Filosofía en español 
Filosofía en español


XXVIII

La República española en el exterior.– D. Estanislao Figueras.– Los Descamisados.– Los francos en Madrid.– El 23 de Abril.– Un rasgo de Castelar.– A San Juan de Luz.– Pi y Margall, jefe del Poder Ejecutivo.– Los carlistas.– Vida social.– Doña Virtuditas.

La República española fue reconocida en los primeros momentos por el Gobierno de los Estados Unidos y por varias hispanoamericanas: Suiza dio también grandes pruebas de simpatía al nuevo orden de cosas. Francia, según decía D. Salustiano de Olózaga, reconocía de hecho, y a pesar de esto, tenía la frontera abierta para que los legitimistas ayudasen la insurrección carlista; Alemania no había reconocido, y en el exterior no se había logrado el éxito que algunos esperaban.

Por aquellos tiempos se publicó en Madrid un periódico titulado Los Descamisados, cuyo lema era el siguiente: «La anarquía es nuestra única forma.»

Y luego decía: «Todo para todos, desde el poder hasta las mujeres. Temblad, burgueses; vuestra dominación toca a su fin. Guerra a la familia, guerra a la propiedad, guerra a Dios.»

Este periódico, que parecía la manifestación de un alarmante estado social, era obra de los que entonces se llamaban reaccionarios, y produjo en Madrid un efecto inmenso.

Se atribuían a una altísima personalidad literaria ciertos versos, que creo que acaban así:

Pero, fuego de Dios, lo que más quiero
es ver colgao de un palo a mi casero.

Otro hecho de gran resonancia lo constituyó la entrada de los francos de Málaga en Madrid: vinieron como a país conquistado, y realmente parece que cobraron el barato en la villa y ex corte. Todo iba bien, hasta que cierta tabernera, de aquellas que llevan delantal de bayeta a rayas, reluciente de bandolina el pelo, anillos en las manos y mantón alfombrao –me parece que fue en la calle del Bastero,– chocó con un franco, no se ha podido saber si por cuestión de pago de unas tintas o por cuestiones de galantería, y tirándole un jarro a la cabeza, se echó la calle, pronunciando enérgico discurso, en el que apostrofaba a los madrileños sobre si tenían o dejaban de tener ciertas condiciones, y la predicación de esta cruzada produjo en las calles casi una batalla, por consecuencia de la cual los francos abandonaron la capital al día siguiente.

La guerra carlista, que tomaba proporciones; la intranquilidad que en el país había, y los trabajos de todo género que hacían los conservadores, desde los alfonsinos hasta lo que se llamaba partido conservador de la República, determinaron los sucesos del 23 de Abril, día en que fueron citadas a la Plaza de Toros, para pasar una revista, las fuerzas monárquicas de voluntarios, apoyadas por muchos elementos militares. Se reunía aquel día la Comisión permanente en el Congreso, y fueron todos los Ministros, menos Figueras, que había tenido la desgracia de perder a su esposa, y Pi y Margall y Acosta, Ministros de la Gobernación y de la Guerra, que habían determinado permanecer en sus respectivos Ministerios. Declarados en abierta rebelión los cuatro o cinco mil hombres que había en la Plaza, recibieron a tiros a las tropas del Gobierno, y, sin embargo, el movimiento se dominó a las nueve de aquella misma noche, porque los sublevados comprendieron que la ayuda militar que les había ofrecido el Marqués de Sardoal no era tan efectiva como se figuraban. Gritaron: «¡Traición, traición!», y a pesar de que se decía que Topete, Baldrich, Ros de Olano y otros generales estaban dispuestos a apoyar a los insurrectos, el hecho es que aquella noche quedó triunfante la autoridad del Gobierno y deshecha la de la Comisión permanente.

Esta célebre noche del 23 de Abril realizó Castelar uno de los hechos más hermosos de su vida. Cuando las turbas fueron al Congreso, y seguramente hubieran dado muerte a Rivero y a Echegaray; Castelar, a quien me parece que acompañaba Sorní, despreciando su propia existencia, salvó de una muerte segura a D. Nicolás y al gran dramaturgo español.

El Gobierno aprovechó los primeros momentos; destituyó al Alcalde de Madrid, nombró Capitán general a Hidalgo, dio mandos a los generales de su confianza, disolvió la Comisión permanente y convocó las elecciones para el 10 de Mayo.

Serrano, Topete, Rivero, Sardoal, Escoriaza y muchos más emigraron a San Juan de Luz; y allí comenzó una conjura contra el Poder Ejecutivo.

Reunidas las Cortes el 1.º de Junio, debían ellas mismas nombrar a los Ministros, y con este motivo salieron a la superficie todo género de ambiciones, llegando las cosas a embrollarse en términos que el Presidente del Poder Ejecutivo, D. Estanislao Figueras, se marchó de Madrid, dejando la dimisión de su cargo en manos de un Vicepresidente del Congreso.

Ausente Figueras, únicamente Pi y Margall, pensador, literato y varón tan insigne, que, aun no estando conforme con sus teorías, precisa reconocerle como verdadera gloria de la patria, podía tener autoridad bastante para recoger el Poder en aquellos momentos, y fue, en efecto, Presidente y Ministro de la Gobernación. Entonces, Sánchez Pérez, el maestro Sánchez Pérez, de los pocos escritores que no piensan en francés y que saben escribir en castellano, era jefe de una sección del ministerio, tenía su despacho en el cuarto aquel que, allá en los tiempos de González Brabo, se llamaba del Niño de la Bola, y con la misma buena fe de hoy creía en la salvación de la patria por la implantación de la Federal; estuvo para ser nombrado Subsecretario, y hombre de tales condiciones morales y de tales méritos, no ha pasado de aquella posición modesta, aquí donde hay ministros que avisan con h. A mí me citó una vez uno y estuve por no ir.

La vehemencia con que se tomaron las ideas nuevas, la baja de los valores, la continuación de la guerra carlista, hábilmente explotada por los elementos alfonsinos, a su vez apoyados, aunque de un modo inconsciente, por la gente revolucionaria emigrada en San Juan de Luz; el instinto de conservación en el ejército y otras causas, iban poco a poco preparando el movimiento que realizó el general Pavía, del que ya es tarde para ocuparse en esta crónica.

La vida social continuaba desarrollándose en Madrid como si tal cosa. El teatro Real se llamaba de la Ópera, el público se apasionaba con Lucrecia Borgia. Todavía se oía con gusto en el Circo El valle de Andorra, y se aplaudía a rabiar aquello de

Milicianos españoles,
que son buenos porque sí.

El teatro de Romea, que estaba en la calle de la Colegiata, contaba las funciones por llenos, y estaban en todo su apogeo las tertulias de Dona Virtuditas. Iban allí mi amo y varios de sus amigos, y la señora de la casa que, antes de empezar a recibir, aleccionaba a sus niñas, diciéndolas: «Hijas mías, puesto que no podemos dar otra cosa, agrado, mucho agrado», se quejaba un día a un contertulio de las libertades que se tomaban en su casa.

Y decía:

«Yo comprendo que Purita le tenga cogida la mano a Emilito Gutiérrez; me explico, aunque no está bien hecho, que Paquito, cuando sentencian las prendas, proponga siempre –y algunas veces llegue a realizar– para contentar a Carolinita, darla un beso en la perilla de la oreja; mal hecho está, mas al fin sacarán algún placer; pero, francamente, lo que es que Don Ceferino esté dando por gusto con los pies en el teclado del piano, no puedo consentirlo.»

De buena gana citaría aquí los nombres de algunos contertulios de Doña Virtuditas, pero no me atrevo. Uno ejerce autoridad, otro es magistrado del Supremo, dos son senadores e intransigentes en cuestión de moral pública y privada, y hasta uno ha cantado misa.

Lo mismo le ha sucedido a Virtuditas; es decir, no ha cantado misa, pero canta motetes en la iglesia de las Salesas.

Si se encuentran un día ella y el magistrado del Supremo, ¡qué de cosas se dirán!


(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 317-324.)