VI
Los tiempos de D. José Salamanca.
Protesto, antes de empezar este artículo, de alguna indicación que ha llegado a mi noticia, por la cual se me supone con pretensiones de historiador.
Yo no soy ni he sido más que un modestísimo portero, y por desgracia, viejo periodista, que escribe sin aspiraciones de ningún género, porque ni puede ni debe tenerlas, y estas crónicas no son ni más ni menos que ligerísimos apuntes, que sólo prueban que tengo voluntad y memoria. Lo que hay es que en treinta y cinco años de labor periodística casi diaria tengo, entre otras manías, la de las cuartillas, y me sucede lo que a cierto Almirante inglés, a quien después de sesenta años de navegar, le dijeron que para dónde quería el retiro, y lo pidió a bordo del navío regente.
Además, tengo muy presente una de aquellas fábulas que hacíamos en nuestras mocedades, y que decía así:
Murióse un boticario
por querer arreglar el calendario:
no salgas de tu oficio,
que te traerá muchísimo perjuicio.
Y la prueba de que mi trabajo no tiene, ni aun el orden correlativo que puede exigirse a unos apuntes históricos, es que, habiendo quedado en mi anterior Crónica en el año de 1864, y sin renunciar en la próxima a continuar hablando de los años siguientes, interrumpo hoy el orden para ocuparme en D. José Salamanca, como he de interrumpirlo también, andando el tiempo, al hacer otras Crónicas dedicadas al recuerdo de la Condesa de Montijo, María Buschental y el Liceo Piquer.
D. José Salamanca representa en España papel tan importante en nuestro progreso y adelantamiento, que podría muy bien hablarse de una época que se llamase así: «Los tiempos de D. José Salamanca.»
Alto, con fisonomía viva e inteligente, completamente afeitado, elegante sin afectación, usando siempre un sombrero de alas anchas y abarquilladas, gabanes largos, con el cigarro, el chiste y la sonrisa siempre en los labios, D. José, en más de cuarenta años de trabajo incesante, asoció su nombre a todo adelanto del país y de Madrid en particular.
Por el año de 1850 el gran financiero español era ya conocidísimo.
Desde que Salamanca vivía en la calle de la Visitación, en la de Alcalá, después en la de Cedaceros, y más tarde en el palacio que hoy ocupa el Banco Hipotecario, su nombre ha ido asociado a todos nuestros progresos.
Contribuyó con Mollinedo a la creación del gas en Madrid; en el teatro del Circo, nos hizo oír las primeras óperas bien cantadas que se han oído. La Persiani, Ronconi y otros artistas de que habrán oído ustedes hablar a sus abuelos, hicieron las delicias del público en aquellos tiempos en que la ópera era una revelación, la Guy Estefan y Petitpas dos bailarines incomparables, y Macallister un prestidigitador como ningún otro.
El teatro del Circo de la plaza del Rey –que se quemó terminados los ensayos de El testamento de un brujo, cuando lo tuvo Bernis, muchos años después de los que recuerda esta croniquilla– era una verdadera plancha para asar espectadores, y había una cantidad de localidades, las de la izquierda entrando por la puerta que correspondía a la que hoy sirve de acceso al escenario del Circo de Price, para salir de las cuales, en caso de fuego, había que dar la vuelta a todo el teatro; afortunadamente, no se quemó durante una representación; si esto llega a ocurrir, ardemos muchos jóvenes de entonces.
En este coliseo, como en todos los demás, no solamente mientras fue empresario Salamanca, sino durante muchos años, tenía palco a diario, que disfrutaban todos sus amigos, y al que asistían Carriquiri, otro banquero navarro, muy amigo también de la Reina madre; los Gándaras, que tanto se distinguieron en la milicia y en la Banca; D. José Zaragoza, Gobernador que fue de Madrid distintas veces; Retortillo, el Ingeniero; Correa –que entonces se le llamaba Correíta– y que fue el iniciador de un banquete a dos pesetas cubierto, que los gacetilleros de Madrid ofrecieron a Salamanca, de cuyo banquete nació la amistad de Correa con D. José, y de cuya amistad nacieron Las Noticias, periódico que dirigió Ramón en competencia con La Correspondencia. En el palco de que me ocupo se veía también a Albareda, a D. Alejandro Llorente, y en una palabra, a todos los hombres de la política, de la literatura y de la Banca, que por espacio de muchos años cultivaron la amistad de aquel hombre sin par, cuya grandeza de espíritu no cabía en los límites ni en los moldes que entonces imperaban en España.
Fue la actividad de Salamanca de tal naturaleza, que habiendo sido Ministro, nadie le conocía como a tal, y que su solo nombre representaba más que todos los cargos oficiales que pudiera haber tenido; lo que prueba el valor intrínseco de aquella personalidad, que había hecho un culto de la esplendidez y del buen gusto.
Después del ferrocarril de Barcelona a Mataró, que fue el primero que se hizo en España, y que creo que se inauguró en 1848 –no quiero quitar a los catalanes su primacía ferroviaria,– D. José Salamanca construyó el primero que ha partido de Madrid, y que por entonces se llamaba el ferrocarril de Aranjuez, como si el mundo concluyese allí.
Había que ver la emoción que se produjo el día 7 de Diciembre de 1851; los que no fueron convidados coronaron todas las alturas del Retiro, y desde el Observatorio, desde el cerrillo de San Blas, y los más atrevidos desde el de los Ángeles, presenciaron andar los coches solos, aunque, según decía un indígena de Valdemoro, a él no le engañaba nadie, y las mulas iban dentro. Todavía me parece ver a D. José en la máquina, de uniforme, con la gran cruz de Carlos III y pantalón de dril, a la cabeza del tren que había de conducir a la Reina Isabel hasta su propio palacio de Aranjuez, porque desde la estación se hizo un ramal que, atravesando la plaza de San Antonio, llegaba al mismo pie de la escalera.
Este primer trozo del ferrocarril lo dirigió D. Melitón Martín, Ingeniero ilustre, pensador profundo y hombre que en sus libros (que la generación actual todavía no ha apreciado en lo que valen, cuando sólo uno, titulado El trabajo en España, contiene materia que, estudiada y planteada, podría realizar nuestra regeneración), demostró su gran saber; y perdóneseme este recuerdo a una personalidad con quien me han ligado tan estrechos vínculos.
La inauguración del ferrocarril de Aranjuez puso más en moda las jornadas, y por los tiempos de D. José Salamanca, aquel jardín del Príncipe y de la Isla han visto desfilar por sus alamedas lo más distinguido, en todos conceptos, de aquella sociedad.
Martínez de la Rosa, con su artística cabeza, que llamaba un gacetillero de entonces de canas combinadas, y sus impertinentes de oro, paseaba mirando a las mujeres, y la Montúfar, las de Camarasa, las de Oñate, otra hermosísima señora de aquélla época, que en Madrid llamábamos el águila de las mujeres, y muchas más; unas que ya no viven, y otras que si viven no se parecen a lo que eran entonces, seguramente fueron requebradas por aquel hombre, que no fue nunca viejo, sino un señor de mucha edad, cuyo único signo de vejez era dormirse por las tardes cuando se sentaba en los jardines, por los que paseaban también durante las jornadas Beltrán de Lis, González Brabo, Lersundi, Negrete, Narváez, los O’Donnell, Rubí, Bravo Murillo y tantos otros.
Entonces la jornada de Aranjuez, que se verificaba de Abril a principios de Junio, era de rigor para lo que ya comenzaba a llamarse el gran mundo.
Salamanca tenía también en Aranjuez una casa, tan elegantemente montada como todo lo suyo, y aquel retiro tenía reputación de ser un verdadero centro de galantería, algo así como con reminiscencias del Trianón y el Parque de los Ciervos, con cierto estilo a lo regencia, porque otra de las grandes pruebas que Salamanca ha dado de su buen gusto, ha sido tener marcadísima afición al bello sexo.
Y cuánta anécdota curiosísima podría yo referir aquí, en lo que un filósofo por el estilo del de Cuenca, llamaba el Ramo del Amor; pero las indiscreciones de la vida privada no han sido nunca materia de mi afición, y es todavía muy reciente la época de que vengo ocupándome para citar nombres y personas. Esperemos que algún otro cronista, andando el tiempo, escriba las mocedades de D. José Salamanca, como se escribieron las de Richelieu. Una sola observación: las mocedades de D. José llegaron hasta el día de su muerte.
No se limitó su actividad a la construcción de muchas líneas de ferrocarriles en España, sino que hizo los de Portugal y una gran parte de los de Italia, llegando a ser conocido en Europa casi a la altura de Rochild, y teniendo al frente de sus negocios a altísimas personalidades sociales y políticas.
En París, por el año de 1855 y 56, cuando tenía su casa en la rue des Victoires, y eso que todavía no había llegado la época de su apogeo, era tal el lujo desplegado por el banquero español, que muchos franceses le llamaban el Príncipe Salamanca.
Y este hombre, que ya en aquella época tanto había hecho por su país, sufrió, sin embargo, las iras revolucionarias en 1854, y fueron quemados sus muebles y tuvo que huir de Madrid disfrazado de farolero del gas.
Si en los ferrocarriles del Mediodía, si en los de Barcelona a Francia por Figueras, si en muchos otros merced a su esfuerzo se han movilizado grandes capitales y han encontrado trabajo muchos técnicos y millones de obreros; si ya en la empresa de la sal aumentó la circulación de la riqueza de su país, hizo por Madrid, con la creación del barrio que lleva su nombre, esfuerzo tan colosal y gigantesco, que sólo puede compararse con el que hizo Bravo Murillo trayendo a Madrid las aguas del Lozoya.
El barrio de Salamanca, con sus hermosísimos edificios, cuyos patios son jardines; con sus preciosos hoteles, con su admirable urbanización, que constituye un verdadero pueblo, que ha creado en Madrid un pulmón más, que ha enriquecido a tantos contratistas, que ha mantenido tantos obreros, fue, sin embargo, el principio de la ruina de D. José, que comenzó este negocio por el año de 1863, cuando acababa de liquidar una fortuna propia de trescientos millones.
Habitaba su magnífico palacio de Recoletos, tenía la regia finca de los Llanos, casas en Aranjuez y en Carabanchel Alto, un palacio en Lisboa en Poço d’Obispo; la Mitra, posesión regia a orilla del Tajo, en la que siendo yo portero de cierto Ministro de España en Portugal, allá por los años de 1867, he tenido el honor de habitar. Y además de estas fincas, tenía la posesión de Vista Alegre, un hotel propio en París y otro suntuosísimo alquilado en Roma.
Y todos estos domicilios estaban amueblados con gran lujo, las cuevas llenas de vinos finos, los aparadores con vajillas de oro y de Sèvres, los cuartos de dormir esperando a los huéspedes, los criados en su sitio, y a cualquier momento que se presentaban Salamanca o sus amigos, estaban servidos como si hubieran vivido siempre en aquella residencia.
Pródigo con los artistas y los literatos, espléndido en todo, no partidario del lujo vulgar, sino que artístico y literario, su galería de cuadros, sus museos y su biblioteca de los Llanos, demostraban bien claramente las aficiones distinguidas de este hombre que era grande de España antes de ser nombrado Marqués de Salamanca y Conde de los Llanos.
Inútil hacer la biografía de D. José Salamanca y Mayol, que así se llamaba. Nació en Málaga, siguió la carrera de Leyes en Granada; ya en 1831 figuró en el pronunciamiento de San Fernando; las relaciones de su padre, distinguido médico, con el Ministro D. Francisco Zea Bermúdez, le proporcionaron su primer cargo de Alcalde mayor de Monóvar cuando tenía veinte años.
Más tarde estuvo en Vera con el cargo de Juez, fue de la Junta revolucionaria de Sevilla, posteriormente fue elegido Diputado en 1836, en 1838 se le nombró Juez de primera instancia de Madrid, y ya en 1839 aparece asociado con Buschental y Heredia y ocupándose de negocios; tuvo arrendada la sal allá por el año 1842, cuando esta renta producía al Estado veintinueve millones, y la devolvió a la nación produciendo noventa. En 1845 y 1846 fue el rey de la Bolsa; desde el 47 figuró mucho en la política; por entonces luchó con el general Narváez, y después de las revueltas de 1848, cuando Salamanca vivía en la calle del Barquillo, mandaron prenderle, logró fugarse a Francia, y cuando regresó a Madrid se encontraba arruinado; pero su genio le volvió a crear una fortuna, y desde 1850 a 1863 fue enorme la cantidad de millones que pasaron por sus manos; y digo que pasaron, porque cuanto ganó lo repartió en negocios y en dádivas. Si no hubiera sido un banquero romántico, como le llamaban en los Estados Unidos; si se hubiera dedicado a ser práctico y a prestar al Tesoro, sus sucesores serían millonarios, él hubiera hecho mucho menos por el país, pero no hubiera muerto pobre.
Tenía Salamanca un finísimo ingenio que se probaba en todo.
Volvía una vez a España, hace ya muchos años, y en la Aduana de Irún le registraron el saco de mano que llevaba su ayuda de cámara; encerraba en él un instrumento de cuerda, poco conocido en nuestro país en aquellos tiempos, del que entonces y ahora suelen servirse las personas estreñidas. Porfió el vista que era nuevo y que debía pagar derechos, sostuvo D. José que no, y, por fin, para probar su aserto, dirigió al funcionario el siguiente apóstrofe:
–Chupe usted el pitorrillo, puesto que es nuevo, y en el acto pago los derechos.
Sería interminable citar todas sus agudezas. Hablando de otro banquero, decía: «Fulano es de tal naturaleza, que se saca un duro de un bolsillo del chaleco, se lo mete en el otro y se queda tan contento, diciendo para sí: –Me he robado un duro.»
Otras veces sostenía que en los negocios; en algunas ocasiones un peso debía servir para tres. A uno se le enseña, a otro se le promete, y al tercero se le da y se le vuelve a quitar.
Después de la Revolución del 68, Don José Salamanca, con el Marqués de Goicorrotea y alguna otra persona, constituía en Madrid el Comité Alfonsino; más tarde emprendió grandes negocios en San Sebastián y proyectó el Canal de Cabarrús; pero ya aquella poderosa organización, aunque no había decaído, empezó a minarse por las ingratitudes de los hombres, y el iniciador de los ferrocarriles españoles, que había nacido en Málaga en 1811, murió en Carabanchel en 21 de Enero de 1883, después de una vida de setenta y dos años, que ha impreso un sello a toda una época y que ha constituido la iniciativa española más grande que ha producido el siglo XIX.
Una anécdota para concluir:
Cuando, poco tiempo antes de morir, vivía casi abandonado en la Castellana, en el hotel núm. 18, cuentan que se paseaba por una de las habitaciones de su casa hablando solo y en voz alta. Indiscreta y cariñosa, una persona que le escuchaba, asegura que no hacía más que repetir esta frase:
–«¡Qué malos son los hombres!»
(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 59-72.)