia que atestiguan. ¿Qué pudo moverles a aceptar una misión que les obligaba a prestar su propio testimonio? He aquí una reflexión que no se pesa debidamente, aunque de ella resulta una grande evidencia. Cada uno de ellos tenía un oficio para ganar su vida: varios eran pescadores, uno era publicano. Jesús los llama, diciéndoles, “Seguidme a mí”; y al instante todos abandonan sus casas, sus tales cuales comodidades, y sus proyectos; viven con él como miembros de su familia; reciben su doctrina de su misma boca; testifican su vida y su muerte, su resurrección y su ascensión.

Otro testigo era un hombre furioso, sanguinario, y perseguidor fanático del cristianismo; le vemos salir para Damasco, “respirando amenazas y muerte contra los discípulos de Jesús:” antes de llegar a su destino se le detiene en medio de su carrera, y muy poco tiempo después, le hallamos en la misma ciudad, de la cual había resuelto arrancar hasta las raíces del Evangelio, predicando ya que Jesús es el Cristo, y atestiguando aquellos mismos hechos que poco antes se afanaba, por todos los medios que estaban a su alcance, en contradecir y desmentir. El mundo moral tiene sus leyes, del mismo modo que el físico tiene las suyas: hay en ambos un orden peculiar de cada uno. Los hombres, sin algún motivo no abjuran su carácter, ni pueden de un golpe despojarse de sus arraigadas preocupaciones, de sus preocupaciones favoritas, de las del nacimiento, educación, y mucho menos todavía de las de la religión. Este principio puede aplicarse a todos los Apóstoles, pero a San Pablo con especialidad. Una causa, sin duda, una misma causa debió producir en todos ellos, y principalmente en este último una mudanza tan grande. La historia del establecimiento del cristianismo en el universo habla de ella en el capítulo nono de los Hechos de los Apóstoles, y el mismo San Pablo hace también mención en los capítulos 22 y 26 del mismo libro. ¡Cuán grande mutación fue efectivamente la suya! Su doctrina en la carta a los Romanos, capítulo 12, y en la primera Epístola a los Corintios, capítulo 13, le representa bien distinto de aquel Saulo, judío fogoso, cuando se levantó de los pies de Gamaliel. ¿A qué causa atribuiremos, pues, una mutación tan portentosa? A que él y los otros Apóstoles debieron realmente llegarse a convencer profundamente de que la causa de Jesús era la causa de Dios.

El modo con que desempeñaron sus funciones apostólicas, manifiesta también este mismo convencimiento de la verdad de su testimonio tocante a Jesús. Les había mandado su Maestro que fuesen a predicar a todas las naciones, “empezando por Jerusalén;” obedecieron ellos, y pocas semanas después en el sitio mismo en que Jesús había sido crucificado, se pusieron a predicar a los judíos que Jesús era el Mesías prometido a sus padres. Su predicación consistía en la narración larga y prolija de los hechos relativos a Jesucristo. Si su conciencia les hubiera argüido de impostura, se hubieran ido a lejanos países; hubieran ido a Bizancio, a Roma, a Marsella, y allí hubieran predicado lo que hizo Jesús en Judea y en Galilea, sin que la impostura pudiese descubrirse con tanta facilidad; pero, en empezar por Jerusalén, no hicieron más que exponer su doctrina a la prueba y a la censura; cada uno de los habitantes de esta ciudad era un juez competente para la decisión. ¿Pudieron, pues, dar los Apóstoles una prueba más evidente de su fe en la verdad del testimonio que daban de Jesucristo?

Esto mismo deberá parecernos todavía más evidente, si consideramos que los Apóstoles predicaron en una época, y en una ciudad de muchísimas luces. Eran ciertamente los judíos el pueblo más instruido de todos, sin comparación, en punto a religión; y fue en medio de él, precisamente, donde dieron principio los Apóstoles a su misión apostólica. Los Griegos y los Romanos habían hecho muy grandes progresos en las ciencias, en las artes, y en todo género de literatura; pues a todos esos pueblos se extendieron en seguida los Apóstoles. Predicaron en la Siria, en el Asia menor, en Grecia, y en Italia. En todas partes se presentan con igual candor desenvolviendo en su totalidad la doctrina del Evangelio. He aquí ciertamente todas las apariencias de la buena fe: he aquí lo que prueba que la conciencia misma dictaba a los Apóstoles que su predicación era la verdad. Porque si es fácil engañar a tribus groseras, una nación civilizada no se rinde sino a la evidencia. Solamente los hombres que están convencidos de que no hablan sino en favor de la verdad, pueden conducirse como se condujeron los Apóstoles.

Ni los Apóstoles fomentaban las preocupaciones, ni adulaban las pasiones

La preocupación es uno de los grandes instrumentos de la humana perversidad y miseria: es un grillete que impide al alma dedicarse a la investigación de la verdad. Los hombres tienen preocupaciones como individuos, preocupaciones de sus respectivas profesiones, preocupaciones religiosas, en todas las cuales son tanto más tenaces, cuanto ellas favorecen más sus depravadas inclinaciones. Los que quieren atraerse los hombres, no conseguirán su intento, humanamente hablando, si no respetan sus preocupaciones. Por este principio se condujeron los legisladores del paganismo, cuyo ejemplo vemos que siguió también Mahoma; su sistema abraza una desmesurada indulgencia en favor de las preocupaciones; en él se encuentran cosas con que agradar a los judíos, con que atraer a los cristianos, y con que hacer su doctrina del gusto de los paganos e idólatras; en vez de que los Apóstoles no lisonjean ninguna preocupación; convidan, por el contrario, a todos los hombres a que renieguen de todas ellas; de las unas, como muy perjudiciales en infinito número de circunstancias, y de las otras, como de juguetes de niños, que incapacitan el alma para que reciba la verdad.

¡Y cual no era la tenacidad de las preocupaciones de los judíos y de sus diversas sectas! Pues las de los gentiles no eran menos inveteradas; y los jefes de su gobierno, sus filósofos, sus sacerdotes y la multitud, tenían una parte no pequeña. Un hombre astuto hubiera tratado de atraerlos a todos por la vía de la condescendencia, otro hubiera tratado de asegurarse de una parte para ganar el todo. Pero los Apóstoles atacan a un mismo tiempo a todos; se muestran igualmente enemigos de las preocupaciones judaicas, que de las gentílicas, desentendiéndose de la fuerza con que había ido arraigándolas la serie de más de diez siglos; no es, pues, ciertamente su intención, la de hombres puestos en acecho para engañar; es sí, la de personas que intentan reformar, y en vez de tener motivo para considerarlos como impostores sagaces, solo podemos descubrir en ellos hombres de una integridad inflexible. Si respetaron poco los Apóstoles las preocupaciones de los hombres, no estuvieron ciertamente menos distantes de adular sus vicios, y de manifestarse indulgentes con sus pasiones; cuando se trata de engañar a otro, lo primero es poner de su parte sus mismas pasiones y conciliarse su opinión;, tal ha sido, sin ninguna excepción, el fin y la marcha de todos los impostores. Pero los Apóstoles de Jesucristo no supieron lo que quería decir lisonja; ninguna señal se encuentra de ella en el Nuevo Testamento; y a pesar de desplegar la compasión más tierna del crimen y de la infelicidad, a pesar de manifestar la condescendencia más grande por las flaquezas humanas, jamás alimentaron ninguna preocupación de los hombres, jamás tuvieron indulgencia en favor de sus inclinaciones al pecado.

No adulan a los judíos; los tratan con la misma igualdad que al resto de los hombres; no adulan a los fariseos, conducta con la que hubieran podido valerse de su popularidad en favor de la causa de Jesucristo; antes bien, los acusan de destruir con sus tradiciones toda la eficacia de la ley de Dios; ni adulan tampoco a los saduceos, pues que los acusan de incredulidad y de criminalidad; mucho menos a los sacerdotes, a quienes pintan como a ciegos que guían a otros ciegos; en fin, no lisonjean la multitud, sino que la excitan a no cometer ninguna especie de pecado, y a cumplir con todas sus obligaciones.

Por otra parte vemos que no adulan más a los gentiles que a los judíos. No tratan de insinuarse en la gracia de los magistrados a costa del sacrificio de sus principios, o encomiando las medidas de su administración; ni tratan de conciliarse la amistad de los sacerdotes del paganismo, moviendo los pueblos a que les tributen homenajes y se sometan a ellos; no hacen la corte a los filósofos, adoptando los dogmas de sus sectas; ni adulan a amigos, ni a enemigos; no a los amigos con el fin de ganarse su afección, ni tampoco a los enemigos a fin de libertarse de su odio; ni para ganarse sus conciudadanos lisonjean a los judíos; ni para hacerles entrar en el uso de la Iglesia, adulan a los gentiles.

¿Y estos son impostores? ¿Puede ser el objeto de estos hombres el engañar? ¿Serían estas las reglas de la política humana? ¿Con semejante método, podían esperar un grande y feliz suceso? Aquí hay alguna cosa sobrehumana. Es esta una marcha y una conducta, que debe obligar a que todo entendimiento, exento de preocupaciones, reconozca que este no es el porte ordinario de los hombres cuando tratan de engañar; y que por el contrario, aquí se encuentran todas las señales de lealtad y de buena fe que pudieran apetecerse, tanto en discursos como en acciones.

(páginas 116-124.)

Capítulo XV
 
De la evidencia de la divina autoridad del Nuevo Testamento, que resulta del feliz éxito y propagación del Evangelio
 

Nadie será capaz de decir que la religión cristiana no ha tenido un éxito grande y feliz. Pero estoy cierto de que se me replicará: también lo tuvieron las sectas del paganismo y también lo ha tenido el Korán. Esta observación es justa, solo en cuanto a que, haciendo abstracción de las circunstancias, de los medios y de las causas, la mera propagación, ni es prueba del error, ni de la verdad. Apenas ha existido un principio más peligroso, que aquel en cuya virtud se suele deducir, que un proyecto es justo y recto porque se ha realizado felizmente; y que, porque el objeto a que conducía se ha conseguido, y se han cumplido los deseos de aquellos que lo formaron, es una razón evidente de que Dios lo aprobaba y protegía. Por más común que haya sido este modo de discurrir, y por más comunes que sean también en nuestros días semejantes raciocinios, no se demostrará jamás que un tal principio estribe sobre fundamento alguno sólido. Pero, aunque esta máxima sea falsa en un sentido general, no es una consecuencia legítima, que en ningún caso la felicidad del éxito puede considerarse como una prueba de su verdad, y de su mérito, ni como una manifestación evidente de la intención divina en su favor. Nos lisonjeamos de demostrar aquí el buen éxito del cristianismo bajo este último punto de vista. Considérese con imparcialidad el asunto, y se verá que la felicidad del éxito, ni milita en favor del paganismo ni del islamismo; pero que, en nuestro caso, este éxito feliz produce una persuasión bastante fuerte de que el cristianismo emana de Dios. Pésense con cuidado las consideraciones siguientes.

La esencia y naturaleza de la religión cristiana cual se contiene en el Nuevo Testamento

El cristianismo está en estado de guerra con todas las pasiones viciosas del corazón humano. Condena el orgullo, la ambición y todas las disposiciones, todas las inclinaciones que ensalzan al hombre a sus propios ojos y a los ajenos. El cristianismo exige unas costumbres y una conducta diametralmente opuestas a los efectos depravados de un corazón corrompido; él descarga su golpe sobre la raíz de los sentimientos y de las inclinaciones que tienen mayor preponderancia en el corazón humano, proclamando en alta voz: el amor propio no reinará en este sitio. El Evangelio nos manda que miremos la felicidad de nuestro prójimo como nuestra propia felicidad, que amemos a nuestros semejantes como a nosotros mismos, considerando siempre el bien público y general, como infinitamente superior al bienestar individual y privado. Y sobre todo, nos enseña que la autoridad de Dios debe reglar absolutamente y sin rival toda nuestra alma, que debemos vivir en un estado de constante sumisión a su voluntad, o para servirnos de su mismo lenguaje, “que le glorifiquemos en nuestros cuerpos y en nuestras almas, que le debemos de derecho.” ¿Hay en esta religión alguna cosa que halague y acaricie a los grandes de la tierra, o que lisonjee los deseos y pasiones de la multitud?

Personas, por cuyo medio se propagó el cristianismo

El fundador del cristianismo era tan pobre, que no tenía siquiera en donde reclinar su cabeza: los que escogió para testigos de su misión, y para que fuesen sus Apóstoles en el mundo, no tenían ninguna ventaja exterior que pudiese hacerlos recomendables; ninguno de ellos estaba versado en la literatura. Eran hombres sencillos, que ni tenían relaciones de familia, ni títulos ni aún siquiera el de rabino entre sus conciudadanos; no figuraban entre la gente de forma; eran buenamente unos hombres llanos, sin afectación, pero honrados; de una piedad sin fingimiento, y de muy buen sentido común, pero sin ilustración. Ellos presentaron su testimonio con mucha sencillez y con mucho celo, con una tierna afección no menos por su Maestro, que por las almas de sus semejantes. Su exterior, sus modales, sus hábitos, no les daban más consideración que la de hombres pertenecientes a las que se llaman las clases medias de la sociedad, o tal vez las últimas. Su idioma y su acento era tenido entre sus conciudadanos de Jerusalén como el lenguaje provincial de la Galilea, y por los Griegos y Romanos, como el idioma corrompido de los judíos. En las edades siguientes, los que abrazaron el cristianismo manifestaron, y con razón, un respeto tan profundo por el carácter de los Apóstoles, que estamos casi para pensar, que debían de tener en su fisonomía un no se qué de augusto a los ojos de los hombres, que exigía una veneración universal. Pero, si se medita como es debido, no dejará de encontrarse acabado el cuadro que acabamos de trazar. Júzguese, pues, ¿qué acogida debieron recibir semejantes hombres, cuando iban de pueblo en pueblo propagando una nueva religión, y afirmando que todo el mundo, menos ellos, estaba en el camino de la perdición;, cuando publicaban altamente por todas partes, que si no se apartaba cada uno de sus pecados y de su conducta depravada, que si el pagano no abandonaba la idolatría, sustituyendo a ella el Evangelio, y que si el judío no renunciaba a su culto ceremonial y dejaba a Moisés por Jesucristo, no se librarían del juicio de Dios? Fácilmente podemos formarnos una idea anticipada de las disposiciones con que serían escuchados semejantes disensos.

Medios con que se propagó el Evangelio

No puede el paganismo producir un solo ejemplo de persona alguna, que antes de la venida de Jesucristo, haya empleado lo que llamamos un método racional para convertir los habitantes de un país, ni aun los de una sola ciudad, a la fe de la mitología pagana. El sistema combinado con la infancia de la sociedad, fue mirado como divino, y los que hicieron posteriormente parte de este cuerpo político, se sometieron a este sistema, como a una condición necesaria para gozar de protección. Mahoma, sujeto distinguido entre sus conciudadanos, oriundo de una noble y antigua familia, con los modales de un cortesano, atentísimo a todas la nimiedades de la urbanidad, empezó muy pronto a ganarse todos aquellos que podían ayudarle a realizar sus proyectos. Pero, echando de ver que la dulzura y la persuasión eran muy tristes recursos para hacer prosélitos, abrazó un método más breve y que debía producir sucesos más rápidos, y la última ratio regum, la última razón de los reyes, la espada, fue preferida y muy bien manejada. El caudillo que, armado de pies a cabeza, se pone al frente de un ejército ordenado, manifiesta claramente que en otra cosa de mayor eficacia que los argumentos, reposa su confianza; y así, la felicidad del suceso no es hija de la evidencia de la verdad. Al mirar su espada manchada con la sangre de sus antagonistas, no me maravillo que haga un gran número de prosélitos; pero en vez de decidirme a creer, mi alma se llena de repugnancia y de horror.

Apartemos la vista de este horrible espectáculo, y contemplemos a los discípulos de Jesucristo en su exterior humilde arengando a la multitud en una sinagoga, o a un pequeño número de oyentes en una escuela o en una casa particular. Los discípulos del crucificado no tienen riquezas, y por consiguiente, no pueden corromper con ellas: no tienen el más pequeño influjo, no pueden, pues, prometer la opulencia ni la grandeza: “predican a Jesucristo crucificado." Refieren la historia de su vida, de su muerte, de resurrección y de su ascensión, declaran que él es el que ha sido destinado para ser el Salvador del mundo y el Juez de vivos y muertos. Los griegos y los romanos ansiaban la elocuencia y los discursos más elegantes, aun en las cosas más frívolas. Pero el Apóstol que podríamos suponer capaz de semejante empresa, declara que “su predicación no fue con palabras persuasivas de humano saber:” (1. Cor. II, 4.) y los escritos de los otros demuestran que sobre este particular no tuvieron la más mínima pretensión. Porque si ha existido una obra que pruebe con evidencia, que sus autores no tuvieron idea alguna de pasar por elocuentes, o por hombres instruidos en la oratoria, es sin duda el Nuevo Testamento. Podemos considerar su estilo como una muestra del modo de predicar de los Apóstoles, y este su modo, prueba que jamás les pasó por la idea engañar a los hombres. “Nuestra exhortación, dicen ellos, no fue por engaño, error ni inmundicia,” (1 Tesalonicenses, II, 3.) Tampoco se valieron los Apóstoles de estratagema alguno de política, porque ni adulaban a los grandes y ricos, ni lisonjeaban a los pobres, ni usaban de bajezas con los grandes, ni mimaban al bajo pueblo, ni hacían alarde de erudición para engañar al vulgo ignorante; ninguna ventaja temporal prometían como aliciente para mudar de religión, sino que, por el contrario, anunciaban a sus oyentes que “todos los que quisiesen vivir santamente, según Jesucristo, habían de padecer persecución.” (2. Tim. III, 12.) Estos fueron los medios de que se valieron: ¿y en estos medios pudo acaso caber el cálculo de engañar al mundo у de ganar prosélitos a la impostura?

De los obstáculos que se opusieron al Evangelio

La espada decidía de los obstáculos que se oponían a la introducción de un sistema pagano. Mahoma pretendía que era esencial a su misión imponer silencio por este medio a toda contradicción. Pero, ¡cuán diferente es el espíritu del Evangelio! “Las armas con que peleamos no son armas carnales.” “He aquí, dice Jesucristo a sus Apóstoles, que yo os envío como ovejas en medio de los lobos.” Por todas partes había una artillería de grueso calibre preparada contra el Evangelio: oposición por parte de las preocupaciones del pueblo, adherido fuertemente a la religión de sus padres, cuya adhesión estaba tanto más arraigada, cuanto era mayor su ignorancia y ceguedad; oposición de parte de los filósofos y hombres ilustrados; el cristianismo no usa de más contemplaciones con las especulaciones de los literatos, que con la superstición de la multitud, por lo cual no es extraño que el orgullo de aquellos se creyese herido, ni que los moviese a vengar el desprecio que sobre ellos se había derramado; oposición por parte de los sacerdotes y de todos los que servían en el templo y vivían de los sacrificios, pues que veían comprometidas, no solamente sus bienes y su influjo, sino también su misma existencia. La experiencia de todos los siglos presenta pruebas abundantes del celo con que sabrían excitar al pueblo a la venganza contra los novadores. Pero el obstáculo más temible de todos, era el que presentaban los jefes del gobierno. En el reinado del paganismo, no solo existía una liga entre el sacerdocio y el poder político, sino que también, por hablar con más propiedad, la religión estaba incorporada en el mismo gobierno; y en el imperio romano, por lo menos, los primeros magistrados de la república desempeñaban las altas funciones del sacerdocio. Los emperadores tenían el título de soberano pontífice, y los primeros depositarios del poder, después de ellos, poseían las dignidades sacerdotales que a ésta seguían inmediatamente. ¿Cuáles no debieron, pues, ser las alarmas de todos estos hombres, al aspecto de un sistema, cuyo buen resultado debía despojarlos de sus pontificados, y de toda su influencia en asuntos de religión, y hacerles temer, además, que iba a comprometer la pública tranquilidad y la seguridad de su autoridad civil? Ahora bien, la historia de todos los siglos muestra claramente hasta qué punto los jefes de los Estados, fueron siempre celosos de la conservación de los más pequeños dijes de su poder; y en el caso de que nada temiesen los jefes del Estado por sus propias personas, los demás subalternos interesados, ocultando, con pretexto de celo por la salud del Estado y de la pública tranquilidad, su temor de perder sus dignidades y emolumentos, no debieron descuidarse en llamar en su auxilio el brazo de la autoridad, oponiendo de este modo un dique contra los proyectos de unos hombres tan peligrosos.

Ni por parte de los judíos debieron ser menos los obstáculos, que por parte de los gentiles. Elevando el cristianismo todas las naciones a un mismo nivel, debió herirse en su raíz el orgullo de cada hebreo. El privilegio de ser el único pueblo amado de Dios, fue por él aniquilado. El horror de los judíos sobre este punto, era tan fuerte, que, cuando San Pablo, en uno de sus sermones, anunció que Jesucristo le había enviado a predicar a los gentiles, levantaron la voz y gritaban sin cesar: “Quita del mundo a un tal hombre que no es justo que viva.” (Hechos XXII, 22.) Ellos le habían escuchado en silencio un gran rato; pero luego que le oyeron hablar de la admisión de los gentiles y de su igualdad de privilegios, no le pudieron aguantar más, y solo deseaban saciar su cólera en la sangre de aquel profano, de aquel blasfemo. Tal era el espíritu de lo que llamamos la plebe, entre los judíos. Con menos honradez, y con más entrañable odio, los fariseos hacían igual oposición, porque si el cristianismo llegaba a propagarse, ellos debían precipitarse desde lo más alto de la estimación, en el más profundo abismo del abatimiento. ¿Y hay cosa en el mundo que oponga una resistencia más ardiente ni más vigorosa que el orgullo, hijo de la superioridad en el saber y de la supersticiosa observancia de los ritos religiosos? Los sacerdotes judíos hacían causa común con los paganos; los depositarios del poder hacían también sus esfuerzos para oponerse al cristianismo, o bien movidos de las razones que acabamos de exponer, sacadas de su interés personal, o cediendo en cierto modo a los deseos de la multitud que a ello les obligaba. A todos estos obstáculos reunidos, debe agregarse la preocupación tan profundamente arraigada en todos los corazones corrompidos, a saber, el odio contra una religión que exige el sacrificio del propio orgullo a los pies de la cruz de Jesús, que ordena la mayor pureza de corazón y la vida más arreglada, que manda, en fin, destruir el germen de todas las acciones que conducen al pecado.

Sobre todo, y este no es un raciocinio meramente especulativo, el tratamiento que recibió Jesucristo, los Apóstoles y los ministros del cristianismo que les sobrevivieron, puede ser muy bien una prueba evidente y sólida de cuanto afirmamos. Los improperios, la confiscación de bienes, el destierro, las cárceles y la muerte, fueron la recompensa que recibieron de parte de los judíos. Los gentiles mostraron las mismas disposiciones hostiles, y los heraldos del cristianismo fueron tratados por ellos con los mismos desprecios y con no menor crueldad. Sus felices resultados: en medio de tamañas tribulaciones, merecen llamar toda nuestra atención.

Sacrificios que debieron hacer los que abrazaron el cristianismo

No es fácil que aquellos que viven en países en que el cristianismo es la religión dominante, se formen una idea exacta de lo que debieron sufrir en la época de los Apóstoles, aquellos que se convertían, ni a cuán dolorosos sacrificios se verían precisados. El paganismo había tan estrechamente amalgamado sus ritos religiosos con los intereses del Estado, y aun con los desahogos de la vida, que un cristiano de conciencia delicada se veía expuesto a grandes dificultades y a padecer dolorosas privaciones. Sin hablar ahora de los teatros, de los juegos, de las procesiones triunfales, cosas todas con las que había mezclado el paganismo sus ritos y ceremonias, y cuya privación no era un sacrificio liviano para la multitud; se habían además insinuado las supersticiones de la idolatría en el arreglo de sus negocios domésticos, e introducido hasta en los santos deberes de la hospitalidad y en los filantrópicos goces de la amistad y del parentesco. Por lo tanto, los recién convertidos debían sufrir infinitamente con la privación total de los goces sociales y de las satisfacciones y consuelos de sus parientes.

Eran mirados, además, por todas partes con aversión; unos los tenían por ateos y por los enemigos de sus dioses; otros los difamaban como a misántropos y como a los hombres más aborrecibles del género humano. La sociedad perdió para ellos todos sus atractivos; solo veían semblantes avinagrados, o lo que aun es peor, la sonrisa del ridículo o del desprecio. Sus parientes y sus amigos les daban muchas veces con la puerta en los ojos; los tenían por la basura del mundo; se les cargó con los nombres más insultantes que pudo inventar el odio, y cuando se presentaban en público, se veían en la necesidad de devorar en silencio los sarcasmos más groseros del populacho.

La impresión que hacían estos sentimientos en sus enemigos, era un motivo de persecución contra los cristianos hasta en sus negocios y relaciones de interés, haciéndoles sufrir pérdidas gravísimas en todos sus tratos y contratos temporales. Los paganos, comarcanos suyos, más celosos de su religión, no querían trato alguno con los enemigos de sus Dioses: muchas veces, una reunión sediciosa, o la rapacidad de un magistrado les robaba sus géneros: otras fueron encerrados en las prisiones de los bandidos y desalmados, como indignos de participar de las ventajas comunes de la vida social; no pocas fueron desterrados de su país, y separados de todo lo que más amaban: algunas, aquellos que más se distinguían por su eminente piedad y por su celo, fueron entregados a la muerte; y cuantos profesaban iguales sentimientos, fueron envueltos en su misma prescripción: en sus tormentos y suplicios se echaba mano de la crueldad más exquisita; y cuando alguna calamidad afligía al imperio Romano, siempre era el grito común de los paganos: “los cristianos son la causa”; debiendo expiar ellos esta acusación, o con la pérdida de cuanto poseían, o con la de la propia vida en medio de los tormentos más horribles.

Tal era la perspectiva, tal la suerte de cuantos abrazaban el Evangelio en los primeros tiempos de su promulgación; y las experiencias diarias confirmaban el temor de tales horrores. Los que abrazaron el paganismo, no tuvieron que sufrir ni injurias ni oprobios. Los prosélitos de Mahoma veían abierto delante de sí el camino de los honores y de los placeres en la vida presente. Tiene, a la verdad, tiene también el Evangelio sus recompensas, pero de una tal naturaleza, que ni causan impresión en los sentidos, ni son sus resultados las sensaciones de ninguna pasión terrestre, porque solo después de la muerte deben tener su cumplimiento. ¿De quién al aspecto de tales sacrificios, se hubiera esperado que abrazase la fe cristiana?

El éxito feliz del Evangelio y el número de sus prosélitos

Cuando reflexiono con atención, cuando miro de cerca todo cuanto acabo de exponer, no puedo figurarme, según el curso ordinario de las ideas del entendimiento humano, que el cristianismo pudiese tener un buen suceso, ni entre los judíos, ni entre los paganos. Un sistema promulgado por semejantes misioneros, con formas tan poco halagüeñas; un sistema que debía combatir y superar obstáculos tan poderosos, y que exigía de cuantos lo abrazasen tamaños sacrificios, ¿qué progresos podía esperarse que hiciera? Cualquiera que no esté versado en la historia de la iglesia cristiana, al momento responderá que no debía hacer ningunos. Pero veamos, ¿qué sucedió efectivamente? El mismo día en que se enarboló el estandarte de la cruz, vio a tres mil personas agregarse a la sociedad de los fieles, y cada uno de los que le sucedieron fue testigo de las nuevas conquistas del reino espiritual de Jesucristo; varios millares de personas en la misma Jerusalén doblaron sus rodillas para adorar a Jesús crucificado. En Samaria, en Lyda, en Jope, en Cesarea, muchos creyeron en él. De la Judea, se extendieron los Apóstoles entre los gentiles, y se vieron formadas sociedades cristianas en Antioquía, en Éfeso, en Corinto, en Atenas, y en Roma, aumentándose todos los años el número de los creyentes; y esta marcha victoriosa del Evangelio no se detuvo después de la muerte de los Apóstoles, sino que se hizo más rápida a pesar de la más encarnizada contradicción: conservó el terreno que había conquistado, aun en medio de persecuciones que horrorizaban a la naturaleza, y continuó haciendo todavía mayores y más vigorosos progresos. Por último, después de cerca de tres siglos de combates, sucumbieron sus enemigos. El Evangelio subió al trono de los Césares, y su glorioso poder sin auxilio alguno humano, se manifiesta a los ojos de todos.

¿Qué podremos, pues, decir de todas estas cosas? Que era indispensable que el testimonio de los Apóstoles fuese muy convincente, y que fuese acompañado del poder de los milagros, y de la interior eficacia del Espíritu Santo. El que esto niegue, concediendo, sin embargo (porque es un hecho innegable), el buen suceso del Evangelio, la feliz propagación de una religión que estaba en oposición directa con los sentimientos, disposiciones y conducta de todo el mundo; un suceso feliz, rápido, constante y siempre en aumento; este tal, repito, cree por la misma razón, el milagro más estupendo de cuantos jamás se obraron: pero el hombre que indaga la verdad con paciencia y buena fe, y que pesa con sinceridad cada uno de sus pormenores, debe reconocer que el Evangelio, por lo que hace a verdad y divinidad, tiene derechos imprescriptibles, y que bien considerado todo, su feliz propagación es uno de los acontecimientos más singulares que se han ofrecido al mundo moral en todos los siglos. Exponer este fenómeno a la prueba de una comparación, ¿sería acaso explicarlo, o más bien despojarlo de su maravilloso carácter? Muy al contrario, con la comparación deberá resaltar mucho más, y se aumentará infinitamente la fuerza de esta prueba. Yo no compararé a Mahoma, ni a los Califas, sus sucesores, con los Apóstoles cuando predicaban el Evangelio, porque sería lo mismo que comparar los efectos de una fuerza brutal con las suaves operaciones del juicio y de la razón.

El principio de la carrera de Mahoma tuvo alguna semejanza con el modo de proceder de los Apóstoles de Cristo. Él se presentó tratando de combatir únicamente por medio de la persuasión; si él, acaso, se hubiera siempre atenido a este método, es más que probable que su religión no hubiera atravesado los límites del pueblo de su nacimiento. Durante los tres primeros años de su misión, se ganó hasta catorce prosélitos en favor de su causa; siete años de trabajo le proporcionaron exactamente un centenar de sectarios: en el espacio de diez años fueron lentos callados sus progresos, y eso dentro de las solas murallas de la Meca. Tal fue el suceso feliz de Mahoma en medio de unas circunstancias las más favorables a su empresa; porque él era de una familia noble, estaba protegido y apadrinado por algunos de los primeros sujetos de la ciudad, con quieres tenía además relaciones de parentesco; sus modales eran seductores e insinuantes, y una prudencia consumada le dirigía en la elección y empleo de sus medidas; ni tampoco había en su país una religión establecida que sostuviese una corporación de hombres, cuyos intereses pudiesen estar en oposición con sus progresos; cuando vio que la persuasión no llenaba sus fines, el año décimo tercio de su misión, declaró abiertamente que estaba autorizado por Dios para servirse de la espada, como de un instrumento de conversión; y desde entonces se aumentó el número de sus prosélitos a proporción de su valor y de su fortuna.

Los filósofos de Grecia y de Roma se hallaron en situaciones, no del todo desemejantes a las de los Apóstoles. Los argumentos eran sus armas: de ningún género de fuerza se sirvieron; pero sus circunstancias les eran mucho más favorables. Eran admirados de todos; de todos venerados y tenidos por los primeros hombres del mundo. Eran en gran número, tenían en su favor su tono de autoridad, y todo el influjo que de la opinión pública pudieran apetecer; era también su sistema más agradable y más gustoso que las puras e inflexibles máximas del cristianismo: ¿pero cuáles fueron los felices sucesos con que se propagó su doctrina, y cómo reformaron ellos el mundo? ¿En dónde pudieran encontrarse hombres más elocuentes que estos? Jamás el entendimiento humano desplegó recursos mayores que los que presentaban la ingeniosidad de sus especulaciones, el atractivo de sus obras, y las gracias de su estilo. Ellos tuvieron, durante muchos años, todo el occidente a su disposición. Una generación de filósofos sucedió a otra con nuevos progresos, extendiendo en todos sentidos, para el cumplimiento de sus designios, la doble influencia de la palabra hablada y escrita. Pero, cuando aparecieron los Apóstoles, ¿cuál fue el fruto que vino a quedar de todos sus trabajos? Sócrates, Platón, Aristóteles, ¿en dónde está la reforma producida por vuestra filosofía? Hemos leído ciertamente el cambio verificado en la vida de Polemón, y de algunos otros individuos, pero deseamos encontrar mayores resultados. Más que todo eso consiguió Pablo mediante el primer sermón que predicó en Atenas, al mismo tiempo que vuestros cohermanos se estaban mofando del predicador, y poniéndole en ridículo. Señaladnos esa nación que andamos buscando, que profese y se conduzca por los principios de la filosofía moral. Aun nos contentaremos con que nos mostréis una ciudad que profese vuestros principios. Ni siquiera podréis citar una sociedad de hombres que diga: los filósofos nos han enseñado a abandonar la idolatría de nuestros conciudadanos, y a adorar únicamente al verdadero Dios. Los jardines de la Academia, el pórtico y los paseos del peripato han producido por cierto bien poco fruto.

De las penosas y estériles tareas de los filósofos, pasemos a echar una ojeada sobre los iliteratos de Galilea. Ya estoy viendo bajo sus auspicios formarse en todas partes sociedades. Veo que la multitud echa a rodar sus ídolos con desprecio, renuncia a su culto idolátrico, a sus costumbres inmorales, y, a todas sus impuras inclinaciones; la veo humildemente postrada en la presencia del eterno para tributarle sus adoraciones; crece mi asombro, y no puedo menos de exclamar: “He aquí el dedo de Dios.” Venid, venid acá, discípulos de Sócrates y de sus sectarios: examinad y notad la diferencia entre la doctrina de vuestros sabios y la de Jesucristo crucificado predicada por los Apóstoles; e indicadnos, si os es dado, la causa de este fenómeno.

Ningún suceso feliz hubiera podido obtener el cristianismo a no estar fundado en la verdad

Supongamos que hoy, en este año de 1841, doce hombres de costumbres irreprensibles, y con todas las señales de la verdadera piedad, se presentasen en Madrid, asegurando públicamente, y del modo más solemne, que un personaje de consideración había predicado, por espacio de más de tres años, por toda la España, y no pocas veces en su misma capital; que este mismo personaje había curado enfermos y resucitado muertos; había alimentado varios millares de personas con unos pocos panes y algunos peces; que a todo el mundo mandaba escuchar su voz, como la de aquel que había sido enviado de parte de Dios para salvar el mundo; y que haría como cosa de dos meses que los jefes del Estado y los principales de entre los Sacerdotes, mancomunados con la multitud, y con su aprobación, habían conspirado contra el mencionado personaje, y le habían quitado la vida; que habiendo sabido que debía resucitar al tercer día, colocaron centinelas en el sepulcro, lo que no fue obstáculo para que resucitase, como podían deponer los centinelas mismos; que los doce le habían visto varias veces después de su resurrección, y que habían sido testigos de su ascensión a los cielos; que les había impuesto la obligación de atestiguar todos los sucesos referidos al mundo entero; que en prueba de la verdad de su misión, él mismo los había habilitado para hablar varias lenguas que nunca aprendieron, y obrar milagros, así como él los obraba. Si estos hombres, dirigiéndose al pueblo, añadieran: vuestros jefes han cometido un crimen horrible, quitándole la vida. La antigua religión debe, al presente, ceder su lugar a la nueva; vuestros sacerdotes no deben ya tener más influencia ni más autoridad, todos están obligados a creer nuestro testimonio, so pena de la ira celestial. ¿Qué efecto debía producir un modo semejante de explicarse?

Habiendo sido acusados todos por su boca, todos estarían ansiosos de vengarse de una acusación semejante, y el medio más eficaz sería demostrar la falsedad de este testimonio. Además de este motivo, que era común a todos, los jefes del gobierno considerarían, y no sin razón, esta acusación como la más capaz de comprometer su administración, debilitando al mismo tiempo su autoridad a los ojos de aquellos que abrazaban el nuevo sistema, que los mirarían como a los asesinos de su profeta, o más bien, como asesinos del que se presentó como hijo de Dios. Los jefes de los sacerdotes se creerían por su parte desacreditados, y aun desvirtuados, y no sin motivo, porque su existencia dependería de la falsedad de su testimonio y se acabaría toda su autoridad, y representación en el mundo, si estos doce Apóstoles decían la verdad. Y en tales circunstancias, ¿dejarían piedra por mover para convencerlos de falso testimonio? ¿No averiguarían hasta los más insignificantes pormenores? ¿No se valdrían de todos los medios que puede inspirar la previsión humana, excitada por el más imperioso de todos los intereses, a fin de que la verdad fuese puesta en claro, y la palpase todo el mundo? ¿Es posible que en un caso semejante pueda continuar disfrazada la impostura? Tienen entre sus manos todos los poderes, y ¿no se valdrán de ninguno para descorrer el velo del engaño? ¿Y cuando nada es más fácil, porque los discursos del personaje se verificaron en presencia de tantos individuos, en tantos y tan diversos lugares, tiempos y ocasiones; cuando los doce testigos no tenían otra cosa que oponerles sino la verdad de su testimonio, siendo unos hombres sin conexiones, sin influjo y sin autoridad? Y con tales datos, ¿es posible que triunfase impunemente la impostura?

Pues esta era exactamente la situación de los judíos, cuando los doce Apóstoles de Jesucristo dieron principio a la predicación del Evangelio en Jerusalén. ¿Pensáis, acaso, que no se hizo todo lo posible para desacreditar el testimonio de los Apóstoles? Los judíos tuvieron la voluntad de hacerlo, debieron hacerlo, y lo hicieron. Porque los hombres de entonces no tenían ni menos talento, ni menos actividad para sus intereses, que los de nuestros días. ¿Pero, qué fue lo que descubrieron? La feliz propagación del Evangelio por una parte, y el silencio con respecto a la impostura, que nadie dijo haber sido desenmascarada, por la otra, prueban muy a las claras que ningún descubrimiento pudieron hacer. La antigüedad no hace mención alguna de tal cosa: ninguna hacen, tampoco, los escritos de los enemigos del cristianismo, tanto judíos como paganos; ninguna. Si hubieran obtenido la más pequeña prueba del engaño más pequeño, del más mínimo fraude, ¿cómo era posible que de un modo o de otro, no hubiese llegado esta prueba hasta nosotros? En las respuestas de los cristianos a los paganos que atacaban al cristianismo, como las de Orígenes a Celso, se haría alguna indicación; contendrían, siquiera, una refutación, de cualquier modo que fuese. Pero cuando el cristianismo se hizo el sistema dominante de la religión, acabarían, se replicará, con cuanto podía serle contrario. Esto, respondo rotundamente, esto era imposible; porque, aunque el cristianismo se hubiese establecido en el imperio romano, varias provincias del oriente no le admitieron como religión nacional, y en ellas hubieran hallado un asilo sus enemigos. Además, los judíos, que eran los más acérrimos impugnadores del Evangelio, restaban aun, y varios de ellos estaban fuera de los límites del imperio; tenían sus libros y sus documentos que no podían ser destruidos, y no parece que alguno lo haya intentado. El Talmud que fue compuesto en una época en que era el cristianismo la religión dominante en el imperio romano, ha llegado sin dificultad hasta nuestras manos, y nada contiene ni racional, ni digno de la más ligera atención con respecto a los soñados descubrimientos por los jefes de la nación judía, relativos a la falsedad del testimonio de los Apóstoles de Jesucristo.

Sería en efecto imposible dar una razón del feliz suceso del Evangelio, si su testimonio hubiera sido convencido de falsedad. Pero reflexionemos cuidadosamente sobre este asunto, y tengamos bien entendido, que la controversia no era sobre materias opinables, a las que se puede adherir a causa de las preocupaciones: aquí se trata de cuestiones de hecho: no ya la sola razón, sino los sentidos mismos son sus jueces; y cada individuo era muy capaz de pronunciar la decisión. El suponer que, después de bien aclarada la falsedad del testimonio por medio de pruebas irrefragables, millares de personas que tuvieron parte en el suplicio de Jesús, hayan después creído en él, principalmente cuando esta su conversión los debía exponer a la animadversión de sus hermanos, a la expulsión de la sinagoga, a la privación de sus privilegios, al odio de sus amigos, a la pérdida de sus bienes, a la prisión, y a la muerte misma; una suposición de esta especie es, repito, una cosa contraria al orden del mundo moral, y opuesta a todos los principios cuya influencia dirige la conducta de todos los hombres buenos y malos. ¿Y por qué, pudiendo alegar otra, hemos de recurrir a esta causa? ¿Por qué...? ¿No está saltando a la vista otra mucho más obvia? ¿Por qué no atribuirlo a que el testimonio de los Apóstoles era la verdad misma? La verdad, pues, de la religión cristiana, por todas las razones que llevamos expuestas, se prueba hasta la evidencia.

(páginas 125-148.)

Capítulo XVI
 
La religión católica
 

Hasta aquí hemos hablado de la religión de Jesucristo en general; y ciertamente que su verdad estriba en muchos y muy sólidos fundamentos. Así los pueblos la han abrazado sin violencia y con sinceridad, y cuenta en su seno a los filósofos más eminentes; a los grandes de la tierra, monarcas poderosos, pueblos, naciones у continentes enteros.

Pero no todos los que profesan la religión cristiana convienen en una misma creencia. Hay varias sociedades que reconocen la divinidad de Jesucristo, y se precian de seguir su doctrina, pero no concuerdan unas con otras en cuanto al dogma, o en cuanto a las verdades que constituyen la religión: y como la verdad no es más que una, y no puede hallarse en proposiciones contradictorias, es evidente que de tantas sociedades cristianas opuestas entre sí, solo una sigue la verdadera doctrina, solo una profesa la verdadera religión de Jesucristo.

Es necesario, pues, averiguar cuál de las diferentes comuniones o congregaciones que se honran con el título de cristianas, profesa la verdadera doctrina de Jesucristo. Los católicos asientan que el divino fundador de la religión estableció un tribunal infalible, cuyas decisiones sirviesen de regla segura en la creencia y conducta de los fieles: que si bien la sagrada Escritura es una autoridad irrecusable; no todo lo que enseñó Jesucristo у mandó predicar a sus Apóstoles, se contiene en las Escrituras, y que así, es indispensable atenerse también a la tradición, ya oral, ya escrita, de la Iglesia; pero que tanto en el sentido que debe darse a las Escrituras, como en la exposición e inteligencia de la tradición, corresponde decidir у declarar a la autoridad establecida por Jesucristo para este fin, y a la cual prometió para siempre formal y solemnemente la infalibilidad; de modo que lo que esta autoridad declare y proponga, es la regla segurísima de nuestra fe y de nuestras costumbres.

Los protestantes niegan la institución y existencia de esta autoridad, y solo admiten por regla de la fe la sagrada Escritura, según que cada uno la entienda privadamente: de cuyo principio se sigue que Jesucristo no dejó a los hombres un medio seguro de saber qué es lo que realmente les manda creer y practicar. Así lo confiesan los mismos protestantes. “Nosotros conocemos, dice Basnage, que Dios no nos ha dado un medio infalible para dirimir las controversias que se susciten.”

Los católicos arguyen contra el principio de los protestantes, fundándose en la misma Escritura, y en la tradición y creencia constante de los cristianos desde los Apóstoles hasta el día; pues si bien es cierto que en varias ocasiones se levantaron algunas sectas que quisieron apartarse de la creencia universal, también lo es que al instante fueron impugnadas y anatematizadas por los Pastores y por la generalidad de los fieles. Tratada de este modo la cuestión, pertenece a la teología. Pero también los teólogos se valen de argumentos tomados de la razón, de los cuales presentaremos algunos, una vez que solo tratamos aquí de examinar por la luz natural cuál es la religión que debemos abrazar.

Dicen, pues, los teólogos católicos, y dicen con razón: si el divino fundador de la religión cristiana no estableció un medio infalible para que el hombre sepa con certeza lo que le manda creer y practicar, no dejó medio ninguno seguro para saber cuál es la religión que fundó; y tanto vale como si no hubiera fundado ninguna. Llegado el caso de alguna disidencia entre los cristianos sobre la creencia o inteligencia de las verdades religiosas, caso por desgracia demasiado frecuente desde el tiempo mismo de los Apóstoles, sería imposible conocer de parte de quien estaba la razón, creyéndose todos con igual derecho para tener por verdadero su modo de pensar. Esto es lo que sucede en el día con los disidentes. No solo no convienen con los católicos, sino que están discordes entre sí mismos en muchos puntos de su creencia. Sus profesiones de fe han variado en extremo desde el principio de su separación; ni en el día concuerdan unos con otros el anglicano y el luterano, el calvinista y el sociniano.

En vano alegan que todos ellos convienen en los puntos esenciales: los católicos creen lo contrario; ¿y cómo se ajusta esta diferencia por la Escritura sola, si no hay una autoridad infalible que fije su sentido? El mismo derecho tienen los católicos que los protestantes para pretender que dan a la Escritura su verdadero sentido, y para decidir por ella cuáles son los artículos esenciales de la religión. Los protestantes han confesado en algunas ocasiones que el católico puede salvarse: así lo declararon a Enrique IV los ministros protestantes que seguían su partido; y los doctores luteranos a la princesa de Volfembutel cuando se casó con el emperador Carlos VI: pero otras veces lo han negado, llenando de baldones a la iglesia católica. ¿Y cómo se zanja este punto por la Escritura, si la entiende cada uno a su modo? Los católicos creen que fuera de su iglesia no hay salvación, y que los protestantes yerran en muchos artículos esenciales: ambos puntos niegan los protestantes; y seguramente que la inteligencia privada de la Escritura no los fijará jamás, porque cada uno, el católico y el protestante, se cree autorizado para seguir su juicio en cuanto al sentido de la Escritura sobre el asunto de esta disputa. La misma reflexión hacemos respecto de los griegos cismáticos que, por más que lo han solicitado los protestantes, jamás han querido, unirse con ellos en la profesión de fe, reprobando sus opiniones como erróneas y falsas en lo esencial de la religión.

Es tan absurdo el principio de los protestantes, que ellos mismos se han visto obligados a abandonarle en ocasiones solemnes. Para decidir acerca de una disputa que se suscitó en Holanda entre Arminianos y Gomaristas; se celebró un sínodo protestante en Dordrecht el año de 1618; y como los arminianos protestaron contra la competencia de aquel Tribunal, alegando el principio adoptado por todos los protestantes de que solo la Escritura, entendida según el espíritu privado de cada uno, es la regla de la fe; el sínodo se vio precisado a combatir semejante principio con las mismas razones con que lo impugnan los católicos. Otro tanto hicieron los anglicanos a principios del siglo XVIII apurados por los socinianos, que torcían en favor de sus opiniones el sentido de la Escritura. En su profesión de fe del año 1562 establecieron el mismo principio que todos los protestantes, pero en el plan de religión que publicaron en el año de 1719, admiten la autoridad de los cuatro primeros concilios, y de los Padres de la iglesia de los cinco primeros siglos, confesando con otros muchos protestantes, que la iglesia que reconoce en el día por cabeza visible al Romano Pontífice, era en aquellos tiempos la verdadera iglesia; sin hacerse cargo de que siendo así, también actualmente es la verdadera, so pena de que si dejó de serlo en el siglo V, no hubo iglesia de Jesucristo por espacio de mil años; es decir, desde el siglo V hasta el siglo XVI en que, según ellos, la restableció Lutero.

Este principio de los protestantes, tiene también el inconveniente de que las personas que no sepan leer, y no tengan quien les lea las Escrituras, así como la gente rústica y ruda que no tiene la capacidad suficiente para entender muchas de las verdades que lea, no tienen regla de fe, ni buena ni mala. La autoridad del ministro que se las explique no puede prestar a nadie seguridad alguna; no es, según ellos, la autoridad del que explica la Escritura, sino la letra de la Escritura, lo que constituye la regla de fe.

Por otra parte, es un hecho histórico que el cristianismo se estableció antes que se escribiesen sus verdades. Jesucristo predicó de viva voz, y encargó a los Apóstoles, y estos a sus discípulos, que predicasen por todo el mundo las verdades que les había enseñado; los Apóstoles mandan a sus sucesores que se atengan a la tradición; de modo que por algunos, y aun por muchos años, no se contó con ningún escrito para la instrucción de las gentes.

Aunque todos los Apóstoles predicaron y enseñaron la doctrina celestial de su divino maestro, según este se lo había mandado, de la mayor parte de ellos no nos consta que hayan escrito; y sin embargo, fundaron iglesias que subsistieron y conservaron por algunos siglos la doctrina que habían recibido de sus fundadores, sin el auxilio de su Escritura, a lo menos en su lengua. Los escritos de los Apóstoles en su mayor parte, no se tradujeron a otros idiomas mientras ellos vivieron, y muchas de las versiones que se hicieron posteriormente, tardaron bastante tiempo en generalizarse, de modo que muchas iglesias carecieron por siglos enteros de las sagradas Escrituras traducidas en su lengua, y hay algunas naciones cristianas que todavía no las tienen. Por otra parte, aquellas traducciones eran manuscritas, porque todavía no estaba en uso la imprenta; por esta razón eran muy poco comunes y muy costosas: muy pocas personas sabían leer en aquellos tiempos, y muy pocos estaban en estado de entender lo que leyesen en unos libros que se refieren muchas veces a costumbres, objetos y circunstancias de que ellos no tenían la menor idea. Todos estos hechos prueban que la Escritura sola no fue, por espacio de algunos siglos, la regla de fe de los cristianos.

Por las razones que llevamos expuestas, también es evidente que el divino fundador de la religión, no podía menos de instituir un medio seguro de conocer cuál había sido su enseñanza y su voluntad; y que aunque todos supieran leer, y todos tuvieran a su alcance y disposición la Sagrada Escritura, nunca pudiera ser ella sola un medio suficiente para convencerse cada uno de la verdad, ni de consiguiente la regla de la fe, como aseguran los protestantes.

Resulta de todo, que es indispensable que haya en la Iglesia de Dios un tribunal infalible, cuyas decisiones sirvan al cristiano de guía indefectible para no errar en su creencia religiosa y en su conducta moral. Los teólogos prueban que este tribunal infalible, fueron al principio los Apóstoles, con su cabeza San Pedro; y después, sin interrupción hasta nuestros días y hasta la consumación de los siglos, los obispos, sucesores de los Apóstoles, teniendo al frente a su cabeza, que lo es también de toda la Iglesia, el obispo de Roma, sucesor de San Pedro. Este tribunal decide en materia de fe y de costumbres, fundándose en la sagrada Escritura y en la tradición divina y apostólica, ya escrita, ya oral, ya práctica. Este es el tribunal, cuyas decisiones admiten los mismos protestantes por lo tocante a los primeros siglos de la Iglesia, y que si alguna vez hubiera faltado, también hubiera faltado la Iglesia de Jesucristo. Ha habido siempre en la Iglesia, dice el protestante Beausobre, una sucesión continuada de obispos, presbíteros y escritores eclesiásticos, que desde los Apóstoles han estado instruyendo a las iglesias, y cuyo testimonio es irrecusable. La tradición, dice también, o el testimonio de la Iglesia, es una prueba sólida de la certeza de los hechos y de la certeza de la doctrina. No ha faltado, ni puede faltar este tribunal, añadimos nosotros; ha subsistido siempre, subsiste actualmente y existirá hasta el fin en la iglesia católica, apostólica romana: luego esta es la verdadera Iglesia, donde se profesa la verdadera religión de Jesucristo.

(páginas 149-156.)

Índice

Advertencia, v

Introducción, 1

Cap. I. Existencia de Dios, 3

Cap. II. De la religión, 14

Cap. III. Necesidad moral de la religión, y obligación de dar a Dios culto, 15

Cap. IV. Obligación de dar a Dios culto externo, 22

Cap. V. La revelación: su posibilidad, 26

Cap. VI. Necesidad de la revelación, 28

Cap. VII. Existencia de la revelación, 34

Cap. VIII. Existencia de la revelación en el Nuevo Testamento, 45

Cap. IX. Los milagros que se refieren en el Nuevo Testamento son verdaderos, y de consiguiente también es verdadera la doctrina que contiene, 51

Cap. X. Santidad de la vida y doctrina de Jesucristo: carácter de este divino personaje, 61

Cap. XI. El cumplimiento de las profecías prueba la divinidad de la religión cristiana, 78

Carácter de los Profetas, 79

Naturaleza, pormenores y extensión de las profecías, 82

Profecías tocantes a Jesucristo, 84

La destrucción de Jerusalén por los romanos, 86

Existencia y situación de los judíos, formando todavía un pueblo aparte, 89

Cap. XII. El entendimiento humano no alcanza mas, en cuanto a la religión y a la moral, que lo que contiene el Nuevo Testamento, 94

Cap. XIII. De la evidencia de la autoridad del Nuevo Testamento de resulta del testimonio de los Apóstoles, 98

Calidad y número de los testigos, 101

Cualidades de los Apóstoles que dieron su testimonio acerca de Jesucristo, 103

Sinceridad y convicción propia de la verdad en el testimonio de los Apóstoles, 106

Constancia y perseverancia de los Apóstoles en dar su testimonio, 107

Penalidades que sufrieron los Apóstoles a causa de su testimonio, 110

El martirio de los Apóstoles puso el sello a su testimonio, 113

Cap. XIV. De la evidencia de la divina autoridad del Nuevo Testamento, que resulta de algunas consideraciones accesorias, las cuales fortifican el testimonio de los Apóstoles, 116

Es imposible que los Apóstoles hayan inventado una nueva religión, 116

Los Apóstoles se condujeron como hombres convencidos de la verdad de su testimonio, 118

Ni los Apóstoles fomentaban las preocupaciones, ni adulaban las pasiones, 121

Cap. XV. De la evidencia de la divina autoridad del Nuevo Testamento, que resulta del feliz éxito y propagación del Evangelio, 125

La esencia y naturaleza de la religión cristiana cual se contiene en el Nuevo testamento, 126

Personas por cuyo medio se propagó el cristianismo, 127

Medios con que se propagó el Evangelio, 129

De los obstáculos que se opusieron al Evangelio, 131

Sacrificios que debieron hacer los que abrazaron el cristianismo, 135

El éxito feliz del Evangelio y el número de sus prosélitos, 138

Ningún suceso feliz hubiera podido obtener el testimonio a no estar fundado en la verdad, 143

Cap. XVI. La religión católica, 149

(páginas 157-159.)

[ Versión íntegra del texto contenido en un libro impreso de VII + 159 páginas publicado en Madrid en 1841. ]