XX
Entrada de D. Amadeo.– En Atocha.– Una carta.– Doña Victoria.– Las nuevas Cortes.– Los carlistas.– La Commune.– El Hôtel de Ville.– Los incendios.– D. Diego Coello y Quesada.– Comunistas refugiados en España.– La primera crisis.
El 2 de Enero de 1871 hizo su entrada en Madrid D. Amadeo de Saboya.
El día era de un frío horroroso y la atmósfera social y política era aún más fría; la idea de que se trataba de un monarca extranjero le había conquistado la antipatía de una parte del pueblo, y estas antipatías eran hábilmente explotadas por alfonsinos y republicanos.
Sin embargo, ya lo he indicado en una de las últimas crónicas en que me he ocupado de política retrospectiva; el valor personal es grandemente prestigioso en España, y el Rey D. Amadeo de Saboya, vestido con el uniforme de Capitán general, a caballo, altivo, sereno, tres cuerpos delante de su comitiva, al dirigirse desde la estación a la basílica de Atocha, donde estaba el cadáver del Marqués de los Castillejos, se ganó la voluntad de la multitud.
En aquellos mismos días, el día 1.º de Enero de 1871, llegó a Madrid mi amo, encargado por la Reina Isabel de comunicar noticias sobre la entrada de D. Amadeo, y aún debe existir en los archivos del palacio Basilewski una carta suya, en la que se hacían las siguientes apreciaciones:
«La entrada ha sido fría, pero la ha calentado mucho el valor personal del Rey: entrar a gobernar un país, y por primer acto público ir a visitar el cadáver del hombre de Estado que lo ha traído al Trono, y que precisamente por esto ha sido asesinado días antes de la llegada del Monarca, constituye un acto de valor y de energía que indudablemente ha hecho mucho efecto. En el estado de desorganización en que vivimos, un Jefe que demuestre energía y valor personal se ganará muchas simpatías; sostener lo contrario es un absurdo.»
Me consta que se escribió esta carta, porque yo, en mi calidad doméstica, la eché al correo; por cierto que el sobre iba dirigido a un Mr. Benedé.
La visita a la basílica de Atocha, que el cromo y la fotografía han perpetuado, fue solemnísima, y, parodiando a un escritor moderno, podría decirse que el silencio que reinó algunos minutos alrededor del cadáver del general Prim era tan solemne que sonaba.
¡Qué diferencia entre aquella escena y las algazaras con que el nuevo Monarca era presentado antes y después de este día a las Corporaciones oficiales por un distinguido político y escritor que invariablemente principiaba todos sus discursos dirigidos a las Corporaciones y Autoridades con las siguientes frases: «Ahí le tenéis; hijo de cien Reyes, viene a gobernarnos en momentos difíciles, &c.!» Y luego añadía al paño, dirigiéndose al amigo que tenía más cerca: «¡Como si lo de gobernarnos fuera fácil!»
Desde la basílica de Atocha fue el Rey al Congreso; allí el Regente resignó sus poderes en la Asamblea, y prestó D. Amadeo juramento de fidelidad a la Constitución española.
Se oyeron algunos vivas, pocos, y la comitiva se dirigió al palacio de la plaza de Oriente, donde había escasa concurrencia.
No tardó muchos días en llegar a Madrid Doña María Victoria, joven, simpática, de instrucción bastante completa, virtuosa y que en lugar de ganarse por estas circunstancias las simpatías de la sociedad madrileña, fue blanco de sus iras y hasta objeto de cuchufletas, que si demostraban ingenio, acusaban una gran falta de cultura.
El primer Ministerio de D. Amadeo lo constituyeron el Duque de la Torre con la Presidencia y Guerra, Martos en Estado, Ulloa en Gracia y Justicia, Moret en Hacienda, Sagasta en Gobernación, Ruiz Zorrilla en Fomento, Beránger en Marina y Ayala en Ultramar.
Este Ministerio de conciliación lo fue solo en la apariencia, y desde el primer Consejo de Ministros existió un dualismo alarmante.
Disueltas las Cortes, que habían de reunirse el 3 de Abril de aquel mismo año, se hicieron unas elecciones siendo Sagasta ministro de la Gobernación y Romero Robledo Subsecretario.
Hubo una coalición de federales y carlistas, y el Gobierno, por su parte, apeló a todo género de recursos para lograr una mayoría más aparente que real.
Según decía un republicano de entonces, hoy hombre de orden, eminentemente conservador y algo más que ministrable, aquellas elecciones fueron pistonudas.
Entonces se pronunció por primera vez una frase que luego ha traspirado al público, y que con mucha gracia pinta la forma en que en España se ha hecho y se hace política.
Pedían un distrito para cierto joven precoz, también hoy eminentemente conservador y serio, y un muy allegado al Ministro de la Gobernación decía: «No tengo distritos; los últimos que tenía están en poder de los revendedores.»
En las nuevas Cortes trajeron los carlistas sesenta Diputados, y fue el director de esta minoría D. Cándido Nocedal, el joven Ministro, como se llamaba en 1856, que en el Parlamento y fuera del Parlamento tanto agitó al país por aquel entonces.
Era D. Cándido Nocedal hombre de gran ilustración, profundo ingenio y palabra fácil é insinuante. De muy muchacho fue progresista y miliciano; muy joven, ministro de la Reina Isabel; más tarde, casi fundador del partido que se llamó neo, y últimamente jefe parlamentario del partido carlista.
Tenía mucho ingenio, y cuentan que habiendo sido muy amigo de D. Patricio de la Escosura, le decía en cierta ocasión:
«Mira que este es un país notable: llamarte tú Patricio y yo Cándido tiene mucha gracia.»
Como escritor, lo fue Nocedal de grandísimo mérito; aunque no hubiera hecho más que el prólogo a las obras de Jovellanos, merecería la reputación que ha dejado.
En aquellas Cortes de D. Amadeo se trató de reformar la Constitución, y con este motivo hubo discusiones acaloradísimas.
Por Marzo de aquel año se desarrollaron en París los sucesos de la Commune. Terminada con la derrota de Francia la guerra franco-prusiana, el 18 de Marzo, en la rue Rívoli, se formó la primera barricada comunista, y en el Hôtel de Ville se constituyó la Commune.
Servía yo entonces en París; mis amos habían salido durante el sitio y vivieron primero en Biarritz y luego en Deauville; yo vine a la capital a recoger algunas cosas de la casa y tuve la satisfacción de aguantarme en París toda la Commune.
Un Pierre Guiguet, portero que era de la casa número 18 de la chausée d’Antin, donde estaban establecidas las oficinas del Telégrafo Autógrafo, hoja de información publicada en París, en castellano, y que por entonces copiaban mucho todos los periódicos de España, era amigo íntimo de Félix Pyat y fue un personaje en aquellos sucesos.
Como el Telégrafo Autógrafo era de mi amo, y yo amigo de Guiguet, conocí a Flourens, a Donbruski, a su querida, que recorría las barricadas con vestido negro, el pelo suelto y escotada, y a muchos sujetos que fueron personajes en aquellos días.
La noche en que ardieron el Tribunal de Cuentas, el Palacio de la Legión de Honor, las Tullerías y otros edificios, París no se parecía a nada, y aún me da miedo recordar el que pasé entonces.
Era cónsul de España Calvo y Teruel, y como el consulado estaba en el barrio de los Campos Elíseos, se trasladó interinamente a la plaza de la Magdalena, en un piso segundo, encima del restaurant Durán; allí se puso la bandera española, y yo, que había llevado muchos recados de mi amo al consulado y que conocía al cónsul y había tratado a Trigueros y a Márquez, y a Carralón y a Ochoa, me refugié allí, porque las cosas, sobre todo desde que los versalleses entraron en París, se iban poniendo muy feas para los extranjeros.
Al pasar una columna del ejército por el boulevard Haussmann, de la casa número 102 salió un tiro. Subieron los soldados; tenía allí su domicilio D. Diego Coello y Quesada, periodista ilustre que estaba fuera de París: encontraron en su casa un criado suyo, también español, y se lo llevaron al cuartel de la Pepinière, sencillamente para fusilarlo; tuve un arranque, y cuando el cónsul nuestro fue a reclamarlo, fui yo con él y pude cerciorarme de la seguridad que allí disfrutaban los extranjeros.
Si todavía vive aquel desgraciado y estos renglones llegan a su conocimiento, se acordará de la lucha que nos costó salvarle la vida.
Aquellos días fueron horrorosos: las columnas de Versalles, en llegar desde la plaza de la Concordia a la Magdalena tardaron tres días, ardieron muchas casas, sobre todo las de las esquinas de la calle de San Honorato, y alrededor de la Magdalena se fusiló a los comunistas en tropel.
Desde el 19 de Marzo hasta fines de Mayo fue terrible la estancia en la capital de nuestra vecina, y como, naturalmente, salieron de París muchos comunistas y se escaparon por donde pudieron, vinieron a España, y la forma en que habían de ser trasladados por nuestro Gobierno produjo grandes cuestiones en el Ministerio y en el Parlamento.
Y ahora caigo en la cuenta de que todos los párrafos que he dedicado a los sucesos de París tienen poco que ver con la ilación de estas croniquillas; pero son hechos para mí tan presentes, que si no temiera fatigar al lector, aún había de contarle otros muchos incidentes, que son exclusivamente en mi boca la memoria y el criterio del vulgo.
A causa de la venida de los comunistas; con ocasión de los sucesos del 18 de Junio, en que los ultramontanos de todas las fracciones quisieron solemnizar en el Congreso el aniversario de la elevación al solio pontificio de Pío IX, con cuyo motivo se dieron de cachetes algunos diputados; con haberse suspendido la procesión del Corpus, porque no había crédito en el presupuesto para sufragar sus gastos; con la proposición de Labra para democratizar las leyes de Ultramar; con la guerra tremenda que los partidos republicano y alfonsino hacían a la dinastía de Saboya, criticando sin piedad desde el rey, a quien llamaban Macarronini, hasta los lacayos, que calificaban de langostas porque llevaban librea encarnada; con una Prensa que lo discutía todo y en todas las formas, se quebrantó aquella que parecía una conciliación y vino la primera crisis de D. Amadeo. Fue nombrado presidente D. Manuel Ruiz Zorrilla, durante cuyo ministerio se desarrollaron sucesos públicos y privados que, si ustedes no se cansan de leer, daré a conocer en otra crónica.
(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 229-238.)