VIII
La gorda, es decir, la primera gorda.– D. José de Olózaga.– El 22 de Junio de 1866.– San Gil.– El cuartel de la Montaña.– La Junta revolucionaria.– La crisis del 10 de Julio.– Cuatro «tiritus».– Doña Carolina Coronado.– Carlos Rubio.
Ya acontecimientos anteriores venían preparando la primera batalla que la Revolución había de dar a la Monarquía, y esta primera batalla se dio el célebre 22 de Junio de 1866.
Algo de lo que se preparaba entonces traspiraba a la opinión y aun al Gobierno; se hablaba mucho de la gorda, pero nadie podía precisar nada.
Creo poder afirmar que el plan de la Revolución era poner al frente de ella al general Prim; pero ausente éste de España, se pensó en el general Pierrard (Don Blas), que residía en Soria, que salió de allí vestido de payés catalán, que llegó a Madrid pocos días antes del 22 de Junio, y que se alojó en casa de D. Juan Moreno Benítez, que por entonces vivía en la calle del Sordo, núm. 29.
D. José de Olózaga, que por aquella época se ocupaba de política tanto o más que su hermano D. Salustiano, tuvo para preparar el movimiento del 22 de Junio un pensamiento que no se siguió, que si se hubiera puesto en práctica, tal vez hubiera hecho triunfar el movimiento, y que como curiosidad voy a dar a conocer.
Se contaba, o se creía contar, con muchos regimientos sublevados, y D. José pretendía que saliesen de Madrid por la noche, que se dirigieran a Alcalá, donde se creía contar con otras fuerzas, que al salir las sublevadas, cortasen todas las vías férreas y los hilos telegráficos, y que al llegar a Alcalá se estableciese un centro de comunicaciones, suponiendo que allí había tenido que retirarse el Gobierno de S. M., por haber triunfado la Revolución en Madrid. Como tal Gobierno, debían pasar telegramas a todos los capitanes generales y comandantes militares, ordenándoles que con sus fuerzas abandonasen sus respectivas ciudades y acampasen en las afueras, para dominar cualquier movimiento popular.
El mismo día que se pusieran estos telegramas, debían salir de Alcalá emisarios inteligentes, que aprovechando estas medidas, fueran sublevando las ciudades y los pueblos. No se aceptó este pensamiento, que aunque algo teatral y un poco viejo juego –no sé por qué se ha de decir siempre en francés,– tal vez hubiera dado resultado.
Y tan cierto es que el Gobierno estaba a obscuras, que el día 21 de Junio de 1866 hubo una comida en la Nunciatura –me acuerdo como si fuera hoy, porque entonces yo, que era ordenanza, ayudé a servir la mesa,– asistió el Gobierno, y el general O’Donnell se retiró pronto y se acostó temprano, sin temor a nada, y eso que el coronel Puig había avisado al general Urbina y al mismo duque de Tetuán de que en San Gil se preparaba algo.
Ello es lo cierto que el general O’Donnell no tuvo noticia de aquel movimiento hasta las primeras horas de la madrugada del mismo día 22 de Junio. Como no se tiene el deber de ocuparse siempre en las mismas cosas, yo, que hoy soy portero, era por entonces criado de buena casa, ayudaba a servir comidas oficiales, y, en una palabra, era el ojo derecho de cierto general que me tenía a su servicio.
No soy de los que escriben recuerdos suponiendo que han tenido una parte principalísima en todo; lo que hay es que, precisamente por mi modesta condición, se recataban poco de mí y he presenciado muchas cosas.
En el cuarto de banderas del cuartel de San Gil vi aquel día al brigadier D. Federico Puig, al capitán Torreblanca y a los oficiales Montoro, Allende Salazar, Martorell y Federico Pozo. Casi presencié la muerte de parte de aquellos pundonorosos militares, y tengo muy presente la heroica resistencia de Henestrosa.
Pero lo que no se ha borrado de mi memoria fue la sorpresa que sufrió el general Pierrard cuando pretendió organizar la fuerza en la plaza de San Gil, y le interpeló un soldado diciendo: «Bastante tiempo nos han mandado, para que continúen mandándonos; no nos hemos jugado la cabeza para eso.»
El duque de Tetuán, cuando salía por la mañana del Ministerio de la Guerra, mandó un recado al de la Torre, que en aquella época vivía en la calle del Barquillo, núm. 13, y sin aguardar la llegada del general Serrano, le dijo al coronel que le acompañaba: «O muero hoy en las calles, o antes de obscurecer está apagada la Revolución.»
En la misma calle del Barquillo se encontraron el duque de Tetuán y el de la Torre, que venía a pie por la indicada calle, con dirección al Ministerio de la Guerra.
Hablaron los dos generales, y dijo el presidente del Consejo:
–Estoy esperando el regimiento de artillería del Retiro y no parece.
–Voy a buscarle yo– dijo el duque de la Torre.
Y montado en el caballo del coronel Cortés, partió a galope.
El general O’Donnell estableció su cuartel general en la calle de Alcalá, y allí se le presentaron Hoyos, Córdova, Quesada, Echagüe, Serrano Bedoya, Cervino y el brigadier Trillo.
El general Serrano realizó aquel día una verdadera epopeya. Fue al cuartel de la Montaña sólo con el coronel Cortés y dos ordenanzas, y al cruzar por delante de la calle de la Bola les hicieron una descarga, que hizo exclamar a cierto embajador que presenciaba los hechos desde su casa de la calle de Torija: «Todos han muerto.»
No fue así. Serrano buscó parte de la fuerza que estaba pronunciada; se hizo el amo del cuartel de la Montaña, y con las mismas tropas que debían ayudar a los rebeldes, contribuyó a batir la Revolución.
Mientras estas escenas ocurrían en San Gil, el entonces brigadier D. Joaquín Jovellar tomó las barricadas que había en la plaza de Santo Domingo, desde las que se hacía una resistencia heroica, y a las dos de la tarde puede decirse que la Revolución estaba dominada en la parte Norte de Madrid.
Ya por la tarde, los generales Echagüe, Quesada y O’Donnell (D. Enrique) tomaron las barricadas de las calles de Atocha, Antón Martín, Segovia y Toledo, hasta la plaza de la Cebada, donde quedó también dominada la Revolución en la parte Sur. Fue aquél un día tremendo y se derramó mucha sangre en las calles de Madrid.
La actual generación, joven, altruista, culta, pensando en los intereses permanentes del país, que se arremanga (sic) los pantalones para no hacerse rodilleras, que se ríe del romanticismo y de la patria, que se cuela de momio y yerno en el Congreso, y que vive dentro de esta suavidad de costumbres políticas, por virtud de la cual los jefes de los partidos de oposición dan una lista a los Ministros de la Gobernación de los diputados que deben venir, no pueden tener idea del coraje con que unos y otros elementos políticos se han batido en España por espacio de cuarenta años, cuando, como he dicho muchas veces, la política se informaba en la pasión.
Dominado el movimiento de 22 de Junio, los individuos de la Junta revolucionaria se ocultaron como pudieron.
El general Pierrard, que fue herido cerca del Hospital Militar, encontró albergue en casa del duque de Alba; Hartos y Castelar fueron, me parece, a casa de D. Jacinto Ruiz; Moreno Benítez estuvo en una casa de la calle del Prado, Sagasta en otra de los barrios bajos, Becerra en una bollería de la calle del Humilladero, y muchos de estos personajes, alguno de los cuales vive y no me dejará mentir, se refugiaron después en casa de doña Carolina Coronado, esposa del entonces secretario de la legación de los Estados Unidos.
Por aquellos días, la Junta revolucionaria se vio muy comprometida, y es posible que todavía recuerde el Sr. Sagasta que él y otros amigos que posteriormente se refugiaron en la embajada italiana, que estaba en la calle de San Bernardo, no fueron tratados con la consideración que merecían.
El 24 de Junio se formó un Consejo de guerra, que condenó a ser fusilados a veintiún sargentos; el 27 otro Consejo de guerra condenó a ser pasados por las armas a seis soldados, y fue tremendo el aspecto que presentó Madrid los días de la ejecución, cuando pasaban por la calle de Alcalá largas hileras de coches de alquiler, dentro de cada uno de los que iban un hombre condenado a morir y un sacerdote que le acompañaba.
¡Qué tremenda responsabilidad para los hombres políticos que se han pasado la vida haciendo y deshaciendo revoluciones!
¡Cuántos oradores insignes, gloria de la tribuna española, han hecho revolucionarios con sus discursos y después los han ametrallado con sus cañones o fusilado con sus Tribunales militares!
¡Qué hermosa es la elocuencia, pero cuánto hubiera ganado España, con que hubieran nacido mudos algunos hombres!
Y perdonen ustedes que me haya permitido dar una opinión propia.
En el sitio dónde se verificaron los fusilamientos, junto a las tapias de la quinta de Arango, ha habido por espacio de mucho tiempo, y no sé si todavía existe, un pedestal, en el que recuerdo haber leído las siguientes redondillas:
«Dieron su vida en tributo,
y la feroz tiranía
con su crimen, aquel día
cubrió la patria de luto.
Que aquí la Revolución
estudie en su propia historia,
y no pierda la memoria,
aunque conceda el perdón.»
Después de la tremenda represión que el general O’Donnell realizó en las huestes revolucionarias, el 10 de Julio de 1866 hubo una crisis y volvió el partido moderado, bajo la presidencia del duque de Valencia, con un gobierno compuesto de Calonge, Arrazola, Barzanallana, Rubalcaba, González Brabo, Orovio y Castro (D. Alejandro).
Apenas constituido este Gobierno, y esto sí que creo que lo saben pocos, González Brabo, en frecuentes entrevistas con Don Joaquín Aguirre, trató de separar al partido progresista del partido democrático, atrayéndolo nuevamente a la legalidad. No pudo lograrlo. Cuando el general O’Donnell salió para Francia el 14 de Julio de aquel mismo año, es decir, cuatro días después de haber jurado el nuevo Ministerio, la Unión liberal, que tanto había castigado a la Revolución, entró en ella y comenzaron a prepararse los acontecimientos que se desarrollaron posteriormente.
D. Luis González Brabo, que había nacido para tribuno y para liberal, que era un espíritu amplio y generoso, un orador incomparable, de quien se dijo que había sido inmoral como Ministro, y que, hijo de un padre rico, murió en Biarritz tan pobre, que para hacerle un entierro decente hubo que hacer una colecta entre sus amigos, suavizó cuanto pudo la situación de los individuos de la Junta revolucionaria, y cuando el Sr. Sagasta fue preso en el Escorial, y Pérez Vento y otros amigos hablaron al Ministro de la Gobernación, éste contestó: «Lo que sí puedo asegurar a ustedes es que Sagasta llegará mañana a Francia.» Y con efecto, llegó.
Pero antes de entrar a decir algo del Gobierno moderado, que primero presidido por Narváez y después por González Brabo, dominó en España hasta la Revolución del 68: antes de hablar de los bailes de la Granja, cuando la venida de los reyes de Portugal, de la insurrección de Huesca y de otras cosas, y para terminar con el célebre día del 22 de Junio, apuntaré, aunque sin orden, algún recuerdo más de aquel día y de los que le siguieron hasta el 10 de Julio. Era capitán general de Madrid el general Hoyos, que a Las Novedades, La Iberia, La Nación, La Soberanía Nacional, La Discusión, El Pueblo y La Democracia les hizo pasar bastantes malos ratos. No sé si era asturiano o gallego; lo que sí recuerdo es que las cuestiones de prensa quería siempre terminarlas con cuatro tiritus. Según los datos del Ministerio de la Guerra, entre muertos y heridos tuvo el ejército aquel día 608 bajas; el coronel Balanzat y el comandante Escario fueron asesinados en las calles de Madrid; el duque de Valencia recibió una rozadura de bala en la calle de Bailén;, los generales Quesada y conde de la Cañada recibieron cada uno un balazo, y la Junta revolucionaria, exponiendo la vida, el día 24 de Junio, al saber que iban a ser pasados por las armas el día 25 veintiún sargentos, se reunió en cierta casa de la calle de San Jorge, y asistieron Aguirre, Becerra, Sagasta, Rodríguez de Blas, Moreno Benítez, Carlos Rubio, Hidalgo y otros, tratando de hacer una intentona para salvar la vida a los sargentos. No pudieron lograrlo.
D. Carlos Navarro, que entonces era un periodista joven, llevó a Carlos Rubio a casa de Carolina Coronado, donde, como antes he indicado, se habían refugiado muchos comprometidos, y noticioso el Gobierno, por medio del Ministro de Estado los reclamó con insistencia, resistiéndose valientemente doña Carolina, esposa de Mr. Perry, y salvándose la vida de muchos infelices.
Un último detalle: cuando Carlos Rubio supo en casa de Mr. Perry, el día 25 de Junio que iban a ser fusilados los veintiún sargentos, se precipitó frenético a la escalera, gritando: «que iba a cumplir con su deber, que iba a presentarse al Gobierno, que iba a decirle que aquellos infelices eran inocentes, que los culpables eran ellos, los que todo lo habían iniciado y dirigido, y que si no podía salvarlos, iba a morir con ellos.» ¡Qué ejemplo!
Mr. Perry dijo a Carlos Rubio que en aquel momento no estaba en España, sino que era su prisionero, y le obligó a quedarse en sus habitaciones; pero de todos modos, el rasgo de Carlos Rubio es de lo más hermoso que registra la historia contemporánea.
Verdad que Carlos Rubio ha sido uno de nuestros políticos más románticos.
(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 87-99.)