Filosofía en español 
Filosofía en español


Los precursores ❦ Capítulo III

Jorge Ticknor
(1791-1871)

Ticknor visitó España en el año 1818. En su correspondencia de aquella época hace una tristísima pintura de la península; sin duda, exacta, pues no es posible imaginarla de otro modo en el año de desgracia 1818, desangrada por la cruel y larga guerra de la Independencia, dividida, desgarrada en dos bandos que se combatían fieramente: la España negra y despótica que al grito de ¡vivan las cadenas! quería retroceder a las tinieblas de tiempos bárbaros, y la España ilustrada y liberal, que en la isla de San Fernando había forjado una Constitución a la luz de los nuevos principios. No pareció darse el viajero norteamericano cabal cuenta de este choque, uno de los más trascendentales de la Historia española contemporánea.

No obstante el pesimismo de Ticknor, al disertar sobre la vida española y el porvenir del país, hay en su correspondencia algunos pasajes calurosamente optimistas y laudatorios. Nada parece haberle sorprendido tan gratamente como el espíritu romántico de la península, al cual paga un cumplido tributo en los siguientes términos: “España y los españoles me agradan más que cuanto he visto en Europa. Existe aquí un carácter más típico, más originalidad y poesía en los sentimientos y modo de ser del pueblo, más fuerza sin barbarie y más progreso sin corrupción que en parte alguna he hallado. ¿Podrían ustedes haberlo imaginado? No me refiero de ninguna manera a la clase más elevada. Lo que parece pura ficción y romance en otros países, es aquí realidad que puede observarse; y en todo lo que a maneras se refiere, Cervantes y Le Sage son historiadores... La vida pastoral –no diré al estilo de la que Teócrito y Virgilio nos describen, ni mucho menos la que hallamos en Gerner [¿Gessner?] o Galatea, sino una vida pastoral que posee ciertamente su lado poético– se halla por todas partes en el país...”{1}.

Abunda su correspondencia en minuciosos detalles; de todo quiere darnos cumplida cuenta con escrupulosa fidelidad: de las instituciones, paisajes, tipos, costumbres, acontecimientos, sin perdonar fechas ni pormenores. Mas carece de una certera comprensión del carácter español. Lleva unas veces los juicios favorables a un extremo de estupenda inexactitud, como al declarar que “casi todo el mundo sabe leer y escribir”{2}. Y otras, acusa injustamente, diciendo, por ejemplo, que la clase media –que en España distinguióse siempre entre todas por su cortesanía– es más bien ruda en sus modales. En algunos lugares de su correspondencia tiene afirmaciones tan ligeras y caprichosas que nos dejan haciendo cruces. Ved una muestra. Había pasado dos días en Málaga, cuarenta y ocho horas solamente, y tras de manifestar que las pocas personas que conociera, en particular las mujeres, justificaban la fama de gentiles y regocijadas que tuvieran desde los tiempos de Marcial hasta Lord Byron, se atreve a asegurar terminantemente que “hay pocas personas aquí que puedan conquistarse una sólida estimación por su cultura”{3}. Señalaremos, en cambio, uno de los grandes aciertos que revela Ticknor en su correspondencia; acierto en que verdaderamente pone el dedo sobre la llaga, sobre la llaga de nuestra indisciplina social y fiero individualismo. “Existe así –escribe– una suerte de tácito compromiso entre el Gobierno y sus agentes, conforme el cual el Rey dictará decretos, y al pueblo se tolerará que los desobedezca; y en esta forma se evitan, por supuesto, los disturbios. Si, al contrario, el Monarca tratara de poner en vigor los decretos que nominalmente se hallan en fuerza, estoy seguro que provocaría una revolución en quince días”{4}. Justo nos parece el elogio que del bajo pueblo español hace el viajero norteamericano cuando escribe: “Pienso que la clase baja es el mejor material que he hallado en Europa para hacer de él gente generosa y grande”{5}. Pues ciertamente la clase humilde, en particular la de los campos, es y siempre fue lo mejor de España, el nervio de la raza. Y aludiendo a las diferencias de carácter y costumbres entre las regiones españolas, sostiene la existencia de algunos rasgos comunes en las siguientes líneas: “Uno de los más característicos –y uno en el cual me parece que se fundan muchas de sus virtudes nacionales– es esa suerte de nativa integridad que les impide incurrir en servilismo. He visto al Rey dirigir la palabra inesperadamente a individuos de la clase humilde, como jardineros, albañiles, &c., que acaso no habían en su vida contemplado al Monarca; pero jamás noté que uno de ellos vacilase o se turbara o pareciese confundido por el sentimiento de la superioridad del soberano. Y en un país donde el pernicioso lujo de tener gran número de criados es tan vejatorio, resulta curioso notar con cuánta familiaridad tratan a sus amos, tomando parte, por ejemplo, en la conversación de la duquesa de Osuna mientras sirven la mesa, corrigiendo las inexactitudes de sus afirmaciones, &c., pero en todos los casos y circunstancias sin faltar ni por un instante al más sincero y genuino respeto”{6}.

Hablemos de la obra literaria de Jorge Ticknor. En cierto modo, viene a completar la labor de Prescott. Después de los libros del último sobre la historia española, religiosa, política y social, faltaba en lengua inglesa una historia literaria de España de autor británico o norteamericano. Ticknor, amigo íntimo de aquel historiador, cuyo interés en las cosas españolas compartía, y hasta fue el primero en estimular, profesor de lengua y literatura españolas en la Universidad Harvard, y conocedor a fondo, por tanto, de la historia de nuestras letras, erudito eminente e infatigable rebuscador de archivos, era el más indicado para llevar a feliz término una empresa, que si fácil, relativamente, en nuestros días, en los cuales tan abundantes materiales y luminosas disertaciones han acopiado la paciente investigación, curiosidad intelectual y espíritu crítico de las últimas cinco décadas, era magna empresa en los tiempos de Jorge Ticknor. Y esto, no obstante estar abierta a la sazón la senda crítica de la literatura española en el extranjero, por los alemanes, y aun haberse publicado algunas historias generales de nuestra literatura de subido mérito, como las de Bouterwek (traducida al inglés por T. Ross, London, 1823) y la del conde de Schack (1845-46). También A. Anaya había publicado ya, en lengua inglesa, su An Essay on Spanish literature, containing its History, from the commencement of the Twelfth Century, to the present tune, London, 1818.

Por largos años, el profesor de Harvard estuvo laborando en su historia calladamente, infatigablemente, sin prisas, con el concentrado entusiasmo y paciente diligencia de quien escribe la obra capital de su vida. Hallábase resuelto a componer un libro único y definitivo, y consagrarle su existencia entera. Y así consiguió darnos esa Historia de la literatura española, portento de erudición en la fecha de su aparición, notable aún. Aunque tiene otro trabajo no exento de mérito –Life of William Hickling Prescott, 1864–, aquella historia es su obra capital. Encariñado con el sujeto, no experimentaba, repetimos, la menor impaciencia por darlo a la luz pública e ingresarlo en el común acervo de la república de las letras, porque era, conforme escribiera en Abril de 1848, “una labor que el corazón no me permite apresurar, tan agradable es para mí”. Y aun después de aparecida la primera edición de su Historia de la literatura española, en 1849, sigue trabajando en ella, revisándola, corrigiéndola, acrecentando el vasto caudal de su erudición. “Tenía siempre en la mesa un ejemplar de su Historia –nos dice en el prefacio de la cuarta edición su editor G. S. Hillard{7}–; y conservando hasta el último instante su actividad literaria y el interés en sus estudios favoritos, teníala constantemente a la mano, con el propósito de hacer cuantas revisiones le sugirieran sus propias investigaciones o las de los eruditos españoles, en Europa... Cualquiera que se tome la molestia de comparar las dos ediciones –la tercera y la cuarta– verá lo cuidadosa y concienzudamente que el Sr. Ticknor trabajó hasta el día de su muerte, a fin de perfeccionar lo más posible la obra a la cual había dedicado la mejor porción de su vida con una devoción única, rara en estos días de versátil actividad y apresurada producción.” Don Pascual Gayangos, que, aunque joven a la sazón, distinguíase ya en el campo de las letras castellanas por su esclarecido talento y laboriosidad, prestó al erudito norteamericano, como venía prestando a Guillermo Hickling Prescott, según hemos visto, excelentes servicios. Así Ticknor escribíale: “Nada me anima y auxilia tanto en mi estudio de la literatura española como su cooperación”{8}. En varias partes, en España, en Inglaterra, en Alemania, tenía el profesor de Harvard colaboradores o agentes que se encargaban de proporcionarle cuantos materiales pudiesen acopiar sobre el sujeto de la literatura española, siendo enorme la cantidad de documentos literarios de que así llegó a servirse. Consiguió reunir, para escribir su historia, la mejor biblioteca privada de literatura española que, según dicen, ha existido, y la cual donó después generosamente a Boston, su ciudad natal.

No solo se propuso Jorge Ticknor escribir una historia de nuestra literatura, sino, en lo posible, la historia de la cultura española. Que consiguiera lo último es cosa en la que no todos han convenido, aunque no faltara quien juzgase que su historia va aún más allá y contribuye a darnos a conocer la historia del pensamiento de Europa. Mas, en cualquier caso, aquel amplio objetivo acrecienta de modo notable el interés de su obra. No habría resultado tan amena su lectura, conforme algún crítico ha señalado, si se hubiera limitado el autor a una enumeración de escritores, producciones, fechas y críticas de carácter puramente literario. El autor declaraba a su amigo Carlos Lyell: “En realidad, desde hace muchos años estoy persuadido que la historia literaria no debe confinarse, como lo ha estado hasta aquí, a un círculo de escritores eruditos y de buen gusto literario, sino que, como la historia, en general, debería mostrar el carácter del pueblo al cual concierne. He intentado, por consiguiente, escribir mi relato de la literatura española de tal modo que la misma literatura venga a ser un expositor de la particular cultura y civilización del pueblo español”{9}.

La obra está hecha a conciencia. Su exactitud, rigor científico y escrupulosidad son notables. Característica de la labor literaria de Ticknor es la minuciosidad. En todas las páginas se revela la excepcional cultura literaria del autor y su larga preparación. Los trozos escogidos de cada escritor suelen ser casi siempre los que mejor pueden darnos una clara idea de su tendencia, estilo y personalidad literaria. Las versiones en lengua inglesa son fieles e inmejorables. La crítica, juiciosa e imparcial. Tal vez no llegó el profesor de Harvard a percibir todos los matices del alma española; acaso faltole cierta penetración psicológica y no consiguiera ver claro, con esa segura y escrutadora mirada de Irving, y aun Prescott, en el fondo de la raza; y de aquí que su crítica resulte a menudo insegura y superficial. El estilo es elegante, y nada más. Con todo, la historia de Ticknor es una de las más extraordinarias producciones del genio norteamericano.

Acogióla la crítica con gran alborozo y entusiasmo. El crítico inglés Shirley Brooks dijo que no creía hubiera seis personas en toda Europa capaces de criticar la historia del erudito norteamericano{10}.

Gran servicio prestó esta obra no solo a la cultura española, sino igualmente al prestigio literario de España, porque, como Prescott escribía a su autor en carta de 19 de Mayo de 1848: “El lector extranjero tendrá cumplida prueba de lo infundada que es la sátira de que los españoles no tienen más que un buen libro, cuyo objeto es burlarse de todos los demás. Aun los que, como yo, solo tengan un conocimiento superficial de la literatura castellana, deben quedarse pasmados al ver lo prolífico que los españoles han sido en todos los géneros literarios conocidos en la civilizada Europa, y en algunos exclusivamente suyos. Los otros pocos críticos más eruditos, en la península y fuera de ella, hallarán que usted ha penetrado audazmente en los más obscuros rincones de su literatura y ha sacado a la luz mucho que hasta ahora estuvo ignorado o imperfectamente conocido; al propio tiempo que no hay un solo punto turbio en todo el ciclo de la literatura nacional cuya discusión haya usted eludido, y, en lo posible, no haya resuelto.”

Aventajó después a la producción de Ticknor la Historia crítica de la literatura española, de D. José Amador de los Ríos –en la parte que este abarca–, publicada en los años que median entre 1861 y 1865, obra que, aunque injustamente desdeñada, a juicio nuestro, por algunos rabiosos antiamadorcistas –perdónese el neologismo–, nos parece muy superior a la producción del escritor norteamericano en cuanto al espíritu filosófico que la informa, y no inferior en la erudición; la crítica es menos sobria y adolece de recargada hojarasca literaria, aunque hallemos a menudo certeros y profundos juicios. En la obra del erudito español es donde, además de la historia de nuestra literatura, se encontrará el proceso y desenvolvimiento del pensamiento español. Por desgracia, sus siete voluminosos tomos solo alcanzan hasta la aparición del romance.

Nos permitiremos citar aquí íntegro el interesante juicio que emite D. José Amador de los Ríos acerca de la Historia del antiguo profesor de Harvard, en la introducción de su obra: “Ticknor es, sin duda, uno de los escritores extraños que más grandes esfuerzos han hecho para descubrir los olvidados tesoros de la literatura española, mereciendo bajo este punto de vista toda consideración y elogio. Consagrado por mucho tiempo a la adquisición de los más raros libros que produjeron nuestros celebrados ingenios; auxiliado en tan penosas tareas por diferentes bibliófilos españoles, no solo ha excedido en estas investigaciones a cuantos habían intentado trazar la historia de nuestra literatura, sino que ha logrado acopiar muchas y muy peregrinas noticias, aun para los que llevan el nombre de eruditos. Mas si respecto de la riqueza y abundancia de datos bibliográficos, y con relación a ciertas épocas, es la Historia de la literatura española de Mr. Jorge Ticknor digna de verdadera alabanza; si ha obtenido en esta parte útiles y plausibles resultados, no puede en justicia concedérsele igual lauro respecto del plan y método de su obra, donde ni resalta desde luego a la vista un pensamiento fecundo y trascendental que le sirva de norte, ni menos se descubren las huellas majestuosas de aquella civilización que se engendra al grito de patria y religión en las montañas de Asturias, Aragón y Navarra, se desarrolla y crece alimentada por el santo fuego de la fe y de la libertad, y sometiendo a su imperio cuantos elementos de vida se le acercan, llega triunfante a los muros de Granada y se derrama después por el África, el Asia y la América con verdadero asombro de Europa. Ticknor nada ha adelantado en este punto respecto de los autores que le precedieron en el Continente europeo, siguiendo el movimiento impreso a la ciencia crítica por los alemanes”{11}.

Conforme es sabido, existe una hermosa versión castellana de la Historia de Ticknor, debida a Gayangos y Vedia (Madrid, 1851-54), profusamente anotada.

Ambas obras, la de Jorge Ticknor y la del catedrático de la Universidad de Madrid, están naturalmente anticuadas, particularmente –respecto del primero– en los capítulos dedicados a Tirso, Lope y Cervantes, acerca de los cuales tanto se ha escrito, y tan excelentemente, en lo que va del presente siglo. Ha venido a reemplazarlas, mejor sería decir, a completarlas, la excelente Historia de la literatura española (1898) del profesor de la Universidad de Liverpool, Fitzmaurice-Kelly, aunque en la crítica de producciones y autores contemporáneos, donde más falta hacía un estudio serio y concienzudo, la obra del hispanista inglés es bastante endeble. El temperamento agresivo de este admirable escritor y su excesivo y frecuente desdén por publicistas y extrañas opiniones, contrastan desfavorablemente con la crítica serena y más razonadora de Jorge Ticknor. Tal vez no falten quienes atribuyan al catedrático de Liverpool cierto prurito de menospreciar las opiniones ajenas, sin llegar a reemplazarlas, como habría derecho a esperar, con juicios propios más convincentes; ni tampoco quienes piensen –y estos, desde luego, aciertan a juicio nuestro– que lo que hemos de esperar de un crítico no es tanto su personal opinión como la verdadera. En un libro buscamos la verdad, que vale más que todas las originalidades, no ya los desplantes de un escritor, por eminente que sea. Abundan los críticos que nos dan la impresión de haberse propuesto de antemano corregir las ajenas opiniones, aun antes de formar juicio propio. No cabe incluir entre ellos, ni siquiera con las mayores salvedades, a escritor tan serio y distinguido como el Sr. Fitzmaurice-Kelly. Pero sí nos parece este maestro –dicho sea con todo respeto– un disentista empecatado, un verdadero protestante literario. Parece serle cosa de gusto el demoler unos pedestales y alzar otros nuevos. Jorge Ticknor se apresuraba a acoger las reputaciones hechas con una fe sacramental, prefiriendo seguir en muchos puntos el camino trillado. Fitzmaurice-Kelly, por el contrario, se propone, o al menos así nos lo parece, ser duro y firme con los ídolos y con las autoridades que los levantaron o sustentan. El primero es un tanto seco, frío y académico; el segundo, incomparable estilista, está muy encariñado con el vigor de ciertos vocablos y giros pintorescos. Tienen de común el darnos una proporcionada visión de los autores que estudian, concediéndoles en el cuadro literario de cada época el lugar que, en general, les corresponde, y el ofrecernos una sorprendente y copiosa bibliografía inédita.

Obra de mayores vuelos que ambas es la Historia de la lengua y literatura castellana que Julio Cejador y Frauca tiene en vías de publicación.




{1} Life, letters and journals of George Ticknor. Boston, 1876, vol. I, pág. 188.

{2} Ob. cit., vol. I, pág. 205.

{3} Ob. cit., vol. I, pág. 236.

{4} Ob. cit., vol. I, pág. 192.

{5} Ob. cit., vol. I, pág. 204.

{6} Ob. cit., vol. I, pág. 205.

{7} Edición de Boston, 1891.

{8} Ob. cit., vol. II, pág. 246.

{9} Life, letters and journals of George Ticknor. Boston, 1876, vol. II, pág. 253.

{10} En London Morning Chronicle, May, 1850.

{11} José Amador de los Ríos, Historia crítica de la literatura española. Madrid, 1861-65, vol. I, pág. 89.