Filosofía en español 
Filosofía en español


XXXVII

La Academia de Jurisprudencia.– Los intelectuales de 1860.– Los neos.– D. Cristino Martos y un sereno.– Negrete.– El latín.– Moret.– El Ateneo.– El Círculo filosófico.– La Asociación Científica.– D. José Echegaray.– Sièyes.– González Brabo.– Benavides.– Romero Robledo.

Me parece que la estoy viendo.

En el piso bajo de la casa de la calle de la Montera, núm. 22, entrando a la izquierda, enfrente de la escalera que conducía al Ateneo, estaba la Academia de Jurisprudencia, cuyo portero –no puedo ahora recordar el nombre– tenía un bigotazo y un aspecto tan serio, que mi amo, joven entonces, sostenía que más que conserje de la Academia, tenía el aspecto de ex miliciano nacional de caballería.

Hablo de verdadero tiempo viejo, de los años de 1860 a 1867, es decir, desde la presidencia de D. Salustiano de Olózaga hasta la de D. Antonio Ríos Rosas, pasando por D. Joaquín Aguirre, Posada Herrera y Nocedal.

No tenía la Academia ni el edificio ni los empleados que hoy. Carril, que afortunadamente anda por ahí bueno y sano, podrá testificar a ustedes, que él era casi el único funcionario que tenía la casa, que en estos años en que ya se elaboraba la Revolución, fue –estilo de aquellos tiempos– verdadero baluarte de la libertad.

Carulla, que era neo –partido que representaban La Regeneración y La Constancia,– por si se colocaba en un sitio o en otro un cuadro que representaba la Purísima, presentó una moción y armó un jollín mayúsculo. Por este tiempo, o un poco después, hubo una discusión célebre, que terminó entrando un sereno chuzo en ristre en el local de la Academia, después de que un hoy distinguido catedrático de una Universidad, hubo de reforzar sus argumentos sacando una pistola y haciendo exclamar a D. Cristino Martos, que presidía: «Yo, en nombre de S. M. la Reina Doña Isabel II, conjuro a los académicos y al sereno, &c.»

Testigos de mayor excepción de este incidente: Paco Silvela, Alberto Aguilera, León y Castillo, Billó y otros ex jóvenes de los que más bullían y brillaban en la Academia.

Fernández Martin, el hoy respetable mayor del Congreso, tenía la obsesión de la ley Hipotecaria, y nos endilgaba cada Memoria y cada discursito, que, aun siendo muy bien hechos y eruditos, como todo lo suyo, dieron lugar a que Paco Silvela hiciera una síntesis de la ley Hipotecaria, diciendo que era «la variación más radical que se había introducido en el Derecho desde Chindasvinto hasta Negrete».

Este Negrete fue aquel célebre Ministro de Gracia y Justicia de los tiempos de Doña Isabel, a quien la Prensa se había empeñado en acusar de bebedor, y de quien decía, no Ramón Correa, a quien se lo atribuía en otra crónica, sino el malogrado Chico de Guzmán, en una gacetilla de El Contemporáneo, por los tiempos de la guerra de África:

«Si, puesta la cosa fea,
hacen los moros rabona,
Negrete tiene una idea
que por ser suya es muy mona

Y lo chusco es que el Sr. Negrete no bebía más que agua, y cuando le dijeron a Correa, gacetillero de El Contemporáneo, que durante muchos meses, en prosa y verso, sostenía la intemperancia del Ministro, que rectificase, puesto que Negrete pertenecía a la Sociedad de la templanza, contestó:

–Yo ya no puedo rectificar; que rectifique él; que beba.

Pero con todo esto me aparto de la Academia de Jurisprudencia y de los intelectuales de aquel tiempo.

Mi amo era asiduo concurrente a la Academia, en cuyas discusiones tomaba parte, pronunciando discursos que Aguilera sostenía que eran de doscientas palabras por minuto; y yo, que le llevaba el carrik –abrigo muy de moda en aquel tiempo,– y que ya con aficiones literarias me quedaba en el público para oírles, recuerdo otro incidente que demuestra que ya la generación madura de hoy tenía por aquellas fechas tanto desmenchamen como los presentes y jóvenes intelectuales.

Mi pobre amo, que ya hoy chochea, por los tiempos que vengo narrando llevaba pantalón escocés a cuadros verdes, americana de Muñoz y Moreno, sombrero de Odone, una corbata de una valentía que ni las de Toral, y unos chalequitos de felpa que hacían sombra a los de Orovio; pero con todo esto, latín no sabía mucho, y como se arrojaba en la Academia vestido de etiqueta, y antes de ir a las tertulias de la Torrejón –que entonces eran muy nombradas,– concitaba con su tipo y su desenvoltura los ánimos de los estudiantes reflexivos, entre los que se distinguía un Sr. Pou, que no sé si vivirá para bien de las humanidades, y que era un fuerte latinista.

Presidía D. Joaquín Aguirre, y mi señor tuvo la debilidad de hacer cierta cita latina, colocando un ablativo en lugar de un acusativo, y todo esto de frac.

Levantose Pou, y ni Nebrija, ni el Marqués de Morante, ni todos los latinistas célebres del mundo hubieran podido administrar a mi amo más tremenda catilinaria sobre su ignorancia, y cuando aquél parecía anonadado y los académicos le miraban como un orador fracasado para siempre, tiró mi señorito la capa de los hombros con un aire que ni el tenor de la Lucía, y dirigiéndose al respetable Don Joaquín Aguirre, empezó su rectificación diciendo: Ego non locuor linguam latinam si bene quam Cicero, etiam si quam Pou.

Hubo que suspender la sesión. Las risotadas se oían desde la Red de San Luis, y un respetabilísimo hombre público de hoy exclamaba indignado: «Esto no es Academia: es una Sociedad dramática.»

Por esta época, Ramón de Nocedal, Puigcerver, Gutiérrez Gamero, Álvarez Guerra, Chico de Guzmán, Julio Visconti, Juanito Navarro, Alberto Aguilera, Manuel Mendo de Figueroa, D. Francisco Silvela –no le hemos de llamar siempre Paco, como en aquellos tiempos,– Díaz Gallo, Liniers, León y Castillo, Benítez de Lugo y hasta mi propio amo, constituían la crema intelectual de aquella Corporación, de que era Censor D. Germán Gamazo, que era pasante de D. Manuel Silvela.

Moret, que había acabado la carrera dos años antes que los citados anteriormente, era, por decirlo así, el portaestandarte de la juventud de aquella época, cuyo elemento reflexivo y serio representaban Ucelay y Balbín de Unquera, que eran ya casi tan serios como ahora.

D. Segismundo, cuya cultura y cuyo inmenso talento son excepcionales, que si algo tiene de censurable es el haber hecho muchas cosas bien en un país donde la actividad se llama ligereza y donde hay muchas respetabilidades serias que lo son –respetabilidades, no serias– por el hecho de haberse ocupado sólo de una cosa su vida entera, era el ídolo de los intelectuales jóvenes, y esto me lleva como por la mano a decir dos palabras de la Asociación Científica, Corporación de que me ocupé incidentalmente en otra crónica, y a la que pertenecieron muchos que después han brillado, y de los que todavía algunos relucen algo.

No nos satisfacía –observen ustedes que ya me mezclo entre los amigos de mi amo- la serena discusión de la Academia. En el Ateneo, donde algunas veces nos colábamos, con sólo subir la escalera del principal, nos miraban por encima del hombro. Teodoro, aunque nos dejaba entrar, lo hacía con aire de conmiseración; Moreno Nieto ni reparaba en nosotros; el padre Sánchez, aquel ilustre polemista, sonreía al vernos, y hasta el gato, aquel célebre gato, como que para saludarnos afilaba las uñas.

En el Círculo Filosófico, establecido en el piso tercero de la Carrera de San Jerónimo, núm. 28, Círculo que presidia Salmerón y donde se hablaba casi exclusivamente por aquellos tiempos el caló krausista, se nos miraba como unos aficionados despreciables, aunque nos conservábamos buenos dentro de nuestra propia integridad, y aunque sabíamos que para conocer, al conocerme, era necesario reflexionar dentro de nosotros mismos en propia reflexión interna, el hecho es que se nos hacia malditísimo caso.

Y entonces, para discutir lo divino y lo humano, para fundar la democracia, para poder espetar discursitos en que se citaban frases enteras del libro París en América, que apasionaba a los intelectuales de la época, establecimos la asociación Científica; yo también la fundé, puesto que llevaba a mi amo los chanclos y el paraguas, adminículos que los intelectuales se hacían llevar al templo de la ciencia cuando, después de las borrascas del salón de sesiones, amenazaba lluvia torrencial, según frase consagrada por Benítez de Lugo.

La Asociación se estableció en un bajo de cierta casa del callejón que todavía creo que se llama de la Tahona de las Descalzas. La presidían D. José Echegaray y D. Segismundo Moret; creó un periódico así titulado, Asociación Científica, que dirigía el hoy insigne novelista Gutiérrez Gamero, y allí se discutió todo lo temporal, lo eterno, la filosofía, la historia, la política, con la particularidad de que para constituirnos y aprobar el Reglamento empleamos varias sesiones, en las que, después de hablar de Egipto y de la Revolución francesa, y cuando no habíamos pasado del artículo 5.º, Silvela, que tendría entonces veintiún años, principió aquel discurso en que decía: «Si Sièyes, que tantas Constituciones intentó, entrase por aquella puerta…»

«Que pase Sièyes», gritó Quiroga y Barcia, aquel economista que para defender que todos los productos son naturales, sostenía que el frac se encontraba en el carnero. Y gracias a aquel discurso y a aquella interrupción, se aprobó el Reglamento en una noche, y para abrir boca se discutió el Cristianismo. Benítez de Lugo, que tenía grandísimo talento, hizo discursos radicales, y todos los citados anteriormente como oradores de la Academia de Jurisprudencia usaron y –Dios me perdone– hasta creo que abusaron de la palabra humana.

D. Luis González Brabo, que a pesar de haber sido político reaccionario, era un espíritu amplísimo, iba de oyente a las discusiones de la Asociación, y le decía a Don Antonio Benavides: «Estos chicos han de llegar a mucho.» Indudablemente no se refería a mí, que no he pasado de la portería.

Por cierto que esto de D. Antonio Benavides me recuerda una anécdota muy curiosa. Cuando fue Ministro de la Gobernación, allá por los años del 60, era yo ordenanza de aquel Ministerio, y el Jefe tenía por secretario a un Sr. Godínez, pariente suyo, y la costumbre de tenerme a mí de plantón en el despacho mientras recibía.

Apenas tomó posesión empezó a recibir; él, de pie, apoyado en la mesa; Godínez en un velador, tomando notas, y yo de plantón anunciando a los que entraban.

–Sr. Ministro –decía un señor, enjuto de carnes,– yo soy Gómez, Gobernador que fue de Segovia en la pasada etapa.

–Sí, ya recuerdo, Gómez (dirigiéndose a Godínez), tome usted nota del nombre y las señas de este caballero.

–Sr. D. Antonio, ya recordará usted de mí; soy Mengánez, antiguo Oficial de esta Secretaría.

–Sí, Mengánez, me acuerdo perfectamente; Godínez, tome usted nota del señor Mengánez.

Y cuando ya habían entrado veinticinco o treinta, todos recordando sus servicios, sus apellidos y sus pretensiones, cuando Godínez había tomado nota de todos, en un momento que nos quedamos los tres solos en el despacho, D. Antonio, echándose con dos dedos las gafas sobre la frente, y dirigiéndose a su secretario, exclamó:

–¡Caramba, no se muere nadie!

Y vuelta a recordar que con todas estas cosas me desvío de la Academia de Jurisprudencia, que debe su origen a la de Santa Bárbara, fundada por Carlos III en 1730 en el oratorio de Padres del Salvador, de la villa y corte de Madrid: más tarde se fundó la Real Academia de Derecho civil y canónico de la Purísima Concepción, en la que se refundió la antigua de Derecho civil y canónico, y por fin, en 1836, se dispuso la reunión de las varias Academias de Derecho en una sola, de que es sucesora la actual, y que debe a D. Francisco Romero Robledo el tener edificio propio, el que se le diera el título de Real, y el que se aumentase la subvención del Gobierno de S. M.; por todo lo cual, Romero Robledo será siempre figura importantísima en la historia de esta Corporación.


(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 399-410.)