Filosofía en español 
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XXVI

Inauguración de la Plaza de Toros.– Crisis.– La rifa del Pardo.– Las obras de la Plaza.– Arquitectura.– El acto.– Las circunstancias.– La corrida.– La gran bronca.– Hechos curiosos.– Animación.

El viernes 4 de Septiembre de 1874 se verificó la inauguración de la nueva Plaza de Toros de Madrid.

Ni los sucesos del 54 y los del 56, ni el 3 de Enero de Prim, ni el 3 de Enero de Pavía, ni nada, ha conmovido tanto a la capital como este suceso, que paralizó la vida pública y privada.

Con decir a ustedes que coincidió la inauguración de la Plaza con una crisis ministerial, y que las gentes apenas se ocuparon de política; con añadirles que la primera sesión que celebró el ministerio, es decir, la primera reunión que tuvieron aquellos ministros, creo que fue en el palco de la Plaza de Toros, está dicho el interés que a altos y a bajos produjo este suceso.

La política, la aristocracia, la banca, todas las clases directoras se creyeron en el deber, para no perder sus prestigios, de asistir a la corrida inaugural.

Y en cuanto a las clases dirigidas, recuerdo un hecho, que creo que he citado ya en otra ocasión, y que prueba el anhelo que tenían por acudir a la fiesta.

Había por entonces una rifa muy popular que se llamaba de los Asilos del Pardo, que repartía billetes a precios muy baratos y que daba premios grandes y algunos muy pequeños, y el día 2 de Septiembre de 1874 oí a un albañil, en la plaza de San Jacinto, la siguiente frase, dirigida a una mujer que le acompañaba.

«Si me caen mañana tres duros en la rifa del Pardo, empeño dos colchones y nos vamos a los toros.»

Por aquí pueden ustedes juzgar cómo todas las clases sociales se preocuparon de este acontecimiento.

Las obras de la Biblioteca han durado gran número de años; todas, y principalmente las públicas, se suelen eternizar en nuestro país, y las de la Plaza de Toros se hicieron en poco más de un año. Las dirigieron los arquitectos D. Emilio Rodríguez Ayuso y D. Lorenzo Álvarez Capra, auxiliados de D. Ángel Teresa Marquina, también arquitecto. Fue contratista D. Manuel Salvador López y aparejador general Don José Morón. La cantería corrió a cargo de Pepe Abascal –así se le decía entonces– y los hierros los dieron Bonaplata, de Madrid, y los Ibarra, de Bilbao. Los carpinteros fueron D. Vicente Álvarez y D. Miguel Rojas, y el pintor D. Antolín Bañus.

Se me presentaba ocasión de lucir mis conocimientos arquitectónicos –también he sido criado de un delineante– y podría hacer algunos párrafos como los que cierto crítico, muy en boga entonces, escribía al dar cuenta de la inauguración.

Véase la clase:

«La piramidación de las formas centrales del frontón da mucha esbeltez al conjunto del edificio, y proporciona una artística variedad a la inevitable monotonía de una línea horizontal, si sólo se hubiera dejado aparente toda la longitud del caballete del tejado y la paralela línea de la cornisa. De manera que el efecto estético que produce la fachada no puede ser más agradable y aun grandioso.

«Penetremos en el interior por una cualquiera de sus diez amplias puertas de tres metros de anchura: ¡cuánta magnificencia va a cautivar nuestras miradas! El aspecto de grandiosidad romana que tienen los bien distribuidos tendidos y excelente construcción de notable obra de sillería granítica; unido esto a las espaciosas gradas y elegantísimos palcos, con esbeltas columnas de hierro, que soportan y enlazan calados arcos árabes; todo, todo contribuye a causar una agradable y severa impresión artística, capaz de satisfacer las más exigentes aspiraciones de la crítica.»

¡Lo que varía el estilo con el transcurso del tiempo!

Desde las primeras horas de la mañana del día 4 no había en Madrid más preocupación que adquirir billetes para la Plaza, y eso que los madrileños estaban muy desconsolados, porque el día no se presentaba claro y espléndido, y faltaba el sol, ese gran farol de las fiestas populares, como decía una revista de por aquel tiempo.

No eran los momentos más a propósito para fiestas. España estaba pobre y triste, abrumada con un pasado de inútiles glorias y caminando entre charcos de sangre de hermanos; pero, así y todo, Madrid fue a los toros, y al volver llenó desde los más aristocráticos restaurants hasta todos los figones, merenderos y tabernas del camino de la Plaza.

Hubo, por consecuencia, pan y toros.

Los palcos estaban cuajados de las bellezas de aquel tiempo, y como era todavía la época en que las peinetas y las mantillas blancas representaban una tendencia política, y como el alfonsismo estaba al caer, la mayor parte de los palcos eran de oposición, según decía mi amo, que entonces era joven, y que por cierto gastó 55 duros en cuatro delanteras. Las tres personas que le acompañaban han muerto ya. ¡Quién sabe la vida que le estará reservada a mi pobre señor –porque todavía le visito de cuando en cuando, y ya es lo que se llama un pobre señor!

Pero observo que esta nota fúnebre, que se me ha venido involuntariamente a los puntos de la pluma, tiene tanta oportunidad como la que tuvo aquel ciudadano que cuando se bailaba una galop infernal para cerrar un baile de máscaras del teatro Real, repartía por el salón unos papelitos impresos con purpurina dorada y sobre fondo negro, que decía:

«Mira que te mira Dios,
mira que te está mirando,
mira que te has de morir,
mira que no sabes cuándo.»

¡A los toros!

Landeaux, carretelas de doble suspensión –en 1874 era muy de moda ir en bandeja,– berlinas, victorias, calesas –todavía fueron dos a la inauguración de la Plaza,– ómnibus, simones y toda especie de vehículos se precipitaban por la calle de Alcalá, y el buen humor se traducía en las mil formas externas en que se presenta la locura humana.

Presidió el conde de Toreno, y se corrieron tres toros de D. Anastasio, que se portaron regularmente. Del mismo ganadero debía ser toda la corrida; pero, cosas de España, se escaparon tres toros y hubo que sustituirlos por tres de Navarro, que también sólo fueron regulares.

Picaron Melones, el Francés, Canales y Cangas, y el Gallito Chico se lució como banderillero.

Gerardo, que tomaba aquel día la alternativa de manos de Rafael, dio un espantoso golletazo, y, a pesar de que iba muy majo, con traje color salmón y oro, fue estrepitosamente silbado.

Currito mató el segundo, pinchando muchas veces, y siendo también ovacionado Con una grita regular.

Rafael, que entonces era más joven, observación que acredita mi profunda perspicacia, y que vestía traje azul turquí y alamares negros, pasó treinta y ocho veces, pinchó en hueso, descabellando después al primer intento.

El cuarto lo mató también Rafael de dos estocadas y con otro descabello, siendo muy aplaudido.

El quinto fue el toro de la corrida, y aunque dicen que no hay quinto malo, como el bicho estaba tuerto y el público lo diqueló, para que en la corrida inaugural hubiera de todo, se armó una bronca que todavía me resuena en los oídos.

En la Plaza cada uno hacía lo que le daba la gana, incluso el toro, que dejó tres caballos muertos, y como nadie se entendía, Rafael subió a la presidencia y le explicó al conde de Toreno que el bicho era tuerto del derecho, y entonces se mandó retirar el toro al corral en medio de una verdadera confusión y de una gritería como la Plaza no ha presenciado otra.

El sexto lo mató Gerardo, que fue ovacionado con otra silba monumental, y el toro de gracia, porque lo hubo, murió ignominiosamente de varios pinchazos.

Ocurrieron dos hechos que llamaron mucho la atención.

Después del despejo, un caballero, cuyo nombre no cito, porque es hoy una persona respetable, vestido de levita y con sombrero de paja, atravesó la Plaza con andar majestuoso como los héroes de Homero y dio lugar a una grita, que recibió con tal impavidez y donosura, que estoy seguro que los aficionados antiguos recuerdan todavía.

Hubo una procesión entre barreras para exhibir las moñas, y quien se cayó de los tendidos para lograr acercarse a aquellos preciosos objetos, que, según decía un crítico de entonces, no eran moñas del toro, porque si lo fueran las llevarían puestas.

Con motivo de los billetes, es decir, de la forma en que la Comisión nombrada por la Diputación provincial cumplió su cometido, hubo como siempre cuestiones de etiqueta, de etiqueta o de cuartos, que no sé cómo calificarla. No se asignaron a la Prensa localidades, y únicamente un periódico taurino, que se llamaba El Tábano, gozó de este privilegio; los demás periódicos pagamos. Yo era repartidor de uno y me acuerdo que compré los billetes.

Por la noche, hasta muy tarde, duró en Madrid la animación que el estreno había producido; los Jardines del Retiro –entonces el restaurant lo tenía Fornos y estaba en pleno Parque, mucho más agradable que ahora– estuvieron de bote en bote, y ni la guerra carlista, ni la crisis, ni las noticias cantonalistas, ni el estar el signo de crédito a diez y medio, ni nada, fue bastante a quitarnos el buen humor y el entusiasmo por la fiesta nacional, porque, como decía mi amo, y basta de cuernos, «todo esto sólo prueba que estamos en un país donde están más altos los billetes de los toros que los del Tesoro».


(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 295-303.)