XII
La buena sociedad de 1867.– En casa de González Brabo.– Muerte del general Narváez.– Épocas de su poder.– El nuevo Ministerio.–Prisión y destierro de los generales.– Bodas de la Infanta Isabel.– El sport.– La Castellana en 1868.– Los alfonsinos.
Por los años del 67 y del 68, la buena sociedad madrileña se divertía bastante. Los Marqueses de la Puente, en sus suntuosos salones del palacio de Villahermosa, dieron bailes magníficos y ocasión al que fue Pedro Fernández, luego Asmodeo –creador de las revistas de salones en España,– para sendos trabajos de esta índole: por aquel entonces eran muy citadas, al describir estas fiestas, las señoras y señoritas de Brunetti, Caballero, Infante, Calderón, Basecourt, Saavedra, Zaldívar; Condesas del Real, Velle, Torrejón, Guendulaín, Villapaterna, Puñonrostro; Marquesa de la Torrecilla, Bedmar, Acapulco, Tejada de San Llorente, Martorell, Villavieja, Molins, Bogaraya; Duquesa de Medinasidonia, de Medinaceli, y otras; muchas de las cuales son todavía encanto de los salones madrileños, porque para los que somos de cierta edad, es de ayer la fecha de 1868.
En casa de D. Luis González Brabo, que entonces vivía en la calle de Lope de Vega, núm. 51, se verificaban representaciones dramáticas, que resultaban hechas con tal primor y tal arte, que no ha habido compañía que haya superado a aquellos aficionados.
D. Julián Romea, que estaba ya muy enfermo, y que era hermano político de D. Luis González Brabo, ensayaba las obras, y con tal director y con la afición y el talento de los actores, no es de extrañar que, como entonces se decía, y todavía hoy se dice, se bordasen las obras.
Los ensayos se hacían en casa de Don Julián, y me parece recordar que era apuntador Solís, el mismo del teatro Español. Muchas obras se representaron allí, sobresaliendo La niña boba, que tan bien se habrá hecho en el Español; mejor, no.
Tomaron parte en la representación Luisa, Leonor y Blanca González Brabo, Laura Romea, Antonio San Juan, feliz marido de aquella hermosísima mujer que se llamaba Virginia Burriel; Julianito Romea, D. Francisco La Iglesia –que entonces se llamaba Pachín,– Álvaro Valero de Tornos, Emilio Perales, Perico López y Félix Villasante; y aquella casa en que se rendía culto al arte, y cuyo agrado en la manera de recibir no ha tenido rival en la sociedad madrileña, hacía pasar a sus amigos ratos de solaz y esparcimiento, que todavía recuerdan con placer algunos, entre otros, mi amo de entonces, que era Diputado y uno de los más jóvenes directores de periódico político y diario que por aquella época se publicaban en Madrid.
Y aunque he dicho un poco más arriba que para los que somos de cierta edad el año de 1868 es casi de ayer, espanta el considerar las gentes que han muerto de las que asistieron al matrimonio de Luisa González Brabo con Emilio Perales, en casa de los padres de la novia. Han muerto los contrayentes, el Cardenal Barilli, que bendijo la unión; el Conde de Puñonrostro y el Duque de Valencia, que fueron padrinos en nombre de los Reyes; D. Julián Romea y todos sus hermanos; D. José Salamanca, que fue testigo; Arrazola, Orovio, Mayalde, Rubalcaba, Belda, Coronado, Catalina, Barzanallana, Roncali y otros que eran y fueron Ministros; Cardenal, Bérriz, Marfori, Valero y Soto, Villar, Auset; todos o casi todos los que asistieron a aquellas fiestas han pasado a mejor vida, quedando algunos, pocos, de los que entonces eran muy jóvenes, y como decanos de la sociedad de aquellos tiempos, D. Alejandro Llorente, que cuenta avanzadísima edad, y Doña Teodora de Tornos, viuda de Valero y Soto{1}, que tiene ochenta y seis años y muy buena salud, señora por quien me intereso, porque he estado a su servicio algunos años.
Pero con estos recuerdos me alejo de la marcha de los sucesos políticos, y precisa, como decían los escritores de mi tiempo, volver a coger el hilo de mi historia.
El general Narváez, Presidente que era del Consejo de Ministros, se sintió enfermo hacia el 12 de Abril, el 16 se agravó su dolencia, y el Marqués de San Gregorio que le asistía, la calificó de pulmonía doble. Se celebró una junta, a que asistieron Asuero y Fernández Losada; el día 22 recibió la absolución y la bendición apostólica de Su Santidad, y el jueves 23, a las siete y media de la mañana, pasó a mejor vida el Excmo. Sr. Duque de Valencia.
El 22, en un momento lúcido que tuvo, pudo el Notario recoger su disposición testamentaria, y ya desde aquel momento el ilustre enfermo entró en la agonía.
No hacía quince días que, bueno de espíritu y de cuerpo, había asistido a la boda de la hija de González Brabo, y no hacía seis meses que delante del féretro del Duque de Tetuán pronunció un discurso diciendo que a él también le quedaban pocos años de vida. Meses fueron los que mediaron entre uno y otro acontecimiento.
El Duque de Valencia fue seis veces Presidente del Consejo; la primera, desde 1844 al 46, con Martínez de la Rosa, Mon, Pidal, Mayans y Armero; la segunda, en 1846, con Pezuela, Burgos, Egaña y Mazarredo; la tercera, desde 1847 a 1851, con el Duque de Sotomayor, Pidal, Conde de San Luis, Bravo Murillo, Arrazola, Calderón Collantes (D. Saturnino), Marqués de Molina, Beltrán de Lis y Mon; la cuarta, en 1856, con Pidal, Nocedal, Barzanallana, Seijas, Moyano, Urbiztondo y Lersundi; la quinta, en 1864, con Armero, Llorente, Alcalá Galiano, Barzanallana, Castro Córdova, González Brabo, Bermúdez, Orovio y Arrazola, y la sexta, con los Ministros del 68.
Fue durante un corto período de tiempo Embajador en París, y ocupó el Poder nueve años, en diferentes administraciones.
Muerto el Duque de Valencia, sufrió el partido moderado un golpe tremendo, y aunque inmediatamente juró el nuevo Ministerio, también moderado, con González Brabo de Presidente, Roncali, Orovio, Catalina, Marfori, Belda y Mayalde, la situación se debilitó, y comenzó la lucha que había de dar por resultado la Revolución de 1868.
Como he indicado muchas veces, la Unión liberal había entrado francamente en la conspiración; Montpensier, que vivía en Lisboa, ayudaba a los enemigos de la situación, y un acontecimiento, que llamó extraordinariamente la atención, vino a determinar tal tirantez entre el Gobierno y las oposiciones, que todo hacía presagiar que la crisis se resolvería por la fuerza.
El 7 de Julio, entre seis y siete de la mañana, fueron arrestados en sus respectivas casas, por Jefes y ayudantes del Ejército, o por funcionarios del Gobierno civil, los generales Serrano, Dulce, Zavala, Córdova, Serrano Bedoya y el brigadier Letona.
Al mismo tiempo que estos arrestos se verificaban en Madrid, en San Sebastián, donde residía con su familia el teniente general D. Rafael Echagüe, fue también preso, e igualmente en Zamora el mariscal de campo Sr. Caballero de Rodas.
Los generales presos en Madrid fueron conducidos a las Prisiones Militares, donde a sus familias y a algunos amigos les fue permitido visitarlos, y allí acudieron la Duquesa de la Torre, la Marquesa de Sierra Bullones, los Marqueses de la Puente y Sotomayor, los Condes de Oñate, el Marqués del Duero y otras muchas personas distinguidas.
Fueron destinados: el Duque de la Torre, a quien acompañaba su primo Sr. López Domínguez, a Orotava.
El general Dulce, a Tenerife: Serrano Bedoya, a Las Palmas; Zavala, a Lugo; Córdova, a Soria; el brigadier Letona, a Ibiza, y Echagüe y Caballero de Rodas, a las Baleares.
Algunos personajes civiles, muchos de importancia, fueron también presos y desterrados, y todo hacía presagiar que se avecinaban sucesos de importancia.
Antes de estos acontecimientos, por Mayo de 1868, se celebraron las bodas de Doña María Isabel Francisca con el Infante de España D. Cayetano María Federico de Borbón, Conde de Girgenti.
En el antiguo templo de Atocha, que ya hoy no existe, tuvieron lugar las velaciones, y un día espléndido favoreció la fiesta, viéndose toda la carrera, desde la plaza de la Armería hasta el templo, cubierta por la tropa, y admirando el público la espléndida y fastuosa comitiva con que se presentaba la Corte de España.
Abrían la marcha los húsares de Pavía, a cuyo cuerpo pertenecía el Conde de Girgenti; los timbales y clarines de las Caballerizas; diez y seis magníficos caballos de silla; cuatro jacas, al servicio del Príncipe de Asturias; los picadores y palafreneros: diez y ocho carrozas conduciendo a los Reyes, a los desposados, a la Reina Cristina, al Príncipe de Asturias y al Infante D. Sebastián, constituían una procesión lucidísima, esmaltada por los uniformes, los bordados, la belleza de las damas de la Reina, la elegancia de los trajes y el sonoro estruendo de las músicas.
¿Quién podía presumir que aquella feliz pareja había de tener tan cerca la muerte para el Conde de Girgenti y la emigración para la Infanta Isabel, señora cuya cultura, cuya caridad y cuyas virtudes la han ganado legítimamente tantas simpatías?
No sé si será que voy siendo viejo; pero lo que podría llamarse el Madrid elegante de los años del 60 al 70 tenía, en mi opinión, más animación y más colorido del que hoy puede observarse.
No había bicicletas ni juegos de pelota; pero el sport –palabra que introdujeron Federico Huesca, Benicio y Borrell en su Gaceta de ídem– y principalmente el sport hípico, estaba en todo su apogeo, y no se comprendía un elegante sin que al mismo tiempo fuera un caballista, por mejor decir, un jinete, porque la costumbre de acosar reses bravas, importada de Sevilla y Cádiz, no ha entrado entre nosotros hasta 1873, en que se formó una Sociedad, que todavía existe, y a la que pertenecieron Pérez Soto, Somera, Bogaraya, Villalobar, San Bernardo, Protasio Gómez y muchos otros.
La afición a montar a caballo era extraordinaria, y todas las tardes se reunían en la Castellana de cincuenta a ochenta jinetes, vestidos con la elegancia del gentleman; no con los trajes caprichosos que hoy se usan en el extranjero sólo por el campo, y aquí, por imitación, se llevan al paseo.
Las más distinguidas señoras y señoritas eran notabilísimas amazonas, y embellecían las alamedas de la Castellana la Duquesa de Fernandina, la Marquesa de Molins, la de Fernán Núñez, la Condesa de Guaqui, la señora de Henestrosa, Catalina Chacón y su hermana Leonor, la Marquesa de Bogaraya, las señoritas de Fuentes y otras muchas.
Del sexo feo, todos los jóvenes procuraban hacer su exhibición a caballo; pero los que constituían el nervio de los caballistas de cartel, eran Fernandina, Bogaraya, Vallehermoso, Ortega, Frías, los Villadarias, Castelar (Marqués de), Tonico, Castellar, Carlet, Vallecerrato, San Lorenzo, Sardoal, Pepe Meca, Rodríguez Buzón, Manolo Claramonte, Villamejor, los Ahumadas, Perales, Sotomayor, Guadalest, E. Salamanca, Peña Ramiro, Pérez Muñoz, Sánchez Mira, Oviedo, Federico Huesca, Montes Claros, Pacheco, Casa Trujo, Queipo, Veragua, Montero, Careaga, Plazaola y otros muchos que siento no recordar, y que daban al paseo una animación de que hoy carece.
A todos les habían precedido, en la cronología del tiempo, D. Pío Pita Pizarro, en su yegua blanca y con su frac azul de botón dorado, y el Conde de Vistahermosa, llevando detrás al lacayo, lo menos a 30 metros de distancia.
Muchos de los elegantes jinetes a que me he referido formaron el núcleo del segundo y tercer escuadrón de la Milicia Nacional forzosa, mandados por Bogaraya el segundo (que se llamaba en Madrid del agua de Colonia, porque lo formaban lo más chic de aquella generación) y el tercero por el Marqués de Alcañices, que tenía de Oficiales al hoy Marqués de Luque, Villalobar, Santa Genoveva y Romero Robledo; este último, como ha hecho tantas cosas bien, también ha sido un gran jinete.
Hoy la afición ha decaído, y aunque quedan muchos que la cultivan, no es tan general entre las clases distinguidas, que, sin embargo, se perecen por las bicicletas, de las que decía un medio baturro de Jadraque, la primera vez que vio una por la carretera:
–Chiquio, eso es un amolador que se ha vuelto loco.
¡Los escuadrones alfonsinos de la Milicia! Qué par de crónicas podrán hacerse de esta época, hablando del periódico La Gorda y de La Mosquita, El Noticiero y El Eco de España, El Tiempo, El Porvenir, El Diario del Pueblo, el Círculo Moderado de la calle de Atocha, el Conservador de la del Correo, el Popular Alfonsino de la calle de Jacometrezo; y de las flores de lis, las mantillas, las peinetas, los tés alfonsinos; al primero fueron pocas personas y los últimos hubiera habido que darlos en la Plaza de Toros, cuando ya la cosa estaba al caer; y de la partida de la porra, y de tanto y tanto acontecimiento y anécdota como vendrán a su tiempo, si Dios me da vida y a ustedes paciencia.
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{1} Estas crónicas se escribieron hace dos años, y posteriormente ha ocurrido el fallecimiento de esta apreciable señora.
(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 137-148.)