Filosofía en español 
Filosofía en español


IV

La guerra de África y algunas cosas más.– 1859 a 1862.–Reuniones en casa de Molins.– Las minorías de las Cortes del 60.– Los neocatólicos.– Comediantes y toreros.– El Año 61, periódico.

«¡Guerra, guerra al audaz africano!
¡Guerra, guerra al feroz marroquí!
Que de España el honor ha ultrajado,
¡Guerra, guerra! o vencer o morir.»

Con menos filosofía, sin tanta profundidad en el derecho público, con un ejército reducidísimo y con un presupuesto enano, al lado de los gigantes de hoy, en los días que precedieron y siguieron a la declaración de la guerra de África, la Prensa, el vulgo, el pueblo, los altos y los bajos parecían inspirarse en ciertas palabras que después escribió Pedro Antonio Alarcón, cuando decía:

«Vivamos la gran vida nacional, confundámonos en un mismo amor, en una misma voluntad, en un mismo ser.»

La explosión de entusiasmo en el país fue extraordinaria y práctica, porque no se limitó a cantar el himno, cuya melodía todavía suena gratamente en los oídos de los viejos, sino que produjo Cuerpos de voluntarios como los de los catalanes y los vascos, cuyas hazañas recuerdan la expedición a Oriente.

Las manifestaciones en Madrid fueron muchas y solemnes; pero la de los estudiantes fue curiosísima.

Era Rector de la Universidad D. Tomás Corral y Oña, y a él se dirigió una Comisión de estudiantes –entonces los escolares estaban tan atrasados, que antes de salir en manifestación contaban con el Rector– para rogarle que les permitiera sacar el pendón de Cisneros, que todavía creo debe custodiarse en la Universidad.

Se nombraron varios individuos representando cada una de las facultades, bajo la presidencia de un Sr. Serrano, Presidente de Audiencia que ha sido después; y unidos todos, se organizaron manifestaciones en las que se cantaba a grito pelado el himno, una de cuyas estrofas sirve de lema a este artículo.

Entre aquellos chicos que gritaban detrás del coche que llevaba el pendón de Cisneros, iban Celestino Olózaga, Alberto Aguilera, Paco Silvela, Joaquín Puigcerver, Cruz Ochoa –que entonces era guardia civil y estudiaba Derecho,– Álvarez Guerra –que estaba mucho menos gordo que hoy,– Ramón Nocedal, Manuel Eguilior, Mariano Vallejo –que por aquellos tiempos y sabiendo que habían hecho un busto de Cisneros y que no encontraba comprador, circuló por las aulas un papelito que decía:

«Cisneros, el gran Cisneros,
el conquistador de Orán,
el que ciñó sayo y sable
y dio una Universidad,
hace saber que cansado
de estar como el pobre está,
desea que se le compre.
Los estudiantes lo harán.»

Muchos más podría citar entre los vivos, incluso a mí; pero yo no me cito ni me citaré nunca en estos trabajos, porque no pueda aplicárseme lo que a cierto coleccionador de recuerdos, que solía hablar tanto de sí mismo, que le venía bien aquella frase célebre que dice: «Fulano es tan vanidoso, que en toda boda querría ser la novia y en todo entierro el muerto.»

Madrid no presentaba entonces el aspecto de hoy; circulaban muchos menos carruajes; la vía pública era más de los peatones, y marchábamos procesionalmente, y se asomaban los muchachos al balcón; y cuando alguno no aplaudía, y le conocíamos por su nombre, se le gritaba: «Fulanito, ¡marroquí!»

Esto de marroquí era el colmo del insulto en aquellos momentos.

Y pasados los días de manifestación, que no se repitieron hasta la llegada de las tropas después de la paz, continuamos asistiendo a clase, porque los estudiantes de entonces no eran un peligro para el orden público; todavía éramos románticos y teníamos gran confianza en los Poderes.

O’Donnell, Ros de Olano, Prim, Zabala, Echagüe, García Turón, Gasset, Don Segundo Herrera, General de Marina; Quesada, el entonces brigadier D. Tomás Cervino, D. Diego de los Ríos, D. Carlos Latorre, comandante en jefe de los tercios vascongados; D. José Orozco de Zúñiga, el general de Marina D. José María Bustillo y algunos otros que sentiré haber olvidado y que cumplieron con su deber heroicamente, ni una sola vez, ni en un solo momento dejaron de ser aclamados por el pueblo, ni en ningún caso fueron criticados por la Prensa. El país, indudablemente más atrasado que hoy, no comprendía que se pudiera criticar a sus caudillos, y cada acción, cada noticia, suspendía toda otra atención, y sólo se pensaba, en el honor nacional.

Cuando se recibió en Madrid la noticia de la batalla de los Castillejos, la explosión de júbilo y de entusiasmo por el general Prim no reconoció límites.

El hecho de los Castillejos fue de lo más grandioso que tiene nuestra historia.

Acosado por el número, el regimiento de Córdoba comenzaba a ceder y las posiciones conquistadas con tanto esfuerzo iban a perderse, y con ellas parte del material del Ejército.

En aquel momento, Prim tomó de manos del abanderado del regimiento de Córdoba la bandera española, la tremoló, dirigió su caballo hacia el fuego enemigo, y volviendo la cabeza a las tropas que tenía detrás, gritó:

«¡Soldados! ¡Vosotros podéis abandonar esas mochilas, porque son vuestras, pero no podéis abandonar esta bandera, porque es la de la patria! Yo voy a meterme con ella en las filas enemigas… ¿Permitiréis que el estandarte de España caiga en poder de los moros! ¿Dejaréis morir solo a vuestro General?»

Decía un escritor que ya ha muerto, que cuando se tuvo conocimiento en España del hecho y de las palabras del general Prim, se le puso al país carne de gallina.

Si yo pretendiera hacer historia, se me presentaba ocasión de hablar del Serrallo, o del boquete de Anghera, de Sierra Negrón, del fuerte Martín, de Cabo Negro, del río Azmir, del campamento de Guad-el-Jelú y principalmente del 4 de Febrero de 1860, en que los Cuerpos de Ejército de los generales Prim y Ros de Olano tomaron a Tetuán; pero como sólo pretendo recordar, desde esta portería del Observatorio, algo de lo que he visto, me limitaré a decir, por lo que a la batalla de Tetuán se refiere, que aquel día el general O’Donnell se batió como cualquier soldado, y que precisamente en los mismos momentos de la batalla se oyeron voces entre el Ejército, que decían: «¡Viva el Duque de Tetuán!» El sufragio universal adjudicaba al general O’Donnell el título que más tarde le fue otorgado por la Reina.

En aquella batalla, cuya línea pasaba de legua y media, los voluntarios catalanes, capitaneados por el general Prim, realizaron hazañas verdaderamente extraordinarias, y el Conde de Reus afirmó, una vez más, su valor legendario.

Y mientras el Ejercito se batía, el país aplaudiendo no hacía politiquilla, y se devoraban las noticias; entonces no acompañaban al Ejército la cantidad de corresponsales que lo han acompañado en las últimas guerras.

El día 7 de Febrero de 1860 se recibió en Madrid la noticia de la toma de Tetuán, por el conducto que entonces se recibían las noticias, por una Gaceta extraordinaria que se vendió a las seis de la mañana. Cohetes, volteo de campanas, alguno que otro tiro suelto en señal de júbilo –júbilo que produjo un bando del entonces Gobernador de Madrid, Marqués de la Vega de Armijo, prohibiendo los disparos,– grupos que recorrían la población en todas direcciones, y uno más numeroso que se dirigió a Palacio, capitaneado por Pirala y Núñez; fueron ruidosas manifestaciones que demostraron el entusiasmo popular.

Entonces no entraban en los Ministerios las gentes con la facilidad de hoy, y enterado D. José Posada Herrera, el ex joven de Llanes, de que en el Ministerio de la Gobernación, en los patios y en las escaleras había gran número de ciudadanos, mandó abrir su despacho, y entraron en el del Ministro cuantos quisieron, leyendo por sí mismos los telegramas. El Principal, como se llamaba entonces el Ministerio de la Gobernación, fue aquel día visitado por todo Madrid.

Mientras estas escenas ocurrían en la Puerta del Sol, el grupo que capitaneaban Pirala y Núñez, llegó a Palacio, donde fue recibido por D. Atanasio Oñate, después Conde de Sepúlveda, y uno de los más fieles servidores de la Casa de Borbón, quien manifestó a los congregados que la Reina saldría a las doce al balcón a saludar al pueblo. Y con efecto; al medio día hervían de gente los alrededores de Palacio, saludando a los Reyes; y en un grupo más compacto que había frente al balcón principal, un ciudadano a quien me parece que estoy viendo, porque trepó sobre mis hombros, reclamó el silencio y a grito pelado dirigió a la Reina un discurso, que principiaba así: «Reina y Señora: Hoy recibe este vuestro humilde súbdito el más alto galardón de su vida al dirigirse a V. M. y… &c.» El orador, que se llamaba Rodríguez Muñoz y de quien no he vuelto a saber, recibió la ovación más inmensa que ha recibido ningún artista de la palabra desde Demóstenes a Castelar. Todos los Diputados que estaban en Madrid fueron a Palacio a las siete de la tarde; se iluminaron las casas; corría de boca en boca un telegrama que había mandado la Emperatriz Eugenia, sintiéndose española; Mariano Fernández, el actor popular, improvisó en el teatro una copla que decía:

«A Tetuán llegó corriendo
el hermano de Muley,
para decirle a su hermano:
hermano, aprieta a correr.»

El público aplaudió hasta estropearse las manos, y dio vivas hasta enronquecerse; los periódicos se publicaban con orlas, se abrazaban en las calles las gentes que no se conocían, y el Marqués de Molins reunía en su casa a los más preclaros literatos de aquel tiempo, y Antonio Arnao, Tomás Rubí, Ventura de la Vega, Hartzenbusch, Manuel del Palacio, Correa, Luis Rivera y algunos otros hicieron sonetos y otras composiciones alusivas al día. No había opiniones políticas; Luis Rivera, conocido por sus ideas avanzadas, decía:

«Júbilo inmenso la nación entera
siente por la campaña.
Hermanos, saludad esa bandera.
Hermanos, ¡viva España!»

Estas reuniones literarias del Marqués de Molins, siquiera esto nada tenga que ver con la guerra de África, me obligan a recordar aquí aquellas otras que todos los días 24 de Diciembre se celebraban en casa del literato prócer, y en las que, dirigidos por los más ilustres escritores, hacían un periódico anual, que se titulaba El Belén.

¡Cuántos belenes he presenciado desde entonces!

Y volvamos a la toma de Tetuán.

Cerró el período de las manifestaciones públicas la salida de la Reina, de toda gala, al antiguo templo de Atocha; el fausto de la comitiva, los coches de la corona y el de concha, los timbaleros, los servidores empolvados, los gentiles hombres de casa y boca y los mayordomos de semana, luciendo la escuálida pantorrilla –entonces no se vendían de algodón,– los alabarderos con su capa blanca, las damas de la Reina peinadas con bandeaux y dentro de sus miriñaques; la Marcha Real entonada por veinte músicas a la vez; el estampido del cañón, los gritos de júbilo, los grupos que cantaban el himno, las voces que salían del pueblo, gritando ¡A Tánger! ¡A Tánger!, y todas las clases sociales mezcladas en la calle; los hombres sonrientes y bravucones, y las mujeres con esa mirada aterciopelada que parece una caricia, constituían un espectáculo de patriotismo y de júbilo, de unión sincera de todo un pueblo, que seguramente no volveremos a presenciar por ahora.

El 7 de Febrero de 1860 constituye uno de aquellos recuerdos que pueden servir de consuelo, aunque retrospectivo, a la generación actual.

Para no hacer este artículo interminable, diré que algún tiempo después, cuando salieron del campamento, que se formó en los alrededores de Madrid, las tropas que habían regresado de África, y entraron por la calle de Alcalá al mando de O’Donnell, Prim y de los demás generales, se repitió la ovación de un modo indescriptible, y la multitud, que rodeaba a los caudillos, dio brillante prueba de entusiasmo y patriotismo.

Al llegar Prim a la altura del café Suizo, varios socios del Casino y muchos concurrentes del café se le acercaron y le ofrecieron una ponchera, para que brindase. Prim se afirmó en los estribos, dijo cuatro palabras; la multitud guardó un silencio tan religioso, que sólo se oía su discurso, coreado por el golpeteo de los corazones que palpitaban.

El 25 de Mayo de 1860 se abrieron las Cortes, volvió a hablarse de política; la minoría moderada, de que formaban parte Castro, González Brabo, Belda, Valero y Soto, Orovio y otros, comenzó a hostilizar a la Unión Liberal; los progresistas, Olózaga, Calvo Asensio y Sagasta, por su parte, comenzaron también la campaña contra los unionistas. Por entonces, La Esperanza sostenía la causa de D. Carlos; El Pensamiento Español fundaba la escuela de neocatolicismo, que Aparisi defendía en el Congreso: Carlos Navarro, que durante la guerra de África estuvo al frente de la imprenta volante de campana, imprenta que por cierto hizo en Tetuán un periódico que se llamaba El Eco de Tetuán, firmaba artículos en La Época y hacía la «Crónica parlamentaria»; Catalina y Campoamor escribían en El Horizonte; actuaban en los teatros la Matilde y la Teodora, Romea, los Arjonas, Mariano Fernández, Osorio y otros; picaban en los toros Charpa, Calderón y Pinto; estoqueaban Cúchares, Pepete y el Tato; D. Pepito era un personaje célebre en Madrid; Pablito Iradier cantaba jotas entre amigos; Inza derrochaba ingenio alrededor de las mesas del Suizo; Mayer, el mozo de la repostería, solía prestar algunas pesetas a los señoritos a la moda; se preparaba la fundación de un periódico literario, que había de llamarse El Año 61, en el que escribirían Chico de Guzmán, Liniers, Silvela, Cavanilles, Alberto Aguilera, Javier Palacio, Pinel, Sellés y algún otro; se echaban las raíces de la Asociación Científica, que presidían Echegaray y Moret, y de que formaron parte los estudiantes de aquel tiempo; allí se discutió lo divino y lo humano; León y Castillo daba por primera vez idea de lo potente de su voz; el marqués de la Florida hacía escarceos filosóficos, y Paco Silvela demostraba ya que había de ser un gran orador. Nos reuníamos (yo iba también como portero) en un local, en el callejón de la Tahona de las Descalzas, y con estas distracciones y asistir algunas veces al círculo filosófico que presidía Salmerón, y que estaba en los pisos terceros de la casa en donde hoy está la Cervecería Inglesa, que entonces ocupaba un sastre que se llamaba Muñoz y Moreno; con cultivar la amistad de una celebérrima Doña Amparo, y con oír a Figuerola explicar Derecho político comparado, nos colamos –como diría Marcos Zapata– en los años 62 a 65, que también tienen algo que puede excitar la curiosidad de los jóvenes de hoy.


(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 33-46.)