Filosofía en español 
Filosofía en español


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Una carta de D. Juan Manuel Martínez.– El Duque de Valencia.– Dos anécdotas.– Las Cortes de 1867.– La conspiración en el extranjero.– Los Reyes de Portugal.– Baile en La Granja.– El rigodón de honor.– El General Prim.– Muerte del General O’Donnell.– Palabras del Duque de Valencia.

Van ustedes a creer que me destetaron con perdigones o que de niño me comía las pesas del reloj; tan pesado voy a resultarles si vuelvo a insistir en que estas Crónicas no tienen pretensión histórica de ninguna especie, y además en que, como la mayor parte de los hechos que pasaron, no han dado lugar a actas notariales, es muy fácil que sobre algún detalle haya versiones distintas; y sugiéreme estas reflexiones una atentísima carta dirigida por D. Juan Manuel Martínez a El Liberal, desde Tarragona, en la que rectifica algún hecho por mí indicado en una de mis anteriormente publicadas Crónicas, en la que dediqué al 22 de Junio.

Como el Sr. Martínez, antiguo conocido y aun podría decir amigo del Portero del Observatorio, lo fue tanto de Prim y de Ruiz Zorrilla, y Diputado y Subsecretario de la Presidencia, y como además anuncia en su carta que va a escribir un libro sobre aquellos sucesos y otros no menos interesantes de nuestra historia, en ese trabajo, que por ser suyo resultará de gran competencia y autoridad, se desvanecerán muchos errores en que hemos caído algunos, incluso libros y periódicos de la época. Y como la pedestre misión de estas crónicas no puede ser la de seguir polémicas, por más que esto las honre más de lo que merecen, continuemos empalmando nuestra interrumpida relación. Por lo demás, ya no ignoro que lo que se sabe en este mundo lo sabemos entre todos.

Desde Julio de 1866 se inició francamente la política moderada.

El Duque de Valencia, que se había quitado la peluca hacía ya tiempo, y que estaba sin ella mucho más simpático, ocupaba la Presidencia del Consejo de Ministros, que estaba entonces en la casa que se llamaba Inspección de Milicias, cuyo solar corresponde con el semicírculo que existe hoy frente al Banco de España y al lado de la verja del Ministerio de la Guerra. D. Ramón, como le llamaban sus íntimos, y como generalmente le había llamado todo el país, era hombre de carácter violento, pero de corazón generoso. Bajo, enjuto, de ojos vivos y penetrantes, con su bigote blanco y su airecito terne, en todas las ocasiones de su vida ponía por delante su tipo de andaluz a las dignidades que representaba.

Era hombre de grandísimos arranques, algunos de los cuales rayaban en lo heroico, teniendo otros vistas a lo bufo.

Con ocasión de la muerte de cierto general, se siguió por el Tribunal militar un procedimiento célebre y resultó comprometida en él una distinguida persona, que seguramente hubiera tenido que pasarlo mal. La madre de este personaje fue a ver al general Narváez –no hablo del año 1866, hablo de muchos años antes– cuando el Duque de Valencia estaba estudiando el proceso.

Aquella señora lloró, suplicó y llegó a arrodillarse.

Entonces D. Ramón, levantándose violentamente, y cogiendo de una mano a la señora y arrojando con la otra los papeles que leía al fuego de la chimenea, exclamó con esta misma prosodia: «Zeñora, de rodillas zólo a Dioz.»

El interesado en el asunto escribió pocos días después una carta muy cariñosa al general Narváez, carta que a la muerte de éste se encontró entre sus papeles con una notita de puño y letra del general, que decía: «Guardar bien esta carta, porque a pesar de toda esta música, este mozo dará mucho que hacer», y vaya si dio.

Al lado de hechos como éste, era muy frecuente verle excitarse por los motivos más pequeños.

Recibía en la Presidencia del Consejo, en un salón que tenía colgaduras de damasco amarillo, y solía recibir hasta las doce y media de la noche; algunas veces desde las siete de la mañana.

Cierto Marqués, que pretendía ser Senador vitalicio, fue la última persona que le habló la noche de un lunes, ya a las doce y media. Se recogió el general, y a las siete de la mañana del martes, cuando Santos, su ayuda de cámara, entró en su alcoba, preguntó el Duque:

–¿Hay alguien para verme?

–Sí, Excmo. Señor, el Marqués de Tal.

El general se tiró de la cama en calzoncillos, se fue al salón, y dirigiéndose al pretendiente, le dijo: «Zeñor Marqués, ¿ha dormío usted conmigo?»

El aristócrata no volvió a pensar en el Senado. Otra vez, estando en Francia y ya casado con una señora francesa, y como hablase bastante mal la lengua de Molière, le decidieron a tomar un maestro, que le daba lecciones por el sistema de Olendorff,

–Pas dutú– decía el Duque.

–Non mon general, la derniere u hay que cantarla; presisa de fijarse.

–Gabacho –respondió el Duque tirándole la gramática a la cabeza,– ¿creez tú que te pago para que me regañes como a un niño?

Las genialidades del Duque de Valencia podrían ocupar un libro; pero con todos sus defectos, que los tenía, y con su genio fuerte, era un hombre, y era un hombre de Estado: tenía lo primero que se necesita para gobernar, carácter; y el año 1848, cuando la Revolución se paseaba triunfante por Europa, él, que era doctrinario, y que practicaba la política de energía, porque equivocado o no, creíala ventajosa para su país, tuvo la firmeza de ponerle al Embajador de Inglaterra los pasaportes en la mano y la silla de posta a la puerta.

Pero todas estas anécdotas y recuerdos me separan de seguir, siquiera sea a la ligera, el orden que me he trazado en este conato de apuntes.

El partido moderado, que no pudo, a pesar de los esfuerzos de González Brabo, volver a la legalidad al partido progresista, disolvió las Cortes en 30 de Noviembre de 1866 y abrió las suyas el 3 de Marzo de 1867; presidieron el Marqués de Miraflores el Senado, y el Conde de San Luis el Congreso, y estas Cortes, que fueron las últimas del tiempo de la Reina Isabel, todavía no han sido disueltas; no se publicó decreto ni disposición alguna para disolverlas; se suspendieron las sesiones en 20 de Mayo de 1868, y se convocó a Cortes Constituyentes en 11 de Febrero de 1869; pero repito que no tengo noticia de que todavía hayan sido disueltas por disposición oficial, y por cierto que entonces era yo medio fámulo medio escribiente de cierto Diputado joven, tan joven, que con el Conde de Toreno y el Marqués de Pidal fue Secretario de edad de aquel Congreso.

Mientras el Gobierno moderado planteaba temperamentos de energía, la Revolución, ayudada ya por la Unión liberal, conspiraba en el extranjero.

El día 30 de Junio se celebró en Bruselas una Junta célebre, donde ya se habló de que el grito de la Revolución había de ser «abajo los Borbones»; posteriormente, en Ostende, se celebró otra reunión, y me parece que a ella asistieron Olózaga, Fernández de los Ríos, La Torre, Orense, Chao, García López, Martos –que llegó un día después de celebrada la Junta– y el general Prim.

Estos y otros trabajos, realizados también por D. Telesforo Montejo, D. Práxedes Mateo Sagasta, D. Manuel Becerra y algún otro, dieron lugar al levantamiento de Agosto de 1867, para el cual se habían nombrado cuatro Comandantes generales para las provincias de Cataluña, que eran Pierrard, Gaminde, Baldrich y Lagunero. El general Burgos debía secundar en Galicia, y Pieltaín en Santander.

Coincidió con estos preparativos la llegada a España de los Reyes de Portugal, a quienes por los días del 14 al 16 de Agosto del 67 se les dio una espléndida fiesta en La Granja.

El Real Sitio de San Ildefonso, cuyos jardines son incomparables de belleza, y cuyas fuentes son superiores a las de Versalles, ofreció aquellos días el aspecto de la última fiesta palatina del antiguo régimen. Los Ministros, los Jefes superiores de Palacio, los altos empleados paseaban de uniforme, constantemente de uniforme, por los jardines y las galerías de Palacio. Los dignatarios portuguesas y las más bellas señoras de la Corte aumentaban el hermoso colorido de aquella fiesta, y el besamanos –todavía se llamaban así las recepciones palatinas– fue de lo más lucido y esplendoroso de la Corte española. Se iluminaron los jardines y se iluminó la gran escalera, mientras en los salones de Palacio se verificaba un suntuoso baile. Al principiar el rigodón de honor se presentó en Palacio un ordenanza de Telégrafos, y entregó, me parece que al entonces Director D. Salustiano Sanz, un telegrama en que se daba cuenta de que al grito de «viva Prim, viva la libertad», se habían levantado partidas en Castellón, en las inmediaciones de Barcelona, en el campo de Tarragona, logrando también introducirse en el Alto Aragón.

El Duque de Valencia se enteró de lo que ocurría cuando acababa de bailar –como Presidente del Consejo bailaba el rigodón de honor– y él y los ministros conservaron una alegría tranquila, sin que nadie pudiera sospechar lo que ocurría, si bien aquella misma noche, a las tres de la madrugada, salió una silla de posta de La Granja –entonces había que venir en coche hasta Villalba– conduciendo a Madrid a dos personas, una que ya ha muerto y otra que vive, por cierto bien insignificante, que trajeron a la capital las órdenes de lo que había de hacerse.

En Madrid todo el mundo conocía la noticia, y había grande agitación.

Pasados unos días se supo que al general Manso de Zúñiga lo habían matado los insurrectos en el campo de Linas de Marcuello, y hubo un momento en que parecía que la revolución iba a triunfar.

No fue así: la resistencia del Gobierno de la reina fue tenaz y enérgica, y aunque Baldrich en Cataluña, y Contreras y Pierrard en Aragón, se mantuvieron en armas cuanto les fue posible, al poco tiempo el movimiento estaba dominado, y a pesar de que Prim salió de Bruselas con objeto de desembarcar en Cataluña o en Valencia, no pudo hacerlo; y con todas las promesas con que la revolución contaba, se encontró que aquel movimiento, en el que todavía no había tomado parte activa la Unión liberal, fue un movimiento completamente fracasado.

Declarado el estado de sitio en muchas provincias, publicados bandos muy enérgicos y destemplados, se entró en una época de resistencia, y más que de represión, de verdadera lucha contra los revolucionarios.

Por aquellos días estuvo para desmoronarse la reputación del general Prim entre la gente de la revolución, y todos preguntaban qué había sido del caudillo que no había llegado a España en el momento preciso, y Prim escribió dos cartas, una a Contreras, como jefe militar, y otra a Sagasta, como jefe civil, y tales explicaciones debió dar, que volvió a poseer la confianza omnímoda del partido. En Septiembre del 67 circuló por España un Manifiesto de la Junta revolucionaria, y por entonces, Roque Barcia, que estaba emigrado en Oporto, fue preso por el Gobierno portugués a instancia del español; Prim, que estaba en Ginebra, tuvo que abandonar Suiza y marchar a Inglaterra; murió en Noviembre el general O’Donnell, y sobre su muerte corrieron rumores alarmantes, suponiendo que había sido envenenado y atribuyendo esta opinión al médico de Biarritz, Mr. Adema. El cadáver del general fue traído a Madrid, y el 10 de Noviembre de 1867 se verificaron sus funerales en la parroquia de San José.

El general Narváez, Presidente que era del Consejo de Ministros, pronunció muy conmovido el siguiente discurso:

«Señores: Todos los días y a cada instante estamos obligados a contemplar la flaqueza humana y la pequeñez de la existencia del hombre. Aquí tenemos el cuerpo inanimado de un guerrero valeroso, que afrontó los peligros, que despreció los riesgos, y que tanto brillo dio a la milicia; y a pesar de haber derramado su sangre generosa muchas veces en defensa del trono y de la reina, y en el servicio de su patria y de las instituciones liberales, todavía pudo creer, y nosotros podíamos esperar, que prolongaría su existencia por más años, para continuar prestando nuevos servicios; y cuando llega al apogeo de su gloriosa carrera, y cuando podía creerse feliz, rodeado de su familia y ningún peligro le amenazaba, ¡Dios dispone de su vida!… ¡Cuántos dolores van unidos a este golpe de la Providencia! Su ilustre esposa ha perdido un consorte fiel y cariñoso; su familia, un protector solícito de su bien y felicidad; sus amigos, un amigo consecuente y apasionado; la reina, un súbdito que le ha prestado eminentes servicios; la patria, uno de sus más esclarecidos servidores, y el ejército, un caudillo que supo conducirle a la victoria, y cuyas altas dotes de mando difícilmente podrán ser reemplazadas.

»Que el sentimiento de que estamos todos poseídos y que las súplicas que elevamos fervientemente al cielo por el eterno descanso de su alma, sirvan para que Dios le haya recibido con su infinita misericordia.

»Permitidme, señores, que os manifieste una amarguísima reflexión que me asalta en este momento. Yo fui siempre un amigo sincero del duque de Tetuán; la política nos separó, porque en España desgraciadamente desde mucho tiempo se hace con tanto calor y exaltando tanto las pasiones, que es tan estéril para el bien como fecunda y potente para el mal. A pesar de esto, yo le conservé siempre el mismo afecto y me persuado de que el duque de Tetuán participaría, respecto de mí, de los mismos sentimientos; sus sentimientos y los míos tuvieron, sin embargo, que ceder a la intolerancia de las pasiones. Yo no espero ver mejores tiempos; tengo mucha edad; me quedan pocos años de vida; pero deseo ardientemente que los que me sobrevivan vean lucir épocas más felices, para que puedan, consagrándose al servicio de la reina y de la patria, dar también latitud y expansión a los verdaderos sentimientos del corazón, porque solo así, y esta es mi creencia, podrá esperarse la regeneración y verdadera grandeza del país.»

Si D. Ramón viviera, se daría cuenta de que hoy ya la política no se hace con tanto calor ni exaltando tanto las pasiones, aunque lo de que es tan estéril para el bien como fecunda y potente para el mal, no estaría hoy tampoco fuera del lugar.

Pero me parece, Dios me perdone, que estoy teniendo el atrevimiento de dar opinión propia, y como este no es mi objeto, y como esta croniquilla va siendo larga, me despido de ustedes hasta otra.


(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 113-125.)