cubierta [por Mariano Pedrero López, 1865-1927]
Recuerdo de la Jura de la Bandera
Madrid, 30 de Marzo de 1924
portada
Recuerdo de la Jura de Banderas
Madrid, 30 de Marzo de 1924
MADRID
establ. tipográfico nieto y compañía
Tutor, 16.– Teléfono 20-42 J.
1924
contraportada
Edición de 10.000 ejemplares
costeada por el Gobierno Civil
de Madrid
S. M. el Rey, con el Cuartel Real, presenciando la Jura de Banderas
A los niños y niñas de las escuelas de Madrid
Mis pequeños amigos:
Habéis asistido este año a la Jura de Banderas, que es la más conmovedora consagración del amor a la Patria.
La Patria, hijos míos, es el país en que hemos nacido, con todas sus tradiciones, con todas sus realidades presentes y todas sus esperanzas. Por eso decimos que es nuestra madre y llamamos hermanos a nuestros compatriotas.
En el nombre bendito de la Patria se contiene todo lo más santo que podemos sentir y todo lo más hermoso que podemos imaginar. La Patria es el campo que nos sustenta, mil veces regado con el sudor de la frente de nuestros labriegos y fecundado por el trabajo de muchas generaciones; es el recinto de nuestras fábricas, cuyas chimeneas lanzan al espacio nubes de humo, como incensarios que elevan a Dios el sacrificio del trabajo honrado que ennoblece y dignifica al hombre; es el hogar en que hemos nacido, sostenido por los desvelos de nuestro padre y santificado por el amor de nuestra madre; es el cariño de nuestros hermanos, la convivencia de nuestros vecinos; es nuestro pueblo natal, con sus risueñas campiñas o sus montañas agrestes; es la Escuela que nos ha educado o nos educa, la Iglesia en que hemos elevado al cielo nuestras primeras plegarias; es la red, cada vez más tupida, de las vías de comunicación, que acortan las distancias espirituales entre los pueblos y tienden a formar de ellos una sola familia en que todos vivimos y confraternizamos, sujetos a las mismas leyes, obedeciendo a la misma autoridad suprema y hablando el mismo idioma. Todo esto y mucho más es la Patria.
Bien decía Platón, el gran filósofo griego de la antigüedad, que «si la rebeldía es sacrílega contra un padre o contra una madre, lo es más aún contra la Patria.» «Dulce y bello es morir por ella», añadió Horacio, el poeta latino.
Nuestra Patria es España, la nación que supo ser noble y generosa en sus épocas de esplendor y sufrida y abnegada en los momentos difíciles. Rige hoy sus destinos nuestro Rey Don Alfonso XIII, a quien debemos también amor y lealtad, y que es digno sucesor de aquellos gloriosos monarcas cuyos nombres llenan las páginas brillantes de nuestra Historia.
Y la Bandera española es el sagrado emblema de nuestra Patria. En ella se simbolizan los actos de heroísmo y de misericordia de nuestros antepasados. Su color amarillo, como el oro, representa la riqueza de sus minas y la fecundidad de sus campos, y el rojo significa la belleza y abnegación de sus mujeres y la nobleza y el pundonor de sus hijos. En su escudo se simbolizan el valor y la firmeza.
La Bandera roja y gualda es la representación de España, de nuestra Madre Patria. Madre Patria la llaman también las jóvenes Repúblicas de Hispano-América, porque España llevó a aquellos lejanos países la luz de la fe y los bienes de la civilización. Más de veinte naciones, hoy poderosas y florecientes, nacieron a la vida culta en el Nuevo Mundo por el generoso y admirable esfuerzo de nuestra Madre Patria. Diez y nueve de ellas hablan nuestro idioma, siguen nuestras costumbres, se rigen por leyes derivadas de nuestro antiguo derecho y miran con veneración y respeto a nuestra Bandera.
Y si los hispanoamericanos hablan de España con amor y le dan el dulce calificativo de Madre Patria, ¿qué hemos de hacer nosotros, los que hemos tenido la gloria y la dicha de nacer en su viejo solar? Seamos siempre ante el mundo quienes demos el más alto ejemplo de amor y veneración a nuestra Patria, aunque nos satisfaga y enorgullezca el que otros también la amen y respeten.
Vosotros sabéis todo esto, y, lo que vale más aún: sentís todo esto con todas las fuerzas de vuestro corazón y en lo más íntimo de vuestra alma. Vuestros Maestros os han enseñado el amor que se debe a la familia, el amor que se debe a la Patria y lo que se debe a la Humanidad, y vosotros sabéis muy bien que el amor a la Humanidad tiene su raíz y fundamento en el amor a la familia y su más sublime expresión en el patriotismo. Por esto habéis asistido a la Jura de Banderas, no como espectadores pasivos, sino tomando parte muy activa en el homenaje de amor tributado al símbolo augusto de nuestra Madre Patria.
Y como recuerdo de la pasada fiesta, y como expresión sentida de las enseñanzas de vuestros Maestros, uno de éstos, sembrador como todos de nobles sentimientos en el corazón de los niños, os obsequia con el siguiente diálogo de un hermoso libro suyo titulado La Ley de Dios.
Sírvanle de prólogo mis palabras, y recibid con ellas el cariñoso saludo de quien funda en vosotros y en la juventud y sabiduría de nuestro Rey la esperanza de un porvenir risueño, en que se afirme y resplandezca ante el mundo el prestigio de España. ¡Dios lo quiera!
Francisco Carrillo Guerrero
Inspector Jefe de primera enseñanza de la provincia.
¡La Patria! {1}
No sabemos lo que vale la salud, hasta que se pierde;
ni lo que amamos a la Patria, hasta que la vemos en peligro.
Los niños, subyugados, bebían las palabras del maestro con tal avidez, que ya ni se acordaban de que Chuchús, en brazos de Peluso, asistía a la clase.
Don José, en un felicísimo momento de inspiración artística, dándose a sus discípulos, se había apoderado de ellos.
Cuando terminó de hablar, los niños respiraron con fuerza. Habían contenido mucho rato el aliento.
—¿Te has fijado tú bien, Julián?– preguntó.
—Sí, señor –respondió el pequeño.
—Entonces sabrás decirme de dónde viene la palabra patria.
—Del latín patris, que quiere decir del padre.
—¿Y qué es la patria?
—La obra que para nosotros han hecho nuestros padres, y los padres de nuestros padres, y los de éstos, y los de todos nuestros ascendientes. Por eso le llamamos patria.
—Y, por tu patria, ¿qué eres tú?
—Lo mejor que se puede ser: español– dijo Julián con noble arrogancia.
—Muy bien, veo que has atendido. Ahora vamos a dar otro pasito. Manuel creo que ha andado muchas veces el camino de Gutur.
—Muchas, D. José, para ir a mi viña.
—Por ese camino se atraviesa el llano, se cruza el río, se pasan tres barrancos, y por la cuesta del Caravido se sube al monte. ¿No es así, Manuel?
—Sí, señor, y luego se baja al Reajo.
—Pues mira; hombres que ya no viven, construyeron ese camino, desbrozando jarales, rompiendo rocas, tendiendo puentes y rellenando hondonadas. Y gracias al trabajo de aquellos hombres vas tú por él sin que te impidan caminar el barranco, el río, la jara y el peñón.
—Pues Dios se lo pague, D. José, porque el terreno es áspero de verdad.
—¿Conoces tú bien la vega, Antonio?
—Hasta el último rincón, D. José.
—Y qué te parece?
—Una bendición de arbolado. Nogales, guindos, manzanos, ciruelos, perales, higueras. ¿Y el suelo? ¡Qué riqueza! Patatas, judías, tomates, pimientos, cebollas, trigo, verduras… Pero cuando hay que verla es en Abril, parece una nevada de flores.
—Pues esa huerta feraz fue una tierra inculta, áspera, bravía. Pero antecesores nuestros la domaron, mulléndola con labores, extirpando malas yerbas y conduciendo por acequia las aguas del río para llevarlas al terruño sediento. Y donde antes sólo se daban espinas y abrojos, hoy se producen flores y frutos. ¿Quién ha visto el caserío del pueblo desde una altura?
—Chuchús y yo lo vimos ayer –contestó Peluso.– Parece un bando de palomas posadas alrededor de la torre.
—Pues los abuelos de nuestros bisabuelos ya vivían en él. Pero siglos antes, contra las inclemencias del tiempo y los ataques de las fieras, no había más refugio que la caverna o la copa del árbol. Y primero, nuestros antepasados construyeron cabañas rústicas. Luego costó mucho amasar el yeso, cocer el ladrillo, labrar el roble y fundir el hierro… Y, después, ¡cuánto se luchó para defender las viviendas contra las tribus invasoras que querían apoderarse de ellas violentamente! Acaso se conservó a costa de mucha sangre el techo que nos cobija, la iglesia donde rezamos, la alcoba en que la madre meció nuestra cuna… ¿Quién vio el desfile del regimiento que se alojó aquí hace tres días?
—Yo. Y yo. Y yo– respondieron varios niños.
—¡Qué airosos iban los soldados! ¡Qué arrogantes los jefes! ¡Cómo se metían en el alma las notas agudas de las cornetas! ¿Verdad, Martín?
—Sí, señor; a mí con todo eso que usted dice, no sé qué me pasó, que no sabía más que gritar: ¡Viva el ejército!… ¡Viva el ejército!
—E hiciste bien, Martín, porque el ejército es el brazo fuerte de la patria, al que se confía la alta misión de defender la independencia contra los invasores de fuera, y el orden contra los revoltosos de dentro.
—¿Y tú, no dices nada? –preguntó el maestro a Peluso.
—Yo… oigo, D. José, y oigo tan a gusto, que no quiero distraerme en otra cosa.
—Muy bien; pero el que recibe, debe dar. ¿Qué fue lo que más te impresionó en el desfile del regimiento?
—¿A mi? A mí, la bandera.
—Lo creo.
—Mire usted, cuando vi que la sacaba el abanderado, como un trofeo glorioso, y que la escoltaban soldados de primera, que son los que merecen tan grande honor, y que las cornetas y las músicas tocaban la Marcha Real, y que los paisanos se descubrían, y que los militares, rígidos y firmes, presentaban armas… sentí que corrían escalofríos por mis huesos, y que latían mis sienes, y que se enturbiaban mis ojos, y que un nudo oprimía mi garganta. Y si en aquel momento alguien la hubiera ofendido, créamelo usted, créamelo, aunque soy un mocosín, habría sabido morir por ella como un hombre.
—Es que nada llega al corazón como lo que le habla sin palabras –dijo Jesús interviniendo.
—Pero, ¿es posible que se hable sin palabras? –preguntó Peluso.
—¿Qué orador pinta el cariño maternal como el beso de una madre? –respondió Jesús–. ¿Qué teólogo describe el poder de Dios con la firmeza de trazos que una tormenta? En el lenguaje hablado de las ideas, el que dice y el que oye están a distancia, fuera el uno del otro; en el lenguaje mudo del sentimiento, se confunden, se compenetran, son dos en uno. Ya ves, una mirada dulcísima de Jesús bastó para que San Pedro, después de haberle negado tres veces, llorara amargamente.
—¿Y no tiene el sentimiento otro modo de expresarse que la mirada?
—Tiene el gesto, la actitud, el ademán, la misma palabra, que adquiere tonalidades conmovedoras cuando la caldea el corazón, y tiene… pero, ¿qué voy a decirte que no hayas tú experimentado? ¿No has visto más que color rojo en el encarnado de nuestra bandera?
—Sí; he visto en él la sangre generosa de una raza valiente. Y en el amarillo la fecundidad de nuestro sol, que es trigal castellano, viñedo aragonés, olivar andaluz, huerta valenciana y prado gallego. Y los castillos del escudo me han hablado del fiero tesón celta con que debemos conservar esta Patria bendita, y los leones, de la indomable valentía ibera con que la debemos defender.
—Somos nosotros muy pequeños para comprender todo lo que dice una bandera. Hasta algunos hombres… ¿me permites, papá, que cuente a tus alumnos el sucedido que me refirió el abuelo?
—Sí, cuéntaselo –respondió D. José.
—Pues oíd, pequeños –dijo Chuchús con la seriedad de un hombrecito–. Cuando mi abuelo estuvo batiéndose en la guerra de Cuba, conoció en la Habana a un compatriota que había tenido que emigrar de España por no encontrar aquí trabajo. Este individuo, llamado Martín Yagüe, decía de nuestra nación que para él la madre había sido madrastra. Y hablaba de todo lo español con amargura y desprecio, sin sospechar el patriotismo que llevaba oculto en el corazón. Pero un día, el día triste le llama mi abuelo, cuando los yankis nos arrebataron las últimas colonias, tronó el cañón en la ciudad. En el castillo del Morro… en el castillo del Morro –repitió Jesús penosamente– ¡la bandera española iba a ser sustituida por la bandera yanki! Dice mi abuelo que nunca ha sentido dolor tan grande, amargura tan honda como cuando vio que quitaban de su mástil nuestro pabellón. Abismado, hundido en su pena estaba, cuando oyó a su espalda un sollozo, un rugido ahogado. Junto a él, pálido, lívido, mordiéndose con rabia los labios para ocultar su hondísima emoción, Martín Yagüe inclinaba la cabeza sobre el pecho. ¡Por su cara corrían silenciosos lagrimones como puños! El amor a la Patria, desbordándosele en el corazón, le inundaba los ojos.
—¡Si estoy yo allí!… ¡Si estoy yo allí!… –exclamó Pedrito Mendiola, con la indignación de un patriota de nueve años.
—No habrías hecho más que pagar a tu Patria algo de lo mucho que le debes, Pedrín –le advirtió don José–. Porque ¡si supieras lo que España ha hecho por nosotros! ¡Si vieras los instrumentos ingeniosos y las máquinas complicadísimas que ha reunido en sus fábricas y en sus talleres para que entonen la sublime canción del trabajo! ¡Si vieras los faros que alumbran, los canales que riegan, los puertos que resguardan, las minas que entregan sus filones, los trenes que transportan, los telégrafos que comunican, los buques que navegan y los aviones en los que el hombre, amarrado a la tierra, parece que intenta volver al cielo! ¡Cuántas angustias y afanes y sacrificios suponen! ¡Y cuántas vidas gastadas en hacer la nuestra más agradable!
—Y no es eso solo –continuó Jesús–. Para facilitarnos los productos de fuera y enviar los nuestros a otros países, España establece la maravillosa red de su comercio. Y para defender el derecho y obligar al deber, los tribunales de su justicia. Y para librarnos de la vergüenza de la ignorancia, las escuelas, institutos, universidad y bibliotecas. Y para amparar al necesitado, los asilos y hospitales. Y para elevarnos por la oración y la virtud, el recogimiento de las iglesias y la sublime grandiosidad de las catedrales.
—Y todo eso y mucho más –agregó Peluso– nos lo da con la abnegación y el desinterés de la madre cariñosa.
—Y nada nos pide en cambio –añadió Chuchús–, porque sabe que en nosotros hay conciencia, y que la conciencia nos dirá: Lo que han hecho por ti las generaciones que fueron, debes hacerlo tú por las generaciones que serán.
—Es deber de bien nacidos hacerlo así –advirtió D. José–. ¿Lo haréis vosotros?
—Sí, sí –respondieron todos los niños con toda su alma.
—Amad a España, hijos –concluyó el maestro–. Amadla como el hijo ama a su madre. Honradla con vuestro trabajo, que el trabajo es la paz, la riqueza y la dignificación de las naciones. Dadle las fuerzas de vuestros brazos, las ideas de vuestro cerebro y las ternuras de vuestro corazón. Y cuando la veáis en peligro, ofrecedle vuestra sangre y vuestra vida. Que suyas son.
——
{1} Fragmento del libro de lectura La ley de Dios, original del maestro de las escuelas nacionales de Madrid D. Alfonso Benito Alfaro.
[ Edición íntegra del texto contenido en un opúsculo impreso sobre papel de 16 páginas, más cubiertas, formato 170×115 mm, Madrid 1924. ]