XXIV
Cuatro sacristanes.– Los carlistas.– Enero de 1873.– El Cuerpo de Artillería.– La abdicación.– 11 de Febrero de 1873.– Tres Reyes.– Manifestaciones.– El Poder Ejecutivo.– Las Cortes Constituyentes.– Muchos Ministros.– Moriones y Primo de Rivera.– Dos carteles.– El cantón de Cartagena.– Proyectos.
Cuando Ricardo de la Vega, el saladísimo sainetero a quien media docena de inexpertos e imbeles –me parece que esta palabreja viste bastante– empiezan a considerar congrio, escribió Los cuatro sacristanes, hizo una verdadera pintura del país, haciendo oír, a un mismo tiempo, la Marsellesa, la Marcha Real y la Pitita.
Estas tres sinfonías nos acariciaban por igual en Enero de 1873, y cuando las Cortes volvieron a reunirse, la insurrección carlista era formidable en Cataluña; Lizárraga, en Guipúzcoa, mandaba fuerzas poderosas; la disciplina del Ejército estaba algo relajada; la monarquía de D. Amadeo quebrantadísima, y los antiguos unionistas, que habían apoyado al Rey y a la situación, en tal estado con ella, que la esposa del general Serrano dimitió el cargo de camarera mayor de Palacio.
Y en estas circunstancias vino el conflicto del Cuerpo de Artillería.
Me parece que fue el 9 de Febrero, cuando la Gaceta publicó el decreto reorganizando dicho Cuerpo; y es justo hacer constar que si entonces D. Amadeo hubiera querido derramar sangre española, apoyado en ciertos elementos, hubiera podido hacer una resistencia que tal vez hubiera cambiado el curso de la Historia de España.
Pero no fue así: molesto el Rey por el tiempo que llevaba de lucha y por la falta de atención que se había tenido con su esposa, decidió abdicar la corona por sí y en nombre de sus sucesores, y el mismo 9 de Febrero se lo comunicó a Ruiz Zorrilla. Los conspicuos de aquella época decían que no había más que dos caminos: la disolución de las Cortes y la formación de un ministerio conservador, o la abdicación del Rey.
Y así llegamos al 11 de Febrero.
La noche del 10 al 11 estuvo llena de peripecias. A la una de la madrugada entraba en la Presidencia el Capitán general Sr. Pavía, acompañado de los jefes y oficiales de su Estado Mayor; el Duque de la Torre fue con Topete y Malcampo a ver a Ruiz Zorrilla y recomendarle que no abandonase su puesto; se adoptaron precauciones militares por las fuerzas del Ejército, y el comandante en jefe de la Milicia Nacional, que era un Sr. Carmona, pasó la noche en la Plaza Mayor.
Mientras tanto, Madrid se divertía como siempre, y recuerdo que en el teatro Real se cantaba El Moisés, en la Zarzuela Sueños de oro –obra que también estaban soñando muchos personajes,– en Eslava se estrenaba un apropósito titulado Esto y aquello, y en la Alhambra, un Ministro presenciaba tranquilamente la representación de una obra titulada Un año después.
Yo, que continuaba siendo hujier, recuerdo de aquella sesión permanente que principió el día 10 y terminó el 11; los Ministros estaban en su despacho cambiando impresiones, como ahora se dice, y Rivero quería principiar la sesión a toda costa. Les mandó tres recados, y, por fin, logró que entraran en el salón de sesiones, y Figueras hizo una pregunta a Ruiz Zorrilla, a la que éste contestó que, efectivamente, el Rey le había manifestado su decisión irrevocable de abdicar.
La abdicación la escribió D. José Olózaga, y tenía párrafos tan sustanciosos como éste:
«Conozco que me engañó mi buen deseo. Dos años ha que ciño la corona de España, y la España vive en constante lucha, viendo cada día más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente anhelo. Si fuesen extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados, tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles, todos invocan el dulce nombre de la patria, todos pelean y se agitan por su bien, y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible atinar cuál es la verdadera, y más imposible todavía hallar el remedio para tamaños males.
»Lo he buscado ávidamente dentro de la ley y no lo he hallado. Fuera de la ley no ha de buscarlo quien ha prometido observarla.
»Nadie achacará a flaqueza de ánimo mi resolución. No habría peligro que me moviera a desceñirme la corona si creyera que la llevaba en mis sienes para bien de los españoles; ni causó mella en mi ánimo el que corrió la vida de mi augusta esposa, que en este solemne momento manifiesta, como yo, el vivo deseo de que en su día se indulte a los autores de aquel atentado.
»Pero tengo hoy la firmísima convicción de que serían estériles mis esfuerzos e irrealizables mis propósitos.
»Estas son, Sres. Diputados, las razones que me mueven a devolver a la Nación, y, en su nombre, a vosotros, la corona que me ofreció el voto nacional, haciendo renuncia de ella por mí, por mis hijos y sucesores.
»Estad seguros de que, al desprenderme de la corona, no me desprendo del amor a esta España, tan noble como desgraciada, y de que no llevo otro pesar que el de no haberme sido posible procurarle todo el bien que mi leal corazón para ella apetecía.– Amadeo.– Palacio de Madrid, 11 de Febrero de 1873.»
Procedió D. Amadeo con gran sinceridad y formó cabalísimo juicio de España. Algún tiempo después, creo que fue durante la Exposición Universal de París de 1878, cuando las relaciones de familia entre D. Carlos y la Reina Isabel se habían suavizado, siendo D. Amadeo comisario de Italia en aquel gran Certamen, se reunieron un día en el Palacio de Basilewski la Reina Isabel, D. Amadeo y D. Carlos, y es fama que los Reyes cesantes y el Rey pretendiente convinieron en la dificultad de gobernar al pueblo español, que, a pesar de lo realista que parece, ya mató a Ataúlfo porque no le conducía a nuevas conquistas, y con aquello de que «Nos, todos juntos, valemos más que Vos» y otras cosillas, no ha solido tener gran respeto por la autoridad real.
Al Mensaje de D. Amadeo contestó la que se llamaba Asamblea Nacional con un documento largo, firmado por Rivero, Balart, Moreno Rodríguez, Benot y Cayo López, en el que, como compensación, se ofrecía al Rey la dignidad de ciudadano en el seno de un pueblo independiente y libre.
Aquel día, 11 de Febrero, hacía mucho frío; había nevado, como nevó el día en que entró el Rey, y a pesar de esto, los espíritus estaban mucho más caldeados que los cuerpos.
En los alrededores del Congreso, la multitud bullía; se profirieron muchas voces; Figueras habló al público y le dijo: «De aquí saldremos muertos o con la República votada.» El Senado fue en corporación al Congreso para constituir la Asamblea Nacional; Figuerola se sentó a la derecha de Rivero, y los Ministros, y muchos personajes que se habían acostado monárquicos, se sintieron republicanos.
Justo es decir que la proclamación de la República se hizo con bastante orden; sólo un grupo de los que se hallaban apostados cerca del Congreso se dirigió a la Puerta del Sol dando vivas y produciendo algunas carreras; por lo demás, el pueblo de Madrid, como siempre que ha sido dueño de sus destinos, no se lanzó a ningún exceso.
Se constituyó el Poder Ejecutivo, nombrando Presidente a Figueras; a Castelar, Ministro de Estado; entrando en los demás Ministerios Pi y Margall, Salmerón y Alonso (D. Francisco), Echegaray, Córdova, Beránger y Becerra. Se constituyó la Asamblea Nacional de 1873, que me parece sólo celebró treinta y una sesiones, porque en 1.º de Junio del 73 fueron convocadas las Cortes Constituyentes. En este período de tiempo, desde 11 de Febrero hasta 24 de Abril, en que se disolvió la llamada Comisión permanente, hubo alguna crisis; entrando en el Ministerio Tutau, Acosta, Nouvilas, Pierrard, Oreiro, Chao y Sorni.
Las Cortes Constituyentes de 1873 a 74 duraron desde 1.º de Junio del 73 a 8 de Enero del 74, y en este tiempo fueron Presidentes del Poder Ejecutivo Figueras, Pi y Margall, Salmerón, Castelar y el general Serrano; Ministros de Estado, Muro, Maisonnave, Soler y Pla, Carvajal, Sagasta y Ulloa; de la Gobernación, Pi y Margall, Maisonnave, Carvajal, García Ruiz y Sagasta; de Gracia y Justicia, Moreno Rodríguez, del Río, González (D. José Fernando) y Martos; de Hacienda, Tutau, Ladico, Carvajal, Pedregal y Echegaray; de Guerra, Figueras, Estévanez, González Iscar, Oreiro, Sánchez Bregua y Zabala; de Marina, Oreiro, Anrich, Sánchez Bregua y Topete; de Fomento, Chao, Benot, Pérez Costales, González, Gil Berges, Balaguer y Mosquera, y de Ultramar, Sorní, Suñer y Capdevila, Palanca, Soler y Pla, Gil Berges y Balaguer.
En siete meses y ocho días ocurrieron tantas crisis, que esta crónica se haría interminable si pretendiese decir siquiera dos palabras de cada una.
Fueron Presidentes de las Cortes, Orense, Salmerón y Castelar.
Al llegar al período de la España republicana, para el que como yo mira los hechos y las cosas desapasionadamente, justo es hacer constar que es muy difícil juzgar una forma de gobierno en un país que no estaba todavía preparado para ella, cuando esta forma de gobierno ha durado tan poco como duró la República en España.
Claro es que desde que se proclamó, se formaron Juntas revolucionarias en toda España, que, naturalmente, la emprendieron con los Ayuntamientos, notándose en el país grandísima agitación.
No tuvo la República tiempo más que para defenderse de los que la atacaban; sin la presencia del general Pavía en Vitoria, cuando relevó a Morlones, tal vez éste y Primo de Rivera hubieran demostrado prácticamente la poca simpatía que les inspiraba el nuevo Gobierno.
En medio de los acontecimientos de todo género que se sucedían, lo mismo los hombres políticos que Madrid, conservaban el buen humor.
Por aquella época, Nicolás Estévanez, a quien he llevado muchos recados de parte de mi amo y a quien he tenido el gusto de tratar como puede tratar un portero a un ex-ministro, fue también Gobernador de Madrid y colocó a la puerta de su despacho un cartelito que decía: «El Gobernador de Madrid no tiene destinos, ni dinero, ni paciencia, ni nada.»
¡Cómo habrían fatigado a Estévanez, que siendo, como es, un hombre correctísimo y amable como pocos, entrañable con sus amigos y trabajador como ninguno, se decidió a poner el referido cartelito!
Fue también muy popular otro cartel que se pegó en las esquinas cuando Pedregal fue nombrado Ministro. Decía así: «¿Quién es Pedregal?»
El público no lo sabía entonces, pero los que después le han conocido, los que le recuerdan en su trato íntimo con Gabriel Rodríguez y Azcárate, que formaban en el Ateneo aquel, que mi amo llamaba triunvirato de racionalistas místicos; los que le han conocido como abogado y como político, han podido contestar al cartel diciendo que era una inteligencia de primer orden, un político honrado y serio, un hombre de caballerosidad y de sinceridad indiscutibles.
También dio mucho juego la pierna del general González Iscar, Gonzalón, como solía llamársele: siempre que quería oponerse a algo que hacían sus compañeros de Gabinete, decía que se le hinchaba la pierna, se encastillaba en su domicilio, y paralización absoluta en toda clase de resoluciones.
Y antes de entrar en el cantón de Cartagena, en el Estado catalán, &c., &c., y considerando que van ya dos crónicas seguidas de política retrospectiva, en la próxima he de ocuparme de algo muy español y muy popular y muy curioso, y tan llana e interesantemente contado, como yo acostumbro.
Ya saben ustedes que perdí a mi pobrecita abuela.
(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 275-285.)