XIX
Basta de política.– La Farmacia.– Su nacimiento.– Sin Reglamento.– El cólera.– Los socios.– El Regatero y el P. Laforga.– Felipe Ducazcal.– Antonio Zamora.– Los que quedan.– Recuerdos.
Fatigado el lector, no sólo de lo soporífero, pedestre y congrio de mi estilo, sino de leer constantemente en estas crónicas noticias de revoluciones, algaradas carlistas, sesiones célebres y todo aquello que se relaciona con esa lucha de cincuenta años, en que nos vamos encargando de deshacernos los unos a los otros; fatigado también yo de hablar siempre de lo que con la política se relaciona, quiero en esta crónica ocuparme de algo, más alegre y voy a resucitar los tiempos de La Farmacia, en cuyo establecimiento también fui portero, porque, como habrán ustedes podido observar, he servido a toda especie de amos.
¡La Farmacia, por donde han pasado todos los que fueron jóvenes y alegres allá por los años de 1875!
Si hablara el entresuelito de Fornos, cuánta anécdota y cuánta cosa curiosísima podría contar, no sólo desde el punto de vista social, sino que hasta desde el punto de vista político.
Creen muchos que La Farmacia se fundó en los entresuelos de Fornos; no es así; La Farmacia se fundó en los Jardines del Retiro, en el verano de 1875, siendo arrendatario de ellos Pepe Vallés, en sociedad con Felipe Ducazcal y Mariano Gonzalvo.
Por entonces, los anuncios del Doctor Garrido llamaban poderosamente la atención, y llegó a ser una frase usual, para demostrar que una persona estaba siempre en un mismo sitio, la de decir: «Siempre en mi farmacia»; y como en el sexto banco a la izquierda de la entrada de la plaza de conciertos del Retiro comenzaron a sentarse los amigos de los empresarios, y como el Dr. Garrido estaba Luna, 6, y el banco era el sexto, y los amigos eran siempre los mismos, se empezó a llamar a aquella reunión La Farmacia. Allí nació; en el invierno se reunieron algunos meses en el piso principal del café de Madrid, pasaron de allí al Inglés, y, por último, al año siguiente, al entresuelo de Fornos, donde continuaron hasta su disolución.
Era una Sociedad sumamente curiosa: no había ni Presidente, ni Secretario, ni Reglamento, ni nada que se pareciera a organización, que era cordialmente odiada por todos los individuos que formaban la Sociedad. El nombramiento de socio consistía en una medalla que se acuñó por el farmacéutico Julio Escosura, y existía entre los socios una unión y una especie de masonería del mejor gusto que les permitía, no sólo el llegar en las bromas y rasgos del buen humor hasta la originalidad, sino que practicar la caridad hasta un punto que, si La Farmacia se examina con imparcialidad, aquella Sociedad tan alegre era una verdadera obra de beneficencia.
Nos reuníamos después de media noche y en medio de nuestra algazara –yo también me reía a pesar de ser un simple doméstico,– el que necesitaba una recomendación eficaz, padrinos para un lance o para un bautizo, dinero para enterrar a un pobre, socorro para que una familia no se acostase en ayunas, no tenía más que subir al gabinete de Fornos, y con sólo ser amigo de un farmacéutico, encontraba lo que necesitaba.
Artistas, escritores que empezaban su carrera, personas que perdieron su posición, provincias inundadas, todo encontraba amparo en esta tertulia que, valiéndose de mil medios, reunía socorros para los desgraciados al mismo tiempo que no perdonaba ocasión de echar a broma las cosas más serias de la vida. Prueba al canto: cuando se declaró el cólera en Madrid, los farmacéuticos cenaron en los Jardines del Retiro vestidos con los trajes de locos de La redoma encantada. Con que si quieren ustedes prueba mayor de lo que nos afectaban las desgracias por aquel entonces, pueden buscarla, porque yo no la encuentro.
De allí salió cierta noche para ver a un Ministro de la Gobernación un farmacéutico célebre acompañando a dos antiguos empleados a quienes se pensaba jubilar.
–Señor –le dijo al Ministro,– son muy viejos, no sirven para gran cosa; pero tienen muchos hijos; y como me han prometido morirse pronto, ruego a usted que no los jubile por ahora.
En aquella Sociedad había de todo como en botica: Alcaldes de Madrid como Bogaraya y Paco Martínez Brau; actores como Arderíus, Calvo, Vico, Vallés, Zamora, Romea y otros; Diputados cesantes, ricos que se pagaban cenas opíparas, pobres que se contentaban con un modesto chocolate.
Iban también un cura y un torero: el Regatero y el P. Laforga. Los dos han muerto y los dos han dejado recuerdos indelebles en la generación que hoy es casi vieja.
Era el Regatero hombre finísimo, torero de conocimientos y de corazón, que vistió de corto hasta los últimos años de su vida, y que siempre estaba dispuesto a hacer un favor a sus semejantes.
El P. Laforga, de quien tanto y tan bien se ocupó Blasco en el Ateneo de Madrid, era un hombre originalísimo y de excelentes condiciones morales.
Lo que él decía: «Que voy al escenario de los Bufos, que tuteo a las coristas, que si se tercia me bebo unas copas de manzanilla, que hasta he estado para ser apoderado de un matador de todos: cierto; pero siempre voy vestido de negro.»
Y al lado de estas originalidades era un hombre dispuesto siempre a sacrificarse por el prójimo; cuando estaba Villacampa en capilla, me consta que propuso a una persona el servicio siguiente:
«Me visto de cura y debajo de paisano, pido permiso para ver al general, le doy mis hábitos y mis gafas negras, sale él con gran tranquilidad, yo me quedo en la celda, y cuando me encuentren veremos qué son capaces de hacer conmigo.»
Viven todavía en Madrid muchas familias, viven muchos hombres que deben recordar la forma descocada con que sabía practicar la caridad el P. Laforga.
Felipe Ducazcal, el inolvidable Felipe Ducazcal, fue uno de los farmacéuticos más asiduos, y todavía recuerdo –porque en aquella Sociedad de lo que principalmente nos ocupábamos todos era de dar bromas sangrientas– la cara que puso cuando le simulamos un contrato por virtud del cual había de exhibir en el Retiro dos magníficos elefantes blancos.
Se llevó la cosa con tal diplomacia, recibió tales telegramas y tales cartas, que, con todo lo listo que era, cayó y se ocupó de buscar en Madrid alojamiento para dos elefantes blancos que habían de llegarle al día siguiente.
Cuando se enteró de que había sido una broma de sus compañeros, él la rió más que nadie, y exclamando «maldita sea mi suerte», nos convidó a cenar.
Antonio Zamora, que era un gran galán joven y un hombre muy culto, tenía, sin embargo, la manía de la erudición y de la bibliografía.
Para tomarle el pelo, le hablamos de ciertas ediciones tomadas de un manuscrito etrusco sobre el mamurra, ediciones que sólo habían existido en nuestra imaginación.
Zamora, para darse pisto, dijo que las conocía, y, por una habilísima serie de trabajos, le llegamos a poner en tal estado, que hizo un viaje a Barcelona de su propio bolsillo para adquirir los citados libros.
Cuando volvió, naturalmente, sin ellos, hubo quien creyó que le iban a dar unas viruelas.
Y, sin embargo, tomó la cosa a risa, porque allí se había convenido en no enfadarse jamás.
Personas altísimas por su rango visitaron «La Farmacia», que, en cierto modo, había contribuido a la restauración alfonsina, porque en su seno había alfonsinos muy caracterizados, y aunque estaba prohibido hablar de política, arrimaban el ascua a su sardina. Tuvo aquella Sociedad una boga y un relieve parecido al que tuvieron desde el año de 1835 hasta el de 1850 las que se llamaron «Partida del Trueno» y «Sociedad de los Trece»; pero se distinguió de aquéllas en que raro era el día que no llevaron a cabo algún acto de caridad.
Por ahí andan todavía algunos farmacéuticos, unos haciendo esfuerzos extraordinarios para conservar todavía aspecto de buenos mozos, y otros completamente entregados, que seguramente leerán con gusto esta croniquilla, que les recordará épocas bien felices de su vida.
Aquel Madrid, aquellas épocas turbulentas del final de la revolución, del 3 de Enero de Pavía –a quien todavía parece que veo paseándose con Romero (no Robledo, sino aquel chiquitín de los anteojos), después de haber sido el amo de España, y sin meterse en nada;– aquellos tiempos en que nos daban en los Jardines del Retiro la noticia de la muerte de D. Manuel de la Concha, y, sin embargo, íbamos al día siguiente a oír Los cuatro sacristanes, de Ricardo de la Vega; aquella época en que el cabecilla Villalaín amenazaba con venir a la calle de Alcalá a cortar el tranvía, cuando no sabíamos si íbamos a ser federales o carlistas, el consolidado a 10 por 100 y los billetes de los toros más altos que los del Tesoro, tenía encantos extraordinarios, y es que todavía la política se informaba en la pasión y había algo, algo que no fuera egoísmo y defensa del cupón, la renta o la chuleta.
Y en todo ese periodo, hasta que por mutua voluntad de los socios, por la muerte de algunos y por la vida de familia que adquirieron otros, concluyó la tertulia, «La Farmacia» fue popularísima en Madrid.
Disuelta por acuerdo de los supervivientes, una partida de juego ocupó su local y pretendió seguir llamándose «La Farmacia». Se mandaron rectificaciones a todos los periódicos: en «La Farmacia» no se había jugado nunca.
(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 219-227.)