Emilio Castelar
Segundas cortes de 1872, convocadas por el ministerio radical ❦ Interregno parlamentario
Discurso pronunciado en la reunión republicana, la noche del 18 de setiembre de 1872, en el teatro de Alicante
En este interregno parlamentario pronuncié el discurso que sigue en una reunión de Alicante. Este discurso, objeto de grandes controversias parlamentarias, señala al partido republicano una línea de conducta en mi sentir salvadora para nosotros, y salvadora también para la libertad.
Ciudadanos: Tiene razón mi elocuente amigo, vuestro digno diputado el Sr. Maisonave, al decir que hablo en esta noche cediendo a repetidas instancias de nuestros correligionarios. Y debo confesar que hago un gran sacrificio, que supero una gran repugnancia; porque en crisis tan supremas, cuando los hechos hablan por sí mismos con tanta elocuencia, debemos refugiarnos en el silencio, aguardando a que el falso ídolo, alzado en mal hora y por falta incomprensible de lógica sobre las cimas de una revolución esencialmente democrática, se venga al suelo bajo el peso abrumador de su irremediable impopularidad. (Estrepitosos aplausos.)
Los ruegos de mis amigos eran para mí órdenes, mandatos, y no podía rehuir su cumplimiento. Yo tengo extraordinarios deberes de gratitud con toda esta provincia. Reciente la revolución, pugnó con ardor por investirme de sus poderes para las Cortes Constituyentes, poderes arrancados a mis manos por las pérfidas maniobras electorales, que comenzaban ya a corromper el sufragio universal en su fuente. En las últimas Cortes he tenido la alta honra de representar a la industriosa ciudad de Alcoy, que de nuevo me hubiera confiado para estas Cortes su mandato, a no mediar mis reiteradas renuncias. El distrito de Elche me ha mostrado su confianza dándome en dos mil votos un verdadero triunfo moral, que yo estimo tanto más cuanto que representa la unión de antiguos e importantísisimos correligionarios míos bajo la modesta enseña de mi nombre. Mil veces he dicho y repito ahora que todas estas pruebas de estimación y de cariño, tan satisfactorias en la amarga vida pública, no las atribuyo a mis merecimientos, sino a vuestra seguridad de que jamás abandonaré la nobilísima causa a que he consagrado todas mis fuerzas, la causa de la libertad y del derecho. (Grandes aplausos.)
Siendo tan profundamente democrática hoy, y por democrática tan republicana, esta provincia conserva pura e incólume sus antiguas tradiciones liberales. Y no podía ser otra cosa. Alcoy es una colmena de trabajadores, y el trabajo, ese cincel que pule y perfecciona la tierra, engendra con su fuerza creadora las grandes virtudes públicas y privadas, necesarias para el establecimiento y la consolidación de una verdadera democracia. (Ruidosos y prolongados aplausos.)
Y no quiero hablar de Alicante, de esta ciudad donde las ideas filosóficas del pasado siglo tuvieron ilustres personificaciones; de esta ciudad jamás tomada por las huestes napoleónicas, a pesar de haber dirigido su formidable asedio uno de los primeros generales franceses; de esta ciudad, la última en España que cayera rendida bajo la negra traición de Fernando VII y el infame yugo de los 100.000 soldados de la Santa Alianza, que se llamaban a sí mismos los 100.000 hijos de San Luis; ciudad fidelísima a las instituciones liberales en la reacción realista; fidelísima durante la guerra civil; fidelísima después de 1843, puesto que el Malecón de Alicante es uno de los altares más altos, más cruentos y más sagrados que se alzan para testificar los grandes sacrificios, los grandes holocaustos ofrecidos por nuestros padres en aras de la libertad; gloriosas tradiciones que os comprometen a tener igual entusiasmo por esta sublime fórmula de la república federal, que ha de renovar con la redención del trabajo vuestro patrio suelo, y con la idea del derecho vuestro noble espíritu. (Prolongados aplausos, entusiastas aclamaciones.)
Cuando yo veo extenderse desde Rosas hasta Cádiz y Huelva, por todos estos litorales y costas, las huestes más compactas, más numerosas de la causa republicana, mantenida vigorosamente en Cataluña, que representa nuestro trabajo industrial; en Valencia y Murcia, que representan nuestro trabajo agrícola; en la hermosa Andalucía, que representará eternamente nuestro genio artístico, siento renacer la confianza de que estas riberas, gloriosas madres de la religión y del arte, nidos de tantas inmortales inspiraciones, teatros de tantos héroes, han de tornar a ser, por la belleza de sus luminosas regiones, por la sobriedad de sus vigorosos hijos, el centro de una civilización mucho más humana y mucho más artística que la utilitaria civilización presente. (Bien, bien.)
Y hay un medio para que los pueblos crezcan, para que los pueblos progresen e influyan poderosamente en la dirección de los destinos humanos. Este medio es recoger un elemento, incoercible como el aire, impalpable como la luz, imponderable como el magnetismo, el elemento de una idea humanitaria y progresiva.
Si volvéis los ojos por todas estas riberas, su gloriosa historia os dirá que los pueblos viven por el ideal y que se robustecen por el trabajo en los grandes fines humanos. El Egipto domina cuando revela al Occidente los secretos y los misterios de Oriente; Fenicia, cuando establece las relaciones mercantiles e inventa el alfabeto, que destruye la ciencia de la casta, la ciencia jeroglífica, y fija la movible palabra humana; Grecia, cuando cincela con su escultórico buril nuestra personalidad, y la hermosea y la apercibe a recibir como preciosa ánfora, el licor divino de todas las grandes ideas; Roma, cuando establece la unión de los pueblos y los educa en la disciplina de su derecho; la ciudad de Alejandría y la ciudad de Jerusalén cuando promulgan, aquélla la unidad del hombre, ésta la unidad de Dios; las fértiles regiones de Provenza, cuando convierten la lengua del vulgo en lengua del genio y de las artes; nuestra inmortal Andalucía, cuando da al tiempo monástico, penitente, macerado de la Edad Media, por sus maravillosas escuelas de Córdoba y Sevilla, el filtro compuesto a la luz de aquel sol, en las entrañas de aquella vivificadora tierra, el filtro de las ciencias naturales; las ciudades italianas, cuando educan, inspiradas y artísticas, con sus legiones de arquitectos, de poetas, de escultores, de mosaístas, de pintores, de grandes navegantes, a las democracias trabajadoras, para recibir la visita del espíritu moderno; Aragón, Valencia, Cataluña, que han poseído Córcega, Cerdeña, Sicilia, Nápoles; que han llevado a sueldo Génova y Venecia; que han grabado su nombre en los muros de Constantinopla, en las piedras de Atenas, en las cimas del Eta y del Olimpo, en las puertas misteriosas del Asia, cuando, vivificadas por su amplia libertad y sus robustas instituciones parlamentarias, herederas de la gran política de la casa de Suabia, contrastaron el maléfico influjo de los poderes teocráticos en el Mediodía de Europa; y vosotros, ilustres hijos del hermoso Mediterráneo, que ni en fuerza ni en ingenio desmerecéis de vuestros padres, vosotros estáis llamados a ser, por vuestra clara inteligencia, por vuestro nunca domado heroísmo, los fundadores de los Estados-Unidos de la Europa libre, que han de acabar para siempre con los monstruos abominables del despotismo y de la guerra. (Frenéticos aplausos.)
Y este ideal, formado por tantos rayos de luz, sostenido y aumentado por los holocaustos de tanta heroica sangre; este ideal no puede realizarse, no puede cumplirse en toda su plenitud, en toda su verdad, sino dentro de aquella forma de gobierno que armoniza y funde en una síntesis superior los elementos que parecen más contradictorios, dentro de la república federal. La ventaja de esta forma de gobierno consiste principalmente en que no mira, como suelen las escuelas y los partidos políticos exclusivos, a un lado de la vida, sino a la vida entera, total y plena. La república armoniza la disciplina de la sociedad con la expansión del individuo; la idea de libertad con la idea de autoridad; el movimiento de progreso indispensable a la renovación de la vida con la estabilidad, tan necesaria a los pueblos como el sueño reparador a nuestras fuerzas, la autonomía de las nacionalidades con la federación de los continentes; la ley riquísima de la variedad con la ley de la necesaria humanidad. Por eso la república es el equilibrio de las fuerzas contrarias, la síntesis de los principios antitéticos, el verdadero y único régimen de gravitación social, con procedimientos tan eficaces y tan sencillos como los procedimientos mismos de la naturaleza.
Esta forma tan perfecta de gobierno, que algunos ciegos reaccionarios creen pensamiento de un individuo, doctrina de una escuela, bandera de un partido, es el organismo de las sociedades modernas, dictado por la razón a la ciencia. Nada hay más erróneo que atribuir el advenimiento de las democracias a estrechas combinaciones políticas. Las democracias han advenido a la vida pública por fuerzas tan poderosas como las fuerzas que han trabajado en la formación de nuestro planeta. Buscar el hombre o el partido que ha fundado la democracia moderna es como buscar el arquitecto que ha levantado vuestras montañas, o el geómetra y los compases que han trazado las curvas de vuestras costas. Las democracias modernas han venido por el espíritu evangélico, que les infundió la idea y el sentimiento de la igualdad religiosa; por el espíritu municipal, que las elevó a la noción de su derecho; por las cruzadas, que juntaron en los mismos dolores y en los mismos trabajos al noble y al plebeyo, como para demostrar la identidad fundamental de nuestra vida y esencia; por el Renacimiento, que reconcilió al hombre moderno con la olvidada naturaleza; por la reforma, que reveló la dignidad de la conciencia humana convirtiéndola en el oráculo de la vida; por la filosofía, que recabó la autonomía de la razón y la proclamó criterio único de la ciencia; por los milagros de la industria, que, ensanchando el planeta en virtud de los grandes descubrimientos, ensancharon también este interior océano del espíritu, y que inventando la imprenta, la brújula, el telescopio, la pólvora, unieron en nivelación perfecta todas las inteligencias y todas las fuerzas; por una serie de revoluciones, en fin, que han creado nuestra sociedad, revoluciones tan universales, tan fuertes, tan incontrastables y tan fecundas como las revoluciones geológicas que han formado nuestro planeta. (Ruidosos y prolongados aplausos.)
Pues lo mismo que sucede con las democracias sucede con la república: no la impone ningún individuo, no la trae ningún partido; la imponen, la traen las fuerzas vivas de las sociedades humanas. Y si no, explicadme cómo los herederos de los más altos tronos, cómo los representantes de los más altos poderes, cómo los ilustres progenitores de las monarquías europeas se hallan dispersos y errantes por el mundo. Son, como el Edipo griego, víctimas de los implacables destinos que los griegos llamaban dioses y que nosotros llamamos leyes de las sociedades humanas. La república viene por una conjuración del espíritu y de la naturaleza, o, hablando en lenguaje más religioso, por un decreto de la Providencia de Dios. Los que se llaman sus mayores enemigos la han traído, sin quererlo, sin saberlo, instrumentos de una voluntad superior a la suma de las voluntades individuales, instrumentos de la voluntad social. No fueron republicanos los que en Aranjuez se juntaron para pedir a un monarca absoluto cuentas de un reinado que sólo debía a Dios; no fueron republicanos los que en las Cortes de Cádiz levantaron sobre el dogma teológico de la soberanía de los reyes el dogma revolucionario de la soberanía de los pueblos; no fueron republicanos los soldados que en las Cabezas de San Juan desacataron a su rey y le impusieron una Constitución aborrecida; no fueron republicanos, ni los realistas de las montañas de Cataluña ni los liberales de las playas de Andalucía, que en rebeliones opuestas y por motivos contrarios mostraron igual irreverencia a los principios monárquicos en rebeliones continuas; no fueron republicanos los diputados que mermaron la autoridad real, y que, humildes plebeyos, destinados a presentar humildísimas peticiones al Rey, se erigieron en colegisladores y co-soberanos de la monarquía; nosotros no asistimos a la conjuración que arrancó a la Reina Gobernadora la carta otorgada y le impuso la carta democrática; nosotros no la expulsamos del trono de cien reyes para que el pueblo aprendiera cómo se desploman las monarquías y cómo se depone a los reyes; nosotros no inauguramos la mayor edad de la Reina en un proceso escandaloso, ni dijimos veleidades criminales al ejercicio de sus regias prerrogativas; no levantamos nosotros en contra suya el ejército, ni sostuvimos el combate de Vicálvaro ni somos los autores de proclamas célebres que denunciaban al mundo la deshonra del trono por sus infames camarillas; nosotros no hemos sostenido, desde la malograda insurrección de Julio en Madrid de 1856 hasta la triunfante revolución de Setiembre de 1868, una serie de combates que en Alcolea se coronaron con la destrucción del trono de San Fernando; toda esta lenta y continua educación, por medio de los hechos, que tanto enseñan a los pueblos, ha sido obra de los monárquicos; nosotros sólo somos el resultado de todos estos esfuerzos, el corolario de todos estos teoremas, la consecuencia lógica de todos estos principios, los que venimos a sustituir, como la historia humana es una serie encadenada de sistemas que a la continua se suceden, la monarquía extinta con el régimen salvador de la república. (Frenéticos aplausos. Aclamaciones generales. Gran sensación, que interrumpe por algunos minutos al orador.)
Ciudadanos: es tan cierta la muerte de la monarquía, que lo presente sólo tiene a los ojos de todos el carácter de una interinidad prolongada; y el pensamiento político del momento se reduce a conseguir que el tránsito de un régimen a otro régimen sea todo lo menos doloroso y todo lo más breve posible. He aquí, en verdad, lo que debemos pensar nosotros, los principalmente empeñados por nuestros compromisos en esta trasformación profundísima. Y de ello voy a hablaros. No os extrañe que para nada mencione una institución que se cree hereditaria, y por consecuencia, eterna. (Risas.) Esa institución no entra en mis cálculos por su fragilidad y su insignificancia. (Asentimiento.) Son treinta millones perdidos. (Grandes aplausos.) Nosotros sostuvimos que la democracia triunfaría sobre los reyes de veras, y triunfó; imaginaos qué pensaremos del triunfo de la república sobre los reyes de broma. (Risas y grandes aplausos.) Esa institución es tan inverosímil, que se necesita no contar con ella para nada; porque, aunque ha venido y se ha asentado entre nosotros, parece siempre que está ausente y esperando el día próximo en que esta ausencia sea definitiva y solemne. (Ruidosos aplausos.)
¿Por qué camino iremos más seguramente a la república? Hay dos métodos: el método que llamaremos legal y el método que llamaremos revolucionario. Estos dos métodos traen profundamente dividido y conturbado al partido republicano. Para unos, muy ilustres por sus talentos y por sus servicios, el único método admisible es el método legal. Para otros, muy entusiastas y muy valerosos, el único método admisible es el método revolucionario. Yo creo que los métodos de llegar a la república no pueden idearse a priori como una concepción abstracta. Yo creo que los métodos deben, como táctica contra un enemigo, como procedimiento más breve para llegar a un punto, inspirarse en las circunstancias. Yerran gravemente aquellos que creen que el método legal excluye el método revolucionario; yerran los que creen que el método revolucionario excluye el método legal. Admitir en absoluto, y en todas las ocasiones, y en todos los instantes, sea cualquiera el enemigo, uno de los dos métodos, paréceme, con respeto sea dicho de quienes profesan exclusivamente cada uno de ellos, el error de los errores. Yo estoy seguro de que los partidarios del método legal no condenan en absoluto los procedimientos revolucionarios. Entonces caerían en el error de aquel publicista conservador que llamaba el heroísmo primero la obediencia a los gobiernos, en cuyo caso Washington hubiera sido más heroico si en vez de ponerse al frente de la revolución americana se mete a cobrador de contribuciones inglesas. Yo estoy seguro de que los partidarios del método revolucionario no condenan en absoluto los procedimientos legales. Y si no, ¿por qué, por qué no se van de la prensa?
No puede ni admitirse ni rechazarse a priori cada uno de estos métodos. Pero sí debe decirse muy claro, muy alto, arriesgando todo género de impopularidad, que, en absoluto, el método legal es preferible al método revolucionario. Y debe decirse algo más, debe decirse que en los litigios políticos, así como en los litigios jurídicos, conviene tener derecho y razón, no solamente en la sentencia definitiva, sino en los procedimientos empleados para alcanzar esta sentencia. Y los procedimientos legales, cuando se hallan expeditos, son preferibles siempre a los procedimientos de fuerza. Pero hay más, que debemos decir a los pueblos, nosotros, los que hemos consagrado largos años de nuestra vida al estudio de las cuestiones sociales: a medida que la libertad va siendo mayor, a medida que la palabra hablada y escrita va descargando las conciencias, a medida que el derecho de reunión va destrozando las sociedades secretas, las revoluciones son más difíciles; y allí donde estos grandes derechos existan, y se completen con el sufragio universal sinceramente practicado, las revoluciones serán imposibles. Y hay más, ciudadanos; hay más, que debe proclamarse muy alto, y decirse muy claro. Hay que las revoluciones no vienen cuando quiere un individuo, ni cuando quiere un partido; hay que las revoluciones no vienen, no, en toda estación y todos los días. Se forjan, como el rayo, en el laboratorio del Universo, las revoluciones en el espíritu de la sociedad. Los que creen que van a producir ellos solos una revolución, sustituyen su voluntad arbitraria y su pensamiento individual a la voluntad y al pensamiento de las sociedades humanas. Las revoluciones vienen cuando la prensa y la tribuna callan por fuerza; cuando las reuniones públicas se convierten bajo el látigo del despotismo en reuniones de conjurados; cuando las vías legales se cierran a los votos de los pueblos; cuando los poderes ciegos resisten, con resistencia que pudiera llamarse demente, a la idea y al derecho de las nuevas generaciones. Sólo así viene la revolución. En las épocas de gran temperatura revolucionaria, una chispa basta a producir el incendio. En las épocas que no son de temperatura revolucionaria, el que quiere traer arbitrariamente las revoluciones se parece al físico que quisiera producir una tempestad en la atmósfera con una máquina eléctrica en las manos. (Grandes aplausos.) Por eso un escritor doctrinario llamó a las revoluciones la condensación de los tiempos; y un escritor republicano, la justicia de Dios.
Además, la vida legal es la vida común, y la vida revolucionaria una verdadera excepción. Por eso yo me lamentaré siempre de que el partido republicano abandone la vida legal, y olvide aquellas aptitudes cívicas sin las cuales son las repúblicas imposibles. Y os voy a confiar, republicanos, un gran dolor de mi alma: os voy a decir que las últimas elecciones, en cuyo éxito libraba yo tantas esperanzas, no han correspondido a mis deseos y a mis aspiraciones. Yo bien sé cuánto puede el partido que tiene en sus manos la máquina del Estado; yo bien sé cuánto perturba la voluntad nacional una administración bien montada, un presupuesto crecidísimo; yo bien sé que las malas prácticas electorales han tomado entre nosotros naturaleza de costumbres públicas. Pero seamos francos: ¡cuánto no han contribuido al mal éxito de las elecciones nuestros propios errores y nuestras propias faltas! Los ochenta y cinco republicanos que van a las Cortes prueban cuán sólidamente se ha establecido la creencia republicana en la mayor parte de las grandes ciudades españolas. Bajo este aspecto consuelan y fortalecen. Pero hemos debido llevar, contra toda la fuerza de la administración, ciento veinte o ciento treinta representantes al Congreso, y no los hemos llevado por nuestra culpa, por nuestras propias faltas.
Yo no acuso, yo no condeno a nadie personalmente; condeno y acuso tendencias que, con la mejor buena fe del mundo, pueden ser nocivas a nuestra causa. Unos han proclamado el retraimiento. Y no comprendo hoy esta política, ensayada ya otras veces con funestos resultados. El retraimiento es la renuncia a los medios de propaganda, la abolición del derecho, el olvido de las ideas, que necesitan, como la luz, una fusión diaria y continua; el abandono de esa práctica de los negocios administrativos y políticos, práctica indispensable a la educación de los pueblos; el silencio de la protesta que, sean cualesquiera los amaños del poder, debe dibujarse como una columna de fuego ante los ojos del pueblo. Si contáramos con los dedos los distritos que nos ha hecho perder el retraimiento, veríamos que ha quitado algunos representantes republicanos a las Cámaras.
En otros distritos ha habido un síntoma, en mi sentir, mucho más desconsolador que el retraimiento. En otros distritos los republicanos se han dividido. Resultado de esta división: que mientras nosotros hemos tenido la mayoría absoluta distribuida entre dos candidatos republicanos, nuestros contrarios han tenido la mayoría relativa, y con mayoría relativa han llevado su representante al Congreso. Republicanos: dividíos en buen hora cuando llegue el triunfo; delinead entonces los varios partidos que nacen de las varias fuerzas en la mecánica social; desconoced, si os place, los servicios mayores, los nombres más ilustres, los talentos más luminosos, la palabra que os ha revelado la idea y a los repúblicos que han sostenido contra todo y contra todos vuestra calumniada doctrina; pero dividirse ahora, fraccionarse ahora, en la oposición, en el combate, eso no es más que la demencia, eso es un irremediable suicidio. (Grandes y prolongados aplausos.)
Pero ha habido aún algo más triste que el retraimiento, más triste que las divisiones de nuestros correligionarios, y ha sido que en algunos distritos, ciudadanos, en algunos distritos que no quiero nombrar, porque quiero olvidarlos, teniendo los republicanos mayoría completa, absoluta mayoría, han votado ¡oh mengua! al candidato radical, sí, al candidato que iba a fortalecer la monarquía en el Congreso; y lo han votado cuando este candidato tenía un republicano enfrente. Yo quiero ser justo, yo procuro serlo siempre. Yo comprendo y hasta abono que allí donde el voto de los republicanos pudiera contribuir a la victoria del candidato radical sobre el conservador, hayan votado al candidato radical, no presentándose un candidato republicano enfrente. Pero presentarse un candidato republicano, escribir su programa, tener simpatías naturales en el distrito, y salir derrotado porque los republicanos han dado sus votos públicamente al candidato de los monárquicos, al candidato de la dinastía, eso tiene un nombre, eso se llama traición en todas las lenguas. (Ruidosos y prolongados aplausos.) Sí, eso se llama traición en todas las lenguas. (Dobles salvas de aplausos.)
Los distritos que eso han hecho deben, desde hoy, contarse entre las fuerzas de la monarquía y descontarse de las fuerzas de la república. Los distritos que eso han hecho no pueden, no, explicar semejante debilidad por ninguna excusa atendible; son desertores de nuestras legiones, son soldados de nuestros enemigos. (Aplausos.) Algunos, llamándose republicanos, han tenido la audacia de decir que era más republicano votar al candidato monárquico que votar al candidato republicano. Basta exponer este sofisma para refutarlo. Y otros han dicho más; otros han dicho que votaban al candidato radical con preferencia al republicano, porque el candidato radical era más acaudalado. Y se llamarán representantes del pueblo, representantes del cuarto estado, representantes del oprimido y del desheredado. Los electores que han procedido así representarán sus pasiones o sus intereses de campanario; pero en una lucha entre los monárquicos radicales y los republicanos, como la lucha presente, ningún elector que haya votado por los monárquicos tiene derecho a decir que ha cumplido con sus deberes de republicano. (General asentimiento.)
He insistido sobre este punto para demostrar a los partidarios del retraimiento los peligros que corremos si desacostumbramos a nuestro partido de la vida pública, cuando todavía hay distritos republicanos que comprenden así las prácticas electorales. Lo cierto es que entre el retraimiento, entre las divisiones y entre los que han votado contra las candidaturas republicanas, siendo de antiguo republicanos, se explica, sin contar con los amaños administrativos, la ausencia de los cuarenta diputados que nos faltan para ser en el Congreso los árbitros de la situación. ¿Aprenderá en estas dolorosas experiencias el partido republicano?
Pero hagamos otro género de consideraciones que importan; tratemos de los momentos políticos que han de ser más favorables para la proclamación definitiva de la república. Yo declaro que pertenezco al número de aquellos que tienen impaciencia por ver la república proclamada y triunfante. Pero conozco los obstáculos y sostengo que son necesarias varias condiciones políticas y sociales para el éxito de nuestra causa. Ahora se ensaya, ciudadanos, porque las sociedades se desengañan muy tarde; ahora se ensaya la última conciliación posible, el último pacto posible entre la monarquía y la libertad. ¿Cuál será su éxito? (Profundísima atención.)
Ya vamos para viejos los que en 1854, cuando el partido progresista ensayaba por última vez aliar la libertad con la dinastía, le anunciamos, sacando de las ideas experiencia ajena a los juveniles años, los fatales resultados de su ensayo. Las advertencias de nuestra prensa se perdieron, los discursos de nuestros oradores se estrellaron en sentimientos de lealtad, que no eran comprendidos ni pagados por los empedernidos Borbones. Yo recuerdo haber hablado en aquellos tiempos con la desgraciada señora que a la sazón ocupaba el trono de San Fernando. Ciertamente habrá olvidado en tantos años de prosperidad, de grandeza, palabras sinceras de un joven oscuro, que le anunciaban, con todo el respeto debido a su dignidad, a su posición, a su sexo, las catástrofes lejanas del destronamiento, las largas y siniestras horas del destierro. Yo, que nunca les adulé cuando eran poderosos; yo, que les combatí por convicciones republicanas rudamente; yo, que declaro hoy haber merecido los rigores de sus iras por mi conducta revolucionaria; yo quiero llevar a la desgracia de los reyes tradicionales de España un consuelo, el consuelo de asegurarles que no han caído tanto por sus faltas propias, por sus propios errores, con ser tan grandes, como por la incompatibilidad radical, radicalísima, que existe entre toda verdadera democracia y toda verdadera monarquía. (Grandes aplausos.)
Sí, hay clara, evidente incompatibilidad entre el derecho natural, base de las democracias, y el derecho histórico, cuasi divino, base de las monarquías; entre el ejercicio del poder por el pueblo, ora lo conserve, ora lo delegue, y la vinculación permanente, hereditaria del poder en una sola familia, que debe gozar algún privilegio, ya provenga de la historia, ya provenga de la sociedad; privilegio contrario en absoluto a todos nuestros principios de igualdad y de justicia. (Repetidos aplausos.)
Pero el partido progresista, que representa hoy las clases medias más cercanas al pueblo, se ha empeñado en que monarquía y democracia son compatibles, puesto que la antigua incompatibilidad consistía, más que en la naturaleza de las instituciones monárquicas, en la familia que las personificaba. No me llamaréis optimista si digo que éste es el ensayo último posible de alianza entre la monarquía y la democracia. No me llamaréis pesimista si digo que este ensayo, emprendido por la tenacidad de un repúblico dotado de la entereza y de la resolución que yo reconozco en el actual Presidente del Consejo de Ministros, ha de tener el mismo resultado que los ensayos anteriores, porque a nadie, ni por inteligente ni por fuerte, le es permitido variar antinomias, contradicciones, que radican, no en las móviles opiniones de los hombres, sino en la inmutable naturaleza de las cosas y en el organismo propio de las sociedades humanas. (Grandes muestras de asentimiento.)
Ahora bien; examinemos con calma esta tesis, seguros de que el ensayo último de aliar la monarquía con la democracia ha de ser estéril. ¿En qué momento debemos fijar nosotros la atención para conseguir una victoria definitiva?
Hay dos momentos necesarios que el político de previsión debe pronosticar; el momento en que una parte de las fuerzas, hoy al servicio de esta monarquía, intente apelar a la insurrección; y el momento, no menos lógico en la serie de las ideas, y no menos cercano en la sucesión de los tiempos; el momento de la ruptura completamente radical y definitiva entre la libertad y la monarquía. Esos instantes supremos son nuestros instantes; esos días cercanos son nuestros días; o mejor dicho, los instantes, los días de la república. Para esos instantes, para ese día debemos organizar nuestras fuerzas, activar nuestra propaganda, esclarecer las inteligencias, unir los ánimos, formular clara y distintamente la doctrina, infundirla en la conciencia pública, y llegar de esta suerte con la mayor celeridad posible a una república federal, en que se junten y armonicen el progreso con la estabilidad, y la extensión de los derechos individuales con la solidez de la autoridad y del Gobierno. (Aplausos y aclamaciones.)
Todos dicen, todos proclaman que al término de este ensayo último sólo se columbran dos soluciones: o la restauración, o la república. Convengamos en ello; pero aunque el término de la crisis se acerque, no nos equivoquemos, de nuestra situación depende por completo su resultado. Si nosotros estamos divididos, fraccionados, rotos, nuestros jefes consumidos por el descrédito, nuestras huestes tendidas en los campos de batalla, nuestro partido desorganizado, la restauración es posible, muy posible; mientras que si nosotros estamos fuertes, unidos, compactos, habiendo dado, por una conducta prudentísima, garantías de acierto a todas las clases sociales, que tienen hambre de justicia, la república es inevitable, y con la república, indefectible la redención de las razas que avecinan en Europa el antiguo mar de la cultura humana al mar Mediterráneo. (Redoblados aplausos.)
Para determinar nuestra conducta, pensad que no todo es contrario a nosotros en las instituciones vigentes. Nosotros tenemos algo conquistado que salvar. Nosotros tenemos algo adquirido que defender. Nosotros tenemos algo fundado que consolidar. Nosotros tenemos hoy leyes, derechos, principios escritos, que son nuestros, completamente nuestros, y que constituyen el patrimonio, digámoslo así, de la democracia moderna. Tenemos, en primer lugar, aquellos derechos de los cuales se deriva lo más caro de la vida, los derechos relativos a la inviolabilidad de la conciencia. Por ellos, mediante ellos, debemos fundar en las inspiraciones íntimas de la propia razón, del propio espíritu, la vida religiosa, la vida científica, que son la verdadera vida del alma. Tenemos la libertad completa de formular todos los principios, de definirlos en constante propaganda, de purificarlos por la pública controversia. A esta libertad de la conciencia y de la razón se une la libertad de enseñanza, por cuya virtud los principios nacidos en la conciencia individual pueden elevarse a fe de las venideras generaciones. Por la libertad de conciencia somos dueños de nuestra vida presente, y por la libertad de enseñanza preparamos la vida del porvenir. Desde aquí, desde estas bases fundamentales, se elevan todas las demás libertades; la de imprenta, la de reunión y asociación, que vienen a completar la personalidad humana, la cual, por la inviolabilidad del domicilio, tiene la seguridad de la familia, y por la universalidad del sufragio, la seguridad de intervenir en la política y de llegar a convertir sus ideas en leyes.
Todos estos principios han sido formulados en trabajos titánicos, que acaso no tengan iguales en el mundo si se atiende a las contrariedades que oponía una antigua e inveterada educación social, y todos estos trabajos podrían perderse por imprudencias o por excesos de los mismos que los han formulado en la tribuna, en la cátedra, y los han traído a la vida.
¡Qué cuenta estrechísima tendremos que dar si algún día se pierden estas conquistas, se malogran estos trabajos, y retrocedemos hasta caer en la peor de las servidumbres, en la servidumbre traída por nuestros errores y nuestras faltas!
Acordémonos de los hombres de 1843. Nadie puede negarles una gran sinceridad en sus opiniones y verdadera rectitud en sus móviles. Habían visto desnaturalizada la revolución del 40, y deseaban restaurarla. Habían visto el poder en manos de una camarilla, y deseaban democratizarlo. Habían visto fallidas las esperanzas más caras del pueblo, y deseaban renovarlas. El grande obstáculo estaba en el Regente. Destruido el Regente, reaparecía la libertad, penetraba en el poder la democracia; y destruyeron al Regente, y vino en pos de la derrota del Regente aquella reacción de los once años que nos obligó a maldecir a los mismos hombres a quienes habíamos considerado y querido antes como los patriarcas de la libertad. Cuando la censura oprimía nuestras conciencias, obligadas a profesar en público tal o cual principio; cuando el lápiz del fiscal tachaba audazmente tal o cual artículo; cuando las reuniones públicas se disolvían por la fuerza y el hogar se violaba con descaro; cuando caían los patriotas atravesados por las balas realistas en el Malecón de Alicante, en los campos de la Rioja y de Galicia, nuestro pensamiento esclavo y nuestra conciencia herida se convertían hacia los hombres de 1843 y los declaraban autores primeros de todos aquellos desastres, principales culpados de todas aquellas maldades, y los maldecían al mismo tiempo que a nuestros tiranos y a nuestros verdugos. (Redoblados aplausos.)
Es necesario que no suceda lo mismo al partido republicano. Si le sucediere por su culpa, no podrá contar con la generación que hoy se educa, generación destinada, pese a quien pese, a ser republicana. Nuestra ley de conducta debe contener preceptos breves, sencillos, claros, porque no convienen a las democracias los códigos demasiado largos y confusos. Nuestra ley de conducta debe ser: 1.° Conservar lo adquirido en materia de progresos, libertades y derechos. 2.° Valernos de estos progresos, de estas libertades, de estos derechos, para la sana educación del pueblo; que pueblos no educados convenientemente podrán adquirir, pero no podrán conservar la república. 3.º Ser cautos y no contribuir a maniobras que pudieran traernos a una reacción carlista o a una restauración alfonsina. 4.º Combatir la situación, sí, pero con nuestras armas y en nuestro provecho; derribar la situación, sí, pero cuando sepamos que ha de sustituirla inevitablemente la república. (Grandes aplausos. Prolongada sensación.)
Me dirán: ésa es la política antigua de benevolencia republicana hacia los radicales. Parece imposible que, ora por ignorancia, ora por malicia, se tergiversen los hechos más claros, se confundan las ideas más sencillas y se alcancen de tan prodigiosa manera divisiones funestas de transigentes e intransigentes, cuando entre nosotros nadie quiere transigir; de malévolos y benévolos, cuando nosotros todos aborrecemos la Monarquía igualmente y todos igualmente amamos la federación y la república. La palabra benevolencia se pronunció cuando la coalición de todos los partidos monárquicos era como una fortaleza inexpugnable. Se pronunció para separarlos, se pronunció para distinguirlos, porque aquella distinción de tendencias y aquella oposición de conducta que, después de todo, se hallaba en la naturaleza misma de las cosas y en los intereses y antecedentes de los diversos partidos, debía darnos a nosotros, principales autores del título i de la Constitución, título esencialmente republicano, una fuerza y una influencia preponderantes. Prometí la benevolencia, la prometí con pleno conocimiento de causa, y la cumplí con la lealtad con que yo cumplo todas mis promesas. No tengo para qué ocultar mi conducta, ni tengo para qué arrepentirme de ella.
Estos labios que os hablan pronunciaron la palabra con premeditación completa, y este corazón que aquí late la cumplió con plena lealtad. Yo pido, si hay responsabilidad, yo pido la responsabilidad para mí solo; que uno de los males mayores de nuestro tiempo consiste en rehuir o negar hasta aquellas responsabilidades que se han públicamente contraído. Si mi partido la hubiera condenado, si mi partido la hubiera rechazado, yo la sostuviera; y acatando su voluntad, sin ánimo de contradecirla, me encerrara en absoluto silencio y en el retiro de la vida privada, seguro de que en lo sucesivo modificaría su fallo el curso incontrastable de los sucesos y el juicio definitivo de la historia.
Pero las circunstancias han variado. Los comentaristas del derecho romano sostienen que las rectas interpretaciones requieren el distinguir y apreciar las diferencias de los tiempos. En el momento en que la palabra benevolencia se pronunció, el partido conservador no podía caer, ni el partido radical subir sin nuestro auxilio; ahora el partido conservador cayó por su propio peso, y el partido radical acaba de subir al poder por llamamiento de la corona.
Las circunstancias han variado, repito, y nuestra conducta ha variado también. Para determinarla no debemos curarnos del Gobierno que existe, sino de los principios de justicia inmóviles, perfectos, y de nuestros intereses, de nuestra conveniencia, que podrá ser movible, cambiante, como lo son siempre todos los fines útiles, pero que no puede estar, que no debe estar en oposición abierta con la justicia.
Yo os digo, puesta la mano en el corazón, puestos los ojos en la conciencia, por mi vida pública, ya larga; por mi nombre, generalmente estimado en más de lo que vale; por el Dios de mi razón, cuyo culto no he interrumpido ni un minuto en mi vida, que la conducta más conveniente a las democracias es la conducta más sensata. Sin elevación en las ideas, sin mesura en el carácter, sin templanza en el estilo, sin respeto a las personas, sin amor al derecho, sin convencimiento profundo de que la fuerza es el último, el supremo recurso, sólo deseable cuando todos los demás recursos, todos, se hayan agotado; sin ese respeto a las leyes, que nos lleva a preferir los procedimientos jurídicos, los procedimientos de Suiza y de la América sajona a los procedimientos violentísimos, a los procedimientos de los pueblos sin confianza en la virtud de las ideas, en verdad os digo, en verdad os anuncio que no se establecerá sólidamente la república en lo que resta de siglo, o, si se establece, engendrará la mayor de todas las calamidades que pueden venir sobre los pueblos, la dictadura y el cesarismo. (Ruidosos aplausos.)
Es mala, es pésima nuestra educación republicana. Sabemos la historia de la revolución francesa, la historia de una república que abortó, e ignoramos la historia de la revolución americana, la historia de una república que triunfó. Todos hemos leído en Lamartine, un escritor de educación realista, y ninguno hemos leído a Bancroft, el historiador de la república americana, Guillermo Tell en Suiza, Washington en los Estados-Unidos; he aquí cuanto alcanzamos del rudo trabajo, del inmenso esfuerzo empleado para crear esas dos maravillas de la política moderna, la confederación helvética en el centro de Europa y la confederación sajona en el Norte de América. Unos imitamos a los girondinos, que siendo demócratas aceptaron el poder de la monarquía para concluir por destruirla, y sirvieron al Rey para concluir por decapitarlo. Otros a los jacobinos, que descabezaron a Francia, hasta caer tras aquel vértigo suicida, de insurrección en insurrección, a las plantas del más grande, pero también del más odioso de los déspotas. Pero ¿quién sabe la historia de los peregrinos? ¿Quién se acuerda aquí de ellos? ¿Quién alaba y encomia su piedad, su templanza? Ya se ve, no fueron violentos, no emborronaron cuartillas pidiendo que la mitad del género humano acabe con la otra mitad; conocieron el Evangelio, pero no conocieron el petróleo, que es ahora el ingrediente democrático por excelencia; pésimos republicanos, aquellos fundadores de la gran república en la América del Norte. (Ruidosos aplausos.)
Y es necesario seguirlos desde que conciben la renovación democrática del cristianismo hasta que emigran a Holanda y a Suiza; desde que emigran a Holanda y a Suiza bajo el cetro perseguidor de los Estuardos, hasta que salen en dirección a América, buscando una nueva tierra para su nueva sociedad y un nuevo templo para su nuevo Dios; desde que arriban en la sagrada Flor de Mayo a las playas americanas, hasta que rompen con Inglaterra; desde que rompen con Inglaterra, hasta que fundan la república; desde que fundan la república, hasta que la organizan y la robustecen, para sentir y comprender en esa hermosísima experiencia de dos siglos los esfuerzos y los sacrificios indispensables al establecimiento y a la consolidación de una verdadera democracia. (Bien, bien.)
Nosotros despreciamos todas estas enseñanzas, y creemos más útiles que los libros, que la propaganda, unos cuantos soldados insurrectos. Resultado, resultado tristísimo: que moviéndose todos los hechos, todos los sucesos contemporáneos a favor de la república, lo único que puede impedirla, al menos retardarla, es la ceguera de los republicanos. El que ha consagrado toda su vida a la divulgación de las grandes ideas, si no transige con los antojos demagógicos, traidor. El repúblico que ha puesto al servicio de la república una vida entera, su pluma, su palabra, santón. Los jóvenes que estudian y que comprenden el movimiento de las ideas, sabios ridículos. Los Diputados que acuden al Congreso, descuidando sus intereses por atender a su partido, egoístas. Los individuos de comité, que organizan, que disciplinan, que dirigen, que ilustran, versalleses. Para ser republicanos se necesita teñir la pluma en sangre, invocar el terror, caer en todos los delirios y en todos los excesos de la demagogia; de la demagogia, que toma por vida la fiebre, y que, entregando las sociedades a convulsiones epilépticas, concluye por lanzarlas desde los estremecimientos de la anarquía en brazos de la dictadura. (Ruidosos aplausos.)
Es necesario evitar los dos escollos de las democracias: la demagogia y la dictadura. Por eso yo nunca me cansaré de predicar al pueblo que aproveche estas horas de libertad, quizá pasajeras, quizá fugaces, para instruirse en sus derechos y en sus deberes. Las ideas democráticas llevan en sí mismas la propia justificación. No es posible emancipar al pueblo por medio del privilegio; hay que emanciparlo por medio del derecho. La emancipación del pueblo es la emancipación de todos los ciudadanos. No es posible traer la república para un solo partido; la república es el gobierno de todos para todos, por todos. Como ninguna persona, ninguna fracción puede vincular en sí el gobierno republicano. Por una de esas leyes providenciales, profundamente lógicas, las monarquías van siendo gobiernos de partido, y las repúblicas gobiernos nacionales. Para fundarlas es necesario atraer, y no rechazar; persuadir, y no atemorizar. Es necesario enseñar a los intereses legítimos que en la república obtendrán su verdadera garantía; que la república será su inconmovible áncora. Es necesario decirle a la propiedad y al trabajo que la república significa su reconciliación y su paz definitiva.
Es necesario decirles a las almas religiosas que en la república se acabará el culto oficial, el culto mantenido por el Estado; pero se sostendrá el derecho de cada alma a espaciarse en su fe; el derecho de todas las almas, unidas por los lazos de una misma fe, a refugiarse en sus asociaciones, y a buscar en la oración y en la penitencia bálsamo a dolores humanos tan profundos e intensos que no pueden acabarse sino más allá de la muerte.
Es necesario decirle al pueblo que en la república completará su emancipación social con su emancipación económica, porque la república ha de cerrar para siempre la era de la guerra, y para siempre ha de abrir la era del trabajo. Casualmente la república que sostenemos todos los republicanos españoles nada tiene que ver, absolutamente nada, con las repúblicas gubernamentales, autoritarias; nosotros queremos una república democrática, federal, liberalísima, contraria a la demagogia, es verdad, pero también contraria, radicalmente contraria a la dictadura y al cesarismo. La gloria principal del partido republicano español ha consistido en poner sobre todo, sobre el sufragio universal, sobre la soberanía del pueblo, los derechos inherentes a la personalidad humana, los derechos congénitos a nuestra naturaleza. La dictadura nos ha inspirado siempre horror; no la hemos querido ni para realizar el bien. No la hemos sustentado ni en pro de las democracias, porque pensamos íntimamente que todas las dictaduras degeneran tarde o temprano en cesarismo, y el cesarismo sólo sirve para exaltar a un hombre y para corromper a un pueblo. En esta gran tradición es necesario, indispensable, mantener la república: intransigentes en principios, devotos al ideal, consagrados a encarnarlo en toda su pureza y en toda su verdad sobre la faz de la tierra, en el seno de las sociedades humanas, pero comprendiendo las impurezas de la realidad, los obstáculos de la hora que corre, los desfallecimientos de esta generación, resueltos también a no malograr una victoria cierta, indudable, por violentarla y convertirla en signo de guerra, cuando debe ser signo de reconciliación y de paz. (Aplausos.)
Muchas veces el demócrata más seguro de la verdad de sus doctrinas, más impulsado por el desinterés, pregunta a su conciencia si serán verdaderos los males atribuidos por nuestros enemigos a las democracias; si será cierto que el pueblo llega a ser el más temible, por lo mismo que es el más irresponsable de todos los soberanos: si será cierto que, cambiante y tornadizo como las olas del mar, sumerge hoy sin razón al mismo que ayer elevara sin merecimientos; si será cierto que un enemigo del pueblo en el fondo del alma le seducirá y arrastrará fácilmente por los excesos del lenguaje y por la falsedad de las promesas; si será cierto que nada hay tan fácil como engañar a los pueblos, ni nada tan difícil como dirigirlos; si será cierto que toman el atrevimiento por valor, la garrulería por elocuencia, la destemplanza por razón, y que aman allá en sus instintos incontrastables el brillo de los uniformes mucho más que el brillo de las ideas, el sable mucho más que el derecho, y más que la libertad el cesarismo.
Apartemos de nuestra alma estas ideas. No confundamos al pueblo con los cortesanos del pueblo. Creamos lo que siempre hemos creído, digamos lo que siempre hemos dicho, que el pueblo es como el Océano, tempestuoso, pero, como el Océano, incorruptible. Creamos, sobre todo, que este pueblo español, por generosidad de corazón, por austero idealismo, por sobriedad de vida y pureza de costumbres, por sus tradiciones a un tiempo liberales y democráticas, por su organismo federal en armonía con su constitución geográfica, es uno de los pueblos más aptos para la república que hay en Europa. Persuadámonos de que las faltas, los errores del pueblo, especialmente del pueblo español, provienen de una educación teocrática, monárquica, de tres siglos; y persistamos en querer la república federal, no solamente por ser el derecho, sino también por ser la escuela donde se educan y se fortalecen y se elevan al ideal las naciones que quieren ser libres. Uno de los errores sin duda más grandes de la escuela reaccionaria consiste en atribuir el advenimiento de las democracias a combinaciones artificiosas de la política. No, las democracias han advenido a la vida pública porque les abren el camino los instrumentos de la industria, porque les infunden el sentimiento de su derecho las máximas de la filosofía, porque las impulsan revoluciones geológicas. La dificultad principal de la política moderna estriba en armonizar estas democracias con la libertad, que parecía privilegio de las clases aristocráticas; en armonizar sus tendencias al progreso, a la innovación continua, con la estabilidad que parecía vínculo de los poderes monárquicos. Para esto yo no encuentro en la vida moderna otra fórmula tan conveniente y salvadora como la fórmula de la república federal, que distribuye igualmente la libertad y la autoridad en todo el cuerpo social, como la circulación de la sangre distribuye el calor de la vida en todo el cuerpo humano. Difícil es, dificilísimo, establecer esta forma de gobierno; yo lo confieso muy claro y lo digo muy alto; pero hay algo más difícil, hay algo que raya en lo imposible, y es conservar en España la presente monarquía democrática, ni restaurar la antigua monarquía legítima. Esto es lo verdaderamente difícil, esto es lo imposible.
El sentimiento nacional, entre nosotros tan fuerte, tan vigoroso, que se eleva sobre todos los demás sentimientos, impide que la presente monarquía se fortalezca, se arraigue; y el sentimiento liberal, que caracteriza las generaciones modernas, impide que la antigua monarquía se recobre y se restaure. El aborto continuo de las conjuraciones borbónicas; la imposibilidad en que están los reaccionarios de alzar una guarnición por su monarca sin alzar al mismo tiempo todas las ciudades por la república, afirman en la idea de que no es posible restaurar en España la antigua monarquía. No hay, pues, solución política sino dentro de la república y por la república. Las democracias heleno-latinas exigen esta forma de gobierno, que fue el secreto de su inspiración en Grecia, el secreto de su poder en Roma, el secreto de su gloria en la vida municipal de la Edad Media. Y es necesario apresurarse, porque la república francesa va quedándose aislada en el mundo, y su aislamiento en el mundo sería su ruina. Y su ruina la señal de la inevitable decadencia de las razas latinas. Y el día que las razas latinas decaigan, perderá el mundo, no solamente la libertad de una raza, sino también aquellas grandes obras que han esclarecido la historia y que han esmaltado el planeta. A pesar de sus errores, compensados con grandes merecimientos, la ilustre nación francesa ha tenido en este período histórico la gloria de volver a iniciar el movimiento republicano en Europa; gloria que nosotros pudimos reivindicar en Setiembre, y que dejamos perder bien tristemente. Es necesario, indispensable, que esa república no quede, no, aislada en el mundo. Es necesario, indispensable, que el sincronismo de la historia europea en que han coincidido varias trasformaciones sociales, sobre todo en los pueblos de Occidente, no falte ahora que es más necesario, ahora que se trata de establecer y arraigar la democracia en el suelo feudal de esta vieja Europa.
Los soberanos del Norte se reúnen. Gobiernan centenares de antiguos pueblos; mandan millones de soldados. Los últimos reflejos del derecho divino brillan en sus frentes, muy de ligero rozadas por nuestras revoluciones. ¿Creéis que no habrán tendido los siniestros ojos a Occidente y no habrán visto con horror el progreso de sus entusiastas democracias? Divididos se hallan por odios implacables y por problemas insolubles; no puede cada uno de ellos realizar el pensamiento de su raza y de su tiempo sin herir al otro; las provincias del Báltico levantan entre los dos más poderosos, murallas infranqueables de mutuos recelos; las ideas apocalípticas de la raza slava brillan sobre la frente del que tiene dominios más extensos, y esta idea se vivifica y se robustece en el odio a la raza germánica; las constantes aspiraciones de Bohemia, la agitación que corre por los ruthenos de Hungría, el régimen de Galitzia, la suerte de los Principados Danubianos, la herencia del imperio turco, y hasta el antiguo título de emperador de Alemania, engendran entre todos ellos rivalidades preñadas de innumerables guerras; pero no olvidéis que son los descendientes de los tres verdugos de Polonia; no olvidéis que son los carceleros de Hungría, de Milán y de Venecia; no olvidéis que son las últimas desvanecidas sombras de aquella Santa Alianza, cuya aleve mano trajo a España la infame invasión de 1823; no olvidéis que nos aborrecen de muerte, y que nosotros, tan humildes, tan oscuros, sólo tenemos un medio de fundirles la corona en la frente; de desarraigarles los seculares tronos bajo las plantas; y este medio es lanzar en sus imperios, que también tienen pueblos anhelosos de libertad, que también sienten el vértigo revolucionario, a torrentes nuestras ideas republicanas, nuestras ideas democráticas, el ejemplo de una gran confederación latina, que pueda y deba hacer en la esfera política lo que tantas veces hicimos en la esfera religiosa y en la esfera artística con nuestras grandes inspiraciones; difundir un mismo espíritu por todos los senos de Europa. (Ruidosos aplausos y vivas exclamaciones.)
Mirad que mientras subsista un rey en Europa, subsistirá la guerra y padecerá el trabajo. Un ejemplo elocuentísimo se os ofrece ahora mismo, que debe iluminar vuestra conciencia. Un pueblo libre, demócrata, federal, republicano, el pueblo de los Estados Unidos tenía ofensas que reparar, deudas que exigir, agravios que vengar de la monárquica Inglaterra, cuyos hombres de Estado, impacientes por concluir con el poder de una rivalidad poderosa, y con el ejemplo de una democracia triunfante, inclináronse en la última guerra civil hasta la aristocracia negrera del Sur, le favorecieron en piráticas expediciones, ¡ellos! que se gloriaban de haber abolido la esclavitud en el mundo; y al llegar la época de la gran liquidación de todas estas ofensas, el pueblo republicano ha preferido a los horrores de una guerra justa, los procedimientos de un arbitraje pacífico; a los combates de los ejércitos los litigios de los jurisconsultos; a la victoria guerrera la sentencia jurídica, que ha condenado en alto tribunal a sus poderosos contrarios, dando luminosos ejemplos de justicia y abriendo una nueva época en el derecho internacional humano; mientras que del uno y del otro lado del Rhin dos Césares soberbios se miraban con odio, y por agravios fáciles de satisfacer, por pretextos fútiles más que por razones poderosas, como tenían coronas que ilustrar, cetros que fortalecer, dinastías que afianzar, y no les era dado conseguir todo esto por el trabajo pacífico, que engendra las democracias sólidas, sino por la guerra, por el incendio, por la matanza, que alimentan a las Monarquías soberbias, han inmolado populosas ciudades, han convertido provincias enteras en vastos cementerios, han devorado en las llamas atizadas por el odio obras monumentales del arte y de la ciencia, han esparcido un millón de cadáveres en nuestro suelo empapado de lágrimas, como para demostrar a los más empedernidos y los más ciegos que los reyes no son, como ellos en su lenguaje místico pretenden, los representantes de Dios, sino los perversos genios del mal abortados por el infierno de todos los errores y de todos los crímenes que han afligido a la tierra. (Ruidosos, prolongados, frenéticos aplausos. Vivísimas aclamaciones a la república, al orador, que interrumpen por algunos momentos el discurso.)
Ciudadanos, sí, los reyes significan la edad de la guerra; las democracias deben significar y significarán la edad del trabajo. Es necesario que no nos contentemos con la libertad, con la federación, con la república; es necesario pensar en que fundemos bases sociales, donde, sin atacar a la propiedad individual, antes fortaleciéndola cada día más por reformas civiles, por reformas jurídicas que completen los resultados de la asociación libre en la cual debemos tener segura confianza, lleguemos hasta un estado que a todos honre, con una profesión mucho más noble que el sacerdocio, y la milicia, y la aristocracia: con la profesión del trabajo. (Grandes aplausos.)
Los antiguos cuarteles y blasones, las antiguas marcas y señales aristocráticas deben ceder su puesto a la única nobleza, a la nobleza del trabajo, que moraliza al hombre, que perfecciona la tierra, que continúa la creación con sus fuerzas casi divinas, que reparte el calor y la alegría de la vida, que engendra los milagros de la ciencia y del arte, que eleva en los espacios la tierra cada día más hermoseada, porque, merced al trabajo, se empapa en el inmortal espíritu humano y en sus luminosos pensamientos. (Repetidos aplausos.)
En nuestra doctrina se encierra y se contiene una completa trasformación social. Nosotros hemos trabajado ya bastante por ella, y vamos sintiendo en el cansancio la necesidad de ser reemplazados. La generación que ahora se adelanta a la vida pública es más afortunada ciertamente que nuestra generación. Nosotros no teníamos ni siquiera los instrumentos del trabajo. Nosotros no teníamos esta libertad religiosa que os da derecho a pensar con independencia completa de todo motivo extraño y a decir con claridad entera cuanto habéis pensado; nosotros no teníamos esta libertad de enseñanza, en cuya vida podéis agrupar en torno de las cátedras alzadas donde queráis y a vuestro arbitrio el espíritu del porvenir; nosotros no teníamos esta imprenta que debe abrir con su escalpelo las entrañas de todos los problemas políticos y debe preparar en paz la trasformación de las leyes sociales; nosotros no podíamos reunirnos con la seguridad con que vosotros podéis reuniros, ni hablar con la franqueza con que podéis hablar vosotros; aún llevamos, como los cristianos del Concilio de Nicea, en estas horas de victoria las señales de nuestro antiguo martirio y las huellas del dolor que nos ha costado preparar la conciencia y la sociedad a trasformación tan maravillosa; y si perdéis todas estas conquistas, si las malográis, si no sabéis ni siquiera utilizarlas, tened entendido que os alcanzará el anatema de la justicia eterna, anatema que se prolonga con la inevitable reprobación de toda la historia.
Vosotros tenéis algo más, una fuerza tan grande como las fuerzas de la naturaleza, una luz tan viva como la luz del sol, un elemento tan vivificador como el oxígeno del aire; tenéis algo que no puede la persecución destruir ni los calabozos encerrar, ni los esbirros detener, ni los falsos sacerdotes conjurar, ni las hogueras consumir; tenéis el ideal de este gran siglo, polo inmóvil de todas vuestras inteligencias, y para realizarlo, para cumplirlo, es menester que fundéis los Estados Unidos de Europa, comenzando con la obra redentora de proclamar y establecer la república federal en España. Entonces tendréis la satisfacción mayor a que se puede aspirar en la sociedad, la satisfacción de ser ciudadanos en una gran nación independiente y libre. He dicho. (Frenéticos aplausos, repetidos vivas y aclamaciones al orador, que deja el local en medio de una inmensa ovación.)
[ Discursos políticos de Emilio Castelar, Madrid 1873, páginas 437-469. ]