Filosofía en español 
Filosofía en español

Francisco de Paula Canalejas

Estudios críticos de filosofía, política y literatura


II

Del estado actual de la filosofía en las naciones latinas

Discurso pronunciado en el Ateneo científico y literario de esta corte, en las sesiones del mes de diciembre de 1860.

Al dirigiros la palabra desde este sitio, faltaríame aliento para ello, si no me apresurase a consignar que no es mi intento continuar las altas tradiciones de cátedra tan querida de las letras españolas; porque nada dista tanto de mí, como el propósito de aleccionar, y ¿cómo hacerlo, cuando miro invertidos los términos de toda enseñanza?... en ese sitio los que son y pueden ser maestros, en este el que de todos puede recibir advertencias, consejos y lecciones. No es otro mi objeto que presentar de relieve algunos fenómenos de nuestra vida intelectual, indagando las causas de esta general turbación que reina en el mundo de las ideas, y de la que son fidelísimo reflejo las angustias y dolores que nos cercan en la vida práctica. ¿A quién no ha sorprendido este vacío de la inteligencia, y la falta de profundas convicciones que caracteriza a la generación moderna? ¿Quién a solas con su conciencia no se ha aplicado el epíteto de sepulcro blanqueado? ¿Quién en el fondo de lo más íntimo de su ser, no ha sentido la dolorosa agonía de este hombre interno que vive como emparedado dentro de nosotros, porque el aire que necesita son las ideas, la sangre que debe animarlo son las convicciones razonadas, y las ideas y las convicciones en los tiempos que alcanzamos son exquisitos manjares, por los que suspira la hambrienta inteligencia de nuestro pueblo?

Llevado de este pensamiento, há mucho tiempo que había concebido el propósito, que hoy, venciendo a mi voluntad, me arrastra hasta este sitio, de ofrecer en tosco cuadro las dudas, los temores y las inquietudes que asaltan a la generación contemporánea, cuando intenta levantarse a la pura región de las ideas, y que son causa de ese desasosiego que combate a los tiempos modernos, de esa manifiesta contradicción en que vive la Europa latina, y hace que se sucedan, en rápido pero sangriento panorama, una tras otra revolución, y vayan de tal manera confundidas repúblicas, imperios y monarquías, que es empresa dificilísima señalar los caracteres distintivos de estas maneras de ser de la vida pública, así como es arduo empeño distinguir en la ciencia contemporánea, las bases y fundamentos en que descansa la doctrina del derecho y del deber, y aquellas que legitiman el uso de las nobles facultades del entendimiento, que imprimen sello divino en la naturaleza del hombre.

Cada vez que escucho el coro de imprecaciones que van de uno a otro lado de la escena política, cada vez que miro esos violentos escritos en que mutuamente se anatematizan los pobres hijos del siglo XIX, pregunto a mi vez con asombro: ¿tan hacedero es en los tiempos que corremos descubrir la senda que conduce a la verdad y posesionarse de ella, que sea tachado, no como falta sino como crimen, el vivir envuelto en las tinieblas del error? ¿Existe acaso entre el sin número de doctrinas que pululan en la inteligencia del siglo en que vivimos, una tan alta y respetada, tan verdadera y tan cierta, tan fácil de demostrar, que su simple enunciación sea bastante a convertir las dudas en convicciones, a mover la voluntad, abriendo a la inteligencia vías sagradas por donde pueda, en alas del raciocinio, llegar a la visión de la verdad primera, que sostiene y vivifica al mundo infinito del espíritu, como al infinito mundo de la naturaleza? ¿Acaso la sociedad misma en que vivimos se presenta a nuestros ojos con carácter tal, que no encontremos ni luchas, ni contradicciones en su seno?

Yo creo, señores, que no hay quizá en la historia contemporánea época en que con más encontradas tendencias se vea solicitada la actividad del espíritu humano, como esta en que plugo a la Providencia colocarnos. El siglo XIX, nacido en el mal apagado cráter de una revolución, la más radical y profunda que la historia registra en sus anales, ha visto levantarse imperios de anchas fronteras que cayeron al empuje de la Europa entera, ¡que tanto fue menester para vencerlos! ha visto romperse antiquísimas tradiciones, y alzarse nuevos tronos que cayeron asimismo heridos por la ira popular; ha escuchado atrevidas negaciones que han declarado desierto el cielo, huérfana la tierra, levantando solo altares al dios éxito; ha sentido removerse, allá en el fondo de los círculos sociales, una humanidad entera, que se ha presentado en calles y plazas, no solo reivindicando su dignidad desconocida, sino muchas veces con la amenaza en los labios y el brazo pronto a aplicar la ley terrible del Talión. Y en medio de esta turbación general y de espanto se ha ofrecido la ciencia, muda, sin una palabra que pudiera servir para revelar derechos y deberes, y sobrecogidos por la marcha general de la humanidad, que caminaba más de prisa que esos soñadores de abstracciones, y con una ciencia impotente para abrir ancha senda por donde pudiera caminar la civilización y el progreso, todos nos hemos visto arrojados a la vida, sin brújula, sin estrella que consultar, sin timón a que aferrarnos, a merced del tumultuoso oleaje de los acontecimientos, y temiendo que la marea, siempre creciente, de la nueva vida, rompiera diques y valladares, y anegara leyes, principios e instituciones, sumiendo a la sociedad en eternas tinieblas.

Cuando todos hemos crecido en medio de tanta agitación y sobresalto, ¿es de extrañar que los unos se hayan reclinado en el seno del escepticismo, buscando en el suicidio de la inteligencia remedio a tantos males; que otros busquen en la visión del amor divino un lenitivo en el angustioso vivir que les atormenta; que otros, en fin, invoquen a la materia y miren con amor la tierra, a la cual han de volver, para formar nuevos seres, juzgando que su destino limitase a que el cuerpo viva y crezca, amordazando la conciencia y la razón, aunque murmuran instintivamente yo no sé qué de verdades racionales y de destinos que debe cumplir el hombre en su terrena existencia? ¿Es de extrañar que los más, viendo cómo la vida se aumenta, cómo el progreso se realiza, siendo cada día mayor el número de medios y facultades con que la humanidad se enriquece, crean que la verdad es cosa desconocida, pero que el hecho la revela, y que en el instintivo grito de las muchedumbres se esconde la fórmula científica, y que basta dejarse llevar por el torrente de los sucesos, porque en el seno de la humanidad vive un Dios desconocido que se revelará por completo en la consumación de los tiempos, cuando la voluntad nada tenga que realizar, o porque el impulso que ese Dios imprime es eterno, sin que jamás encontremos punto de descanso en esta peregrinación humana por el espacio, siendo solo ciegos instrumentos de una fuerza ciega, que fatalmente nos arrastra de civilización en civilización, como si violentísimo huracán empujara eternamente las generaciones humanas?

Todas estas tendencias, que se descubren en el seno de la sociedad actual, descúbrense asimismo en el seno del individuo. ¿Quién podrá decir cuál es el ideal de su vida, cuál la ley moral que acata y con la que relaciona su existencia? Los más buscan en prácticas externas la satisfacción de las necesidades morales y religiosas; otros creen indigno de su alteza personal rendir acatamiento a verdades supremas, y creerse ligados con deberes a los demás hombres; no falta quien cree llenar su vida con verdades de sentido y de experiencia, juzgando visión todo lo que se refiere al orden racional, y no pocos juzgan como ley suprema de la vida acomodar sus actos a las exigencias sociales, y júzganse ejemplos vivos cuando no han sido comprendidos en ninguno de los casos previstos en la legislación positiva.

Si examináramos, señores, el arte como expresión de esta vida social, bastaría citar algunos nombres y refrescar en vuestra memoria el argumento de algunos libros, para comprender desde luego cuán verdadero es el cuadro que ofrezco a vuestra consideración. Si examinásemos la historia política contemporánea, bastaría, señores, enumerar los partidos que pelean en la candente arena política, para comprender cómo todos ellos expresan el estado general de lucha y conturbación en que hoy se encuentra la Europa latina, y cada uno de ellos en particular nos pondría de manifiesto la tendencia a que responde, el interés que entraña, el propósito que persigue, y en ese propósito, sin gran esfuerzo descubriríamos uno de los innumerables errores que ha engendrado la agitada fantasía de un siglo, que ha derruido y reedificado él solo las instituciones todas que lentamente elaboraron los pasados siglos. Si examináramos la historia religiosa de nuestros días, encontraríamos a los pocos pasos renovadas todas las herejías que pusieron a prueba en la edad pasada la energía del cristianismo y casi todas las doctrinas que desde los primeros momentos de la razón han vivido en el entendimiento humano, pero unas y otras, formuladas con mayor vigor, con más alta concepción racional, y sostenidas con incontrastable firmeza y gran aparato de raciocinio.

Al estudiar detenidamente esta portentosa vitalidad del espíritu humano, al seguir a unos y otros doctores, sintiendo cómo unas veces la duda hiela nuestro entendimiento, cómo otras casi se aparece la certeza, cómo las más se engendra la contradicción en nuestro espíritu, al leer sus páginas, en vez de maldecir y condenar, nos sentimos llevados a prestar auxilio, si nos es posible darlo, o a compadecer a los náufragos en ese inmenso Océano de la ciencia contemporánea, y a aplaudir a los que con serena frente y ánimo resuelto se lanzan al fondo de su conciencia, buscando un punto de partida para perseverar apoyados en él, hasta poseer una verdad primera, que sea verbo redentor en el mundo de la inteligencia. Yo de mí sé decir que cuando considero las diferentes luchas a que se ha visto condenado el hombre en el curso de la historia, ya para alcanzar una patria, para obtener su libertad, o para esgrimir su derecho, ninguna se me parece más grande, ni tampoco más angustiosa que la que empeña el hombre de la sociedad en que vivimos para crear su entendimiento, vivificando a la par su corazón, y para ver con luz clara el ideal explendente que debe realizar en su existencia.

No me extraña, por lo tanto, este espíritu general de tolerancia y benevolencia que reina en el examen y definición de las doctrinas; porque a todos se nos alcanza, que nunca fue más verdadera aquella sentencia del gran poeta inglés Byron, –la ciencia es el dolor.– Todos comprendemos que sea cualquiera la doctrina que se profese en los tiempos modernos, no se ha llegado a poseerla, sin atravesar un purgatorio intelectual en el que las más veces muere la inteligencia; todos comprendemos al través de la predicación de una doctrina, que aquellas palabras son fruto nacido entre tormentas intelectuales, ante las que nada son las más pavorosas de la naturaleza, y por eso acatamos con respeto religioso al hombre, por más que la doctrina se nos aparezca como hija del error. Y no es solo la razón indicada la que nos aconseja esa tolerancia en el juicio de las doctrinas, sino el creer que la ciencia no es mera abstracción, hija de la vanidad de los pensadores, y que por lo tanto no vive alejada del mundo real, sino que lo engendra, y muchas veces recibe su influencia, lo que nos preceptúa, que consideremos las doctrinas con relación a su tiempo, mirando sus antecedentes, y si es posible, determinando en el cuadro general el punto que ocupa en el desarrollo científico, la sociedad humana e histórica que intentan satisfacer o que satisfacen, y de esta manera juzgaremos con razón, que nos dé el acierto, evitando juicios ligeros o apasionados como hijos del momento que pueden turbar la serenidad que debe resplandecer en el que juzga actos o doctrinas humanas.

Y si cansados de mirar por doquier igual confusión e idéntico tumulto, descendemos al fondo de nosotros mismos, e interrogando a nuestro espíritu, inquirimos la causa de semejante espectáculo, la razón nos dice muy luego que no es otra la causa que la falta de verdad que reside en los sistemas filosóficos modernos que han presidido y aun presiden el movimiento de la humanidad en las naciones latinas. Tengo por cosa averiguada, que así como la acción en el hombre es estéril cuando su inteligencia está conturbada, de la misma manera la humanidad cuando carece de pensamiento filosófico, su vida es conjunto de accidentes contradictorios, en vez de ser la gradual y lenta realización de la esencia humana en la sucesión de los tiempos. Hé aquí la causa por qué, de acuerdo con la mayor parte de los modernos pensadores, creo que es imposible exista vida social donde falte la concepción de verdades racionales; que es imposible que se funde sobre base sólida, en religión, en política y ciencia económica, donde sea desdeñado el culto de la razón filosófica. La historia nos dice que los accidentes todos que han alcanzado mayor influencia y sido causa de singulares beneficios para la humanidad, provienen todos de las verdades filosóficas proclamadas en este o aquel siglo por esa raza divina que arranca en Sócrates, y que se perpetúa como gloriosa dinastía, produciendo los nombres más venerandos de la historia. Y corrobora esta verdad la simple reflexión de las verdades contenidas en el estudio filosófico, que son las que después se levantan como diosas en los templos de las ciencias particulares, y según sea el carácter o sello que la filosofía imprima en su frente, así será el culto que se las tribute y la veneración en que se las tenga. El derecho, la humanidad y la naturaleza son ideas y seres que la filosofía define y revela a las ciencias particulares, al venir a los pies de la ciencia señora a recibir el objeto de su estudio, y lo reciben tal como la filosofía lo ha creado o lo ha reconocido, en la serie de verdades que constituyen el organismo de la ciencia.

De aquí nace sin duda que las generaciones modernas busquen siempre en el estudio de la filosofía la clave de los problemas todos que como pavorosas esfinges se presentan a su atención, conociendo, que lo fenomenal, lo relativo, lo contingente, lo histórico, en una palabra, no puede explicarse y conocerse de otra manera, que por lo esencial, lo eterno, lo necesario, lo racional. Por eso la ciencia verdadera se consagra con santo entusiasmo al estudio de la razón, o al órgano de las verdades absolutas, por cuyo medio es posible la ciencia, porque solo la razón puede darnos el conocimiento de Dios, principio y fundamento de todo ser y de todo conocimiento.

Si la Europa entera ha reconocido que se abría para la moderna civilización un período histórico más alto que los períodos precedentes; si todo ha de vivir según su naturaleza propia, pero en relación con todo lo demás y en armonía; si bajo esta idea la filosofía en las naciones germánicas ha intentado, obedeciendo al carácter racional de la época, formularse como filosofía de lo absoluto, de lo que es en sí y por sí, ¿qué diremos al contemplar el majestuoso y sin par desenvolvimiento de la razón filosófica en aquellas naciones, y al ver cuántos y de cuánta alteza son los problemas que ha sido preciso resolver, allá, en la última cima de la especulación racional, en la que cual nuevo Prometeo aun lucha la razón humana y al volver los ojos a los pueblos latinos en los que apenas se ha sospechado ese carácter de la ciencia filosófica y en los que los psicólogos son considerados como forjadores de sueños, y el concepto de la metafísica corre parejas con el de la evocación de los espíritus o con esas otras supersticiones vulgares, que dan claro testimonio de la vida o fantasía de los pueblos meridionales o quizá de su educación histórica fruto de siglos precedentes?

Existen en Europa dos corrientes distintas en las ciencias filosóficas, la una es la que anima a los pensadores de más allá del Rhin, la otra es la que corre por las escuelas francesas, por las de Italia, y las de la Península ibérica. No es del momento caracterizar estas tendencias; basta a mi propósito sentar que son notables, en el método y doctrina, las diferencias que separan a la una de la otra. Quizá la ciencia germánica, expresión feliz del carácter de aquella raza, conozca como fuente hechos históricos que no ha registrado en sus anales la historia de los pueblos latinos; quizá un movimiento repulsivo, una protesta contra la tendencia de las doctrinas germanas, haya motivado ciertos caracteres de la filosofía en los pueblos latinos; pero de todos modos no es menos cierto que el carácter constitutivo de la raza latina y su tradición histórica, han influido poderosísimamente en la ciencia contemporánea, originando tendencias y doctrinas, cuyo reinado en la opinión pública ha sido causa de no pocos males y de la anarquía intelectual en que hoy nos encontramos. Es un hecho evidente que la raza latina, rica en fantasía, dotada más de la individualidad poderosa que lleva al arte, que de aquella generalidad que constituye la concepción científica, más pronta para la acción que para el estudio, moviendo con mayor facilidad el brazo que la inteligencia, educada bajo concepciones dogmáticas, desde el instante en que la autoridad científica por tantos siglos respetada cayó herida por la maldición revolucionaria y se vio precisada a formular nuevos credos, a resolver problemas pavorosos, unas veces la fantasía, otras el sentimiento, forjaron diferentes ídolos que llevando al espíritu de los pueblos de uno a otro polo de la vida, han procreado esta febril actividad, sin objeto muchas veces, que no pocas corre tras espectros y sombras, y que siempre causa conmoción y dolor en el seno de la sociedad y en el seno del individuo.

No es hoy mi objeto entrar en el paralelo y juicio comparativo de la ciencia germánica y de la ciencia latina; tampoco pretendo notar puntos de enlace, para que se estimen en razón esas denominaciones de germánica y latina, y podamos decir ciencia humana; mis tareas se reducen únicamente a ofrecer el cuadro general del desarrollo de la ciencia en las naciones neo-latinas, indagando los efectos producidos por la influencia de las doctrinas distintas que han predominado en él, ya en la conciencia, ya en la razón, ya en la moralidad del siglo XIX. Si de este cuadro general se deduce que el carácter de la ciencia en los pueblos neo-latinos es el carecer de unidad, de ley general de desenvolvimiento; si observamos que la lucha de escuelas nace de la admisión de verdades consideradas como principios primeros, y que son, sin embargo, contradictorias; si vemos que la idea de lo absoluto y de lo infinito, rara vez toma carne en las escuelas filosóficas; si como consecuencia de estos datos la historia no es otra cosa que una continuación de ideas contradictorias dogmáticamente afirmadas y dogmáticamente contradichas; si, en una palabra, la anarquía intelectual es el rasgo característico de la filosofía neo latina, quedará suficientemente explicada la anarquía que reina en política, el vacío que se siente en la conciencia y esa indiferencia en materias filosóficas, causa en mi sentir de la postración intelectual, artística y moral que deploramos.

Señores: Una revolución sin igual en los fastos del mundo prepara el advenimiento del siglo XIX. El mundo feudal y el mundo del renacimiento, aquel con sus derechos señoriales, sus municipios, sus hermandades, este con su estado soberano y omnipotente, con sus coronas forjadas ab eterno por Dios, y por Dios ab eterno destinadas a una dinastía elegida, desaparecieron ante el huracán revolucionario, como arista seca que arrebata el viento. La negación resonó con eco soberano; altares, tronos, leyes y costumbres desaparecieron bajo la lava de aquel volcán de sentimientos y aspiraciones que se llama Convención francesa; el nuevo espíritu invadió el cielo y la tierra, y con el deseo de libertar al hombre, que era su fin supremo, cortó toda relación entre la tierra y el cielo, creyendo encontrar en las doctrinas materialistas remedio poderosamente eficaz contra todo conato reaccionario. Y el movimiento sensualista que había encontrado franca acogida en las altas clases de la sociedad francesa durante los últimos años de Luis XV, se extendió al pueblo, facilitando así la dictadura corta, pero terrible, como todas las dictaduras de la escuela materialista. En vano Rousseau y Voltaire quisieron mantener al espíritu filosófico en el teísmo o en el deísmo, las doctrinas de la Mettrie y de Holbach respondían con mayor verdad al movimiento general de negación que hostigaba a la sociedad francesa en la segunda mitad del siglo XVIII. La profesión de fe del Vicario Saboyano fue fácilmente vencida por el Sistema de la naturaleza, de la escuela materialista. El hombre de la naturaleza era la concepción propia de aquellos momentos de exaltación política en que se trataba de renovar la vida entera, juzgando la razón, la fe, las creencias, como vanas puerilidades de siglos de despotismo y de ignorancia; porque la escuela materialista no alcanzaba que pudiesen subsistir Dios y el hombre y huía en la ciencia de todo principio superior a lo humano, como huía en política de toda personificación que destruyera la igualdad natural de los hombres. Robinet, Holbach, La Mettrie, comprendieron instintivamente que la convicción política nace de la creencia filosófica, y buscaron en el Sistema de la naturaleza una creencia que aislara al hombre en el mundo, así como Rousseau establecía una doctrina que separaba al hombre de la sociedad. Por eso, señores, el primer momento de la escuela materialista en Francia, más debe considerarse como un arma política, que como una faz verdadera de doctrina filosófica. La verdadera escuela materialista, en su expresión científica, comienza en el instante en que Garat, Lancelin y Cabanis, partiendo de la doctrina del abate de Condillac, la completan, aplicándola a las diferentes ramas del saber humano, trayendo, como buena prueba de sus afirmaciones, los adelantos y descubrimientos de las ciencias naturales.

El hombre que había conseguido ahogar la revolución y forjar una corona más pesada que la que ciñeron Carlo-Magno y Carlos V, temía como a su natural enemiga a la inteligencia, y cuidaba con esmero de que en la enseñanza oficial no apareciera el monstruo horroroso de la idea; y sin embargo, la idea fue poco a poco levantando la losa bajo la cual la había sepultado la escuela materialista, y Destutt-Tracy y Laromiguiere comenzaron a modificar la escuela materialista con la sensualista, ofreciendo a la especulación filosófica un nuevo dato, que si entonces aparece como de escasa importancia y trascendencia, andando el tiempo figurará como primero y principal en la ciencia psicológica.

Caído el hombre de Austerlitz, intentó la Europa cerrar para siempre la era revolucionaria, agitada aun por los recuerdos de los días de la Convención francesa; pero sintiéndose cada vez más la influencia liberal nacida en aquella gigantesca revolución, la filosofía encontró en el ilustre Royer-Collard un intérprete digno, que se levantó protestando enérgicamente contra la llamada restauración, y contra el predominio de la escuela sensualista, hiriéndola denodadamente en el pecho, puesto que demostró de una manera cumplida la actividad natural y espontánea del espíritu. Esta, señores, es la época en que se reconoce por fin la existencia de un nuevo elemento en la civilización moderna, la época en que el derecho humano es generalmente aceptado, y sin tregua y sin descanso consagráronse los políticos a arbitrar medios para que coexistieran el antiguo y el moderno elemento: esta es la época asimismo en que se formula por M. Cousin la escuela ecléctica, que debía ser el terreno neutral en que se firmara un tratado de paz solemne entre las diferentes escuelas, que desde el nacimiento de la razón filosófica se disputan la posesión y señorío de la ciencia. De esta época data la confusión general de verdades y principios que aun en los momentos que alcanzamos encadena la actividad del espíritu en los pueblos latinos. Al llamamiento de la escuela ecléctica acudieron en confuso tropel ideas nacidas las unas en el suelo de Escocia, oriundas las otras de Alemania, hijas no pocas de la escuela cartesiana, invocando todas en coro al sentido común como juez árbitro, que había de señalarles su lugar en la ciencia, dando margen a ese triste estado de vacilación y de duda que ha consumido las altas inteligencias de Jouffroy y de Cousin, y que es causa de la decadencia y abatimiento en que la razón filosófica se encuentra en el vecino imperio. Esta ciencia que llegó a ser oficial, no podía satisfacer ni satisfizo las necesidades y aspiraciones todas que engendró el movimiento revolucionario de 1789. La nueva vida a que fue llamada una gran parte de la sociedad francesa, las necesidades que se revelaron en virtud de este fenómeno, hizo que generalmente se presintiera una concepción sintética en que todos participaran del bien social, y en la que la justicia y el derecho estuvieran realizados y cumplidos. La escuela ecléctica había entrevisto una conciliación de todos los sistemas filosóficos, una conciliación de todos los intereses y de todos los derechos en el dogma doctrinario; pero las escuelas socialistas buscaron con ahínco esa conciliación general y universal, y quizá con más recto sentido filosófico que los mismos que blasonaban de filósofos, concibieron que solo era posible la solución del problema abarcando en un solo pensamiento lo pasado, lo presente y lo porvenir. Saint-Simon y Fourier parten de una concepción general del mundo, y aunque sus sistemas carecen de condiciones científicas, y son una continuada blasfemia contra la razón filosófica, no puede menos de reconocerse que en su concepción respondían mejor estas escuelas al espíritu sintético y armónico del siglo, que los malhadados ensayos de la escuela ecléctica.

Quizá, señores, la aparición de las escuelas de Saint-Simon, Fourier y Leroux expresen uno de los rasgos característicos, que es preciso tener muy en cuenta, de la raza a que pertenecemos. La ciencia solo nos cautiva en su parte de aplicación: las más veces cuidamos poco de los principios que la determinan; pero inquirimos con solicitud sus aplicaciones a la vida social y a la vida política, y llevados por esta necesidad de obrar, que nos atormenta, preferimos siempre la solución concreta de los problemas actuales, a largas y laboriosas indagaciones sobre la naturaleza e índole de las verdades primeras y a una rigurosa aplicación de aquellas verdades a la vida de la humanidad y del individuo. Preferimos siempre la revelación a la demostración: corremos con facilidad tras las brillantes creaciones de la fantasía, y siempre nos encuentra recelosos y suspicaces el raciocinio. Más pedimos un grito de guerra para el combate, que una convicción profunda y razonada que modele nuestro ser y rija nuestra vida. Por estas razones explicamos la fácil popularidad que alcanzaron las escuelas socialistas: nacían de una necesidad generalmente sentida, expresaban una tendencia del siglo, ofreciéndose a los ojos del pueblo con una forma eminentemente poética, que será siempre grata a los pueblos meridionales.

Con el sentimiento de reacción que encontró fórmula en el reinado de Luis XVIII, se hizo patente en Francia el sentimiento religioso que protestaba desde los primeros días de la revolución, y a las audaces negativas de la escuela materialista contestó con afirmaciones no menos atrevidas. Desde Francia, el sentido de protesta religioso-político pasó a las naciones latinas, presentando así en Italia como en España idénticos caracteres, si bien puede sostenerse, que la escuela llamada teológica no toma en ambas Penínsulas el carácter polémico y violento que caracteriza su aparición en Francia. Cuando se considera el momento en que aparecen en los pueblos latinos los escritores que fundan la escuela teológica, involuntariamente acude a la imaginación la idea ya expuesta de la oposición de carácter entre la raza germánica y la raza latina. Si recordamos el vuelo que toma en Alemania la idea racionalista; si desde la aparición de la filosofía crítica hasta los últimos extravíos de la escuela neo hegeliana, advertimos que va en aumento el culto de la razón y se suceden sin interrupción las negaciones de la verdad católica, se nos aparecerán las escuelas teológicas del Mediodía como una protesta contra la tendencia y carácter de las escuelas racionalistas del Norte. Obedeciendo a esta ley histórica, y vivamente impresionado por el espectáculo de la revolución francesa, el autor de las Veladas de San Petersburgo lanzó a la faz de la humanidad el más terrible anatema que en nombre del catolicismo podía escribirse. Sin embargo de los propósitos eminentemente religiosos que animaban a M. de Maistre, su libro quizá sea más bien expresión del terror político de 1793 que de una verdadera concepción cristiana. M. de Maistre transporta al cielo el espíritu del Comité de salud pública; el Dios de M. Maistre es siempre el Dios del diluvio y de Sodoma; la cólera y el castigo son su única expresión; la pena, el único lazo que existe entre la criatura y el Criador, y la sangre y la guerra, el único perfume y la única oración que puede el hombre dirigir a su Dios. Nunca se ofrece a sus ojos la idea de la bondad ni de la misericordia: jamás escucha las divinas palabras del Evangelio, y siempre tiene en el corazón y los labios las terribles maldiciones de los profetas.

La cuestión principal que en este primer momento de la escuela teológica preocupa a M. Maistre es el señalar la intervención de Dios en la vida humana, determinando en leyes históricas la idea de la Providencia. Andando el tiempo, comprendiose por los adeptos de la escuela teológica que no eran bastantes, ni la elocuente voz de Maistre, ni las ingeniosas teorías de Bonald a refrenar el movimiento cada vez más general del espíritu filosófico, y entonces, desde aquel elocuentísimo libro de M. de Lamennais, todos los esfuerzos de la escuela teológica se dirigieron a cortar en su raíz la vida del espíritu filosófico, negando el carácter inquisitivo de la razón humana, y pretendiendo que ella por sí sola no tenía fuerza para adelantarse al conocimiento de Dios y, por lo tanto, al principio fundamental de la ciencia del hombre. Esta singularísima doctrina que fundaba una especie de escepticismo teológico, cundió rápidamente, y la cátedra y la prensa se aliaron para quitar al hombre toda confianza en el uso legítimo de su razón. Y desde M. Lamennais, pasando por el fogoso y elocuente teatino Ventura de Ráulica, fue a parar a manos de la secta que acaudillaban el abate Gaume, monsieur Bonetti y gran parte del episcopado francés. Sin embargo, en las filas mismas del clero resonó la voz de alarma, y la razón encontró elocuentes y enérgicos defensores en los Chastel, Gratry, Cognat y otros que pusieron de manifiesto los graves males que se seguían así a la religión como a la ciencia de admitir esta novísima doctrina, que no contaba con precedentes en la historia de la iglesia católica.

Los excesos de la escuela teológica robustecieron más y más la influencia de los escritores que, partiendo de las verdades católicas, procuraban aplicar aquellas verdades a la ciencia moderna y a la vida social. Los escritos de Ballanche, de Buchez, causaron no poca impresión en el espíritu público, y la idea de que la civilización moderna no era incompatible con los progresos conseguidos, con las verdades conquistadas y aun con las aspiraciones a la libertad de los pueblos modernos, fue causa de que los esfuerzos de Bordas-Dumoulin, Huet y otros encontraron apoyo y gran número de partidarios entre las clases todas de la sociedad. No es de extrañar el aplauso con que son acogidas estas doctrinas cristiano-progresivas, si se tiene en cuenta que reúnen dos caracteres dignos de alta estima en nuestra época: primero la unidad de la vida social expresada por los dogmas cristianos, y segundo la armonía entre la marcha histórica del siglo presente y la forma religiosa, que tan profundo sello ha grabado en el seno de la sociedad actual. Todas estas doctrinas, además, por su carácter religioso-social, por su forma dogmática, se adaptan con mayor facilidad al genio de la raza latina y conmueven con mayor energía su espíritu, que los estudios psicológicos o eruditos de la escuela ecléctica.

Si preguntamos a la historia de la filosofía cuál es el valor que tiene toda esta elaboración político-cristiana de la escuela teológica en el siglo presente, sin gran esfuerzo se nos alcanza que no es otro el precio en que debe estimarse, que el valor que puedan tener hoy teorías sintéticas faltas de base racional, pero que expresan una tendencia real, que es una de las más altas excelencias de la ciencia moderna. La ciencia, en el siglo XIX, tiende a modelar la vida social, mostrando en todas las esferas de la existencia la ley que las rige y la naturaleza que les es propia; pero la ciencia humana no puede partir de datos que sean ajenos a la misma ciencia, y al efecto, antes de aceptar el procedimiento deductivo, que es el verdadero procedimiento sintético, indaga por medio de la inducción la base, o sea el primer principio, del cual arranca el procedimiento deductivo. La verdadera ciencia se separa a gran distancia de la filosofía materialista y atea del siglo XVIII, y es, por el contrario, eminentemente religiosa; pero la doctrina religiosa de la filosofía moderna rechaza los principios de la escuela moderna neo-teológica, porque en lugar de buscar en la filosofía de la religión la armonía entre Dios y el hombre, así como los materialistas franceses suprimían un término del problema negando a Dios, los neo-teólogos modernos suprimen asimismo otro término, negando al hombre y negando la libertad que constituye su vida moral.

El dominio de la escuela ecléctica nunca fue en Francia completo ni universal: oponíanse a ello, no tan solo aspiraciones político-sociales que ya hemos enunciado; sino también el carácter de raza que rechaza toda doctrina que no sea sistemática, como asimismo el movimiento general que alienta a todas las ciencias naturales y que había de provocar una filosofía que contuviese las verdades primeras que constituyen los fundamentos de las ciencias de la naturaleza. La escuela ecléctica, careciendo de principio y de criterio, no podía extender su dominación ni al campo de la historia ni al de las ciencias naturales. De aquí nace sin duda el movimiento filosófico que se advierte en este mundo del conocimiento; pero como la tradición única que conservaban las ciencias naturales era la materialista del pasado siglo, tendencia a la cual obedecía, así Carnot en las matemáticas, como Broussais en la fisiología, el carácter que tomó la filosofía de las ciencias naturales no fue más que una modificación, si bien en sentido racional, de los antiguos principios de la escuela materialista. La más acabada y completa expresión de este carácter es la escuela positiva fundada por el ilustre A. Comte, que revela la tendencia general de la ciencia del siglo en el epíteto dado a su escuela, y que responde sustancialmente a las doctrinas materialistas, en la condenación superficial e injusta que hace de las ciencias metafísicas, creyendo no son otra cosa que vanas creaciones de la exaltada imaginación de la humanidad en sus primeras edades. Los sucesos políticos que condenaron la creación política de la escuela ecléctica acabaron por desautorizarla ante la opinión pública, y el espíritu filosófico en Francia, falto de toda guía, se fraccionó, tomando distintos senderos en manos de los más famosos de sus escritores. Destruido el edificio tan laboriosamente levantado por Cousin, Jouffroy, Simon, Damiron y otros escritores, la anarquía filosófica fue tal, que es de todo punto imposible definir las escuelas o las tendencias que dominan en Francia desde 1840. En tanto que algunos escritores creen que solo en la continuación de la obra crítica de Kant estriba el porvenir de la filosofía, otros procuran implantar la escuela Hegeliana, y no pocos de los antiguos discípulos de la escuela ecléctica se refugian a las doctrinas idealistas del siglo XVII, creyendo que una renovación del cartesianismo podría dar plan y concierto al desarrollo filosófico. Renouvier, Vera, Vacherot, Simon, Saisset, Gratry, Nourrison y otros imprimen estas tendencias a los estudios filosóficos, en tanto que en la esfera de las ciencias políticas resuena la poderosísima voz del autor de la Justicia en la revolución, que falto de toda convicción filosófica esgrime contra lo existente todas las armas que forjan las modernas escuelas, sin cuidar del enlace sistemático de sus doctrinas, lo que quizá no sea tampoco hacedero a su inteligencia eminentemente crítica y negativa. Ningún escritor en los tiempos modernos ha sabido poner más en relieve el divorcio que existe entre la idea y el hecho, y ninguno expresa con más fuerza que este audaz polemista el estado de perturbación filosófica en que se encuentra el siglo XIX.

La historia de los pueblos latinos, a partir desde el segundo tercio del siglo XVII, se encuentra vinculada en la historia francesa; su política no era otra cosa que la continuación de la política española; dominó en la Europa, e imprimió carácter a las dos Penínsulas, italiana y española. Su filosofía cartesiana, su gran escuela del siglo XVII y el siglo de oro de Luis XIV ejercieron una dictadura tal en el mundo de la inteligencia, que no es de extrañar que, durante el siglo XVIII y la primera mitad del presente, sea la historia del pensamiento en Italia y en España pálido reflejo del pensamiento francés. Fardella, Venturelli, Majillo, enseñaron y extendieron los principios del cartesianismo, así como durante los primeros lustros de nuestro siglo Romagnosi y Gioja propagaron doctrinas cuya filiación natural se encuentra en las escuelas sensualistas. No debe sorprendernos este fenómeno que se presenta en la filosofía italiana, si paramos mientes en que la historia de esta Península se une íntimamente a la historia francesa, que la república, el directorio, el consulado y el imperio levantaron sus diferentes enseñas, así en Francia como en la Península italiana. La escasa vida intelectual que se despertó en los días de la república apagose en los días del imperio; sirviendo solo para encender más y más en el corazón del pueblo italiano el santo amor a la independencia y la aspiración a la nacionalidad, que serán siempre guías seguros y fuentes de altos hechos para los pueblos italianos.

Al calabrés Pascual Galuppi es a quien debe indudablemente la Italia moderna el comienzo de su existencia filosófica. Dotado de un alto espíritu crítico, el ilustre profesor de la universidad de Nápoles expuso a los ojos de sus compatriotas la escuela escocesa; pero inspirado por esta tendencia sintética, que caracteriza a la raza latina, quiso unir a la experimentación psicológica algunas inducciones racionales, que abrieron al genio italiano vastos horizontes, en los cuales la inspiración de los sucesores de Galuppi se ha desenvuelto con no poca gloria de la Italia y gran provecho de las ciencias filosóficas.

En vano la escuela teológica continuó haciendo gemir la prensa con escritos que aun arrancaban de las doctrinas sustentadas en los siglos medios; en vano la filosofía fue considerada por estos escritores como una humilde esclava de la teología. Como discursos de sombras, como ecos de doctrinas que pasaron, escuchó Italia semejantes aseveraciones, cuya autoridad era muy para puesta en tela de juicio, desde que se notaba que expresaban una concepción intelectual que no era la presente, y que para ella los sucesos de la historia moderna, las revoluciones realizadas en la esfera del pensamiento eran hechos que carecían de importancia e ideas indignas de fijar su atención. Desde entonces data ese movimiento liberal, semejante a una resurrección de la Italia, que será sin disputa uno de los más gloriosos títulos de la época presente.

¡Singular destino es el que ha ejercido en la época moderna la filosofía inglesa! La escuela de Locke sirvió de punto de partida al movimiento liberal de la Francia en la segunda mitad del pasado siglo: la escuela escocesa inspiró a Royer-Collard en los primeros lustros de nuestro siglo, y casi al mismo tiempo vivificada por Galuppi, servía para inaugurar el gran movimiento de la Italia moderna.

Antonio Rosmini es el fundador de la escuela italiana: el movimiento filosófico de Italia puede fácilmente reducirse al pensamiento de este eminente filósofo, que con justicia ocupa un lugar muy principal entre los modernos pensadores. Conocedor de la filosofía moderna germánica, Rosmini juzga que la cuestión principal en filosofía estriba en la posibilidad del primer juicio, que solo es posible por la existencia de una noción primitiva que sirva de fundamento y que preste certeza al conocer. Esta noción suprema es la idea del ser posible, universal o indeterminada, y que es susceptible por su exterior determinación de llegar a ser el principio de todos los juicios humanos. De la idea de ser deduce Rosmini la noción de sustancia, y desde este punto de la ciencia ontológica pasa a la psicología y al estudio del hombre, en el cual distingue la sustancia espiritual, que somos nosotros mismos, y la sustancia corporal, que no somos nosotros, por más que nos pertenezca. Encuéntrase desde luego en el sistema de Rosmini esa intuición primitiva, necesaria, absoluta, inmutable, que constituye quizá la base de toda la filosofía latina, y que basta para asegurar gran vida y gran influencia a cualquier sistema que la reciba en su seno.

Los sucesores de Rosmini cultivaron predilectamente el carácter ontológico de su doctrina, menospreciando a la escuela psicológica, que en su sentir era impotente para resolver el problema del juicio sintético a priori. La escuela de Rosmini es el semillero donde crecieron inteligencias como las de Pellico, Balbo, Revel y tantos otros que soñaron en conciliar las reformas que el siglo reclamaba con los principios del catolicismo. El pontificado liberal fue el norte de todas estas inteligencias, renovando quizá la antigua idea güelfa de los siglos medios. Y esta concepción no fue quizá otra cosa que una consecuencia del carácter eminentemente nacional que toma desde su origen la novísima filosofía italiana, que recibe una fórmula completa en Mamiani, que aspira a una renovación de la antigua filosofía italiana, reanudando la indagación filosófica desde el punto en que la dejaron Campanella, Bruno, Pomponacio y Santo Tomás de Aquino, porque cree que al través de todos ellos se descubre el método natural, el que Dios mismo enseña al hombre, y el que la escuela italiana ha constantemente observado. En esta escuela militaron, no tan solo los filósofos citados, sino también Galileo, Cristóbal Colón, Leonardo de Vinci, cuya vida y altos hechos no son otra cosa que la expresión completa del método natural, que constituye el rico patrimonio de la filosofía italiana.

Esta doctrina recibe del elocuente Gioberti su última consagración. Establecer la primacía intelectual civil y moral de los italianos, es el objeto que persigue en la ciencia el ilustre escritor, que corre parejas en el siglo presente con el abate Lamennais, con el que tiene no pocos puntos de contacto, y que si bien algunas veces es vencido bajo el aspecto oratorio, saca gran ventaja como pensador y como polemista. La doctrina metafísica de Gioberti se une estrechamente a sus principios políticos que se resumen en la siguiente proposición: «El Papa y la Italia han sido el principio determinante de toda la civilización moderna. Toda la civilización moderna debe volver al Papa y a la Italia.» Gioberti parte de una fórmula metafísica, alcanzada por la intuición primitiva, y que envuelve en una misma síntesis el ser y sus predicados, la existencia y sus atributos, la idea en sí y todas las ideas que expresan la esencia. Su método es sintético su punto de partida la intuición, facultad eminentemente objetiva según este filósofo, desdeñando la conciencia y la reflexión que nada alcanzan en la alta esfera de la ciencia. Su primera conquista consiste en la fórmula «el ser es,» que muy luego engendra esta otra verdad fundamental en filosofía «el ser crea lo existente.» Con esta fórmula ilumina Gioberti el mundo de la inteligencia, el orden real y el orden físico, y la metafísica y la cosmología reciben su vida y su verdad de aquel principio primero. Así como el ser, es decir Dios, crea lo existente, de la misma manera la unidad crea lo múltiple, lo sublime crea lo bello, el soberano crea al pueblo, la iglesia crea la civilización, la Italia crea la Europa, y el Papa crea a la Italia, y por este ingenioso procedimiento, Gioberti enlaza en sintética enciclopedia las ciencias todas, como agrupa la Europa entera a los pies del Capitolio, para escuchar la palabra de vida que verterán los labios del sucesor de San Pedro.

Tales eran las aspiraciones que constituían el alma de la generación liberal italiana que luchaba desde 1817 con el intento de conquistar la independencia de la patria y de establecer en su suelo el reinado de la libertad. No debe sorprender a los que conozcan cómo el estado y carácter de la nación imprimen honda huella en el pensamiento del filósofo, que esa tendencia nacional se descubra así en Mamiani como en Gioberti. Italia no existía, su nacionalidad era un sueño, los italianos carecían de patria, era la triste Polonia de la Europa meridional, y este dolor vivísimo que enlutaba a todos los espíritus, fue sin duda la causa determinante de aquella aspiración a constituir una ciencia nacional, consolándose sin duda, ya que no podían poseer una patria en la tierra, con tener una nacionalidad en las altas esferas del pensamiento.

Todas estas ilusiones, todos estos sueños filosóficos y políticos murieron en los campos de Novara. Desde aquel punto la filosofía italiana entró en un período de elaboración científica cuyos caracteres guardan ya mayor enlace con el espíritu de la filosofía moderna. Cayó en el olvido la doctrina de Gioberti, y si bien la escuela Rosminiana continuó con existencia, no debió su vida a los elementos nacionales que encerrara, sino al espíritu crítico que presidió a las primeras tareas del filósofo de Roveredo. Desde entonces la influencia de las escuelas alemanas es visible. El espectáculo que nos ofrece la filosofía italiana en los dos últimos lustros, es parecido al observado en Francia y al que ofrece nuestra España. En tanto que la escuela neo-teológica lucha aun para recobrar su perdida influencia, Ferrari propaga un escepticismo crítico, Mamiani modifica cada vez más en sentido ontológico las doctrinas de su maestro Rosmini, Mazzarella intenta renovar, modificándola, la escuela crítica, y Ausonio Franchi predica al pueblo un naturalismo que las más veces, llevado de su ardorosa imaginación, se convierte en el calor de la lucha en un materialismo grosero.

Hoy que estamos presenciando, por fin, el establecimiento de un reino italiano, es de presumir que la vida intelectual que ocasione este suceso sea gloriosísima; es de creer, dadas las condiciones del genio italiano, que vuelva a Italia el cetro filosófico de la Europa latina; que el pueblo que ha sabido renovar los estudios del derecho, puede fácilmente arrebatar a la Francia la primacía intelectual que ha gozado hasta ahora sin sombra siquiera de rivalidad, y quizá, señores, la raza latina reciba en su cultura y civilización grandes provechos en este cambio de autoridad científica, y quizá se encienda en esta Península española noble emulación, y tomemos por fin asiento en la gran asamblea de los pensadores modernos.

Al fijar los ojos en nuestra España y al pretender buscar en ella la vida del espíritu en los pasados siglos, se ofrece a nuestra consideración un fenómeno digno de estudio. España ha permanecido alejada durante los siglos XVI, XVII y XVIII del movimiento general del espíritu europeo. La política de la casa de Austria recelosa y suspicaz en lo que concernía a la ciencia, al perseguir a los heréticos protestantes que vivían entre nosotros, hirió mortalmente el espíritu científico que se desarrollaba en nuestras universidades bajo la influencia del renacimiento literario, vigorosamente secundado por los Reyes Católicos. La razón bajo la dominación austriaca respira apenas y muere por último falta de aliento: la fantasía excitada por una sucesión de guerras sangrientas y de maravillosas conquistas, crea un arte que es el único pan que alimenta a la nación durante dos siglos, y que debe a este carácter de predominio exclusivo sus altas excelencias así como también sus errores y sus fealdades. El espíritu meridional y propio de la raza latina se manifiesta en las escuelas místicas durante los siglos XVI y XVII, y va a parar después de haber encendido el alma de los Granadas, Leones y Teresas de Jesús a manos de aquellos teólogos y oradores contra los que esgrimían sus armas el padre Isla y el ilustre Feijoo.

En Feijoo comienza el renacimiento del espíritu español: la dinastía de Borbón había encadenado nuestra vida a la vida francesa, y así como corrían tras el ideal de su arte nuestros poetas y nuestros críticos, así también el espíritu hispano se agitaba al escuchar las doctrinas de los filósofos franceses. Hoy, señores, es de todo punto imposible hacer justicia al sabio benedictino por sus hercúleos esfuerzos en la encarnizada lucha que se vio precisado a sostener para sacar a salvo, no ya las doctrinas de una escuela, sino verdades y hechos propios de la esfera de la experimentación. Hoy no se nos alcanza que aquellas verdades triviales, aquel buen sentido que se descubren en los escritos de Feijoo, encontraran opositores; hoy creemos imposible que las teorías sostenidas por el autor del Teatro crítico, fueran causa de gravísimo escándalo, y de que su autor fuera considerado como atrevido reformador y como émulo de Lutero. Pero tal era el estado de la inteligencia en el pasado siglo, y fácil es de comprender que si en este período aparecen algunas obras de carácter filosófico como las de Pereira, La Peña y otros, no se encuentra en ellas más tradición ni más escuela que las doctrinas escolásticas que se habían petrificado en la inteligencia de nuestros doctores, así en las aulas como en los claustros. España no volvió a la vida sino pasando por la dolorosa transformación que se cumple desde 1808 a 1814; entonces los nombres de Rousseau, de Voltaire y Montesquieu están en todos los labios, y sus doctrinas pasan a ser el alma del partido liberal español, y la tendencia materialista va poco a poco declarándose, influyendo de una manera honda y profunda en las doctrinas y en las costumbres. No fue período para filosofar el que se extiende desde 1814 a 1833; sino para proveer a la seguridad personal amenazada en todos y por todos. Solo en 1837, y después de los sucesos que inauguran un nuevo régimen político y social, en nuestra España y en Portugal comienza a florecer el novísimo período literario, fruto de las lecciones aprendidas en la emigración por los más ilustres de nuestros publicistas y escritores; pero este nuevo período científico que dio origen a un nuevo partido político, no fue, como el anterior, sino un reflejo de escuelas francesas; y así como aquel había seguido a la escuela enciclopedista, este siguió a la escuela ecléctica. Laromiguiere, y Destutt-Tracy, compartieron con Damiron, Cousin y Jouffroy el imperio de la enseñanza oficial, en tanto que Ancillon, B. Constant y Guizot fueron los ídolos del nuevo partido. Con traducciones y paráfrasis de escritores eclécticos se alimentó a nuestra juventud, y bien puede sostenerse que aun profesan esta doctrina la mayor parte de las inteligencias de nuestra sociedad, así como ha creado nuestras costumbres y nuestros sentimientos. Sin embargo, en nuestro suelo encontró la filosofía ecléctica un terrible adversario en Jaime Balmes, cuya influencia sobre nuestro pueblo ha sido profundísima. Dotado de un espíritu más sutil que profundo, más dado a la controversia que a la meditación, más ganoso de rechazar doctrinas que en su juicio comprometían el porvenir filosófico de España que de señalarle rumbo cierto y guía segura, el ilustre autor de la Filosofía fundamental no presenta un cuadro completo de doctrinas, ni es fácil tampoco señalar en sus escritos el verdadero espíritu que los anima. Atraído por la filosofía moderna, Balmes tiende en más de una ocasión a doctrinas racionalistas, en particular a la escuela Leibniciana; pero en otras retroceden hasta un escepticismo teológico, y otras se refugian como en puerto seguro en las doctrinas del Ángel de la escuela.

A partir desde 1848, el movimiento filosófico en España y Portugal comienza a formularse: la influencia de las doctrinas eclécticas causa entre nosotros los mismos efectos que notamos en Francia. El materialismo y el escepticismo renacen, las escuelas socialistas derraman sus errores, Donoso Cortés extrema las consecuencias de la escuela neo-teológica en un libro en que la elocuencia es tan vigorosa como profundo es el error; y por último, hoy en los escritos literarios, políticos y filosóficos, se anuncian ȧ manera de presentimientos las escuelas todas de la moderna filosofía, así la escocesa como la Kantista, la Hegeliana como la positiva, la ecléctica como la neo-teológica y la Krausista, y resuena amenazadora la voz del materialismo.

Este es indudablemente el momento más oportuno para procurar dar dirección a esta vida; porque precisa salir de este tormentoso período en que nos agitamos; urge poblar la inteligencia, fortalecer el corazón, y entrar con paso seguro en la vida y en la ciencia. Este es el momento en que podemos conocer la causa de tanto sobresalto, este es el instante en que podemos comparar el desarrollo del pensamiento germánico con el latino, y llegar a descubrir si la falta de estudios analíticos y el amor desordenado a las concepciones sintéticas que como fuegos fatuos distraen la atención de los pueblos latinos, y que con suma facilidad forja la ardorosa fantasía meridional, son férreos lazos que encadenan el espíritu filosófico en nuestra patria. La hora que suena es ya la de saber si la política y el arte, y la crítica, y la vida histórica son miserable producto del tiempo, y como el tiempo, varios y mudables, o si por el contrario la ciencia puede revelarnos su naturaleza racional y eterna, mandándonos con la santa e imperiosa voz de la verdad, que a la luz de la ciencia, miremos la política, el arte y la vida entera, para que cese la anarquía intelectual que nos gangrena, y podamos encontrar algo de racional en este ser, creado a imagen y semejanza de Dios, principio absoluto e infinito de toda vida y de toda ciencia.– he dicho.

[ F. de Paula Canalejas, Estudios críticos de filosofía, política y literatura, Madrid 1872, páginas 17-48. ]