XXXV
Hacienda retrospectiva.– La ciencia y la portería.– Algo de historia de nuestras trampas.– Un poco de ciencia.– Los primeros presupuestos.– Mendizabal.– Mon.– Bravo Murillo.– ¡Qué buen país!– Impuestos religiosos.– Los Iniciados.– Un meeting y un fuego.– El edificio.
Como también he sido portero en Hacienda y servido a las órdenes de Pulido, Salvador y otros; como le he llevado muchos vasos de agua a Gascón de Cánovas y a Alegre; como conozco la casa desde los tiempos en que D. Félix Domenech era ministro, Salaverría oficial del Ministerio, los Yañes Rivadeneira directores perpetuos, Osorno y los Sánchez Ocaña hacendistas de punta, Vereterra asesor, León y Medina director de Propiedades, y todavía funcionaban las Direcciones de Contabilidad, Casas de Moneda, minas y fincas del Estado; con D. José Jenaro Villanova y el Sr. Gener; como en las porterías se aprende de todo en términos, que creo que si resucitasen Pulido y Aviñón habían de dar lecciones a Allendesalazar y a Dato; como tengo ofrecida una o dos crónicas de Hacienda retrospectiva, y como soy en esto tan competente como en todo lo demás –y con esto no me comprometo;– como el actuar de sabio en cuestiones de Hacienda viste bastante y hasta ha creado en los tiempos modernos una que podría llamarse Compañía de Jesús de la moderna contabilidad, ¿por qué he de renunciar yo a decir cuatro palabritas sobre Hacienda?
Los apuros de la nuestra se pierden en la noche de los tiempos –cuidado si es cursi y antigua esta frasecilla.
Alfonso XI, en el siglo XIII, tomaba cantidades a préstamo para sostener sus gastos; Enrique III llegó a no tener para su mesa; los despilfarros de Enrique IV produjeron la bancarrota del Tesoro; Doña Isabel la Católica empeñó las rentas de sus Estados y llegó a pedir prestado a sus propias damas para seguir las guerras; Felipe I fue tan ordenado, que cuando murió hubo que vender sus ropas para pagar a los criados; Carlos V fue un monarca glorioso, pero aquella gloria salió tan cara, que el gran emperador recomendó en su testamento que se pagasen las deudas contraídas; el gran Felipe II tuvo que vender rentas de su patrimonio para comer; Felipe III decía, en 1600, que había heredado el nombre de rey con cargas y obligaciones, pero sin rentas; Felipe IV llegó a conceder la facultad de vender vasallos de sus reinos en pago de lo que el Estado debía a los contratistas extranjeros, y lo más chusco ocurrió en tiempo de Carlos II, cuando las contribuciones llegaron a pagarse en especie, porque se carecía de dinero. No se adelantó gran cosa hasta Fernando VI, en el que varios conspicuos de la época, obispos y jurisconsultos, dictaminaron –parece que ya entonces se conocía este chistosísimo verbo– que el rey no venía obligado a pagar las deudas de sus antecesores, con cuya flamante teoría no cobró nadie, hasta que Carlos III reconoció las antiguas deudas.
En todo el tiempo de los reyes absolutos, Tesoro público y rentas de la Corona eran una misma cosa, y la idea del presupuesto del Estado nació en España con la Constitución de 1812.
Los absolutistas, allá por Marzo de 1823, decretaron una medida salvadora que consistió en un corte general de cuentas.
Posteriormente, D. Juan Álvarez Mendizábal decretó la desamortización eclesiástica, idea que ya tuvieron Jovellanos y Campomanes, y este recurso ha sido durante medio siglo el que más ha aliviado la Hacienda española, que estaba, sin embargo, tan boyante, que allá por 1841, el Ministro Surrá manifestaba que en su departamento no había nada que dar ni recibir.
D. Alejandro Mon, en 1846, estableció el régimen tributario, y por entonces se armaron tales jaleos y tales cierres de tiendas y tales cosas, que demuestran que nada es nuevo en este mundo.
Bravo Murillo, en 1851, hizo el arreglo de la Deuda –entonces ya era yo recadero meritorio del ministerio– y recuerdo que el no haber dado importancia a la cuestión de los certificados ingleses produjo el que las Bolsas extranjeras se cerraran a nuestros valores.
Y cuidado que nuestro estado social y rentístico, al principiar el siglo que va a concluir, no podía ser más brillante. Había una población de catorce millones de habitantes, de la que pertenecían al estado eclesiástico ciento setenta y dos mil; veinticinco mil seiscientos se dedicaban al comercio en toda España, veintinueve mil eran estudiantes, ciento setenta y cuatro mil criados de servicio, cuatrocientos dos mil hidalgos y nobles de profesión, y en los Hospitales, en los pocos que había, agonizaban catorce mil enfermos, sin perjuicio de los que se morían sin asistencia y en su propio domicilio.
Los impuestos por materias religiosas eran los más fuertes: Cruzada y obispos, curia romana, derechos de estola, diezmo eclesiástico, fiestas religiosas, manutención de frailes y mendicantes, mesadas eclesiásticas, misas y mortajas de difuntos, subsidio eclesiástico, y todo esto producía un total de reales 1.638.200.000.
No es cosa de seguir derrochando más hacienda ni haciendo paso a paso la historia de la nuestra. Basta saber que si hoy estamos mal, hemos estado bastante peor, y que desde Bravo Murillo hasta la Revolución del 68 no hubo otros años de desarrollo de la riqueza pública que los de la Unión liberal, en cuya época principió a afirmarse nuestro crédito.
Hasta hace muy poco tiempo, la Hacienda era una cosa así como la astronomía, cuyo conocimiento estaba sólo reservado a unos cuantos iniciados. El presupuesto era como un libro en griego para la mayor parte de los españoles; todavía hoy la cuenta general del Estado pertenece a lo que llaman en Buenos Aires el caló de la finanza; poro, así y todo, hoy se interesan y estudian las cuestiones de Hacienda muchos que antes no tenían idea de ellas.
¿Qué hubieran dicho D. Manuel Barzanallana, Sánchez Ocaña (D. Pedro), Domenech y el mismo Mon, si les hubieran hablado de periódicos financieros?
Desde 1854 hasta 1868 casi no escribían de Hacienda más que Bona, D. Jenaro Morquecho y Palma y algún otro, hasta que Moret, con los meetings y las propagandas librecambistas, empezó a aficionar a la juventud a estos estudios.
Me parece que fue por el año 60 o 61, cuando el Gobierno había dado a la juventud el camelo de crear la carrera de Administración, que yo iba mucho con mi amo, de oyente, a la clase Hacienda, de la que era profesor un Sr. Toledano, y alumnos Puigcerver, Eguilior, Silvela, Alberto Aguilera, el conde de Toreno, Saturnino Collantes y otros tontines, algunos de los cuales fueron apadrinados por Moret cuando se licenciaron en Administración.
Por esta época el meeting nos apasionaba, y recuerdo uno que se celebró en cierto antiguo teatro, en el que habló Moret y algunos más; se prolongó la discusión hasta las tres y media de la madrugada, y como al lado del teatro había un solar, y en el solar se exhibían un fenómeno y una jirafa, y ardió el tinglado en que se cobijaban las bestias –suponiendo que el fenómeno lo fuera,– se interrumpió el meeting, y se dedicaron a llevar cubos de agua y a apagar el incendio muchos que después han sido ministros. Los que vivan recordarán este hecho, y cómo aquella noche se disertó, sosteniéndose la teoría respecto a las deudas en general, de que puesto que en el mundo existe siempre el mismo dinero, lo mismo da que lo tengan unos que lo tengan otros.
Por aquellos tiempos, Gallostra no había echado a perder la entrada principal de la Secretaría del Ministerio de Hacienda, y aquellas amplias antesalas respiraban grandeza.
En lo que hoy es antesala chica del despacho del ministro estaba la Biblioteca, y algunos auxiliares: lo eran por esta época Cayetano Sánchez Bustillo, Ródenas, Perminón, Manolito Álvarez, Juan Castro, Vizcaíno, Espada, Tomé y algún otro.
Eran oficiales de Secretaría D. Rafael Cabezas, Santiago Cánovas, Fernández, Oliva; y fueron Subsecretarios, Secades, Osorno, Ocaña, con la particularidad de que entonces el despacho del Subsecretario era sumamente serio, y no parecía, como hoy, un camarino de la Casita de Arriba del Real sitio de San Lorenzo del Escorial.
Todo ha variado mucho en los últimos treinta años, y el Ministerio de Hacienda más que todo.
Únicamente los retratos del salón y la presencia de cierto empleado, a quien no cito por no llamarle viejo, recuerdan lo que fue la antigua Aduana, cuando Ángel Peña estaba en la Contaduría; Oya en la Dirección de Contabilidad: para ver al Ministro había que solicitarlo por audiencia, y cuando cierto empleado, no muy entusiasta del trabajo, tenía encima de su mesa sólo dos carpetas en las que colocaba cuantos papeles llegaban a su mano.
Una se titulaba «Fiambres» y otra «Esperando».
Aquellas dos carpetas llegaron a ser un archivo y el empleado una lumbrera. Y ahora caigo en que esto ni es crónica, ni es retrospectiva, ni es financiera.
No lo haré más; proponiéndome en las próximas terminar la relación de los hechos en que he intervenido siempre en mis funciones domésticas, y con las que seguramente tengo ya bastante fatigado al público.
(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 381-389.)