XXXVI
Viaje de verano.– La holganza y la Divinidad.– Crónicas retrospectivas.– Alabanzas propias.– El teatro Español retrospectivo.– Un libro de Ricardo Sepúlveda.– El Marqués de Villena y el Conde de San Luis.– Carlos Latorre.– Las lunetas.– Cómicos viejos.– Tonadillas.– Inocencias.– Ciento veinte noches.– Actores y actrices.– Lo que fue y lo que es.– Felipe Ducazcal y Echegaray.– Un recuerdo.
Aunque no en coche cama, ni siquiera en primera, sino como corresponde a un viejo portero del Observatorio, y aprovechando los billetes de baños, yo también he veraneado y dedicádome a la holganza, precioso derecho individual que, según un amigo mío, acerca a la Divinidad. Porque es lo que él dice: «Dios trabajó seis días, descansó el séptimo, no hay noticia de que haya vuelto a hacer nada; de forma que la manera de acercarse a la Divinidad está en la holganza.»
Con esta falta de trabajo mía han ganado los lectores de El Liberal, que no han corrido el peligro de leer mis latas, y eso que si yo fuera vanidoso creería que estos trabajos retrospectivos pueden tener algún interés, toda vez que, después de haberlos yo comenzado, escritores apreciabilísimos han solido hacer en otros periódicos artículos que, de cualquier manera que se hayan titulado, resultan verdaderas crónicas retrospectivas; lo que casi me hace creer si, a pesar de mi insignificancia, habré puesto a la moda este género de escritos.
Muerta hace años mi pobre abuela, no puedo irme a la mano en darme un bombo alguna vez que otra; después de todo, nadie se los da con tanto gusto como el propio interesado, y hasta se lo agradece de todo corazón.
Continuar todavía las crónicas políticas tendría algo de abusivo, y antes de terminarlas, y como le debo al público algunas anunciadas sobre lo que podríamos llamar materias generales, allá va hoy el teatro Español retrospectivo.
No se trata de un estudio literario, sino de algunos recuerdos sobre el que se llamó Corral de la Pacheca, teatro del Príncipe y hoy Español. Y aun siendo retrospectiva, tendrá esta crónica algo de actualidad en estos momentos en que Federico Balart de un lado y Díaz de Mendoza de otro, comunican al público sus atinadas observaciones sobre el clásico escenario.
El que busque noticias completas sobre esta materia, compre un amenísimo libro titulado El Corral de la Pacheca, compuesto por Ricardo Sepúlveda, uno de los escritores más ilustres y más modestos de este siglo, y allí encontrará datos y noticias que son verdaderamente inapreciables para los golosos literarios.
Haciendo a ustedes gracia del tiempo que medió entre el Marqués de Villena, primer autor de comedias en fabla vulgar, y el Conde de San Luis, reformador del teatro Español, y considerando que estas crónicas arrancan en 1850, en cuya época principié yo a tener uso de razón, es decir, derecho a usarla –aunque desconfío de haberlo hecho,– diré que este ilustre estadista, con quien su tiempo fue tan injusto que arrancó la lápida que se puso al frente del citado coliseo, fue el primero en proporcionar utilidades y garantir los derechos de los autores españoles.
Como he sido de todo, formaba parte del tifus del teatro Español allá por los años de 1851, cuando murió Carlos Latorre; y aún recuerdo haberme conmovido viéndole hacer Edipo, Alfonso el Casto y otros dramas que entusiasmaban a los congrios de hoy, apenas púberes entonces.
La actual generación, que no ha visto hacer comedias a Calvo padre, a Monreal, a los Romeas, a Victorino Tamayo, ni el Luis XI a D. José Valero; que no ha conocido a Joaquín Arjona haciendo el teatro de Moratín, ni ha visto a Fernando Osorio en La culebra en el pecho (lagarto, lagarto), no puede comprender lo que han valido aquellos actores cuando una luneta valía tres pesetas y cuando Miguel Cepillo se daba a conocer en El inglés y él vizcaíno, y Emilio Mario, ¡el malogrado Emilio Mario! representaba los graciosos en las comedias de Narciso Serra.
Por éstas épocas, Pepe Mata, que a mí me resulta joven –aunque hay quien dice que su edad se pierde en la noche de los tiempos,– era ya un actor distinguidísimo que ha representado el melodrama como nadie, y a quien los jóvenes han tenido ocasión de aplaudir no hace mucho tiempo en el teatro de la Comedia.
Mariano Fernández, uno de los actores más constantes en el teatro Español, que ha hecho los graciosos del teatro antiguo como nadie, cantó muchas veces en el clásico coliseo los primeros couplets que en Madrid se han oído, cantados y bailados ni más ni menos que hoy hacen los genéricos; couplets que entonces se llamaban el Trípili-Trípili, Trágala y Pelitos del dómino, Peluquín-Peluquín y Antón.
Éramos unos inocentes, íbamos al teatro por poco dinero –algunos gratis, como yo,– y no echábamos de menos el teatro con tesis, ni mucho menos el teatro intelectual, cuyo ideal en mi opinión es llegar a poner en tres actos la tabla de logaritmos.
Y muéranse de envidia los empresarios de hoy: cuando Ventura de la Vega hizo para Mariano Fernández La familia improvisada, esta obra se puso, con llenos, ciento veinte noches. Verdad que entonces no había días de moda y que éramos unos verdaderos cursis.
Cursis que han visto en el teatro del Príncipe a la Rodríguez, la Llorente, la Matilde Diez, la Teodora Lamadrid, la Pepa Palma, la Berrobianco, la Boldún, la Mendoza Tenorio, la Pepa Hijosa y otras principiantas.
Y veíamos obras de Bretón de los Herreros, Gil y Zarate, Ventura de la Vega, Florentino Sanz, Rubí, Ayala y otros desconocidos.
No todo lo que fue es mejor por haber sido, ni todo lo que es, es óptimo por ser moderno; y claro está que al dedicar un recuerdo cariñoso a los actores y a los autores que fueron en el teatro Español, no pretendo quitar su indiscutible mérito a la pléyade de actores y autores contemporáneos y modernos que honran hoy los escenarios españoles.
Una de las épocas más brillantes del teatro Español la han sostenido Ducazcal como empresario, Echegaray como autor y Calvo y Vico como actores.
Los estrenos de D. José constituían verdaderos acontecimientos literarios. La primera de La muerte en los labios no la olvidarán los que tuvieron la dicha de presenciarla, y el gran Vico, con todo lo que ha hecho, estoy seguro que no recuerda en su vida artística triunfo semejante.
En la vida de expansión que la Revolución de Septiembre trajo a España, las obras de Echegaray produjeron, con justicia, verdaderas manifestaciones populares y entusiasmos que la generación presente, más intelectual, pero menos idealista, seguramente no comprende, como no comprende aquello de ir a hacerse matar a las barricadas para defender una idea política.
Juzgar yo a Echegaray me recuerda aquel epigrama que hacíamos en nuestras mocedades, cuando poníamos en couplets a cierto gacetillero del montón, que principiaba así una noticia:
«Aconsejamos al Sr. Bretón de los Herreros, &c.» Pero como hasta a un grillo se le oye, diré que, en mi humilde opinión, ocurre con D. José Echegaray algo de lo que pasaba con el gran Castelar. Lo tenemos demasiado cerca para poder apreciar su magnitud.
Hoy el teatro Español, remozado, limpio, elegante y caro, dirigido por un hombre de la cultura y los conocimientos de Federico Balart –a quien serví de portero cuando era Subsecretario del ministerio de la Gobernación,– con actrices del mérito y del genio artístico de María Guerrero y con actores del talento de Fernando Mendoza, hará brillantísima campaña; pero no está demás que los clubmen que van los lunes con irreprochable plastón, y las señoras que llevan una pulsera con tres dijes, un Cyrano, un trébol y un cerdo, recuerden que en aquella misma sala, con sólo tres decoraciones –de las cuales una era de selva y la otra de palacio,– han hecho comedias de Hartzenbusch, del Duque de Rivas, de Ayala, de Tamayo y de otros; actores de grandísimo mérito, que cobraban sueldos muy cortos y, sin embargo, autores, actores y público rendían verdadero culto a la literatura y al arte escénico.
(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 391-398.)