Filosofía en español 
Filosofía en español


XXVII

España en Francia.– Un viaje al extranjero en 1854.– Ventura de la Vega y Ramón Navarrete.– En tres días a Francia.– Bayona.– Burdeos.– París.– Mabille.– La Exposición del Palacio de la Industria.– El Gran Hotel.– La Schneider.– Una anécdota.– ¡Eh, Lambert!– Pepita Sánchez.– Periodistas españoles de tanda.– Tirolesas.– La Judie y la Theo.– En la frontera.

Desde hace cerca de medio siglo, una parte de la vida social madrileña puede decirse que ha tenido así como una sucursal de sus medios de acción en Francia, y principalmente en Bayona y París, de forma que no huelgan en la colección de estas Crónicas dos quisicosas que, para titularlas de algún modo, podrían llamarse así: «Los españoles en Francia en la segunda mitad del siglo XIX.»

Allá por los años de 1850, eran muy pocos los españoles que hablaban el francés correctamente, y las familias de Madrazo y de Ochoa, que iban y venían a Francia con frecuencia, y cuyos vástagos, entonces impúberes, recitaban de recorrido las fábulas de Lafontaine, excitaban, a más de otras y muchas excelentes cualidades, por esta sola, la pública admiración.

Sólo Ventura de la Vega y Ramón Navarrete eran capaces de hacer arreglos del francés, y D. Juan del Peral, que vivía en París, hacía la competencia a D. Andrés Borrego, que vivía en Londres, y ambos eran considerados como dos de los españoles que más tierras corrían y habían corrido.

Verdad que un viaje a Francia tenía entonces mucho que pensar. Había dos empresas de diligencias: las generales, que salían de la calle de Alcalá, de la misma casa donde hoy está la librería de Murillo, y las postas, que fueron posteriores, y arrancaban de la calle de la Victoria.

El llegar a Bayona costaba tres días: se salía a las cinco de la mañana y se comía en Buitrago, yendo a cenar a Aranda, y con parada en Burgos, algunas veces en Briviesca, en Vitoria, en San Sebastián, y subiendo con parejas de bueyes las cuestas de Descargas y Salinas, al tercer día se llegaba a Bayona, precisamente a la rue du Gouvernement y al hotel del Comercio.

Nuestros compatriotas se extasiaban en la rue Echegaray, principalmente en un bazar en que todo lo que se vendía valía trece suses; recorrían les Allées maritimes, visitaban la catedral y una tienda de un señor Moneo, antiguo carlista que había emigrado después del convenio, y se había establecido en el comercio de sedas.

Entonces Biarritz era un pueblo pequeño que principió a tener boga cuando la Emperatriz Eugenia lo puso de moda algunos años después de compartir el trono con Napoleón III, y los españoles no solían todavía visitarlo.

Después de haber pasado dos o tres días en Bayona, tomaban el tren y se iban a París, algunos deteniéndose un día en Burdeos, con la precisa condición de alojarse en casa de Pedro Isla, también emigrado español, que había establecido una casa de huéspedes castellana. Visitaban los muelles, el Jardín de Aclimatación, el Gran Teatro, la plaza Quinconces, y a París.

Al llegar a la estación, la primera diligencia, después de haber consultado el manual de la conversación, era tomar un fiacre –todos los españoles de entonces lo llamaban así,– e ir a la rue Vivienne, número 6, donde tenía su hotel Luisa Noel, casa muy frecuentada por el público español.

Por aquel tiempo, en el Boulevard había sillas, y la gran moda consistía en sentarse frente al café Tortoni, que no existe hace tiempo, y que estaba por la altura de la rue Thaitbout: allí, siendo yo criado de una familia española, he visto muchas veces en las tardes de primavera a Martínez de la Rosa, con sus canas artísticamente peinadas y sus impertinentes de oro, timándose con las mujeres como ahora se dice. Peral, que era el literato nacional de turno por aquellos tiempos, iba al café de París; Saavedra había fundado una Agencia de anuncios, y era una de las casas españolas más visitadas; la Embajada española estaba en el muelle d’Orsay, y la columna de Vendôme, el Palais Royal, la Magdalena, el Jardín de Plantas y los Museos de Louvre, era todo lo que solían visitar los españoles.

Todavía se oía hablar en París de las loretas; el restaurant de los Tres Hermanos Provenzales era el más distinguido, el jardín de Mabille volvía locos a nuestros compatriotas, y Nuestra Señora de París, entonces que la novela de Víctor Hugo estaba fresca en la imaginación de la gente joven, nos complacía tanto, que sé de una señora que sostenía haber visto la cabra de Esmeralda en la subida de la torre.

La Exposición celebrada en el Palacio de la Industria de los Campos Elíseos, allá por el año de 1855, se creyó por algunos que era el colmo del progreso humano.

No recuerdo si Monier o Marquisse presentó una máquina en la que por un lado entraba el azúcar, el cacao y la vainilla y por el otro salían las libras hechas: fue éste el clou de aquella Exposición, y el Palacio donde se celebró el certamen pareció tan inmenso, que no se concebía mayor atrevimiento arquitectónico.

Nos entusiasmábamos viendo esculpido, entre los grandes hombres, el nombre de Lagasca el naturalista; y el español que volvió a Madrid en 1856, después de haber visitado la Exposición, era considerado como un ser superior.

Mellado, el editor, tenía casa en la rue Mazarin, y repito que el literato y periodista español de tanda era Juan del Peral.

Se verifica la apertura del ferrocarril del Norte, y de un tirón se va en tren a París. Ya está hecho el Grand Hotel, y los mismos españoles y sus sucesores, que antes se alojaban en casa de Luisa Noel, se pasean por el patio del colosal edificio.

¡Dios eterno! Había un ascensor para subir a todos los pisos, y en el quinto, por cinco francos diarios, se encontraba un cuarto; el salón de lectura era una maravilla, y aun había algunos empleados que hablaban español.

Todavía existía Mabille; la Maison Champeaux era el restaurant más feérico; la Schteneider hacia las delicias de los parisienses y de los extranjeros en el teatro de Varietés, y bastante después, cuando la Exposición de 1867, el Círculo Español se fue ensanchando. Calzado tenía sus oficinas en el boulevard de Italianos; Abaroa, banquero español muy conocido, estaba en la rue Richelieu; un industrial compatriota nuestro, cuyo nombre no recuerdo, pero que vivía cerca de la rue Tronchet, vendía pimientos, garbanzos y chocolate de la tierra. El Palais Royal constituía uno de los grandes atractivos para los españoles. Había allí un cierto restaurant Tissot, donde por dos francos se comía sopa, tres platos, dos postres y media botella de vino; las trufas no podían mascarse jamás, porque, según decía mi amo, eran pedacitos de frac viejo perfumados, y los lenguados se dudaba si era pescado o guantes en desuso; pero se comía, y el que podía llegar a tres francos, iba al Diner de París y se daba un banquete.

La Exposición del 67, aunque los ingleses la llamaban «el buñuelo», fue un gran progreso sobre la del 55; pero como no es mi ánimo hablar de Exposiciones, he de limitarme a decir que aquel París del tercer Imperio del 66 y del 67 fue muy brillante.

Se alojaban en las Tullerías el Emperador de Rusia, el de Austria y el Rey de Italia; cuentan que cierta noche los tres Monarcas en bourgeois salieron y dieron con sus huesos en una de las callejas que todavía quedaban en lo que se llamaba Isla de San Luis; no sabían volver y dudaban en acercarse a la policía, por temor de ser descubiertos.

Dirigiéronse a un obrero que pasaba, y le manifestaron que eran extranjeros y que deseaban saber cuál era el camino de las Tullerías. El obrero, que llevaba su levita sobre la blusa blanca y que era eminentemente comunicativo, fraternizó con aquellos señores y les condujo personalmente a una de las puertas de las Tullerías en la rue Rívoli.

Conmovido el de Rusia, le apretó la mano y le dijo: «Muchas gracias, señor; Alejandro, Emperador de Rusia, servidor vuestro.»

Estupefacción en el obrero, que no dijo esta boca es mía.

Como el entusiasmo es contagioso, en el acto recibió otros dos apretones de manos seguidos de estas dos tarjetas habladas:

«Francisco José, Emperador de Austria.»

«Víctor Manuel, Rey de Italia.»

Y el obrero, sin inmutarse y creyendo que era objeto de una broma, exclamó saludando: «Señores, el Gran Turco; muy servidor de ustedes.»

Histórico.

Aún se gritaba en París ¡Eh, Lambert!, antecesor de otro grito también muy parisién, ¿he ta sœur?, y casi casi apuntaban los tiempos del cri-cri.

Notabilidad femenina española de aquella época: Pepita Sánchez, que se suicidó desde su tercer piso del boulevard Haussmann.

Periodista de tanda: Carlos Ochoa.

Llega el año 69, y con las emigraciones isabelina, carlista y republicana, aumenta la concurrencia de españoles en París.

Ya se arriesgan al entresuelo del café Helder, comprenden que no es preciso vivir en el Grand Hotel, conocen el de Bacht y los hay que se atreven a vivir en el Quartier des Champs Elisées.

¿Qué más? Por esta época hay ya españoles que van al Alcázar de invierno y al concierto de Embajadores y al Horloge, y hasta que cantan, y lo que es más notable todavía, que entienden las letras de las tirolesas.

Hablan de la Judic en la Timbale D’Argent, y de Abelardo y Eloísa, y de Paulus y de la Theo, con un aplomo como si hubieran nacido en el Marais, y hasta se publican en París periódicos españoles, como El Correo de Ultramar, Los Monos Sabios y El Telégrafo Autógrafo.

Don Carlos vivía en la rue de Chevau Lagarde, al lado de un peluquero español que se llamaba Pascual Tonda; y a su alrededor había gran cantidad de compatriotas, unos procedentes del antiguo carlismo y otros neófitos. La ex reina Isabel inauguraba su Palacio de la Avenida del Rey de Roma, y toda la emigración española, los más distinguidos, no salían del patio del Grand Hotel y del Gran Café, en términos que desde este último establecimiento hasta la esquina de la rue Druot, se oía hablar más castellano que francés.

La gente joven y más alegre inundaba el café de Madrid, el Mulhouse y el Pasaje Geoffroy y de Panoramas, y de tal manera tenían los españoles invadido aquellos sitios, que era muy frecuente ver al lado de una mesa donde se jugaba al piquet a dos caballeros jugando al tute y con barajas españolas.

El periodista español de tanda por estos tiempos era D. Ángel Vallejo Miranda, después Conde de Casa Miranda, y que había escrito en El Gaulois, y dominaba el francés en absoluto.

Ya en esta época, Bayona y Biarritz eran muy familiares a los españoles. En el café Fournier, al lado de la sastrería de Silva, se ha hablado tanto de política española como en el antiguo café de la Iberia; y por lo que hace a Biarritz, terminado ya el Hotel de Francia, hecho el de París y construidas una porción de villas de propietarios españoles, era una sucursal de la buena sociedad madrileña, donde las Condesas de Sclafani, la de Fuenrubia, la Javalquinto, la de Andilla, la Duquesa de la Torre y otra gran cantidad de damas españolas, demostraron la distinción, la hermosura y la elegancia de nuestra crema. Albareda, Santa Cruz de Aguirre, los Ezpeletas, San Román, Alejandro Castro, el Marqués de Perales y muchos otros que ya no viven, frecuentaban el puerto viejo, y algunos bailaban en el gran Casino, allá por los tiempos en que Palomo era un buen mozo, y en que Mariano Plazaola y el padre León, Vicente el Valenciano, Pico el Aragonés, Juan Trigueros, Escolar y algunos otros jugaban al siete y medio en el chalet de la Plaza del Casino.

Y como hemos de darnos una vueltecita por San Juan de Luz, y decir siquiera dos palabras de los españoles en París desde el 69 hasta el 900, cortaremos aquí esta quisicosa.


(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 305-315.)