Filosofía en español 
Filosofía en español


Emilio Castelar

Discursos sobre la proclamación de la república

Segundas cortes de 1872  ❦  Congreso de los diputados, 10 de febrero de 1873

Estos discursos cierran la serie de los esfuerzos hechos desde la tribuna para el triunfo de nuestras aspiraciones. Con ellos ha llegado el orador a ver el triunfo de dos ideas, a las cuales ha consagrado su vida: la idea de la abolición de la esclavitud y la idea del establecimiento de la república. Puede decirse que estos tres discursos vienen a ser como la consecuencia última de todos los precedentes.



El Sr. Castelar: Señores Diputados, no espere la Cámara en ninguna manera un discurso en estos momentos graves y solemnes para mi Patria, que nada más que resoluciones supremas y patrióticas me dictan el corazón y la conciencia. Hablar retóricamente cuando cada minuto que pasa puede decidir, no sólo de la Patria, sino de la suerte de las generaciones venideras, me parecería un crimen tan grande como el de Nerón tañendo la cítara sobre el incendio de la Patria.

Señores Diputados, en mi vida he admirado tanto la elocuencia, la grandeza de la palabra humana, como esta tarde al oír al Sr. Ministro de Estado en uno de los más admirables, en uno de los más bellos discursos que han salido de sus labios. Invocaba mi patriotismo, invocaba mi sensatez, invocaba mi mesura: ya sabe que no necesita invocarla de ninguna manera. Yo soy patriota, yo soy mesurado, yo soy sensato por convicción y por temperamento; lo soy siempre, lo soy mucho más en estas circunstancias supremas, en que una imprudencia, una insensatez de algunos puede hacer que caiga sobre nosotros el cielo de la Patria. Señores Diputados, se necesita en política prescindir de las fórmulas vanas, prescindir de aquellos procedimientos vanos que son buenos para los poderes jurídicos, pero que no son buenos para los poderes políticos. Se necesita ir a las entrañas de las cuestiones, a la realidad de las cosas. Ningún discurso por elocuente, ningún patriotismo por alto, ningún hombre por popular, ni esos Ministros que tantos servicios han prestado a la causa de la libertad, pueden conseguir que lo que es deje de ser, y que la realidad deje de imponerse a todos con su incontrastable imperio. La realidad es, señores Diputados, que aquí sin provocación de nadie, sin desacato de nadie, sin que nadie le haya faltado, sin que le haya faltado el Parlamento, sin que le haya faltado el pueblo, sin que le haya faltado el Gobierno, sin que le haya faltado ninguna autoridad popular, sin que le haya faltado ninguna autoridad política, el Rey, el Rey permanente, el Rey vitalicio, el Rey hereditario, ha anunciado pública y solemnemente a la Nación que él tiene ya formada su resolución; que arroja sobre ese pavimento la Corona de España. (Aplausos.– El Presidente del Consejo de Ministros: No es verdad.)

Permítame mi amigo el Sr. Presidente del Consejo de Ministros; se lo pido en nombre de tanto como he trabajado para que aquí no viniera una solución de fuerza; se lo pido en nombre de aquel silencio que se creía convenido con S. S. y que era un tributo prestado a la libertad y a la Patria; se lo pido en nombre de los servicios que he prestado para que no llegáramos a soluciones de fuerza, sí; óigame S. S., no crea que soy un Diputado de oposición; no crea, no, que soy aquí un retórico o un argumentador; soy un patriota, un español que quiere antes que todo salvar la Patria. Si tenéis razón, yo os la doy; pero dádmela si yo la tengo, y no nos empeñemos en el bizantinismo de resolver esta cuestión por un disentimiento de amor propio. ¡Ah, señores Diputados! ¿Qué somos aquí, desde los que se sientan en los bancos de la minoría moderada hasta los que representan los matices más subidos del partido liberal? ¿Qué somos, sino amantes primero de la Patria, amantes después de la libertad, amantes todos del orden? Y creedme: cuando tan diversas huestes nos amenazan; cuando las provincias del Norte están en guerra; cuando Cataluña ve descender del monte a la llanura tantas tempestades; cuando las conquistas vuestras y las conquistas nuestras; cuando todo lo que somos y todo lo que valemos está amenazado, ¿no hemos de juntarnos todos, amigos y enemigos, partidos distintos, en el sentimiento común de salvar aquí la revolución moderna, de salvar la libertad y de salvar la Nación española?

Yo digo, señores Diputados, yo digo que los periódicos lo han dicho, que el telégrafo lo ha referido, que el Ministerio lo ha contado pública y solemnemente. Podéis doleros; yo doy a la lealtad todos sus derechos: podéis quejaros; yo doy al desengaño desahogo para toda suerte de quejas: yo creo que es justo, que es legítimo vuestro dolor; pero monárquicos, debéis decirlo como los ángeles de la leyenda alemana: no tenéis Rey, estáis huérfanos. La verdad es que un poder de esa grandeza, que un poder de esa fuerza, que un poder de esa inmanencia social, no puede anunciar que se suspende, que se retira, que nos deja, que renuncia a sus derechos, sin que inmediatamente engendre en el ánimo de todas las parcialidades, en el seno de todos los ciudadanos, en la conciencia pública, hasta en las piedras de las calles públicas, un movimiento que es superior a la voluntad de los hombres.

Pues qué, señores Diputados, ¿se puede dejar la Patria, venir a esta tierra de la caballerosidad y del heroísmo, ceñirse aquella corona que llevaron Fernando III y Carlos V, llamarse Jefe de la Nación española, de esta grande, de esta extraordinaria Nación, y luego decir, por motivos que yo respeto, por razones que yo no discuto, decir: pues sabed que no tenéis Jefe, que no tenéis Rey, que no tenéis dinastía, que no tenéis estabilidad en el Gobierno, que no tenéis orden legal, que todo está destruido, porque una genialidad de mi corazón de joven y una ignorancia quizá del pueblo que rijo, me obligan a una renuncia, aunque esta renuncia traiga consigo todas las complicaciones posibles? (El señor Olave: Pido la palabra para defender al Rey.)

¡Ah, señores Diputados! Yo os pregunto lo siguiente: nos pedís veinticuatro horas, os las concedemos; el Rey retira su renuncia, continúa la dinastía, manda, gobierna, rige; ¿creéis que puede ya gobernar, regir, mandar, reinar con autoridad y con prestigio? ¿Qué Gobierno no temerá lo mismo? ¿Qué Gobierno no se encontrará en la misma situación? ¿Qué Gobierno no verá cómo en toda república hay estabilidad superior a la estabilidad de nuestra Monarquía? En las repúblicas no pasa esto: en las repúblicas más exageradas, en las repúblicas más federales, en las repúblicas más libres, hay un Vicepresidente que sustituye al Presidente en el momento mismo que el Presidente se inhabilita; y ni por una hora, ni por un minuto, ni por un segundo se suspende el poder supremo de la Nación, como no se suspende en nuestra vida fisiológica la respiración. Vosotros habéis querido con grande, con extraordinario patriotismo, yo os lo reconozco, habéis querido una dinastía, porque creíais esa dinastía menos sujeta a oscilaciones, menos sujeta a las pasiones de las muchedumbres; habéis querido una dinastía, porque creíais que con esa dinastía estaba completamente fija en la tierra la rueda de la fortuna, y en menos tiempo que hubiera vivido un Presidente de república, ese monarca, sin que nada lo anuncie, sin que nada lo prepare, despidiendo un rayo en cielo sereno, os abandona a vosotros, y vosotros queréis, por cuestión de etiqueta, que se sacrifique la Nación a esa dinastía que se va.

¡Ah señores! ¿En qué tiempos, en qué Nación, por cuestiones de etiqueta parlamentaria; cuándo, cómo, yo me permito preguntárselo a mi elocuentísimo amigo el Sr. Ministro de Estado, que es una de las glorias de la tribuna española; yo se lo pregunto a él, que conoce tan profundamente la historia parlamentaria, cuándo, en qué Nación a las cuestiones de etiqueta, a las cuestiones de procedimiento se ha sacrificado la salud de la Patria? ¿Os parece que hubieran procedido bien nuestros predecesores de 1808, cuando después de haberse ido el Rey Fernando VII dejando huérfana la Nación, ellos trasformaron completa y absolutamente la Monarquía, la quitaron las prerrogativas y los privilegios, y la trasformaron de Monarquía absoluta en Monarquía democrática; os parece que debieron detenerse ante la consideración de que el Rey estaba ausente, de que el Rey nos dejaba? Pues qué, ¿algún político se ha detenido ante esas consideraciones? No se han respetado ni siquiera los tratados internacionales.

Veía el Príncipe de Bismark aglomerarse la cólera de Francia; tenía una línea trazada a sus ambiciones por el tratado de paz celebrado después de la batalla de Sadowa, que se llamaba la línea del Mein; no podía traspasarla, y sin embargo la traspasó, para formar aquella gran unidad militar que fue la salvación de la Alemania. Pues qué, ¿puede extrañarse el Rey que confió, y no en vano, a la lealtad del Sr. Ruiz Zorrilla la persona de su hijo; puede extrañarse, y lo repito, el Rey que confió, y no en vano, a la lealtad del Sr. Ruiz Zorrilla la persona de su hijo, que nosotros nos apresuremos a salvarnos sin guardar fórmulas, cuando él tenía un tratado internacional con Francia, firmado por su propia mano y por la mano de sus Ministros, revisado en el Parlamento; tratado que invocaba el Gobierno francés en los momentos mismos en que aquella Francia, que casi había hecho a Italia, se encontraba en el fondo del abismo, y sin embargo, ese tratado no impidió el que las tropas de Víctor Manuel pasaran el Tíber, entraran en Roma, destruyeran el poder más antiguo de la historia moderna, y proclamaran la Monarquía constitucional, todo por la salud de Italia y por la salvación de la Patria?

¡Ah! No puede saber el Sr. Ruiz Zorrilla, a quien yo tanto quiero por los servicios prestados a la libertad; no puede saber esa mayoría el dolor con que yo he oído eso de mayoría monárquica y minoría republicana. Pues qué, ¿por ventura es esto una Academia? ¿Vamos por cuestiones abstractas de forma de gobierno a sacrificar lo esencial, que es la libertad y la Patria? ¿Pues no he oído yo en vosotros, no he oído yo en vuestros elocuentísimos discursos, que es indiferente la forma de gobierno? ¿No me habéis dicho siempre que lo esencial, lo sustancial era la libertad y la democracia? Y cuando nosotros no hemos derribado la Monarquía; cuando en cierta medida y hasta cierto punto os hemos ayudado en este último ensayo de alianza entre la Monarquía y la libertad; si la Monarquía se va, vosotros, como retóricos y bizantinos, vais a sacrificar la libertad en aras de una Monarquía fugitiva. ¡Ah! Si a todos inspirara ese Gobierno la confianza que a mí me inspira; si en las muchedumbres hubiese la evidencia que en mí hay; si todos conocieran su historia y sus compromisos por la libertad como yo los conozco, no tendría miedo alguno; pero no podéis hacer, no, a vuestra imagen y semejanza las Naciones; no podéis evitar que haya incertidumbre en Madrid, que haya incertidumbre en las grandes capitales, alteración en todas partes, zozobra, zozobra que puede conducirnos a una horrible catástrofe.

Yo os pido, yo os ruego, no como Diputado de la minoría; como español yo os pido, yo os ruego que evitéis esta catástrofe con una solución próxima, ya que si pudierais salvar al Rey, no podríais salvar su autoridad y su prestigio.

Señores, ¿cómo he de creer yo que fundemos aquí un Gobierno de partido? Yo lo he dicho siempre a mi partido; yo se lo repito ahora. ¿Queréis que la democracia sea, que su forma de gobierno, la república, sea el patrimonio de un partido? Es como querer que sea patrimonio de un partido el aire de la atmósfera y la luz de las estrellas. No: la república es para todos; la república es por todos; la república es de todos; la república, quedando la Nación huérfana, es la Nación misma, que recoge su soberanía sobre todos sus hijos, como madre amorosa que es de todos nosotros.

Conservadores, yo os lo pido en nombre de la Patria; mirad el ejemplo de una Nación vecina, y ensayemos si al fin y al cabo esta Nación española ha salido de las manos de tutores. Conservadores de la revolución, a quienes no veo en este sitio, donde acaso tendríais más que esperar que en otros sitios, en los cuales tenéis siempre fijos los ojos: yo os digo, conservadores de la revolución: si es cierto que estáis comprometidos con la revolución, lo esencial aquí es salvar las conquistas revolucionarias.

Y vosotros, vosotros los que habéis escrito el título primero de la Constitución; los que habéis proclamado los derechos naturales; los que habéis traído el sufragio universal; los que habéis separado casi la Iglesia y el Estado; los que habéis condenado las quintas y queréis el armamento nacional; los que os llamáis demócratas, ¿qué resolución tenéis que tomar cuando no hay ningún Rey en torno vuestro, como no sea el antiguo Rey que ha escupido esta tierra como el mar escupe los cadáveres? No tenéis ningún paso que dar; no tenéis ningún sacrificio que hacer; no tenéis ninguna honra que renunciar. Vosotros habéis cumplido con vuestro deber; ellos se han ido: vosotros no podéis poneros de rodillas, siendo hoy la Cámara, para detenerle, porque la Nación no se pone de rodillas ante nadie; que por el art. 32 de la Constitución vigente, el poder reside, y todos los poderes reunidos residen esencialmente en la Nación soberana.

Por eso quiero y suscribo la proposición para que estemos en sesión permanente. ¿No son veinticuatro horas las que nos pedís? ¿No pide eso el Rey, por boca del Sr. Presidente del Consejo? Pues nosotros no desconocemos el Poder ejecutivo; no desconocemos el Rey que se ha desconocido a sí mismo: no desconocemos nada, absolutamente nada. Lo que queremos es ejercer aquí, porque somos depositarios de una gran parte de la soberanía nacional, es ejercer aquí un poder que no se ha negado ni aún en las antiguas Monarquías a las Cortes; un poder de vigilancia; que no dejemos de estar aquí vigilando. ¿En qué se opone esto al Poder ejecutivo y a la Monarquía fugitiva?

¡Ah, señores! volved sobre vosotros; no hagáis esta cuestión de mayoría ni de minoría, de Gobierno ni de oposición: hacedla cuestión de previsión y patriotismo. ¡Ah! esta Cámara, para la cual parece haberse abierto el templo de la historia, rotas a sus plantas todas las cadenas, abiertos a sus ideas todos los horizontes, fugitivos aquellos que conspiraban permanentemente contra su derecho y contra su soberanía; esta Cámara puede salvar a la Nación española. Si lo hace, será más grande que las Cortes de Cádiz; y si no lo hace, merecerá la eterna reprobación de la justicia divina y la eterna maldición de la historia.

El Sr. Presidente: Tiene la palabra para rectificar el Sr. Castelar.

El Sr. Castelar: Señores Diputados, el Congreso comprenderá la dificilísima situación en que el señor Presidente del Consejo de Ministros nos coloca, cuando nos dice que nosotros somos capaces de aconsejarle cosa alguna que ataque su honra.

Señores, tengo que decir dos cosas: primera, que la proposición presentada no implica un fondo de desconfianza al Gobierno; que la proposición presentada implica sólo una cuestión de precaución: El Gobierno cree que nosotros desconfiamos de él al querer la sesión permanente, cuando nosotros la queremos solamente para dar fuerza en estas circunstancias supremas al Gobierno; el Gobierno se extraña que desconfiemos de él, según dice, y no comprende que al oponerse a la sesión permanente, el Gobierno desconfía de nosotros.

Pero ha dicho también el Sr. Presidente del Consejo de Ministros que nosotros queríamos invalidar una nueva resolución del Rey. Señores, ¡qué idea de la gravedad y de la formalidad del Monarca! El Rey no puede volver ya; no tiene autoridad moral ya para volver sobre su resolución; por consiguiente, nosotros no tenemos para qué preocuparnos de eso, fiados en la formalidad y en la firmeza del Rey.

Por lo demás, no se puede sacrificar a una cuestión que se cree de honra personal la salud de la Patria, y aquí no hay más honra que la honra de la Patria.

El Sr. Castelar: Señores Diputados, ignoro si lo exhausto de mi voz y lo flaco de mis fuerzas me permitirán usar de la palabra como debo, en estas circunstancias solemnes, en estas circunstancias críticas, en estas circunstancias extraordinarias en que la Nación española pasa de uno a otro hemisferio de la política.

Señores Diputados, las patrióticas frases que aquí se acaban de oír; las declaraciones que han resonado en este templo de las leyes y que pronto resonarán en toda Europa y en todo el mundo, me dan esperanza, me dan seguridad de que una vez más, como en 1808, todos los españoles olvidarán sus diferencias para acordarse sólo de la salvación de la Patria.

Sí, señores Diputados; los escrúpulos del Sr. Salaverría son legítimos; los escrúpulos del Sr. Ulloa son legítimos y han sido expresados con una propiedad de lenguaje y una mesura de carácter, que nunca les agradecerá bastante la Cámara y que recogerá en su día con aplauso la historia. Pero yo debo decir que todo estaba previsto en la Constitución, todo previsto, menos que una dinastía entera hiciese renuncia de la Corona. Estaba prevista la abdicación del Monarca en su sucesor; una Constitución monárquica no había podido prever, no había previsto la renuncia de toda la dinastía. Cuando las circunstancias son supremas, cuando son extraordinarias, cuando es necesario que la autoridad no se interrumpa ni por un momento, es preciso atenernos a las fórmulas legales en todo cuanto sea posible, reconociendo el poder de esta Cámara, y prescindiendo de las fórmulas legales en aquello que no ha sido previsto por la Constitución.

¡Ah! siempre, en todo tiempo, cuando la Patria ha peligrado, lo mismo en la guerra de la Independencia que en la guerra civil, no ha habido más que una voz: las Cortes, las Cortes, las Cortes; las Cortes para salvar la Monarquía; las Cortes para salvar la libertad; las Cortes para salvar el orden. Pues bien; que las Cortes salven ahora la honra, la independencia, la integridad de la Patria. (Aplausos.– El Sr. Ministro de Estado pide la palabra.)

Señores, no tengo más que una cosa que decir: yo soy aquel que se opuso a las abstenciones; yo soy aquel que declaró que el gran problema es aliar el orden con la libertad; yo soy aquel que ha luchado a brazo partido con todas las impaciencias y con todas las demagogias; yo os prometo por mi honor, por mi conciencia, que mientras me quede vida, que mientras me quede palabra, haré toda clase de sacrificios por la honra de la Nación, por la integridad de todos sus territorios, por el orden social y por la unión de todos los españoles. (Grandes aplausos.)

El Sr. Castelar: Dos palabras, porque lo supremo de las circunstancias y lo decisivo de la hora no me permiten decir más.

Señores Diputados, aquí el partido republicano no reivindica la gloria que sería para él de haber destruido la Monarquía; no os echéis vosotros tampoco en cara la responsabilidad de este momento supremo. No; nadie ha destruido la Monarquía en España: nadie la ha matado. Yo, que tanto he contribuido a que este momento viniera, yo debo decir que no siento en mi conciencia, no, el mérito de haber concluido con la Monarquía; la Monarquía ha muerto por una descomposición interior; la Monarquía ha muerto sin que nadie, absolutamente nadie, haya contribuido a ello más que la providencia de Dios.

Señores, con Fernando VII murió la Monarquía tradicional; con la fuga de Doña Isabel II la Monarquía parlamentaria; con la renuncia de D. Amadeo de Saboya la Monarquía democrática: nadie ha acabado con ella; ha muerto por sí misma. Nadie trae la república; la traen todas las circunstancias; la trae una conjuración de la sociedad, de la naturaleza y de la historia. Señores, saludémosla como el sol que se levanta por su propia fuerza en el cielo de nuestra Patria. (Grandes aplausos.)


[ Discursos políticos de Emilio Castelar, Madrid 1873, páginas 495-506. ]