XXXIX
Inauguración del teatro Real de Madrid en 19 de Noviembre de 1850.– La ópera en España.– Barbieri.– La ópera y la Iglesia.– Precursores de Wagner.– El simbolismo.– El conde de San Luis.– La política.– D. José Salamanca.– Santa Isabel.– La moda.– Hermosuras que fueron.
El 19 de Noviembre de 1850 se inauguró el teatro Real con la ópera La Favorita, y yo, cuyo amo era entonces un pollo, muy pollo y muy repandú, como dicen los franceses, logré colarme en el paraíso, y todavía recuerdo cómo cantó la Alboni el Mío Fernando y cómo Gardoni se hizo aplaudir en el Spirto gentil.
Ha pasado medio siglo, y solamente entre los jóvenes redactores del futuro periódico Gente Vieja, entre los senadores vitalicios y entre media docena de devotas actuales –buenas mozas de entonces– podrá haber acaso quien recuerde aquella solemnidad.
La ópera italiana constituía por aquel tiempo una interesante novedad, y eso que el género lírico dramático era en España conocido mucho antes de que los italianos nos importaran su espectáculo.
El malogrado Barbieri, cuya erudición en estos asuntos es bien conocida, prueba que en la Edad Media se representaban en las iglesias verdaderas óperas, con argumento litúrgico y con decoraciones y con trajes; en algunas había coros de ángeles, de apóstoles y de judíos, y los tenores y las tiples representaban a San Pedro, San Juan y la Virgen María. Juan de la Encina dio representaciones, en las que alternaba el diálogo con el canto, y el mismo Lope de Vega hizo una verdadera ópera titulada La selva sin amor, que se representó en el real Palacio de Madrid en 1629, con la particularidad de que entonces, como decían las crónicas, «los instrumentos ocupaban la primera parte del teatro sin ser vistos»; es decir, que la orquesta estaba en bajo, lo que prueba que lo que Wagner inventó en 1876 para la representación de sus Nibelungos se conocía en España en los tiempos de Lope de Vega.
Era ésta una ópera muy curiosa, uno de cuyos personajes representaba a Venus y otro al Manzanares; y así podría seguir haciendo alarde de erudición hasta llegar a la ópera española, propiamente tal, representada en Madrid por una compañía italiana en 1738, en el teatro de los «Caños del Peral», porque el ser erudito es fácil, hasta para un portero, mientras en el mundo haya libros y bibliotecas.
No es la primera vez que lo he dicho: lo que sabemos en este mundo lo sabemos entre todos, unos unas cosas y otros otras.
Pero para probar que hasta el simbolismo en el teatro no es para nosotros cosa muy nueva, y con promesa de no volver a caer en la manía de la erudición, diré a ustedes que ya los italianos en 1703, en el teatro del Buen Retiro, representaron una opereta titulada: La guerra y la paz entre los elementos.
Un documento de la época dice así:
«La guerra y la paz entre los elementos.– Alegoría cómica alusiva al glorioso día del feliz nacimiento de María Luisa Gabriela, Reina de España, nuestra señora (Q. D. G.). Personas que hablan: La Tierra, El Agua, El Aire, El Fuego, Prometeo, Céfiro manso, Tritón, Proteo, Eolo, Genio de la España, Un Español, Un Francés, Un Alemán, Un Italiano, Atlante, Hércules, Trufaldín. Personas que no hablan: El Mochuelo de Palas, Pájaros con el Aire, Peces con el Agua, Brutos con la Tierra, Los cuatro vientos principales.»
Me parece que más simbolismo que un personaje que se llama el Fuego y otro Trufaldín, y pájaros con el aire y peces con el agua y brutos con la tierra, ni a los mismísimos dramaturgos del Norte ha podido ocurrírseles; y como todos estos simbolismos del Norte hacen pensar, pruébase también que el teatro intelectual no es nada nuevo ni realizará su verdadera misión hasta que, como he dicho en otra parte, se ponga en cuatro actos la tabla de logaritmos.
Pero con todo esto me aparto de la inauguración del teatro Real de Madrid, verificada, como he dicho a ustedes, en 19 de Noviembre de 1850.
A D. Luis José Sartorius, Conde de San Luis, Ministro de la Reina Isabel y hombre con quien su tiempo fue tan injusto, se debe la creación del teatro Real, como se le debe la organización del teatro Español; y si esta crónica pudiera ocupar medio número de El Liberal, vendría aquí como anillo al dedo una descripción del edificio, que dos límites de mi trabajo no consienten.
Por los años 1850 al 51, es decir, cuando la inauguración del teatro Real, ocupaban el poder Bravo Murillo, Beltrán de Lis, D. Ventura González Romero, D. Mariano Roca de Togores, el Conde de San Luis, Seijas Lozano, D. Fermín Arteta y el general Lersundi, y constituían casi el elemento joven de la política de entonces Don José Zaragoza, D. Martín Belda, Agustín Alfaro, Nicolás Hurtado, Gil Ossorio, Donoso Cortés, D. Jacinto Domenech, Fernando Álvarez, Jacinto León, Álvarez Guerra, el Marqués de Remisa, Pinzón, Eugenio Ochoa, Víctor Cardenal, Manuel Orovio, Luis Piernas, Aurioles, D. Luis Mayans, D. Tomás Castellanos, D. Jaime Ortega y D. José Salamanca, que ya tenía palco en el teatro Real, y que no sé si antes o después de esta época había sido empresario de ópera italiana en el teatro del Circo, donde nos hizo oír a la Persiani y a Ronconi, a aquel ilustre Ronconi, que llenó el mundo con su fama, que fue muy amante de España, cuya viuda se quedó entre nosotros, y que, después de haber sido festejada por lo mejor de la sociedad madrileña, murió no hace mucho tiempo, y su entierro pobrísimo sólo fue acompañado por Manuel del Palacio, que constituía todo el cortejo.
Sic transit gloria mundi.
(Lo mismo domino las lenguas muertas que las lenguas vivas.)
El teatro Real ofreció aquella noche un espectáculo solemne. La Reina Isabel ocupaba su palco de gala, y toda la grandeza, porque en 1850 se decía todavía así, llenaba los palcos y butacas. Las señoras iban peinadas con bandos a la Fuoco; el guante color paja era de rigor; Dugnet, el peluquero, hizo aquella noche primores en su arte; los hombres todavía se rizaban el pelo, y los buenos mozos de la época llevaban más sortijas que el niño de San Juan; Joaquín Espín era maestro de coros, y directores de orquesta Miguel Rachele y Juan Guillermo Ortega.
Aquel año oímos La Favorita, Los Puritanos, La Sonámbula, el Barbero de Sevilla, La Cenerentola, La Hija del Regimiento, Hernani, Lucía, Don Pascuale, Elixir de Amor y María di Rohan, y se dieron en el teatro Real noventa y nueve funciones.
No se pretendía entonces que el teatro fuera origen de renta para los presupuestos del Estado, y lo mismo los empresarios de aquella época, que Urriés, Bajier, Caballero, Robles y todos los demás hasta estos últimos tiempos, lejos de pagar al Estado, recibían auxilio de él en diferentes formas; por lo cual, el teatro Real vivía mucho más ampliamente que puede vivir hoy, cuando los cantantes cuestan infinitamente más caros y cuando es verdaderamente milagroso que mi querido amigo Luis París –a pesar de ser portero tengo buenas relaciones– pueda a fuerza de inteligencia, de perseverancia y de trabajo, sostener una empresa en las absurdas condiciones en que la ha colocado el Gobierno español.
Quisiera evocar el recuerdo de alguna de las hermosísimas mujeres que concurrieron a la inauguración: la Duquesa de Alba, María Buchenthal, la Condesa de Montijo y su hija Eugenia, la Condesa de Campo Alange, Carmen Molins, la Princesa Pía de Saboya, la Duquesa de la Fernandina, la de Medina de las Torres, la Condesa de Fuenrubia, Elisa Luján, Elena Prendergast y aquella señora que creo se llamaba de Miranda, y que por su extraordinaria belleza era conocida en Madrid por el Águila de las Mujeres.
Muchas hermosuras hay en la actual sociedad madrileña; pero en nuestros tiempos, es decir, en los tiempos de mi amo, no puede negarse que el teatro Real, los salones de la Condesa de Montijo y los bailes de Palacio ofrecían una colección de bellezas tan espléndidas como las de hoy y más naturales.
Buenas son las artistas con que hoy contamos; pero la Frezzolini, la De Royssy, la Valeri, la Albony, la Rosmini, Gardoni, San Giovanni, Ronconi, Gualter, Formes y Salas, formaban una compañía que, créanme ustedes, se podía oír.
Y no quiero continuar, porque los modernistas van a decirme que soy un chiflado y que repito aquello de que «la música de mi tiempo era mejor».
(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 419-426.)