Filosofía en español 
Filosofía en español


XXII

Algo de sociedad.– La Condesa de Montijo.– Eugenia Montijo.– En Francia.– El Duque de Rivas.– Las reuniones de Cruzada Villamil.– Los primeros revisteros de salones.– El joven del discurso.– Saraos y fiestas en el palacio de Montijo.– El Joven Telémaco en la quinta de Carabanchel.– El minuet.

En una de mis crónicas anteriores, y considerando que todo no ha de ser política, prometí hacer una relativa a las reuniones de casa de la señora Condesa de Montijo, en cuyo palacio también he servido y conservo algún dato.

Por espacio de muchos años, los que cuando menos son hoy hombres y mujeres de cierta edad, al hablar en su juventud de los salones distinguidos, decían la Montijo, la Buschental y la Torrejón, con esta democracia que en España ha existido siempre.

La Condesa de Montijo, de esclarecida casa, al quedar viuda, dedicose a la educación de sus hijas, que por su rango, su belleza y sus virtudes, fueron el más rico florón de la buena sociedad madrileña por espacio de muchísimo tiempo.

Casada la mayor con el Duque de Alba, todavía los que vamos siendo viejos recordamos aquel proscenio del teatro Real, donde una de las damas más distinguidas y más virtuosas reinaba dando pruebas de su buen gusto, de sus virtudes y de su ingenio.

Eugenia Montijo, o la de Teba, como la llamaba todo Madrid elegante, conoció en Inglaterra al Príncipe Luis Napoleón Bonaparte, después Napoleón III, Emperador de los franceses, quien, prendado de la hermosura y condiciones de nobleza y carácter de nuestra ilustre compatriota, después de cinco años de relaciones, la hizo su esposa, poniendo a sus pies su corazón y su corona.

La de Teba, que tanto se había distinguido en Madrid por su ingenio, por su gracia y por su animación, al convertirse en Emperatriz de los franceses dio, lo mismo que su madre, pruebas evidentes de su esclarecido talento, habiendo llegado a ser queridísima y respetada en Francia.

Allá por los años 1854 y 55, cuando se verificó en París la primera Exposición Universal en el Palacio de la Industria, en los Campos Elíseos, había en la sección de Bellas Artes un cuadro que representaba a la Emperatriz de los franceses rodeada de sus damas; jamás pintor alguno soñó un rostro más bello ni un continente más distinguido que el que ofrecía el retrato de la que todavía llamábamos los españoles Eugenia Montijo.

Bella, feliz, amada de su pueblo, inteligentísima y reinando por la ley y por el afecto, la soberana que recibió en París al ejército aliado, después de la toma de Sebastopol; que hizo el viaje a Suez, verdadera feerie del esplendor y de la grandeza; la que vio convertirse París en la más coqueta, limpia y espléndida población del Universo, pasó después por la amargura de Sedán, y, sobre todo, fue herida en su corazón de madre por la terrible muerte de su hijo.

Tuvo la aureola de la nobleza, la juventud, la dicha y las grandezas, y para que nada faltase a llenar esta vida de esplendores, tiene hoy, y ya desde hace tiempo, la de la desgracia, que lleva con la conformidad y el talento con que supo llevar una corona.

No hay español que haya vivido en sociedad, desde el año 48 hasta el 70, que al oír hablar de la Emperatriz de los franceses no se haga un honor en dirigirla mentalmente un respetuoso saludo, desde el modesto rincón en que se encuentre.

En la época de que me ocupo había en Madrid tres salones, todos de gran distinción y en los que la política solía entrar por algo. El de la Condesa de Campo Alange, el de María Buschental y el de la Condesa de Montijo.

Este último, cuyos esplendores no sospechan los que hoy pasan por la Plaza del Ángel, era una verdadera maravilla, sobre todo para aquellos tiempos; el palacio de Teba, o de Ariza que dicen los cultos, tenía un salón estucado de blanco y revestido de oro –que antes se había llamado la sala amarilla,– que fue el primero que en Madrid se soló con parquet de maderas finas. La escalera, con tibores, estatuas de alabastro y flores y palmeras de salón, era una verdadera preciosidad, y el gabinete azul, el comedor y todas las dependencias resultaban de un lujo y de un confortable, que, según decían los que entonces comenzaban a hacer revistas de salones, era imposible describir.

Por aquella casa han desfilado todas las hermosuras de la buena sociedad: Carmen Molins, la Marquesa de este título, la Princesa Pía de Saboya, la Duquesa de Medinaceli, la de Fernandina, la de Medina de las Torres, la de Tamames, la de Castellá, la Fuenrubia, y otras muchas, unas que ya han muerto y otras que viven. De tal tono eran las reuniones de la Condesa de Montijo que llegaron a inspirar celos a los bailes que daba la Reina madre Doña María Cristina de Borbón en su palacio de la calle de las Rejas.

Eran aquéllos unos hermosos tiempos: por entonces se celebraban tertulias literarias en casa del Duque de Rivas; los señores de Osma daban bailes en el palacio de Villahermosa; Gertrudis Gómez de Avellaneda recitaba sus versos en los salones distinguidos; se daban representaciones dramáticas en casa de la Duquesa de Medina, y la gente de letras, Viedma, Manuel Palacio, Ayala, Navarro Rodrigo, Picón, Fernández y González, Castro y Serrano, Eguílaz, Serra y algunos otros se reunían en casa de Cruzada Villamil, y fueron más tarde a engrosar las tertulias literarias del marqués de Molins, donde se escribió El Belén, de que ya me he ocupado en otra crónica.

Por entonces se principió en España a hacer revistas de salones, y cultivaron este género Albareda, Asquerino, Girón, Alarcón y Navarrete, que por Pedro Fernández y por Asmodeo, tan conocido ha sido en este género de literatura.

Pero observo que me separo del objeto principal de esta crónica, que es hablar de los salones de la Condesa de Montijo, donde, según un escritor moderno, se bailaron por primera vez en España los lanceros.

Las reuniones de la Montijo, cualesquiera que fueran los acontecimientos políticos, no se interrumpían nunca, y alternaban con las grandes fiestas, las que podrían llamarse, y entonces las llamaban así, tertulias semanales.

Sirviendo yo unos helados, y en mi calidad doméstica, he oído cantar óperas en aquella casa a la Duquesa de Alba, a la señorita de Cueto, y a las de Vázquez Queipo, y a las de Roca de Togores. El día que se inauguró la galería árabe, fue presentado en aquellos salones un joven de distinguida familia, pero de poquísima práctica social.

La Condesa le ofreció la casa, y el entonces imberbe pollo, aferrándose al clak que tenía en una mano, en un momento de silencio, dijo casi a grito pelado:

–Señora, yo no tengo casa; pero en nombre de papá y mamá, &c.

Un respetabilísimo hoy hombre público le interrumpió diciéndole: «Suspenda la oratoria.»

Y el pollo de entonces, ya hoy bastante machucho, fue conocido durante muchos años en los salones de la Condesa, y casi en todo Madrid, por el joven del discurso.

En las reuniones que se celebraban todos los domingos en el palacio de Montijo se sabían las noticias políticas antes que en las Cámaras; allí se hablaba de arte, de literatura y hasta de las rivalidades de las Duquesas de Alba y de Medinaceli, que se disputaban el cetro del buen gusto.

Eran en la ópera los tiempos de Mario, de la Ortolani, de Tamberlick, de Selva; en el teatro Valero, Romea, Matilde y la Teodora tenían sus respectivos partidarios, que en aquellos salones discutían sus méritos, y como nuestra aristocracia ha sido siempre un si es no es flamenca y aficionada al toreo, también solía haber discusiones sobre si Pepete era mejor que el Tato, o Cúchares valía más que Desperdicios.

Algunas primaveras las reuniones se trasladaban a la quinta de Carabanchel, a cuya quinta, que había presenciado tantas fiestas, se retiró a llorar la Condesa de Montijo después de la muerte de la Duquesa de Alba.

Por espacio de mucho tiempo estuvieron cerrados los salones del palacio de la Condesa, hasta que en 1866 volvieron a abrirse y se dieron allí conciertos sacros y se cantaron óperas, donde tuvo uno de sus mayores triunfos Elisa Luján, que cantó con Olivares y con Guayard, y por entonces se dio en el palacio de Teba el primer baile de niños en honor de las hijas de la Duquesa de Alba.

Volvieron las fiestas en la quinta de Carabanchel y representaron El Joven Telémaco actrices y actores de este fuste: Elena Prendergast, Elisa Luján, Enriqueta Cabarrús, Marta Nueros, Carlos Romrée, Vejerano, Canga-Arguelles y otros.

Después de la Revolución de 1868, por el mes de Octubre o Noviembre, volvieron a abrirse los salones de la Condesa de Montijo, asistiendo a ellos, al lado de los antiguos alfonsinos, elementos importantes de la nueva situación.

Por Enero de 1872 se celebraron en Madrid también dos grandes fiestas, con objeto de solemnizar los días del que entonces todavía se llamaba Príncipe Alfonso. Una en casa de Heredia Spínola, y otra en casa del Marqués de Alcañices.

El 72 y 73 menudearon los saraos en el salón de la Condesa de Montijo, y fue muy notable el en que se bailó el minuet. Lo organizó el maestro Barbieri, el autor español que ha escrito más música alegre y retozona y que seguramente ha tenido más conocimientos musicales, y lo bailaron los Condes de Peña Ramiro y los Marqueses de la Romana, de Martorell, de Bogaraya y otros.

La muerte del Emperador Napoleón interrumpió de nuevo las recepciones de la Montijo, que volvieron en el periodo que antecedió a la Restauración a tener mucha importancia, sobre todo política, tanta que el manifiesto de Sandhurst se leyó públicamente seis días antes de la proclamación de D. Alfonso en el palacio de la plaza del Ángel.

Las reuniones de la Condesa de Montijo han representado en Madrid, durante más de treinta años, todo el movimiento de la vida aristocrática, social y casi literaria de la Villa y Corte.

Muchos que hoy son conocidos hombres públicos y linajudos grandes, han hecho allí papeles de galán; la mayor parte de las respetables mamás, y aun alguna abuela de la rancia aristocracia española, han hecho ingenuas en casa de la madre de la Emperatriz de los franceses; los más afamados poetas y escritores han leído allí sus versos y sus producciones, se han desarrollado y fraguado intrigas políticas, se han hecho muchas caridades y socorrido mucha necesidad, y cosa rara, tratándose de una mansión aristocrática por excelencia, la casa de la Montijo ha tenido en Madrid siempre cierta popularidad.

Si de las clases altas y distinguidas que han frecuentado aquellos salones va ya quedando poco, y de otros no ha vuelto a saberse hace muchos años, calculen ustedes cuál habrá sido la dispersión entre los de escalera abajo.

Yo, que era un mozo de comedor –como se decía entonces– bastante plantadito, soy hoy barrigudo portero y no me quejo.

He visto a un antiguo tronquista de la casa, de mayoral en el tranvía de las Ventas.


(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 251-261.)