XVI
En París.– Hotel du Pavillon de Rohan.– Los que fueron.– Palacio de Castilla.– La Prensa monárquica.– La Gorda.– La Suavidad.– En Madrid.– Los que conspiraban en París en 1869 y 70.– Jamás, jamás, jamás.– En Bayona.– La abdicación.
Por Octubre de 1868, la reina Isabel, D. Francisco, el entonces príncipe de Asturias y posteriormente Alfonso XII, las hermanas de éste, el conde de Girgenti y una pequeña parte de servidumbre, se trasladaron de Pau a París, y como no había nada preparado, vivieron los primeros meses en el Hotel du Pavillon de Rohan, hotel muy distinguido por aquel entonces; pero, al fin y al cabo, un hotel de viajeros, donde hubo de alojarse toda la familia real de España.
Entre la suite, como se dice en Francia, fueron Marfori, que había sido intendente de Palacio; D. Salvador de Albacete, el hombre menos cortado para palaciego que seguramente había en España; doña Cristina Sorrondegui; la Josefina Deaubé, una de las más antiguas y queridas servidoras de doña Isabel, que ha estado a su lado cincuenta y tres años, Losa, Dueñas, antiguo funcionario de la intendencia del Palacio en Madrid; Juanito Pérez –así le llamaban todos,– el marqués de San Gregorio, como médico, y más tarde el ilustre y caballeroso duque de Sesto, que acompañaba mucho al príncipe de Asturias, y que una noche –y esto es muy posterior en la cronología a los hechos que ahora relato,– estando con el príncipe patinando aux-flambeaux en el Bois de Boulogne, oyó un rasgo del precoz ingenio de D. Alfonso XII, quien habiendo resbalado, y cuando el duque iba a sostenerle, exclamó:
–Déjame; quiero ver cómo se levanta solo un príncipe caído.
A pesar de cuanto dice Daudet, la etiqueta es menos severa cuando los reyes están en el destierro, y así se explica que un simple criado como yo, y criado de un servidor de la dinastía caída, pudiera oír conversaciones de los Señores, como todavía se decía entonces.
En los primeros meses de la emigración, fueron a París el conde de Cheste, el general Gasset –después marqués de Benzu,- el general San Román, el general Reina, el general Calonge, Martín Belda, Valero y Soto, Tomás Rubí, Orovio, que vivió en el hotel Helder, y que presumía de dirigir las cuestiones de Prensa, y un Sr. Fragenas, padrastro de Rosario Zapater, una de las mujeres más inteligentes que he conocido en España, gran música y hasta gran literata, amiga de la infanta Isabel, y que con el pseudónimo de «Una dama española» escribió por aquellas épocas novelas cortas, como ahora se dice, que seguramente eran de gran inspiración y mérito.
Un gentil hombre –creo que de los llamados de casa y boca o del interior, apellidado Lapazarán, y cuya hija casó con Venturita de la Vega, hermano de Ricardo e hijo del inolvidable D. Ventura,– se ocupó en buscar alojamiento a propósito para doña Isabel, y después de cierto periodo de tiempo, se encontró el Palacio Basileuski en la Avenue Kleber, y que después se llamaron; el Palacio, de Castilla y la Avenue, du Roi de Rome.
Instalada ya la Corte en ciertas condiciones, principiaron a iniciarse los trabajos para la Restauración; para la Restauración de doña Isabel, en la que se pensó desde 1868 hasta 1873.
Lo mismo el conde de Cheste que el general Calonge, que Reina, y que todos los que intervinieron en los trabajos, pensaron siempre pura y simplemente en restaurar la monarquía en la persona de la reina Isabel.
Únicamente mucho después, cuando Don Antonio Cánovas, me parece que de acuerdo con Salaverría, dirigía la política de la reina, se pensó en la abdicación, cuya acta –iba a decir que firmamos,– que firmó mi amo, sería curioso saber dónde se encuentra.
¡Qué candideces tienen los emigrados! Lo mismo los de unas causas que los de otras.
Que llega el día primero de año, y el emperador Napoleón III, pour ses etrennes, le regala unos juguetes al entonces príncipe de Asturias; pues Francia nos ayuda y estamos a las puertas del palacio de la plaza de Oriente. Que el conde de Cheste lleva a D. Alfonso a Roma a que haga su primera comunión, recibiéndola de manos de Su Santidad; pues la iglesia está a nuestro lado y la Restauración va a ser un hecho. Llega a París el marqués de Monistrol, y manifiesta que en Barcelona tiene muchos amigos la dinastía caída; pues Cataluña está con nosotros. Y mayor candidez que todas éstas, la de los estúpidos que porque prestaron servicios, se figuraban que iban a ser algo cuando la Restauración se hiciese, como si la lealtad a las personas tuviera nada que ver con los destinos de la patria, y como si de la misma manera que la Restauración se hizo para los revolucionarios que pedían batallones para sofocar el motín de Sagunto, la República, el día que se haga, si se hace, no haya de ser para los conservadores.
Los reyes, por serlo, no dejan de tener instinto de conservación, y en tal sentido su política debe racionalmente consistir en atraerse al enemigo, y si no despreciar, por lo menos, prescindir del imbécil que, fanático por la institución, sacrifica a lo que cree su deber lo que podría ser su conveniencia.
Ni la familia entonces ex reinante, ni ninguno de los que la acompañaban, alguno de los cuales había ya hecho frecuentes viajes a España, creían ni por un momento que la Restauración tardaría en hacerse más que algunos meses; tan cierto es que la humanidad cree siempre como artículo de fe aquello que desea.
El primer periódico español que defendió en Madrid la monarquía hereditaria, el Gobierno representativo, y en el artículo programa habló también el primero del partido liberal conservador, fue La Independencia, propiedad de mi amo, continuación de El Noticiero de España: se principió a publicar en Madrid el 1.º de Diciembre de 1868; lo dirigía Manuel Ossorio y Bernard, y en las colecciones que debe haber en la Biblioteca Nacional puede comprobar este dato cualquiera que lo dude.
Más tarde apareció El Siglo, que redactaban Bremón, D. Juan de la Concha Castañeda, Sabando, periodista ilustre, olvidado hasta la hora de su muerte por sus antiguos amigos; Gutiérrez Aguilar, Cuartero, inspiradísimo poeta y distinguido periodista, y algún otro a quien no me atrevo a alabar. La partida de la porra, institución curiosísima, de la que me ocuparé a su tiempo, hizo una visita a las oficinas del periódico, zurró a algunos de los redactores, y para mí tuvo funestas consecuencias aquel hecho, porque destruyeron parte de la imprenta, que era propiedad de mi amo, que con este motivo me rebajó el salario.
En Madrid se publicaba ya La Gorda, saladísimo periódico satírico que fundaron, si no me acuerdo mal, Ramón Chico de Guzmán, Juan José Herranz, Santiago de Liniers, y en el que escribieron Garrido y muchos otros. El día que el periódico se echó a la calle, fue tan extraordinario el éxito, que hubo ejemplar que se vendió a dos duros. Nadie supo en mucho tiempo quiénes eran los redactores de aquel periódico, y me acuerdo que en uno de los viajes que hice a Madrid oí un diálogo, que pasados treinta años, no se me olvida.
El café de la Iberia, que estaba en la Carrera de San Jerónimo, en el mismo sitio que hoy ocupa la tienda New-England –y no es reclamo,– era el centro de la política, y principalmente de los políticos exaltados. Se hablaba allí de freír interinamente los hígados a los que tomaban parte en la redacción de La Gorda, y en el referido café se encontraron dos redactores.
–¿Has visto qué éxito, chico?
–Extraordinario –contestó uno de ellos;– pero yo me voy, porque tengo una jaqueca horrorosa.
–No te preocupes; eso es miedo.
Y realmente si en aquellos días llegan a saberse los nombres de los redactores de La Gorda, no les arriendo la ganancia.
Bien quisiera yo aquí decir algo de lo que pudiera llamarse Prensa de la Restauración y Prensa alfonsina; hablar de El Eco de España, fundado por el inolvidable Don Agustín Esteban Collantes, uno de los hombres de más mérito y más ingenio con que ha contado la política española, y cuyos aforismos, más o menos humorísticos, han pasado a la posteridad. Decía el Conde: «Si quieres ser feliz en la política y en la sociedad, come con el Gobierno, pasea con la opinión y duerme con tu mujer.» Y solía añadir: «En la realidad del Gobierno, no olvides este principio: Toma y resiéntete.»
Algo podría decir de El Tiempo, fundado por el marqués de Bedmar y López Martínez, y en el que escribieron D. José García Barzanallana, D. Plácido Jove y Hevia, Pedro Mendo Figueroa, Pepe Cárdenas y algún otro que tampoco puedo ni alabar ni nombrar. El Tiempo estaba en la calle del Florín, creo que en el mismo local que después ha ocupado El Español, y allí, como en El Eco de España, se hicieron brillantes campañas en favor de la Restauración.
Fueron también periódicos alfonsinos muy significados, fundados y sostenidos exclusivamente por mi amo, sin auxilio de ningún género como lo habían tenido otros periódicos, El Porvenir y El Diario del Pueblo. Este último, en el que escribían Juan José Herranz, Pepe Fernández Bremón, Ricardo de la Vega, Pepe Cabiedes, Muñoz, Muro y otros, fue uno de los primeros periódicos hechos a la moderna, anticipándose treinta años en la confección y en la propaganda a los diarios de gran circulación. Se anunció con cuadros disolventes en la Puerta del Sol, en el núm. 4, en el balcón del dentista Nogués; y entre una vieja azotando a un chico, y la catedral de Burgos, aparecía un anuncio de El Diario del Pueblo, que decía así:
«Este diario, como ves,
se va a dar a un precio módico.
Por cuatro reales al mes
se te servirá el periódico.»
Fue el primero que pretendió, siendo alfonsino, hacer una hoja popular; se vendía por la calle; publicó en folletín Los ingleses en el Polo Norte; llegó a una gran tirada para entonces; fue casi el eco del Círculo Popular Alfonsino, establecido en la calle de Jacometrezo; pagó muy buenos sueldos, para aquella época, a sus redactores y arruinó a su propietario y director, que estuvo muchos años pagando compromisos adquiridos. En cambio… tuvo grandes posiciones después y distrito seguro siempre que hicieron las elecciones los conservadores. (¡Si se lo hicieran bueno!)
Había un comité de prensa, del que formaban parte D. José Salamanca y el marqués de Goicoerrotea, que contribuyó a ayudar los periódicos del partido; pero que no tuvo ocasión de hacer nada por El Diario del Pueblo, que se hizo a palo y entusiasmo seco.
También tuvo gran boga otro periódico satírico que primero se llamó La Suavidad, y luego La Mosquita: lo redactaban Saturnino Collantes, el barón del Castillo de Chirel, que se llamaba Carlos Frígola; Eduardo Lustonó, Alcalde Valladares y otra persona que fue quien lo fundó y a quien se le formaron diez y ocho causas criminales; por cierto que el periódico se hacía cada día en una casa, y ya después de haber sido visitadas muchas por la partida de la porra, un día, para despistar las iras populares, se publicó un número diciendo que la redacción se había trasladado a la Posada del Peine, y el entonces propietario de este establecimiento publicó en La Correspondencia un comunicado poniendo a La Suavidad como pelo de conejo, con cuyo comunicado resultó haciendo una gran propaganda al periódico, por lo cual decía un redactor, que hoy es un personaje:
«De un confín a otro confín
de España, reine quien reine,
no vi mayor zarramplín
que el señor Don Antolín,
dueño del mesón del Peine.»
La Época seguía sus valiosos trabajos defendiendo los intereses de la Restauración con la autoridad y el talento que han sido peculiares a esta publicación y con la actividad y el instinto periodístico que distinguían A D. Ignacio José Escobar, primer marqués de Valdeiglesias.
El Diario Español, propiedad del conde de la Romera, Dionisio, como solíamos llamarle, publicaba artículos de Salvador López Guijarro y de Paco Botella, que eran muy leídos y que hicieron de El Diario Español un periódico callejero; y algunos otros periódicos se publicaron defendiendo los intereses de la Monarquía y del partido liberal conservador.
En París, y ya es hora de que vuelva a las tristes márgenes del Sena, como decía Martínez de la Rosa –porque caigo en la cuenta que, indicando que hubiera querido decir algo de la Prensa alfonsina, he dicho más de lo que debía en esta crónica y me he apartado del objeto principal de ella, abarcando, en lo que a prensa periódica se refiere, casi toda la época de la Revolución,– volviendo a París, diré a ustedes que por el año de 1869 se fundó allí una hoja que se titulaba El Telégrafo Autógrafo, que dirigía Garcí Fernández, y que, con el aspecto de correspondencia puramente de información, fue la primera que habló de alfonsismo cuando no se pensaba aún en la abdicación de Doña Isabel.
Tuvo esta hoja mucha boga: La Época, El Imparcial, La Correspondencia de España, La Fe, El Puente de Alcolea, El Eco de España y muchos otros periódicos tomaban sus noticias y lo citaban a diario, y en la misma capital de Francia muchos conspicuos monárquicos, y el mismo Orovio, solicitaban su publicidad.
Era París por el año 1869 y 70 un verdadero campamento de conspiradores españoles; Doña Isabel encargó en diferentes épocas de los trabajos de la Restauración al conde de Cheste, al general Calonge, al general Lersundi –uno de los militares más enérgicos y más simpáticos que ha tenido el Ejército español,– al general Gasset, al general Reina, a D. Tomás Rodríguez Rubí, y alrededor de estos personajes iban y venían emisarios, algunos de los cuales, conspirador de oficio, si no era bien recibido en el palacio de Castilla, solía irse a la rue Chevau la Garde, donde vivía D. Carlos, que tenía también montado su centro de conspiración cuando eran carlistas muchos que hoy no lo son, y cuando Pablo Morales tenía el banderín de enganche.
Entonces Vallejo Miranda escribía en Le Gaulois artículos defendiendo a Prim; Valentín Gómez, el simpático escritor y autor dramático, era carlista militante; el marqués de Valdegamas pertenecía a la corte de Carlos VII; Salvador Albacete, que vivía en l’Avenue du Roi de Rome, número 10, intervenía en el laudo entre Doña Isabel y Don Francisco; se publicaba un periódico en español que se llamaba Los Monos Sabios, y en la rue Neuve des Capucines, núm. 24, sobre la Maison Giraud, vivía una familia española, en cuyo salón solían reunirse Belda, Gasset, San Román y algunos otros, donde se redactó el Manifiesto al Ejército del marqués de Benzu, y donde pasaron parte de su vida algunos seres que ya han muerto y nacieron otros que me son muy queridos.
Otro gran centro de trabajo y de propaganda monárquica importantísimo, lo constituyeron en Bayona los condes de Heredia Spínola, cuya casa fue punto de reunión constante de las más ilustres personalidades de aquel partido, Moyano, Reina, Catalina, Coronado, muchos militares y muchos escritores; Herranz, Bremón y algunos más, concurrían a aquella casa donde la lealtad y la distinción tenían representación legítima.
Cuando Prim lanzó su célebre frase jamás, jamás, jamás, refiriéndose al príncipe Alfonso; cuando El Imparcial hablaba de la X; cuando, a pesar de multiplicarse los círculos conservadores, se fueron las gentes convenciendo, como decía cierto Senador, de que la cosa no era tan mollar, tomaron nuevo rumbo las conspiraciones borbónicas, como en Madrid se las llamaba, y ya iba mucha menos gente a oír las predicaciones del padre Claret en San Nicolás.
Y de estas y otras cosas hablaremos, si a ustedes les parece, en otra crónica.
(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 185-199.)