
Historia de Aragón,
Cataluña, Valencia e Islas Baleares.
Dedicada a S. M. Doña Isabel II, Reina de España
y publicada bajo los auspicios de protectores pertenecientes a la nobleza, a la literatura, al comercio y a la industria de todas las provincias de España, por
Gabriel Hugelmann.
MADRID
Imprenta de Julián Peña
Cava Alta, 44
1855
• A S. M. doña Isabel II, reina de España · A mis Protectores
• De la misión actual del historiador · Introducción
• Libro I · I · II · III · IV · V · VI · VII
A S. M. doña Isabel II, reina de España
Cuando con generosa solicitud se digno V. M. concederme un asilo en España, todo mi deseo, todo mi anhelo se dirigió a dedicar a V. M. una obra que pudiese mostrarle mi eterna gratitud. A este objeto he consagrado los mejores años de mi vida; y hoy que merced a una constancia invariable y a una voluntad firme, he logrado vencer los inmensos obstáculos que se oponían a que llenase cumplidamente mi propósito, me presento con orgullo y satisfacción, no por la importancia de mi humilde trabajo, sino porque al ofrecerlo a V. M. le ofrezco con él una muestra de mi verdadero y franco reconocimiento.
La Historia, Señora, es la lección de los reyes: ella debe enseñarles lo que fue el pasado, para que sepan dirigir el presente y preparar el porvenir. Desgraciadamente, rara vez se la coloca ante sus ojos; y si hubo un Bossuet que alimentó la inteligencia de su Real discípulo con la síntesis conocida de los tiempos pasados, ¡cuántos profesores en cambio, han puesto el mayor esmero en ocultarla a la vista de los príncipes!
El conocimiento de la Historia, es en la época que atravesamos más indispensable que nunca para los reyes. Hoy que el árbol de la ciencia está al alcance de todos, y que numerosos descubrimientos de incalculables consecuencias exigen nuevas leyes para gobernar el Mundo, preciso es que los que rigen los destinos de las naciones, las conozcan a fondo para saber dirigirlas con acierto.
En efecto, Señora, la época que atravesamos no es en nada semejante a las anteriores, y reclama por su índole particular, esfuerzos también particulares. La Humanidad que se forma y crece como un solo hombre bajo la mirada de Dios, llega como aquel a cierto periodo de desarrollo y se opera en ella una revolución. Entonces, las sociedades que la componen vacilan sobre sus cimientos; se trasforman las creencias; los derechos y los deberes cambian de aspecto; los códigos se completan, se perfeccionan, se sintetizan: la idea de lo justo aparece libre de las trabas que la sujetaban, y los hombres rectos de la víspera, echan de ver que necesitan mucha indulgencia para el día siguiente. Cada vez que se presenta uno de estos períodos para la Humanidad, sucede una de dos cosas: o aquellos que la dirigen conociendo la Historia, y elevándose a la altura de su misión, más difícil entonces que nunca, secundan generosamente el desarrollo humano, o este desarrollo parado un momento por su mala voluntad, por su ignorancia, los destruye después y continúa su curso. Así una tempestad provechosa para la vegetación en general, al aparecer en la cima de los montes resolviéndose en torrentes de agua y centellas, troncha y arrastra los árboles mayores, que resistiendo la ley de la Naturaleza le oponen mayores obstáculos, y confía la majestad de aquellos campos a las plantas y verduras, cuya savia regenera y vivifica.
Bastará, Señora, que V. M. lea con atención mi obra, para que se convenza de que esto mismo ha sucedido desde el origen del Mundo, sin que ningún poder, cualquiera que fuese su fuerza y antigüedad, haya logrado retrasar una hora siquiera el cumplimiento del plan providencial; y esto mismo sucederá en adelante, hasta el día en que saliendo la Humanidad de su infancia, sepa dirigir por sí misma su desarrollo y engrandecimiento, y atravesar las revoluciones, sin hacer víctimas ni crearse opresores. Yo me propongo estudiar con el mayor esmero la marcha de la Humanidad al través de los siglos; y no es mi objeto tan solo narrar los hechos, quiero además buscar su causa y demostrar sus resultados: quiero seguir el plan providencial en su cumplida marcha desde la creación del Mundo, y al escribir la Historia de vuestras cuatro provincias del Nord-este, abrazar de una rápida ojeada la de todas las provincias de la Tierra.
Tiempo es ya de probar al Mundo entero, que una ley suprema de solidaridad liga todo lo que existe, y que nada se ha hecho ni se hace en la superficie del Globo, que no haya sido o sea necesario para lo que ha sucedido o está sucediendo o ha de suceder, en todas las partes de la armonía universal, presidida por Dios. El Universo es una máquina inmensa, cuyo objeto ignoramos, pero cuya existencia no niega ya ningún filósofo; todo se encamina a esta organización infinita, todo es mutuamente necesario: el astro que atraviesa el espacio buscando un centro de gravedad distinto del que abandona, es indispensable al planeta, cuyo séquito va a completar: del mismo modo tal hecho histórico, sucedido en tal época es indispensable a tal acontecimiento verificado la víspera o el día siguiente; él le completa o le prepara, y lo que es más aún, no existe sino en fuerza de su necesidad. Impedid la unión de la Córcega con la Francia y ¿qué será de Napoleón? Pero Napoleón debía existir y todas las fuerzas humanas no hubieran podido impedir que la Córcega se uniese a la Francia cuando llegó la hora que le estaba señalada: ¡Dios lo quiso!
El estudio de la Historia es, Señora, tanto más útil a los reyes en los momentos supremos, cuanto que les da una idea exacta de la misión de la Divinidad en la Tierra, y les hace profundamente religiosos: no bajo el punto de vista vulgar que prosterna a un individuo ante la Divinidad particular que una nación venera, sino bajo el punto de vista magnífico y elevado que postra a los seres de alta inteligencia, ante la Divinidad general. En las horas de crisis, lo que hace falta a la Humanidad, es un Dios, una creencia. Llegado el momento en que la Fe que la guiaba es insuficiente para su inteligencia, se cree engañada y degenera en ecléctica; la duda mina sus cimientos y el desorden la destruye. Si apareciese entonces una inteligencia capaz de encontrar la nueva Fe que debe reemplazar a la antigua, la revolución se organizaría, el orden aparecería de nuevo con la creencia, y la felicidad renacería con la certidumbre.
Si por fortuna, cosa por cierto muy difícil, esa inteligencia existiese al nacer la revolución y lograse hacerse comprender, ¡cuántas lágrimas y dolores no se evitarían a los hombres! Pero desgraciadamente son raros en el Mundo esos seres privilegiados. Solo después de años y años de incredulidad, de luchas, de duda y sufrimiento, aparece la gran figura, el hombre hasta entonces desconocido; y Redentor del Mundo extraviado, exclama: «¡heme aquí!» y aún entonces, ¡cuánto no tiene que luchar él y sus discípulos, para identificar a la Humanidad con Dios, a Dios con la Humanidad! ¡Cuántas y cuántas sectas hijas de la necesidad de creer no le disputan el imperio del Mundo, hasta que llegue el momento en que se extingan al eco de su voz, como se extinguieron las del Liceo, el Pórtico y la Academia, a la voz de Jesucristo! Este tiempo y estas luchas desaparecerían, si la Historia, elevada a la altura del sacerdocio, fuese conocida en su filosofía por los que se hallan al frente de la Sociedad en los momentos de crisis.
Hace más de un siglo, por ejemplo, que la sociedad occidental, centro de la Humanidad entera, se agita inquieta. Cuantos hombres de genio ha producido en este espacio de tiempo, han hecho inmensos esfuerzos para responder a sus necesidades, para satisfacer sus deseos, y ninguno de ellos lo ha conseguido; porque ninguno se ha elevado lo bastante en el conocimiento de la filosofía de la Historia. Unos se han presentado con planes de reformas económicas, y mientras trataban de plantearlos, todo lo que en la Sociedad no depende de la economía, se ha deshecho entre sus manos. Otros han ensayado fórmulas políticas, han modificado a su antojo el mapa del Mundo, y han dicho: «¡El sacerdocio del día es la diplomacia!» Y mientras que así variaban la faz de las naciones, todo lo que no era del dominio exclusivo de la política, se conjuraba contra ellos, y su obra privada del apoyo de las masas, ha aparecido vacía como un globo agujereado en el momento de su ascensión. Algunos han creído resolver el problema ocupándose exclusivamente del trabajo material, como si un relojero colocado delante de un péndulo descompuesto, no tuviera más que arreglar la rueda rota para obtener de nuevo la hora corriente. Muchos han dirigido sus miradas hacia el Pasado, y han copiado sus leyes queriendo organizar con ellas el Presente; ¡vana quimera! Querían envolver a la Humanidad adulta en los pañales de su infancia, y ella indignada los ha desgarrado, como haría un hombre vigoroso a quien se quisiera castigar como a un niño. Otros, en fin, y son los que más se han aproximado a la verdadera solución del problema, han tratado de buscar una filosofía nueva, una religión acorde con las actuales aspiraciones de la Humanidad; pero al plantearla después de graves estudios, se ha visto que no habían leído lo bastante el gran libro del Pasado, y no han tenido en cuenta, que todo lo que existe y todo lo que va a existir, es y será consecuencia de lo que ya ha existido, así como la juventud es consecuencia de la infancia, y la vejez consecuencia de la juventud: han puesto en duda la revelación, en vez de apoyarse en ella. Así la Humanidad se encuentra hoy en el mismo estado que el día en que Voltaire empezó la destrucción del gran edificio, a cuya sombra se cobijaba desde el tiempo de Jesucristo: los gobiernos se suceden unos a otros sin probabilidades de que les sobrevivan sus ideas; las masas continúan buscando por doquier un centro alrededor del cual puedan agruparse; los hombres científicos se preguntan a qué síntesis deben referir su ciencia; los artistas buscan una luz para recibir de ella inspiraciones; las madres buscan una creencia para embalsamar con ella la cuna de sus hijos, y todos los que sucesivamente dirigen la Sociedad occidental, se estrellan contra la justa acusación de su impotencia. Es preciso que aparezca una inteligencia superior, una inteligencia que comprenda que la situación en que se encuentra hoy la Humanidad, necesita algo más que responder a sus necesidades particulares; algo más que enmendar algunos artículos de sus códigos; algo más, en fin, que reformar los detalles: necesita una organización completa y nueva. Es preciso que una inteligencia superior comprenda, que todo hecho debe considerarse por lo que en sí es, y amoldarse a una nueva síntesis religiosa. Sin esto, nada se hará definitivo, y la Humanidad continuará marchando como un ciego que no da un paso sin tropezar, ni tropieza sin peligro de caerse. Y esa inteligencia, Señora, esa gran inteligencia que nuestra época necesita, es preciso que se alimente con la filosofía de la Historia; es preciso que se acostumbre a no estudiar los detalles aislados, sino a ver por el contrario las generalidades, y a sintetizar lo que hace un siglo se viene analizando; que el conocimiento en fin, de las diferentes fases recorridas por el plan providencial, le ponga en estado de prever cómo ha de recibir la fase nueva que hoy se le presenta.
La Historia estudiada bajo el punto de vista en que yo me propongo considerarla, prepara los ánimos para la venida de esa inteligencia suprema que todos esperan, y que hoy quizás se manifieste bajo la forma colectiva del pueblo mismo. Acostumbra a los individuos en particular a reconocer la ley de solidaridad que les une entre sí, y a creerse, en fin, llamados sobre la Tierra para llenar los designios de Dios. Presenta por primera vez acordes entre sí los principios, hasta ahora tan opuestos, de la Omnipotencia providencial y de la Libertad individual del hombre, probando que pueden existir no ya sin contrariarse uno y otro, sino equilibrándose por el contrario, de un modo sublime y milagroso. Enseña sobre todo a los potentados de la Tierra, y esta es quizás su mayor utilidad, a no temer los acontecimientos de que pueda ser juguete su fortuna, a esperarlos con serenidad, y a servir de para-rayos a la Sociedad, en vez de luchar contra ella y de sucumbir con ella. Consuélalos de la injusticia, abriéndoles las puertas del Porvenir, y enseñándoles que en él solo está la imparcialidad. La filosofía de la Historia hace que el hombre descanse tranquilamente en la certeza de lo que no puede dejar de ser: así me lo escribía poco tiempo antes de su muerte un anciano respetable, cuyo nombre es Lamennais. También él estaba persuadido de que todo lo que se hacía a sus ojos en favor de la Humanidad, era insuficiente para sofocar la revolución que la agita.
No es sin embargo mi ánimo, Señora, dar a la obra que trato de publicar, un carácter exclusivamente filosófico, no concediendo a los hechos sino un lugar secundario. Lejos de eso, los mismos hechos serán los que me sirvan de base para demostrar la existencia del plan providencial que veo en todo y para todo. Tan solo en el modo de presentarlos a mis lectores, está el secreto de mi doctrina; y estoy persuadido de que ninguna teoría pudiera ser preferida a esta aplicación inmediata de los hechos en su orden natural y providencial a la vez. Inútil es la reflexión cuando los hechos hablan por sí mismos. Las investigaciones de la incredulidad han enriquecido demasiado el análisis, de un siglo a esta parte, para que yo halle dificultades en justificar mi convicción, aun cuando tuviera que retroceder al estudio de los tiempos más remotos. Los tiempos del escepticismo tienen tan solo una ventaja: sus trabajos operados la mayor parte de las veces para asegurar el triunfo de la negación, proporcionan precisamente todos los elementos necesarios para probar la existencia de la afirmación que está llamada a destruirlos.
V. M. se preguntará quizás, por qué, siendo mi intención estudiar la marcha general de los acontecimientos bajo un plan providencial, he escogido con preferencia la Historia de las cuatro provincias del Nord-este de la Península, en vez de la Historia del Mundo. La obra que voy a publicar, Señora, no es, por decirlo así, sino el prólogo de otra obra de mayor importancia que me reservo emprender más tarde, bajo el título de Biblia de la Humanidad. Más instruido entonces que hoy, rico de una erudición adquirida en los estudios necesarios para escribir mi Historia de Aragón, considerada en sus relaciones con la Historia universal; más familiarizado con los hechos generales, emprenderé un trabajo, que a mi modo de ver es indispensable; procuraré reunir en una sola obra la esencia de todos los conocimientos humanos. Muchas de las ideas que voy a emitir hoy, no serán bien comprendidas, sino después de publicado mi segundo y principal trabajo, en cuya preparación llevo empleados los mejores años de mi juventud. En la introducción de la obra que tengo la honra de dedicar a V. M. explico los motivos que me han impulsado a escribir la historia de las cuatro provincias, que la Providencia ha hecho mi patria adoptiva. La gratitud me imponía un deber; la inspiración me ha prestado un medio sublime de llenarle, y en esto veo también la soberana mano de la Providencia, que proporciona al Hombre las ocasiones de llenar su misión sobre la Tierra, obedeciendo naturalmente a los impulsos de su corazón.
La península ibérica, esa magnífica parte de la Tierra, colocada por el destino a la sombra de vuestra corona, ha desempeñado siempre en el mundo uno de los más importantes papeles; ha tomado siempre una parte activa en todos los grandes movimientos que han contribuido a la trasformación de la Humanidad, y sus provincias del Nord-este particularmente, han sellado con su nombre glorioso, los hechos más notables de la Tierra. Y si estas provincias no han presidido todos los grandes movimientos del Universo, han tomado en cambio una parte tan activa, que no es posible separarlas de ellos.
Hoy mismo, hoy que el Occidente las tenía olvidadas, acaban de mezclarse en esa gran lucha de las nuevas aspiraciones contra las voluntades reaccionarias que se oponían al progreso de la Humanidad. Formidables escuadras cubrían el mar Negro y el Báltico, dispuestas a incendiar las ciudades del Zar: poderosos ejércitos inundaban las llanuras de Oriente; la Europa entera se agitaba a impulsos de la Francia y la Inglaterra, de esas naciones poderosas que se juzgaban el alma de la civilización occidental, y que estaban muy lejos de esperar que otras naciones, hijas del Progreso, descenderían a la arena y ocuparían un lugar más digno y más atrevido que el suyo. Barcelona se conmovió un instante a orillas del Mediterráneo en cuyas aguas baña sus pies; vuestro reino entero respondió a aquel estremecimiento, y la península ibérica impulsada por sus provincias del Norte, ha tomado en esa lucha contra la tiranía, una parte más grande, más noble que la Francia e Inglaterra. El pronunciamiento de Barcelona será más fatal a las ideas que defiende el Zar, que esa victoria de Alma en cuya celebración hace retemblar los ecos en este momento el cañón de los Inválidos de Francia.
Suspendo aquí esta dedicatoria; V. M. se dignará aceptarla perdonándome su demasiada franqueza. No sé si mis fuerzas alcanzarán a llenar cumplidamente la misión que me he propuesto; de todos modos lo intentaré impulsado por el deber y la gratitud. V. M. me prestó generosamente un asilo, yo la dedico un libro en cambio: es lo único que puede ofrecer a una Reina, un escritor proscrito.
Dígnese V. M. recibir la expresión sincera de consideración y respeto con que besa los pies de V. M.
24 de agosto de 1854.
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A mis Protectores
Tres años hará muy pronto, que un pequeño buque de contrabandistas mallorquines, condujo desde África a la más importante de las Islas Baleares, a once franceses que se habían escapado durante la noche de la cárcel celularia de Argel, arrancando una reja, escalando un muro de veinte pies, y descolgándose por medio de cuerdas hechas con sus propias camisas, de una elevación de más de ochenta pies, sobre las peñas que rodeaban su prisión.
Un mes entero permanecieron ocultos en diferentes sitios y custodiados por la amistad, esperando una ocasión favorable para salir de aquella tierra en que tanto tenían que temer. La ocasión se presentó por fin, y después de vencer inmensos obstáculos lograron embarcarse en un débil esquife mallorquín, que tenía la misión de conducirlos a Gibraltar para pasar desde allí a Inglaterra; mas los contrabandistas, que habían sido generosamente pagados por los demócratas de Argel, concibieron el infame proyecto de entregarlos a la policía española, esperando así recibir una doble recompensa. Muchos días navegaron errantes a la vista de las costas de Mallorca espiando un momento oportuno para realizar sus planes; pero descubiertos por un buque de Estado, en el momento en que descargaban el contrabando, les dio caza, les alcanzó, y desde aquel momento los refugiados franceses, hallaron a la sombra hospitalaria del pabellón español, la protección que buscaban bajo el pabellón inglés.
El autor de esta Historia, era uno de aquellos desgraciados. Tres años había permanecido en el más estrecho cautiverio, perdiendo la libertad sin tener tiempo para conocer la vida. Preso cuando apenas veinte inviernos desojaban los árboles de su patria sobre su frente joven y ardiente, jamás abrigó en su corazón la menor simpatía por la Inglaterra; deseaba dirigirse a Londres con la sola esperanza de encontrar allí a Víctor Hugo, a Mazini y a Kossuth, hombres a quienes admiraba largo tiempo hacía. Pero creyente como poeta, fatalista con exceso, juzgó que la Providencia no había permitido en vano a los contrabandistas realizar en parte sus proyectos, y permaneció en Mallorca, paseándose por las noches a la orilla del mar, y perdiéndose durante el día entre los centenarios olivos que cubren la campiña con su venerable sombra. En esos paseos solitarios, concibió la primera idea de la obra que va al fin a ver la luz pública.
Allí, lejos de la sociedad, tranquilo y reflexivo, repasó en su imaginación todos los conocimientos diversos que había adquirido durante su largo cautiverio, y concibió el deseo de encontrarles una síntesis, de someterlos a las reglas de una unidad luminosa por cuyo medio pudiese reconocerlos, clasificarlos, hacerlos útiles a sus semejantes y a sí mismo. Esta idea le hizo proyectar el plan de una Biblia de la Humanidad, obra colosal que más tarde se propone escribir, y que debía encerrar en sí la causa de todo lo que ha sido, la razón de todo lo que es, y la profecía de todo lo que tiene que ser. Pero para escribir una obra semejante, era preciso haber recorrido todas las bibliotecas del mundo, haber visitado las cinco partes del globo, y haber hablado como Humbolds con los creyentes de todas las religiones del universo. Además, no es a la edad de veinte años cuando se debe tener la pretensión de sintetizar la obra de inmensos siglos y de formar por ejemplo de esta síntesis, una nueva creencia religiosa capaz de regenerar la humanidad. Entonces reconoció que antes de lanzarse a ese colosal trabajo, necesitaba su espíritu de una preparación, y juzgó que la historia parcial de una de las partes de Europa, escrita bajo el punto de vista elevado en que quería colocarse, podría ser la mejor introducción para la grande obra que proyectaba, sobre todo, si esta historia, saliéndose de los límites ordinarios, ensanchaba el horizonte trazado hasta el día a esta clase de publicaciones, y se convertía en sus manos en instrumento para estudiar a vista de pájaro, digámoslo así, la marcha de la Humanidad a través de los siglos y bajo la suprema voluntad del autor aun indefinido del plan providencial.
Mas ¿de cuál país de Europa escribiría la historia? Para responderse a sí mismo necesitaba buscar un país continuamente mezclado en todos los grandes acontecimientos que han trasformado la Humanidad, desde la creación hasta nuestros días; necesitaba un país que hoy aún fuese por el porvenir que le espera uno de los más importantes del Globo: necesitaba un pueblo cuyos sacrificios por la libertad y por el progreso, por todo lo que es grande y por todo lo que es lógico, le permitiese estudiar en sus propias masas lo pasado que los historiadores por desgracia no examinan generalmente, sino en la superficie de la Sociedad, a veces la menos digna de este estudio y casi siempre la menos útil al cumplimiento de los grandes designios de Dios. En los momentos de calma, esas clases superiores disfrutan de una importancia aparente que solo han adquirido por los méritos de sus antepasados nacidos en el pueblo; pero cuando llegan las horas verdaderamente grandes, aparece su nulidad, y solo las más inferiores hacen siempre, dirigen y terminan las revoluciones más importantes. Lo superfluo lleva en sí mismo su castigo.
El autor dirigió sus miradas al Mundo, como para abrazar de un solo golpe de vista todos los estados, todas las nacionalidades en su pasado y su presente. Preparábase a clasificarlos según sus méritos, cuando la gratitud le hizo considerar más particularmente el país donde la Providencia le había enviado, y en el que había sido recibido como un hijo. Este país era justamente el que buscaba; razón había tenido en ser fatalista y en no marchar a Londres: cuando la Inglaterra permanecía aún en estado salvaje, Cataluña en relación con Fenicia, conocía ya lo que había pasado en la India, y sabía leer los misteriosos jeroglíficos de los sacerdotes egipcios. Si, el refugiado político debía escribir la historia de la antigua coronilla de Aragón, la historia de las cuatro provincias del norte de la Península Ibérica, porque ellas han figurado siempre en primer término y han influido de un modo particular en todas las determinaciones humanas.
Había ya tomado esta resolución, cuando las circunstancias le condujeron a Barcelona. En la soledad elaboró el pensamiento filosófico de la obra que meditaba; en medio del ruido de la ciudad fabril, iba a elaborar el pensamiento social. Cuando un hombre pensador ha permanecido algún tiempo en medio de una naturaleza rica, pero solitaria como la que abandonaba, y de pronto se encuentra en una ciudad poblada por todas las clases de la Sociedad, no puede menos de extrañar la diferencia del espectáculo que se ofrece a su vista. La víspera, aún en los momentos en que la tempestad oscurecía el horizonte, hacía retumbar el espantoso trueno, abría las cataratas del cielo y doraba el agua que ellas vertían con el luminoso reflejo de los rayos; todo cuanto veía demostraba armonía, libertad, bienestar o al menos predisposición a él; y cuando la tempestad había desaparecido, nadie podía negar a su alrededor que toda aquella naturaleza un instante turbada, era feliz, libre, armoniosa: ¡que la diminuta yerbecilla disfrutaba de los dones de naturaleza en la misma proporción que la encina corpulenta, el átomo imperceptible en el espacio como la soberbia montaña, el lagarto perezoso como el águila reina de las aves! En el seno de la Humanidad, por el contrario: aún en los momentos en que está tranquila, cuando ninguna tempestad brilla en su frente, cuando no aparece nube alguna en su horizonte, cuando la centella revolucionaria no la conmueve hasta sus cimientos, solo se ve desorden, esclavitud, desgracia, o al menos eterna predisposición al infortunio: y si la tempestad estalla, nadie puede negar que esa masa cuyos sufrimientos adormecía un tanto la tranquilidad, es infeliz, esclava y desordenada; que el rico tiene tan poca seguridad en su porvenir, como el pobre, el rey como el vasallo, el sacerdote poderoso como el ateo sin poder alguno.
Si el hombre pensador se pregunta la causa de esta diferencia, no tarda en darse cuenta de ella. La Naturaleza sometida más directamente al plan de la Divinidad, obedece a las leyes de desarrollo que la hacen aparecer dulce hasta en sus cambios y revoluciones. La Humanidad en relación menos directa con el plan providencial, llamada principalmente a discutirlo ejecutándolo no obstante, no ha podido reunirse aún bajo una enseña única, obedece a leyes contradictorias de desarrollo, que la condenan a sufrir hasta en los tiempos de calma y de reposo. Si el filósofo busca el remedio, no tarda en conocer que conduciendo a la Humanidad, rica de inteligencia, a la unidad libertadora, pronto se la vería dirigirse armoniosamente por la senda del progreso: se la haría ejecutar sin pena, complacer por el contrario la voluntad suprema, se la conduciría hacia el divino objeto por un camino sembrado de flores y de felicidad. Reunidla bajo una sola bandera, dadle una forma única de gobierno, inspiradla una misma fe en un solo Dios, concededla la libertad templada por la solidaridad, y las tempestades no volverán a agitarla, y la veréis crecer en la alegría, morir en la paz, resucitar en la gloria y estar con Dios en relación directa.
Si el filósofo es historiador, reconocerá al momento que esta ley de unidad ha sido el deseo constante de la Humanidad colectiva, y que todos los grandes genios no han aspirado más que a su realización. Para conseguirlo Brahma organizó la India; los creyentes egipcios construyeron sus pirámides, hicieron sus obeliscos; los druidas edificaron sus dolmens, amontonaron sus cromlechs; Pitágoras enseñó su doctrina; Moisés dio su ley a los hebreos; Alejandro atravesó como un relámpago siempre victorioso, todos cuantos países se conocían en el Mundo; Cesar pasó el Rubicón; Jesús y Mahoma evangelizaron, el uno con una cruz como enseña de redención, y el otro con una cimitarra, como enseña de persuasión; Carlo-Magno reconstituyó un imperio; Napoleón llegó hasta Rusia; y Robespierre murió en el cadalso tratando de formular su pensamiento religioso con aquellos labios que acababa de mutilar un infame. Una fuerza de resistencia, que los que no creen en la existencia de un genio del mal solo pueden atribuir a la necesidad en que se hallan todas las cosas de no existir sino sobre una base de dificultades vencidas, ha detenido constantemente a estos héroes en su marcha; pero una fuerza de atracción hacia lo mejor, que los que no creen en la existencia de una fatalidad cualquiera tienen que atribuir no obstante a la superioridad del progreso sobre el Pasado, ha impedido que los esfuerzos de aquellos hombres fuesen inútiles y ha hecho de sus obras otros tantos trabajos avanzados donde la Humanidad ha venido a agruparse más o menos rápidamente. La Historia pues, demuestra que en la Humanidad existe la unidad en estado de aspiración. Quizá ha sucedido lo mismo a la Naturaleza toda, antes que el Globo atravesase las revoluciones primitivas que algunas veces han variado su superficie; y acaso de la misma manera que al terminarse la juventud del Globo, la armonía ha presidido a su existencia como preside a la del Universo entero, que también en su origen nació sin duda de un desorden primitivo; la Humanidad que ya cuenta algunos años, verá reinar sobre ella la armonía cuando llegue a su pubertad.
Marchamos pues a la unidad, a la armonía. La suprema voluntad, el plan providencial es ese, y todos los intentos malos reunidos solo conseguirán personificar esta fuerza de resistencia, necesaria, para moderar los ímpetus de las masas: a pesar suyo, el mal es casi siempre esclavo del bien, su instrumento en algunas ocasiones y moralmente inferior a él en todas. ¿Quién personificará la fuerza de atracción hacia lo mejor? En los primitivos siglos fue la fuerza material; en los que les siguieron la creencia ciega y fanática; en los siglos modernos que las revoluciones han atravesado, será la fe instruida, la fe apoyada en la Historia: la salvación de la Sociedad actual se cifra en la instrucción de las masas.
El autor de estas líneas, convencido de esta verdad comprendió cuán precioso era el pensamiento que se le había ocurrido de sintetizar los conocimientos en provecho de las masas. En medio del caos en que una incredulidad continua ha sumido a todos los miembros del cuerpo social, los conocimientos humanos privados de un punto de partida, están esparcidos a disposición del mal, y solo cuando alcancen ese punto de partida estarán a disposición del bien. No anatematizaremos en verdad las épocas de crítica que han llevado a la Humanidad por el camino de la duda hacia la necesidad de una creencia superior a aquella que ya le era insuficiente; pero fuerza es reconocer que cuanto menos duración tienen esas épocas, más pronto se realiza el progreso; el análisis necesario para la creación del nuevo evangelio, se ha prolongado bastante desde Lutero hasta nuestros días y me felicito por esta razón de haber sido de los primeros que han pensado en la síntesis, hoy que el péndulo providencial ha señalado por fin la hora en que debe empezar la época de organización.
Siempre que ha aparecido en el Mundo una doctrina nueva, su primer cuidado ha sido ocuparse de la instrucción de las masas; y siendo cada nueva doctrina un grado más avanzado que la anterior a que sucedía, la instrucción ha sido cada vez más extensa, la iniciación cada vez más completa, el catecismo cada vez más claro, la ciencia cada día más al alcance de todos. Así como a cada paso de un niño en sus primeros años se ve a su madre cariñosa prepararle los alimentos que puede digerir y acostumbrarle рoco a poco a poder comer de todo cuando se haya desarrollado, del mismo modo a cada paso de la Humanidad, la Providencia ha ido preparando a esta hija idolatrada los alimentos morales que podía soportar, a fin de acostumbrarla al completo alimento espiritual que la espera cuando llegue a su pubertad. Las primeras doctrinas han tenido por punto de partida la revelación: sus apóstoles fueron llamados una noche por voces misteriosas, se les dijo que la Humanidad debía marchar hacia adelante, y fieles a su vocación repitieron a las masas lo que habían oído: Dios era el que se manifestaba entonces y llamaba hacia sí a los hombres. Después, cuando esta doctrina se hubo repetido bastante tiempo, la Humanidad buscó naturalmente a ese Dios que la llamaba, y la doctrina no fue ya solo una revelación, fue una investigación: la creencia vino a ayudar a la fe. Hoy que la Humanidad conoce a Dios por la revelación y por la investigación, tan solo espera conocerle por la armonía, y esa armonía la obtendrá cuando el conocimiento perfecto del pasado haya hecho ver a las masas la sabiduría del plan providencial, y les haya indicado los medios de secundarlo, ejecutándolo con placer en vez de entorpecerlo por medio del desorden o de separarse de él por egoísmo. He aquí por qué la instrucción, revelación en un principio, ciencia después, debe ser hoy filosofía. La Humanidad ha llegado a un período semejante a aquel en que el padre de familia llama a su hijo mayor a una habitación solitaria, para recordarle su vida pasada, a fin de que abrazándola en todos sus detalles, reconozca las faltas que ha cometido y el bien que haya podido hacer, y se trace para el Porvenir una línea de conducta basada sobre la observación.
El autor de estas líneas, al escribir la historia de la coronilla de Aragón iba a la vez a probar su reconocimiento a su patria adoptiva, a trabajar en esta síntesis que debe poner fin a la duda y por consiguiente al malestar de que son presa todas las clases de la Sociedad y a facilitar a las masas esa instrucción histórica por cuyo medio llegarán a la altura de la doctrina del Porvenir. Prometiose pues recurrir a toda clase de medios para realizar este proyecto que satisfacía los más dulces instintos de su corazón, las más nobles aspiraciones de su religiosidad y los más vehementes deseos de su espíritu. Dios sabe cuán difícil es a un proscrito errante en un país cuya lengua ignora, publicar una obra como la que ya he emprendido, sobre todo con las condiciones de lujo que deben adornarla para ocupar la atención y sostenerse a la altura del objeto que la motiva. Sin libros, sin medios de existencia, sin techo para abrigarse cuando la tempestad rugía en el cielo, tuvo que crearlo todo a su alrededor desmintiendo aquel dicho triste pero verdadero de un gran filósofo muerto hace poco tiempo. «¡El proscripto está solo por doquier!» Si el autor de estas líneas ha desmentido esas palabras, se ha creado los medios de que carecía, y su obra va al fin a ver la luz pública.
Preciso es convenir, señores, en que este triunfo lo debe tanto a vuestra generosidad como a su perseverancia, y que sin vuestro apoyo le hubiera sido imposible conseguir su objeto. Pero existe un país de Europa, donde la hospitalidad ha tenido fe en la proscripción, donde el desterrado no se ha encontrado solo, donde trescientas personas de todos los partidos han respondido a su llamamiento, y sin pensar acaso lo que podía ser su obra, le han proporcionado los medios de emprender su publicación. Sin duda os habéis decidido considerando tan solo, que un libro más, si no proporciona ningún bien a la Humanidad, no puede tampoco ocasionarla mal alguno y que una buena acción pesa siempre en el platillo del bien, en la balanza de los destinos. Yo haré cuanto pueda para que mi obra tenga un mérito igual a la generosidad de vuestros corazones y para que se distinga del mejor modo posible en los anales de vuestra patria.
En el fondo quizá, adelantando el precio de esta historia habéis obedecido a ese sentimiento interior que existe en todos los hombres de contribuir de una manera positiva al desarrollo del progreso. Debemos convenir en esto, y he aquí una prueba más de la excelencia colectiva de las disposiciones que la Humanidad abriga cuando dominamos nuestras pasiones, los hombres todos, de cualquier color político que sean, quieren marchar hacia adelante; el retroceso no existe en la imaginación de nadie; cuando nos acusamos mutuamente de reaccionarios, no usamos de la verdadera expresión en la acepción moral de esta palabra, y únicamente los intereses egoístas conservan estacionadas a individualidades cuyo espíritu se dirige hacia el Porvenir tanto y algunas veces más que los que combaten esas individualidades por instinto de conservación consuetudinario. El autor de esta historia lo reconoce así: con motivo de su publicación se ha encontrado más de una vez con personas de opiniones enteramente opuestas a las suyas, y sin embargo al cabo de media hora de conversación se ha convencido de que abrigaban en el fondo deseos iguales a los suyos, de distinta manera formulados, agrupados de un modo diferente pero dirigidos a obtener resultados idénticos. Esos deseos que en todos los hombres existen solo necesitan ser puestos en comunicación, ser agrupados por un mismo orden, para que lo que nosotros llamamos opiniones diversas, llegue a ser una aspiración única de la Humanidad hacia el infinito. La Providencia por otra parte reduciendo los siglos al valor microscópico que verdaderamente tienen considerados con respecto a la inmensidad de la duración, permite al filósofo reírse de esos odios eternos de individuo a individuo, de partido a partido, y confundir todas las individualidades en un mismo amor: algunas de ellas obran en un sentido, otras en otro distinto, pero siempre para la realización del fin providencial, sin que ninguna haga el mal por el mal confesándoselo a sí misma. El día en que la unidad establezca la armonía, nos sonreiremos al recordar nuestras divisiones y confundiremos en un mismo sentimiento de compasión a los que han sido y son aun sus instrumentos y sus víctimas.
Entretanto, recibid, señores, la expresión sincera de mi gratitud. Gracias a vosotros, gracias a vuestro generoso concurso, voy en fin a llenar el deber que me imponía el reconocimiento, a trabajar en esa síntesis que la Humanidad espera, y sobre todo, a enseñar a las masas, en lo que mis limitadas facultades me permitan, la filosofía de la historia que debe iniciarlas en el conocimiento del plan providencial. Yo os doy las gracias sobre todo en nombre de la necesidad que tienen esas mismas masas de saber para ser dichosas, de aprender para llegar a su felicidad. Veo delante de ellas el templo magnífico donde el Porvenir las espera: la ciencia les abrirá sus puertas. Dichoso el escritor que las conduzca hasta su pórtico, dichosos los hombres que le hayan proporcionado el medio de hacerlo, librándole de las pesadas cadenas de la necesidad impotente y celosa.
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De la misión actual del historiador
Cuanto más se acerca la Humanidad a la época de armonía que le está profetizada desde hace tantos siglos, tanto más debe acercarse al objeto mismo que ella se propone todo lo que pertenece a la instrucción de las masas, tomando por punto de partida la nueva idea sintética que gira a su alrededor. La historia es la forma moderna que con más preferencia debe adoptar la instrucción para ofrecerse a las masas: su misión no se limita a narrar los hechos; hoy debe clasificarlos, compararlos, recorrer las relaciones que han existido entre ellos y buscar la mano de la Providencia en cualquier parte donde se han cumplido. El historiador debe ser un apóstol: empuñando la antorcha de la fe que va de nuevo a iluminar al Mundo, debe recorrer las ruinas del pasado para encontrar y señalar la voluntad continua de Dios presidiendo a todas las cosas de la Tierra; y hoy que las masas tienen edad bastante para apreciar lo que se les invita a creer, debe por medio de la exposición verdadera de lo que fue, probarles que la idea del progreso que va a gobernar al Universo es hija, es heredera, es consecuencia lógica de los siglos que atravesaron nuestros antepasados; debe establecer con claridad que todo lo que ha sido, ha tenido por objeto todo lo que debe ser, y por consiguiente, debe explayar señalando sus pormenores el plan providencial cuyo desarrollo le ha sido al fin permitido estudiar. Desde el principio de la Sociedad, desde que la Humanidad comprendió y percibió, han marchado sus conocimientos por vías separadas para mayor claridad; en ciertas épocas se han sintetizado bajo la mano de un hombre inspirado, para formar un Evangelio, pero bien pronto se han vuelto a separar para seguir su marcha aislada y analítica. Hoy que ha llegado la hora de la gran síntesis, van a reunirse en una sola vía y no podrán caminar más que unidos, porque, lo demostraré con toda claridad, tienen entre sí relaciones tales, que su separación no puede existir sin prolongar los tiempos del error. El historiador debe ser un apóstol, he dicho; debo añadir que el apóstol moderno tiene que ser sabio, artista y poeta a la vez, porque está reconocido que Dios no se manifestará ya a los hombres, sino bajo la forma triple de de la ciencia, de las artes y de la poesía, que deben constituir la creencia del porvenir.
Cuando la Humanidad era incapaz por sí sola de comprender su misión sobre la Tierra, era preciso para que trabajase en la misión que le estaba conferida, que una manifestación superior se la indicase. Esta fue la época de la revelación; el Evangelio fue una obra de imaginación, no temo el decirlo, inspirada por el mismo Dios a hombres superiores que no mentían al llamarse sus hijos queridos.
Cuando la Humanidad hubo comprendido lo que estaba llamada a hacer, cuando hubo conocido la inmensidad de Dios, se confesó a sí misma que la revelación había sido un alimento espiritual propio de su niñez y que necesitaba descubrir leyes propias para su juventud. Entonces se manifestó en ella una gran necesidad de saber. Aquella fue la época de la investigación científica. El evangelio de entonces fueron los descubrimientos de Galileo, de Gutemberg y de Cristóbal Colón: se descubrió la verdad material, pero aislada. Y como esta vez los hombres que formulaban el código nuevo no venían del Cielo a la Tierra sino que iban de la Tierra al Cielo, se llamaron hijos queridos de la Humanidad, y esta los juzgó los primeros en la ciencia de Dios.
Hoy que la Humanidad no solamente comprende lo que está llamada a hacer sino que empieza a sentirse capaz de cumplir por sí misma su misión, de dirigir todas sus fuerzas hacia la realización de la armonía prometida a su edad madura, es preciso que conozca no solo la verdad aislada sino la verdad tan absoluta como posible sea; que ponga de acuerdo la revelación con la ciencia, llamando a la Historia para que demuestre que ambas han contribuido igualmente a acercarla a Dios y hacerla digna de creerse en su edad madura. El Evangelio moderno, pues, debe estar basado sobre la filosofía de la Historia, puesta al alcance de las masas. El apóstol sólidamente apoyado en las verdades escritas sobre la superficie misma del Globo por la mano robusta de los siglos, debe decir a la Humanidad:
«Tú has nacido en tales circunstancias, después de tales revoluciones; así lo prueban las investigaciones sintéticas de la ciencia. Has nacido con tal misión espiritual, con tal deseo de alcanzar el infinito de donde tu alma ha descendido a tu cuerpo con el alma colectiva de la Tierra; así lo prueban las afirmaciones continuas de la revelación que en nada se opone a la ciencia mientras no se cometa el error de materializarla. Has crecido siguiendo tal camino, o tales acontecimientos son el resultado del choque de tus hijos. Como ignorabas en resumen lo que hacías en detalle, sufrías, luchabas, te destrozabas a tí misma; pero mira con qué precisión dirigía la Providencia cada uno de tus sufrimientos, cada una de tus luchas, cada una de tus amarguras hacia el objeto que la revelación indicaba a tu espíritu y la ciencia a tu cuerpo. Ahora se trata de conocer a fondo el libro que te ofrezco; es la historia sintética de tu pasado; cuando lo sepas de memoria te costará muy poco obtener la armonía, porque serás digna de ella.»
Cuando el sabio penetrado de su misión comenzó sus investigaciones en medio de la oscuridad moral que le rodeaba, debió dudar del apoyo de la Divinidad; pero cuando estas investigaciones llegaron a dar resultados; cuando reconoció que la mano del Criador había dejado por doquier las huellas de las edades sucesivas del Universo y las pruebas de las transformaciones que ha experimentado; cuando distinguió en el más insignificante de los seres la descripción de su origen escrita en las partes más diminutas de su cuerpo: cuando en fin se convenció de que cada siglo estaba encargado de dejar testigos verdaderos de lo que había sido: el sabio, el hombre pensador, no pudo menos de reconocer y admirar a la Providencia. Por eso Leibniz, Newton, Pascal, han unido su voz a la de los creyentes para confesar y proclamar la Divinidad. Lo han hecho dando a su acento una forma débil acaso; pero esos grandes legisladores del Universo material no habían recibido la misión de crear una religión nueva: cada cual tiene su misión en este Mundo; aquellos hombres sabían que en ciertas épocas nada hay más perjudicial que una creencia religiosa separada del voto de la mayoría de las masas.
El historiador apóstol debe también en un principio dudar del apoyo divino; debe empezar sus investigaciones con el temor de no encontrar todas las pruebas necesarias a su objeto; debe temer, a pesar de su profunda fe, no porque no esté persuadido de la exactitud de sus pensamientos, sino porque se considere indigno de ser el noble instrumento llamado a traducir aquella gran verdad. Pero cuando penetra en el templo de lo pasado, cuando conoce a su vez que la mano del Criador ha dejado por doquier huellas de las edades sucesivas de la Humanidad y pruebas de las transformaciones que el Universo ha experimentado antes que ella, al mismo tiempo que ella, por ella y para ella; cuando considera en cualquier época a un historiador, a un filósofo, a un artista, a un poeta, cuya memoria y cuyas obras solo un milagro ha podido conservar al través de infinitos siglos de barbarie para que aquella época fuese conocida; cuando se convence de que todo hecho importante ha dejado tras sí la prueba de su existencia y la explicación del intento que ocultaba; el historiador no puede menos de conocer que sus pensamientos están en la realidad y que es digno de servir a la gran idea de que se ha hecho apóstol y confesor. Tiene ante sí el plan providencial; sabe la razón de todo lo que ha existido: es el sacerdote del Progreso.
Curioso es estudiar en el curso de los siglos la prodigiosa manera con que la filosofía, la poesía, el arte y la historia se han hermanado para conservar el conocimiento de los hechos y de las intenciones de cada época. Bastaría consagrarse a este estudio y reconocer esta unión admirable aunque involuntaria, para persuadirse de la existencia de un plan providencial, y por consiguiente de la existencia de Dios. Indudablemente, cuando por ejemplo se tiene la certeza moral de que por un punto cualquiera del Globo han pasado millares de hombres ciegos de cólera y cubiertos de sangre, declarando una y mil veces que la yerba no volvería a crecer en aquel sitio; cuando se sabe que ese mismo punto ha sido visitado por el incendio que solo deja cenizas en pos de sí, por la peste que destruye los pueblos, por erupciones volcánicas que conmueven el suelo y hacen subir a la superficie las entrañas mismas de la tierra, por los huracanes que arrastran todo cuanto la civilización ha edificado; indudablemente, repito, debe causar admiración el saber que en ese mismo punto del Globo, un labrador pacífico ha descubierto con el hierro de su arado un objeto insignificante, una moneda, una arma, y que un hombre instruido ha estado allí por acaso y ha deducido de ese objeto insignificante, de esa moneda, de esa arma, uno de los más íntimos secretos de la antigüedad. ¡No, no es la casualidad la que permite esas cosas, es la Providencia!
El historiador apóstol encuentra el verdadero Génesis escrito por la creación misma en todos los sitios en donde la ciencia se ha detenido antes que él; puede seguir paso a paso a la naturaleza en las transformaciones sucesivas que la han conducido a reasumir en el hombre todas sus perfecciones, y puede estudiar a la Humanidad desde que como reina y señora tomó posesión del Globo hasta nuestros días, sin perder un solo instante de su existencia. Y donde la revelación no permitía a la Historia nacer bajo la forma escrita, encuentra monumentos que se la enseñan, esculturas informes que le revelan formas particulares, montones de piedras de bizarra estructura donde reconoce los primeros alfabetos del entendimiento humano.
Mas cuando se aplica la fórmula escrita a otro objeto que a la revelación, cuando se manifiesta la filosofía, cuando la poesía embellece los recuerdos tanto como las aspiraciones, cuando la Historia demuestra como el arte su fin conservador, nada de cuanto se hace pasa desapercibido, y empieza esa gran investigación de los hechos, de los pasos de la Humanidad, cuyo objeto es que la síntesis definitiva que va a colocar en nuestra época la edad madura de la sociedad, tenga donde apoyar esta verdad. La clasificación no se ha verificado a la par que la investigación; no se ha comparado; no han podido establecerse las relaciones respectivas; y en esto se reconoce el poder admirable del plan providencial que en defecto de una síntesis que no debía existir hasta más tarde, ha permitido un análisis siempre dirigido hacia el mismo objeto, si bien hecho por caminos relativamente distintos. Que aparezca el gran organizador del porvenir, que trabaje a su logro con voluntad firme, y encontrará en las obras de las generaciones pasadas, de las cuales acaso ninguna trató de ser útil a las otras, todos los elementos de esa armonía universal que está llamado a preparar.
El autor de esta Historia ha admirado varias veces ese conjunto de esfuerzos intentados por los siglos para trasmitir el recuerdo de lo que fueron a los siglos que les han sucedido. Conoce que debía existir en el seno de la Humanidad un sentimiento profundo que la impulsaba a preparar así los elementos de su educación; y si no, ¿hubiesen consagrado los celtas su tiempo a edificar esos monumentos extraños, primera lengua, primera manifestación del arte, dedicados a traducir una poesía salvaje y una filosofía bárbara, en cuyo fondo sin embargo existían en estado de embrión la poesía de Shakespeare y la filosofía progresiva? Y si no, ¿hubieran empleado el idioma sagrado de los Bracmas, el religioso Sanscrito, para levantar esos monumentos de literatura primitiva que se llaman los Vedas, las leyes de Manou, los poemas de Bamayan y del Mahabharat, y que no son otra cosa que un conjunto de ricos documentos de donde el historiador apóstol puede sacar datos preciosos sobre los primeros pasos de la Humanidad?... Y si no, ¿se hubieran dedicado los chinos combinando los innumerables términos de su Kou-wen a conservar precisamente los descubrimientos morales de Confucio, mientras que los egipcios, esos sabios desnudos y de color cobrizo, cubrían sus obeliscos y sus pirámides de tantos jeroglíficos como hechos importantes veían realizar por sus héroes, instintivamente convencidos de que había de llegar un día en que la Providencia impulsase a Champollion Figeac a explicar su lengua escrita al genio de la civilización definitiva? No, no; la Humanidad no hubiera obrado así, si un sentimiento instintivo no la hubiese obligado a ello; pero así como la Providencia ha permitido que el acto de la generación fuese acompañado de goces inmensos para el amor, también la Providencia, previsora siempre, ha dispuesto que el acto de la conservación de los conocimientos adquiridos, proporcionase inmensos placeres a los que lo cumplían.
Todos los idiomas son diferentes: Babel existe. No como un castigo del cielo; el cielo no castiga sino a los culpables; sino como una consecuencia de la completa ignorancia en que se encontraba la Humanidad en su niñez; y sin embargo, todos esos idiomas sirven para el mismo objeto; producen el mismo resultado; se precipitan todos hacia su origen primitivo por los grandes caminos de la filosofía, del arte, de la poesía y de la Historia, como los primeros pasos de un niño, sea cual fuere la nación a que pertenezca, le dirigen al objeto que anticipadamente ha señalado la Naturaleza. De otro modo, si la Humanidad tuviese libertad completa, ¿por qué no crear otros caminos para dirigir su espíritu y sus obras? No, no le es posible hacerlo, como no le es posible al niño recién nacido prescindir del pecho de una nodriza. Era necesario que aprendiese a ser sabia, a ser poeta, a ser artista, a conocerse a sí misma antes de llegar a su edad madura, como el niño necesita arrastrarse primero, andar con inseguridad después, y desarrollarse lentamente con el ejercicio, antes de llegar a ser fuerte por medio del trabajo: entonces es hombre. Dos mil idiomas y cinco mil dialectos dividen momentáneamente la expresión vocal de las naciones; pero esos dos mil idiomas y cinco mil dialectos, preparan y predican todos la unidad que es su objeto providencial. Es un error sostener que saliendo todos de un mismo origen, se separan de él por la voluntad del Todopoderoso, deseoso de castigar el orgullo humano: al contrario, partiendo de países completamente opuestos, hijos de los esfuerzos del paladar y de la garganta de hombres pertenecientes a mil razas distintas, ¡se dirigen todas hacia un punto común por la voluntad del Todopoderoso, que quiere que el hombre se eleve hasta su divinidad!
Observemos la antigua familia asiática con sus viejos idiomas, tan antiguos como sus templos subterráneos. ¿Cuál de ellos no ha contribuido a preparar la armonía? ¿Hay entre ellos alguno que no haya confesado a Dios como punto de partida y como objeto, o que se haya negado a la investigación del progreso, cuyo instrumento eran los mismos que lo hablaban? En vano sería pretenderlo. El Sanscrito formula los Vedas, cuya esencia propaga el Pracrit, y que el Pali ya a explicar a las regiones trasgangéticas para que su memoria se extienda más aún: luego conforme se van haciendo las conquistas físicas y morales, unas por medio de otras, van apareciendo nuevos idiomas; el Indostánico mezcla al pensamiento de los Vedas la idea musulmana; el Bengalo conserva pura la esencia moral de los Bracmas; el Cachimiro, el Seilkh, el Mahrate, el Zuigano, propagan la idea europea; el Malabar, el Tomoul, el Telinga, civilizan el Sud del Asia; el Cingalés y el Maldiviense, van a llevar a las islas los gérmenes de la civilización. El Kou-wen chino, traduce las ideas religiosas de esas razas perdidas en la noche de los tiempos, de que nos burlamos sin razón; el Kouan-Roa las conserva en su orgullo de lengua mandarina; y alrededor de ese vasto imperio más predispuesto quizás de lo que nosotros creemos a la armonía, el Thibelan las enseña a los Bodgi; el Aracan birman, el Peguan, el Laos y el Anamita, las inculcan a infinidad de criaturas; el Coreen las aumenta; el Japonés y el Lieou-Kieou, las prestan la sonoridad de su expresión polisílaba. El Kalmouk rudo y áspero, conserva poemas de veinte cantos, que la tradición trasmite de padres a hijos; y el Mogoles dotado de su literatura, sirve de transición a las creencias entre el Oriente y el Occidente; entre el Oriente, que el Mandehon traduce, y el Occidente, con el que se comunica por medio del Turco del Ouigour y del Osmanli, que se divide en razón de su extensión y para el conocimiento de mayor número de hechos, en Tchakateen, Turkoman y Khirgis. En el Norte, buscad el Samoyede, el Jenissei, el Koryeke, el Kamstchadale, el Kountieu, que han enumerado los pensamientos de esas criaturas próximas al polo Norte, donde según nosotros, la desolación debe haber traído la desesperación. No encontrareis una lengua que no traduzca las mismas aspiraciones que las otras han traducido; siempre es Dios la palabra más importante de ellas, siempre es su objeto la prueba permanente de los progresos que han obtenido. El historiador que profundiza en su estudio y encuentra señales que indican un camino trazado a propósito, experimenta una sorpresa parecida a la del hombre que embarcándose por primera vez, observa esos indicios flotantes que marcan también un camino a través de la inmensidad del Océano. El Zenda interpreta las palabras de Zoroastro; en esta lengua está escrito el Zend-Avesta, y las cuarenta y dos letras de su alfabeto, se combinan para formular la Liturgia de los Guebras. El Parsi admite la idea de la India Occidental y de la Isla de Mozambique: después, cuando nuevas necesidades exigen nuevas expresiones, aparece el Persa moderno en su aristocrático Devi y Valaat democrático; fúndase en el Kurda el Ossete, el Afgan y el Belloutche, y enriquece la gran cronología humana con todos los hechos que estos idiomas le trasmiten. Pero ¿a qué es seguir esta enumeración? En vano sería buscar una lengua inventada para la negación: si algún pueblo se hubiera propuesto negar el porvenir, solo el mutismo podría ser el resultado de su empeño, y ese mismo pueblo rompería el silencio para confesar el progreso a la vista de una acción grande. Examinad la antigua Georgia llena de himnos en loor de las más altas montañas; el Suaneti y el Lasi que celebran la divinidad del mar Negro en Trebisonda; el Armenio religioso por excelencia; los idiomas Avvaros en sus oraciones nocturnas a los ecos del mar Caspio; el Mizdjeghi con los cantos queridos de las hermosas circasianas; y encontrareis en ellos una tendencia a buscar los medios de confundirse entre sí para lanzarse juntos en el camino único del saber, el arte, la poesía y la narración verdadera. Ninguna de esas lenguas es hija de la cólera divina, porque todas aspiran a la paz en Dios. Por último, entre ellas se presenta ese grupo semítico que nadie podrá decir no contribuye a la realización del plan providencial: el Hebreo, lengua de Moisés; el Caldeo que habló Tobías; el Samaritano, que Jesucristo murmuró en la cruz; el Fenicio, padre de esa lengua púnica querida de Aníbal y que nos ha conservado la historia de Tiro; el Sirio cuyos tres alfabetos se combinan para decirnos como creció Nabucodonosor y murió Sardanápalo; el Meda que cantó Darío y saludó en Alejandro la imagen de la unidad universal, pesando como una profecía sobre la antigüedad creyente; y en fin, el Árabe que ha producido el Corán.
Observemos el África y hallaremos igual diversidad de idiomas y semejante unidad de deseos: en ella se manifiesta el poder del plan providencial con más claridad acaso que en Asia: porque las potencias asiáticas tienen todas una mediana civilización, y pudiera sospecharse por inverosímil que esto parezca, que se habían puesto de acuerdo entre sí para combinar una marcha común y una aspiración semejante. Pero el África desmintiendo esta suposición, conserva aún en estado salvaje la mayor parte de su suelo. Dirigíos a sus vastas comarcas del centro; preguntad a la lengua de Tombuctú sus tendencias, y os responderá lo que ha respondido el Hebreo traduciendo a Moisés, el Zeda interpretando a Zoroastro, el Ku-vven explicando a Confucio; os dirá que busca la sabiduría, que canta lo bello, que inspira el deseo de imitarlo con las manos, instrumentos del espíritu, y sobre todo que inscribe las acciones de los que la hablan en el gran libro de la memoria humana para obedecer no sabe a qué sentimiento interior que la impulsa a obrar de este modo. ¡Oh! ¡Egipcio monosílabo! idioma de los constructores de Palmira, tú casi adivinaste la gran síntesis que bien pronto llevará al mundo a la unidad; con qué esmero tus sacerdotes y tus autores te hicieron servir para el cumplimiento de tu misión, escribiéndote a la vez bajo las tres formas: ¡jeroglífica, hierática y demótica! ¿Podías temer al tiempo? no, porque creía, y el tiempo no asusta a la fe. El granito ha conservado tus jeroglíficos, la piedra de Roseta ha iluminado a Champollion que ha leído en la inteligencia de Meris como si hubiera sido su ministro. ¡Cuántos secretos importantes no revelará el Troglodita, cuando la antorcha civilizadora llame al concurso de sus luces a los Ricarios, los Amaros y los Adarel! Esos seres en apariencia abandonados por la Divinidad y que acaso saben lo que verdaderamente fue el soberano de Saba y por qué régimen atravesaron sus antepasados para dirigirse desde los polos al ecuador. El Foula, el Mandingo, el Souson, el Wolof, reciben los preciosos secretos de la civilización y le dan en cambio el conocimiento de las aspiraciones senegámbricas hermanas de las nuestras y como ellas dirigidas a la armonía. En fin, el Berberisco que hablaban todas las tribus Kabilas, trasmite en este momento a la Francia conquistadora, revelaciones que encierran el pensamiento común de los reinos de Bornu, Tombuctú y Hansa. Ha llegado la época para el historiador, hoy apóstol, de ocuparse seriamente de los documentos reunidos por todos esos idiomas, de los hechos que nos revelan, y de examinar si todos ellos son verdaderamente la causa o la consecuencia de lo que se ha verificado en todos los teatros que se han ofrecido a la Humanidad para que representase en ellos el importante drama de su existencia: y yo creo que todo lo que en lo sucesivo revelen esas lenguas hoy aún poco conocidas, será una corroboración de mi modo de pensar y una prueba más contra los que niegan la intención superior de la Providencia.
Llega su turno a la Europa: bajo el punto de vista filosófico puede decirse que reasume todo cuanto han deseado el África y el Asia; sus idiomas tienen una tendencia más claramente marcada, pero no menos religiosa y algunos de ellos empiezan a hablar de las revelaciones al mismo tiempo que el Zenda y el antiguo Egipcio. Los Iberos, de que se hablará en esta historia, tenían un idioma peculiar que se ha perdido, pero que hermano del Celta y del Teutónico debía elevar a los cielos los deseos incompletos de nuestros padres. Severos montones de piedra que traducen estos idiomas, subsisten todavía en muchas de nuestras llanuras; yo por mi parte he visto en la Bretaña algunos de esos informes recuerdos, cuya disposición frívola para muchos, me ha conducido a graves reflexiones y ha excitado en extremo mi religiosa atención. Los hombres que movieron esas masas informes y las colocaron unas sobre otras, no lo hicieron sin objeto, y los que las han respetado hasta nuestros días debieron también obedecer a una ley desconocida que es más digno admitir que negar. El Basco es un eco del Íbero y del Celta que se ha prestado mejor que ningún otro a la enumeración de los hechos consumados. Recientemente el sabio Humboldt publicó la famosa canción refiriendo la guerra que los Cántabros sostuvieron contra Augusto: el Basco ha empleado su millar de sílabas al mismo objeto que los otros idiomas han consagrado las suyas. El Bretón ha conservado las formas de los Celtas y del Ibero; gracias a él, podemos hoy traducir una infinidad de cantos y poemas que encierran curiosos pormenores, sobre hechos de la mayor importancia. Para buscar mejor el pensamiento o el acto que debe recoger, penetra en toda la Bretaña bajo su cuádruple aspecto de Trecoriano, Leonardo, Cornellés y Vanno. Aparecen después el Frigio y el antiguo Griego reasumiendo el Oriente y el Occidente, filológicos desde la antigüedad. ¿Existe algún idioma más a propósito que el Griego para probar la predestinación de la expresión humana? Y cuando llegó a ser rey de los demás idiomas ¿no comprendió que esta supremacía le era concedida, tan solo con el objeto de que recogiese en sí cuanto había producido el pasado, o por lo menos para que fuese su catálogo a fin de que más tarde los enviados de la Providencia y los hombres elegidos de la Humanidad pudiesen penetrar en las tinieblas profundas de la antigüedad? –¡Homero, Herodoto, Plutarco! esos tres inmensos guías que la Grecia produjo se elevan sobre las tinieblas del pasado como tres luminosos faros sobre un profundo abismo. Todos ellos reparten sus luces con igual objeto que Confucio, Zoroastro, Moisés y Brahma: su idioma se dirige hacia el progreso; lejos de separarse de la unidad tiende a obtenerla. El Etrusco prepara a la Italia para el papel que está llamada a desempeñar, y cuando la civilización, vanguardia de la unidad, después de haber recorrido la India, el Egipto y la Grecia, viene a posarse sobre las siete colinas de la ciudad de los Rómulos, nace la lengua Latina; y comprendiendo la importancia de la misión que está llamada a desempeñar, reconociendo la necesidad de la mutua comprensión entre todas las naciones, une por intuición y por absorción las lenguas Indo-Europeas que existían y debían existir, retrasando su realización hasta el momento en que Roma es la reina del Mundo.– Latín, idioma de Augusto que Carlomagno empleó para recrearse en la imagen de la armonía constantemente esperada, tú nos has dado a Tito-Livio, a Tácito, a Cicerón y más tarde a Agustín y Gregorio de Tours; tú nos has trasmitido las capitulares, y copiando sin cesar tus concisas palabras, esos monjes laboriosos que pasaban su vida escribiendo, han preparado esas inmensas colecciones de hechos, en las que hoy el historiador apóstol, puede admirar una por una todas las líneas del plan providencial. Pero son necesarias nuevas épocas de análisis o de crítica: el gran edificio imperial ya una vez destruido por los bárbaros, lo es de nuevo por los Normandos y por el Feudalismo que es obra suya. Divídese el idioma latino para penetrar mejor en cada una de las partes de Europa que van a emprender el trabajo analítico de una civilización más adelantada que la del imperio: nacen los idiomas Romanos que son el grito salvaje de los bárbaros, dulcificado sin embargo y tratando de apropiarse las formas puras de la latinidad; ese grito es también el reconocimiento de Dios, el camino de la sabiduría, de la invocación, de la poesía; el deseo de crear el arte y la voluntad de enumerar los hechos realizados.
El Italiano con el que Dante visitara el Cielo y que Cantú hiciera servir para la más ingeniosa compilación histórica que pueda existir, exceptuando la nueva verdad; el Castellano, que Cervantes hablaba, que Mariana ha encadenado a todas las narraciones y que la Andalucía modifica con la absorción de las raíces árabes; el Portugués, lengua de Camoens, de Vasco de Gama y del historiador Brito, uno de los primeros investigadores acerca del diluvio. El Valaco creado para recoger cuanto el Latín, el Griego, el Godo y el Slavo dejaron de aprender de los salvajes oriundos del Danubio: el Francés en fin, encargado de la gran investigación, de la gran crítica, de la gran recolección de aspiraciones necesarias para edificar una civilización llamada a ser según yo creo, la civilización definitiva, o para calificarla mejor, la civilización progresiva. Los trabajos dirigidos a la unidad que estos idiomas han realizado son inmensos. El francés por sí solo, ha hecho más en un siglo de dominio, que el latín y el griego unidos durante toda su existencia. En otra obra, de la cual esta puede decirse que no es más que el prólogo, me reservo hacer una comparación filológica acerca de los intentos providenciales; por cuyo medio demostraré con qué tacto el poder supremo de la Divinidad ha dirigido el desarrollo de cada idioma según la misión que había de llenar y ha fijado de antemano la época de su absorción o su refundición en otro. Entonces enumeraré los trabajos de cada idioma y probaré por la magnificencia del papel reservado al francés, la influencia que debe ejercer mi patria en la marcha de la Humanidad.
El Norte necesita enviar hacia la civilización sus aspiraciones permanentes y recibe de ella por medio de la ramificación de los idiomas, la luz de la verdad y del progreso.
El Escandinavo lanza por cinco lados diferentes y según las épocas respectivas sus ramificaciones denominadas, el Mesogótico, el Normando, el Noruego, el Sueco y el Danés que llevan al Sud los cantos extraordinarios improvisados en la zona glacial y reciben de las lenguas meridionales, con que se amalgaman, los evangelios de Progreso que preparan el porvenir. La Inglaterra está destinada desde la más remota antigüedad a ser uno de los instrumentos de unidad que con más poder han de obrar en el mundo, materialmente hablando; es preciso que su idioma se ligue fácilmente con todos los demás de Europa y he aquí por qué el Anglo-Sajón toma su origen de las invasiones germánicas en aquella pequeña isla y llega a ser el instrumento con que los Normandos mezclan los idiomas del Norte con los idiomas del Mediodía. Una sonrisa irónica cruzará por los labios de los escépticos a la lectura de estas líneas; dirán que esas mutuas relaciones son hijas de la casualidad y consecuencia natural de hechos que podrían no haber existido.– ¡Insensatos! Si la casualidad ha dirigido todos esos acontecimientos y permitido que tuviesen lugar esas mutuas relaciones, la casualidad es el mismo Dios; no hacéis sino oponer un nombre a otro nombre, y vuestra declaración es una prueba más en favor de la Providencia. En cuanto a esos hechos que podían no haber existido, se han verificado, y ninguna negociación impedirá que el presente sea una consecuencia de ellos. El Slavo centraliza con grandes esfuerzos una de las partes Orientales de Europa; absorbe con este objeto el Croato, el Windo, el Bohemio, el Polonés, el Servio, el Prusiano, el Lituanio, el Funivis, el Estonio, el Lapón, el Livio, el Tcheremis, el Permio, el Húngaro, el Wogul, y el Ortiaco; absorción que se verifica en medio de la tiranía moscovita. ¡Pobre tiranía, siempre ha representado el mismo papel! instrumento de la unidad demócrata, ha refundido en sí misma y para su propio provecho todo el feudalismo; pero cuando se ha terminado este trabajo, cuando un poder único, el suyo, ha quedado al frente de la multitud unida, ha visto que solo se había usado de ella como un instrumento y ha caído por la fuerza misma de la obra centralizadora que antes la impulsó a obrar. Cuando el Slavo haya absorbido todos sus dialectos y abrazado con su unidad las poblaciones que centraliza, dejará el Zar de existir, y desde el Monte Negro a Smolensk, desde Tobolsk a Varsovia se elevará a la libertad de los pueblos un himno en aquel mismo idioma creado por el despotismo y la tiranía.
Como si la Providencia hubiese querido destruir con un solo hecho las objeciones todas de los que niegan su existencia, ha permitido que lejos del gran continente donde por espacio de miles de siglos se han empleado la infancia y la juventud de la Humanidad en preparar la armonía, ha permitido, digo, que América y Oceanía contuviesen una porción de esa Humanidad y no la revelasen hasta la época fijada para su descubrimiento. Ciertamente que teniendo los incrédulos a su disposición dos continentes inmensos a donde no ha llegado la voz de Pitágoras, de Brahma, de Moisés, de Cristo o de Mahoma, van a hallar sin duda pruebas irrevocables de la locura de los creyentes; esos pueblos vírgenes tendrán idiomas creados con otro objeto que los nuestros.– Error.– Esos idiomas solo encierran pruebas de la verdad de nuestros asertos. Las lenguas de América y Oceanía aspiran a Dios, se dirigen a él, desean la armonía, buscan la sabiduría, cantan lo bello, nace el arte a su impulso y se verifica en ellas la enumeración de los hechos pasados sin previo convenio alguno. Esas lenguas que nadie ha dirigido, van hacia el mismo fin que las que nos legaran los secretos de la India y el Egipto; tienen en sí mismas el gran instinto del porvenir; saben que Colón debe llegar y que un día los navíos europeos bogarán en las aguas de la Australia; obedecen por tanto a la voluntad suprema, trabajan según el plan providencial. Y en efecto, el Caribe celebra a Dios con voces sonoras; el Tamanaco conserva las narraciones históricas de lo que han visto las ondas del Orinoco; el Guaraní, el Macharis, el Camacan, el Payagua y el Guaicuru, tienen su filosofía; el Mejicano, o Azteco tiene su poesía sublime que canta a la Divinidad bajo la forma del fuego, imagen de la luz moral: y antes de tener la forma escrita, para obedecer los que le hablan a su misión histórica, inventan los quipos o nudos de cordones de distintos colores por cuyo medio llegan a trasmitir y conservar los acontecimientos. El Mocabi, el Abipon, el Peruano, el Chiquito, entonan cantos a todo lo que es bello, en monumento que el arte reivindica a pesar de su deformidad. El Esquimo, idioma cuyos sonidos resuenan en países abandonados, obedece al mismo destino; el idioma de Chile, celebra en versos de once sílabas la majestad de la naturaleza, mientras que el Pecheres la venera en el archipiélago de Magallanes. El Javanés y el Malabio son milagrosamente semejantes al Sanscrito de Bhama: sus innumerables monumentos históricos son origen continuo de nuevas observaciones y descubrimientos preciosos. Ninguno de estos idiomas ha nacido ciertamente de la cólera del Dios vengador que destruyó la torre de la instrucción, el monumento investigador que elevaron los hombres, para leer con más facilidad en los Cielos. Los partidarios fanáticos del testo literal de la Biblia son vencidos en el examen de las lenguas de América y Oceanía como los partidarios del ateísmo. La razón, concedida al fin a la Humanidad, responde a unos y a otros por medio de la verdad que encuentra escrita en todas partes, hoy que se han abierto los ojos a la luz, hoy que la ciencia ha hablado. Cuando la filosofía de la historia haya completado la educación humana, el fanatismo y la incredulidad serán igualmente imposibles y el último labriego podrá combatir la ignorancia bajo cualquiera de las dos formas que se le presente.
Acabo de recorrer rápidamente todas las combinaciones del lenguaje humano; acabo de manifestar con qué precisión, sin dejar de seguir cada cual el análisis que le estaba impuesto, se prestan todas a la síntesis providencial. Réstame indicar la disposición actual en que se encuentra cada uno de esos idiomas para refundirse en una lengua universal que reúna las bellezas de todos ellos; réstame demostrar con qué sabiduría la Providencia las ha preparado a esa unidad que un día debían exigir la electricidad y el vapor, esas dos grandes manifestaciones de la voluntad del Dios progresivo; pero tendría que extenderme demasiado para tratar de este asunto. Me contentaré con afirmar, reservándome el probarlo más tarde en la nueva obra que preparo, que los idiomas de que se sirven hoy los hombres para traducir sus pensamientos, son arrastrados por una fuerza secreta que existe en ellos desde su origen hacia una fusión definitiva, y que esa fuerza que los impele es una inmensa garantía de los beneficios que nos reserva el porvenir. El historiador moderno necesita definirla bien, ayudarla a manifestarse y mostrarla a todos como una prueba del eterno auxilio que no ha cesado de conceder al progreso humano, la verdadera Divinidad.
Esa fuerza es hija de la unidad espiritual que siempre ha existido en el fondo de la variable expresión de sus voluntades. El genio, la inteligencia, el alma, el soplo interior que existe en el ser humano, y que todo conduce a creer que es una parte de la Divinidad misma, han visto ciertamente el objeto de su carrera en la eternidad, han obrado constantemente con destino a la fusión de sus innumerables divisiones, en un todo que conociese realmente a Dios. Para estudiar los medios de llegar a esa fusión, el alma humana ha dividido sus luces como dividía en los idiomas su expresión, su forma, su manifestación, y se ha entregado al análisis por medio de la filosofía, la poesía; el arte, la historia, colocando por encima de esas divisiones de su claridad y como una nueva garantía de la unidad futura, los sagrados reflejos de la religión que la protegían contra los abismos de las tinieblas y de la nada.
La misión salvadora que reconozco en la religión no podría negarse sin que las pruebas de esta misión apareciesen involuntariamente en los labios de los mismos incrédulos. Comprendo que no dejarían de echarme en cara las divisiones aparentes que existen en el espíritu de los hombres relativamente a esa luz que el Señor parece haber suspendido sobre nuestras cabezas para que ilumine todo nuestro ser. Pero elevaos más allá del presente, elevaos mas allá de esa corta historia de ayer que impostores, a veces involuntarios, os dicen ser la historia del pasado, y comprenderéis que esas divisiones son a la unidad del objeto religioso, lo que las divisiones del lenguaje a la unidad de su acción. Además, en medio de esas divisiones aparentes, ¡la Providencia ha permitido que fuese un centro principal religioso, el nudo de la unidad profetizada al través de los siglos! ¡Oh, unidad, que flotas sobre todas las religiones analíticas y que has ido preparando sucesivamente las inteligencias, yo te distingo por doquier en el curso de los siglos y te agradezco sincero que aparezcas así! La misión del historiador moderno es procurar tu desarrollo cuanto necesario sea para absorber en ti todo lo que se halla más separado y todo lo que conozca está pronto a celebrarte, cuando consiga juzgar sin pasión la creencia de tus numerosos adversarios.
Es preciso desengañarnos; la unidad es el instrumento más seguro de progreso que puede existir; la conquista más preciosa que haya podido hacer la Humanidad sobre lo desconocido. Pláceme cantarla un himno.– ¡Oh hija luminosa del genio, estrella polar de la inteligencia divina, antorcha encendida por la Providencia misma en un momento de generosidad, término donde todo se purifica, centro donde todo se ilumina, vía donde existen todos los elementos de igualdad; yo te amo, unidad, y perdono en obsequio tuyo muchos excesos cometidos por los que trataron de proclamarte reina del mundo!– Sé a qué precio tu ley se ha descubierto, a qué precio existes en estado de embrión en los diversos templos cuyos sacerdotes bien pronto tendrán un idioma común y comunes aspiraciones; te veo como un punto luminoso en la sombra de la antigüedad reuniendo a tu alrededor la mayor parte de las inteligencias para neutralizar la fuerza que producía cada momento nuevos e inmensos desórdenes; te veo introduciéndote sucesivamente en las iglesias de la India, en los templos Egipcios, en las revelaciones de Zoroastro: y después, cuando una revolución gigantesca del espíritu agitó a la Humanidad como la lava de un volcán, te reconozco en Jerusalén donde el pueblo de Dios te adora, en la espada de Alejandro que prepara el Oriente a saludarte como una revelación sagrada, en la espada de los Césares, insensatos acaso pero cuya locura reúne y confunde todo cuanto en el Universo existe, para que sirva de elementos a tu triunfo que el cristianismo proclama!
Deplorables fueron sin duda los males sufridos por millares de seres, cuando la espada de Alejandro niveló el Oriente, cuando la tiranía de los Césares niveló el Mundo. Hubo gritos terribles, sufrimientos atroces, horrorosas matanzas, incendios en medio de los cuales se oían los ayes lastimeros de las madres cuyas entrañas habían desgarrado los soldados para mutilar a los hijos que en ellas llevaban; pero cuando en una revolución física del Globo o del Universo se desgarra una montaña por la fuerza de un volcán, o un astro parado en su movimiento de rotación se parte en el espacio por la voluntad divina, la lava destruye infinitas ciudades, millares de seres vuelan dispersos por el vacío, sin que esto suspenda la marcha universal. Todos los sufrimientos son relativos y de poca importancia: en cambio, el conseguir la unidad es llegar a Dios. Cuando la cruz del Divino Salvador se levantó en Roma sobre los huesos de los mártires, en el suelo que cubría las catacumbas, tu ley fue reconocida como la ley de salvación y la palabra Católico se introdujo en el idioma de todos los pueblos civilizados. La suma de los conocimientos adquiridos por la Humanidad desde su nacimiento se halla reasumida en su nuevo punto de partida: y cuando los bárbaros borraron con sus plantas ensangrentadas las huellas del pasado de Roma, síntesis del pasado del Mundo, guardaste tú, preciosa unidad, el tesoro del saber acumulado por todos los hombres eminentes; gracias a tí, a tí sola, podemos hoy nosotros leer en las tinieblas en que están envueltas las primeras edades del Universo.
¡Oh unidad! tu mayor enemigo es el orgullo: pretende no doblegar ni por un instante su voluntad ante razón alguna; quiere a toda costa el poder inmediato, o se lanza en brazos de la división, y sin calcular las consecuencias de su separación de la comunión general, funda una comunión distinta si tiene como Lutero algo de genio, o un reino aparte si es soberano como Enrique VIII. Tus verdaderos amigos son los que mueren en la comunión que quieren extender; al día siguiente de su muerte un ardiente vapor se desprende de su cadáver, la verdad que han defendido se exhala en él gloriosa, y la comunión se apresura a recogerla y se enriquece con ella, satisfecha de la prueba que ha sufrido.
¿Y a dónde conduce el orgullo con sus iglesias particulares, sus templos para cada capricho, sus centros para cada voluntad?... Conduce a la división y la división a la ignorancia: multiplícanse las fronteras, sepáranse los idiomas y tratan de sustraerse a la ley que los gobierna; conviértense los creyentes en enemigos encarnizados unos de otros; la ciencia, la poesía, el arte, pierden un horizonte que la creencia parcial no puede abrazar; empieza de nuevo el caos, y entonces la tiranía ardiente y despiadada aprovechando este desorden se apodera de las riendas del gobierno. El orgullo insensato que decía a los hombres: venid a mí; voy a revelaros al Dios!... entrega sus víctimas a los tiranos que no las permiten mirar al cielo sino para confesar su presencia en él.
Tú por el contrario, unidad santa, suspendiendo a veces, es cierto, la marcha demasiado rápida de algunas inteligencias privilegiadas hacia la divina sabiduría, los martirizas, pero no los extravías, ni sacrificas miles de hombres por alagar el amor propio de uno solo. Te encaminas a la ciencia, eliminas las fronteras, fundes en uno todos los idiomas, no tienes más que una creencia; el saber, la poesía, el arte no tienen ya distintos horizontes sino el horizonte mismo de la inmensidad; haces imposible el caos, ¡y cuando a pesar tuyo la tiranía oprime a tus hijos, encuentran en tu seno derechos para destruirla!
En el curso de esta historia tendré ocasión de probar que el espíritu religioso mirado por la ignorancia como un espíritu de desorden, ha sido la luz superior de que anteriormente he hablado, y ha cumplido su misión de salvador continuo de la Humanidad llevándola hacia esa unidad que acabo de celebrar y cuyo triunfo asegura al mundo el más hermoso porvenir. Sin tratar de enumerar todas las creencias religiosas del pasado porque esto necesitaría un volumen, sin indicar sus relaciones íntimas, contentándome únicamente con echar una rápida ojeada sobre las que ilustran hoy las grandes aglomeraciones humanas, noto desde luego que todas han tenido el mismo origen, que todas se han propuesto el mismo objeto, y que todas tienden al mismo fin por las diversas vías que han recorrido. Por lejos que penetre el investigador, sea en el centro del África, en los desiertos del Asia, en las sábanas de América, en las soledades de la Polinesia o de la tierra de Diemen, encontrará la fe llamando o preparando la unidad. El Fetichismo confiesa su insuficiencia, pero fuerza a los que le estudian a reconocer que no ha dejado de ser una creencia útil. El Sabeísmo que va perdiéndose, ha prestado sin embargo inmensos servicios; a él deberá la creencia del porvenir, el deseo de saber lo que pasa en el espacio donde se mueven infinidad de mundos. El Judaísmo es demasiado conocido para que ni aun la ignorancia misma pueda negar lo útil que fue en otro tiempo como agente del progreso. El Brahmanismo, el Budismo, la creencia de Confucio y la magia que han instruido igualmente a multitud de generaciones en la marcha infinita de la perfección, no desean sino entrar en la fusión profetizada, con la única condición de que se les pruebe que están llamados a esa misma fusión, de la cual tienen conocimiento desde que nacieron. En cuanto al Cristianismo, esa magnífica religión que posee todas las bellezas de las ciencias que fueron en lo pasado el principal centro religioso, en la manera con que se ha desarrollado y se está desarrollando todavía, indica bastante su utilidad como agente del progreso, y su intención de fundirse a su vez del mismo modo en el horno común del alma humana, cuyas subdivisiones van siendo cada vez mas inútiles. El historiador de la época actual debe revelar esas relaciones que existen entre las religiones del pasado: debe buscar los puntos de contacto que se ocultan bajo una aparente oposición, a fin de probar que las convicciones, como los idiomas, han obedecido al plan providencial trazado por la mano que tiene los hilos del Universo, y que la marcha que han seguido demuestra que ese plan providencial no es otra cosa que el progreso mismo.
Al propio tiempo que la expresión del pensamiento cumplía bajo la forma del lenguaje su obra de análisis y sus síntesis parciales, al propio tiempo que la parte más pura del alma humana trataba de conocer a Dios y se desarrollaba de misterio en misterio en el camino de fusión de las creencias y de la verdad, la filosofía más ligada a la Tierra que el pensamiento religioso, pero arrastrada también algunas veces al espacio para contrapesar el vuelo de su hermana, se entregaba al análisis de la razón humana, a la investigación de la verdad demostrada. Como el cerebro de la Humanidad no era aun capaz de reasumir en sí mismo, en un todo supremo, el resultado de las investigaciones misteriosas de la religión y de las investigaciones luminosas de la filosofía, tuvo lugar entre ambas un choque continuo, y aun cuando hayan marchado de acuerdo desde su origen, puedo decir con seguridad que no hubo nunca entre ellas una verdadera alianza. Por otra parte, hubiera sido preciso para que esta alianza tuviese lugar, que llegase la hora de su realización, y que tanto una como otra estuviesen preparadas a esa fusión por el descubrimiento de verdades que deben explicar su necesidad. Se verificará sí, pero será cuando el pensamiento religioso conozca lo bastante la divinidad para definirla sin estrechez, y cuando la filosofía la haya entrevisto lo suficiente como una certeza definible para no negar su existencia. Creo haber manifestado con sobrada claridad que la religión bajo sus diversas formas y por sus transformaciones sucesivas, ha marchado constantemente hacia este fin como si nada hubiese dividido su pensamiento: preciso será ahora que con la misma rapidez someta la filosofía a igual examen sintético.
Los incrédulos se han reído de las luchas filosóficas como se han reído de las luchas religiosas y de las divergencias filológicas, pero lo han hecho porque les ha faltado lo que les falta siempre a los incrédulos, la fe y la ciencia; no han tenido suficiente elevación de espíritu para creer en un regulador supremo; no han aprendido lo bastante para ver que todo lo que existe se organiza con un objeto armónico. Mientras la filosofía subdividida ostensiblemente parecía ser como la religión una causa eterna de guerra entre los miembros de la Humanidad, sus trabajos tendían todos a descubrir los medios de llegar a la unidad. Si cada una de sus fracciones deseaba la unidad en sí, es porque la Providencia ha dado a toda idea un sentimiento de personalidad bastante fuerte para contrabalancear la mucha vivacidad de su deseo de unión que podía arrastrarla al sacrificio prematuro de su originalidad. La religión y la filosofía, como el arte, la poesía y la historia, encierran en si desde que llegan a sentir su existencia, la profecía de esa armonía definitiva hacia que tienden. No hay un creyente que no sea filósofo sin conocerlo no obstante algunas veces; no hay un filósofo que no sea creyente negándolo sin embargo; y los poetas, los artistas y los historiadores, sobre todo aquellos cuyo genio glorifica uno de estos títulos, tienen en sí el germen de todos los sentimientos que experimentan a la vez los que ejercen misiones diferentes de la suya. Un poeta, por ejemplo, es creyente, filósofo, artista e historiador, y no hay un creyente, un filósofo, un artista, o un historiador, que no sienta su genio para un porvenir cualquiera, y tal vez bajo una forma distinta, como Píndaro y Homero, dispuestos a reinar en el mundo de la imaginación. El origen de la religión, la filosofía, el arte, la poesía y la historia es uno mismo. En la niñez de la Humanidad el hombre de genio las descubrió todas a la vez, como en su edad madura el hombre de genio deberá reasumirlas todas en nombre de ella. Es difícil por consiguiente seguir en el pasado real de la Humanidad cada una de estas fracciones del alma en su aislamiento: por ejemplo, en un principio todos los creyentes son filósofos; la religión y la filosofía ayudándose mutuamente buscan la senda que cada una ha de seguir.
Mientras marchan de este modo, la filosofía acompaña a la religión en su análisis inteligente de que ya hemos hablado, y por la única razón de esta alianza aparente y momentánea, solo se manifiesta la primera bajo la forma dogmática positiva, dejando a su porvenir el empleo de la forma crítica y del dogmático negativo. Las emanaciones sucesivas de Brahma a la vez Wihnion y Siva, son otros tantos símbolos de un dogma afirmativo, a cuya sombra los Brahmas se entregaban a la investigación de todo lo que les era perceptible. La indiferencia de los sectarios de Buda era un experimento, y la indolencia de los Bonres, de los Siames y de los Tealapones era un modo de probar a la Humanidad por el ejemplo que no avanzaba nada en su seno fuera de su actividad.
Para convencerse de la importancia que encerraba la filosofía de la India, basta recorrer los Schasters, los Sedans y en particular las Upaniradas. Lo que queda de las investigaciones hechas por los iniciadores de Tíbet nos lo enseñan tratando de fijar la verdadera edad del Mundo, importante asunto de aclaración para llegar al conocimiento de la sabiduría verdadera. Si hubiera de negarse el plan providencial, ¿cómo se explicaría que sin medios rápidos de comunicación, al mismo tiempo que Brahma lanzaba la India a la investigación de la verdad, se encontrasen en China hombres destinados a imprimir a su alrededor un movimiento igual en cuanto al punto de partida y el término de él? Lao-kuin, Fo, Koung-fu-tree, Meul-tsu, no cedían en nada alrededor de las márgenes del Ganges, y ponían de un solo golpe a sus hermanos en estado de esperar por espacio de siete u ocho mil años la hora de la unidad filosófica, sin que ese largo plazo viciase su ciencia relativa.
Las investigaciones de Zoroastro que la cronología errónea de nuestro siglo nos ha trasmitido con un objeto que nada explica sino el deseo de ser agradable a la ignorancia, son una nueva prueba de la existencia del plan que hemos visto regir y presidir al desarrollo de los idiomas. Ormuz y Ahriman sacan la personificación divina de lo que el convenio humano llama el bien y el mal; profesándole igual adoración Zoroastro parece sostener esta verdad: «nada de lo que puede existir es perjudicial según la aceptación dada a esta palabra por nuestras sensaciones erróneas y todo lo que existe es un instrumento necesario de la armonía.» Los Ams-Kaspaurs, los Freos, los Ferfers, los Devos son inteligencias exentas del lazo material, y su permanencia continua entre el hombre y la Divinidad obliga a la imaginación de aquel a elevarse realmente a la altura espiritual que ella le impone. Nada diré de la filosofía Caldea; anterior a la de Zoroastro prepara como ella al hombre para su elevada misión, obligándole sin cesar a tener los ojos fijos en el Cielo. La dualidad egipcia cuyo recuerdo nos ha quedado bajo la forma de Isis y Osiris era también una verdadera filosofía; profetizaba únicamente la unión futura del hombre y la mujer para la constitución definitiva del individuo. El Egipto creía en un Dios único, y nunca quizás hizo mayores descubrimientos la filosofía en la antigüedad que bajo la dominación de los constructores de las pirámides; solo ella era colectiva, pero ya indicaba la reunión de todos los imperios en uno solo, y el gran socialista Sesostris sirviendo de ejemplo a Alejandro era una prueba de que la sabiduría humana había ya reconocido implícitamente la ley de unidad.
Bajo el yugo imponente de su celoso Dios ¿dejaron los hebreos de ocuparse en la solución de los grandes misterios sociales que la naturaleza presentaba ante su naciente sabiduría? No inherente al dogma, su filosofía marchaba con él. Sanchoniaton y Moscho ilustraban a los fenicios, el último como si hubiese adivinado las ideas de Fourier, sostenía la probabilidad del reinado aromal formulando la doctrina atomística. Por último, la Grecia naciente, o más bien adulta ya, después de haber escuchado a Orfeo y divinizado a Homero, trataba de darse cuenta de los destinos humanos. Tales, Solón, Chilon, Pitachus, Bias, Cleobulo y Periandro, empezaban a separar la filosofía de la religión; la forma crítica y negativa iban al fin a llenar su objeto. Para que se verificase con más orden la preparación de la unidad, el plan providencial que había ya puesto a toda la Tierra en situación de esperar la época de armonía, por medio de un trabajo simultáneo, religioso y filosófico de diez o doce mil años, el plan providencial, repito, iba a confiar a una nación sola la última misión analítica para quitársela después que hubiese consagrado a ella su edad madura y confiarla sucesivamente a cada una de las otras con el mismo objeto, hasta llegar al análisis completo de las cuestiones filosóficas. Así, la Grecia, la Italia, la Inglaterra, la Francia, la Alemania, se han sucedido en la investigación de los detalles, mientras que el resto del Mundo espera, siguiendo la filosofía antigua, la venida del genio universal que ha de decir: «¡ha llegado la hora de la unidad!»
La primera nación que estudió y buscó por sí sola las leyes de la sabiduría humana en sus relaciones con la realidad perceptible, fue la Grecia. En ella empezó la filosofía sus trabajos como la débil semilla que debiendo ser un día robusta encina, verifica invisible bajo la Tierra la obra primitiva de su desarrollo. Mas como la filosofía debe ser en el porvenir semejante a esos frondosos bosques a cuya sombra puede uno entregarse sin temor al análisis de la luz, nació a la vez bajo su forma aislada en el espíritu de muchos que, sin escuela en un principio, propagaron sus ideas por medio de la palabra, sirviéndose de este modo de la tradición como si se hubiera tratado de la revelación divina. Tales, Anaximandro, Pherecide y Anaxímenes, fueron los primeros exploradores especiales del Universo perceptible. A mi modo de ver, existe entre la religión y la filosofía esta diferencia: la una obra en el círculo limitado de lo que es, la otra en el círculo ilimitado de lo que adivina el espíritu humano y se revela a sí mismo por la voluntad del Dios colectivo. Pitágoras, el hijo de Samos la predestinada, fundó por decirlo así, la escuela, agrupó talentos en derredor del suyo y fundó los cimientos de la familia espiritual, que debe sobrevivir a la otra, y tarde o temprano inutilizarla a los ojos de la Humanidad y de la Naturaleza. La lectura de los versos dorados de Pitágoras es un magnífico punto de partida donde el espíritu de la Humanidad encuentra el origen de todos los hilos conductores que guían las inteligencias hacia el gran objeto de la unidad. Son una prueba de la preparación providencial, de los adelantos filosóficos, previstos por consiguiente desde lo eterno por el autor divino de ese plan maravilloso, como el primer idioma encerrando el verbo de todos los demás y encadenándolos a él, es una prueba de la preparación de las vías que debía y debe aun recorrer la expresión humana. La filosofía que se ocupaba de la música de las esferas, profetizaba sin duda alguna la armonía de los mundos. Una vez lanzada la filosofía en el camino por donde ha de alcanzar su objeto definitivo, se verificó rápidamente el análisis de los objetos de su estudio, y de consecuencia en consecuencia se prepararon los elementos de síntesis por los diversos trabajos de los artífices de la razón. Aristeo de Crotona, Teleanges, Menesarco, Alcmeon, Epichrama de Cos, Arehytas de Tarento y Philolao extienden las doctrinas de su maestro empezando ese llamamiento a las masas por medio de la ciencia que es la salvación y la garantía del progreso.
Los Eléatas o defensores de la inteligencia, como fuerza absoluta, y los discípulos de Leucipo que deben más tarde agruparse bajo las banderas de Epicuro se encargan de dividir el estudio filosófico, mientras que Heráclito como un contrapeso al demasiado entusiasmo de las otras formas filosóficas, encuentra los principios de la duda en las pruebas mismas de la afirmación. Anaxágoras se eleva a la altura de la concepción espiritual, única en la vía de la inteligencia; Empédocles de Agrigento divide en cuatro grandes clases todo lo que es materia, y define así los elementos de lo que existe en el terreno de la realidad palpable. Sé que los sofísticos llegan con su incertidumbre a hacer experimentar una especie de alucinamiento al espíritu humano, pero el autor del plan providencial que reina sobre el conjunto de las cosas para dirigirlas todas a su objeto, ha permitido que los pasos inciertos de los Gorgias, Protágoras, Prodicus, Trasomacos, Euthidenes y Diágoras de Melos, condujesen al descubrimiento de certezas necesarias a los que ilustraban a la Humanidad, y de cuya investigación sin embargo nadie se había ocupado. ¡Cuán grande debe ser la admiración del pensador profundo que haya estudiado todas las doctrinas de los primeros filósofos, al percibir de un solo golpe de vista, en medio del caos en que parecen estar envueltos para el hombre vulgar, los hilos nacientes de la comprensión humana entrelazándose sin romperse y buscando su lugar en la organización del saber, como las fibras tiernas del embrión se enlazan sin romperse y buscan en el feto informe el sitio que han de ocupar para que vaya aproximándose a la perfección.

Sócrates nace del escultor y de la sabia mujer de Atenas, debiendo él mismo esculpir la base definitiva de la creencia y hacer al espíritu humano dar a luz, por decirlo así, su primera confesión de la unidad. Es a la vez un examen de la obra hecha ya; es un pensador profundo, y por consiguiente ve el conjunto de doctrinas que han precedido a la suya y toca con su dedo poderoso los hilos del porvenir, y los coloca precisamente en el sitio que buscaban y que no habían encontrado sino a medias. En adelante todo en la filosofía va a tomar origen de él, como todo lo tomó de Cristo en materia de revelación religiosa. Muere mártir como este último: está escrito que hasta la realización de la unidad en la Tierra, todos los que obren el bien morirán por él, como si su más penosa transfiguración en Dios fuese la recompensa reservada a sus nobles esfuerzos. Sin duda va a olvidarse lo que él ha descubierto y afirmado; va de nuevo a empezar el caos sin tener en cuenta su síntesis preparadora, y si no existe el plan providencial, así debe suceder; del mismo modo que si el misterio de la fuerza centrífuga no llamase a su centro las partes de la Tierra, el Globo se dispersaría en átomos en el espacio. Nada de eso sucede; muere el hombre solamente, pero quedan sus doctrinas que en adelante serán una luz con cuyo auxilio el análisis no permanecerá ya en la oscuridad. Si de nuevo empieza la separación del estudio, tiene siempre por antorcha la luminosa declaración de Sócrates. Antístenes, Aristipo de Cirene y Pirrón de Elis moralizan bajo un triple aspecto, mientras que Euclides de Megara, Fedón de Elis y Menedemo de Eretria continúan las investigaciones teóricas del maestro, y vuelan en el espacio ilimitado de la inteligencia. Platón equilibra los trasportes del socratismo y se encarga de poner el límite de ellos en la vía del porvenir. Todos conocen los numerosos discípulos de los siete filósofos que acabamos de nombrar. Todo el mundo sabe lo que fueron Diógenes, Crates, Mónimo el Cínico, Menedemo y Menipo; lo que fueron Metrodidacto, Teodoro de Cirene, Bion, Evémero, Hegesias, Enesidemo y Pirrón el autor de los diez motivos de duda; diez medios que han servido para probar tantos elementos de creencia. Lo que fueron en fin, Espeusipo, Jenócrates, Polemón, Crates de Atenas y Crisipo de Solos. Pero no todo el mundo sabe que los discípulos de Sócrates fueron los primeros que obligaron a la sabiduría humana a contar con la mujer, y que la admitieron a investigar con ellos la causa de lo que existe. Desde entonces el nombre de Hiparquía se escribió a la par que el de Diógenes, el de Areté al lado del de Aristipa, y los de Axiotea de Fliunte Lastenia de Mantinea a la par que el de Platón. ¡Salud al advenimiento de la mujer en las cuestiones filosóficas!
Iba a terminar el papel filosófico de la Grecia: Sócrates había sido lo que debe ser un hombre sintético; no había dejado en pos de sí sino axiomas, y algunas palabras bastaban para traducir lo que él había proclamado. Era preciso que otro hombre, bajo la inspiración de esos axiomas y creyendo combatirlos, enumerase las conquistas de la sabiduría humana, a fin de que sobreviviesen a la transformación cuya señal iban a dar las conquistas de Alejandro, útiles bajo otro punto de vista. Aristóteles encargado de esa misión, nació y fue el maestro de ese mismo conquistador cuyo nacimiento había necesitado el suyo propio. Inútil sería enumerar aquí sus trabajos y la importancia de ellos. Todo lo que se ha dicho en contra y en favor de Aristóteles, es cierto en el sentido opuesto de sus partidarios o de sus detractores, deseosos los unos de avanzar demasiado y los otros de no dar un solo paso. El pensador profundo, sin embargo, conoce la utilidad de sus trabajos, y los ve como conservadores fieles del saber en las tinieblas de la edad media. Teofrasto de Ereso, Eudemo de Rodas, Dicearco de Mesina, Aristoxeno de Tarento, Heráclito de Éfeso, Estratón de Lámpsaco, Demetrio de Falero, Glicón de Atenas, Jerónimo de Rodas, Aristón de Ceos, Critolao de Faléside y Diodoro de Tiro esparcían por el mundo las obras del maestro de Alejandro. La mayor parte de ellos se alejaba en apariencia de Sócrates más aún que su maestro, pero es preciso observar que la misión de éste, como la de sus discípulos, era llevar el espíritu humano a un punto dado, donde debía tomarlo el pensamiento de Sócrates para llevarlo a su vez a otro más elevado. Al lado de estos hombres y con un fin práctico, Epicuro y Zenón predicaban dos doctrinas, de las cuales la una parecía ser una profecía de la venida de Mahoma y la otra una profecía de la venida de Cristo. Y el espíritu humano iba siempre hacia adelante, cada pensamiento nuevo era para él una conquista, porque cada uno de ellos era superior a su anterior inmediato y por consiguiente a todos los que le habían precedido. Epicuro agrupaba en su derredor a Metrodoro, Timócrates, Colotes, Leontens, Theusisto, la cortesana Leoncia de Atenas, Polístrato, Dionisio, Basilio, Apolodoro, Zenón de Sidón y Diógenes de Tarso. Estudiando en conjunto el medio más grato de gozar de la existencia en relación con el objeto mismo de la vida, cumplían una misión necesaria cuyos resultados utilizaría para la mayor felicidad de todos, la creencia del porvenir: la felicidad material es una de las posibilidades divinas. Zenón reunía bajo el pórtico a Perseo de Citio, Aristón de Quíos, Hérilo de Cartago, Cleantes de Aso, y después a Crisipo de Solos, Zenón de Tarso, Diógenes de Babilonia, Carnéades, Critolao y Panecio y Posidonio de Apamea. Estudiando en conjunto el medio más noble de ser dichoso y cifrándolo en la virtud, preparaban el campo a la ley del sacrificio aun desconocida en la Tierra; eran, como San Juan Bautista, los apóstoles occidentales del tierno niño, que una estrella iba a anunciar a los Magos, o más bien que un resplandor divino iba a anunciar a los sacerdotes del espíritu humano.
Antes de pasar adelante quiero hacer una observación relativamente a un punto de mi doctrina: quiero dejar establecido que a mi modo de ver el espíritu y por consiguiente la materia humana en el curso de su existencia, no ha retrogradado nunca colectivamente y no ha dado nunca un paso inútil en la vía del porvenir. Las naciones encargadas sucesivamente de llevarlo hacia adelante han desaparecido como naciones, pero su decadencia era relativa a la fuerza de acción que tuvieron y no a la inteligencia de sus hijos que participaban del progreso conquistado por ellas. Así, cuando la Grecia cesa como nación de guiar al Mundo, cuando se apoderan de él los latinos, cuando le oprimen los turcos, la Grecia degenera, pero lejos de volver hacia atrás en espíritu como pudiera imaginarse, cada griego progresa con la nación que a su vez hace el papel de guía, y el marinero más oscuro que hoy sirve en ella, está más avanzado en ideas que el habitante más oscuro de Atenas en tiempo de Sócrates.
Permítaseme esta comparación; cien personas están a oscuras en una sala, en cuyo techo se va a colgar un globo luminoso; aparece un hombre en la puerta con el globo en cuestión, y como haya mucha gente desde donde él está al sitio en que se ha de colgar la luz, el portador de ella conoce es mejor que el globo pase de mano en mano hasta el centro, a lo cual se prestan todos con la complacencia a que obliga la imposibilidad de negarse a ello. La persona que está inmediata al que ha traído la luz, aun no del todo encendida, la coge, y empieza un resplandor suave a iluminar la sala; ciertamente que el que en aquel momento tiene el globo, se encuentra personalmente más iluminado que los demás, pero cuando pasa a manos de la persona inmediata a él, pierde de luz personalmente si bien gana en sentido colectivo, porque la sala se encuentra más iluminada, y conforme el globo va aproximándose al centro, va estándolo más la totalidad de las personas, hasta que uno por fin subiéndose en una silla cuelga la luz del centro del techo, colocándose todos en círculo alrededor de ella se encuentran igualmente alumbrados. Así ha sucedido a la Humanidad. La luz primera que la revelación trasmitió a la India o a alguna familia salvaje de las regiones polares donde según yo creo tuvo su origen la Humanidad, ha pasado de manos de una nación a otra iluminando personalmente a cada una de ellas, pero iluminando colectivamente al espíritu humano cada vez más, conforme se aproximaba al centro espiritual donde con mano fuerte la ha colocado el último artífice de la unidad. Cesen pues los gritos de desesperación que han elevado hombres interesados; las decadencias relativas son progresos reales, y si por ejemplo, la Francia y la Inglaterra desapareciesen en este momento como naciones, cada hijo suyo en compensación de su caída estaría más avanzado en ideas al día siguiente de haberse verificado, que su padre lo estaba cuando aquellas naciones eran reinas del Universo. ¡Qué importan al pensador profundo las naciones y las nacionalidades! ¡qué importa al hombre de la Humanidad que el culto de la inteligencia pertenezca a una u otra fracción de esa misma Humanidad, con tal de que resplandezca la inteligencia! Nada: ella resplandece más y más cada día a pesar de la demolición de los imperios; su reinado está próximo, y bien pronto suspendida la luz en el centro de las sociedades, estas se colocarán en círculo alrededor de ella a igual distancia de la armonía de sus reflejos. Sabemos más que nuestros padres, somos mejores que ellos por la sencilla razón de que vamos cesando de ser exclusivamente del país que nos ha visto nacer para declararnos ciudadanos del Mundo.
Los romanos que dominaron el Mundo conocido, intentaban esa gran fusión de intereses, sueño dorado de la Humanidad. Sin tener conciencia de ello, ordenaban por medio de la esclavitud todos los elementos de la libertad próxima de las almas y de la manumisión futura de los cuerpos. Roma debía saber todo cuanto Grecia había sabido, para esparcirlo en el mundo, y sucedió como siempre, que los vencedores absorbieron las ideas de los vencidos con esa sumisión disfrazada por el triunfo y de que solo el pensador se da cuenta. Antes de Cicerón estaban ya en boga en la república los estudios filosóficos: los dos grandes destructores, Lúculo y Sila, habían traído las bibliotecas de Grecia como trofeos, y esas bibliotecas que vinieron entre cadenas, encadenaron el espíritu de los Romanos. Pero a pesar de esto Cicerón fue el verdadero iniciador de la filosofía en Roma, tal como podía mostrarse entonces, y sus obras poco profundas, por no ser más que un eco o una reproducción, hicieron conocer a los dueños del Mundo las virtudes de Zenón, las sensualidades de Epicuro y la sabiduría de Aristóteles.
Epicuro tuvo en seguida discípulos en el seno del futuro imperio: era útil que las inmensas riquezas de los vencedores de la Tierra sirviesen para buscar los medios más espléndidos de gozar, a fin de que sus ensayos de investigación llegasen a ser ejemplos donde consultaran los reguladores del Porvenir. Lucrecia escribió entonces su poema: Horacio cantó sus odas sublimes, mientras que Catio, Amafanio, Cassio y Pomponio Ático predicaban por medio del ejemplo. El estoicismo debía también sacar partido de las riquezas romanas, para probar todo lo que podrá crear de grandioso la virtud cuando sea dueña del Mundo: Epicteto la practicaba en la esclavitud, y dominaba por ella a sus señores: Marco Aurelio la practicaba sobre el trono del Mundo, y el poder de que disponía demostraba claramente la posibilidad del reinado de la verdad relativa, y por consiguiente más tarde el de la verdad absoluta. Los peripatéticos aplicaban a su vez a la ciencia los grandes medios de que disponía la ciudad eterna: Andrónico de Rodas preparaba el monumento filosófico de Aristóteles, en cuya bandera habían de alistarse millares de estudiantes, arquitectos futuros del pensamiento, y entre los cuales se distinguían Cratipo de Mitylen y Temistocles de Paphlania. El espíritu humano progresaba siempre. En aquella época juzgó oportuno el divino autor del plan general, desarrollar las ideas, germen de Pitágoras: Apolonio de Tiana aparecía como un semi-dios en el seno de las masas para iniciarlas en las nuevas leyes que iban a ser el código de la Humanidad al advenimiento de Jesucristo. No me ocuparé en mencionar los trabajos de los neoplatónicos en Roma ni de los discípulos de Anaxínemes que resucitaban la duda de Pirrón para impedir a los romanos que traspasasen el punto en que debían detenerse. Por este tiempo se formaba la escuela de Alejandría, sucursal oriental del gran templo filosófico de Roma; la cábala enseñaba a los judíos por la trasmisión oral todo lo que sabía entonces el espíritu humano: se entregaban los gnósticos a la especulación trascendental mientras que los sincretistas, amantes de la teocracia, obligaban a dirigir todas las miradas al cielo. Pero ya se había verificado un gran acontecimiento universal: la Humanidad había dado colectivamente un paso inmenso: Jesucristo había nacido en el místico establo de Belén, y su doctrina había transformado el Mundo. Bien entendido que esta transformación no había salido fuera del círculo de las cosas preparadas y previstas por el plan providencial, sino que muy por el contrario había sido el resultado de ellas. Jesucristo era la consecuencia de Sócrates, como Sócrates había sido la de Pitágoras y este la de Zoroastro.
El Cristianismo puso en estudio todos los problemas nuevos del saber que antes habían sido la solución de los problemas ya resueltos. Por un instante la filosofía volvió a marchar bajo los auspicios de la Religión como lo habían hecho todas las ciencias: siendo el Cristianismo una síntesis capital, se había modelado por la nueva creencia y puesto a su servicio las investigaciones de sus autores. Estudiar la marcha única de la síntesis cristiana, sería empezar la historia conocida de los primeros tiempos de la Iglesia, hablar con extensión de los Orígenes, Atanasios, Agustinos, Boecios y Casiodoros, cuyos trabajos constituyen aun hoy día el catecismo de nuestros sacerdotes. Una sola cosa quiero hacer constar: el Cristianismo, esa religión esencialmente divina, separando de ella la parte que prohíbe considerar a Jesucristo como hombre, no vaciló, impulsado por la Providencia, en propagar la filosofía conquistada sobre lo desconocido por los primeros padres de la sabiduría humana. ¡La misión de la Tierra no podía menos de cumplirse!
Entonces se verificó algo de extraordinario, y suplicamos a los enemigos del plan providencial que reflexionen sobre ello. Los apóstoles de la nueva religión, a pesar del aparente interés que tenían en proteger la destrucción de todo lo que había servido a la sociedad romana vencida y a la sociedad griega olvidada; aquellos apóstoles, repito, se impusieron a sí mismos la soledad más absoluta, consagrando su existencia entera a la copia de los libros que lograron escapar al furor de los bárbaros y que encerraban precisamente la síntesis de todo lo que las sociedades griega y romana habían creado, descubierto o heredado de las sociedades india, egipcia, caldea o judaica. Expliquen este milagro los partidarios de la duda. Nosotros nos inclinamos ante él y adoramos en esta conservación de las revelaciones filosóficas, la mano misma que no podemos menos de adorar en la perpetuidad de las revelaciones religiosas. Innegable es que un gran intervalo de barbarie separa la civilización romana del renacimiento occidental, y aun de las aspiraciones investigadoras de la edad media; pero aquel tiempo no fue perdido para la Humanidad, antes al contrario, era indispensable al trabajo sintético emprendido por los monjes: de la misma manera que una muerte aparente separa al plateado gusano de la brillante mariposa, un aparente sueño separó también la filosofía algo rastrera de los antiguos, de la filosofía de doradas alas que ha elevado a nuestros padres aproximándolos al cielo: el claustro fue la cápsula, digámoslo así, donde se elaboró la transformación.
La hora del renacimiento ha llegado para la filosofía; después de clasificar todas sus conquistas de la antigüedad en un corto número de volúmenes, esencia de su espíritu, tiende de nuevo a desarrollarlo en el ancho camino del análisis que conduce a la armonía: solo para alcanzarla corre de síntesis en síntesis hacia el conocimiento de la sabiduría absoluta. Nace el escolasticismo rodeado de confusas luces y es en sus principios el esclavo de la teología, de esa ciencia nueva encargada de enlazar la fe con la razón, a pesar de las calumnias de que ha sido objeto; pero Juan Scoto, Gerberto, Berenguer de Tours, Lanfranc, Anselmo de Aosta y Hildeberto no tardan en anunciar que el escolasticismo será el origen de una luz filosófica que marchará conforme con las leyes de la unidad regeneradora: aquella diversidad de luces se dirige a un foco común y la libertad empieza a brotar de él.
Y no son los trabajos verificados por los monjes las únicas armas de que pueden valerse los partidarios del plan providencial contra los incrédulos: mientras que los religiosos católicos copiaban y volvían a copiar cien y cien veces los manuscritos que habían escapado a la destrucción de los bárbaros, los árabes, cuya ley religiosa les autoriza para destruirlo todo y que son fanáticos observadores de ella, dejan de cumplirla, sin embargo, en todo lo que tiene relación con el aniquilamiento de las conquistas de la razón y de la inteligencia humana. Bajo la dominación de los Abasidas tradujeron a los escritores griegos, los estudiaron, y no tardaron en recrearse con el sistema de Aristóteles, que había sido inventado por el maestro del conquistador del Asia para una época semejante a la de la edad media, que con la doble vista del genio había adivinado en el porvenir. Basta citar los nombres de Alkindi de Basora, Alfarabi de Farab el segundo regenerador de la inteligencia; Avicena, Algacel, Abu Bakr de Córdoba, Averroes, en fin, para indicar el gran número de hombres célebres nacidos entre los árabes, por otro impulso que por la casualidad, para recoger en España cuanto había sembrado la antigüedad.
Mientras que los árabes se colocaban de esta manera a igual altura que los católicos, y cumplían filosóficamente la misma misión, estos últimos continuaban desarrollándose moralmente, y su sabiduría comenzaba a marchar independientemente de su fe. Los realistas y los nominales obligaban a la sutileza de la argumentación a revestirse con formas menos obscuras; y aunque Juan Roscelino, presidiendo sus querellas, solo aumentase a los ojos de muchos el número de los nombres y de las palabras, el espíritu de adelantos filosóficos no dejaba de hacer rápidos progresos. Apareció Abelardo en el siglo XI, y de su lucha con San Bernardo nació resplandeciente y fue explicada por la primera vez después de Sócrates, la libertad de la inteligencia, útil contrapeso de la fe ciega. Guillermo de Conches, Gilberto de la Porrée, Hugo de Saint Victor, Roberto de Melun, Pedro Lombardo y Hugo de Amiens imitaron al amante de Eloísa; la dialéctica, estudiada hasta entonces con el único objeto de cimentar la fe, sirvió en adelante para construir la base de la razón investigadora; así lo prueban los escritos y los actos de Simon de Tournai, de Juan de Salisbury, de David de Dinant y de tantos otros que son los verdaderos precursores de la moderna revolución.
Los árabes iban a ser lanzados de nuevo al mar de donde habían salido; la España iba a ser de nuevo católica. Todo hace creer que la invasión de su territorio por los sectarios de Mahoma fue tan solo permitida por la Providencia, con el objeto de que estos depositasen en Europa la esencia de su momentánea civilización, cuyas conquistas están lejos de ser despreciables. Si la España no ofreciera al estudio del genio su Alhambra, su alcázar de Sevilla y su mezquita de Córdoba, el arte moderno sería menos rico y las poesías del Último Abencerraje o de las Orientales no esparcirían en nuestra imaginación los gratos perfumes que debían embalsamar el aire que Moraima respiraba. La forma árabe no debía conservarse sola; el espíritu que la había animado debía pasar a ser la propiedad del renacimiento previsto; con este objeto la Fatalidad divina utilizó a los judíos, arrojados acaso providencialmente a la península ibérica, cuando la dispersión de su raza promovida a su vez y en su conjunto por algún gran designio supremo. Maimónides sirvió de intermediario entre Averroes, su maestro, Y los sucesores o más bien los imitadores de Abelardo. Al propio tiempo que el método de Aristóteles penetraba con la esencia árabe en las inteligencias de los filósofos de la edad media, hallaba defensores en el Oriente de la Alemania, tales como Alberto el Grande, y se apoderaba rápidamente de las escuelas impulsado por Alejandro de Hales (doctor irrefragabilis), Juan de Fidanza el Inspirado (doctor seraficus), Tomas de Aquino, de quien recibió Leibniz las primeras inspiraciones, Juan Duns Scoto (doctor subtilis) y tantos otros, entre los cuales brillaron también Enrique de Gante (doctor solemnis) y Ricardo de Mediavilla (doctor solidus).
En aquella época denominada la época de las tinieblas por los ignorantes y por los incrédulos, fue precisamente cuando empezaron las luces a abrirse camino en medio de la obscuridad, y cuando desde la cuna en que se creía ver sonreír a la filosofía naciente, se lanzaron con la lozanía de la juventud, todas las ciencias y todas las artes, introduciéndose con vigor en el seno fecundo de la Humanidad para hacerla comprender que crecerían y se desarrollarían con el tiempo. En aquella época aparece la alquimia dominando las grandes inteligencias, analiza las excavaciones del filósofo investigador y abre a la Humanidad, que solo le pedía oro, las grandes y diversas vías, en cuyo seno ha encontrado más tarde los secretos del vapor, de la electricidad, del magnetismo y del calórico, ese misterio imponderable tantas veces interrogado por el alquimista entusiasta.
La filosofía ha avanzado bastante ya en su moderno desarrollo, para poder entrever las reformas que el código sintético de Jesucristo debe sufrir, para transformarse y presidir de nuevo una de esas inmensas revoluciones que marcan el espacio recorrido por la Humanidad en el camino de la armonía. Roger Bacon y Raimundo Lulio, animados de un mismo pensamiento, nacen en dos puntos opuestos del mundo civilizado, en dos islas: las islas son otros tantos lechos esparcidos sobre las olas, de donde se han levantado y donde han ido a morir las grandes ideas, como si hubieran tenido necesidad de una cuna o de una tumba exclusivamente suya. La palabra reforma, encontrará siempre eco: el hombre lleva en sí el instinto de la perfección, y ese instinto le empuja y le hace marchar adelante. Guillermo de Occam combate a los Papas en nombre del rey de Francia y del emperador; apenas Walter Burleig y Thomas Bradwardine pueden oponerle con sus esfuerzos reunidos un contrapeso en la balanza de la fatalidad: el nominalismo triunfa en manos de Juan Buridán, de Pedro de Ailly, de Roberto Holcot, de Gregorio de Rímini y de Gabriel Biel; la filosofía rompe sus ligaduras; el ancho camino de la crítica queda abierto, y el análisis tiene lugar desde entonces en grande escala, con el objeto de preparar los materiales de la nueva síntesis que debe inevitablemente hallarse formulada antes del año 2000.
Si la filosofía crítica hubiese dominado desde entonces y sin obstáculos en las escuelas, su triunfo completo hubiera sido perjudicial, porque la fe religiosa hubiera desaparecido completamente, y al dejar de ser la idea de Dios el eje ideal de todas las cosas, el mundo moral hubiera desaparecido, cosa tan imposible como la dispersión en el espacio de los átomos que componen el mundo material. La Providencia se opuso a esta completa victoria, y Juan Charlier de Gerson y Tomás de Kempis vinieron a dar impulso a la fe, resucitando el misticismo. ¿Cuál de los dos escribió la Imitación? A mi modo de ver, ni el uno ni el otro; el plan providencial tenía necesidad de este libro; ¡el libro apareció!
Hemos llegado al siglo XV. Todas las ideas filosóficas de la antigüedad se han trasmitido a él, como acabo de hacerlo entrever, y el análisis crítico y la investigación de lo conocido en favor de lo desconocido tiene lugar entonces. Verdadera admiración me causa el contemplar ante mis ojos esa multitud de caminos abiertos en todas direcciones: ignoro si los estrechos límites de este rápido resumen me permitirán seguir a la filosofía en sus infinitas subdivisiones adoptadas para mayor progreso de la inteligencia humana. Lo que puedo asegurar es, que veo claramente de donde parten todas y a donde se dirigen; creo que el plan providencial, de que forman parte, está tan manifiesto, como el plan de un camino de hierro sometido por un ingeniero al examen del más instruido de los gobiernos. Todas parten de la síntesis cristiana; todas van a la próxima síntesis social que no ha recibido aun un nombre definitivo.
El método de Aristóteles pierde su imperio. Afirmativo en todas sus partes, no podía servir a la investigación atrevida. Divídense los filósofos en tantas fracciones como los filósofos paganos; peripatéticos como Scaligero, platónicos como los Médicis, estoicos como Claudio Saumaise. En breve las investigaciones atrevidas traspasan los límites trazados por la antigüedad; no serían de otro modo atrevidas. Verifícanse descubrimientos que borran o, por mejor decir, trasforman y completan las creencias de la antigua razón: la sabiduría humana ha dado un paso, paso esperado y preparado por quince siglos de recapitulación paciente. Pedro Ramus da la primera señal; Maquiavelo presta igual servicio a la inteligencia; Bernardino Telesio, Giordano Bruno, Miguel Montaigne, Justo Lipsio, Esteban la Boétie, Pedro Charrón, les siguen y cada uno de ellos avanza un poco más que sus predecesores de los cuales es la inevitable consecuencia. Por lo demás, ha sonado la hora crítica para la Religión y para la filosofía; el protestantismo recorre la Europa analizando la fe alentado por el libre examen. Esta simultaneidad producida por los mismos acontecimientos y por iguales causas, ¿no les dice nada a los partidarios de la casualidad? Preciso es que esos hombres se hallen privados de la percepción moral.
Francisco Bacon y Renato Descartes son un descanso momentáneo; cada uno de ellos resume en sí una mitad del análisis múltiplo verificado por los que he nombrado anteriormente; son con respecto a ellos como esos anchos caminos que atraviesan los bosques, donde vienen a desembocar los infinitos senderos trazados por los cazadores entre los árboles. Aborrezco a Descartes. Algún día explicaré los motivos de este rencor. Descartes fue un Lutero para la ciencia. Pero solo una cosa debo reconocer aquí: la necesidad, la utilidad de su existencia. Sus trabajos y los de Bacon facilitaron inmensos progresos a la razón; creo, sin embargo, que los de Bacon fueron más sinceros y más generosos. Había en Bacon algo de Campanella. Descartes es un término medio entre Lutero y Voltaire; parte del primero; el segundo, parte de él. Pero no debo, lo repito, expresar aquí mis sentimientos con respecto a tal o cual hombre; mi misión es buscar y probar la indispensable necesidad de sus errores si erró, de sus conquistas sobre la verdad si cumplió con ella; mi misión es demostrar la imposibilidad en que se hallaba el mundo moral, de prescindir de su doctrina para llegar al punto a que ha llegado hoy. Bajo este punto de vista, Descartes era necesario para el reconocimiento de la individualidad por las sociedades: si no hubiese existido, la emancipación del individuo no se hubiese realizado jamás. Jesucristo no pudo ni se atrevió a ir más allá de la emancipación del alma. Es preciso seguir con atención todos los caminos que parten de los dos puntos filosóficos conocidos por la doctrina de Descartes y la doctrina de Bacon, para formar una verdadera idea del equilibrio sobrenatural establecido en el orden moral por un poder superior a todos los poderes definidos por los hombres. Es preciso ver a Hobbes, Gassendi, Locke formando un contrapeso a las tendencias de Spinosa, Malebranche, Helmont, para admirar la inmensa fuerza de la divinidad que arrastra y atrae hacia el centro de la idea suprema a los átomos morales, como la fuerza centrífuga arrastra y atrae los átomos materiales hacia el centro de la Tierra.
Auméntanse en breve las subdivisiones, y las ideas en contraposición se multiplican hasta un punto tal, que sería indispensable una inteligencia privilegiada para abarcar sin confundirse los innumerables eslabones de aquella complicada cadena, que la más leve falta de equilibrio pudiera trocar en un caos, y que se organiza, progresa, trabaja, se desarrolla o se doblega bajo la poderosa mirada de la Providencia. Después de Descartes, después de Bacon, la multiplicidad de las subdivisiones analíticas es tal, que serían necesarios volúmenes enteros solo para mencionarlas. Desde la duda a la fe ciega, millares de creencias se hallan escalonadas, guardando entre sí relaciones más o menos íntimas, y cumpliendo una misión en armonía con las misiones que están llamadas a cumplir sus rivales o sus hermanas. Comparad al azar las obras de Newton, de Pascal, de Bossuet, de Leibniz, y hallaréis que todas se dirigen al mismo fin por diferentes caminos. Recorred los senderos subalternos por donde marchan las obras de La Mothe, de Ashley Cooper, de Vollaston, de Samuel Clarke, de La Rochefoucauld, de Pufendorf, de Wolff, de Andrés Rediger, de Vico, de Montesquieu, y hallaréis la clave moral del encadenamiento filosófico, y adquiriréis la prueba evidente de que si los medios son infinitos, el fin es uno solo, como es sola y única la Providencia. Cuando escriba la Biblia de la Humanidad no dejaré de consignar en ella ningún pensamiento, ningún libro, ningún acto, y me comprometo desde ahora a demostrar victoriosamente la mutua dependencia que los liga y los coloca frente a frente unos de otros.
Dos nuevos focos morales se presentan a sintetizar los descubrimientos de los numerosos exploradores que les han precedido; el uno sostenido por la incredulidad, el otro impulsado por la fe: ambos cumplen una misión semejante a la de Descartes y Bacon. Estos dos focos morales son conocidos con los nombres de Voltaire y Rousseau. Cuanto se ha analizado en nombre de la razón antes de ellos, refleja en ellos. Nosotros abrigamos tan pocas simpatías por Voltaire como por Descartes y Lutero. ¿Cómo podéis conciliar, se nos dirá, esas aversiones, con la convicción de que la existencia de los seres que os las inspiran, es una necesidad para el plan providencial? Haciendo abstracción de la individualidad en presencia de ese mismo plan, las enemistades de la Tierra son átomos imperceptibles que no deben tomarse en cuenta. Sin los profundos abismos abiertos por Voltaire bajo los pies de la sabiduría humana, permanecerían ocultos los inmensos recursos con que cuenta esa misma sabiduría para cegarlos: la poderosa negación crea la afirmación sublime. Si no hubieran existido los cercos con sus espectáculos terribles, el Cristianismo no hubiera llegado a ser grande.
Después de Voltaire y de Rousseau solo faltaba al análisis ser conocido por las masas en todos sus detalles, para que se hiciese posible la reconstitución de una unidad. Cuanto ha hecho después la filosofía en el camino del análisis, no merece la pena de ser mencionado; ha subdividido hasta el infinito sus investigaciones; los alemanes han llevado el estudio de los detalles hasta su última posibilidad; y la suma de los descubrimientos es tan considerable hoy, que no es posible a la filosofía ir más allá sin sintetizarse en una sola manifestación íntimamente unida a las manifestaciones sintéticas de la Religión, de las artes y de la poesía que van a producirse en nuestros días. En vano quisiera continuar el análisis; su hora ha sonado; la gran época de la crítica está terminada. Vano fuera querer intentar nuevos trabajos analíticos; cuanto se hiciera sería tan solo una repetición de lo hecho ya anteriormente, porque al punto a que ha llegado la Humanidad, impulsada por el plan providencial, una época de afirmación debe empezar para ella; acaso la época de la armonía definitiva.
Solo los precursores de una síntesis pueden avanzar hoy en filosofía. Tournier, Saint-Simon, Pedro Leroux, Eufantin, Terson llegaron a entrever; Cousin y todos los que en Occidente pueden compararse a él, no ven ya. Acaso no tardará en nacer el hombre que, apoderándose con mano firme de todos los materiales de la preparación analítica que se hallan esparcidos por el Mundo, construirá con ellos el templo de la razón moderna. ¿Quién sabe si ha nacido ya? Ocupándome en mi obra principalmente de Cataluña, sería injusto si no citase a Balmes, como uno de los preparadores de la ley moderna; tampoco dejaré en el olvido a Chateaubriand, Hugo, Lamartine, Goethe, Byron; esos grandes poetas que se han ocupado lo bastante de filosofía para profetizar su trasformación, de la misma manera que Juan Bautista se ocupaba de Religión hablando con los ecos del desierto. Los hombres pensadores tienen que reconocerlo; ¡el elegido del Evangelio moderno aparecerá muy pronto!
Perdón debo pedir a mis lectores por haberme dejado arrastrar por el entusiasmo más allá de los límites de la razón relativa actual. Trazando con grandes rasgos el cuadro que representa el encadenamiento de la mayor parte de las doctrinas filosóficas, me he propuesto probar que, de la misma manera que las religiones y los idiomas, las doctrinas filosóficas no se han desarrollado, sino en virtud de leyes preparadas anticipadamente por la Providencia. Creo haberlo demostrado suficientemente. Quédame aun el recurso para combatir a mis adversarios, de interrogar la colectividad espiritual de cada una de las menos favorecidas por el progreso, de cada una de las naciones que se hallan más alejadas de la civilización occidental. Verdaderamente ninguna de ellas se halla en estado de nombrar las subdivisiones filosóficas, cuyos principales autores acabo de enumerar; pero merced a sucesivas y providenciales revelaciones, están en disposición de adquirir instantáneamente el conocimiento de estas subdivisiones y de los trabajos terminados por ellas en el orden social. Nuestros misioneros encuentran a los salvajes a quienes nadie ha preparado antes de su llegada, dispuestos a comprenderlos moralmente hablando: esto se explica por la intervención de una luz alimentada en el corazón del hombre, por el Supremo Autor del plan que encadena a la Humanidad con el progreso.
Nada hay más fácil para mí que recorrer la historia, la literatura, las artes, la industria, las ciencias y el comercio desde su origen, y someterlos a un trabajo semejante al que he verificado con los idiomas, las religiones y las filosofías. Nada más fácil para mí que someter a las miradas del hombre pensador, los numerosos hilos que, partiendo de los orígenes más opuestos, vienen a reunirse en un solo punto: pero ¿hay acaso necesidad de emprender esta difícil tarea, para convencer a los que niegan el plan providencial? Las ciencias, las artes y la literatura han seguido naturalmente los desarrollos morales de las religiones y de las filosofías, cuya expresión fiel representan en nuestra inteligencia. La industria, el comercio y la autoridad política han hecho lo mismo, físicamente hablando, siendo la expresión material de las religiones y de las filosofías ante la individualidad.
De la misma manera que el lenguaje, partiendo de raíces sintéticas, se subdividía para llegar por mil caminos distintos a la unidad armónica del porvenir, a medida que la Humanidad avanzaba en edad y que las religiones y las filosofías aumentaban la suma de los conocimientos de la inspiración y del raciocinio; el arte, la ciencia, la literatura, la industria, el comercio y la autoridad política se desarrollaban sin perder de vista su punto de partida, y se subdividían para poner a todas las individualidades en disposición de conocer, de concebir lo bello y lo bueno, de celebrarlo, de servirse de cuanto existe para realizarlo, de trasportar los elementos de un extremo de la Tierra a otro, y de concurrir igualmente a la organización de las individualidades, sus hermanas, cuya suerte está íntimamente ligada con su suerte. Lo repetimos: admiración nos causa que haya quien ponga en duda ese encadenamiento providencial de todos los elementos de la armonía humana, que forma parte de la armonía universal, y que es tan fácil estudiar en todo lo que la naturaleza ha sometido al análisis de los sabios.
Un rápido resumen del nacimiento, desarrollo y subdivisiones de la ciencia, de las artes, de la literatura, de la industria, del comercio y de la autoridad política, completará por ahora este trabajo y bastará para indicar la misión actual de la Historia: entretanto que la grande introducción de mi obra futura enseña a los hombres los medios de seguir, como a los dados sobre un tablero de ajedrez, los majestuosos elementos de la armonía sobre el panorama de los siglos pasados.
La ciencia debe definirse del modo siguiente, según el autor de esta Historia: por una parte, es la reunión de todas las pruebas relativamente absolutas, adquiridas a la Religión y a la filosofía por el raciocinio o por las revelaciones de la Naturaleza: por otra parte, es el estudio regularizado por medio de axiomas de todas las demás pruebas relativamente absolutas de que carecen la Religión y la filosofía para penetrar en los arcanos del Cielo y de la Tierra. Siendo necesario, ante todo, para regularizar las investigaciones científicas, el conocimiento de verdades tales, que pudiesen contrabalancear los esfuerzos de la negación, el primer sabio debió descubrir un axioma que le procurase la cantidad de apreciación necesaria para inspirarle la primera fórmula matemática. Esta fórmula debió enlazarse desde luego con la idea que él tenía formada entonces de la divinidad y con la idea que entonces formaba de la sabiduría. No debemos hoy extendernos más sobre el particular, ni es nuestra misión el consignar aquí cuál fue el primer axioma, ni cuál la primera fórmula descubierta por el hombre. A medida que la revelación y la sabiduría se desarrollaron, la definición, el número, la forma, tomaron mayores proporciones y hallaron nuevas aplicaciones; calculose la marcha de los astros; fijose la variación de estaciones; la suma, la resta, la multiplicación y la división de las cantidades, organizadas ya por numeraciones metódicas, entraron en lo posible; y la Humanidad pudo desde entonces edificar, ayudada por el conocimiento de las principales leyes de la Creación y por las fuerzas inherentes a estas leyes. Cuando el autor de estas líneas escriba la Biblia de la Humanidad, comparará cada paso de la ciencia con los correspondientes pasos de la Religión que la ilumina, y de la sabiduría que la organiza; entonces se promete pulverizar las objeciones de los incrédulos, mostrándoles, por ejemplo, la conquista de la ciencia astrológica, coincidiendo, en virtud del plan providencial, con la conquista religiosa de la inmortalidad del alma que ensancha el espacio para el universo moral. Tan seguro está el autor de triunfar en su doctrina, que experimenta un verdadero pesar por no poder desarrollarla enteramente en este momento.
¡Cuántas páginas tendrá que llenar entonces para presentar a la ciencia subdividida como todos los grandes principios que han seguido a la Humanidad desde su cuna hasta nuestros días, y que la seguirán hasta su apoteosis; para mostrar a la ciencia bajo sus múltiples formas; matemática, astrológica, física, médica, musical, caligráfica, jeroglífica; avanzando bajo los inmensos follajes de la India, entre las estupendas columnatas de Palmira, en el interior de los místicos templos de la China, en los observatorios Caldeos, y viniendo a sintetizarse, después de haber removido inmensos materiales, en algunas fórmulas, en manos de los Euclides, de los Arquímedes, de los Hipócrates, de los Orfeos; ¡desde donde vuelve a esparcirse por las naciones, para preparar a Ambrosio Pere, a Galileo, a Newton, a Pascal, a Humboldt y Aragó! Nada diré de sus detalles que tienen con ella una relación tan íntima, como sus relaciones con la Religión y la filosofía. No trataré de buscar la razón providencial de un descubrimiento científico cualquiera; la rueda, por ejemplo, y de la influencia de este descubrimiento sobre el porvenir de la Humanidad. ¡Ah! al recordar la voluntad que ha aumentado hasta el infinito las relaciones entre todo lo que se descubre y todo lo que se ha descubierto o se descubrirá, no es posible sonreírse; especialmente cuando se han pasado centenares de noches inclinado sobre los libros, a la luz del trabajo y de la conciencia.
Pasemos sobre los siglos, no siguiendo a la ciencia sino con la mirada, y apresurémonos a llegar a la era cristiana, para seguirla rápidamente en el terreno de los hechos hasta nuestros días, y demostrar al menos en este corto período, sus relaciones con la Religión, con la filosofía y con todo lo que concurre a aproximar la Humanidad a la armonía.
En el siglo IV la considerable suma de conocimientos adquiridos, impone la necesidad de la simplificación y de la rapidez en los cálculos: Diofanto publica el primer tratado de álgebra, que hace posible el binomio de Newton, más de trece siglos antes de su nacimiento. Las campanas del Cristianismo lanzan al aire sonidos que quinientos años más tarde recoge Guido de Arezzo para encontrar en ellos la escala musical, cuyas notas sirven hoy para definir la mayor o menor precisión de las escalas mecánicas. De suerte que Jesucristo, al predicar su doctrina que agrupa los pueblos alrededor de un campanario, en su previsión providencial anunció a Palestrina. La química, aunque se halla en sus primeros rudimentos, lanza el fuego gregeois sobre las aguas y el proyectil de Calinico profetiza en el siglo VII la pólvora y el cañón; este descubrimiento que el partidario de la negación maldecirá en un arranque de hipócrita caridad, y en el que el afirmador profundo hallará uno de los elementos más poderosos de la síntesis venidera.
El siglo IX ve a la brújula iniciando a los navegantes en el secreto de lejanos descubrimientos: la ciencia por esta vez se halla más bien bajo el dominio de la revelación que bajo el del raciocinio; Colón, viene más bien de Dios que de la Humanidad. El trabajo intelectual se generaliza; y como si desde entonces debiera ser la luz el objeto preferente de las investigaciones del hombre, la primera operación de las cataratas se verifica con gran éxito; los anteojos vuelven la vista fatigada al hombre estudioso, y las velas de sebo que el pobre puede en breve proporcionarse por un precio ínfimo alargan el día para que avance la instrucción. Los ingredientes necesarios para la pintura al óleo, se descubren y se preparan para que más tarde millares de obras maestras nos inspiren la pasión por lo bello.
¡Siglo XV! ¡Colón y Gutenberg! ¡La talla del diamante y el grabado! La alquimia encendiendo sus hornillos en las cavernas y en los sótanos, en busca de un objeto que no hallará al fin; ¡mas en su lugar, se aproximará al objeto de Dios! Entretanto los primeros coches giran sobre sus ejes y avanzan hacia la locomotora ardiente, impulsada por el vapor, hijo de la alquimia.
Nombrar a Colón, es señalar una de aquellas épocas en las que se ve claramente marcado el inmenso plan de la Providencia; jamás, acaso, acontecimiento más importante que el realizado por él, haya venido a servir de consecuencia a mayor número de hechos cumplidos y a preparar mayores resultados necesarios en un tiempo dado para el completo desarrollo de la Religión y la filosofía. Y todo a la vez se preparaba para la revelación del nuevo mundo: la imprenta prestaba un servicio inmenso al orden moral, poniéndolo a la altura del orden físico, merced al descubrimiento del loco genovés. El cobre y la madera en forma de planchas, animadas por el buril, inmortalizaban al enviado de la Naturaleza; y merced al grabador, la imagen de la poesía, derramando flores sobre las ideas.. podía multiplicarse a la vista del hombre.

Pero el grabado no alcanza a copiar fielmente la Naturaleza. La Providencia quiere permitir que la Humanidad encadene a sus miradas, hasta la más pequeña intención física de la forma, para que pueda interpretar mejor sus intenciones morales. Invéntase la cámara oscura; sueño entonces muy lejano, profecía de la fotografía. Y para alcanzar los efectos de aquel descubrimiento de Porta, aparece el microscopio completando la vista de los sabios. Invéntase en Pistoie la pistola, que más tarde debía ser el instrumento destinado a privar a Carrel de la vida, y aunque a primera vista a parece multiplicar los resultados del duelo, destruye su aparente nobleza, y por consiguiente, disminuye sus causas.
El tiempo apremia a la ciencia; fuerza es que se halle en disposición de presentarse en la cita sintética del siglo XIX, y que por consiguiente, haya cumplido todo cuanto puede y debe cumplir antes del momento de esa cita. El termómetro enriquece con una realidad más los conocimientos físicos; Neper enseña los logaritmos a los matemáticos; Harvey la circulación de la sangre a los que quieren interrogar los secretos de la existencia humana. Mersenne dirige a los astros el telescopio; Torricelli, Huygens y Leibniz aumentan la suma de las certezas adquiridas; en fin, realizase un fenómeno superior a todos los demás; Papin inventa la máquina de vapor. ¡Cuántas conquistas en un siglo! Y mientras que se obtienen en una parte de la Tierra encargada entonces de representar la colectividad humana, el resto de ella avanza relativamente al mismo paso que la Europa occidental, aproximándose por medio de la ciencia, al fin que deberá alcanzar al mismo tiempo que su hermana. Todo eso ¿no revela acaso una intervención superior? ¡Ah! No es el acaso el que permitió a Papin descubrir el elemento por excelencia de comunión más pronta y más universal que todas las comuniones conocidas, puesto que el descubrimiento de la imprenta y el de la América, han profetizado los resultados de este motor gigante, creando sus causas. Ningún hombre pensador abordará de frente el estudio de estos misterios de la ciencia, sin murmurar: ¡Credo in Deum!
El siglo XVII, el siglo precursor siente sonar sus primeras horas en el cuadrante de las edades. Tratar de enumerar sus beneficios reales, sus males necesarios, y de dar cuenta de los grandes trabajos que dio a luz, es obra imposible de realizar en una página ni en un volumen. Basta nombrar el siglo XVIII para saber inmediatamente las inmensas pruebas que el filósofo puede encontrar en él, en favor de las relaciones que trata de establecer entre la ciencia y todas las demás posibilidades de la perfección. Es el siglo de Franklin, de Arkwright, de Newton, de Jenner, de Saussure, de los Chappe, de Volta, de Condorcet, de Laplace y de Monge. Ve nacer a Aragó, Thenard, Orfila, Broussais, Humboldt y a otros mil, cuyos nombres se confunden en mi memoria; y cuando termina para hacer lugar al nuestro, la ciencia en todas sus subdivisiones se halla en estado de ponerse en contacto con la Religión, la filosofía, la literatura y las artes, porque ha logrado elevarse hasta el Criador, ensanchando el horizonte de la sabiduría; expresándose en un estilo poético o severo, pero siempre a la altura del asunto que lo ha dictado; y haciéndose familiar a los artistas, que no pintan un cuadro sin haber estudiado la fisiología, que no trasforman el mármol en estatuas sin haber pasado largas veladas en el estudio de la anatomía.
Por fin, oímos el reloj del tiempo, único cuadrante donde las horas del progreso humano no pueden retroceder; le oímos, repito, sonando diez y nueve veces en los ecos del universo: ¡nuestro siglo aparece! Aquellos de nuestros lectores, cuya instrucción les pone a la altura de juzgar el verdadero estado de la ciencia, comprenderán si se halla en disposición de presentarse al concurso sintético de que hemos hablado. Aquellos que tan solo se hallen preparados por las aspiraciones de la muchedumbre y por sus propios deseos, podrán decirme si no se sienten en estado de comprender todas las conquistas de la investigación, y si no se hallan preparados para alcanzar cuanto pueda serles revelado. Y es, que al propio tiempo que el Autor del plan providencial suscitaba a los reveladores, aumentaba la suma de las facultades humanas y las multiplicaba al choque de las ideas nuevas, lanzadas desde las alturas sobre la frente de la muchedumbre. No podemos dudarlo; ha llegado el momento de la fusión de la ciencia en el espíritu colectivo, del que se separó para el análisis; una armonía superior a la armonía cristiana está próxima a reorganizar el Mundo.
El autor de esta historia siente no poder encerrar muchos hechos en pocas palabras. Ha querido dar una idea del desarrollo científico y apenas le ha sido posible, en un gran número de frases, bosquejarlo a grandes rasgos. Y sin embargo, por el inmenso número de hechos explicativos sumergidos en el pasado, por la diversidad misma de las descripciones de estos hechos consignados en millares de volúmenes, es indispensable un libro que lo encierre todo en un reducido número de páginas, so pena de verlo sumergir en el caos a la menor circunstancia capaz de conmover a la Humanidad.
Es preciso que la ciencia tenga su código y su historia divididos en tantos capítulos como medios tiene de interrogar los misterios de la existencia universal. Es preciso que el hombre, preparado a esperar estos misterios por la intuición divina, pero alejado hasta entonces de su explicación por las dificultades que de ellos le separaban, pueda en un momento abrazar todo lo útil, sin perder, no obstante, detalles preciosos en su precipitación al darse cuenta del conjunto.
Por esta razón, cuando yo escriba la obra que anteriormente he anunciado, avanzaré lentamente por cada una de las vías de la ciencia, teniendo el mayor esmero en constatar igualmente todas las conquistas verificadas desde el origen del Mundo, en matemáticas, medicina, química, física, astronomía, geografía, geología, música, caligrafía, &c. Mostrar los principales descubrimientos, es señalar la mano de Dios en el conjunto; pero es señalarla en los detalles probar al Mundo que Aulo Gelio es lógicamente la consecuencia de Hipócrates; Galeno la de Aulo Gelio; la escuela de Salerno la continuación de todos ellos; y que ni Broussais ni nadie hubiera hecho brillar la medicina en nuestro siglo, sin los precedentes establecidos por sus antecesores y acomodados a mis ideas por la escuela, laboratorio de las inteligencias. En química, por ejemplo, niego que Dumas pudiera existir hoy; sin la anterior existencia de Paracelso y Priestley, y estoy íntimamente convencido de que Rhazes y Alberto de Bollstädt son providencialmente los precursores de Lavoisier. Lo probaré en mi futura obra.
El idioma formula el pensamiento; la literatura reproduce hasta sus más insignificantes detalles, sirviéndose para ello del idioma, como se sirve el fundidor del hierro. El plan providencial la conduce de consecuencia en consecuencia hacia el fin armónico, de la misma manera que ha conducido a la filosofía, a la Religión y a la ciencia, cubriéndolas de flores a los ojos de la inteligencia humana. Imposible nos es por desgracia remontarnos suficientemente en su historia para alcanzar sus primeros trabajos; no es difícil todavía estudiar los primeros vagidos de la lengua en su representación escrita por medio de nudos de cuerda o de montones mineralógicos; pero es casi imposible hacerse cargo del nacimiento y de los primeros descubrimientos de la literatura, solo con la disposición de estos nudos y de estos montones. Una sola cosa se obtiene de su estudio; la certeza que encierra la expresión del deseo que la Religión deja subir hacia Dios, que la filosofía deja subir hacia la sabiduría, y que la ciencia envía en alas del estudio en busca de la verdad palpable.
La literatura no tiene otro objeto que el objeto universal: en eso prueba la Providencia que la libertad humana tiene por límites las necesidades de su ley eterna, que también es la de la unidad por excelencia. Haré con la literatura lo que hice con la ciencia; trazaré rápidamente su marcha a través de los siglos, sin detenerme en el estudio de sus esfuerzos analíticos; pues estoy impaciente de entrar luego en el fondo de mi tarea, У de establecer una estrecha relación entre mis convicciones y los hechos que sucedieron en una parte del mundo, bajo el nivel providencial.
Abrimos los primeros libros conocidos; los seis Sastras de la India: los Wedas, los Oupavedas, los Angas o Vedangas, los Puzanas, los Dherma Sastra y el Dhersana. Es indudable que lo primero que ha inspirado a la literatura, ha sido la creencia en Dios, la revelación prestada a Dios mismo. En la época en que nació, acababa de aparecer a la Humanidad en su síntesis informe, en su conjunto aún no salido del caos, la idea del Creador. Así es que los libros, cuyo título acabamos de escribir, son un prolongado grito del hombre hacia esa idea inmensa que la imaginación procura definir, lo que solo consigue amontonando fenómenos sobre fenómenos y creando monstruos que, a fuerza de fealdad, alcanzan la terrible belleza, de la cual la ignorancia, el temor y el respeto forman la imagen de la Divinidad.
La literatura tiene un objeto distinto de la traducción del grito de la multitud hacia todo lo que ésta adora, hacia todo lo que ésta ama y hacia todo lo que ésta desea. La literatura toma acta del progreso de la forma del lenguaje y del pensamiento. Duapayana extrae de los libros de la India todo lo que forma un misterio impenetrable, y bien pronto el brahma incógnito que los encierra en los límites de la Oupanichada da a esos monstruos literarios de la India un aspecto que los hace accesibles a los primeros estudios de Anquetil Duperron.
Por lo demás, no tenemos la pretensión de creer se halle en este particular haciendo su primer esfuerzo. Hace mucho tiempo que se agita en la cuna intelectual de la Humanidad; pero el autor de esta historia no necesita mostrarla aquí empleando sus primeros movimientos en ordenar en los campos esos libros primitivos de guijarro y roca, que, bajo el nombre de Peulvans, de Lichavens, de Cromlechs, de Dolmens y de Tumulus, manifiestan a la sociedad escéptica del occidente europeo, que los abuelos, y los abuelos de los abuelos de sus hijos pensaban dejar al porvenir algo más que un suelo yermo o cubierto de ruinas. El ilustre autor de Nuestra Señora de París, en uno de los capítulos de su obra admirable, indica rápidamente de qué manera se ha servido de la Providencia el espíritu como de una letra móvil, para dar al pensamiento humano una forma, cada vez más perfecta. Los templos subterráneos de Bombay, los inmensos monumentos del Indostán labrados por los imitadores de Viswakarma, el arquitecto del cielo, en la falda de las más elevadas montañas, son las prodigiosas raíces del árbol literario, cuyos primeros gérmenes pueden seguirse hoy en las murallas fecundadas por el contacto del hierro, ese metal destinado a ser el arado del terreno intelectual, como lo es del terreno físico. Saber que esos hacinamientos existen, que esos templos no son la creación de nuestros sueños, y no confesar inmediatamente que la Humanidad tiene un objeto, al cual se dirige desde que existe, bajo la mano de la fatalidad providencial, es indudablemente una estupidez mayor que la del más fanático de los adoradores de Jagrenat, yendo aún a suicidarse bajo las ruedas de su carro, para que su sangre sea propicia a la unión de la colectividad humana, cuyo objeto se propone. Pero repetimos, que el autor de esta historia no puede entrar aquí en estas consideraciones.
El manuscrito es de dos especies desde el momento en que la piedra dejó de ser absolutamente útil a la consignación del pensamiento, a su embellecimiento, al adorno de sus caprichos. Es de pergamino o de papiro, de corteza de árbol o de tela primitiva; pero continúa siendo de piedra para ser bastante grande y abierto a la Humanidad, hacerla esperar con paciencia el descubrimiento de la imprenta. Más tarde, gracias a esta última, aparecerá el libro que no matará al manuscrito de piedra, ni al manuscrito de papiro; pero que los multiplicará como multiplica el vapor la vida física.
La literatura debe ser quien conserve e inspire lo sagrado, lo bello, lo grande, lo justo, lo generoso y lo bueno. La literatura tendrá sus síntesis y sus análisis del mismo modo que la Religión y la filosofía las han tenido. Éstas síntesis y éstas análisis estarán en estrecha relación con las de la Religión, de la filosofía y de la ciencia, cuyos intérpretes escritos y hablados vendrán a ser. Partiendo en cierta época de los Sastras, llegará a la Biblia, de la Biblia a la Ilíada, de la Ilíada al Evangelio, del Evangelio al Paraíso perdido y del Paraíso perdido al Genio del Cristianismo y a Jocelyn, a medida que la Religión, la filosofía y la ciencia, partiendo asimismo de la Grecia, llegarán a Moisés, Homero, Jesús, Milton, Chateaubriand y Lamartine. Del mismo modo que la síntesis y la análisis de estos últimos, las suyas tendrán negaciones, contrapesos y absorciones; pero nadie conseguirá jamás separarla del conjunto del plan providencial, y ni aún se atreverá a intentarlo, a menos que no quiera desempeñar el papel del gusano que se adhiere a un trozo de granito deseoso de devorar una parte de él.
Seguramente sería imposible a nadie demostrar que no ha sucedido así, y dejar de convenir en que la literatura jamás ha tenido otra intención que la de asimilar el lenguaje del hombre con el supuesto lenguaje de Dios, que la de purificar su forma, elevar sus proporciones, dirigir los esfuerzos a la realización de la justicia, perfumar de generosidad los acentos y someter las masas populares a las reglas del bien.
Todo lo que precede a la Biblia llena esta misión, ya sea literatura de piedra o ya literatura escrita y trasportable. Los que trabajan a fin de crearla para cada pueblo y para cada creencia, se apresuran desde luego a recomendarla y unirla a Dios: procuran adornarla exteriormente, limando y simplificando sus períodos; la remontan hasta las regiones del lirismo; la encuentran perfecta solo en relación a la manera con que traduce la justicia y sus generosos arranques, y nadie se atreve a confesarse capaz de hacerla servir al mal; Kung-Fu Tse se sirve de ella, como Pitágoras, para dar a los hombres una idea del Ser Supremo: traza el Chu-King con su mano religiosa, como el otro canta los dorados versos con su voz agradable. Tsema-Thsian y Heródoto la simplifican para hacerla expresiva, en tanto que Orfeo la pule para que cautive más los sentidos. Los lectores de este libro saben que Píndaro la arrebata al cielo, que se apresura a confiarle las primeras leyes para formar los códigos, que se encarga de enseñar a los hombres la generosidad, esa hermana del bien que la literatura predica antes de todo.
Escríbese la Biblia. Obra de hombres y de generaciones, adquiere cada siglo dos o tres páginas, y cuando está terminada, resulta que su última página es consecuencia de la primera, que todas las trasformaciones que su forma ha experimentado se encadenan y tienen su razón de ser como los hechos confirmados que cuenta. Algunas veces consigna y aprueba actos que la moral moderna rechaza, pensamientos que la justicia actual condena, descripciones que el buen gusto de nuestros días no podría aceptar; pero el hombre pensador se ve obligado a reconocer que la moral moderna, la justicia actual y el buen gusto de nuestros días no existirían, si al nacer no se hubiesen revestido de la forma de esos actos, de esos pensamientos y de esas descripciones bíblicas, como la mariposa que se ve precisada a proveerse de alas dentro del capullo que primitivamente la cubre.
Sucede así respecto de la Ilíada, libro sublime que el autor de esta historia se complace en creer escrito por una sola mano, por no ver desvanecerse en el pasado la bella imagen del ciego Homero; pero que de todos modos es el libro en que se reúnen los resultados de los esfuerzos que la lengua griega hizo sobre sí misma durante siglos enteros. El hombre pensador que estudia la construcción de los versos del bardo inmortal, que se da cuenta cuando los lee en alta voz de los sonidos agradables que producen, de los efectos de armonía silenciosa que operan sobre su espíritu cuando en silencio los lee, conoce que esos sonidos agradables son el resultado de un trabajo prolongado y llevado a cabo en obsequio a lo bello, a lo bueno, a lo justo y a lo sagrado. El pueblo, que busca en las frases giros capaces de pintar la grandeza de los dioses, se eleva y camina hacia el porvenir, perfecciona la naturaleza, buscando estrofas imitativas de sus obras maestras; purifica el alma creando imágenes dignas de hacer amar el sentimiento del bien, y la justicia es su fin cuando en la misma armonía de su expresión da una idea de la armonía que debe reinar entre todo lo existente. Los partidarios de la libertad humana ilimitada pueden buscar mejores armas contra la intervención providencial que las que les ofrece la individualidad del escritor, del poeta, del rapsodista? Ha aquí un anciano ciego que atraviesa a pie las floridas campiñas de Grecia. Solo ha recibido la instrucción por el órgano del oído y por la memoria, pues jamás ha gozado de la vista; su imaginación no se ha visto nunca encadenada por los iniciadores; puede extender su vuelo intelectual fuera de todo lo que se ha pensado y se pensará, y crear un orden de ideas sin relación alguna con las ideas del pasado. ¿Qué va, pues, a hacer? ¿Acaso va a fijar, con arreglo a su capricho, la misión de la literatura? ¡Error! Abre los labios e invoca a los dioses; canta, y la belleza se exhala de sus labios coronada de rosas; llora, y nace el bien de sus lágrimas; habla, y la justicia, siguiendo las huellas de su palabra, enseña a los hombres las primeras leyes necesarias a la felicidad social. La literatura conserva su misión. El rapsodista, privado de instrucción, ha sido la consecuencia de los que cantaron antes que él, porque su genio, favorecido por la voluntad providencial, ha venido de esta a habitar la Tierra provisto de la ciencia imitativa necesaria a su misión.
Entre la Biblia y el Evangelio, entre la Ilíada y el Apocalipsis, la literatura se ha desarrollado en la expectativa y el examen de la obra del Nazareno y sus Evangelistas. Pero nuestros adversarios van a apresurarse a decirnos, que nos reímos del Mundo al sostener esta tesis, que no hablamos más que del libro judío y del libro griego, que olvidamos los del norte del Asia, y sobre todo, esa literatura latina, que seguramente no hace nada en la expectativa de Cristo y de Juan. No: la literatura del norte del Asia, como la de los Romanos, tiene el mismo origen que la literatura a que debemos la Ilíada y la Biblia: han obrado cada una en su centro de acción, de manera que caminasen aquellos cuya inteligencia gobernaban hacia la época que conocieron esos dos libros y se hallasen en estado de comprenderlos. De modo, que cuando la Ilíada se conoció en Roma, la literatura latina produjo la Eneida, y Mahoma reveló el Corán cuando se conoció la Biblia en el Asia. Como hemos hecho notar en el trascurso de este trabajo preparatorio, únicamente como que la hora de la marcha colectiva de la Humanidad no ha sonado aún, el globo luminoso de la verdad pasa de mano en mano en dirección del centro definitivo, y se detiene entre los dedos de Jesús en la época de la predicación del Nazareno.
El autor de esta Historia profesa una admiración y un respeto profundos al Evangelio y al Apocalipsis, escrito el uno para todos y el otro para los que adivinan el porvenir. Como forma, estos dos libros le parecen la más magnífica de las síntesis posibles en la época de su aparición. En el Evangelio aparecen armoniosamente dispuestas todas las expresiones empleadas para traducir al lenguaje vulgar las ideas relativas de lo sagrado, de lo justo, de lo bueno y de lo bello. En el Apocalipsis se encuentran asimismo en el sitio que les correspondían en el orden futuro de entonces, todas las expresiones empleadas para entusiasmar a las altas inteligencias y hacerles gustar anticipadamente la ciencia infinita. ¡Qué sencillez en el uno! ¡Qué elevación en el otro! Y para que no exista contradicción entre la obra del maestro y la del discípulo, noten nuestros lectores con qué habilidad se oculta toda la elevación del Apocalipsis bajo la sencillez del Evangelio a la vista de los pobres de espíritu, y se revela a los hombres dotados de alta inteligencia; noten nuestros lectores la habilidad con que la sencillez del Evangelio domina a la elevación del Apocalipsis, para demostrar a los hombres de gran imaginación que la forma más inmediata a la realidad divina es esa misma sencillez que no necesita más que presentarse para ser reina en todas partes. Pero también, ¡qué cosas tan admirables hay en esos dos libros que un niño puede recorrer en algunas horas! Nada falta a su perfección de cuanto la forma ha conquistado, trabajando por sí misma para perfeccionarse; esos libros dicen a la vez lo que han dicho los Sastras, lo que ha dicho, Orfeo, lo que ha dicho la Biblia y lo que ha dicho Homero.
Algunas personas, después de haberme oído exponer el plan de esta obra, me han acusado de que no dejaba ninguna superioridad a los elementos del Catolicismo y de que cometía un sacrilegio, poniendo en parangón por ejemplo, la Biblia y la Ilíada. Me explicaré en pocas palabras.
El hombre pensador, si se eleva sobre todo a una gran altura en las regiones del pensamiento, si se siente con alas bastante fuertes para cernerse sobre el conjunto del universo acompañado del espíritu de Dios, inseparable de su genio, no por eso está menos obligado, para ser útil a sus semejantes y colocarse a la altura de su siglo, a mantener algunas veces su vuelo al nivel de la Tierra y a razonar bajo el punto de vista de su tiempo. En el primer caso, tiene una opinión absoluta emanada de un conocimiento más perfecto de Dios que el de los demás hombres, y de una sabiduría tanto más grande cuanto más se ha elevado para adquirirla. En el segundo caso tiene una opinión relativa que pone a disposición de aquel a quien cree más adelantado en la Tierra. El autor de esta Historia ha nacido en una época en que más que nunca necesita el hombre pensador tener estas dos opiniones. Sin opinión relativa le sería imposible seguir en esta Babel moderna las mil subdivisiones humanas que se lanzan por tantas vías al punto de cita de la síntesis próxima de que tiene la pretensión de ser profeta.
A sus ojos, el Catolicismo es lo más avanzado como centro espiritual, como foco de luz, como cuerpo de doctrina, y por esta razón le ha prestado constantemente su opinión relativa cuando pudo cortar las alas a su opinión absoluta. Así, sin ningún temor puede dar a la Biblia esa superioridad que la atribuye el Catolicismo, y que en realidad merece sobre los demás libros, considerada bajo el punto de vista que revelan los párrafos siguientes.
«Entre todas las religiones existentes no hay una que encierre a la vez todos los descubrimientos del pasado y todos los progresos del presente de una manera tan amplia como el Catolicismo. Su Génesis sublime nada niega de las primeras trasformaciones del globo, y por medio de grandes imágenes presenta a los ojos aún débiles de la Humanidad el relato de esas trasformaciones. La elasticidad sublime de su relación le permite observar todo cuanto se descubre en los tiempos desconocidos y aún en los históricos; y hacia esa síntesis admirable, que se llama el Evangelio, corren de todas partes, como grandes ríos que se precipitan a la mar, esas mil creencias que proceden de una síntesis, cuyo recuerdo hemos perdido para analizar las aspiraciones íntimas de la Humanidad. Cierto que el Catolicismo acepta con dificultad los descubrimientos hechos en los primeros tiempos del universo; los combate con la duda, los experimenta con la repulsión, los analiza con la piedra de toque de sus concilios, pero una vez reconocida la verdad, esos descubrimientos por él acogidos se alojan sin desorden en su seno, y al abrigo de una constitución progresiva dan inmediatos resultados, de que se valen los Bossuet y los Lacordaire, para iluminar al mundo.
»Lo que hace en este momento el Catolicismo lo harán más extensamente un día su consecuencia y su previsto desarrollo, pero niego que lo hagan el Protestantismo y el Cisma, sobre todo en sentido del porvenir. No necesito rehusar este mérito a las demás religiones. Todas tienen un círculo, y este círculo es más reducido que el suyo y ahoga a los que quieren ensancharle. El Catolicismo tiene otra ventaja y es la de que encierra a la vez todos los elementos de que se han constituido las demás creencias y es más completo, más avanzado que ellas en todos los sentidos en que esas creencias han procurado desarrollarse, lo que no hubieran conseguido sin apoyarse en él. Mahoma ha escrito su ley con fragmentos del Catolicismo; de él procede el Cisma, que no ha avanzado desde el momento en que se separó de él; el Protestantismo, ese gran elemento de progreso, según algunos, no ha añadido nada a lo que tomó de la iglesia al separarse de ella, a no ser la teoría de la sumisión animal de los pueblos a los príncipes. No, en este punto no puedo encontrar serias contradicciones; el todo es mayor que la parte, especialmente que la parte sustraída, y lo que es verdad en geometría lo es igualmente en moral; el espíritu tiene también sus matemáticas.
»Hombres de inteligencia, hombres de fe grave, hombres de interrogación lógica, echemos una mirada sobre todo lo que ha precedido al Catolicismo, estudiemos la antigüedad, y entre todas las ruinas que ha dejado fijémonos en el monumento más bello y menos incompleto, cuyo examen pueda servir de punto de partida para recorrer las sombras del pasado. La Biblia se presentará inmediatamente a nuestros ojos. Ella encierra la esencia de los Wedas. Ella ha resumido la teogonía de los libros Egipcios. Ella ha extraído anticipadamente la moral, la poesía, el vigor de los manuscritos homéricos en que se encuentra la cuna de los dioses, Y, cosa que los demás libros solo en parte tenían, la Biblia ha tenido la misión sintética más grande de todas las misiones literarias del pasado; y cualesquiera que hayan sido sus autores, uno o ciento, ciento o mil, han escrito de tal suerte bajo la voluntad suprema de Dios, que han formado una obra que constituye un todo.
»¡Ah! no nos engañemos acerca de la importancia de la Biblia como base del Catolicismo, acerca de la importancia de esa reducida colección de imágenes a donde vienen a fundirse las edades de la Humanidad. Un libro más importante se prepara quizá para apoyar la nueva trasformación de la creencia inspirada y divina, pero antes que ese libro exista, ¿quién se atreverá a rechazar la obra colosal en que Job llora, en que Macabeo combate, en que Moisés ordena, y a no alumbrarse con ella para caminar al descubrimiento de las primeras leyes humanas a través de las tinieblas de la remota antigüedad? Pero este libro de que son el caos, de que son el reflejo las obras maestras griegas, de que los libros egipcios son el molde, de que las predicaciones de Zoroastro son quizá los rayos inspiradores, este libro se seca en manos de los que le leen sin poetizarle, y que retirándose de repente de la comunión progresiva, obstruyen con él la senda del porvenir de la Humanidad. La Biblia se esteriliza a la vista de los que no siguen las gloriosas consecuencias que tuvo la aparición de Jesús, y que no le hacen descender a la aplicación diaria, al menos por medio de sus sacerdotes.
»¿No es justo convenir en que todos los pueblos, cuyas religiones primitivas solo traducen las primeras revelaciones de la Biblia, deben ser inmediatamente conducidos al Catolicismo, en vez de que este último se vea quebrantado por ellos para que sus hijos estén condenados a esperar la hora de los rezagados? ¿No es una insensatez, por ejemplo, el declarar que el culto mahometano se puede tolerar en Europa bajo la misma mirada de Jesús cuando este culto es solo en su moral la copia de los sucesos consignados en el libro santo como un signo de las épocas de vacilación y cuando Jesús inundó el Gólgota de sudor y sangre para trasformar la ley que le toleraba? ¿No es una estupidez el que siga la Biblia el cisma, cuando este, vendiendo su fórmula al poder, se ha cerrado por sí mismo el porvenir y ha neutralizado en sus manos el código-síntesis de la antigüedad? ¿No es un verdadero culpable el que sigue el gran libro revelador en el santuario del protestantismo donde se han puesto sus versículos al servicio de los poderes de la Tierra, cuando existe un templo, donde los versículos de ese libro se emplean cuando menos en defensa de la colectividad popular contra la ambición de los Príncipes? Y puesto que ninguna de las creencias constituidas se ha apoyado, ni tampoco ha podido apoyarse en un Génesis más amplio que el del Catolicismo; puesto que aquellas mismas que se han apoyado en él, lo han hecho únicamente para detenerse enseguida y para cortar el vuelo a ese sublime volumen ¿a dónde podremos llamar, cualquiera que sea nuestra enemistad a Roma, como no sea a las puertas de Roma para encontrar ese libro sublime en toda su virginidad y sobre todo en su voluntad de ser explicado y completado? ¡En hora buena que queramos echar mano de ese depósito en nombre del porvenir, pero que podamos confiarle a uno de los tabernáculos que se le disputan fuera de la iglesia, imposible!
»Pues bien ese magnífico libro, esa Biblia que en los tiempos modernos ha producido los Chateaubriand, los Lamartine y los Hugo, y en los bellos tiempos de la pintura los Rafael y los Miguel-Ángel, le veríamos deshojado si viniesen los bárbaros; veríamos aplicar sin poesía los versículos que tienen más necesidad de comentarios, si el cisma de Oriente nos alcanzase; veríamos helarse todo ardor, si la hija de Lutero y de Enrique VIII nos cubriese con su velo de niebla, tendríamos que andar de nuevo todo el camino que ha recorrido la Iglesia, para explicarnos los admirables episodios de ese relato sin límites morales que cabe en la mano de un niño. Al defender al Catolicismo de los enemigos que le amenazan, al llamarle a su misión cuando se preparan los grandes castigos para la inmovilidad: prevista de sus defensores; al invitar a los hombres del progreso a que reconozcan que la salvación del porvenir, por medio de una trasformación pacífica, solo se encuentra en él, pensamos en la Biblia, en el canto del pasado que vive en él para nuestra instrucción poética, religiosa y moral. Aunque no tuviésemos otro objeto que el de su conservación, deberíamos combatir. ¡Cuántos ancianos desean morir con la cabeza apoyada sobre la almohada que fue testigo de los sueños de su juventud! La Biblia fue la almohada espiritual de la nuestra. La Biblia es el libro que nuestra madre nos hojeaba cuando éramos niños, para animarnos a aprender en todas esas bellas imágenes que han hecho poeta a Lamartine. La Biblia, en fin, es para todo francés el libro que inspiró a Bayardo, que, niño también, aprendió a leerla sobre las rodillas de su madre.»

Seguramente el autor de esta Historia hubiera podido omitir aquí los párrafos que anteceden, extractados de una obra, aun inédita, por medio de la cual se propone indicar la solución probable de la guerra de Oriente. Los ha trasladado para que sus lectores comprendan bien el respeto y la admiración que profesa, no solo al Catolicismo, sino también a sus orígenes revelados, cuya gran síntesis es la Biblia. Los ha trasladado para que sus lectores se persuadan bien de que es relativamente católico, y de que si alguna vez se separa de esta creencia, es para preparar la trasformación inevitable que debe sufrir, según su opinión absoluta, obedeciendo los designios de la Providencia. Volvamos ahora a la literatura.
El Evangelio, el Apocalipsis, los Actos de los Apóstoles, todo lo que brota de la fuente descubierta por el Crucificado, indica una trasformación en la forma tan completa como aquella cuya realización próxima no cesa de profetizar el autor de esta Historia. Otros sentimientos, otras ideas acaban de recibir la misión de guiar durante una nueva jornada el alma, el corazón y el espíritu de la Humanidad. Necesitábanse otras expresiones, otro ritmo, una nueva organización de la frase, un carácter dado al manuscrito como al enviado de la síntesis realizada: el sabio se hace humilde; el templo se convierte en catedral, y a medida que el hombre esfuerza su orgullo para engrandecer la idea de Dios, la Humanidad se hace más poderosa y da un paso más grande hacia el infinito. Este paso solo era permitido con la condición de que llevase tras sí hacia un desarrollo más completo, lo bello, lo bueno, lo justo, inspiradores y modelos de la forma así en literatura como en arte. En efecto, nada hay en la antigüedad tan bello como el Evangelio, tan bueno como los actos de los Apóstoles, tan justo como las obras de los Santos Padres, tan sublimemente sagrado como el Apocalipsis.
La literatura no ha cesado de ser cristiana desde el Evangelio hasta nosotros, ni ha cesado de prestar a nuestros pensamientos la forma adoptada por Cristo, por Juan, por Crisóstomo, por San Agustín; y una de las pruebas más grandes que podemos dar de que no existe una nueva síntesis superior, es que hasta el presente la literatura no ha sufrido ninguna trasformación total en su manera de expresar lo bello, lo bueno, lo justo y lo sagrado. Únicamente se manifiestan algunos síntomas precursores de una nueva síntesis; pero la palabra virtud, por ejemplo, significa aún lo que significaba en la aurora del Cristianismo y la poesía, aun cuando se eleve a la entonación de la oda, no ha dejado de ser un cántico. Hay una cosa digna de tomarse en cuenta, y es, que la forma se ha desarrollado como el pensamiento en el sentido cristiano, y ha colmado, conseguido y adivinado en este sentido todo lo que necesitaba colmar, conseguir y adivinar para preparar el nuevo Evangelio, del mismo modo que en el sentido pagano la forma y el pensamiento habían colmado, conseguido y adivinado todo lo que era preciso colmar conseguir y adivinar para pasar de Homero a Juan. Este trabajo se ha operado por medio de un admirable consorcio; ayudando la negación a la afirmación, secundando la fe a la duda, sirviendo la resistencia de contrapeso al impulso.
El desarrollo literario de la forma cristiana se debe estudiar muy especialmente después del renacimiento. Así como en la primavera se ven brotar y desarrollarse mil flores en una sola rama, así se ve que en el Cristianismo brotan y se desarrollan mil flores literarias que difunden por Europa los tercetos del Dante, los sonetos de Petrarca, el drama de Shakespeare, las poesías de Ronsard, el caballeresco romancero, las profundas meditaciones de la Mesiada y los admirables y graciosos cantos de los trovadores. Luego cada una de estas flores entreabiertas abriga en su seno perfumado el grano que arrebata el viento, a medida que en el reloj de los años suena la hora de su dispersión. Inglaterra poseerá a Milton, Byron y Walter-Scott; Italia poseerá a Tasso, Alfieri, Cantú, y España tendrá a Lope de Vega, Cervantes, y Lafuente. Alemania y Francia contarán por millares los escritores en las tres grandes vías de la fe ciega, de la duda y del análisis, dominados por la inspiración de esa síntesis cristiana, de las que no les será dado separarse y de la que serán a su pesar instrumentos predestinados. Voltaire hará posible a Chateaubriand, y quizás nunca hubiéramos oído los cantos de Hugo, de Lamartine, de Goethe y de Schiller sin la gran oposición del siglo XVIII, que solo sirvió para impulsar a la literatura cristiana a los límites de su belleza. Por lo demás, la forma es la misma para los que dudan, creen y analizan; el nivel cristiano iguala todas las expresiones elevadas, y ningún término, ningún giro nuevo, ningún género particular anuncia que haya sonado la hora de una trasformación gigantesca.
En todas las naciones del universo se ha verificado el movimiento de la forma bajo la inspiración del pensamiento cristiano; por más que este pensamiento no se haya mostrado bajo su verdadero nombre, todos los pueblos se han acostumbrado a calificar tal sentimiento de tal manera, de tal otra; tal sensación, tal objeto de tal modo y el descubrimiento de medios más rápidos de locomoción ha facilitado esta grande inteligencia literaria que permite a todas las naciones emplear a la vez la misma figura retórica para expresar un pensamiento. Ahora que esta gran unidad de forma ha preparado al mundo a la trasformación inevitable que en todo debe verificarse muy pronto bajo la influencia de un nuevo Evangelio, así como en la ciencia, en la Religión y en la filosofía se comienza a descubrir la síntesis del porvenir, así en la forma vemos poco a poco introducirse los elementos de una nueva literatura que Saint Simon y Fourier, más poderosos que Voltaire, han entrevisto y aun empleado alguna vez. Existe la necesidad suprema de que aparezcan en la humanidad virtudes y sentimientos desconocidos hasta el presente, nuevas expresiones, un nuevo lenguaje, una retórica que esté en relación con las aspiraciones hacia el porvenir.
El autor de esta Historia solo tiene que consignar la presencia de una voluntad superior que preside el desarrollo literario, del mismo modo que el desarrollo religioso, filosófico y científico; y cree que esta consignación no es una quimera, puesto que resulta del rápido estudio el prodigioso encadenamiento que existe entre todas las literaturas, ya se trate de su sucesión, ya de sus relaciones en una misma época. No es, pues, la casualidad quien hace al Evangelio consecuencia de la Biblia, bajo el punto de vista de la expresión, y que se opone a que alcance la victoria el estilo de Lamennais y de Lamartine sobre el estilo de Voltaire que es debido a la necesidad en que la Humanidad se hallaba, de comprender claramente a Lutero, a Descartes y a Newton. El que armoniza la alfombra de flores que cubren los fértiles campos, armoniza también las convenciones humanas, y trabaja sin descanso a fin de que se comprenda que Babel no es obra de su cólera.
Después de haber estudiado la marcha conveniente de la fe, de la sabiduría, de la ciencia y de la forma literaria hacia el porvenir, nada más fácil que probar que el arte se ha dirigido también hacia el mismo punto desarrollándose bajo la influencia providencial. El arte es una segunda literatura: como esta, tiene su origen en la reproducción necesaria del pensamiento humano, sin más diferencia que la de estar destinado a hablar más directamente a la imaginación. En su origen es inseparable de su hermana; el arte y la literatura son artistas que construyen los templos de la India; son artistas que hablan el idioma de la hermosura, esos hombres que amontonan el Dolmen y tratan de poner el pensamiento religioso en armonía con la severidad de las grandes florestas vírgenes, aun la víspera de su nacimiento. Cuando el alfabeto natural y el alfabeto jeroglífico aparecen, cuando la literatura cesa de mandar a la piedra y deja al arte engrandecerse en su independencia, este último es dueño de negar todo lo que afirman los demás instrumentos puestos a disposición del hombre para prepararse a su comunión con el infinito; puede negarse a adorar al Eterno, puede despreciar la sabiduría, puede emanciparse de la fraternidad dominadora de la ciencia y lanzar su forma por una vía contraria a la que la conveniencia literaria adopte para marchar en busca de la belleza. Solo hace uso de esta libertad para ponerse en estrecha relación con la Religión, cuyos templos edifica, y cuyos símbolos embellece; con la filosofía, cuyas conquistas hace palpables; con la ciencia, por la cual se deja algunas veces dominar, y finalmente con la literatura, que le presta inspiración a la que inspira según los tiempos y circunstancias.
El arte puede ser considerado como la práctica de las teorías de la fe, de la virtud, del saber, de la expresión armoniosa. El Júpiter Olímpico es la religión pagana presentada a los sentidos. La Venus, el Apolo, la Minerva, con las admirables esculturas que circundan el Partenón, fijan las conquistas de la sabiduría antigua; el Zodíaco de Dendera nos trasmite la ciencia de los primeros hombres en una página de granito, y todas las estatuas, todos los bajos relieves, todos los monumentos de Atenas y de Roma ofrecen a nuestros ojos la realización material de ideas y narraciones presentadas por Homero o por Virgilio a la imaginación de la Humanidad.
En todos los pueblos se desarrolla a la vez el arte con condiciones iguales sometidas sin embargo a circunstancias que el Criador suscita, no para impedirle que remonte su vuelo, sino para impulsarle por la senda que debe recorrer para encontrarse en las grandes citas sintéticas de todos los agentes humanos con la suma de conquistas que debe presentar al nuevo Evangelio por cada periodo futuro. Sabido es que, quizás en la misma época en que los arquitectos de la India cavaban, decoraban y poetizaban las cavernas de Elefanta, de Elora y de Salcete, monolitos prodigiosos llenos de troncos de árboles tallados en el granito, los pueblos de América se preparaban como los pueblos de la India a la síntesis a que tocamos, echando los cimientos de Satenquee, y cincelando esos capiteles extraños que se acaba de encontrar en las ruinas de Copán. Durante este tiempo, los antiguos servidores de Odín y de Teutates, ya que no sus abuelos y sus precursores, hacinaban a la sombra de las grandes encinas esos altares monumentales que en el día han venido a ser, por una sucesión de consecuencias obligadas, el tabernáculo de mármol pulimentado en que la Religión encierra el cuerpo y la sangre de la última víctima humana sacrificada a la divinidad del consentimiento de la fe, de la inteligencia, de la sabiduría y de la literatura.
Y el autor de esta Historia se limita aquí a examinar el arte en su misión puramente material. Solo se detiene en la escultura, en la arquitectura y en la pintura que Apeles elevó el primero a la altura de una potencia activa. El arte musical, el arte coreográfico, todo lo que no pertenece al dominio del sentido de la vista lo deja a un lado, temeroso de separarse nuevamente de su objeto, y porque, en último resultado, la música y el baile, que contempla bajo un punto de vista grave, se han sometido de tal manera, como todas las cosas, a la regla absoluta de los desarrollos sucesivos, que es inútil la demostración. Palestrina preparó a Rossini, y este último, poco afecto a Meyerbeer, no echa de ver que, a su pesar, es su hermano, quizá su causa, indudablemente su sostén. Taglioni, Carlota, la Cerito, y Petra Cámara, son hijas del arte coreográfico, en otro tiempo sacerdote de Venus o de Jehová, ahora sacerdote de la belleza, hecha más modesta por el pensamiento cristiano, pero dotada de una inteligencia de que se veía privada entonces. La misión de estas hijas de Eva de ojos centellantes, de labios de coral, de cuello de alabastro y de justillo de raso, no es indiferente a la fe, ni a la sabiduría, ni a la ciencia, ni a la literatura grave. El hombre pensador, abismado en una butaca delante de la escena animada por una de esas mariposas, se explica, aplaudiendo con una sonrisa, el enorme trabajo llevado a cabo por la Humanidad, según los salvajes regocijos que los pueblos africanos nos ofrecen aun, para darnos una idea de lo que los regocijos eran en las primeras edades del Mundo. Por su parte, el autor de esta Historia no ha oído nunca a la Gazzaniga cantar la balada de Roberto, ni ha visto a la Petra Cámara girar en la escena, sin pensar en Dios.
Ciertamente es deplorable que, al escribir estas líneas, temamos excitar la ironía de una época crítica, entregada, por desgracia, a la duda y a la indiferencia. Del mismo modo que la creencia, la filosofía, la ciencia y la literatura, el arte que ha producido Elefanta, los Dólmenes, los templos de Palmira, el Partenón, el Capitolio, el Coliseo, todas sus columnas, todas sus estatuas, todos sus bajos relieves, todos sus frontones, todos sus capiteles y todos sus frisos; el arte, repito, ha hecho todo esto esperando al Cristianismo, y en las iglesias fraternales que este último le pide, hasta en el seno de la oscuridad de las catacumbas, amontona o dispone con un desorden sublime, o con una elección perfecta, todo lo grande y lo bello que ha conquistado, realizando con el mármol o el granito los pensamientos religiosos de los siglos que pasaron, su sueño filosófico, su gracia o su sublimidad literaria. Las pagodas piramidales de Mahabalipuram han anunciado al Cielo nuestros campanarios. El cincel de los creyentes de Bombay ha profetizado nuestras capillas subterráneas, tierno y severo recuerdo del culto cristiano en las épocas de persecución. Lo mismo puede decirse de las excavaciones de Mubalik en el Afganistán, donde todo un mundo de incitadores ha derramado tal vez en las tinieblas el fértil rocío de las lágrimas de la fe. En Kabul se presenta a los ojos de Elphinstone la infancia de la cúpula; de suerte que, al pasar Alejandro con su ejército por la vía Indo-Bactriana, ha podido ver la manera artística con que Miguel-Ángel había de componer ese gran tesoro arquitectónico que se llama San Pedro de Roma. Los Dagobas dan una idea de lo que será un día las terrazas de nuestros presbiterios de campo, y el cura moderno lanzado por las circunstancias al Nordeste de Arenadjapura, se admiraría al encontrar allí la imagen de la colina cubierta de árboles, en medio de la cual ha vivido en nuestras provincias. A pesar de las salvajes demoliciones de Qin Shi Huangdi, los que han pedido a la China el secreto de su primitiva arquitectura han descubierto en las ruinas de esta última los embriones de la que inauguró el atrevido escultor de Moisés, embriones que llegaron hasta él pasando de la sencilla pagoda a la cúpula de Santa Sofía, de esta cúpula a las ojivas de nuestras catedrales, de nuestras catedrales a su gran síntesis de piedra y de mármol. Madjapalut, la antigua capital javanesa, anunciaba al mundo la existencia de Babilonia y Tebas, del mismo modo que Suse y Persépolis que habían de ser conquistadas por los griegos, debían necesariamente haber existido, para que la concepción de ciudades, como Atenas, fuese posible y para que su acrópolis pudiese ostentarse sobre su libertad, como una imagen de la autoridad providencial, destinada a presidir el desarrollo humano. Las excavaciones de Bisotún, dándonos una idea del Ecbatana, nos manifiestan que los Medas, al construir sus muros y sus fortalezas, preparaban en la edad media los medios de regenerar por la fuerza propia que han producido, completándose los unos a los otros, la unidad moderna, provisional y precaria aun a nuestros ojos. Los altares de Mitra en el Bagistán, con su radiante gloria, fueron los precursores de esos altares del Catolicismo, encima de los cuales brilla el triángulo divino, símbolo entrevisto por Zoroastro. ¿Los bajos relieves de Nínive no han tenido influencia alguna sobre los del Partenón, y estos últimos, adornando los capiteles del inmortal edificio, nada han anunciado? Este fenómeno hay que pedirle al arte moderno. La Giganteja fenicia nos conserva la belleza fuera de la regla absoluta, tal como la querrá el porvenir; en tanto que la Palestina, construyendo con regularidad sus templos, enseña a los constructores futuros la armonía de las líneas y de las proporciones. Pero esta enumeración se prolonga demasiado, en concepto de mis lectores: iniciados ya en mi método, su esclarecida inteligencia abarca de un solo golpe todos los grandes monumentos del pasado, y esa misma inteligencia les basta para comprender los trabajos, las trasformaciones de este embrión de la armonía material que se llama arte.
Examinadas la escultura y la pintura, nos dan idénticos resultados: ambos han balbuceado, han llamado, han hablado, en fin, aspirando siempre a un objeto único, y este objeto no era otro que una de las fases de ese gran monumento, por cuya aparición suspira hoy la Humanidad, dispuesta a dar principio a su construcción. La divinidad informe de la India se ha modificado, a medida que la inteligencia humana se ha amplificado; pero sin ella, que era un progreso sobre el pasado sus artistas, las formas de la Venus y del Apolo no hubieran presentado su cuerpo perfecto a la idea cristiana, para que esta crease a Eva, a María, a Jesús y a Juan; hoy los tipos más perfectos, y a cuyo lado palidecen los de la antigüedad, como al lado de estos palidecen los del Egipto y la India. Réstame ahora consignar que también el arte, en todo su conjunto, espera una nueva síntesis, que necesitará otros monumentos, otras estatuas, otros cuadros, otros bailes y otros conciertos. A la Humanidad no basta la catedral para su Dios, la casa para su familia y la fortaleza para concentrar su fuerza: cuando la industria inspira la idea de un palacio de cristal, la fe religiosa tiene poca holgura en San Pedro de Roma, en la catedral de Toledo, en Westminster y en Nuestra Señora de París. La Humanidad no tiene bastante con la Virgen y el Jesús de Rafael, para dar una idea de la perfección moral; ni con la Venus y el Apolo, para dar una idea de la perfección física: cuando Ingres presta a Estratónice encantos desconocidos para el pintor de Urbino, cuando el hermano Felipe entrevé nuevos horizontes bajo el pincel de Horacio Vernet, cuando Federico Madrazo da la duquesa de Medinaceli por rival a la madre de Dios, el arte tiene poca holgura en todas las escuelas de pintura, y nos es también fácil probar que igualmente la tiene la escultura moderna, puesto que Pradier, el Juan Bautista de la escultura, de la síntesis universal, da al niño, que exprime el racimo, una alma que no se encuentra tan completa en el Moisés de Miguel-Ángel. A la Humanidad no bastan Palestrina, Weber, Mozart, para divertir sus ocios: cuando Rossini hace salir con la rapidez del pájaro que se escapa, la triple y aun la cuádruple corchea de la garganta de Rosina; cuando Meyerbeer nos hace verter, con la romanza de Alice, lágrimas cuyo manantial habíamos ignorado hasta entonces; cuando Verdi, en fin, escribe el Miserere del Trovador, la música tiene poca holgura en las reglas que se la han impuesto, pues todas las obras maestras que acabamos de citar, solo son el resultado de la desobediencia a su voluntad. El autor de esta Historia no aplica su teoría al baile: los hombres de este siglo no son bastante serios para sonreír solo ante las frivolidades verdaderamente dignas de este nombre. Pero consigna que el arte espera una síntesis; que está completamente dispuesto a transformarse: sabe que todo su pasado le impele hacia el porvenir, conoce que el vapor y la electricidad modifican las condiciones de su existencia, como han modificado las de la misma existencia humana.

El desarrollo comercial e industrial, a través de las edades, exigiría un estudio demasiado largo para ocupar un lugar en estas páginas. Felizmente para mí, la fatalidad que preside a ese mismo desarrollo está escrita en sus más insignificantes obras, y quien haya visto nacer como por encanto, del descubrimiento del vapor por ejemplo, esa multitud de beneficios que sin ese descubrimiento no hubiera gozado la Humanidad, y a los cuales esta se hallaba preparada por la fe, por la virtud, por la ciencia, por el arte y por la literatura, no puede menos de preguntarse si todos los descubrimientos que han precedido, traído y hecho posible el del vapor, podían haber sido o no a su vez el resultado de descubrimientos cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. Cuando en lo que tiene relación con las medidas comerciales, con sus causas, con sus resultados, lo que pasa a nuestros ojos en el limitado espacio de un año, basta para demostrar de una manera concluyente que nada se hace para ensanchar el horizonte de las relaciones útiles que no se haya preparado formalmente con este objeto, y que a su vez no prepare alguna cosa por más avanzada que sea. Hay en la industria y en el comercio quizá mayores oposiciones que en Religión, en ciencia, en filosofía, en literatura y en artes; pero estas oposiciones, que parecen dispuestas a quebrantarlo todo, si llegan a triunfar, aceptan la revelación y hasta se convierten en ella: la Providencia tiene reglas supremas que se pueden interpretar, pero cuya interpretación no puede transformarlas.
Me contentaré, por ejemplo, con indicar a mis lectores una de las grandes necesidades comerciales e industriales, cuya satisfacción ha colocado la Providencia no lejos de nosotros, y que viene preparándose desde que tuvieron principio las sociedades continentales. Aludo a la canalización del istmo de Suez. No cabe duda que esa canalización duplicará los medios de potencia material, reservados a la Humanidad, más numerosos a medida que sus esfuerzos se completan y modifican. Esa canalización tiene, pues, un objeto señalado en la Humanidad. Esta puede alejarse de él, puede renunciar a alcanzarle, puede declarar absurda esa obra y oponer a ella los inmensos obstáculos de la ignorancia y la preocupación. Este es su derecho, y la negación desde el principio de las sociedades no cesa de aconsejarle ese acto de rebelión contra la voluntad providencial, cuya consumación se opone a su bienestar. ¡Inútiles esfuerzos! La Humanidad, aunque mal aconsejada, se encamina, a su pesar, hacia su objeto, y cuando cree que se aleja de él, suele ser cuando se aproxima.
Hannón toma el camino de las columnas de Hércules y las traspasa, en tanto que otros audaces exploradores se lanzan desde el mar Rojo hacia las Indias. Reconocidos los puntos extremos, es necesario ponerlos en relación; y desde entonces la canalización del istmo de Suez es el sueño del pensamiento comercial e industrial de la Humanidad. En el punto en que los primeros hombres inteligentes han comenzado a irradiar desde el Este al Oeste, es donde por necesidad se encuentra la refracción de la luz, llevada por esos mismos hombres a los apartados confines; la chispa eléctrica se produce allí donde los dos hilos de una pila se encuentran cargados con toda la fuerza, de que esa pila es susceptible. La Providencia toma a su cargo el atraer sobre ese punto las miradas de todos los hombres que habitan los demás puntos de la Tierra; a algunos pasos de allí, es donde mece en la Biblia el feto del Cristianismo redentor; allí es adonde conduce constantemente la inteligencia, la fuerza, las necesidades de las naciones; allí planta Alejandro su nombre en el suelo, como una señal para los hombres del porvenir; hacia allí se precipitan los cruzados buscando la cuna de la civilización, cuyos peones son, y cuando esa civilización ha producido todos los elementos de una nueva síntesis, Napoleón, el Alejandro de los tiempos modernos, corre a su vez a colocar allí su nombre, como para indicar que ha comprendido la señal de su predecesor el sublime Macedonio. Pero para dar cima a tal obra es preciso recurrir a medios cuyo poder, bajo el punto de vista físico, es muy diferente de los empleados para llevar a cabo las maravillas que formaron la admiración de los pasados siglos; es preciso que elementos de rápida locomoción, a través de las ondas, hayan reducido al solo obstáculo del istmo de Suez la lentitud de las relaciones industriales y comerciales entre el Este y el Oeste del continente; es necesario que la asociación del capital, de la inteligencia y del brazo se hayan realizado. El comercio y la industria hacen inmensos esfuerzos; la fortuna del primero se pone a disposición de la segunda; él inventa la banca, ella descubre el vapor, y cuando ambos han preparado todas las posibilidades materiales para la ejecución de la obra necesaria, improvisan de consuno la asociación de todas las fuerzas activas de las naciones civilizadas; crean compañías inmensas que sirven de modelo matriz a la asociación definitiva, que se encargará de canalizar el istmo de Suez en nombre de la civilización. Ha llegado la hora de la realización del sueño providencial que se ha presentado desde el principio de las sociedades a los ojos de la Humanidad; el Oriente viene a ser el nuevo teatro a donde es convocada la civilización, y desde San Petersburgo llega a Constantinopla un hombre enviado por un soberano, a quien empuja hacia adelante un testamento imperial, y desde San Petersburgo llega a Constantinopla un hombre que se llama Menshikov, y cuyos labios se abren para decir a la civilización: ¡ha sonado la hora en el reloj de los siglos!
El autor de esta Historia se limita a este ejemplo. Sostiene que la casualidad no ha podido acumular la inmensidad de esas tendencias hacia un mismo objeto, tendencias que darán por resultado antes que termine el presente siglo o al comenzar el inmediato, la canalización del istmo de Suez; sostiene que la casualidad no ha producido el descubrimiento de la letra de cambio, de la locomotora y de la asociación, cosas todas ellas que existían en estado de embrión en el seno de la Humanidad desde que Dios colocó a esta en la Tierra; sostiene que el comercio y la industria se han desarrollado libremente dentro de límites que no podían traspasar, a pesar de esta libertad; y cuando ve una sociedad, por ejemplo, como la del crédito mobiliario, remover, a fuerza de capitales reunidos, montes de obstáculos acumulados, descubre en el seno de esta sociedad todo el trabajo a que han debido entregarse los hombres desde la creación, para llegar a preparar todas las ruedas de una máquina tan complicada; de una mecánica intelectual y física a la vez, tan en relación en cuanto a la exactitud de sus movimientos, y a la precisión de sus resultados con la mecánica celeste.
El autor de esta Historia no necesita decir si el comercio y la industria se han desarrollado a la par que la Religión, la filosofía, la ciencia, la literatura y las artes, y si se han encontrado con estas en todas las citas sintéticas que ha hecho. El comercio y la industria, para no indicar más que una de estas citas, estaban dispuestos a la trasformación cristiana cuando Jesús expiró en la Cruz. Ellos han bañado sus labios en su preciosa sangre; y después de esa comunión con la creencia, la virtud, el saber, la poesía y el arte, se han entregado, bajo la inspiración de la síntesis consignada, al análisis de sus descubrimientos y sus conquistas para estar dispuestos aun a transformarse cuando llegue para ellos la hora, como para todos los demás elementos del progreso humano.
En cuanto a presentar en el día su parte de signos precursores de la próxima transformación, está fuera de toda duda que el comercio y la industria lo hacen quizá de una manera más amplia que ningún otro de los elementos de que acabamos de hablar. El vapor, la electricidad, la asociación, no son, pues, las tres mayores exigencias colocadas ante el porvenir para intimarle el desarrollo de las leyes divinas y humanas, de modo que estén en relación con la edad adulta que han alcanzado las sociedades. El comercio y la industria son a su vez precursores, y tal vez saldrá de su seno el autor de la síntesis evangélica, cuya aparición no debe tardar.
He llegado casi al fin de mi tarea, demasiado lentamente para los límites fijados a este libro, demasiado pronto para la perfecta comprensión de mi doctrina; pero creo, sin embargo, que esta rápida ojeada bastará para dar una idea, y para preparar a los hombres, no solo a la lectura de esta Historia, sino también a la extensa obra de que, por decirlo así, solo es exposición. Réstame examinar si la autoridad política se ejerce fuera del plan providencial, si ha contrariado las miras de la divinidad, si se ha sustraído a las trasformaciones sucesivas de la Humanidad, si se ha negado a seguir los pasos de las sociedades en pos del progreso; en una palabra, si ha sido el único elemento humano que haya permanecido fuera del concurso universal prestado por todos a la obra colectiva, o si por el contrario se ha ejercido con arreglo a las intenciones de la Providencia, obrando según las miras de la divinidad, transformándose con la Humanidad al sufrir esta sus transformaciones, siguiendo a las sociedades por la vía de la perfección, y completando el magnífico concierto de los elementos humanos en la obra colectiva que se han encargado de llevar a cabo. El autor de esta Historia no necesita decir que esta última opinión es la suya.
Cada página de esta obra suministrará una nueva prueba de la participación de la autoridad política, en cuanto se ha cumplido en la Tierra conforme a la Providencia, a los sucesos que nos han ayudado a estas miras, y a todo lo que debe llenarlas en el porvenir que divisa ya la Humanidad. Su mismo origen indica esta participación: la autoridad política ha nacido de la necesidad de la armonía, y por consecuencia, de la necesidad que sintieron los hombres así que se hallaron en el caso de razonar, de agruparse bajo una voluntad que representase su voluntad colectiva, y que se trasformase a medida que esta última se trasformara. Es un error muy grande el creer que la autoridad política se ha ejercido fuera de la voluntad de la colectividad humana y de la Providencia. Su resistencia a ciertos adelantos, era necesaria a la seguridad de estos últimos y la mejor garantía que puede darse a la Humanidad de su tiempo, cuando por ella sean consentidos. La autoridad política no ha impedido nunca las revoluciones; ha retardado sus resultados para hacerlos más seguros, y desde el momento en que se han obtenido, ha dado un paso adelante para cubrirlos con su égida y protegerlos de imprudencias y temeridades. La autoridad política se ha desarrollado en el mismo sentido que la creencia y la filosofía, y si alguna vez ha perseguido a los apóstoles, era porque en la regla fatal que la falta de armonía definitiva imponía a la Humanidad, esta persecución era un beneficio para el progreso.
Ora ha sido afirmativa y ora negativa, tan presto ha procedido por la síntesis, como por la análisis, pero el conjunto de estos trabajos ha contribuido al progreso. Los instrumentos de que se ha servido han estado siempre a merced de la Providencia al paso que conservaban su libre albedrío, y al decir Atila que no nacería yerba donde pisara su caballo, proclamaba su obediencia a las órdenes del ser superior y de la voluntad incógnita que se servía de él para destruir un pasado que debía desaparecer por completo. Los más famosos conspiradores no han sido nunca más que unos buhoneros de la idea. En su orgullo personal se figuraban con frecuencia que obraban por cuenta propia o por la de su dinastía, pero no echaban de ver que a su paso esparcían la semilla del progreso, y que esa semilla germinaba en el seno de la tierra resultando cosecha de bien estar y libertad cuando ellos eran ya polvo, cuando su dinastía se había extinguido como la luz de una lámpara cuya humeante mecha no hay ya que alimentar.
Sesostris ensanchó el cerebro de la Humanidad; lo mismo hizo Alejandro; César, al crear el imperio romano, solidificó las partes blandas de ese mismo cerebro; Carlomagno, y después Napoleón, hicieron de él lo que hace el Criador con el del adulto, cuando este sale del risueño capullo de su veloz juventud. La autoridad política ha asistido a todas las citas; se ha trasformado con arreglo a las decisiones de las nuevas síntesis; y si ha resistido al pronto a los principios en que debía apoyarse, su resistencia era un contrapeso necesario a la rapidez de su desarrollo.
Los hombres que tienen en su mano la autoridad política, que por decirlo así han sido a la vez sus depositarios y sus propagadores, podían mejor que un apóstol, que un filósofo, que un sabio, que un literato o un artista trasformar, con un acto de su voluntad, ese plan providencial que han seguido religiosamente en su desarrollo. Y sin embargo, hombres ha habido que han llevado el nombre de Calígula y Heliogábalo; hombres ha habido que deseaban que el género humano no tuviese más que una cabeza para cortarla de un solo golpe, o que han ideado medios de llevar la perturbación a las leyes más sagradas de la naturaleza. Su predestinación intuitiva fue mayor que su locura, pero todos esos excesos produjeron en el mar humano lo que en el arroyo el contacto del guijarro que se lanza a él: un círculo momentáneo se formó en la superficie de ese mar y se ensanchó durante un segundo, pero a medida que lo hacía, su huella se hacía invisible y el cristal providencial recobraba su limpidez. En tiempo de Calígula y de Heliogábalo el desarrollo humano no se detuvo, y las locuras de uno y otro solo sirvieron para preparar la acogida que el pueblo romano debía hacer a esos bárbaros cuyas hordas se organizaban para la conquista en las regiones de lo ignorado. ¿Se hubiera esparcido con tanta rapidez la doctrina del Crucificado si no hubiesen existido Calígula y Heliogábalo? Para que una doctrina ceda el puesto a otra, es preciso que haya cesado, dejado de pretender la supremacía, y seguramente la doctrina pagana no tenía ya entonces otro objeto que el de permanecer en un statu quo que es la señal infalible de la caducidad de todas las creencias cuya decadencia va a dar principio.
Sin remontarnos a los tiempos primitivos y únicamente para consignar el trabajo de la autoridad política sobre sí misma conforme a la ley providencial durante cierto período al cual se pueden comparar todos los demás, basta seguir desde Clovis la marcha de la autoridad política occidental. Pasa de mano de los primeros soberanos a la de los jefes de palacio, se hace imperio en tiempo de Carlomagno, torna en seguida a ser reino, se multiplica con el feudalismo para recobrar la unidad del absolutismo que es la profecía más clara de la unidad en la armonía. Y el observador, el filósofo, el profundo pensador, reconoce que en las diversas manos que se la trasmiten así de siglo en siglo, es lo que debe ser para corresponder al desarrollo de la Religión, de la filosofía, de la ciencia, de la literatura, del arte, de la industria y el comercio. Por consecuencia, son unos insensatos los que dan a las personalidades una importancia que no tienen, y sobre todo la mentida facultad de poder impedir a los acontecimientos el que sigan su carrera: todo hombre existe bajo el punto de vista relativo, y bajo el absoluto; en lo que solo a él compete, obra con toda libertad, en lo que compete al conjunto de las cosas, obra a su pesar, de modo que nada contraría este conjunto. Por lo demás, el autor de esta Historia lo repite, ni una sola línea de su obra se escribirá faltando a su método y por consecuencia todas demostrarán ese admirable encadenamiento de todos los actos y de todos los proyectos de la autoridad política.
Nadie duda que la autoridad política se halla en este momento dispuesta a una trasformación tan importante como la que sufrió en la época del triunfo del cristianismo. Napoleón ha hecho imposible la existencia de los tronos sobre sus antiguas bases; estas solo son provisionales allí donde aún se conservan, y es evidente que detrás de ellas se verifica la obra de la reconstrucción. En todas las comarcas del universo están preparados los poderes a recibir una nueva organización. Las sociedades han dejado de ser pirámides, en cuya cima se ostenta la voluntad soberana: en lo sucesivo serán círculos en cuyo centro estará el hogar de las voluntades colectivas, y en cuya circunferencia se colocarán todas las individualidades a igual distancia unas y otras del hogar luminoso al cual podrán todas, a medida de su deseo, llevar su carbón ardiente.
El autor de esta Historia lo ha demostrado suficientemente: la Religión, el saber o la filosofía, la ciencia, la literatura, el arte, el comercio y la industria y la autoridad política, han sido las grandes vías analíticas por las cuales el espíritu humano se ha precipitado para llegar al infinito, en cuyo seno debe fundirse un día. Dioses caídos y remontados a los cielos, los apóstoles, los filósofos, los sabios, los literatos, los artistas, los comerciantes, los industriales y los soberanos, ministros o tribunos, han sido los instrumentos voluntarios o involuntarios del plan providencial. Que esta idea no subleve a los hombres. Cuando los mundos, los elementos, los océanos y los animales más poderosos se mueven en virtud del plan cuya existencia proclamamos, ¿podía el Ser Supremo hacer consistir nuestra superioridad en nuestro aislamiento de sus intenciones, confirmándose así lo que ha dicho Lamartine al asegurar que el Criador apartó su faz del hombre al precipitar a este sobre la tierra? Creerlo sería insultar a Dios. El autor de esta Historia está persuadido muy al contrario, de que la Humanidad, obra privilegiada del artífice Supremo, se distingue de los mundos, de los elementos y de todo lo que ha sido creado como ella, solo por medio de una relación más íntima entre ella y su Criador. Parte inherente de la inteligencia de este último, participa de sus fines sin saberlo, mientras permanece en el estado de subdivisión múltiple, pero obedece sus órdenes y como ha participado de su preparación, resulta que al obedecerlas sigue su propia voluntad. Tal llegó a entreverlo Bossuet.
Pero la Humanidad, del mismo modo que el niño, solo ha podido obrar sucesivamente dando cada día más libre vuelo a sus deseos, y como he dicho al empezar este trabajo, la revelación ha dado la ley al mundo. La Humanidad murmuraba su plegaria inspirada por el mismo Espíritu Santo. Desde el momento en que le ha sido dado comprender, ha investigado, y la ciencia le ha servido entonces de guía. Al presente ha pasado de la juventud a la edad adulta; así como ha añadido la ciencia a la revelación, necesita añadir la reflexión a la ciencia y de esta trinidad nacerá el código que debe regirla hasta su edad madura. La reflexión es el fruto de la experiencia; la experiencia el fruto de la sabia comparación; para reflexionar bien es preciso conocer y comparar. Por esta razón la Historia viene a ser en el día el Evangelio de la Humanidad y por lo mismo debe presidir a la trasformación mística que se aproxima y cuyo profeta pretende ser el autor de esta Historia.
La Providencia dando a la Humanidad desde el origen de su existencia la memoria y el recuerdo, la permitió llegar a la perfección por medio de la experiencia; así que esta experiencia fue bastante fuerte para trazarle por sí misma sus deberes y señalarle sus derechos, el primer cuidado de las sociedades nacientes, por no decir de la primera familia, fue consignar su trabajo del día anterior ya en la memoria de los niños, ya en una palabra añadida a la lengua escrita, ya en las orillas del mar, en medio de las llanuras o a la sombra de los espesos bosques. La Historia es tan antigua como la Humanidad. Empero el historiador no fue apóstol hasta después que la Humanidad se hallase en el caso de comparar todos los hechos consignados por ella en el pasado: Bossuet ha indicado esta nueva era de la Historia cerniéndose por encima de todo lo que reposaba en la memoria de los hombres y disponiéndolo todo de modo que llegase a ser incontrovertible la evidencia de un plan providencial.
La revelación no ha malgastado tiempo: ha cumplido su misión. La Providencia ha suscitado inteligencias superiores para iluminar en su nombre el espíritu de la Humanidad que aun se hallaba en la cuna. La investigación independiente y escéptica ha desempeñado también su misión. La Providencia ha suscitado sublimes incrédulos que sondeasen el abismo de la duda y le indicasen el porvenir cuando los hombres fuesen bastante fuertes para elegir entre la creencia y el escepticismo sin más intervención que la de la experiencia. La Humanidad pertenece ya por completo a la Historia; ha reemplazado al revelador, ha reemplazado al matemático incrédulo; armada con los recuerdos de las sociedades, debe hallar las consecuencias cuya explicación constituye el nuevo código.
Antiguamente aparecía un hombre a quien inquietaba poco el recuerdo de un pueblo y que decía a este pueblo mismo: he ahí la verdad; obedece y no raciocines. Era un profeta. Más tarde se presentó un hombre exclamando: la verdad absoluta no existe en ninguna parte; ¡dudad y raciocinad sin cesar!– Este era el sabio investigador. Del alfabeto impuesto a la Humanidad había pasado a la ecuación, pero era escolar aun. En el día se presenta un hombre, como Cantú, por ejemplo, y mis lectores no echarán de ver que creo a este historiador a la vez demasiado sometido al yugo de la fe ciega y de la duda, según las horas en que escribe sus páginas. Este hombre no dice, obedezco sin raciocinar o raciocino sin obedecer. Abraza de una ojeada todos los hechos consumados; los compara entre sí; examina lo que han producido y lo que han llamado a producir; desarrolla a los ojos de la Humanidad el cuadro de sus ceguedades o de sus vacilaciones, y deja a la individualidad la libertad de obrar a su antojo después de haberle demostrado claramente cuáles son los resultados de su acción. La Historia en nuestros días no es más que la conciencia de la Humanidad llegada ya a la edad de la experiencia; el historiador no es actualmente más que la expresión de la conciencia humana, a la que aconseja la memoria y fortifica la comparación.
Cuando el revelador desempeñaba sobre la tierra el papel de la Providencia, imponía a los hombres el idioma, la Religión, la filosofía, la ciencia, la literatura, el arte, el comercio, la industria y la autoridad política, y como cada sociedad tenía el suyo, resultaba para cada sociedad una religión, un idioma, una filosofía, una ciencia, una literatura, un arte, un comercio, una industria, y una autoridad política diferente en su forma de los de las demás sociedades, pero que los completaban, los preparaban o los secundaban providencialmente, como he procurado demostrarlo rápidamente en estas páginas.
Cuando el investigador divinizó la investigación y quiso interrogar al lenguaje, a la divinidad, a la sabiduría, al absoluto, a la inteligencia, a lo bello, al cambio, al trabajo y al poder, para someterlos a pruebas que solo dejasen en pie la verdad adecuada al porvenir, la fatalidad providencial velaba por la conservación de los elementos del progreso, impidió al investigador que llegase impunemente al ateísmo del mismo modo que encadenando en torno de una síntesis todas las revelaciones había impedido siempre el triunfo perpetuo y aun prolongado de un fanatismo cualquiera.
La Historia debe conciliar en el día todos los resultados de la revelación y la investigación; debe poner término a la lucha en que viven y convertirlos en doble equilibrio del progreso humano. La revelación es la mano de Dios tendida al hombre; la investigación es la mano del hombre que busca la de Dios que se dirige a él. El historiador en nuestros días, no es más que la expresión de esa conciencia humana que tiene la misión de colocar la mano del hombre en la de Dios; debe iluminar el espacio y hallar el secreto de las relaciones que existen desde el principio del mundo entre todos los hechos consumados.
Encargado de esta misión, el historiador debe necesariamente ocupar hoy el primer puesto en la Humanidad, y poseer a la vez todos los conocimientos adquiridos por el pasado, o al menos el arte de penetrar sus relaciones y sus secretos. El historiador necesita estudiar todos los idiomas para remontarse a su punto de partida, y encontrar el origen de la unidad, y demostrar a los hombres que al alejarse esos idiomas de su cuna, no han perdido de vista un solo instante la armonía en que van a recobrar muy pronto la unidad que abandonaron. Debe conocer todas las religiones, todas las filosofías, arrebatar sus voces a todas las ciencias, su genio a todas las literaturas y todas las artes, echar mano del comercio, de la industria, de la autoridad política de todos los pueblos, a fin de reunir todas las creencias, de tornar la sabiduría a la unidad, de sintetizar todos los problemas en una misma solución, de juntar en un mismo hogar todas las inteligencias, el genio de todas las artes, a fin de someter a unas mismas leyes, voluntariamente aceptadas, el comercio y la industria del mundo, a fin, en una palabra, de obligar a todos los gobiernos a fundirse en un mismo pensamiento fundador de los Estados Unidos del Universo.
He aquí cual debe ser muy pronto y quizá hoy mismo, el papel del historiador. La familia intelectual solo espera un padre para constituirse en todas partes: un historiador será su padre. Bossuet es el primero que ha intentado fijar y desempeñar este papel; su huella es la que se debe seguir en la vía por donde camina la Historia, y en la cual ésta encontrará sin duda el cetro con que queremos ahora ser gobernados.
Seguramente el autor de estas líneas no pretende ser el historiador universal cuya obra vendrá a ser el nuevo Evangelio. Solo aspira a ser el Bautista, y a profetizar el reinado. Ante todas las cosas grandes, y ante todos los grandes hombres, aparece un precursor, que prepara los espíritus a su llegada: este papel de precursor es el mío. Voy a tomar con mano audaz la tierra de que ha de salir la estatua del porvenir, y cuando la haya amasado enérgicamente, vendrá otro a modelarla. En todo caso, tengo la íntima convicción de que la antorcha de la inteligencia brillará en lo sucesivo en manos de quien señale do quiera la voluntad providencial, e indique a los hombres los medios de ejecutar los planes que ella ha trazado para toda una eternidad, sin que la muerte necesite blandir su guadaña en los campos de batalla, y sin que el hombre diezme a los que trabajan y están llamados a encontrar la felicidad en la armonía.
El historiador es quien debe enseñar a la Humanidad el medio de llegar al infinito sin sangrientas revoluciones, y de utilizar hasta el mal para agrandar sus destinos. Acepto en parte esta tarea, dejando solo a aquel cuya venida anunció el cuidado de buscar la clave de la bóveda a que irán a parar todas mis consideraciones sobre el desarrollo continuo y simultáneo de la colectividad humana. No me detengo más: termino aquí este trabajo preliminar, y con la confianza que da la fe, doy principio a la Historia que he prometido a mi segunda patria, sintiendo no poner a su disposición un talento menos limitado que el mío.
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Introducción
dedicada a la Real Academia de la Historia de Madrid

Impulsado a la vez por un sentimiento de gratitud y por una feliz inspiración, voy a escribir la Historia de las cuatro provincias, reunidas un tiempo bajo el cetro de los soberanos aragoneses. El reconocimiento me ha suministrado la idea de escribir este libro; de estudiar y celebrar a mi patria adoptiva, y mi espíritu ha medido desde luego las grandes proporciones de esta empresa, el trabajo y perseverancia que he menester para llevarla a cabo. Empero en su importancia misma tan solo he hallado un motivo de estímulo; porque yo soy de esos hombres que anhelan luchar con los grandes obstáculos, y que no se sienten a ser algo en el mundo, sino después de haberlos vencido.
Penetrado de la verdadera misión de la Historia; de esa mision que Bossuet comprendió también para el siglo en que escribió, y que se ha rebajado tanto después de aquel varón ilustre, mi intención es desembarazarme súbitamente de todas las influencias que me rodean, y elevándome sobre la tierra en alas de la idea providencial, demostrar que desde el principio del mundo, los pueblos han marchado por la vía de su independencia relativa, hacia el cumplimiento de los designios de esa verdad absoluta que se llama Dios. La Fe es la única antorcha que me alumbra.– Nuestra época, por desgracia, está demasiado apartada del punto de vista en que voy a colocarme, para temer que ejerza influencia alguna en mis juicios. Distante de los que hoy dominan en el mundo, desnudo de amistad sistemática hacia los hombres, bajo cuya bandera he militado en mi juventud, ningún respeto me obliga a modificar mis opiniones para acomodarlas a la voluntad ajena: no reconozco otros límites que los de la legislación del país en que escribo.
Conservando siempre por razón sintética ese perenne y divino motor, en derredor del cual hizo Bossuet que gravitase todo, con miras quizá pequeñas para nuestro siglo, pero que yo procuraré ensanchar convenientemente, trataré de abrir en mi obra tres grandes vías destinadas a dar a conocer mi pensamiento, y haciendo marchar por esos tres caminos hacia un mismo fin y al impulso de una misma voluntad a los hombres, a quienes voy a evocar del sepulcro, lograré enaltecer más y más el plan providencial que reverencio, con el anhelo de que la verdadera creencia alce la frente en el seno de nuestra desolada e ignorante incredulidad.
Yo me represento del modo siguiente las tres vías luminosas que debo trazar en medio de cada época: una enteramente de absorción, por la cual ha concurrido, concurre y concurrirá a las cuatro provincias todo lo grande, todo lo bello, todo lo justo, todo lo nuevo especialmente que produjo, produce y producirá la Humanidad.– Otra destinada a un uso contrario, es decir, a esparcir fuera de sí todos los elementos de vida, con que aquellas provincias debieron, deben y deberán contribuir a la obra colectiva del género humano.– Estas dos vías me conducen naturalmente a la demostración inmediata de la comunión incesante de todas las partes del universo entre sí, bajo la voluntad del Creador.–La tercera vía es el punto hasta donde la primera avanza, y de donde arranca la segunda: es la vía interior y permanente, en la cual se formó, se desarrolló y gobernó la sociedad propia de las cuatro provincias, modificándose ora por su propia voluntad, ora por las influencias que recibía del interior, o que ella a su vez hacía sentir a las demás sociedades.
Forzoso me es remontarme para dominar a un tiempo esos tres grandes caminos, sin perder de vista, que los hechos en apariencia contrarios que se realizan en ellos, son sin embargo constantemente su consecuencia mutua, o su origen recíproco; y me es igualmente forzoso juntarlos todos en las manos de la Providencia, al trazar los hechos generales de la Historia universal, para llegar a escribir la Historia de la civilización y del progreso de todos los siglos, escribiendo la Historia de las cuatro provincias. Verdad es que no hay pueblos cuyos fastos puedan facilitar más esta inmensa tarea que los de mi patria adoptiva; porque ningún hecho extraordinario se ha verificado en el mundo, sin que la Providencia le haya permitido permanecer extraña a su desenvolvimiento: cuando la Humanidad no venía a buscarla, ella era la que se adelantaba; ella la que hacía aquellos prodigios de que todavía quedan huellas en el seno mismo del Oriente.
He dicho que esta tarea era inmensa, y en efecto, cualquiera que sea la vía que abra mi espíritu en el seno de ese pasado, cuyos secretos quiero evocar, descubro en ella objetos de estudios para más siglos que años me concederá el cielo. Si el historiador, marchando a paso lento por medio de las ruinas y remontándose hacia el origen del mundo, debiera tocar, siquiera ligeramente con la mano, cada fragmento que encuentra en el desierto de las edades, seguramente no llegaría jamás al fin de su carrera, y las obras sintéticas serían de todo punto imposibles. Pero felizmente Dios ha dado al genio la facultad de alzar su vuelo sobre los siglos, de abarcarlos con una mirada, sin que sea menester que toque sus obras con la mano, y de encerrar en algunos libros toda la esencia de lo pasado, sepultado en miles de volúmenes, sin que el pasado pierda por ello nada de su majestuosa grandeza; antes por el contrario, revistiéndose de un cuerpo, de una forma, de una personalidad gigantesca, capaz de hacer perceptible a la mirada de todos sus hijos. De este modo la síntesis es respecto de la Historia, lo que la creación fue respecto del caos.
Sin embargo, lo repetiré otra vez: ¡qué tarea tan grande, sobre todo para el genio que se presenta virgen en su presencia, sin haber emprendido obra alguna semejante, e ignorando si Dios le ha dado esa facultad de cernerse, por decirlo así, sobre los mundos que han desaparecido, sin la cual no hay síntesis posible!
Después de haber estudiado geológica y geográficamente ese país a que debió alumbrar durante largas horas el prodigioso incendio de los Pirineos: ese país en donde el Montserrat se lanza amenazador al cielo, y cuyos misterios más profundos duermen a la sombra de los prodigiosos olivos de las Baleares; ese país que el mar bate con sus azules ondas, y a cuyas riberas se asían como a una tabla de salvación los primeros explotadores de la columna de Hércules: ese país rasgado acá y allá por montañas acumuladas unas sobre otras y en cuyos valles debieron realizarse de una manera tan pura los primeros himeneos de la Humanidad: después, decía, de haber hecho este estudio, cuyas proporciones espantan, cuando tiendo una sola mirada a la vía de absorción, por la cual se lanzan de todas partes las grandes obras humanas hacia mi patria adoptiva, no menor asombro se apodera de mi alma al enumerar esas obras cuya razón de ser, cuya existencia y cuyos resultados estoy en la obligación de estudiar.
He aquí desde luego las primeras invasiones, aquellas cuyo recuerdo se conserva apenas, cuya existencia ni siquiera podría sospecharse, si el cráneo humano, gran conservador de cosas remotas no nos suministrase las pruebas. ¿De dónde vienen esos pueblos? ¿qué quieren? ¿cómo hablan? ¿cuál es su grado de inteligencia, y de qué suerte salvan las crestas cubiertas de nieve que dividen la Iberia de las Galias?– ¿Cómo he de responder a todas estas preguntas? La investigación descansa aquí tan solo sobre presunciones o adivinaciones filosóficas, más dudosas aún para ciertos espíritus que las probabilidades mismas.
Sigue el Egipto envuelto en sus antiguos misterios. Los primeros navegantes se aventuran tímidamente a surcar el lago azul que llaman el mar Grande, creído entonces el único piélago.– La aparición de sus barquichuelos produce un influjo cualquiera, aunque no sea sino el deseo de una imitación, y he aquí la Humanidad que ya no tiene bastante con la tierra!
Mas ya que Egipto se ha presentado a nuestros ojos, y que la aparición de sus embarcaciones ha producido cierto efecto en nuestras riberas, preciso es que sepamos lo que es el Egipto; que penetremos sus profundos misterios con nuestra mirada, y quedaremos por cierto deslumbrados. ¿De qué utilidad ha sido la obra del Egipto a la obra de las cuatro provincias? Aquí vuelvo yo a ver la mano de la Providencia.
¡Quién sabe si me veré obligado a despertar los siglos adormidos de la India! Lo cierto es que hecho el estudio de la sociedad egipcia vendrá el de la sociedad griega y fenicia, y que después de haber presentado a los atrevidos navegantes de Tiro cubriendo el Mediterráneo con sus velas, menester será que muestre a Cartago desplegándose repentinamente en las arenas africanas, primer paso marcado de la civilización hacia nosotros.
Mi obra faltaría a su fin si no abrazara todos estos varios horizontes, si no pusiese en relación todas esas aspiraciones hacia lo bueno, aquellos alientos de mejora que a la sazón se manifestaban y se sucedían rápidamente en el seno de la Humanidad.– Cuando Roma aparece, cuando reemplaza a la ciudad africana, cuando dilata su dominación a la Iberia como al resto del mundo, ¡qué de investigaciones profundas tengo que hacer para llegar a comprender el verdadero papel que ha desempeñado la reina de la antigua civilización, su verdadera influencia, no bajo el mezquino punto de vista en que ha sido observada hasta ahora por la mayor parte de los historiadores, sino desde la altura en que la contemplamos los que creemos en la Providencia!
¿Dónde quedan las invasiones modernas de los bárbaros que devoran el imperio y se prosternan ante la cruz de tosco leño, a la cual durante tantos siglos se han inmolado millares de enérgicos campeones? No puedo prescindir de comprenderlas todas en mi plan. En ninguna parte mejor que en el suelo de mi patria adoptiva encontraré a la sociedad gótica sucediendo al caduco gigante del poder romano, porque en este suelo que holló Santiago el Mayor, poético jardinero, poético peregrino, se ve mejor que en otro alguno germinar la semilla cristiana y aparecer al lado del patíbulo santificado, la imagen virginal de María, a la cual somos deudores de la resurrección del arte. Habré de estudiar principalmente todas esas grandes absorciones de mi patria adoptiva, con tanta más razón cuanto que la mejor época del mundo para el historiador poeta, es la que se descubre desde el primer martirio hasta el día en que el cristianismo se levantó triunfante sobre la gran inundación bárbara.
Un hombre aparece en el Oriente: quiere ser legislador como Jesucristo; pero en vez de buscar la fuerza en el sacrificio, empuña la cimitarra y dice: «mueran los que no crean lo que yo creo.» Y la Providencia, por una razón cuyo estudio debe entrar en el dominio de mi historia, permitió a este hombre conquistar inmensas comarcas, y a sus descendientes avanzar hasta el extremo occidental del África, salvar el estrecho que les separaba entonces de la Iberia, e inundar la Península conquistada por la cruz, como un torrente devastador que inunda un valle sembrado el día precedente.– El cristianismo y el islamismo se miran frente a frente: el hijo de la mujer legítima y el hijo de la concubina van a luchar.– El historiador debe buscar en medio de esta lucha los verdaderos designios del cielo.
Mientras el torrente devastador retrocede ante la cruz triunfante, los usos, las costumbres de la edad media pasan delante de nosotros: podemos ya gozar de un instante de reposo en la vía de la absorción: nuestras cuatro provincias se agrupan, forman un todo harto temible y van a imponer al mundo su voluntad, no a resignarse humildemente a la ajena. Pero por más grande que sea el poderío de una nación, rara vez deja de estar expuesta a las influencias exteriores: la tarea del historiador llega a ser tanto más difícil cuanto más ocultas son esas influencias. Mis investigaciones serán más arduas a medida que me alejen de la claridad de la filosofía para hacerme sepultar en las tinieblas de la política de aquellos tiempos.
Respiremos: nuestra tarea es ya fácil y agradable: entramos en el estudio de las otras dos vías: las cuatro provincias se constituyen interiormente y se esparcen por otras regiones. Mas apenas han terminado su obra sintética aparece Isabel de Castilla, la grande Isabel, cuyo esposo va a salir de nuestro suelo. La España a su vez logra constituirse, y se forman las grandes nacionalidades europeas. No habrá página que escriba con tanto gusto como aquella en que pinte semejantes acontecimientos. Confieso ante todo que no soy federalista, y que, como Napoleón, niego la posibilidad moral de la existencia de una nacionalidad lusitana. Los estados pequeños están fatalmente destinados a formar las grandes nacionalidades, y si el orgullo o su amor propio se oponen, faltan, a mi entender, a los deberes que Dios les ha prescrito.– ¡La estabilidad mezquina es el egoísmo! ¡La unidad conquistadora el progreso! Bien es verdad que falta definir por qué medios deben conseguir la unidad los enviados por la Providencia.– No bien Isabel contempla realizadas sus más dulces esperanzas, cuando Colón se le presenta poniendo a sus pies un nuevo mundo. La ciudad en que le coronan es Barcelona; y he aquí cómo la historia de mi patria adoptiva se liga íntimamente al descubrimiento de las Américas.– ¡Cuántas páginas no merece un asunto tan colosal! ¿Y Colón? ¿Estamos seguros de que se ha dado a su retrato la última pincelada? ¿Estamos seguros de que se han comprendido las causas y la trascendencia de su obra? ¿Se han indicado, por ventura, todos sus resultados?
El catolicismo sufre una protesta.– Lutero alza la frente.– Voy a hacer aquí una confesión que parecerá extraña a los que conocen los principales acontecimientos de mi vida: aborrezco a Lutero.– Creo que ningún historiador ha pintado claramente las tentativas que la reforma hizo para introducirse en España, ni estudiado la lucha sorda que emprendió contra los soberanos de este país, punto que será objeto de mis más concienzudas investigaciones. Afortunadamente hay una gran figura que oponer a la de Lutero; la de San Ignacio de Loyola. No se conoce a este ilustre campeón del catolicismo sino por el retrato que de él nos han dejado escritores llenos de pasión, amigos o adversarios. Yo, que no soy ni lo uno ni lo otro, me creo en posición de retocar el cuadro, indicando la verdadera influencia que San Ignacio ha ejercido sobre su siglo. ¡Cuántos hombres no han sido desfigurados por la pasión! ¡Cuántos acontecimientos no han sido desnaturalizados por ella!
Con Carlos V y Felipe II comienza una nueva era.– Este último principalmente, llena con su nombre la Historia de mi nueva patria.– Él es quien envía un ejército a Aragón, y se atreve a declarar el primero que su voluntad soberana es superior a los antiguos y democráticos fueros que nadie, hasta entonces, había osado violar sin humillarse al punto como Pedro el Puñalet.- Es curioso por extremo todo cuanto se refiere a los sucesos de Antonio Pérez: en ellos no le corresponde por cierto el más brillante papel. La figura imponente del Justicia de Aragón, resalta como una de esas fisonomías antiguas, cuya severa belleza no puede menos de admirarse en el frontón de la Historia. Sobre este punto existen preciosos documentos inéditos, y no ha mucho que un miembro de la Real Academia de la Historia de Madrid los indicó a los historiadores, haciendo un gran servicio a la literatura nacional: la lucha sostenida en nombre del derecho contra la monarquía culpable en favor de un consejero de crímenes casi santificado por la desgracia, ofrece las más interesantes peripecias al propio tiempo que reserva al Aragón el papel más digno, ¡el que representa la justicia y la conciencia apoyadas en la ley!
Los Borbones suben al trono de España, primer esfuerzo de la civilización, para borrar del mapa los Pirineos. Los sucesos que fueron consecuencia de aquel conato, bastarían a inspirar una obra importantísima, mucho más cuando nos facilitan los medios de estudiar a Luis XIV. Y no deja de ser digno de notarse, que sin salir de nuestro cuadro, todos los personajes históricos, desde el principio del mundo acá, van pasando a nuestra vista.
Aníbal cuasi puede reputarse natural de Mallorca: César y Pompeyo batallaron con los hijos de mi patria adoptiva: Carlomagno atravesó los Pirineos: Carlos V fue rey de España: la célebre guerra de sucesión ha producido grandes y trascendentales resultados, que serán también objeto de mis vigilias,
Estalla por fin la revolución francesa allende los montes que impiden a las cuatro provincias ponerse en contacto con ella; pero habiendo llegado para la Europa la hora solemne de una nueva trasformación, la Providencia quiso que la semilla revolucionaria fuese esparcida por todas partes; porque era necesario que el pensamiento de la Francia viniese a ser el pensamiento de todas las naciones. Un hombre entonces, grande como Aníbal, como César y Carlo Magno, brota del seno de las falanges revolucionarias, las arrastra súbitamente a cien victorias, siembra la tierra de milagros y se proclama emperador, ¡sin que murmuren aquellas falanges entusiastas! Instrumento de la Providencia después, recorre el mundo, y bajo el palio de la tiranía esparce la semilla de la libertad y propaga el pensamiento revolucionario. Atraviesa los Pirineos... ¿Qué cadena de montañas no han hollado sus pies? ¡Ah! su lucha con España es uno de los cantos más gloriosos y más tristes de su epopeya.– Mi patria adoptiva lucha con él cuerpo a cuerpo, lo aguijonea, le hace vacilar, ¡lo derriba!– Zaragoza lo tiene detenido largo tiempo; Tarragona le obliga a acometer atrocidades: retrocede al fin y queda vencido.– Pero como la voluntad providencial no puede ser vencida, deja impregnado el espíritu de los vencedores del pensamiento de los vencidos, que es el de la revolución francesa.
Hay que hacer todavía muchas y muy curiosas investigaciones, acerca de la influencia de la invasión francesa en el desarrollo del liberalismo en España: yo lo intentaré estudiando escrupulosamente todos los acontecimientos exteriores que de alguna manera contribuyeron a la lenta transformación del espíritu público en las cuatro provincias, y señalaré, en fin, de dónde trae su origen esa sed de bienes materiales que después de las sangrientas luchas civiles que han debido postrar sus fuerzas, las han puesto, si no al nivel de las comarcas más florecientes y productoras de Europa, muy cerca al menos de su prosperidad y grandeza.
Obsérvese que apenas he hecho más que tender una mirada hacia una de las vías que voy a recorrer, cuando brotan como por encanto de mi pluma grandes principios, grandes acontecimientos. Si me volviese ahora hacia las otras dos vías que me restan, tendría acaso que retroceder asustado ante la inmensa tarea que me he impuesto. Conviene, sin embargo, fijarse de pronto en los cuadros que voy a copiar sin aguardar a los últimos momentos para bosquejarlos. Si tarde o temprano he de tener que confesar la temeridad de mi resolución, vale más hacerlo ahora, que no en medio de la carrera a que me he lanzado.
Los habitantes de estas provincias no se limitaron, desde los primitivos tiempos al cultivo de sus fértiles campos y a la constitución de su sociedad: vémosles por el contrario abandonar su cuna para lanzarse lejos de los sitios en que se deslizó su infancia, y aquellos a quienes las grandes invasiones obligaron a refugiarse en suelo extraño, nos mostrarán que han bebido en el seno de sus madres el instinto de la independencia, el germen de las virtudes y el sentimiento de la gloria.
Sin detenerme a enumerar las proezas que los hijos de mi patria adoptiva han consumado lejos de sus playas; omitiendo hacer mérito de la parte que tomaron en las grandes guerras de la antigüedad, cuando los honderos de las Baleares pasaban universalmente por los primeros soldados del mundo, no puedo menos de recordar la expedición a Oriente que parece una creación de Homero; esa expedición a Nápoles, que más bien debe ser cantada por los poetas, que narrada por el historiador.
He dicho que la expedición a Oriente parece una creación de Homero, y en efecto, al leer sus pormenores, desgraciadamente apenas conocidos en el resto de Europa, diríanse que son páginas arrancadas a la Ilíada. Ningún pueblo del mundo puede ofrecer a los ojos deslumbrados del lector una crónica tan portentosa que baste por sí sola para el lustre y gloria de mi patria adoptiva que ha dado a sus hijos la reputación de hombres los más belicosos del orbe. Cuando acontecimientos semejantes se nos presentan revestidos de todas las apariencias de la verdad, y apoyados en testimonios auténticos, no deben parecernos ya tan inverosímiles esos combates titánicos contra el Señor de los cielos, ese amontonamiento de montañas con que los gigantes intentaban escalar el Olimpo y arrojar de él a la Divinidad.
La conquista de Nápoles está llena de poesía, de valor, de generosidad, de grandeza, de pensamientos. El magnífico teatro de esta guerra, caballeresca como la edad media, a la par que política como el renacimiento, ofrece al pintor histórico bellezas que tienen por límite bellezas nuevas. Al escribir las páginas de esta gloriosa expedición, creeré estar aspirando una atmósfera embalsamada con todos los perfumes de una época, cuyo recuerdo hemos perdido demasiado pronto, cuya grandeza especialmente hemos olvidado.
No es este el momento oportuno de hablar de otras mil hazañas que en tropel acuden a mi imaginación. ¿Pero no me será permitido seguir a Jaime el Conquistador, al Ricardo de Aragón, en todas sus caballerescas excursiones? Con dificultad se hallará en la vida de los monarcas hechos más brillantes como los que rodean su existencia; porque es uno de los pocos que han tenido el don de encadenar la victoria a todas sus empresas, y de marchar de prodigio en prodigio hacia un renombre tan merecido como glorioso. Todavía joven, cuando se lanzó por primera vez a la arena; apuesto, con esa apostura que antes que la diadema nos revela un rey; valiente, como un héroe de los libros de caballería, y generoso tanto como valiente, dijérase que únicamente le había faltado la protección de Dios para llegar a ser uno de los mayores héroes, si el hecho extraordinario que precedió a su nacimiento no nos suministrase la convicción de que aquella protección no le fue escatimada. ¡Cuántas veces he contemplado con admiración su noble semblante y leído su famosa crónica! ¡Feliz yo que voy a hablar de este hombre y a buscar en su corazón de león las causas de su grandeza siempre creciente!
Si fuera a decir todo lo que se presenta a mis ojos cuando tiendo una mirada sobre esa senda por la cual se arrojaron los hijos de mi patria adoptiva, para tomar una parte en los trabajos colectivos de la Humanidad, esta introducción tendría entonces desmesuradas proporciones. Debo limitarme, pues, a indicar lo que en la actualidad está acaeciendo y hablar de la influencia que los hijos de Aragón y Cataluña ejercen hoy sobre las artes, el comercio y la industria de las demás naciones. Dentro de poco, esta influencia no será un misterio para nadie.
Pero no he penetrado aún en la parte más difícil de la tarea que voy a emprender. Cuántas dificultades, cuántos obstáculos no tendré que vencer cuando, internándome en la noche de los tiempos con incierta y escasa luz, inquiera las formas políticas de la sociedad de las cuatro provincias, su desarrollo, sus vicisitudes hasta nuestros días, sus íntimas modificaciones, y sobre todo la marcha incesante de las clases inferiores hacia la civilización.
¡A cuántas influencias exteriores no tuvo que rendir homenaje aquella sociedad! Y sin embargo, en nada han cambiado las costumbres que les son propias: los tiranos han podido vencerla; pero doblegar, ¡jamás! Y esto procede de que el suelo de mi patria adoptiva es la cuna de ese noble espíritu de independencia que no ha podido desarraigarse nunca, a pesar de todos los esfuerzos de sus opresores.
Describiré la Coronilla de Aragón bajo las antiguas y diversas dominaciones; bajo la inundación de los bárbaros, y bajo esas oleadas orientales de la invasión mahometana, y cuando entrambos hayan desaparecido, entraremos en el estudio del gobierno de los condes de Barcelona y asistiremos a la formación de ese Estado de Aragón, que descendió con sus formas puras de las montañas, donde los ricos hombres le habían dado el ser con su valor y patriotismo.
Conveniente será para el buen orden, tomar una por una estas Provincias en su vida propia, hasta el punto en que por el designio universal de la Providencia tuvo lugar su reunión; mas a pesar de ella, recordando la época de semejante suceso, el historiador debe persuadirse ante todo, que no se ha verificado una fusión total de costumbres, y que es necesario continuar estudiando parcialmente la marcha íntima de cada una de las cuatro provincias, desde el punto de vista de la unidad, sin dejar de atender a su marcha colectiva política.
Desde la constitución definitiva del reino de Aragón hasta nuestros días, una viva luz brilla sobre los acontecimientos. Desde entonces existen excelentes crónicas, archivos preciosos y monumentos importantes, que son otras tantas páginas que contribuyen poderosamente a la ilustración del historiador. Desde entonces el estudio político hácese más fácil, especialmente el de la parte superior de la sociedad, y yo entiendo por tal la que rodea al poder. Pero no basta: deber es del historiador manifestar, cómo existían entonces las clases inferiores; cómo han tomado incremento; cómo han participado de la luz o se han sumergido en la oscuridad. Nadie mejor que yo comprende los grandes obstáculos que se atraviesan en este camino, y cuán grande será el número de documentos que tal vez echaré en falta. Pero cuando en este caso me encuentre, la intuición y la comparación hallarán pruebas que los enemigos de semejantes investigaciones suponían no existir.
No está lejos el día en que de la máquina de Gutenberg, brote una historia filosófica de la Humanidad, y sabe Dios lo que los eternos enemigos del hombre han hecho de los documentos que deben servir para esa historia. Pero más tarde o más temprano, la verdad sepultada en la tumba, rasga el sudario, quebranta el mármol que la oprime y resucita para llenar de vergüenza a todos aquellos que habían cavado su sepulcro.
Hállase en la historia, de las cuatro provincias, un episodio casi desconocido, y para cuya ilustración, felizmente no faltan buenos documentos. Hablo de la lucha sostenida por espacio de muchos años, por un puñado de valientes mallorquines y valencianos, que tomaron el nombre de comuneros. Estudiaremos las aspiraciones de esos hombres, y las causas que pudieron producir su levantamiento, así como las relaciones morales que pudieron existir entre ellos, y los campeones de la libertad que simultáneamente aparecieron y que sacrificaron su vida al porvenir de las naciones. Una feliz casualidad me ha hecho conocer datos preciosos que me servirán en gran manera para retratar con exactitud, el carácter de los que fueron momentáneamente dominadores de la Alcudia mallorquina.
Pruebas irrecusables me servirán de apoyo cuando entre en el periodo histórico que comienza con el siglo actual. Podré entonces hacer un estudio sobre el desarrollo de esa clase inferior de la sociedad con la que se han ocupado muy poco hasta ahora los historiadores, y que merecerá indudablemente su predilección dentro de algún tiempo por la fuerza misma de los acontecimientos. Y cuando hayamos llegado a los quince últimos años, podré desenvolver un cuadro magnífico a los ojos de los que miran con satisfacción el desarrollo de la sociedad en el seno del porvenir. La industria y el comercio, estos dos resultados y estas dos causas del trabajo, a pesar de las guerras civiles, echan entonces poderosos cimientos en el suelo de mi patria adoptiva. Y mientras que la clase poderosa lucha y se empobrece, simples obreros por medio de un arte, de un oficio, echan los cimientos de una fortuna colosal que contribuye hoy a propagar la civilización entre los desgraciados que en siglos anteriores no habían sabido nada, ni podido hacer nada.– Honrados industriales de Cataluña, celosos fabricantes que habéis abierto en vuestra patria un camino de prosperidad, vosotros que habéis comenzado vuestras fortunas siendo obreros, yo consagraré muchos capítulos a vuestros esfuerzos y perseverancia, y probaré cuán importante es para la España la obra que habéis emprendido, y cuán fácilmente con vuestro poderoso auxilio puede eximirse de las pretensiones de la Inglaterra, cáncer de todas las naciones.

Es difícil formarse una idea del movimiento que se despliega en estos momentos en las cuatro provincias: cada día es un nuevo paso hacia el progreso. Cataluña y Aragón especialmente, apenas tienen que hacer más que un ligero esfuerzo para ponerse a la altura de los pueblos más adelantados del extranjero. Los elementos y la voluntad existen: lo que falta es un poco de osadía: lo que paraliza es un poco de temor. Una vez que haya desaparecido aquel temor y se haya adquirido aquella osadía, mi patria adoptiva alcanzará un porvenir brillante. Inmensos canales la surcarán en todas direcciones: sus entrañas vomitarán metales preciosos; fertilizado su suelo, se cubrirá de ricas cosechas, y el viajero, al acercarse a sus ciudades, viendo el humo de las fábricas de vapor que se elevará por los aires partiendo de mil puntos, saludará al Genio de la industria en los infinitos templos que la misma industria le haya levantado.
Compararé el progreso de mi patria adoptiva con el de Inglaterra, Francia, Alemania, y Estados-Unidos, y buscaré las causas que han podido impedir e impiden todavía su mejora: probaré que antes de diez años la España y la Francia unidas, como deben vivir siempre, pueden haber reemplazado a Inglaterra en todos los mercados del Mediterráneo: idea que debe halagar a aquellos que no han borrado de su pensamiento el día de Trafalgar, y les justificará la esperanza de que la embocadura del Mediterráneo debe únicamente ser guardada por aquellos a quienes la naturaleza misma ha confiado su custodia.
Se unen demasiado los intereses de las cuatro provincias con los de las restantes de la Península, para que con esta ocasión no me permita echar una rápida ojeada al porvenir industrial y mercantil de España. Diez años de paz interior pueden influir en favor suyo más que el descubrimiento de Colón. Las riquezas que de él recibió y cuyo lejano origen le fue arrebatado más tarde, las posee hoy en su propio seno. Falta tan solo que hábiles ingenieros se ocupen en canalizar sus campos todavía vírgenes, y pronto la fertilidad de su suelo hará olvidar a las potencias occidentales los trigos de Odessa. Que respetables capitalistas se dediquen con ahínco a la explotación de las minas que abrigan las entrañas de sus montes, y entonces España no tendrá que hacer pedidos a los extranjeros de los metales indispensables para el progreso de la industria. Inteligentes jóvenes son menester para que estas aspiraciones se realicen cumplidamente; mas Dios jamás niega, cuando llega la hora, los instrumentos que han de servir para la realización de sus fines. El viaje que acabo de hacer me ha puesto en el caso de conocer y apreciar las necesidades, las riquezas y las esperanzas de España. Tampoco olvidaré que he sido agasajado por ella, desnudo, pobre, solo, como el mendigo del Evangelio, como todos los proscritos cuando les recoge tierra extranjera; no pudiendo ofrecer en cambio otra cosa que mis tareas intelectuales. Feliz yo si el mérito de la obra que voy a emprender para ella iguala a la generosa nobleza de su hospitalidad.
Cualquiera que sea la divisibilidad de mi trabajo no cesaré nunca de encadenar todos los acontecimientos que vaya analizando, a esa grande síntesis providencial de la que soy un instrumento. Si la convicción más íntima de su existencia y su poder no me alentara, creería inútil mi obra. ¿Para qué las sabias lecciones de la Historia, las consecuencias que la Fe saca de ella, si la casualidad y solo la casualidad fuese el Supremo director de todos los sucesos del mundo? La fe es la que me infunde el sentimiento de la esperanza y del amor: la esperanza es la que me impulsa a mostrar al proletarismo un risueño porvenir; y el amor me obliga a sacrificarlo todo a la investigación de la verdad, por lo que esta verdad pueda influir en el bienestar de las cuatro provincias.
Muchos han extrañado que haya emprendido la tarea de escribir esta Historia, suponiendo que corresponde exclusivamente tamaña empresa a un hijo del país. Creen otros que las Crónicas existentes la hacen de todo punto innecesaria y hasta se adelantan a afirmar que me será punto menos que imposible encerrar el cuadro de los hechos dentro del marco que queda designado. Han dicho más: que a mi edad era una arrogancia el intento de un trabajo de esta naturaleza, delante del cual han retrocedido corporaciones eminentes e ilustres escritores, cuya reputación forma la gloria de mi patria adoptiva.
Pero al principio de esta introducción he dicho, que un sentimiento de gratitud y una feliz inspiración, habían dado origen a la idea de escribir esta Historia. Al concebir esta idea creí que un monumento histórico de tal importancia levantado a la gloria del pueblo que me acogió con tanta generosidad, sería un testimonio digno de este sentimiento de gratitud y del pueblo que me lo ha inspirado: y cuando razones de tanto peso sirven de base a una obra de esta índole, ¿quién duda que el corazón se siente animado por ese fuego vivificador que eleva el talento a la altura de las obras que concibe? Bajo el punto de vista personal y como simple historiador, he indicado ya que difícilmente se encuentra otro país en Europa más íntimamente ligado con todas las grandes vicisitudes de la Humanidad. Y al emprender su Historia pretendo elevar un monumento a mi patria adoptiva, levantando otro al mismo tiempo a la civilización universal. De esta suerte la inspiración ha venido en auxilio de la gratitud y mi resolución es inalterable. De todos modos, el objeto es demasiado importante para dejar de hacer una obra útil, ya que el cielo me niegue la posibilidad de hacer una obra maestra.
Muy glorioso hubiera sido, en efecto, para un hijo de las cuatro provincias haber concebido el plan de semejante libro y llevarle a cabo con acierto: sus compatriotas le hubieran tributado merecido homenaje, y su nombre, grabado en todos los corazones, se colocaría al lado de los campeones de la independencia del país. Pero ¿será esto razón para negar a un hombre nacido en otro suelo el derecho de escribir la Historia de la Coronilla, sin aducir otro motivo de esta exclusión que la circunstancia de ser extranjero? Pues qué, ¿fue una osadía en Guizot escribir esas brillantes páginas de la revolución inglesa? Guizot no era inglés: ¿fue por consiguiente criminal en haber tocado ese punto tan admirablemente, bajo el punto de vista del estilo У la verdad histórica de su escuela? ¿Deberá hacerse el mismo cargo a Sismonde de Sismondi por haber publicado sus investigaciones sobre la Historia de Francia? ¿Daru traspasó acaso los derechos de historiador, dando a luz su libro sobre Venecia, porque no había nacido a dos pasos del Rialto? Y el erudito inglés que nos ha legado en su Carlos V páginas inimitables ¿había recibido autorización para publicarlas? Y tantos otros escritores cuya lista sería interminable ¿hubieran emprendido inmortales obras históricas acerca de un país que no les vio nacer, para que se les disputase luego el derecho de haberlas producido?
Ridícula fuera semejante pretensión. No.
Para escribir una Historia, no es condición indispensable la nacionalidad del autor, y mucho menos tratándose de una Historia elevada y filosófica, que juzga más bien que relata los hechos. Aquel en cuya frente ha marcado Dios el sello de historiador no tiene otra patria que la Humanidad: como hombre, sentirá siempre amor hacia su suelo natal; pero encargado de una misión divina, no tiene otro norte que la justicia y la verdad.– Cuando sea oportuno dirigirá los más fuertes ataques a su misma nación: llorará sus faltas; pero confesará abiertamente, que otra nación la ha llevado ventaja en valor, en virtudes y en generosidad. Si no me creyera capaz de esta abnegación, antes haría pedazos la pluma, que acometer tamaña empresa. Pero ¿soy yo en realidad un extranjero para ti, tierra hospitalaria, para ti, que me has dado la compañera de mi vida? ¡Ah! si no debiese vindicar los fueros de la razón humana, conservando al hombre, cualquiera que sea su país, el derecho que tiene de escribir la Historia del pueblo que su inspiración le designa, yo te probaría con el lenguaje del corazón, ¡cuán lejos estoy de ser para ti un extranjero!– Séalo o no, puedo referir tus pasadas glorias, lo que eres en el presente, y lo que espero de tu porvenir. Si nos fuera permitido generalizar la pretensión contraria, tiempo llegaría en que cada aldea prohibiese a su vecino que contase sus hechos, y de este modo fuera imposible esa grande síntesis escrita, esas grandes lecciones para los pueblos, ese libro donde el genio encuentra, estudia y revela todos los medios de que Dios se vale para conducir las sociedades a su fin determinado.
Es imposible, se me dirá, que el asombroso número de acontecimientos narrados en tantas crónicas, tenga cabida en esos cuantos volúmenes que vas a escribir; única razón por la cual, ha podido conjeturarse que mi obra va a ser inútil. Pero lo que yo he anunciado es una Historia, y no una recopilación sin orden de todos los documentos que tendré a la vista. El principal mérito de un historiador, consiste en saber escoger e ilustrar los hechos, relatando tan solo aquellos que filosóficamente se adapten al espíritu de la época que se intenta retratar. Ni debiera contestar a semejante objeción. ¿No sería ridículo echar en cara a Tácito que no nos haya dicho la hora en que fijamente se acostaban todos los días esos Césares, cuyo trágico fin nos ha referido en un lenguaje tan conciso y sublime? Los críticos deliran muchas veces.
Apenas cuento veinticinco años, y no es esta por cierto la edad más a propósito para escribir una Historia; pero cualquiera que sea la edad, cuando el hombre siente en su alma el llamamiento de ese mensajero del cielo, a que damos el nombre de inspiración, debe marchar con resolución adelante, venciendo cuantos obstáculos se opongan a su paso. Puede uno equivocarse alguna vez acerca de la índole del llamamiento que le arrastra; pero los espectadores de la lucha no tienen derecho a acusarle de presunción, sino cuando haya fracasado.
Otros más jóvenes que yo han emprendido trabajos más arduos que el mío: verdad es que muchos han sucumbido: pero algunos han salido airosos de su empeño. ¿Por qué se me ha de arrebatar la esperanza de la victoria que ha de servirme de aliento al emprender la lucha? Si tengo pocos años, tanto más brillante será mi triunfo en el caso de que llegue a obtenerlo.
¿Qué importa que muchas corporaciones distinguidas hayan retrocedido ante semejante idea, que escritores eminentes no hayan podido llevarla a cabo? Las sociedades más sabias y los filósofos de Tebas, habían buscado en vano una respuesta a las preguntas de la Esfinge; pero se presenta Edipo, cuyo nombre era desconocido, cuyo semblante no llevaba ninguna de las señales que caracterizan al genio, cuyo infortunio era semejante a su pobreza, y Edipo hizo lo que no supieron hacer los más ilustres tebanos.– Fuera de que no hay ejemplar de una corporación sabia, que haya escrito una buena Historia. Esta exige tal unidad de pensamiento, que solo es dado a un hombre sostenerla. Las corporaciones científicas pueden y deben preparar los documentos, facilitar su clasificación, pero organizarlos sintética y esencialmente, nunca.
Por lo demás, yo hubiera visto a otros con el mayor placer en la senda en que voy a entrar, y aunque mi resolución no hubiese servido más que para estimularlos en su carrera, me holgara de haberla emprendido por más que no fuese mía la victoria. Quiero ser útil nada más a mi nueva patria, y en sus aras estoy dispuesto a sacrificar la gloria misma, única recompensa del escritor. Pertenezco completamente a la nación que ha abierto sus brazos al proscrito.
Lo que estoy dispuesto a sostener, mientras lo contrario no se me pruebe, es que la Historia de la Coronilla de Aragón, no existe tal cual la he concebido, y que actualmente es indispensable para la enseñanza de esa juventud que inunda las universidades de las cuatro capitales, llena de fe en lo porvenir.
Un anciano distinguidísimo en estudios históricos, catedrático de griego en la universidad de Zaragoza, D. Braulio Foz, me alentó en mi empresa con entusiasmo y ternura, mostrándome manantiales de inapreciable valor: puso a mi disposición sus trabajos de veinte años sobre este asunto, coronando su generosa dádiva con su bendición literaria. ¡Qué desinterés! ¡Cuánta nobleza! Con él he pasado plácidas horas y no negaré que debo a sus excitaciones una gran parte de la audacia que respira esta introducción. Creo que ha dado pruebas de mejor patriota que aquellos que han pretendido obstruirme el paso, llamándome extranjero.
Debo asimismo declarar que solo tengo motivos de lisonjearme por la acogida que he merecido de casi todas las personas más notables que hoy están al frente de la sociedad de la Coronilla. En el momento de escribir esta introducción no me he dirigido todavía más que a los habitantes de Zaragoza y Barcelona; pero todos me han dispensado su apoyo, y no pocos han adelantado el precio de la obra para facilitar de esta suerte su publicación. Los capitanes generales de esas dos capitales figuran en esta lista; el alto comercio y los fabricantes se han dado la mano con la nobleza. Debo, pues, abrigar las más dulces esperanzas de que no me faltarán ni apoyo ni protección para llevar a cabo esta empresa. Si algunas personas, a la verdad de escasa importancia, no hubiesen soltado en esta ocasión la palabra extranjero, yo tendría delante de mí un horizonte sin la menor nubecilla. Aun cuando esto no hubiese sucedido, no temblaría menos al acometer esta empresa, ni dejaría de dirigir esta ferviente invocación al Genio de mi patria adoptiva.
¡Oh! Tú, ¡que me apareciste por vez primera cuando senté mi planta en las húmedas playas de la reina de las Baleares! Tú, ¡que entonces me tendiste una mano para ayudarme a pasar de mi esquife salvador al suelo de la hospitalidad, y dispensando los mismos generosos oficios a mis compañeros de infortunio les permitiste como a mí descansar por fin un momento a la sombra de tus alas protectoras! Tú, ¡que nos condujiste después a Palma, la hija querida de los mares, a través del Paraíso terrenal en cuyo seno tiene su asiento!... ¡Escúchame, Genio de mi patria adoptiva!
¡Oh! Tú, ¡que por segunda vez te presentaste a mis ojos al atravesar el piélago que separa a Palma de Barcelona! Tú, ¡que colocaste en mi mano la mano de una virgen, cuyos hechizos habían merecido tus más suaves caricias y confirmaste así tu adopción generosa! Tú, ¡que tornaste propicios a los moradores de Cataluña, como propicios habías hecho que se mostrasen los hijos de las Baleares, cuya constante protección llevó el pan a la boca del que llegaba hambriento, y dio vestidos al que arribó desnudo, y brindó con la amistad al peregrino errante y solo!... ¡Escúchame, Genio de mi patria adoptiva!
¡Oh! Tú, ¡que por tercera vez te mostraste a mi vista cuando partí de Barcelona para dar principio al viaje que estoy prosiguiendo! Tú, ¡que me indicaste a lo lejos las torres cristianas de la heroica Zaragoza, como augurio que aquella ciudad daría al extranjero tan grata y hospitalaria acogida, como sus hermanas Palma y Barcelona; cual se la dará Valencia, la ciudad que se adormece en medio de los más bellos jardines del Universo! Tú, ¡a quien soy deudor de que los nobles aragoneses me hayan hospedado tan amable como muníficamente!... Genio de mi patria adoptiva, ¡en nombre de estas tres apariciones te conjuro a que me prestes atención!
Bien lo sabes: voy a emprender una obra colosal: ¡voy a reconstruir con el pensamiento cuanto has edificado desde el origen del mundo: voy a dar ser a edades que han pasado: a desenterrar las piedras de las ruinas: a buscar en la noche de lo que fue, esos grandes linderos que Dios clava en la tierra, después que las generaciones han perecido, para que la Historia pueda encontrar su tumba y remover sus osamentas: voy a intentar adivinar tus secretos, consultando a los recuerdos que me han dejado tu ancha frente ceñida de aureola! Mi admiración y mi gratitud me obligan a emprender esta obra: tu voz me alienta para seguir adelante.
Si me juzgases digno de ella; si no rechazas las páginas que escribe el extranjero sobre el país cuya gloria te ha encomendado el cielo; tienes en mí uno de esos hombres fatalmente predestinados a no tener más patria que la patria colectiva del arte y de la belleza; ven a mí por última vez para nunca separarte de mi lado.
Asida tu mano izquierda a una de las mías; llevando en tu diestra la antorcha de la verdad, entremos juntos en el laberinto que quiero recorrer. Yendo en tu compañía visitaré sin temor los pasados siglos, y después de haber presenciado el incendio de los Pirineos, tornaremos deteniéndonos sobre cada ruina, resucitando cada época hasta llegar a nuestros tiempos, cuya vida estudiaremos también. Durante nuestra carrera investigadora habremos abierto todas las tumbas: removido todos los osarios; los esqueletos se habrán cubierto para nosotros de esa carne de que solamente debían revestirse al juicio final; y habremos oído de su misma boca lo que fueron antes de caer en la huesa, y el grado de civilización que alcanzara la Humanidad cuando ellos desaparecieron de sus filas.
Si tan alto favor me otorgas me creería a cubierto de todo, hasta de la envidia: me creería fuerte, porque tus fuerzas me sostendrían: mis pasos no serían vacilantes, porque la lumbre que despides me mostraría el camino con toda claridad: estaría orgulloso, porque mi estilo saldría impregnado de la dulzura de tus palabras, eco de un lenguaje divino. ¡Conjúrote otra vez, Genio de mi patria adoptiva! Hazlo por ella, si no por mí. Multitud de jóvenes, de cuyos destinos eres protector, aguardan una obra como la que tengo en mi imaginación, y solo Tú puedes hacer que sea digna de sus esperanzas. ¡Desciende otra vez del Empíreo, condúceme por tu mano y marchemos! Lo pasado, es ya para nosotros luz: lo presente, realidad: lo porvenir, revelación.
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Libro I
I

¡Oh! tú, ¡cuya naturaleza desconozco, pero cuya existencia proclamo y afirmo; inmensidad, cuya extensión solo los insensatos y los impostores creen haber comprendido; inteligencia, de la que un destello ha descendido a mí, está dentro de mí, camina con mi pensamiento, para refundirse luego en tu seno luminoso y bajar después a dar animación y vida a otras criaturas; único movimiento perpetuo, única luz sin oscuridad; absorción y expansión eternas, cuyos secretos son ignorados, pero cuyas leyes se van poco a poco descubriendo. Dueño, hacedor, guía, esperanza, objeto de este Universo sin límites, que abraza y contiene tantos innumerables mundos, y, por consiguiente, dueño también, hacedor, guía, esperanza y objeto de esta partecilla, de la vida general, que se llama la tierra, y que, cerco pequeño, contenido en el cerco inconmensurable, se mueve, se adiestra, se perfecciona, se adelanta hacia ti más y más, anhelando el momento en que el Universo será conocido, porque tú lo serás también!– A ti es a quien invoco antes de empezar mi libro: a ti es a quien saludo antes de emprender cosa alguna.
Yo te saludo, en la majestad, que trabajo y me esfuerzo en percibir y comprender; como el elefante te saluda en el sol, el pájaro en la aurora y la muchedumbre sencilla e ignorante en las imágenes sacadas de su propia naturaleza, que tiene la desgracia de creer igual a la tuya.
Después que he logrado conocerte y, por lo mismo, tener conciencia de ti, he visto que la Humanidad marchaba como señala los pasos el individuo en su primera infancia: que existía un plan providencial trazado por ti, plan que la Humanidad realizaba en momentos señalados por ti, teniendo, sin embargo, la libertad de entrar en él un poco más pronto o un poco más tarde, por una de dos sendas: la del sufrimiento o la de la felicidad.
He observado, dedicándome al estudio del pasado, que la marcha de la Humanidad había sido lógica, no obstante sus frecuentes extravíos, y he vislumbrado la antorcha, que uno de tus más puros espíritus lleva delante de ella, en las nubes más remotas de su existencia.
Esta antorcha ha cambiado sucesivamente de nombre entre los hombres, a medida que estos se han ido acercando a ella; pero nunca les ha negado sus resplandores: y cuando el genio del mal, que me guardaré de maldecir en esta invocación, receloso de insultar una de tus posibilidades, cuando el genio del mal, repito, ha procurado extinguir su luz, entonces ha brillado con llamas más vivas, cegando a los que querían matarla.
Más tarde dirigiré mis esfuerzos a explicar mejor lo que tú eres y lo que tú quieres; escribiré la historia de esa Humanidad, que la verdad ha esclarecido, esclarece y salvará en tu nombre.– Hoy me circunscribo a explicar el efecto causado por esta antorcha al recorrer una parte de la Humanidad, a la cual debo la hospitalidad más generosa.
Yo te invoco, para que me concedas e infundas en mi ánimo el valor necesario para dar cima a mi tarea, para que hagas bajar a mi frente uno de esos resplandores, que iluminaron las frentes predestinadas de los Pitágoras los Jesús y los Fourier, estos socialistas sinceros, que murieron mártires de su propia gloria, y de los cuales debe unir un día los altares el porvenir remunerador.
Yo no tengo más que un deseo: saber el plan de que tú solo conoces el objeto definitivo.–Quiero ser útil a esta Humanidad de quien me has hecho uno de los miembros, haciéndome también desear la fusión en ti.
No ambiciono más que una recompensa; la dicha de no morir sin haber visto a la nueva iglesia con la idea nueva, llave de su bóveda, abrir sus puertas a los hombres ilustrados.
No seré yo quien cante tu gloria, porque soy indigno y conozco mi bajeza. La voz de los mares, el sordo murmullo que se eleva de los bosques vírgenes, las armonías de que está llena la naturaleza terrestre, el ruido que forman los arroyos al caer de la roca en las verdes praderas..., he ahí los cantores a quienes yo no podré ser igual, he ahí los sublimes resultados de la gran revolución a que tú presides, que no pueden compararse con los resultados de nuestras revoluciones humanas; y no quiero unir mi voz a esas voces, porque temo abandonar la Tierra, en la que quiero vivir para que mis hermanos me entiendan más fácilmente.
¡Oh! tú cuya naturaleza desconozco, pero cuya existencia proclamo y afirmo, Dios, en fin, haz que descienda a mi frente ese rayo luminoso que con tanto fervor imploro, y, si te es aceptable una obra digna del plan que en la presente procuraré trazar, concédeme el genio necesario para su concepción y desenvolvimiento.
II
Para los que se dedican, en nuestros días, al estudio de las más elevadas cuestiones de la creencia religiosa, de la filosofía y de la sabiduría, no es dudoso, en modo alguno, que el Universo no ha sido creado para la Tierra; la inmensidad no debe su origen a lo imperceptible; pero la Tierra, por el contrario, se desenvuelve en el sentido universal y la misión de lo imperceptible se complementa en beneficio de la inmensidad.
Decir otra cosa, reconocer a la Tierra como centro moral y físico de esas extensiones materiales y espirituales, que la inundan y la rodean, formando globos sólidos o imponderables, sería el colmo de la necedad orgullosa, y daría por consecuencia el aislar a la Humanidad del gran conjunto de las armonías, de agrandar el caos en que ésta infundada opinión la ha sepultado, de esperar que el Universo sea atraído por ella, mientras que es ella la que debe dirigirse a él.
¿Cuál es, pues, este universo cuyos límites desconocemos, cuya palabra suprema no ha podido todavía formar parte de ninguna de las lenguas de nuestra Babel, cuyos espacios no hemos podido medir aún, prefiriendo antes enlazarlos con la individualidad humana, que investigarlos seriamente?
Nos dirigimos a conocerle.
Muchos hombres, inspirados por la voluntad suprema y prescindiendo de las ilusiones humanas, hijas de su orgullo, han ido más allá de los límites morales, impuestos por las ciencias tiránicas; han columbrado las causas de la luz, han discutido sobre el verdadero calor, escudriñando la sombra que cubre el magnetismo y tomado una centella a la electricidad.
Empero, no obstante estos gigantescos pasos de la ciencia hacia la averiguación segura de los secretos, que presiden a la organización del Universo, no tenemos sobre este punto, más que escasas noticias e inciertas conjeturas.
Sabemos solamente una cosa; que una armonía suprema preside a esta organización; que los astros en sus revoluciones, el vacío en su nada relativa y la Tierra en su atmósfera, se esfuerzan de consuno con un objeto, para nosotros el de la perfección, y que cada porción de estos astros, cada medida de este vacío y cada átomo de nuestro globo, obedecen a una armonía particular, reflejo, o, por mejor decir, emanación de la armonía general.
Únicamente, por razón de que nuestro globo parece obedecer a las leyes generales que rigen también a los otros mundos, no debe deducirse que el Universo es hecho para él, antes bien, que nuestro globo trabaja, para llenar, en su armonía individual, la parte de progreso que de él reclama la armonía general.
Cuando la luz providencial nos manifiesta una verdad relativa a la grande armonía, no debemos sujetarla inmediatamente a las necesidades de la nuestra; debemos, lejos de eso, elevarnos con esta verdad, y, comparando nuestra armonía con aquella en la que gravita, debemos acercar la Humanidad a Dios, que no es más que la sabiduría por excelencia.
El pasado ignorante, o al menos las sociedades ya extinguidas, que han gobernado el Mundo en nombre de la especie humana, han querido ajustar la inmensidad a la medida de la Tierra.– Careciendo su vista de la elevada perspicacia indispensable para recorrer el espacio, han creído deber circunscribirle. De aquí la oscuridad que reina todavía, en todo lo que concierne al régimen de la Humanidad, y que, como ciega, le impide que vea su misión. Y no les ha faltado motivo para obrar así: se ha obtenido un resultado, sea el que fuere.
Solo unos pocos, algunos seres, colectivamente considerados, inspirados por una vocación providencial, han logrado entrever esta ley de armonía general, a la que la armonía humana debe acercarse y completar los desarrollos; estas excepciones solamente han guiado el Mundo, atrayéndole a la senda del espíritu puro, que lleva la antorcha del progreso, haciéndolo posible, para acelerar el momento en que las masas obren por sí mismas y caminen según su propia inspiración.
Forzadas, por lo tanto, a colocarse entre el Universo, entre el infinito y la Humanidad, estas excepciones han hecho descender de sí mismas la fe, y la religión se ha convertido, desde entonces, en ley de lo alto, en vez de ser una aspiración de lo ínfimo.
Hoy, que las masas pueden comprender el Universo, si se hace patente a ellas, la aspiración va a ocupar su puesto nuevamente y a cumplir su verdadero deber: la religión nueva va a rasgar el velo que nos oculta el gran punto alrededor del cual todo se mueve; y la venida de la perfección, que debemos esperar, no será ya un secreto para la Humanidad.
III
Asentado que una armonía general preside a la organización progresiva del Universo, sin que sepamos aun cuáles son sus secretas leyes y sin que hayamos penetrado los misterios; asentado, después, que una armonía particular, cuyos elementos todos existen en nuestro derredor, preside a la organización y a la perfección de la vida terrestre y debe servirnos de guía para conducirnos al conocimiento de su inmensa madre, como también para operar nuestra fusión en ella: réstanos solo conocer, con exactitud, el punto de partida de la armonía terrestre, explicar las leyes, volver claras las intenciones y las voluntades, seguir los sucesivos desarrollos.
Toda religión consiste en el estudio del Universo y en el conocimiento de su autor: toda ley social, todo código que rige las relaciones de los seres cuya muchedumbre nos rodea, consiste en el estudio de la armonía terrestre y en el de la aplicación de sus decretos.– De ahí el conocimiento y la necesidad de aceptar dos creaciones como punto de partida y como objeto.– La creación del Universo, a la que debe elevarse nuestra alma por el desarrollo de sus religiosos instintos; la creación de la Tierra, cuyas causas conocemos o podemos ligeramente conocer, como también los acontecimientos, y que nos servirá de punto de partida para seguir la marcha de la armonía terrestre, para ordenar los progresos de la Humanidad, para modificar la naturaleza de cuanto nos rodea y para que nuestra alma pueda marchar con firmeza y fijeza por el camino al fin del cual debemos caer en el infinito.
Era pues, una consecuencia de nuestro insensato orgullo, y una prueba de crasa y grosera ignorancia, señalar, como origen de todas las leyes terrestres, una ley de creación universal de nadie reconocida.– Este raciocinio partía de lo desconocido para llegar a lo conocido, de lo incierto iba a lo cierto, era descender en línea recta del saber, un tanto claro, a la oscuridad completa.– El hombre no se penetró de su sentimiento religioso, y no adoraba a su Dios con la frente levantada, pero con la mirada dirigida al polvo de la Tierra.
A este orgullo, a esta grosera ignorancia son debidas las luchas sangrientas; tan perjudiciales al desenvolvimiento humano y que tanto han entorpecido y retardado su marcha.– El hombre que, con fe ardiente, adora al Ser Supremo con los ojos fijos en el Cielo, no ordena los combates atroces, utilizándose de la libertad: el hombre que le acata humillando su frente hasta el polvo, legitima los horrores de la tiranía, haciendo de Dios un opresor, un déspota.
Y sin embargo, ha sido necesario que transcurrieran tantos siglos para llegar a conocer, que Dios no era la tiranía, que era necesario también acercarse a él en la ciencia, en vez de alejarse en la ignorancia.
Parte diminuta del Universo, la Tierra en su estado primitivo, en su creación primera, no debe ocupar nuestra atención como punto de partida, debemos solo hacer constar, que la Tierra existió desde el momento que la armonía general tuvo necesidad de ella.– Si logramos conocer, perfectamente, el fin para que fue creada, tendremos, por consiguiente, la única razón de la necesidad que el infinito tuvo de su existencia.
La Tierra fue hecha, como fueron hechos los astros, como existe el vacío relativo en que se mecen; el secreto de su existencia, como el de la existencia del vacío relativo y de los mundos que en él se mueven, debe ser el objeto de las investigaciones religiosas del Universo, ilustradas por el estudio, esta lumbrera sincera del examen.
Antes era fuego o gas incandescente, o caos informe lanzado en el espacio, de forma redonda, debida, puede ser, a otra causa distinta de la rapidez del movimiento que la impulsó, pero que debía precisamente darle la forma actual.
De allí comienza la certidumbre relativa.
De allí es de donde conviene partir.
Deteneos, ¡infame! Exclamarán los defensores de las religiones y de las filosofías, que yo respeto, por lo menos, tanto como ellos; arrancáis de nuestro corazón y de nuestra inteligencia la certidumbre de la existencia de Dios, humilláis nuestra grandeza, disputándonos la creación expresa de la Humanidad por él; fábulas tan gloriosamente halagüeñas para el hombre; porque si difieren en la forma, convienen todas en que este ha sido hecho por la mano divina del Hacedor Supremo y que todo ha sido creado para él.
No, yo no destruyo la certidumbre de la existencia de Dios, no disputo, de modo alguno, al hombre ese divino origen, que con tan justo motivo le enorgullece; pero me opongo a que el hombre continúe colocando la ignorancia entre su inteligencia y el horizonte abierto a su vista; no permito, absolutamente, que el hombre, creyendo que el resto de la creación le pertenece, reduzca a Dios al miserable papel de director de una linterna mágica: no sufro, que el hombre crea, que el infierno está debajo de sus pies y el Cielo sobre su cabeza, dejándole, sin embargo, ilesa la fe en la vida futura: quiero sí, que vea con sus mismos ojos, de repente abiertos a la luz, que el Universo debe su origen a un fin más grande del que le atribuye la ignorancia; deseo que conozca su destino en la armonía terrestre, que tenga fe en su ascensión espiritual hacia un Dios que habita, no en el Zenit, ni en el Nadir, sino en el espacio: y reemplazando a las fábulas la verdad, quiero que la Humanidad se instruya.
IV
Todo induce a creer que el resfriamiento o, por lo menos, una operación que nuestra ciencia, harto reducida, designa con este nombre, ha variado la naturaleza primitiva de la Tierra y dádole poco a poco la que hoy tiene.– Trasformaciones sucesivas, de las que hablaré más adelante, solidificaron su superficie y limpiaron la atmósfera, hasta dejarla con las condiciones útiles para la vida; fijando un centro alrededor del cual se sostiene en la forma que recibió en la violencia de su precipitación.
Probablemente, como trataré de demostrar, no fueron seis días ni seis épocas lo que tardó la Tierra en ser habitable para la Humanidad o que la luz aclaró el horizonte.– La luz existió antes que la Tierra y la Humanidad no habitó en ella hasta que, después de numerosas y grandes trasformaciones, se halló en estado de recibirla.
El secreto de esas trasformaciones puede ser penetrado; seríalo fácilmente, si las sociedades, empeñadas en que su nacimiento es contemporáneo del nacimiento del Mundo, no hubieran llegado hasta el extremo de borrar, de destruir, de raer y aniquilar todas las pruebas de la antigüedad del Globo.– Por fortuna esta fatal manía no ha alcanzado a socavar los sepulcros en que descansan aun los restos de los abuelos de sus abuelos, y las reliquias de esos seres de primera formación, que son también antepasados nuestros.
Reservábanse, para ser descubiertos por los que buscaban en ellos la verdad, no para los que en ellos trataban de esconderla.
La ignorancia queda satisfecha, cuando la contenta la superficie que mira; la ciencia ahonda más, y no fija el origen de las cosas como posterior a ella sino que busca en las entrañas de la Tierra los antecedentes ciertos, que le deben servir de base para averiguarlo.
Las pruebas de las trasformaciones físicas, que nuestro globo ha sufrido, con poco trabajo pueden hallarse. Descubriranse las leyes y las causas.– ¿Qué digo? Hanse descubierto ya las pruebas más importantes.– Más dificultades presenta el averiguar las trasformaciones espirituales porque ha pasado la vida, transformaciones siempre en relación directa con las de la materia, con las que han ido unidas, si no las han causado.
Es preciso penetrarse bien de esta idea: en este caos, fuego precipitado en el espacio, en el seno de esas masas incandescentes de que se formó la Tierra, un espíritu, un verbo fue igualmente arrojado, y por medio de trasformaciones sucesivas, de prolongados y minuciosos análisis y de poderosas síntesis, se llegó al estado actual, relativamente a la materia.
El verbo y la materia tienen un desarrollo inseparable como lo es su origen, o se separan en su marcha común, viviendo el espíritu aparte del cuerpo o el cuerpo aparte del espíritu o bien unidos estrechamente el uno con el otro.– ¿Tienen un fin único, una vida: modelo de la unión del hombre y de la mujer; una existencia en que el uno sea masculino y el otro hembra?
Me inclino a esta última opinión, y creo que es la única que se acerca a la verdad.
La armonía es la verdad.– De ella parten la materia y el espíritu, distintos, pero no separados; pues la materia y el espíritu se subdividen, a su vez, en ramas analíticas, en las que viven las dos proporcionalmente a su existencia primera; y de estas ramas, de estas sendas, nacen otras subdivisiones, pasando así del elevado monte al grano de arena, del elefante al arador, de la encina al rosal; y del mismo modo debía pasar de la sociedad al niño.
Esta doble transición debe ser nuestro modelo: nuestra Humanidad es la colectividad terrestre, que solo no se conforma con las leyes de la armonía.
No obstante los destrozos, las revueltas de los elementos, los embates de los vientos contra la atmósfera, los quejidos de voces subterráneas y las erupciones inflamadas de la Tierra, todas las colectividades existentes en nuestro globo, observadas con detención, presentan el aspecto de la dicha y de la majestad; no hay ni una, que no se perfeccione en el sentido de un porvenir más feliz, mas majestuoso todavía: la Humanidad, lo vuelvo a decir, no sigue constantemente esta marcha; la resiste; cree en la muerte; duda de ella.
Es preciso, pues, que, para que la Humanidad alcance y posea la felicidad a que tiene derecho, y con la que se le brinda; para que se corone de la majestuosa aureola del porvenir, aureola que le arrebata y de que le priva la creencia en la muerte, es preciso probar que, siendo espíritu y materia de idéntica procedencia que todo lo demás que existe, la Humanidad nunca ha dejado de vivir; que si ha sido impotente es porque ha creído en la muerte; y que, desde el momento en que formará parte del gran todo, caminando de consuno con su madre la armonía, hallará la felicidad, conocerá la majestad y recuperará el tiempo perdido, pasado con la frente humillada.
V
Pero ¿por qué razón la Humanidad ha ido siempre, en mi concepto, contra las leyes de la armonía, debiendo presidir, más o menos tarde, a sus sucesivos desenvolvimientos; por qué razón sucede, que millares de individualidades pasen la vida contrariando, en sus desenvolvimientos propios, las creaciones de sus abuelos, o procurando obstáculos al progreso de sus descendientes, y que, a pesar de esto, la reunión o conjunto de los esfuerzos de la Humanidad forma, al fin, un todo en el presente conforme al que la Sabiduría Divina podía esperar en el pasado?– Es, porque la Sabiduría Divina ha visto con claridad en el caos de las oposiciones humanas; es, porque la Sabiduría Divina ha trazado, desde la eternidad, un plan providencial para todas las cosas, en cuyo plan ha señalado las líneas en el Tiempo, espacio intelectual, y en el Universo, espacio físico.
¿Cuál es el plan providencial? ¿Cuál es su forma, su extensión, sus límites, su poder? La Humanidad no podrá contestar satisfactoriamente a estas cuestiones, hasta que haya admitido, como base de su ciencia y de sus discursos, la existencia de este plan providencial, del cual desea conocer la naturaleza, la forma, la extensión, los límites y el poder.
Pero, lo he dicho ya y lo repito ahora, el hombre, y, por consiguiente, la Humanidad, antes de convenir en algo, debe apoyarse en algún hecho cierto. Y, ¿dónde encontrar la prueba de la existencia de ese plan providencial, que debo admitir antes de conocer su naturaleza, de descubrir su forma, de medir su extensión, de buscar sus límites y de averiguar su poder? En el orden físico, en todas partes y a primera vista: en todas partes, después de un ligero examen.– En el orden moral, es diferente: no basta una simple mirada sino es la mirada del genio, y solo, después de un largo y razonado estudio de la historia, podrá hallarse la tan deseada prueba.
Sin embargo, aunque me ruborizo al confesarlo, a excepción de Bossuet, de Cantú y de un número cortísimo de otros historiadores, la Humanidad no cuenta todavía entre sus individuos sino muy pocos hombres de inteligencia sintética, que se hayan propuesto mostrarle la causa del plan providencial.
Por mi parte, no concibo la historia escrita sin este objeto.– Si los sucesos cumplidos ya no son un forzoso resultado de la voluntad divina; si, en cada uno de ellos, no se indica la consecuencia del pasado y el origen del porvenir, ¿por qué referirlos?– La Historia, que consigna los hechos sin exponer la parte que les ha cabido en la armonía general, o, por mejor decir, en la acción universal, es infecunda en todos conceptos, y sus lectores andan desatentados por la senda de una fatalidad sin objeto, cuyos más pequeños inconvenientes suelen ser la desesperación y la indiferencia.
Empero, ¿tan difícil es escribir la Historia sujetando los sucesos a una sola causa y haciendo que todos tiendan a un solo fin?– Los mismos hechos se prestan a este objeto de la historia maravillosamente; y siempre que la historia se eleva, remontando su vuelo de la Tierra sobre las alas de la convicción y ocupando el lugar único digno de ella, ve, desde esta especie de tribuna moral, como se cumplen los sucesos, producidos los unos por los otros, con mágica exactitud y precisión.
La sustitución de la fatalidad por la creencia providencial, por la indagación del plan general, del que me constituyo anunciador, ha producido el desorden moral, de que somos testigos, y el escándalo de la multiplicidad de cultos, cuyos inconvenientes son inmensos.– La inteligencia humana, gracias a esta fatalidad histórica, se ha desenvuelto en el caos, en vez de progresar, con conocimiento de causa, en la clave o principio a que está sujeta ella también, en virtud de ese mismo plan, que no ha querido apreciar debidamente y que, no obstante, la salvará.
El plan providencial indica, desde luego, un motivo de perfectibilidad indefinida en la especie humana; caracteriza el progreso, es la gran necesidad del siglo, que, hasta el presente, ningún filósofo ha dicho en qué consiste, cómo se verifica, las instituciones que le producen y harán que continúe; ningún filósofo, en presencia de los numerosos hechos de la historia, ha sabido ni clasificarlos en hechos progresivos y en hechos retrógrados, ni ordenarlos en series homogéneas, cuyos términos todos fuesen debidamente colocados, según una ley de crecimiento o de decrecimiento.– Si se prescinde de este plan o no se tiene noticia de él, es imposible darse cuenta de la marcha de las artes, de las ciencias y de la industria a través de los siglos; como también de la manera de verificarse el desarrollo moral, intelectual y físico del género humano.
Una vez admitido este plan, una vez persuadido el historiador de que todo unido y encadenado, cada hecho es un motivo de estudio y un motivo de fe; la luz aparece entonces sobre el caos y reflejando y esclareciendo todas las oscuridades, la Humanidad puede ver los distintos caminos que ha recorrido para llegar al punto en que hoy se encuentra, y persuadirse de que su Criador jamás la ha abandonado.
En ese Criador somos y vivimos; toda la libertad, que tenemos, no es bastante poderosa para apartarnos de él o para menoscabarle.– La vida no ha sido bien definida hasta ahora.– Hanse considerado los elementos de que consta su explicación, aparte de toda síntesis, y, por lo tanto, la definición no ha podido ser buena. Al contrario, debe estudiarse bajo el punto de vista de este plan, que lo abarca todo, y, entonces, sea el que fuere el reino a que pertenece una existencia, presenta fenómenos sucesivos, cuya multiplicidad en las formas está sometida a la unidad absoluta de donde nace.
Sin duda la Humanidad recela de la ciencia que profesó.– Por todas partes, el espíritu humano trabaja para conocer las relaciones íntimas de los seres, y, en consecuencia, las de los sucesos; de tal manera que el estudio del Ser Supremo se confunde, cada vez más, con el estudio histórico y filosófico del Cosmos, o, más claramente, del Universo.
De la ley invariable, que gobierna la existencia colectiva con el nombre genérico de Providencia, con los nombres de fuerza, de concentración, de expansión, de gravitación, de solidaridad, de circulación, de polaridad y de afinidad, resulta que el espacio en que los seres deben desenvolverse y la dirección de este acto y de los que le son consiguientes, son hechos necesarios.– A ese espacio y a esa dirección de los seres, aquel y esta impuestos por la acción perpetua de la ley de organización y de vida, es a lo que yo llamo plan providencial.
¡Qué admirable mancomunidad en todas sus partes! La historia que contiene la ejecución de este plan, está llena de deslumbradoras maravillas; simplifica la teología, transformándola en admiración, y viene a ser la ciencia general de todas las fases porque ha pasado cada ser.– La historia, estudiada de este modo, presenta un cuadro o vista sucesiva de estados fisiológicos de la especie humana: constituye una ciencia, que tiene el carácter inflexible de las ciencias exactas.
Ruego encarecidamente a mis lectores, que admitan, como yo, la existencia de un plan, que hace de la historia una cosa tan grande y tan fecunda.
Sin el yugo de un fatalismo brutal, como el que la Humanidad reconocía hasta hace poco, el hombre, indiferente y pasivo a vista de tantos sucesos, se veía arrastrado, contra su voluntad, por la corriente de los hechos, sin antever el porvenir, sin comprender nada del pasado; compelido por una fuerza ciega, inapreciable, hacia un destino, que no despertaba en su alma más sentimientos que el miedo y la repulsión; pedía sin esperanza de alcanzar, sembraba con mano insegura, sin atreverse a creer que sus afanes serían coronados. La ley que yo anuncio, la ley providencial, que descubro, cambia la condición del hombre sobre la Tierra; por medio de ella, prevé simpáticamente su destino; y cuando, con el auxilio de la ciencia, ha podido verificar de antemano el conocimiento de sus simpatías; después que está cierto de la legitimidad de sus deseos; se adelanta con calma y confianza hacia el porvenir, que le es conocido.–Verdaderamente, su previsión no alcanza a los pormenores, ni a fijar con exactitud los tiempos; pero siente y concibe que, por sus esfuerzos, puede acelerar la posesión del bien.– Seguro de su destino, dirige a él sus votos, su espontaneidad; sabe, antes, cuál será el resultado general de su acción, y, con esta esperanza, reúne todas sus facultades para lograrle.– He ahí cómo viene a ser el hombre un agente libre e inteligente de su destino, y que puede, si no hacerlo variar, al menos apresurar su llegada.– El fatalismo no puede inspirar más virtud que una resignación triste y melancólica; porque, en este caso, el hombre ignora y teme el destino que le aguarda; pero, bajo el punto de vista providencial, por el contrario, se despliega una actividad toda de confianza y de amor; porque cuanto más conciencia de su destino tiene el hombre, tanto más trabaja, en unión con Dios, para que se cumpla.
Lo que acabo de escribir, lo han escrito otros antes que yo, en los veinte y cinco últimos años, lo cual arroja una prueba clara de la presciencia de la armonía entre los hombres.– Empero nadie se ha atrevido a aplicar esta doctrina a un gran trabajo histórico, por no excitar la crítica inconsiderada y verbosa de los que, por lo común, juzgan esta clase de obras.– Independiente, en todo el sentido de la palabra, me presento, como Bossuet, ante los sucesos, invocando el nombre de Dios, el nombre del Dios universal, cuyas manifestaciones se hallan esparcidas acá y allá, y les intimo que comparezcan para agruparlos según su voluntad.
¡Oh Plan providencial! ¡Oh Ley suprema! Si lo que yo hago es conforme a tu voluntad, la cumpliré, sobrepujando todos los obstáculos; si se opone a ella, y, sin embargo, persisto en luchar para vencer, tú me detendrás, como detuviste a Alejandro, desde el momento que dejó de ser el instrumento predilecto de tus designios.
VI
En la extensión que nuestra vista no puede medir ni alcanzar sus límites, se mueven otros mundos, a más de nuestro Mundo, otros universos a más de nuestro Universo.– Nuestros padres nos enseñaron a dar, a aquella parte de dicha extensión que puede abrazar nuestra mirada, el nombre de espacio o de infinito; mas esta parte no es ni el espacio ni el infinito, en toda la significación que concede a estas palabras el estudio filosófico de la historia y de los descubrimientos, cuyos actos ha consignado.
El telescopio de más fuerza, dice un escritor moderno, cuya obra es un rayo de verdadera luz, nos hará ver una parte más extensa del espacio, pero no será el espacio mismo, será una porción de él tan pequeña como la que se percibe con la simple vista.– ¡Nuestros sentidos, esencialmente finitos y limitados en su forma actual, no pueden comprender el infinito!
Si en una noche serena de invierno, se contempla el estrellado Cielo, y, de repente, se supone uno trasportado a la más alta y lejana de las estrellas, que aparecen como una chispa en el espacio, desde allí y más allá de ella, se descubrirán nuevos astros en el horizonte en una lejanía no menos inmensa, ¡de cuyos extremos se percibirían otros y otros universos!
Decir ahora, y nosotros hemos manifestado ya francamente nuestra opinión sobre este punto, que todos estos horizontes sucesivos los ha poblado la Providencia solo para Tierra, es llevar el orgullo humano hasta la última meta del absurdo.– La Tierra ocupa su lugar en el concierto inmenso de armonías, que la armonía suprema mece en su seno; les es útil, como lo son unas a otras recíprocamente, conforme a la solidaridad providencial, nacida de lo desconocido, para obligar a lo infinito a cumplir su múltiple misión.
De la misma manera, que el hecho más pequeño terrestre, tiene sus consecuencias incalculables, y no se realiza sino por estas mismas consecuencias; de la misma manera, el más insignificante suceso, que pasa más allá de las esferas perceptibles para nosotros, tiene sus consecuencias incalculables y no se realiza sino por ellas; y siempre hay relación entre el suceso que se verifica en un extremo del infinito y el que se verifica en el extremo opuesto: el sol fecundiza a la Tierra con sus besos ardientes, pero, segurísimamente, la Tierra pagará al sol con otros besos, que, por ser de diferente naturaleza, no dejan de tener en el astro luminoso una influencia prevista de toda eternidad.
Lo que quiero dejar bien consignado es: que todo no puede haber sido hecho para un ser solamente en el Universo, como en el señorío de un príncipe, que nada prueba, de modo alguno, que nuestro planeta no sea inferior a muchos de sus hermanos, y que no sea aún más dependiente de su existencia, que estos lo son de la suya.– Lejos de humillar al hombre este apartamiento de todas las inmensidades apiñadas hasta ahora a su derredor, le es más honorífico ser parte de un todo inmenso, que considerarse la piedra principal del arco que sostiene la bóveda de una cueva sin extensión; así como es más honroso ser el soldado de un vasto imperio, que ser el esclavo encargado de la administración de un estado reducido.
Cada porción de la armonía universal, por imperceptible que sea, ha sido criada o está en relación con sus hermanas las demás partes, cualquiera que sea la importancia que tengan en el seno del infinito: ésta es la verdad.– La historia iluminada por el plan providencial, reconoce esta influencia recíproca de todas las partes de la existencia universal sobre sí mismas a cada paso que da por entre las ruinas del pasado.– Si levanta el paño mortuorio que cubre la India; si penetra por las ruinas egipcias, descubre que la influencia de mundos lejanos, de elementos sujetos todavía o libres en el espacio de la libertad relativa, ha debido crear, mantener y destruir las sociedades misteriosas de las cuales toca los huesos y recoge los restos.
Para escribir la historia, ¿es preciso, por lo tanto, conocer perfectamente el objeto que en la creación tiene cada uno de los mundos que gravitan en el horizonte nuestro?– He dicho, no ha mucho, que este conocimiento era inasequible a priori; y no puede ser más que el resultado de descubrimientos sucesivos, ante los que el infinito no cesará de ensancharse.– He dicho con razón, que debe siempre procederse de lo cierto a lo incierto para llegar a la verdad; y nada es más imposible que saber lo cierto con respecto a los mundos que tenemos sobre nuestras cabezas.– Dedúcese, pues, que el deber del historiador no es el de conocer, anticipadamente, el objeto que, en la creación, tiene cada uno de esos mundos; mas sí el de buscarle en cada una de sus relaciones con un suceso terrestre, cuando este suceso le indique la existencia de tales relaciones.
Según mi sistema, toda idea preconcebida, excepto la de la intervención Divina, es atentatoria a la razón.– El hombre sabe que esta intervención existe; la busca en la plenitud de un hecho, en la revolución de un planeta sobre sí mismo, en el trastorno de un universo, y, cuando ha averiguado la manera en que se manifestó, la sigue en su manifestación, y llega a conocer una de las posibilidades de la razón divina, y enriquece con ella la razón humana.
Mi credo científico, con respecto a los mundos que pueblan el infinito, es, por consiguiente, de los más sencillos: consiste en proclamar las leyes que me enseñan las diversas manifestaciones de la intervención providencial, que he podido hallar estudiando ciertos fenómenos, que la razón me explica. Mi credo es, pues, tan claro como sencillo.
Para mí, nuestro sistema solar oscila en una situación media, cuya naturaleza no puede variar sino en el transcurso de un número de siglos, que el espíritu humano no puede adivinar, y esta circunstancia le permite proponer grandes condiciones de estabilidad indefinida; lo que permite, consiguientemente, las existencias individuales de cada uno de los astros que le componen, desenvolverse con libertad, sin inquietud próxima acerca del porvenir.
Nadie ha hecho la síntesis, sobre este punto, de las opiniones admisibles a que dan margen las leyes científicas descubiertas hasta hoy, como el doctor Guépin de Nantes, cuando, en su Filosofía del siglo XIX, obra, que si fuese más extensa y menos indecisa sería el Evangelio del Porvenir, dice:
«La materia excesivamente dilatada, que llena todavía y en estado informe, espacios inmensos en el Cielo, es la substancia que ha servido para formar los sistemas solares y el nuestro en particular.
»Nuestro sistema solar no ha sido creado, en el verdadero sentido de la palabra; se ha ido formando por el enfriamiento y por la gravitación, en medio de una masa gaseosa, anterior a él: es, por consiguiente, una emanación y una transformación de esta.
»Los planetas y los satélites, que componen este sistema, existiendo antes, bajo otra forma, en la atmósfera, en otro tiempo excesivamente dilatada, del sol, no son otra cosa más que emanaciones de este cuerpo inmenso, que han llegado, por medio de transformaciones sucesivas, al estado que al presente tienen.

»Los satélites de los planetas y los anillos de Saturno, son emanaciones de sus planetas respectivos, formados en los límites de sus atmósferas, como los planetas se formaron por el enfriamiento y la gravitación, en los límites sucesivos de la atmósfera del sol.
»Los periodos progresivos, que presenta la sustancia que compone nuestro sistema solar, forman una serie de términos, que son emanaciones unos de otros y que todos han sido el producto de una evolución, que solamente ha hecho la trasformación sucesiva del primero en el segundo, del segundo en el tercero, y la de este en el cuarto.
»Los cuerpos que gravitan alrededor del sol, forman también una serie cuyos diversos términos han sido producidos por emanación del sol; y no en este único caso, por emanación unos de otros.– Están, en lo demás, relacionadas entre sí por un origen común, por la simetría de las formas, por la solidaridad de las funciones y por las leyes de Kepler, a que están sometidas.
»La serie de nuestros planetas se divide en dos grupos o familias, cuyos miembros tienen entre sí las relaciones representadas por su origen común, sus volúmenes, su celeridad de rotación y algunas otras propiedades respectivas, más o menos desarrolladas en cada uno de ambos grupos.
»Cuanto sabemos sobre los cometas, los aerolitos, las estrellas, las nebulosas reducibles y las nebulosas irreducibles, todo viene a confirmar las proposiciones precedentes y la inmensa antigüedad del universo, en el que existen, hace ya millones de años, infinitas colecciones de astros.
»Cada planeta, y esto es digno de la mayor atención, ha reproducido en las primeras fases de la vida, es decir, de su vida fetal o embriológica, los principales fenómenos del sistema entero. Saturno, en sus lunas y sus anillos, nos ofrece una prueba clara. Así, el embrión del hombre pasa en el seno materno por formas distintas, que son, por sus diferentes organismos, los estados regulares y definitivos de animales inferiores a él; de tal manera, que resume en su vida los progresos realizados por la sustancia animal en el seno de los seres que de ella se forman.
»Existen, pues, en este Génesis, mil presentimientos sobre la revolución de nuestro globo, sobre la del hombre mismo y sobre la de la Humanidad.– Hállanse tres verdades escritas en la bóveda de los cielos.
»La primera, que la Providencia ha producido los cuerpos más voluminosos de la Naturaleza; pero no por creación, sino por emanación.
»La segunda, que la Providencia los ha modificado, por una serie de trasformaciones siempre progresivas en los hechos que conocemos, todas producidas por la acción constante de las leyes inmutables de la naturaleza.
»La tercera, que cada serie comprende sus armonías, y que cada cuerpo de los estudiados hasta hoy, ha visto determinar y ajustar su destino por sus atracciones.»
El hombre ha llegado al conocimiento de estas verdades, descubriendo, una después de otra, las razones o motivos de su existencia; pasando de la consecuencia a la causa, poniendo, por vez primera, la mano sobre los grandes trazos del plan providencial y remontándose, cuanto es posible, hacia su punto de partida. Si hubiese tenido valor para seguirlos con la vista, hubiera conocido el Porvenir, y este conocimiento, que le facilitaban las fusiones armónicas, le hubiera acercado de día en día a una perfección relativa, más y más cercana de la perfección infinita.
Cada uno de los mundos que se mueve en el espacio, ha sido creado teniendo presente la utilidad que puede prestar a la armonía universal, y todas las demás partes del Universo han sido creadas para cada uno de ellos.– Las fases que recorre, son precisamente, una por una, la consecuencia de las que ha recorrido en siglos anteriores y el motivo de las que recorrerá en los siglos venideros.– De la misma manera, cada hecho histórico es un motivo y una consecuencia; del mismo modo, cada fenómeno terrestre es una necesidad que producirá otras necesidades, y que debe su aparición a necesidades precedentes.– Cuando un Carlos I, en Inglaterra, tiene cerca de sí a un Cromwell oscuro, es porque conviene que Cromwell viva, para que hiriendo de muerte a su soberano, abra a los pasos de la Humanidad una senda que, aunque misteriosa, no debe ser menos providencial en su fin.– Cuando azota el viento las hojas del árbol, es porque del choque de sus hojas en los aires, resulta el dulce murmullo que, inspirando al poeta heroicos cantos, despertarán en el espíritu del conquistador el deseo de nuevas hazañas.
VII
El credo científico del Doctor Guépin, tal como lo he expuesto, no puede establecer, entre su autor y el de la presente Historia, la menor comunión política, ni convenir en los medios que deben emplearse para que los hombres lo comprendan. Persuadido, como lo estoy, de lo inminente de una revolución nueva en favor de cuanto han reclamado o establecido sobre progreso los exaltados profetas del Porvenir, me aparto, sin embargo de ellos y les llevo la ventaja de que creo en esta revolución futura y tengo presente todas las que han pasado, antes de decidir cosa alguna, históricamente hablando.
Mi fe constante en la existencia de un plan providencial, me induce a creer, en consecuencia, en una perenne intervención de la inteligencia superior e indefinida en todas las partes de la existencia universal; y en su razón, creo en dos fuerzas, que tienden a un mismo objeto, pero con un fin, que solo una de ellas conoce.– La fuerza individual y la fuerza providencial.– La primera, no obra sino en virtud del impulso que ha recibido de la segunda, y, cuando ya ha cesado su movimiento, necesita, para moverse de nuevo, de la acción de aquella. De aquí nace la convicción que tengo de la divinidad de la misión de los genios eminentes, tales como Brahma, Confucio, Pitágoras, Moisés, Cristo, Mahoma y Fourier; y acepto el culto que los hombres les rinden, sea cualquiera su forma, exigiendo siempre, que lo que se anuncia como un principio nuevo, resulte naturalmente del desenvolvimiento de uno de los principios proclamados por los que los revelaron.– Mi juicio, sobre estos genios superiores, lo formo teniendo presente la mayor o menor unión e intimidad que hay entre sus doctrinas y las de sus predecesores; y lo que me obliga a anteponer siempre la divinidad de Cristo, como mayor que la de las otras inteligencias eminentes, es que no se encuentra uno solo de sus preceptos, que no sea un desenvolvimiento o complemento de otras revelaciones anteriores a la suya.– Sucédeme lo contrario con respecto a los reveladores modernos, en cuya misión no creo sino de una manera relativa, porque no se muestran dispuestos a reconocer la principal de las dos fuerzas de que antes he hablado; la fuerza providencial.– Es probable también que sean precursores solamente de un revelador, propiamente dicho, cuyo primer cuidado será el de conformar los descubrimientos modernos con la revelación.
Como yo creo en la necesidad de la unidad en todo, no puedo admitir, por consiguiente, como principio, la multiplicidad de puntos de partida, la multiplicidad de religiones ni el vacío, que no existe físicamente, y que es una creación moral, para que el alma humana pueda precipitarse en él y desaparecer. Pensar en la unidad fuera de la revelación, es afirmar que no viene de Dios y que no resulta inmediatamente de la creación; es, por lo tanto, quebrar a esta su base más sólida y asentar que podría no existir.– Admitir esta idea, es dar, en sentido absoluto, al individualismo el derecho de anunciar tantas unidades particulares cuantos son los seres o las cosas que hay en el mundo, y, por lo mismo, volver el universo al caos.
Mi dictamen es, al contrario, que los talentos sobresalientes que hoy día existen, deben invitar a la Humanidad a que se reúna en el punto en donde existe mayor suma de progreso, y desde allí, arrojarse todos en busca del Porvenir, obedeciendo a una ley de desarrollo, cuyo secreto se halla todo en la revelación nueva, que no le faltará, debida a un enviado cualquiera de la Providencia, tal vez en este momento ocupado en la ladera de una colina en guardar su ganado, y en preguntarse a sí mismo sobre la voz secreta que le dice de lo alto: sé el instrumento de esta fuerza divina, sin la cual la fuerza humana no podría volver a tomar impulso.
Primero que todo, soy inmensamente religioso; ante la idea del Todo Supremo, me abismo en un sentimiento de que apenas puedo darme cuenta a mí mismo; pero que yo concibo superior a la misma ciencia, cuya enseñanza solo admito cuando no la encuentro en contradicción con él.
La religión, en mi sentir, es la forma que la unidad adopta para hacer de todos los hombres una sola familia, para hacerlos felices en la armonía, para cubrirlos y resguardarlos bajo un mismo cielo moral.
La religión absorbe en sí todas las ciencias y las reasume, dándolas la vida. Los que saben más, son, comúnmente, los que más creen; y, como de la fe y de la ciencia emanan las dos fuerzas de que he hablado, observo que, el sacerdote y el sabio, gobiernan la Humanidad.– Hallar la razón de su comunión definitiva, es haber resuelto el problema del Porvenir.
El pensamiento, la idea religiosa, es anterior a todo: en un principio, fue el embrión de todas las formas con que se ha revestido o presentado la inteligencia universal; y, de toda eternidad, la veo, la siento en el seno del Universo, dictándole leyes y organizándolas en razón del orden, que es el secreto del bienestar.
Este pensamiento es el que descubre; este pensamiento es el que fuerza, a toda especie de criaturas, a obrar del modo trazado en el plan providencial: y cuando en el oriente se presenta el sol coronado de oro y de luz, estoy cierto que su resplandor es una plegaria que se esparce en los rayos por los aires. Fuera de ese pensamiento, no hay más que la nada; y como la nada es la imagen falaz de un imposible, recobro la convicción consoladora de que, el que se proclama Ateo, no lo es más, que entre los desvanecidos por un desmesurado orgullo, y que no sabría serlo frente a frente de sí mismo.
Porque, de otro modo, el plan providencial hubiera permitido, en el fondo de los materiales que emplea, la existencia de imposibilidades en contra suya, en lo que no puedo convenir sin dudar; y, en este caso, quiero ignorar que la duda existe.
Admito, con la escuela Sansimoniana, dos especies de épocas en el Pasado: épocas orgánicas y épocas criticas.– Pero no creo, que existan en el Porvenir; y, gracias a la explicación de los hechos de la Historia, me hallo en el caso de demostrar que la crítica y el organismo, pueden y deben marchar de consuno en unión, sin que aquella conduzca a este al caos o a la esclavitud, según la índole de sus instintos.– Para que tal suceda, es indispensable negar el ateísmo de las épocas críticas y el fanatismo de las épocas orgánicas romper las cadenas que aprisionan a las unas y fijar límites al espacio, en que tienden a precipitarse las otras.
«En las épocas orgánicas del Pasado, dice la escuela Sansimoniana, una idea religiosa revela a la Humanidad un destino, cuyo cumplimiento es el objeto de sus más ardientes deseos. Los partidarios más decididos de este destino, que son los más capaces de atraer a él a sus semejantes, vienen a ser, naturalmente, los jefes de la sociedad; para adquirir esta posición, basta hablar o hacer, y al momento, las palabras y las acciones de todos, van, sucesiva y simpáticamente, uniéndose a sus palabras y a sus acciones.– Cada cual acude, luego, a ocupar un puesto, más o menos cercano a dichos jefes, conforme son mayores o menores su ardor en la fe del destino común y su capacidad para alcanzarle: y así es como, sean cualesquiera las vicisitudes causadas por las trasformaciones sociales, aunque por su naturaleza aparezcan contrarias a este hecho, se constituyen a un tiempo la sociedad y la jerarquía. Durante estas épocas, la autoridad y la obediencia son igualmente nobles, igualmente santas; porque ambas se presentan como el cumplimiento de un deber religioso. Ambas son fácilmente llevaderas; porque el amor es el lazo que, más que todo, une al superior con el inferior. La voluntad del primero no puede ser opresora; porque, de suyo, cuando se manifiesta, tiende a fijar las voluntades armónicas; la sumisión del segundo no puede ser forzada o servil; puesto que, lo que hace, es lo que quiere, y lo que le ha enseñado a amar al que obedece.– Pero, todos los estados orgánicos del Pasado, han sido provisionales; cumpliose el tiempo, para cada uno de ellos, en que la idea religiosa, que le había caracterizado, era ya pasada, y el destino, incluso en ella, se había cumplido cuanto era posible. La sociedad quedó, entonces, sin objeto y la jerarquía sin base, sin justificación y, ya sea porque los depositarios del poder persistiesen en arrastrar la sociedad hacia un punto que le es antipático, o porque usaran de su poder con miras interesadas y egoístas, su mando se convirtió en opresión: los esfuerzos de todos, en vista de esto, se unieron para destruirle y anonadarle; y como, hasta aquí, la Humanidad se ha resentido del vicio del estado social, cumplido antes de dar cabida a un nuevo destino, no es solo del poder y de la regla, que comprimen el resorte entorpeciendo su marcha, de lo que quiere apartarse y verse libre, sino de toda regla, de todo poder y de toda jerarquía, dando lugar, con ello, a la venida de las épocas críticas.
Estudiando los elementos de que se compone la Humanidad, bajo el doble punto de vista de materia e inteligencia, y examinando las relaciones que existen entre ambas y las que constituyen las demás partes del Universo, cualquiera que sea su forma o cualesquiera que sean las condiciones de su existencia, creo, que la crítica y el organismo, deben, como tengo dicho, caminar uniformemente.– ¿Por qué? Porque los elementos de que se compone la Humanidad, son susceptibles de obedecer a las leyes armónicas, que gobiernan a los elementos de que se forman todas las otras partes del Universo, que se organizan y se critican a medida que la necesidad del tiempo lo reclama. Cuando la tempestad brama y trastorna la naturaleza, todo parece en los montes quebrantarse, perderse o confundirse en un caos, que la noche envuelve; pero ni uno solo de los átomos perdidos o arrojados en el caos por la violencia del huracán, deja de buscar, bajo el soplo abrasador de los irritados aquilones, y en el desorden aparente en que se remolina, el sitio orgánico que le ha destinado la Providencia y que ocupa, al fin, en medio de una revolución, cuyas fases van a la par con las del organismo perpetuamente trasformado.
La crítica, no será, en el Porvenir, más que el instrumento providencial de los desenvolvimientos sucesivos del organismo; el Apóstol no sufrirá el martirio y el revolucionario no se propondrá romper los lazos sociales; permaneciendo, estos, sin exposición alguna, al nivel de las reformas que la razón religiosa haya introducido. Acomodándose voluntariamente a las condiciones de todo cuanto existe, la Humanidad cumplirá sus destinos previéndolos en vez de llegar a ellos sin saberlo, como le está pasando hace millones de siglos; y por lo tanto, ella misma trabajará espontáneamente de acuerdo con el plan providencial, sin ceder por la fuerza a la voluntad superior.
La idea religiosa no imperará más en nombre, solo, de la revelación y sí en nombre de la ciencia; el hombre orará fijando los ojos en el cielo, y la gracia, dejando de ser el ofuscamiento convencional de los sentidos, iluminará todas las inteligencias con sus salvadores rayos.– Desde un principio, la Humanidad aspira, también, a obtener este derecho de conocer su suerte, derecho, que su civilización actual le otorga hoy el acto de prosternarse la familia, aún salvaje, al salir el sol, para adorar los primeros albores del día, anuncia ya esta investigación de la verdad en todo lo que la Humanidad percibe de más brillante, de más bienhechor y de más bello.

Esta idea religiosa, que invocamos nosotros porque es la que, voluntaria e involuntariamente, sin deliberación o con ella, ejecuta el plan providencial, alcanza, también a la esencia de cuanto existe fuera de nuestro Universo.– Por más lejanas que nuestra imaginación busque las probabilidades de existencia y en cualquiera forma que se las represente, sucede siempre que, las existencias claramente percibidas o las apenas columbradas se encuentran sometidas a un pensamiento o idea superior, que se eleva a medida que las existencias se ven o se vislumbran más alto en el espacio, y no se llega a ella por la imaginación más ardiente en su más atrevido vuelo.
Cuando escriba la Biblia de la Humanidad, expondré el origen de esta idea religiosa, sus relaciones con el plan providencial, la manera y la causa de su intervención, las fases porque ha pasado y el curso que ha de seguir antes de confundirse en lo infinito, con cada una de las partes del Universo, que habrá desmembrado para hacerlas gravitar, alrededor del eje universal, para ayudarlas a encontrar su sitio en la armonía.– Los límites de la obra en que ahora me ocupo, no me permiten estudiar, más que someramente, la idea religiosa en sus relaciones con los destinos de la Humanidad.
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