Filosofía en español 
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cubierta

Gil Benumeya

Mediodía
Introducción a la historia andaluza

 
Compañía Ibero-Americana de Publicaciones, S. A.
Librería Fernando Fe, Puerta del Sol, 15
Príncipe de Vergara, 42 y 44
MADRID

 

 

Esta obra se terminó de imprimir en los
Talleres tipográficos Voluntad, sitos
en esta Corte, en la calle de Serra-
no, núm. 48, a primeros del mes
de agosto del año de Nuestro
Señor Jesucristo de 1929,
siendo la primera edición
de la misma de 1.500
ejemplares.




Índice




Desde mi primer contacto con el Islam árabe pude comprobar que la principal razón de las dificultades experimentadas por España al tratar de resolver definitivamente todos los problemas africanos, es el error de orientar la labor protectora en un sentido oficial y castellano, extraño a los moros y a los levantinos. Se ha olvidado la gloria árabe y musulmana de Andalucía, territorio tan semita como Egipto y Siria, considerada por todo el Mediodía que renace, como una base indispensable de su futura grandeza. Este ensayo es un amplio reportaje que marca los rumbos esenciales para la comprensión del vasto problema árabe-andaluz, una nueva perspectiva para la contemplación del territorio ibérico más perfecto, el de mayor valor potencial, el más evocador y apasionado.




“Los Hijos del Sol”

La enseñanza oficial de la Historia de España es algo extraño. En el período medieval, decisivo para la formación de las nacionalidades y las culturas peninsulares, solamente el reino de Castilla-León es digno de atención y se estudia detenidamente; a la corona de Aragón se alude casi por compromiso; se borra la historia portuguesa, y la maravillosa historia del Sur se reduce a una rápida enumeración de sultanes, jalifas y emires. Las pequeñas aventuras de la frontera pirenaica semibárbara se convierten en magnas epopeyas, y de los grandes feudales del tipo de un Fernán González se hace el eje de la historia peninsular. Sin embargo, la historia de la Edad Media ibérica es meridional ante todo. Puede olvidarse a Favila, Nuño-Rasura, Lain Calvo, los Velas o el legendario Bernardo del Carpio; pero no deben olvidarse los nombres gloriosos de San Eulogio y los mártires de Córdoba, de Ben Meruan y Ornar Ben Hafsún, de Averroes, Aben Hazam, Maimónides y los discípulos de San Isidoro. Todos lucharon contra la aristocracia árabe de Córdoba, y el fruto de su rebelión fue recogido por los cristianos septentrionales. (El Jalifato sirio cordobés sufrió el mismo proceso de desintegración que el Jalifato turco de Estambul en el siglo XIX, que, obligado a sostener una guerra diaria e incesante contra los árabes del Mediodía, cristianos y musulmanes, durante siete siglos, no tenía fuerzas para resistir a los balcánicos sublevados; no fueron Montenegro ni Bulgaria quienes derribaron a los nietos de Osman; fueron los árabes, los hombres del Sur.)

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En Iberia se olvida a los hombres del Sur; los seis reinos andaluces (Sevilla, Badajoz, Córdoba, Jaén, Granada, Murcia-Alicante o reino de Todmir) son poco conocidos. Y sin embargo, este fue el centro de toda la cultura occidental durante varios siglos; aquí se preparó el Renacimiento clásico; de aquí salió el impulso para la fundación de las Universidades europeas; por el Sur español se civilizaron el Occidente y el Mediodía; constantemente salían expediciones y caravanas andaluzas con rumbo al Sudán, Senegal, Persia, la India, Zanzíbar y China. Muchos siglos antes de Marco Polo fueron pisadas las calles de Cantón, Shanghai, Bombay, Calcuta y Burma por las babuchas bordadas de los caballeros sevillanos, granadinos, alicantinos y cordobeses. La expansión andaluza en Oriente preparó la expansión castellana en América, realizada desde el reino de Sevilla con navíos y tripulaciones andaluces.

Rota por los castellanos europeizantes la unidad del Sur ibérico, los andaluces musulmanes huyeron a países bereberes, y los mozárabes fueron borrados y anulados por los iberos del Norte germanizado. Marruecos se convirtió, por una falsa visión geográfica e histórica, en un país extranjero; Pelayo anuló a los mártires cordobeses y los guerrilleros penibéticos; la fuerza imperial del Sur se desaprovechó; el Atlántico fue gobernado desde la Mancha, y los moros españoles, que podían habernos dado el dominio del Mediterráneo contra los turcos, se vieron obligados a emigrar. Los hidalgos famélicos de la meseta sustituyeron a los ricos mercaderes orientales; el Manzanares derrotó al Estrecho de Gibraltar, y los levantinos (que con una política meridional hubieran sido nuestros clientes) comenzaron a mofarse de España, que algunos llamaban despectivamente “la portera de Europa”.

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Los hombres del Sur son los hijos del Sol. Sobre Andalucía pesan muchos siglos de labor y silencio. Tierra y raza son difíciles de definir. ¿Quién es el andaluz? ¿Quién es ese hombre genial que trabaja jugando “a ver lo que sale”, hombre de pereza junto a un surtidor? (Divina pereza, que es recogimiento de artista hipertrófico, o disciplina de místico que contiene sus ímpetus para superarse a sí mismo en la ascensión gloriosa de su espíritu, su “pneuma”.) ¿Dónde está la raza andaluza, víctima de absurdas admiraciones que dañan más que odios? Está en la Andalucía “quieta” que a Renacimiento y Reconquista opuso su pasividad musulmana permitiendo la aparición de cierta Andalucía falsa y superficial de matadores, macetas y Semana Santa en el cine; Andalucía artificial que parece genuina, absurda, pero apta para incorporarse a la Historia Universal de la pasada época; nueva personalidad claudicante y cómoda. Así surgió el “Flamenquismo”, que deformó la silueta andaluza, aun ocultando una porción considerable de realidad. (El error está en la mezcla de los datos, en un trueque de valores, en una falsa perspectiva.) A los ojos del extraño no aparece la perspectiva secular de Andalucía; aparece lo actual, que justifica la vieja afirmación de que “el prójimo nos conoce a través de nuestro ruido en su conciencia”. No somos lo que somos, ni queremos ser sino lo que resultamos de nuestro entrecruzamiento con el ser de los demás. Nadie llegaba al fondo psíquico de la Raza. Y aun lo esencial, al destacarse, parecía caricatura. Los amigos de lo andaluz lo convertían en lirismo, y lirismo es imposible en un pueblo cuyo corazón da pasiones.

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El andaluz, hombre de largas paciencias, de esperanza súbita y desesperación fatalista (alma fosforescente, pronta a perecer en una pavesa decisiva); hombre que vive disparándose o se encierra en sí mismo y sueña como Mahoma; víctima de perpetua contradicción entre la idea absoluta y la realidad impetuosa, entre lo real y lo eterno; vive concentrado o vive hondamente desperdigando el fuego fecundo de este sol y desbordándose en chistes y donaires, coplas y suspiros, arrullando lo imponente con sus pintorescos diminutivos.

El andaluz es universalista y local; aparece como un perfecto indígena de cualquier país en que habite; pero interiormente aún está en su pueblo. Es el perfecto descubridor y lleva su tierra a cualquier parte del mundo, porque su tierra es él. Solitario y peregrino, él lleva dentro toda su tierra. Es el paisano de Séneca, Aben Jaldun, Abenarabi y Aben Hazam. Hay una tristeza andaluza especial, tristeza de tierra achicharrada, de nostalgia beduina; es la tristeza del “cante hondo”; de amor, como color complementario de la muerte (nudo de voluptuosidad que se ata y se desata prolongando la especie); optimismo trágico que es voluntad de querer creer. Es la Andalucía “honda” y verdadera, tierra donde el semitismo ha dado su expresión más completa y magnífica; tierra de Islam, pero Islam de Occidente (de Mogreb), concentrado y fuerte, depurador y purificador de todos los aportes orientales, estabilizador de todo lo que en Levante se diluye, perdido en la confusión de las tribus y el entrecruzamiento de las culturas, de los “paideumas”. Por eso Andalucía es más árabe que Arabia; es la cabeza natural del África mora.

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Y por fin, la mujer. Convencida de su rango estético, sabe superar su belleza manteniendo su alta jerarquía, su regia feminidad. Mujeres andaluzas, sacerdotisas de ciudades muertas, abúlicas y místicas; cansancio de reinas sin trono y amoríos entre el polvo de los jalifas. Almas concentradas en sus pulsos, ansiosas ante el anuncio de la fatalidad que se acerca. Mujeres de ojos extraños, púdicos y lujuriosos, que transparentan la pena de la existencia apasionada por la idea del amor y de la muerte. (A lo Aben Hazam, y no a lo Barrés.) Es la mujer callada de Romero de Torres, la árabe silenciosa que se desliza por las callejuelas de Tarifa, el Albaicín y Triana conservando en mantón y mantilla el recuerdo del Jaique, el Lecham y el Yachmak.




El territorio andaluz

Cada raza, cada cultura es la proyección sentimental de un paisaje sobre el alma de los hombres que en él viven; cada pensamiento grande, cada bella obra está marcada por el sello de “cierto terreno”. Raza y paisaje van juntos; donde se halla el solar permanece la raza con sus rasgos esenciales. El casticismo no emigra. Sólo emigran los hombres que en un paisaje extraño modifican su sangre y cambian de alma, de expresión étnica, de fuerza vital.

En el Sur de la Península, un paisaje agudo y despejado ha creado una cultura refinada, expresión mental de raza más ingeniosa y sutil entre todas las que forman el sublime complejo ibérico. Paisaje de “Roquedo”, seco y duro (pequeñas estepas cerradas, envueltas por sierras azules); “Bled” africano de tierra pelada, rudo, seco y luminoso; paisajes desgarrados y cubiertos de “Gaba” inmensa aridez florida; colinas tapadas por los oscuros lentiscos, los salvajes acebuches, cardos, chumberas y palmitos; tierra baja, ancha y pomposa, paisaje monoteísta agobiado por la plenitud de la luz; riberas del Guadalquivir y costas mediterráneas con sus rías violentas y cortos perdidos entre las adelfas; huertas granadinas y murcianas saturadas de frutas lujuriosas, encanto de las vegas, con sus azarbes y acequias donde burbujea un agua preciosa y alegre, sangre del terruño que los andaluces aman y prueban con goce de artistas. El hombre domina la Naturaleza; aire sutil y cristalino, colores vivos y disciplinados bajo la luz del Sur; animales domésticos de carácter salvaje y empecinado, hundido por la energía del caballista... Es Andalucía, país irreal de color caliente, exento de pesadez y corporeidad, donde mirar es como disparar una flecha. País complejo de fuertes variantes que forma una España menor; reinos poderosos e inconfundibles por sus variadísimas psicologías, Andalucía, Andalus de los árabes, que no tiene relación con los vándalos.

Pero la idea actual de Andalucía es equivocada. No es ni el concepto árabe musulmán que la identifica a toda España, denotando una secreta ansia de expansión, ni el concepto legal del reino de Andalucía castellano equivalente a la Andalucía baja (Cádiz, Sevilla, Huelva, Córdoba y Jaén), ni mucho menos el error más corriente de las ocho provincias conocidas con el nombre de “región andaluza”, frase bárbara, que puede ser germen de funestos localismos y regionalismos antipatrióticos y absurdos. ¡No! La Andalucía verdad que marcan la raza y el suelo, la de tartesios y omeyas, la griega y morisca, el país en que afincó la más brillante cultura de Occidente, es cosa muy distinta. Es un concepto geográfico preciso que abarca toda la España al Sur de la Oretana, añadiendo a las ocho provincias de la “región” la de Badajoz, antiguo y célebre reino; casi toda Ciudad Real, prolongación natural de las tierras altas jienenses, país de ganadería, viñedo y tierra caliente, adherido al sistema mariánico; el reino de Murcia en sus límites tradicionales (incluso Alicante) y las prolongaciones de la España africana: Melilla, Ceuta, Canarias.

Esta es Andalucía, tierra de sol y pasión, corazón de Iberia, cabeza de nuestros futuros Imperios, país conciso, austero y sonriente, saetas y toros, amor y muerte, ciudades bulliciosas, campo trágico, misticismo y guasa.

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El Guadiana, el Ziguela y el Záncara, hasta que tuerce al Norte, cerca de San Clemente, una línea que, siguiendo la frontera central entre Albacete y Cuenca (donde hubo una tapia, pequeña muralla china, en tiempo de los árabes), y el Júcar, desde aquí hasta el mar: éste era el límite norte andaluz bajo tartesios y árabes, los dos períodos castizos del Sur español. Al Sur, la frontera fue y es más confusa. El Norte marroquí, más arriba del río Sebú, forma parte de la Cordillera Penibética, que pasa por debajo del Estrecho de Gibraltar, el pasillo de Hércules-Melgar, nexo fundamental del territorio andaluz. A un lado y otro, las sierras hermanas de Grazalema, Tolox, Beni-Aros y Ticiren, dominando la bahía del Barbate, que oculta el mejor puerto interior del Sur. Más allá del valle del Sebú (Estrecho Sur-Rifeño, antiguo mar, seco hoy, pero con aluviones y pantanos que atestiguan su origen), empieza África, inmensa, sumisa y pegada al suelo, víctima del clima implacable, con sus “nudos de historia” y “zonas de Imperios”; el África camítica de color añil y el África negra de color rojo. El Rif y Yebala son Andalucía desde Ceuta y Melilla (ciudades andaluzas de hecho y de derecho) hasta los riscos de Muley Abdesselam, donde la magnífica jerarquía idrisí y los altivos montañeses de ropa corta y turbante jacarandoso tienen prestancia y garbo de santos y toreros (coleta de “Aissaua” y coleta de matador).

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En todas las zonas andaluzas (desde la mariánica hasta la rifeña), las ciudades son el símbolo vivo del espíritu andaluz, “pathos” complejísimo y “garboso”. Sevilla, la reina del Sur (Ironía, “Salero”, Exuberancia), es, a través de los siglos, paralelo de Roma; es otra “Ciudad Eterna”; Granada mística y sentimental, triste y pasional como Jerusalén; Córdoba la Sultana, ciudad de majestad (euritmia, sobriedad, paz, perfección), inmortal paralelo de Atenas; Málaga, el gran puerto del Mediterráneo, que desempeña el papel de Alejandría en la antigüedad; Murcia, Cartagena y Alicante, ciudades de Todmir, avanzadas de Andalucía en el Este tumultuoso y mercantil, como Constantinopla y Tesalónica, eran avanzadas clásicas ante el Asia Menor; Sur de Badajoz y Ciudad Real, tierras andaluzas que han perdido el nombre “Galia togata” del andalucismo; Jaén, tierra alta y severa, nueva Macedonia; Cádiz, la hermana de Cartago; Huelva, puerta de la Atlántida; Ceuta y Melilla, en la costa Sur penibética, como Éfeso y Esmirna en la costa de Jonia. Pero lo esencial es: Córdoba, Sevilla y Granada, tres ciudades fundamentales, como los tres colores rojo, amarillo y azul.




“Andalucía, tierra ibérica”

Para conocer de un modo perfecto las posibilidades andaluzas es absolutamente indispensable conocer el territorio ibérico del que Andalucía forma parte. Desde los Pirineos al Sahara, a los dos lados del Estrecho de Gibraltar, se extiende Iberia, conjunto de comarcas que tienen la misma constitución geológica, el mismo aspecto exterior, idénticas plantas y animales y hasta los mismos hombres (los iberos o bereberes, raza predominante). Las dos grandes barreras que cierran al Norte y Sur el territorio común ibérico (Pirineos y Atlas) están unidas por una serie de cordilleras que pasan bajo el mar, enlazando Europa con el macizo central africano, pero no siendo africanas ni europeas, sino otra cosa, un mundo aparte. A los dos lados hay una serie de mesetas, montes, llanuras y ciudades que se corresponden exactamente y cuyo núcleo central está en la Penibética del reino granadino, con sus prolongaciones hasta los Cabos de la Nao y Tres-Forcas, del Rif. En el centro del sistema se encuentra la ciudad de Granada, eje de lo andaluz sentimental. Granada, centro del mundo, por ser el centro del mundo ibero flotante entre cuatro continentes.

El territorio sostiene una raza selecta, la ibérica, que predomina en todas sus comarcas, a pesar de las enormes aportaciones celtas (Galicia), latinas (Cataluña), germánicas (Castilla), vascas al Norte, griegas, hebreas por todas partes. Árabes en Andalucía, la huerta de Valencia, la costa marroquí al Atlántico y la meseta argelina. El hombre ibero es egregio, mejora las razas y los pueblos que se ponen en contacto con él. Unido al judío, produce el “sefardí” superjudío; unido al árabe beduino, produce el andaluz “superárabe”; unido al piel roja, produce el mexicano superespañol; siempre crea algo nuevo, siempre supera; lo ibero no va nunca a desplazar, sino a fecundar; es señorial y no gregario. Desgraciadamente, le falta unión; sabe crear naciones, pero no sabe crearse a sí mismo; como el griego antiguo el ibero, cada ibero es una nación aparte; en una reunión de cuatro iberos hay cuatro opiniones, y la organización política más compleja es la tertulia, el bando; su ambición es escasa; el ideal del capitalista castizo es obtener una suma, X, y retirarse después; todo ideal es pequeño, casero o desaforado y quijotesco; aquí no se concibe el justo medio, y hasta en la justicia se aspira al castigo implacable, “caiga el que caiga”, o a la impunidad (mística jurídica que descubrió Ganivet). El ideal ibero no es romántico, sino exaltado; no espíritu flotante es el espacio, sino sangre rápida y ardiente. Cada ibero no cuenta en las grandes ocasiones sino consigo mismo, y esto le infunde conciencia falsa de su propio valer, en más o en menos (“Tantos como vos y todos juntos más que vos”, “Iguales al rey, dineros menos”). De este duro integrismo nace la tolerancia típica de la raza iberobereber; no es complacencia oculta por el error ni desprecio por el que vive equivocado, sino convicción absoluta de que no hay medio de modificar ideas y opiniones que dependen exclusivamente de su “Real gana”, que rehúsa inclinarse ante los hechos, falsos reflejos de la “Realidad esencial” (Idea mágica genuinamente semita que aquí reaparece afirmando el parentesco iberoárabe y explicando el rápido arraigo del Islam en nuestra Península y su persistencia actual bajo otras formas religiosas, substrato agarrado a la idea del fatalismo musulmán de “Estaba de Dios” y el “Llegó su hora”). El ibero no hace nunca lo que quiere; le basta con saber que puede hacerlo, exceso de personalidad que le impide cristalizar en formas definitivas. Todo es absoluto, “hasta la riqueza tiende a producirse en la modalidad estéril del lujo y el juego, consecuencias automáticas de los países sobrios”. Ser “cabeza de ratón” y no “cola de león”: eso es lo esencial de la raza. Nunca van España o Portugal a un sitio; van los españoles o los portugueses (que tienen a gala prescindir del Estado). Quizá no exista España, pero existen los españoles. En cambio, existe Italia, pero no existen los italianos.

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Este exagerado deseo de lo absoluto, ansia de expansión ilimitada y resistencia a toda jerarquía, ha roto la posible nación (o grupo de naciones). Marruecos aspiró a concentrarse huraño. Castilla y Portugal se extendieron exageradamente. Se formó una idea de “España” amplia, cristiana, universal, extendida a las cinco partes del mundo, sin relación alguna con la nacionalidad, con el Estado español; suprimiendo la raza y exaltando a Cervantes se ha conseguido que sea español todo hombre que hable un idioma de nuestra Península. Portugal ha conservado el armazón de un Imperio mundial extendido por las costas del África negra y etíope, de China, la India y Oceanía; el diminuto Marruecos, sin soberanía propia, se llamaba aún “Imperio del Sol Poniente”. Hoy la idea hispanista supera en complejidad y extensión a la Sociedad de las Naciones. Prescindiendo de Portugal y Marruecos, vemos hoy que el apache piel roja, el antropófago pamúe, el cubano refinado, el argentino imperial y rico, el labriego castellano y el negrito filipino forman parte de un mismo conjunto ideal. Rojizos ameridos de todo el Nuevo Continente, amarillos del Extremo Oriente, negros de las Antillas y el Continente Misterioso, semitas hebreos de los Balkanes y libaneses de la Habana, son considerados como hermanos, desdeñando al catalán de Perpignán, el andaluz de Fez y el portugués de Coímbra, o incorporándolos con su Imperio colonial para abarcar al provenzal, el siciliano, el askenazi, el beduino, el hindú de Goa, el chino de Macao, el Rumat-Arma de Tumbuctú y el yanqui de Florida y California. Exagerada extensión que abarca seiscientos millones de almas, y en el cual se pierde el patriotismo, se marea el alma de la raza.

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Esta idea es una idea castellana que sólo en Madrid se comprende. Ansia de expansión universal que coexiste con cierta timidez ante lo europeo y cierto recelo ante lo africano (el “¿qué dirán en París?”, la preferencia por el producto extranjero, el ansia de negar lo castizo para ser “civilizados” y “progresivos”, &c.). Andalucía es más orgullosa y tiene menos ambición; no deshace entuertos “para enriquecer flamencos o galos”; no es partidaria de troquelar con su perfil étnico y cultural a las demás comarcas hermanas. Para el andaluz cultivado, el europeo es el antiguo satélite de los Omeyas, el “eslavo” hambriento y aventurero; el africano es un viejo cliente, un antiguo criado leal y un buen amigo; el asiático levantino es un hermano de cultura; el americano, el colonizado por Sevilla. El verdadero andaluz se siente superior y está más apegado al terreno, a la raza; no siente la “Patria” expansiva, sino la “Matria” reconcentrada.

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El andalucismo es una fraternal religión étnica que intenta la reconstrucción de una España andaluza desbordando sobre la costa africana, sustituyendo a la limitada y triste España carpetovetónica. Es una hermandad ibérica que no tiene relación con ningún nacionalismo, con ninguna política, fraternidad entre los dos lados del Estrecho de Gibraltar. Sólo ella puede hacerlo. Andalucía se alegra siempre de la prosperidad del resto de España (a veces en perjuicio propio), y ella es lo más representativo del complejo español. Los pintores representan a España con traje andaluz...; los juegos andaluces pronto se transforman en nacionales capaces de fanatizar a las muchedumbres. Andalucía decide las grandes crisis de la Historia. Suevos y godos bárbaros arraigaron en el Norte; los vándalos establecidos en Andalucía se hundieron, como más tarde los godos, derrotados en el Barbate por los andaluces sublevados. La guerra contra Napoleón contó sus únicas victorias en Bailén y Cádiz; Andalucía se impuso a Roma con Séneca, a los godos con San Isidoro, a los sirios con Averroes y Aben-Hazam, a Castilla con la escuela sevillana. Ella dio emperadores a Roma y jalifas al Islam; ella hizo a América, creó en Sevilla la lengua española oficial y conservó hasta hoy lo más selecto de la ciencia levantina. Andalucía, hermana y quizá maestra de Grecia.




“Toros y caballos"

El casticismo andaluz culmina en la fiesta de toros, espectáculo de abolengo mediterráneo que en las orillas del Guadalquivir adquiere un extraño simbolismo místico. El toro es el “tótem” andaluz, el animal simbólico que encarna las más altas virtudes de la raza. Rebasando lo oriental, según la vieja costumbre del Mogreb, Andalucía adoptó el toro asirio, rígido e hierático; el buey Apis, sacerdotal y obeso; la santa vaca india, manso dios del hogar; el toro de Micenas, puramente laico...; con todos creó algo muy raro, un “cristianismo” del toreo con algo de sacrificio expiatorio y mágico, que se rompe bruscamente al chocar con la cruda realidad de las capeas castellanas y el profesionalismo “flamenco” de los toreros sindicados.

Pero aún queda mucho del primitivo carácter hidalgo de la fiesta. Queda el torero, hombre pródigo, respetuoso, amante de la gloria, trabajador, a pesar de su ruda bohemia, comparable a la bohemia de literatos y artistas. El torero es un hombre leal; en todos los deportes y pugilatos se intenta hundir al adversario, aplastándole y deshonrándole para arrebatarle el premio; solamente el toreo es noble; ante el toro todos son hermanos, todos se ayudan, todos vencen a la vez, todos tratan de salvar al compañero en peligro, alentados por la democracia del público, que en la plaza se desborda como en ningún otro sitio; aquí no dominan el “tanto” ni la martingala (como en foot-ball, carreras, pelota, boxeo, &c.).

El torero es un hombre casi perfecto, fruto de una cultura demasiado exquisita y refinada, de difícil comprensión. Necesita sobriedad y orden. Alimento nitrogenado y de poco volumen, poca bebida y estómago siempre muy limpio. Debe ir muy ceñido, ser discreto en los juegos sexuales, mantenerse siempre ágil y perfeccionar la armonía de sus movimientos para conservar su rasgo de deportista completo, porque el toreo es agilidad, fuerza y destreza, carrera, salto, contracción, elegancia del gesto; además, imperturbable serenidad para soportar sonriente los bruscos asaltos de la fiera y paciencia infinita para seguir al espíritu del público. El toreo es un conjunto de gracia y heroísmo que no puede aprenderse. Es una fuerza mágica que da Dios de modo misterioso, un arte del ademán y del matiz que viene del fondo de la sangre beduina, la sangre del Poniente.

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Junto al toreo de plaza, algo bastardeado, vive aún el toreo de campo, espectáculo perfecto y majo, ejercicio limpio y sano, de viejo abolengo árabe, exaltación andaluza del caballo, que era la base de una jerarquía aristocrática, fastuosa y seminómada. Majestad desaparecida con la incorporación a Castilla y esparcida por América bajo las formas empobrecidas y semibárbaras del gaucho, el cow-boy y el llanero. Caballo y toro viven estrechamente unidos, y son dos facetas complementarías del campo andaluz, pero no de todo el campo (pues es corriente el prejuicio de que las dehesas roban terreno a la agricultura, confusión lamentable entre dehesas y cotos de caza); el toro vive en terrenos especiales generalmente inútiles para otros cultivos, y que, al no haber toros bravos, serían destinados a mantener toros para carne, necesitando crear costosos pastos, pues donde comen dos toros bravos difícilmente puede comer uno manso más “aburguesado.”

El caballo andaluz (hijo del árabe y el cabileño, pero perfeccionado) es la suprema esperanza del toreo, acentuando el carácter deportivo que la suntuosa fiesta va tomando hoy. El caballo de dehesa para vigilancia, tienta, acoso y derribo tiene extraordinarias condiciones de belleza, ligereza y fuerza; es brioso y libre, superior al caballo de carreras “cocotte” (mantenido con manjares delicados). El rumbo montado de los jinetes garrochistas debe ocupar lugar preferente en la cultura física de la juventud andaluza, siendo acaso la base de una nueva jerarquía juvenil de tipo “Sokol” o “Fascio”, una nueva orden o hermandad caballeresca de tipo civil y popular.

La afición deportiva llega a las dehesas con acoso y toreo de capa; pronto la torería será ejercida por gente de rancia alcurnia, juventud fuerte y airosa que en el campo recuperará la energía y la virtud que engalanó a los hijos de los jalifas, entrando en la perfecta democracia de los garrochistas, donde no existe antagonismo entre capital y trabajo, ambos a caballo.




“El cante hondo”

Así como el toreo y el caballismo resumen la Andalucía exterior masculina y pomposa, el cante hondo (melancolía perezosa y gritos milenarios) es el fondo étnico, casi un pedazo del “espíritu” (espíritu “mágico”) que se escapa por la garganta y va a clavarse en el éter, música mitad plegaria y mitad alarido de león desesperado; toda la vida, toda la pasión en el preludio y después escorzos ligeros, arabescos, que acompañan la danza honda, curvilínea, con sus hieráticos y faraónicos bailes de busto, coquetería, gravedad de brazos, tristeza pasional, desafío de amor no correspondido, danza maliciosa de Circe que juega con los galanes, o desgarramiento intenso que prepara la entrega. Es un baile extraño, de escueta altivez. La raza se rompe en la danza, se deshace de gusto.

Y con la danza, la música, el “cante hondo” y el “flamenco”, expresión sencilla del sentimiento apasionado o estilización de tablado, vitalidad o mercantilismo, pero siempre emocionante; arte complejísimo de difícil comprensión, desdeñado por los que no tienen la enorme cantidad de sensibilidad y atención que precisa la hondura, por los que sólo reconocen el valor de la música europea. La música occidental es maravillosa, sublime; pero es la expresión de una cultura absolutamente distinta de la nuestra, siempre envuelta en las brumas del Norte, de lejanos paisajes nublados con tonos gris y plata. Su música es como una pintura; cada frase musical tiene contornos definidos que se destacan sobre un fondo neutro; las notas son separadas, precisas, corpóreas; “se trata de dilatar hasta el infinito espacio sonoro”, de “disolver el sonido en espacio infinito de sonoridades” (Spengler). “Hay mundos sonoros que se entrecruzan en la infinidad del espacio musical unos con otros, alzándose, anulándose, iluminándose, amenazándose, haciéndose sombra, análisis intuitivo.” Es una música impresionista de la subconsciente que penetra los demás artes (en la pintura de líneas imprecisas, en los muebles retorcidos y las porcelanas pequeñas). En Europa, colores y sonidos vagan por los espacios infinitos; es un arte nebuloso de lontananza y otoño; sólo hay “rayas y manchas que se cruzan, tapan y confunden”.

Pero poco a poco, frente a esta infinidad cromática surge una curiosidad nueva ante las músicas exóticas; la teoría de las “zonas culturales” penetra en el campo de la melodía. De Rusia la infinita, la asiática, angustiada por el problema del ser y el no ser, avanza hacia las tierras de Occidente un arte musical extraño, de orientalismo nuevo y embrujador (Glinsko, Rimsky-Korsakoff, Balakivev, Borodin, los bailes rusos, &c., &c.). Por Occidente, la invasión del Asia blanca choca y se entremezcla con otra llegada de la joven América; es el jazz-band, con sus sonidos estrepitosos y bullangueros, producto de la fantasía negra. Europa sabe ya que las artes son organismos vivos y no rígidos sistemas; que toda teórica, técnica y convención forman parte del carácter propio de una raza y no tiene valor universal. La atención se concreta ahora sobre la música del milenario Egipto y el desierto beduino, tierras árabes donde nacen el sol y la cultura.

Desde Félicien David con su “Desert” (1844, gran composición de arabismo “flamenco”, arabismo de exposición universal), y Bizet en su preludio de Carmen (donde hay frase decidida, brutal, que acompaña a la heroína en el amor y la muerte, melodía fatalista hecha en el modo “Asbein”, característico de la música árabe, que le cree de origen divino, robado por los demonios a Dios para inducir los hombres a tentación), hasta los músicos actuales que sufren la influencia de la música semita (en España, los maestros Pedrell, Albéniz, Granados, Morera, Vives, Falla), son legión los reivindicadores del arabismo musical (más o menos conscientemente).

Egipto y Andalucía son los dos campos de inspiración. En ambos territorios camo-semitas agoniza este arte exquisito y refinado, que se pierde poco a poco por falta de atención, sin Universidades ni Conservatorios apropiados, olvidado en las clases altas, que adoptan el sistema musical europeo más elemental e imperfecto, pero más sencillo y “de moda” industrializado en el pueblo, donde sólo lo conservan cortesanos, mendigos, gitanos, trovadores humildes del desierto y artistas de café cantante. Granada puede salvar la música árabe (influida por la gitana en España para formar una mezcla deliciosa que afirma la superioridad del cante hondo andaluz sobre el africano), creando un “Conservatorio andaluz del cante hondo” como una sección o facultad de su futura “Universidad de la Alhambra”. Allí se reunirían con amor la música popular andaluza, el arte árabe sabio de Siria y Egipto, la música sabia de Falla, Albéniz y Granados y las melodías marroquíes con sus dos grandes escuelas: “El Ala”, música seria; “El Griha”, música alegre y popular.

“El Ala” es la antigua música granadina de corte y sociedad; en la época de la expulsión morisca, el músico Hâik el Gharnati recogió once de las veinticuatro “Naubas” o modos clásicos andaluces. Cada una de las “Naubas” se aplica a una serie tradicional de motivos en los que ritmo, sonido, versificación y estados psíquicos van estrechamente unidos. Las “Sikas” o canciones granadinas las ejecuta un cantor al son de la “Darbuka”, tambor de barro que marca el compás a los músicos provistos de “kamanyas” (violines verticales), laúdes y “rebab” o violín beduino; los músicos cantan en coro, acompañando al director. Sus melodías (como en general todas las melodías árabes) tienen dos partes: “Mizán” o ritmo general, técnico, acomodado a la partitura, y “Samaa”, variaciones que son el estilo, la expresión, patrimonio del capricho individual. (No son virtuosismo en la ejecución, sino un cambio absoluto.)

La “Griha” es música popular que acompaña al baile. La ejecutan cantores o cantoras (“Chij”, “Chija”), y sus canciones son hechas por poetas modernos. Su melodía se llama “El Barid”, y van acompañadas por el “Guembri” y varios tamboriles. Hay “Samaa” en que el cantor también dirige con “darbuka”, y si es mujer, con un tamboril cúbico de mano o un plato de estaño. (En Andalucía, ver Ginés Pérez de Hita, Guerras civiles, cap. XIV.) El público toma parte en la “Griha” batiendo las manos con ciertas reglas rítmicas, según costumbre antigua, “El-Musâfaha”, análogas a los aplausos de compás en el cante flamenco. Hay tres clases de “Griha”: “Msergi”, para religión; “Meksur”, para el amor, y “Mezlug”, para la sátira. Ambos estilos (que son el “Totem” y el “Tabú” del arte musical moro) se conservan por tradición y de viva voz, hecho casi increíble, dada la extremada complejidad de las divisiones y subdivisiones, de las notas, medias notas y hasta milésimas de nota; hay intervalos tan pequeños, que escapan al oído; se notan los bordados con que sobrecargan la melodía. Es música propia para decorar, para embriagar, para inflamar y adormecer los sentidos; es un arabesco rígido y rápido, hostil a toda tendencia descriptiva, a toda imitación de la naturaleza (severamente prohibida por Averroes y los estéticos árabes de todas las épocas). Estas tendencias se refuerzan en el “Ala” (probablemente derivado de las diez mil canciones compuestas por Ziryab bajo el reinado de Abderramán II Omeya, y enseñados por él en Córdoba a una legión interminable de discípulos). La música egipcia, semejante a la andaluza, emplea doce modos, que corresponden a los signos del Zodíaco, y la danza semejante a la andaluza, también es ejecutada por bailarinas (“aualem”), de profesión sacerdotisas de la danza, y por “horizontales” (Ghaudzy). Unas y otras emplean las castañuelas, instrumento de rancio abolengo andaluz (Tartesos), extendido por todo el Mediterráneo gracias a las famosas bayaderas gaditanas.




El Imperio Omeya

La milenaria hermandad entre las penínsulas española y arábiga, creada por el estrecho paralelismo geográfico de sus suelos y afirmada por su papel histórico de avanzadas del mundo meridional, pedazos africanos separados del continente materno, se vio consagrada en el siglo VIII por la formación de un Imperio musulmán, creador de una “Nación Española” incorporada al concierto de los pueblos civilizados, que eran entonces (como serán mañana) los pueblos del Levante semita o semitizado. (“Arabia es como una España grande, prolongación de África hacia Oriente, como España lo es hacia Occidente. Berbería es el corredor que une estas dos grandes moradas humanas... Las raíces de nuestra vida... están en el semitismo, no en el germanismo, y la causa esencial de esta secular decadencia que nos consume... ha de buscarse en haberlas cortado impulsados por un desastroso delirio europeizante.” (Reparaz.) Los Omeyas o beni-Umeyas, creadores de la nacionalidad española, trajeron con el Islam un poderoso factor de cultura que ninguna raza euroblanca podía soñar en igualar. El pueblo indígena del Sur, refinado y orgulloso, acogió con entusiasmo la nueva idea, que sustituía las colonias romanas en la Península por un gran Imperio español (durante toda la alta Edad Media, España era sólo la parte musulmana; el resto era Asturias, Navarra, la marca catalana). “El patriotismo español es una genial idea árabe”, extendida a todo el territorio ibérico, desde los Pirineos al Sahara, ante la resistencia de los jefecillos septentrionales separatistas, alentados por los cruzados europeos que, envidiosos del poder español, favorecían todos los regionalismos, facilitando armas, dinero y ejércitos enteros a los reyezuelos de la ribera cantábrica. La llamada Reconquista fue en realidad una conquista de España por las huestes del “Sacro-Romano-Imperio”, una intromisión exótica.

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La aparición de los berberiscos de Tarif-Abu-Zora y Tarif-Ben-Ziyad produjo en la Península ibérica una formidable explosión de entusiasmos; el pueblo indígena semita-bereber de raza estaba sometido a una minoría, 200.000 almas de estirpe bárbara, que, bajo la capa de un falso cristianismo, le hundían en la más bárbara esclavitud. La Iglesia, que había favorecido la entrada de los bárbaros en el suelo peninsular (“Ideas nuevas requieren hombres nuevos”, era la teoría de los eclesiásticos españoles afectos a los bárbaros, creyendo ingenuamente que los invasores del Norte eran los vengadores de los mártires inmolados por Roma la cruel), era blanco de las iras populares. En la sociedad visigoda, los sacerdotes cristianos eran los únicos representantes del saber antiguo, los herederos de la tradición clásica; pero se habían visto obligados a hacer concesiones al espíritu marcial de la casta goda dominante. “Unos hombres nacen para mandar, otros para obedecer”, había dicho San Isidoro, y los Concilios toledanos consagraron esta teoría. Esclavos y siervos eran tratados duramente; sus hijos se vendían en pública subasta, y la menor protesta era castigada con la muerte. La situación de los hombres libres no era mucho mejor, porque la tierra se considerara propiedad del Estado. Para proteger esta sociedad caduca sólo existía la Guardia Real como ejército permanente; la defensa de las fronteras estaba confiada a levas de siervos del Estado conducidos allí a viva fuerza. El mal se agravaba por la tenaz resistencia de focos culturales hostiles al latino-germano; a lo largo de la costa catalana se escalonaban las influencias griegas que la dominación italiana no había podido abatir y que la reconquista bizantina había vuelto a helenizar; al litoral gallego arribaban los barcos hermanos de la verde Erín; los vascos milenarios cubrían todo el Nordeste hacia Asturias y el alto Aragón; los semitas eran, al Sur, el factor predominante afianzado por treinta siglos de penetración cultural y étnica, mantenido por los cien mil hebreos sefardíes de la Bética y Toledo, por los campesinos de la provincia tingitana (hoy Marruecos). Una serie de poblaciones fuertemente levantinas cubría todo el país desde Volubilis al Tajo, preservando el tradicional espíritu tartesio. Ya en las postrimerías del Estado godo hubo un rey, Witiza, que quiso crear una nación sintética aboliendo el poder de la aristocracia alemana. Pero en su camino había muchos intereses creados en torno al “antiguo régimen”, muchas personas que tomaban las ideas de nación y religión como pretextos de medro personal; Witiza cayó, y los enemigos del feudalismo visigodo se dejaron caer en brazos del Jalifato árabe musulmán, cuyas avanzadas cubrían ya nuestra provincia tingitana. Los iberos de la Bética se pasaron al campo musulmán, y la Península fue absolutamente dominada en un par de años. Amanecía una era de prosperidad. La Iglesia había recobrado su espíritu evangélico, aplastado bajo la bota del feudal tudesco; el pueblo (que en su mayoría profesaba aún la religión pagana) se convirtió en masa a la nueva religión que traían los invasores, mientras los grupos cristianos se organizaban en iglesias rodeadas de todo el respeto musulmán (comenzando la Iglesia llamada mozárabe con su misa en lengua nacional o en árabe). Los esclavos fueron puestos en libertad, los hombres libres recibieron tierras del Estado; surgieron pequeñas propiedades, donde un sistema de riegos prodigiosos iban creando ricas vegas junto a todas las ciudades del Sur, blancas y aromáticas, según la tradición mediterránea. El país al Norte de la Oretana fue reservado a los guerreros bereberes que quedaron como tribus “guix”, país estéril y fronterizo, que era el “Far-West” (sin West) del nuevo Estado concentrado en el Sur. Al Norte de la línea sólo florecieron Valencia (capital natural e ideal de la Península) y el levantisco Toledo, lleno de hebreos, visigodos y latinos. Los árabes aristocráticos iniciaron la absorción del elemento godo, la vivificación del antiguo “Majzen” toledano bajo una traza musulmana; surgió una nueva burocracia siriovisigoda; los antiguos cortesanos de Don Rodrigo y Witiza fueron halagados y premiados, sólida armazón imperial que creó una fuerte provincia del Jalifato árabe hostil a los indígenas y a los auxiliares bereberes que se sublevaron, provocando otra sublevación refleja en las razas, pueblos y tribus del Norte. Desde Don Pelayo (cuyo nombre denota claramente su estirpe española romanizada) y Alfonso I hasta Muza II de Aragón, “tercer rey de España”, y los toledanos, eternos enemigos de los árabes, la sublevación del Norte y el Centro, dificultó la labor árabe, fomentando la disgregación balkánica del país ibero.

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El jalifato de Damasco, del cual dependían las colonias de España y África, se rompió definitivamente bajo la presión de la familia Abbasí, fanática y orgullosa, ansiosa de suplantar los legítimos derechos de la comunidad musulmana por su propia ambición personal, escondida tras el prestigio de los chorfa, descendientes de Mahoma (perseguidos cruelmente por los abbasíes una vez subidos al Poder). Abderramán I, superviviente de la familia omeya reinante en Damasco, desembarcó en Almuñécar el 13 de septiembre de 755. Con él se inicia el período más interesante de la Historia de España, con él comienza el “Imperio Andaluz” (“Al-Andalus” era para los árabes toda la Península, aunque en la realidad no dominaron efectivamente más que en el “Bled-el-Majzén”, más abajo del Guadiana y el Júcar. La palabra “Al-Andalus” equivalía a la palabra “España”, y era diferente de la forma “Andalusia”, que designaba sólo el Sur).

La extremada complejidad del período omeya, quizá el más interesante de la Historia peninsular, impide su estudio detallado, restringido además por el carácter iniciador de este ensayo. Aquí sólo importa destacar el hecho curioso y frecuentemente olvidado de ser ellos los defensores de la unidad nacional frente a las tendencias septentrionales separatistas de portugueses-gallegos, castellano-leoneses y aragoneses-catalanes. Repetimos que la unidad española es una genial creación omeya, que, aspirando a ser perfecta, se extendía por toda Iberia sobre Marruecos, España, Portugal, Gibraltar, Túnez y Andorra actuales. Idea magnífica nunca superada que se deshizo lentamente ante la presión de Europa y el secular particularismo de la raza ibera.

El gobierno de Almanzor (ver Dozy) fué el momento culminante del Imperio árabe español. Mohamed Ben-Abnamir, “Almanzor”, fue un musulmán muy poco ferviente, pero también un ardiente patriota español, que quiso imponer en toda Iberia el poder del gobierno cordobés (unitarista español, como Napoleón fue más tarde unitarista europeo). Su ejército de leoneses, castellanos, navarros, rífeños, saharianos, y sobre todo catalanes (gente muy grata a los cordobeses), le era ciegamente adicto. Eran propiedad suya; su patria era Almanzor y su mayor deseo dejarse matar por él. Pero el genio personal no basta. Almanzor y Napoleón cayeron porque su nombre no podía suplir al prestigio de una dinastía más o menos secular, porque el genio escasea entre los hijos de los semidioses, porque mientras más altura alcanza el orgullo humano, más fuerte es el batacazo. Al morir Almanzor cae el Imperio árabe español, y la nación queda definitivamente incompleta.

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Las empresas de los Omeyas del Norte, beneficiosas para la unidad peninsular y la gloria de la dinastía, no lo eran tanto para la conveniencia del pueblo andaluz, convertido al islamismo en su mayor parte, pero hostil a la aristocracia siria y con unos amplios deseos de independencia. Se repetía en Occidente el fenómeno de Persia al otro lado del Islam; Persia, que apoyaba en la nueva religión las nuevas reivindicaciones, convirtiéndola en un arma política. La tierra semita del Sur español iba a reivindicar su personalidad inconfundible bajo las banderas de un gran caudillo: Omar Benhafsún, la figura más gloriosa de la Edad Media. Nacido en Iznate (Málaga) y fugitivo en Marruecos, encontró allí un viejo andaluz que hizo surgir en él un sentimiento patriótico vibrante. Impresionado, volvió a Andalucía, formando una partida de guerrilleros. Con ellos se estableció en la fortaleza de Bobastro para defender la independencia. Tal importancia adquirió Omar, que el primer ministro se vio obligado a tomar el mando de las tropas reales, capturando a Omar. Pronto entablaron amistad, y el ministro propuso al caudillo que defendiera la causa del Majzén, ofreciéndole toda serie de ventajas para sus adeptos y paisanos. Convencido Omar, entró al servicio del Emir, y a su lado luchó en la frontera superior contra los españoles del Norte. Pero como no se cumplían las promesas del Sultán, Omar reanudó las hostilidades, reconquistando su castillo (884). Los dos años siguientes los empleó en extender su influencia entre los jefecillos meridionales que compartían su ideal. La subida al trono del Emir Almondir cortó estos progresos, y las tropas cordobesas empezaron a avanzar por el “Bled-es-Siba” andaluz, llegando a Bobastro el 888. Omar, que era muy zumbón, se entretenía gastándole bromas pesadas al Emir, quien, desesperado, iba a echarle encima todo el peso del Majzén cuando fue envenenado por su hermano Abdalah; el ejército real se dispersó y las guerrillas de Benhafsún (que había vuelto a recuperar su poder) ocuparon Écija, Osuna y Estepa. Asustado Abdalah, pidió la paz; Omar la aceptó, firmando una alianza con el Sultán. Tenía la intención secreta de visitar las otras provincias andaluzas para preparar en ellas la rebelión. Poco después, un grupo de andaluces y árabes, capitaneado por Aben-Mastana, atacó al Sultán en la provincia de Jaén. Omar acudió en auxilio del Sultán, y recorrió en paseo militar las provincias de Granada y Jaén. Todos los andalucistas se pusieron de su lado; Aben-Mastana reconoció su supremacía, y los musulmanes indígenas de Elvira pidieron su ayuda contra los árabes monárquicos.

Esta sublevación de la zona granadina tenía una enorme importancia; los musulmanes de esta comarca, numerosos y muy cultos, estaban sometidos al yugo de las tribus árabes beduinas establecidas allí por los Omeyas, formando una especie de “Guix”. Su arrogancia extremada llegó hasta el punto de querer fundar un pequeño Estado independiente, sublevándose bajo la dirección del Caid Yahya-Ben-Sokaba; como el Emir no tenía tropas, los indígenas se pusieron de su parte y, alzándose contra los beduinos, atacaron y mataron a Yahya. Los árabes eligieron jefe a Sallar-Ben-Hamdum, que trajo guerreros de otras provincias y derrotó a los granadinos; el gobernador omeya Xad, que acudió en su auxilio, fue también derrotado. Pero los jefes árabes de Córdoba concertaron la paz con los árabes de Granada, y los granadinos, abandonados, fueron víctimas de las crueldades de Sauar, viéndose obligados a sublevarse otra vez, atacando a Sauar y bloqueándole en la Alhambra con la ayuda de otros andaluces (los murcianos, sublevados también contra la nobleza árabe). Durante una semana, las torres estuvieron sitiadas por veinte mil andalucistas, hasta que una salida audaz dio la victoria a Sauar, bajo cuyas banderas acudió tal multitud de árabes de la Andalucía oriental (Granada, Almería, Jaén, Murcia y Alicante), que el mismo Benhafzun, acudido en auxilio de sus paisanos los granadinos, fue impotente para vencerle, aunque dejó en Elvira una guarnición al mando de uno de sus lugartenientes, Hafs el Moro (probablemente marroquí). Poco después caía el árabe Sauar en manos de los andaluces y era muerto violentamente.

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Entre tanto, los sevillanos se sublevaban por su cuenta, siguiendo la ley de paralelismo que siempre ha existido entre Sevilla y Granada, las dos ciudades representativas del Sur. Sevilla era la ciudad que contaba con más musulmanes indígenas, la segunda de Andalucía y la más culta de toda la Península; en sus alrededores estaban casi todas las tribus árabes que han venido siguiendo a los omeyas; la lucha entre ambos partidos era inevitable; Coraib-Ben-Goldun, jefe de los árabes, aliado a los hebreos de Andalucía, saqueó los alrededores de Sevilla, provocando el conflicto. Los sevillanos nombraron jefe a Galib de Écija y atacaron a los hombres de Ben-Jaldun; ambos partidos se enzarzaron, a pesar de encontrarse en Sevilla el príncipe Mohamed, enviado como mediador. El Emir, ganado al fin a la causa árabe, envía un ejército a las órdenes de Xad (que había sido prisionero de Sanor-Ben-Handun); Xad decapitó traidoramente al sevillano Galib, y los sevillanos, desesperados, encerraron en Sevilla al príncipe, pretextando guardarle mejor, y se aliaron con los árabes antiomeyas y con los partidarios de Omar. El gobernador Omeya, pariente del Emir, no quiso tomar el partido de los sevillanos y se atrincheró en el Alcázar, resistiendo el asedio hasta que entró Xad en la ciudad, degollando y saqueando salvajemente. La causa andaluza parecía perdida, cuando intervino Omar exigiendo la entrega de Xad, quien huyó de Sevilla, y en el camino fue degollado por una harka de bandoleros bereberes. Pero el gobernador Omeya prolongó la labor de Xad, degollando andaluces; el Islam español de aquella comarca desaparecía bajo los sables beduinos, que se disputaban luego el reparto del botín; el gobernador quiso imponerse, y fue asesinado, junto con los suyos.

Los jefes árabes Coraib Ben Ildun e Ibrahim Ben-Hachach formaron un triunvirato con el nuevo gobernador del Emir, y Omar, disgustado, proclamó, una vez más, la guerra nacional. Los cristianos de Córdoba (que sufrían una larga serie de humillaciones y tormentos desde los tiempos de San Eulogio) respondieron al llamamiento y, fugándose de la capital, se concentraron en Poley (hoy Aguilar de la Frontera), acaudillados por su jefe el Conde Don Servando, que reconoció la soberanía de Omar. Este aceptó, y la caballería andaluza marchó hacia el Norte, formando una barrera inexpugnable. Granadinos expulsados por los árabes de Sauar (ahora Said-Ben-Yudi); vaqueros de Sevilla y Jerez, con sus largas picas; milicias de los feudales murcianos y jienenses; caballistas sevillanos, garbosos y eurítmicos; berberiscos de las harkas auxiliares, con sus negras capas (“sulham”) y sus enjutos, pero rígidos, corceles; árabes del desierto, partidario del jalifato de Bagdad, guiados por los descendientes de los compañeros de Mahoma, que odiaban a los Omeyas, considerándolos como impíos. Además, la infantería, mercenarios de todas las tribus africanas diestros en la “razia”; obreros de Sevilla, listos y guasones, con las milicias de los gremios; granadinos de las Alpujarras, envueltos en sus capotones; serranos de la tierra de Omar, ágiles en el contrabando, la guerra y el amor; murcianos de zaragüelles y manta policroma, &c. ¿Quién podría resistir a una tropa tan brava? Nadie. Los guerreros de Omar llegaron cerca del Guadalquivir; Estepa, Baena, La Rambla cayeron en su poder. Omar era el amo del país andaluz, desde el Guadiana hasta Alicante, y parece ser que entabló gestiones con los demás iberos para llegar a la creación de un Estado federal en el cual entrarían: León, con sus varias regiones unidas (Galicia, Castilla, Asturias, el León propio y Alto Portugal), Aragón Alto, Zaragoza musulmana, Ocsonoba (el Sur portugués), Cataluña, apenas renaciente; la gran república cristiano-musulmana de Toledo; la federación de “coros” o cantones, distritos de Andalucía. Omar trató también de sostener una política exterior eficaz, reconociendo al Jalifa de Bagdad (que era Jerife) como señor espiritual del Islam español. El triunfo le sonreía. Sus gobernadores comenzaban ya a organizar el país autonómicamente; Ben-Salin, en Cádiz y Sidonia; Daison-Beinhac, en Murcia-Alicante; Bennada, en Lorca; Ben-Mastana, en Jaén; en otros sitios, Jair Benxaquir, Said Benhodail, los Benihabil, Benxalia; Becquer, en Ocsonoba; Attaj, en Montesa; Benabichaguad, en el Algarbe (Beja).

La gran metrópoli cordobesa era presa del terror; los partidarios del Majzén, los árabes de las tribus y los bereberes adictos afluían a ella en grandes masas, faltando alimentos para los refugiados. En las calles, invadidas por la muchedumbre asustada, resonaban los siniestros vaticinios de los predicadores y sus ecos llegaban al Emir, que había perdido toda esperanza y quería morir resistiendo desesperadamente. El 15 de abril del 891, los 14.000 hombres del Emir, seguidos de una muchedumbre innumerable de paisanos cordobeses (que no eran árabes, españoles ni bereberes, sino una mezcla de estas tres razas, y además elementos europeos, negros y coptos) y guerreros árabes de las tribus, se dirigieron al encuentro de Omar, que avanzaba con sus 30.000 regulares y sus guerrillas penibéticas. Los cordobeses atacaron desesperadamente; la lucha fue larga y encarnizada; pero a la caída de la tarde el ejército indígena era completamente derrotado. La victoria se explica teniendo en cuenta que los irregulares del ejército realista omeya eran casi todos árabes nómadas, excelentes jinetes que tenían que luchar con tropas de montaña, que en los olivares del Guadalquivir perdían toda su eficacia. Además, los cordobeses estaban desesperados, y los hafsunistas confiados, factores morales muy importantes. Por último, el Majzén tenía allí todas sus fuerzas, y en el campo contrario sólo figuraba un cuerpo de ejército que no representaba toda la rebelión. Omar huyó y los fugitivos fueron alcanzados por los realistas, que tomaron Écija, Archidona, Elvira y Jaén. La batalla de Poley fue la ruina de Omar, que en 1892 tomó Sevilla otra vez, pero en vano. Los andaluces, desalentados y dispersos, se sometían o procuraban conservar la independencia de sus comarcas, amenazados por el bravo general Motarrif, que fue tomando los castillos de Jaén y luego atacó a los árabes de Sevilla, devolviendo esta ciudad al Majzén, gracias a la discordia entre Ibrahim Ben-Axax y Coraib-Ben-Jaldin, los dos cabecillas árabes que codiciaban la hegemonía.

Benjaldun y los árabes de Sevilla (que coincidían en su hostilidad al omeyismo) llegaron a aliarse, el 902; pero los beduinos traicionaron a Omar, cuyos mejores generales, entre ellos su lugarteniente Benmastana, cayeron en poder del enemigo. Omar se vio obligado a refugiarse en Bobastro, fracasando en una última intentona (batalla de Guadalbollón, 905); sólo le quedaba un grupo de cristianos, cuya vuelta a Córdoba representaba la seguridad de morir martirizados. Entonces el bravo caudillo se hizo cristiano y siguió refugiado en su castillo hasta el 912, año en que Abderramán III empezó el cerco de la montaña. Omar, desalentado, murió el 917. Sus hijos Abderramán y Xafar (musulmanes). Solimán (mitad musulmán y mitad cristiano), Hafs y Argéntea (cristianos) resisten con desigual energía, hasta que los cordobeses arrasan el castillo de Bobastro, el 928. El andalucismo patriota, bravo, iberista, amigo de los otros pueblos peninsulares, se veía aniquilado y volvía a imperar el ideal omeya de la unidad peninsular bajo el cetro cordobés, ideal que el españolísimo Almanzor llevó a la cúspide.




El maravilloso mundo del Levante

Es imposible conocer de una manera perfecta la labor omeya y su valor sin conocer el exacto significado de la palabra “Levante”, expresión de un maravilloso conjunto de pueblos que abarca el semitismo, el comitismo, Grecia y el mundo persa en una vasta unidad sintética; si a este grupo de razas y naciones unimos los negros y la mayor parte de la India, nos encontramos con un mundo meridional absolutamente distinto del “Oriente” y el “Occidente”. Es el “Mediodía” puntiforme y apasionado, a cuyo complejo mental pertenece Andalucía desde los días ultrarremotos de la Prehistoria y Tartessos. En otros libros nuestros (“Ni Oriente ni Occidente”, “Introducción a la Historia del Levante”) detallamos este sensacional tema, cuyo aspecto esencial es “el griego, el árabe, el hebreo y el persa”; forman parte de un mismo conjunto espiritual con el paganismo y con los monoteísmos bíblicos. A pesar de las aparentes diferencias que los separan, ellos se sienten solidarios en los grandes momentos de su Historia: frente a Roma, con el bizantinismo arameizado; frente al Turkismo, en todo momento, y frente a la Europa feudal, en las Cruzadas. Discípulos del viejo Egipto menfita, obsesionados por el prestigio faraónico, todos los pueblos del Levante han aspirado a la creación de un Sacro-Imperio que abarcase las naciones hermanas desde el Sahara al Indo, y del Cáucaso a las fuentes del Nilo, fracasando todos los intentos porque en el Levante, centro de las rutas del mundo, se encontraban Oriente (escitas ruso-turcos, amarillos, brahamanistas) y Occidente (Europa del Balkán a los Pirineos).

El choque Oriente-Occidente sólo perjudica al pobre Levante neutral.

Hacia el año 2000 antes de Cristo, aparece en todo Levante la gran cultura neolítica, que se desenvuelve paralelamente en el Valle del Nilo, Elam, Caldea, Siria y el Mar Egeo. La región del Tigris y el Éufrates se coloca a la cabeza, creando la primera civilización hacia el 5000; allí coexistían tres pueblos: 1.°, “Scadias”, semitas hermanos de los árabes, que practicaban un culto solar; 2.º, “Súmeros”, raza de origen incierto, especial del país, con religión de cultos infernales; 3.°, “Elamitas”, de Susiana, probables antepasados de los persas; estos tres pueblos combatieron encarnizadamente por la supremacía, alcanzada al fin por las tribus semitas (cananeos, fenicios, arameos, asirios, babilonios, &c.), bajo el reinado de Hammurabi, creador del Derecho y los canales de irrigación agrícola. En el valle del Nilo, otras tribus semitas hermanas crearon una jerarquía sacerdotal de tipo semejante al caldeo. Fue la monarquía egipcia o faraónica iniciada en el 4241; los semitas que crearon Egipto se llamaban “Servidores de Horus”, traían consigo la metalurgia y el culto solar, repartiendo en multitud de principados todo el país, hasta que Menes creó la nacionalidad. Viene luego una serie de expediciones guerreras con el objeto de conquistar el Asia semita. Bajo Papi de la VI, Amenhemat de la XII, Tutines III, Leti I, Ramses II, &c., los egipcios intentan dominar al semitismo de Arabia, mientras el semitismo de Arabia reacciona con los Hyksos (1680-1850 antes Cristo). En el Mediterráneo, los semitas de Fenicia servían de intermediarios entre Egipto, Caldea y la civilización egea, morena y meridional de tipo étnico berebere-camita. Al final, los asirios, otra tribu semita del extremo Norte caldeo, realizó, en parte, este ideal de panlevantismo; pero sus métodos brutales (y su falta de escuadras) les impidieron someter a los nuevos egeos, que ahora se llamaban helenos porque las tribus imperantes habían cambiado. Así surgió el Imperio Sargónida, señor de todas las tierras que van del Sahara al Zogros. Al Sur quedaba libre otra zona semita-camita, la de Saba-Abisinia. Los persas dieron un paso adelante y, recogiendo la herencia semita de Caldea, la llevaron hasta las márgenes del Indo, creando el maravilloso Imperio Aqueménide, que duró hasta el 334 (antes de Cristo), fecha en que se vio suplantado por un Imperio griego, el de Alejandría (“Iskandar-El-Kebir” de los árabes), al que sucedieron los tres Estados paralelos de Grecia, Siria seléucida y Egipto. El seleucismo pareció bien pronto dominar a los demás y rehacer la unidad levantina; pero dos fuerzas malas: Oriente, tierra de los parthos, y Occidente, tierra de los romanos, la rompieron, enriqueciéndose con sus despojos. Al comenzar la Era cristiana, un solo territorio levantino estaba libre de la presión oriental-occidental; era Arabia, tierra de arenas y libertad, patria de los caballeros más apasionados y nobles.

En mi “Introducción al Casticismo” (Bibliotecas Populares Cervantes) detallaré la complejísima historia levantina. Aquí sólo conviene hacer notar:

Primero. La civilización empezó en la zona desértica que va del Afganistán a Marruecos y Andalucía actuales. Cuatro razas aborígenes de estos territorios (helenos, semitas, camita-bereberes e iranios o persas) se disputaron el dominio del territorio, procurando realizar la unidad levantina. Estas cuatro razas, a pesar de sus afanes imperiales, se unieron apenas los orientales (indios, rusos, mongoles, turco-tártaros) y los occidentales (latinos, germanos) querían intervenir en sus asuntos.

Segundo. Las civilizaciones y culturas levantinas se esparcieron por el mundo, creando Grecia, una imitación y superación del helenismo en Roma, y luego en toda Europa; creando la India, un iranismo mayor entre las razas extrañas del Dekan, Bengala y Malasia; fingiendo Turquía que su Islam era continuación del legitimo arabismo; creando los negros un “Etiopianismo” falso y de selva. Pero, a pesar de todo, el espíritu levantino, refugiado entre el bajo pueblo, resiste aún desesperado, afirmando la identidad de Grecia y los árabes, Israel y Persia.

Tercero. A pesar de todas las orientalizaciones y todas las cruzadas, el Levante conserva su alma gracias al semitismo, esencia de toda cultura mundial, base de la personalidad levantina. En Mesopotamia, Saba (Yemen y Abisinia, las dos orillas del bajo Mar Rojo), Egipto y la protohistoria griega de Creta y Tebas, los semitas eran la jerarquía indispensable que daba todos los impulsos y creaba todos los ideales. Los manteos del semitismo abrigan en sus pliegues el alma griega, el alma persa y el alma etíope cuando éstas peligran o mueren.

Cuarto. Los árabes son la fuerza esencial del semitismo; núcleo levantino inexpugnable en medio de sus desiertos, siempre iguales a través de toda la Historia, son la base enorme en que se apoya toda la vida de las tierras por donde sale el sol (para Occidente). Entre las dos clases de árabes (“Arab-Ariba” o árabes nómadas, pura raza del desierto y el Hiyaz, “Arab Musta-ariba” o árabes más o menos mestizados de otros pueblos semitas, que pueblan los campos de Siria, Mesopotamia, Egipto, el Norte africano, &c.), los beduinos son los más valiosos, y entre los beduinos, los israelitas o beduinos de la raza del Norte, pobladora de la Meca y del Neyy (solar de todos los semitas).

Quinto. Entre los árabes han existido tres tendencias políticas que podemos comparar, en sus grandes rasgos, al fariseísmo, saduceísmo y esenismo del pueblo hebreo. La primera es puramente árabe mística y busca la supremacía espiritual del arabismo; es un conservadorismo de pueblo elegido, tendencia derechista supersemita y tradicional; la segunda es liberal y absolutamente árabe-étnica, desdeñando la personalidad religiosa y la fuerza mística de absorción para concentrar sus ideales en la exaltación orgullosa de la sangre árabe, en la supremacía del valor “Raza” sobre todos los proselitismos religiosos; la tercera es un imperialismo, universalismo o catolicidad que aspira a esparcir el arabismo por todos los caminos del mundo y a hacer entrar en el arabismo todos los impulsos de toda la Humanidad. En el arabismo musulmán, la primera tendencia está representada por los jerifes o chorfa descendientes de Mahoma; la segunda, por los Omeyas o Beni-Omeyas; la tercera (tendencia fatal y nociva para el arabismo y el levantismo entero, tendencia imperialista maldita), por los Abbasies de Bagdad y sus continuadores los sultanes turcos.

La tendencia omeya democrática alcanzó su apogeo en España, y hoy vuelven a estar de actualidad, al buscar el arabismo moderno, tres cosas que los Omeyas defendieron con ahínco durante siglos: primero, el panarabismo como base de unión, suplantando al panislamismo universalista; segundo, el desdén al orientalismo y el deseo de unirse al helenismo y hebraísmo para rehacer la personalidad meridional; tercero, el afán de buscar un liberalismo puramente árabe, intermedio entre la intransigencia musulmana y jerifiana y el repugnante occidentalismo de la Turquía kemalista.




Los omeyas en el Islam

Dice Dozy, hablando de los árabes:

“La inmovilidad es el carácter distintivo de las innumerables tribus que recorren con sus tiendas y sus rebaños los áridos e interminables desiertos de Arabia. Son hoy lo que fueron ayer y lo que mañana serán; entre ellos nada cambia..., nada se modifica... No carece este pueblo de la inteligencia ni la energía necesarias para mejorar su situación, si lo desease.” Pero no lo desea, porque es feliz, absolutamente dichoso, y no necesita dejar de serlo por el necio placer de almacenar metal a títulos pomposos. En su orgullo, el beduino se considera como el tipo más perfecto de la creación; desprecia a los demás pueblos porque no son como él. Cada condición tiene sus ventajas y sus inconvenientes; pero el orgullo de los beduinos se explica y se comprende sin trabajo. Guiados, no por principios filosóficos, sino por su propio instinto, adoptaron desde el primer momento la noble divisa “libertad, igualdad, fraternidad”.

El beduino es el hombre más libre de la tierra. “No reconozco otro dueño que el del Universo”, afirma. Su libertad es tan grande, tan ilimitada, que, comparadas con ella, nuestras más avanzadas doctrinas liberales resultan teorías despóticas. En nuestra sociedad, un Gobierno es un mal necesario, inevitable; un mal que es condición de un bien; los beduinos se pasan sin Gobierno. Cierto que cada tribu elige su jefe, pero éste no posee más que cierta influencia; se le respeta, se escuchan sus consejos, sobre todo si es elocuente; pero no tiene, en modo alguno, el derecho de dictar órdenes. En vez de disfrutar de un sueldo, se ve forzado por la opinión pública a sustentar a los pobres, a distribuir entre sus amigos los presentes que recibe, a ofrecer a los extranjeros una hospitalidad más suntuosa que ningún individuo de la tribu. En cualquier circunstancia está obligado a consultar al Consejo de la tribu, formado por los jefes de las diferentes familias, sin cuyo consentimiento no puede declarar la guerra, ultimar la paz ni levantar el campo. Cuando una tribu confiere el título de jefe a uno de sus miembros, éste título no es, a menudo, más que un homenaje sin consecuencias; equivale a un testimonio de pública estimación, a un solemne reconocimiento de que el elegido es el hombre más capaz, más valiente, más generoso, más adicto a los intereses de la comunidad. “Jamás concedemos esta dignidad a nadie –decía un árabe antiguo–, a menos que nos haya dado todo lo que posee, que nos haya sacrificado cuanto le es querido, cuanto estima y honra, y nos haya prestado servicios como un esclavo.” Pero la autoridad de este jefe es casi siempre tan mínima, que apenas se nota. Habiéndole preguntado a Araba, contemporáneo de Mahoma, cómo había llegado a jefe de su tribu, negó rotundamente que lo fuese, y al ver que insistían en ello, respondió al fin: “Cuando las desgracias han aquejado a los de mi tribu, les he repartido mi dinero; cuando alguno ha cometido una ligereza, he pagado la multa por él, basando siempre mi autoridad en el apoyo de los hombres más bondadosos de la tribu.” “Los hombres se dividen en dos clases –dice Hatim–: las almas mezquinas se complacen en amontonar dinero; las almas nobles prefieren la gloria debida a la generosidad.” Los magnates del desierto, los reyes de los árabes –como afirmaba el Califa Omar–, son los oradores y los poetas, son los que practican las virtudes de los beduinos; los plebeyos son los hombres de cortos alcances o los malvados que no las practican.

Los beduinos no han conocido nunca ni privilegios ni títulos, a menos que se considere como tal el sobrenombre de Perfecto, que se confería antiguamente al que unía a la inspiración poética el valor, la liberalidad, el arte de la escritura y la destreza para nadar y disparar el arco.

La nobleza de origen, que, rectamente entendida, impone grandes deberes y hace a unas generaciones solidarias de otras, existe también entre los beduinos. La masa, henchida de veneración por la memoria de los grandes hombres, a quienes rinde una especie de culto, rodea de afecto y estimación a sus descendientes, con tal de que éstos, si no han recibido del cielo los mismos dones que sus antepasados, al menos conserven en su alma el respeto, el entusiasmo y el amor hacia las grandes empresas, el talento y la virtud...

El más digno, el más afecto a su tribu, a su raza; el más democrático y caballeresco, el más noble, ése es el jefe para los beduinos. No valen los honores; sólo vale la virtud. El beduino es dichoso con practicar la fraternidad con los suyos y el respeto hacia Dios, padre de todos. Todo árabe genuino está contento con su suerte. Los europeos nunca están satisfechos con la suya, o no lo están más que un día. Nuestra actividad febril, nuestra sed de progresar política y socialmente, nuestros incesantes esfuerzos por mejorar en todos sentidos, ¿no son, en el fondo, los síntomas, la confesión implícita del malestar y del tedio que corroen y devoran la sociedad?

La idea del progreso, preconizada hasta la saciedad en las cátedras y en la tribuna, es la idea fundamental de las sociedades modernas; pero, ¿a qué hablar incesantemente de cambios y mejoras, cuando los hombres viven en una situación normal y se creen dichosos? Buscando siempre la felicidad, sin encontrarla; demoliendo hoy lo que hemos construido ayer; volando de ilusión en ilusión y de desengaño en desengaño, acabamos por desesperar de la vida; afirmamos en los momentos de abatimiento y debilidad que el hombre tiene otro destino que los Estados, y aspiramos a bienes desconocidos, en un mundo invisible... Perfectamente fuerte y sereno, el beduino no conoce estas vagas y morbosas aspiraciones de un porvenir mejor; su espíritu alegre, expansivo, despreocupado, radiante como su cielo, no entendería nuestros tedios, nuestros dolores, nuestras confusas esperanzas. Por nuestra parte, con nuestra ambición ilimitada en el pensamiento, en el deseo y en la imaginación, encontramos la tranquila vida del desierto insoportable por su monotonía y uniformidad, prefiriendo nuestra habitual sobreexcitación, nuestras miserias, nuestros sufrimientos, nuestra conturbada sociedad y nuestra civilización doliente, a todas las ventajas que disfrutan los beduinos en su inmutable serenidad.

Y es que existe, entre ellos y nosotros, una diferencia enorme; somos demasiado exaltados de imaginación para gozar la paz del espíritu...

El arabismo beduino, que conocía el secreto de la felicidad, pareció alcanzar su perfección con la predicación del profeta Mahoma, que al principio era panarabismo puro (pues Mahoma respetó a los cristianos árabes, siendo gran amigo de Bahira, monje nestoriano). Pero a la muerte de Mahoma algunos de sus partidarios intentaron aprovechar la revolución religiosa musulmana para medrar y crear imperios (ejemplo, el de Alí). Los advenedizos humillaban a los jefes de las tribus.

Por otra parte, si los árabes admitieron la revolución como un hecho consumado, no perdonaron a los que la promovieron ni aceptaron la jerarquía social que resultó de ella. Su oposición varió de carácter: de una lucha de principios degeneró en un antagonismo de personas.

Hasta cierto punto, las antiguas familias nobles que habían figurado tradicionalmente a la cabeza de las tribus no perdieron su categoría a consecuencia de la revolución. Verdad es que la opinión de Mahoma sobre la nobleza había sido vacilante, pues tan pronto había predicado la igualdad absoluta como había aceptado la aristocracia... Pero también había afirmado: “Los que eran nobles dentro del paganismo, seguirán siéndolo dentro del islamismo, con tal de que rindan homenaje a la verdadera sabiduría”, es decir, “con tal de que se hagan musulmanes”. Así es que, aunque Mahoma sintiese el deseo de abolir la nobleza, no pudo o no se atrevió a hacerlo. Subsistió, pues; conservó sus prerrogativas y quedó a la cabeza de las tribus; porque Mahoma, lejos de intentar hacer de Arabia una verdadera nación –lo cual hubiera sido imposible–, había mantenido la organización en tribus presentándola como emanada del mismo Dios.

La antigua nobleza había conservado, por tanto, su posición; pero sobre ella se había elevado otra nueva. Mahoma y sus dos inmediatos sucesores habían conferido los cargos más importantes, como el mando del ejército y el gobierno de las provincias, a los primitivos musulmanes, a los “emigrados” y “defensores”..., preferencia ofensiva para el orgullo de los jefes de tribu, que se veían postergados a los hombres de las ciudades, a labradores y advenedizos. Sus hermanos de tribu, que identificaban siempre el honor de sus jefes con su propia honra, se indignaban también, esperando con impaciencia una ocasión favorable para apoyar con las armas en la mano las pretensiones de sus jefes y para acabar con aquellos devotos musulmanes que habían asesinado a sus deudos.

Los mismos sentimientos de envidia y odio implacable animaban a la aristocracia de la Meca, cuyos jefes eran los Omeyas. Intrépida y orgullosa, veía con mal disimulado despecho que los viejos musulmanes eran los únicos que formaban el consejo del califa. Cierto que Abubequer había querido hacerles tomar parte en las deliberaciones; pero Omar se había opuesto enérgicamente.

* * *

El partido árabe capitaneado por los Omeyas llegó a alcanzar el poder. Tras Abu-Becr (el hombre de absoluta confianza de Mahoma, el San Pedro musulmán) y Omar (el converso impetuoso y duro, exagerador de la religión, el San Pablo musulmán) viene el anciano Otman Omeya, tercer jalifa musulmán, extremamente piadoso, a cuyo celo se debió la redacción definitiva del Corán. Pero los advenedizos de la Meca y Medina, envidiosos de ver que los jefes árabes volvían a mandar, dieron un golpe de Estado.

“Resueltos a no tolerar mucho tiempo tal estado de cosas, los antiguos competidores de Otman, Alí, Zobair y Talha, que gracias al dinero destinado a los pobres –del cual se habían apoderado– se habían hecho tan ricos que no contaban más que por millones, prodigaban el oro a manos llenas para suscitar revueltas en todas partes. Sin embargo, no lo consiguieron; hubo aquí y allá algunos levantamientos parciales; pero las masas permanecieron fieles al califa. En fin, contando con la adhesión de los medinenses, los conspiradores llevaron a la capital algunos centenares de beduinos de colosal estatura: y de atezado rostro, dispuestos siempre, por dinero, a asesinar al que fuese preciso. Estos supuestos vengadores de la religión ultrajada, después de haber maltratado al califa en el templo, fueron a sitiarlo en su palacio, defendido tan sólo por quinientos hombres, la mayor parte esclavos. Confiaban en que Otman renunciaría voluntariamente al trono, pero se engañaron; creyendo que no se atreverían a atentar contra su vida o contando con el auxilio de Moauia, el califa mostró una gran firmeza. Fue preciso recurrir a medidas extremas; después de un sitio que duró muchas semanas, los desalmados penetraron en el palacio por una casa contigua; asesinaron al califa octogenario, que estaba leyendo piadosamente el Corán, y para coronar su obra saquearon el tesoro público. Meruan y los demás ommiadas tuvieron tiempo de huir (656).

Los medinenses, los defensores –porque este título, aplicado a los compañeros de Mahoma, pasó a sus descendientes–, habían presenciado los hechos pasivamente, hasta el punto de que la casa por donde los asesinos penetraron en el palacio pertenecía a los Beni-Hazm, familia de los defensores que más tarde se singularizó por su odio a los omníadas, neutralidad intempestiva, parecida a la complicidad...

Pero a la noticia del asesinato del anciano califa, un eco de indignación había repercutido en todo el imperio... Nadie apoyaba a Alí, Zobair ni Talha, hipócritas confundidos en un desprecio común. Esperando los acontecimientos, se procuraba conservar el gobierno y los gobernadores establecidos por Otman. Cuando un funcionario, nombrado gobernador de Cufa por Alí, fue a posesionarse de su cargo, los árabes de aquella ciudad salieron a su encuentro y le exigieron terminantemente el castigo de los asesinos de Otman, declarando que querían seguir con el gobernador anterior, y que, en cuanto a él, le hendirían la cabeza si no se retiraba al instante. El defensor encargado del mando de Siria fue detenido en la frontera.

–¿A qué vienes? –le preguntó el comandante.

–A ser vuestro emir.

–Si no te envía el mismo Otman, ya puedes desandar el camino.

–Pero, ¿se ignora aquí lo que ocurre en Medina?

–Se sabe perfectamente, y por eso mismo te aconsejo que no insistas.”

El pueblo se agrupó en torno a Moauia-Omeya, sobrino de Otman, gobernador de Siria.

“Podía alardear de una causa justa y contar con los árabes de Siria, suyos en cuerpo y alma. Cortés, amable, generoso, conocedor del corazón humano, dulce o severo, según las circunstancias, Moauia había sabido granjearse respeto y amor por sus cualidades personales.”

Moauia atacó a Alí, tibiamente defendido por tropas mercenarias, y le derrotó en Cifin, a orillas del Éufrates. Después de la batalla, los partidarios de Alí, que se jactaban de buenos musulmanes, demostraron otra cosa, fundando dos herejías: el no conformismo, o protestantismo musulmán, y el xiismo, medio zoroastrista, que es hoy practicado por los persas principalmente. Los Omeyas alcanzaron el jalifato y trasladaron su sede a Damasco. Aun hubo varias sublevaciones (de los hijos de Alí, en Kerbela, del hijo de Zobaír, en Medina), hasta que en Harra el tuerto Moslim, general de los Omeyas, saqueó Medina en agosto de 683, y el general Hosem saqueó La Meca más tarde. Pero el Imperio Omeya, de Damasco, era débil; las luchas tribales entre árabes Kelbitas, o del Sur, y Caisitas, o del Norte; luchas que eran ecos del antiguo paganismo y que permitieron la reacción del partido medinés bajo la nueva fase de los Abbazíes. Los mismos jalifas Omeyas se dejaron llevar a veces por las tribus.

“Como excepción única en la historia de los ommíadas, el jalifa Omar II no era un hombre de partido, sino un respetable pontífice, un santo, que sentía horror a la discordia y al odio, que daba gracias a Dios por no vivir en la época en que los santos del islamismo, Alí, Aixa y Moauia, combatían entre sí, y no quería ni oír hablar de tan funestas luchas. Preocupado únicamente con los intereses religiosos y la propagación de la fe, recuerda al excelente y venerable pontífice, que decía a los florentinos: “No seáis ni gibelinos ni güelfos; no seáis más que cristianos y conciudadanos.” Omar II, como Gregorio X, no consiguió realizar su sueño generoso.”

* * *

Hasta aquí Dozy, el orientalista europeo. A nosotros sólo nos toca añadir que los Omeyas de Siria son el momento cumbre de la “Cultura árabe”. Gracias a ellos se salvó la “Sumsa”. Sólo con la resurrección de su democracia y su arabismo exaltado se solucionarán los problemas del mundo árabe que renace.




Los omeyas en Iberia

El papel de los Omeyas fue, como ya hemos dicho, el de crear la nacionalidad española abarcando las dos orillas del Estrecho, ideal amplio y generoso que fracasó totalmente por su inadaptación a la realidad étnica y cultural de la Península Norte. Fue la mejor de las ocasiones que tuvo el Sur para crear una gran personalidad; pero el airecillo de la meseta del Tajo les perdió, convirtiendo su acción en una invasión interior, en una oligarquía. Porque conviene no olvidar que los Omeyas cometieron el error de no identificarse con el Islam andaluz, que les había encumbrado, y se limitaron a ser un “Majzén”, un Estado, una jerarquía flotante en el espacio y con pocas raíces en la realidad.

Los Omeyas, durante el período cordobés, fueron una familia noble árabe, con todo el aparato feudal (caballeros, clientes, esclavos, siervos feudatarios). A la cabeza estaba el Emir, jefe de la familia, que accidentalmente ejercía las funciones de Rey de Andalucía y Emperador de toda Iberia. Luego familia y siervos seguían siendo sirios, no se identificaban con el pueblo meridional y se apoyaban en un cortejo de tribus sirias que vivían aisladas fuera de las ciudades. Al crear el jalifato, los Omeyas comprendieron su error y se pasaron al campo del pueblo bético-penibético, contra almorávides y almohades, soltando el lastre sirio, olvidando el jalifato de Bagdad para pensar sólo en su vivienda andaluza; los sirios feudales se fundieron con el pueblo indígena...; pero ya era tarde. Conviene destacar la unidad del pueblo del sur cristiano o musulmán, que las complicadas descripciones de los cronistas castellanos, barajando las palabras “moro”, “morisco”, “mudéjar”, “mozárabe”, “muladí”, “elche”, “renegado”, “árabe”, “berebere”, “berberisco”, “beduino”, &c., confunden, enrevesan y ocultan.




Hispanismo

El hispanismo está hoy simbolizado por la Fiesta de la Raza, del 12 de octubre.

Todo habitante de la Península española debe festejar con júbilo el recuerdo del momento más hermoso de la Historia, en el que el mundo se triplicó gracias a nosotros, solamente a nosotros. Ciento veinte millones de almas hablan hoy los idiomas peninsulares, y son un campo abonado para la expansión de nuestra cultura; algunas de sus naciones superan en riqueza y población a la patria de origen.

Pero... los veinticinco millones de indios, los doce millones de negros, los dos millones de emigrados italianos, los alemanes, chinos, hindús, libaneses y hebreos que, acompañados por una infinidad de mestizos, zambos, mulatos y revueltos, pululan por los antiguos dominios del Imperio español, mientras llegan a todos los puertos millares de barcos abarrotados de material humano fugitivo de la absurda y arruinada Europa. Pronto se formará allí una nueva y extraña raza, la raza cósmica de Vasconcelos, o, mejor dicho, las mil razas cósmicas con sangre de todos los pueblos moldeada en nuevos tipos por la poderosa atracción del medio geográfico.

Los aborígenes desempeñarán un importante papel en las nuevas formaciones étnicas. Recuérdese el caso de los Estados Unidos, donde apenas había pieles rojas, y sin embargo la tierra hizo que los norteamericanos actuales, hijos de ingleses, irlandeses y alemanes, tengan cara de sioux o de comanches. Es el medio ambiente.

En la América meridional y central se repite el fenómeno, aumentadísimo por el hecho de que aquí los indígenas pululan por todas partes, y pocas familias criollas del Sur carecen de sangre india. Los tres grandes países castizamente nuestros, los receptáculos de la emigración en el período colonial, eran Méjico, Perú y Colombia (Nueva Granada). Los blancos están allí en la siguiente proporción: Méjico, 19 por 100; Perú, 14 por 100, y Colombia, 10 por 100, según estadísticas de 1925.

El crecimiento de la población iberoamericana en los países de la espina dorsal hispanoamericana (Andes a sierras mejicanas) es tan enorme, que publicistas norteamericanos de la talla del autor político Lothrop Stoddard colocan al lado del famoso “peligro amarillo” el nuevo “peligro del hombre rojo”. En los países de la Plata, sin indios, los italianos, con una enorme natalidad y una fuerte emigración, dominan etnográficamente a los viejos criollos.

¿Y la fiesta de la Raza? A primera vista no se nota su existencia. La frase “España creó un mundo” es ahora una verdad enorme. Es la gloria más formidable posible, pero ya no es la Raza; y puesto que de raza se trata, hay que averiguar qué raza es la nuestra, la del viejo solar ibérico, para dar más fuerza a nuestro resurgimiento nacional. Sin perder el contacto con toda esa nueva humanidad morena que, formada en nuestra incomparable cultura, surge al otro lado del Océano para preparar con su fraternidad continental la fraternidad superior de la Humanidad entera, tenemos que concentrarnos para buscarnos a nosotros mismos, recuperando la fuerza perdida. Nuestro triunfo en América no debe ser llevar al Diccionario las palabras bárbaras de caribes y araucanos, ni tampoco dejarnos influir por las normas políticas de aquellas Repúblicas ultrajóvenes. Hay que restaurar el prestigio viejo, resucitar la tradición hidalga y el prestigio moral; influir sobre América por una superior armonía de ideas dentro del viejo solar.

Este es el valor del iberismo, vieja tendencia que consiste en la cooperación, cada vez más estrecha, entre los pueblos de España, Portugal, Marruecos y Argelia, que viven en idéntico territorio (a ambos lados del Estrecho, desde el Pirineo al Atlas). Tendencia que consiste en la aspiración a una fusión de todos los pueblos iberos en una pequeña Suiza, donde conviven diversas culturas paralelas, o, por lo menos, en una fraternidad entre los dos pueblos de la Península Norte, entre sí y con el mundo árabe, del que Marruecos es la avanzada (Marruecos, que es al mismo tiempo el portero del camino entre España y América). Pero el ideal ibero simplemente geográfico no excluye el hispanismo, ni mucho menos la unión con América. El solar ibero, el mundo hispanoamericano con el Brasil, el mundo sefardí, Filipinas, &c., son diversas partes de la gran familia hispánica que hoy no representa una raza ni un pueblo, sino mucho más: una civilización entera, una nueva forma de humanidad, representada por mil tipos humanos que comparten una misma alma y un mismo ideal de política mundial.

La nueva base del movimiento hispanista es “idéntica concepción de la vida internacional”. La finalidad de esta afirmación es afianzar el concepto de la fraternidad humana, hacer predominar en toda la tierra el valor “hombre” sobre los valores particularistas. Este ideal hispanista no es nuevo. Es el de toda la humanidad consciente, desde los primeros días de Israel. Pero en el mundo hispano el no-imperialismo es más verdad, arranca del senequismo y culmina en la doctrina Sáenz-Peña: “América para la Humanidad”. Solamente América, inspirada por el espíritu español, está en condiciones de practicar una ética internacional nueva que la ponga a la cabeza del mundo. El hispanismo es una especie de helenismo o mesianismo, una civilización, una fe; algo muy superior a todas las fronteras y a todas las razas, una especie de Sociedad de Naciones espirituales animadas por el mismo “consensus”, presididas por la sombra gloriosa de Don Alonso Quijano.

Ángel Ganivet, el formidable pensador granadino, creador de la gran inquietud ibera que arranca del 98, fue el primer definidor del hispanismo, que él llamaba “Unión familiar de los pueblos hispánicos”. Es una definición perfecta e insuperable, que él completaba por la sagaz observación de que la colonización hispana era superior a las demás, porque había creado personalidades nacionales tan fuertes como la argentina, la chilena, la peruana, la mejicana, &c., mientras todo el esfuerzo colonizador de Europa, concentrado en los Estados Unidos, sólo había podido producir una “América” cuyos ciudadanos carecen hasta de nombre nacional.

La frase “Unión familiar” exige la afirmación enérgica de que la única realización posible del hispanismo, en América o fuera de ella, es la absoluta identidad, el absoluto paralelismo entre todos los descendientes del Imperio español (sea cual fuere su raza y su religión), respetando la absoluta soberanía y plena independencia de cada uno de esos pueblos, dando a estos lazos el carácter de los existentes en la vida individual entre hermanos, cada uno de los cuales es el señor de su propio hogar y vive en el círculo de su profesión, pero coopera estrechamente con los del mismo origen para crear una idéntica perspectiva ante todos los problemas externos.

Idéntico criterio jurídico, idéntica concepción de la vida internacional, idéntico modo de vivir la vida. Hay que evitar el error de figurarse el hispanoamericanismo como un paralelismo entre una España a un lado (“la Madre Venerable”) y una joven América, puñado de veinte hijas juveniles, al otro lado. La cosa es infinitamente más compleja: a un lado está Iberia, territorio saturado de sabiduría milenaria, donde conviven cinco culturas distintas, y que, después de lanzar sobre América los mejores tesoros de su pensamiento, conserva aún fuerza para hacer una nueva América, si pudiera descubrirse; Iberia, joven otra vez, tierra donde coexiste la pujanza minera de Vizcaya con la inquietud espiritual de Granada. Después de lanzar sobre América la cultura castellana y la flamenco-andaluza, quedaron aquí intactas, sin emigrar, la arabo-andaluza de lo norteño vasco y gallego, que al pasar a América lo hizo en condiciones precarias de vasallaje. Conviene pensar, además, que el hispanismo no se reduce a España y América: que el hispanismo europeo se extiende a Bélgica (nación creada por el alma española y con mucho de “Honda”), la mediterránea hispano-provenzal (y mucho español aún); a los sefardíes hidalgos de Toledo, españoles antes de existir España; al mundo musulmán, que empieza en Andalucía; al Cáucaso, que, según parece, recibió en otros tiempos emigración ibera; a Irlanda la celta, hermana de Galicia; a Filipinas, en el remoto Oriente, &c., &c.

Del otro lado del Atlántico hay un grupo de pueblos paralelos, pero diferentes. Es Méjico núcleo de un gran Imperio, desde Honduras al Arkansas, mutilado bárbaramente por todas las invasiones de fuera y de dentro, país que siente de un modo angustioso el abismo enorme que los caudillajes y el extranjero han puesto entre la realidad y las posibilidades; país que construye su nacionalismo por eliminación de todo lo nórdico, de todo lo europeo; Méjico, Cristo de América con un brazo clavado en California y otro en Centroamérica; país de fuerte personalidad indígena y de cultura milenaria, a la que el hispanismo sólo sirvió de estímulo, de principio macho. Viene luego la región eje de los Canales (Nicaragua, Costa Rica, Panamá), con poca población española, sin ninguna tradición cultural india; países absolutamente nuevos, con un máximo de responsabilidades y un máximo de peligros, soportando el peso de todo el hispanismo, sin fuerzas para labor tan ardua. Después, la zona de las primeras exploraciones a la banda oriental del mar antillano, con Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, Colombia y Venezuela; tierra absolutamente criolla, de un españolismo meridional y vibrante, que aún conserva un carácter de diferencia regional peninsular...; aquí y allá, algunos islotes negros que no estropean el conjunto, sino que le embellecen y le dan color local; es una zona donde el hispanismo se limpia y reduce a las líneas más puras, se hace todo “tectónico”.

En la América meridional, el Imperio del Sol, la civilización más vieja y noble del Continente, partida hoy en tres pedazos (Ecuador, Perú y Bolivia), agrupada en torno a la aristocrática Lima y conservando el romanticismo de su raza aborigen, país melancólico y grave. Luego, el extremo Sur (Chile, Uruguay, Paraguay y, sobre todo, Argentina), tierras de inmigración, donde se vierte Europa, y España se convierte en un blasón de nobleza, en un buen amigo fraternal; países que ellos solos son una América entera.

Al acercarnos a estos pueblos, en el momento actual, nos vemos obligados a contar con una realidad imperiosa: el nacionalismo. Toda la América hispana, la de lengua castellana y la de lengua portuguesa, se asemeja; a primera vista parece ser una misma cosa. Todos sus países están regidos por leyes siempre democráticas, todos hablan las lenguas hispanas, todos tienen iguales esperanzas e idénticos peligros. Pero... el medio físico, muy diferente en todos ellos; la distinta proporción de las mezclas étnicas entre indios, negros, iberos y europeos; los distintos grados de capacidad política y de cultura, que unas veces produce bárbaros caudillajes y otras veces organizaciones, tan democráticas y serenas como el Uruguay o Chile.

Estas son las causas del nacionalismo exacerbado por la presión exterior de los imperialismos europeos (sobre todo el encubierto que se agrupa bajo el nombre falaz de “América latina”, “raza latina”, &c.), norteamericano y amarillo. Pero el nacionalismo es sólo una faceta del hispanismo americano, nunca una disminución de su valor; el nacionalismo americano es un sentimiento defensivo de frontera amenazada, o una lírica nostalgia racial, nunca un debilitamiento del hispanismo. Las Españas de Europa no necesitan, para vivir, el dominio de las Españas de América, y el Estado español de origen castellano es hoy el único Estado del mundo que no siente ambiciones imperialistas. Cierto es que en otra época hubo un “Imperio español”, en cuyos moldes se formaron todas las razas y pueblos de las Españas; pero no lo hizo Castilla: lo hizo la presión exterior del cesarismo europeo, que con Trastámaras y Austrias hizo la unidad. Los actos de fuerza y de dominio imperioso que hubo en esta expansión deben atribuirse al espíritu flamenco y tudesco que animaba a las jerarquías austroborgoñesas, nunca a la noble Castilla muerta con los Comuneros.

De aquí se desprende el credo del hispanismo que aquí resumiré provisionalmente en cinco artículos, reservando para mejor ocasión su escrupulosa articulación según todas las normas eruditas y jurídicas. Por orden de categorías son:

Primero. Toda la ciencia histórica y filosófica moderna considera como la esencia de la vida de la Humanidad el fenómeno de las “culturas”, que a veces quedan paradas en plena barbarie, a veces se mecanizan, anquilosan y degeneran en forma de “civilización”, a veces florecen de un modo magnífico en los ciclos cerrados y gloriosos de las “grandes culturas”, definidas genialmente por el gran hebreo Spengler. O sea que no existe una Historia única e infinitamente progresiva, sino una serie de maneras de ver la vida, de perspectivas colectivas que abarcan grandes grupos de naciones y tienen una duración determinada (duración en el sentido de tiempo de vida, y en el sentido semita de árabes y judíos popularizado por Bergson el hebreo). El hispanismo es una de estas amplias perspectivas, y en eso reside el secreto de su grandeza. El hispanismo es una gran cultura.

Segundo. Esta cultura maravillosa ha tenido su origen en la Península Ibérica. La Península Ibérica no es un apéndice de Europa, como algunos creen despectivamente. Es algo muy diferente: la mitad de un mundo geográfico especial y originalísimo, que va de los Pirineos al Sahara, y que es un apéndice del gran macizo africano, aunque sus condiciones climatológicas le dan una vida muy especial. Pero la identidad geográfica no implica identidad absoluta; en las dos mitades del territorio ibero viven diversas razas, al lado de la aborigen que le da nombre. En el trozo septentrional, estas diferencias se agudizan extraordinariamente; vascos, celtas, ligures y neosemitas de Andalucía arrinconan el factor racial ibero en el centro y le convierten en un principio director. Esta complejidad racial, enriqueciendo la mentalidad del pueblo que habita la península española, la agudizó e hizo apto para la titánica labor de crear dos continentes nuevos, mientras la península mogrebí, en la que predominaba una raza idéntica a la andaluza, permanecía inerte y sin tomar parte en los descubrimientos.

La Península española estaba apta para la formación de una cultura sintética; pero al pararla las barreras étnicas, debía buscar un territorio neutro donde los diversos factores raciales se fundieran en uno nuevo. América sirvió para este ensayo, y las culturas españolas unidas crearon allí la nueva cultura americana, que era “La Cultura Española Única” soñada.

Tercero. Este fue un bello ideal que duró poco. Según la Doctrina Pereyra (la más perfecta y científica), desde el momento de desembarcar los exploradores españoles en América, ya eran americanos, ya estaban infiltrados por el espíritu de la nueva tierra; su mentalidad de realistas, comuneros, moriscos, celtas o eúskaros, no se transformaba en una supermentalidad colectiva, sino que se fundía con la mentalidad azteca-maya, quichua, araucana o guaraní, para crear las mentalidades mejicana, peruana, chilena o pampera. En seguida sucedieron a estos exploradores otros nacidos en el país, y aun hijos de madres indias, y naciones enteras, como Argentina, Uruguay, Paraguay, algo de Centroamérica, &c., fueron conquistadas y colonizadas desde el primer momento por criollos. El origen extranjero de los reyes que gobernaban entonces España les hizo desconocer esta verdad, y al empeñarse en gobernar medio mundo con el criterio del Escorial, Aranjuez, la plaza de Santa Cruz o la plaza Mayor, impidió la armonía y apresuró el rompimiento que desde los descubridores del Amazonas y del Perú amenazaba sin cesar. La sangre india, predominante en la mayor parte de aquellos países, acentuó las diferencias, y la paz sólo pudo iniciarse con la pérdida de Cuba, República absolutamente hispana y sin tradición indígena, cuyo rompimiento fue una mayoría de edad, un incidente sin importancia. A través de Cuba (la nación más simpática del mundo hispano, la única donde el ideal se depura de todos los lastres raciales), fue fácil el abrazo entre los dos grupos hispanos que ya eran las aceras de la calle del Atlántico.

Cuarto. De aquí nuestro ideal político, que es presentarnos con la misma alma ante Europa, ante Oriente, ante el fraternal mundo panárabe, ante el eslavismo, para invitarles a la fraternidad universal, para imponer al mundo entero, quiera o no quiera, nuestro concepto noble de la hidalguía que afirma el derecho a la vida de todos los pueblos cultos, sea cual sea el color de su piel y el tamaño de su territorio.

Quinto. Enterremos la palabra “Imperio”. Recordemos que de un común denominador, llamado España, salieron muchos pueblos que en variedad armónica llevan el apellido España. Son España-España, Méjico-España, Portugal-España, Sefar-España, Filipinas-España, Perú-España, Filipinas-España. Esta es la única verdad; el Imperio no ha existido nunca, no ha habido una España dominadora. Cuando Castilla y América ya hablaban la misma lengua y tenían la misma religión, Granada y Tadmir (Murcia), musulmanas aún, no eran de los Austrias; cuando el país catalán era foral o reinato, Santo Domingo era casi un barrio de la Corte toledana. Cuando Bolívar pedía libertades en Venezuela, Vizcaya pedía fuero, y el campo del Guadalquivir reclamaba la tierra de las tribus árabes en poder de los feudales. Hoy Portugal y Méjico miran recelosos al valle del Manzanares. Aquí y allá siempre hemos hecho idénticos gestos a pesar de nuestras diferencias de sangre. España es la “Cultura” entre las “Culturas”, una Humanidad en pequeño.




Iberismo

Poco hay que añadir sobre el iberismo, estrecha hermandad entre las comarcas de las dos penínsulas española y mogrebí; hermandad anterior y superior al hispanismo, hermandad de fácil realización, base de todos los ensueños mesiánicos del hispanismo, que es una generosa ecuménica, mientras el iberismo es una verdad geográfica absoluta e indiscutible. Nadie ha definido el iberismo como Gonzalo de Reparaz. El es el maestro único en estas cuestiones, y un párrafo suyo supera a todas las disertaciones:

“Del Pirineo al Atlas una vasta comarca se extiende, interpuesta entre la verdadera Europa (húmeda y fría) y la verdadera África (árida y cálida), transición geográfica entre ambos mundos, bañada por los dos mares centrales del Globo, Atlántico y Mediterráneo, que en el seno de ella se unen, y en la que geología, geografía, morfología, meteorología y antropología son como estrofas de una misma canción en muy diversos tonos modulada por la naturaleza desde que allá, en la aurora de los tiempos, surgió de las aguas el armazón de rocas cristalinas, esqueleto de territorio (meseta ibérica y meseta marroquí, hermanas contemporáneas), seguidas, en posteriores edades, del revestimiento secundario y terciario, núcleo principal de las susodichas cordilleras extremas y limitadoras; luego el calor, la humedad y las corrientes aéreas engendraron en ellas (terreno y clima son los padres de la vida) flora y fauna y, finalmente, el hombre, remate del presente capítulo de la creación: todo armónicamente asociado con personalidad propia y aventajada entre las más sobresalientes regiones de la tierra.

África, el África mediterránea o, mejor, bereber, empieza en el Pirineo; verdad científica que agravia a la necedad triunfante en las escuelas de la desorientada nación hispana. Sólo es propiamente europea la estrecha zona lluviosa y quebrada que corre a lo largo del Cantábrico: la Montaña, que dicen en Santander, traducción exacta del Yebala marroquí, como la parte baja contrapuesta se suele llamar la Ribera, o sea Rif, correspondiendo la equivalencia de los nombres a la de las tierras que designan, igualmente situadas con relación al mar. Pero la que es coincidencia, sencillo resultado de la analogía topográfica, adquiere más alta significación desde que de la exigua España europea pasamos a la africana. Allí hallamos, guardado a través de los siglos, el nombre bereber del Pirineo en la voz Arán, que designa cierta parte de su región central, y en la que fácilmente se reconoce el Adraren, que en la misma lengua significa Montañas, y se aplica al Atlas, la cordillera gemela. Y aun hay otros, infinitos, señalados con el prefijo Ta, que vale tanto como país de, o sea patria, y que vemos extendido por toda la cuenca del Ebro y sus cercanías, de Ta-marite a Ta-rragona (ta murt, tierra de; ta-murt-iy-mesdrar, tierra de montaña; ta-drat, otero, montículo, y que completa el cuadro lingüístico dibujado por otros mil nombres, entre ellos el Uuarga (pronunciado con G, a la española), que del corazón del Pirineo baja a juntar sus aguas con las del Gállego, y también aquí advertimos cómo la toponimia nos delata las correspondencias geográficas, ya que el Ebro (i-ber, la radical ber con el pronombre personal afijo i, de donde ha salido nuestro verdadero nombre nacional: Iberia) y su cuenca son como la versión septentrional del Muluya y la suya, con parecidos desiertos al pie de análogas cordilleras. Recordemos que el nombre indígena del Moncayo, tal como nos lo han transmitido los autores greco-latinos que de labios de los naturales lo oyeron, sonaba Idu-beda, y que Idu-rar es ni más ni menos que un plurar de adrar.

Pero el África mediterránea muere por la parte del Sur en el Sahara. Allí empieza la Tierra de la Sed. En otro tiempo no era así. Caudalosos ríos le regaban, frondosas selvas le cubrían, variada fauna le poblaba, numerosos hombres de todo ello vivían; la estepa, retraídos los glaciares septentrionales, estaba entonces en Europa. Pero poco a poco fueron las aguas escaseando; los recursos, disminuyendo; los hombres, emigrando tras el agua, unos hacia el Nilo, otros hacia el Guadalquivir, el Nilo occidental, y nuevas gentes africanas cruzaron el Estrecho, cubriendo de otro manto étnico meridional, que se extendió hasta el archipiélago británico, toda la Península y parte de Europa, con lo que en aquélla quedó confirmada la unidad de la sangre, no destruida por la invasión romana, que trajo un sistema de explotación y una cultura, pero no elementos humanos perturbadores; ni por los godos, que no trajeron cultura ni sangre (eran apenas doscientos mil bárbaros, en parte tártaros); ni siquiera por los conquistadores europeizantes posteriores, a pesar de su furor exterminador y expulsionista, produciendo la conquista (llamada Reconquista) apenas un proceso de degeneración que se tradujo por la imposibilidad de crear una clase directora apta para deducir de las ventajas geográficas una alta civilización propia, es decir, para aprovechar debidamente el escenario magnífico de su actuación histórica.”

* * *

A este párrafo insuperable (en la revista de tropas coloniales África) puede añadirse otro de Levia, en la misma revista, sobre el mismo tema:

“Mirad los Pirineos, inaccesibles, infranqueables, hoscos, compactos; como si fueran un muro medianero, sin servidumbre de vistas, carecen de puertos o pasos de comunicación, a no ser desfiladeros de cabras, sendas de escape de bandidos y contrabandistas, colgadas a través de espantosos precipicios. No puede estar más clara la manifestación de una voluntad eterna de cortarnos toda comunicación colectiva con Europa. Más imponentes que los mismos Alpes, pues éstos tienen pasos de vertientes relativamente suaves, que establecen fácil comunicación entre Francia e Italia, uniendo y conciliando en cierto modo esos dos países, los austeros Pirineos levantan su mole sombría, reveladora de un supremo esfuerzo geológico; no unen: separan. Cordillera única por su grandiosa sencillez y por su estilo sublime y enérgico, que es el estilo que emplea la Naturaleza cuando quiere expresar formalmente su voluntad, marca, en efecto, la terminación de un mundo geológico: Europa, y el nacimiento de otra nueva unidad geológica: África, esto es, esa África de transición, o África española, o magna España, que comienza en los Pirineos y acaba en el Atlas.

¡Mirad en cambio al Ebro, el río español por excelencia, en cuyas aguas se mira el espíritu nacional, o no se mira en ninguna parte! Es no menos elocuente que los Pirineos. Carece de esas curvas majestuosas que amplifican el curso de cualquier otro río, tan parecidas a grandes dudas y vacilaciones. Corre derecho, sin vacilar, recto, tieso…, como un dedo índice extendido… ¿Hacia dónde? Hacia África. “¡Hacia Europa, no!”, dicen los Pirineos. “¡Hacia allá!”, replica el Ebro. Y, efectivamente, hacia África se ordena y orienta la geografía española, atracción que, como es natural, es mayor conforme es menor la distancia. Observad los montes del litoral español y del litoral africano, y veréis qué correspondencia más completa existe entre ellos. El peñón de Gibraltar, puntas del Carnero y de las Palomas, los cerros del Camorro, del Fraile y de las Minas, y los cabos de Plata y Trafalgar avanzan hasta dentro del mar, como buscando a sus hermanos africanos, que también avanzan a su encuentro. Punta Almina, los cuchillos de Siris y cabo Espartel, para abrazarse de nuevo y soldar lo que Hércules separó, restableciendo la realidad geográfica primitiva, recordada por una de las tradiciones más antiguas de la Humanidad, que Diodoro Siculo menciona, según la cual África y España formaban un solo continente, y los primitivos habitantes de ésta fueron los bereberes, raza autóctona africana, que pasaron por la vía seca del istmo.

Una triple unidad básica, fundamental, nos une, pues, con Marruecos y, más estrechamente, con Portugal: geológica, geográfica, étnica. Triple unidad natural que exige otra unidad política internacional por donde manifestarse en la Historia y actuar en la vida; y como órgano propio para llegar a ella, la federación, ya que pasó la hora de la conquista. He ahí el primero y más fecundo de todos nuestros ideales históricos, señalado por la misma Naturaleza: federación entre España, Portugal y Marruecos, constituyendo un solo Estado para lo internacional y tres autónomos e independientes para lo interior. Pero antes es necesario ayudar a Marruecos, nuestro hermano más atrasado, para que organice un Poder con el que poder federarse.

“África empieza en los Pirineos.” Devolved a Europa esa frase despectiva, que nos lanzó desconociendo la verdad que encierra, incorporando a la vida internacional ese nuevo Estado político, esa magna España. Tal es la misión, dura y peligrosa, que os reserva el porvenir.”




Andalucismo

A la unidad geográfica no corresponden todas las unidades. Especialmente, la racial. Somos un puente, un mosaico de razas, y ésa es nuestra gloria; si no, seríamos una Europa menor y decadente.

Todas las razas peninsulares sufren la influencia del medio seco y recio que templa las almas y los cuerpos con durezas metálicas. De aquí (a pesar del semitismo andaluz, el ligurismo catalán-aragonés, el celtismo aragonés y portugués, el vasquismo) la unidad peninsular que no es la monotonía deseada por los Austrias. Cada nación tiene su nota distintiva: la de Italia es el imperio; la de Rusia, el panteísmo; la de Iberia, la invasión. Toda Iberia está preparada para ella; la necesita, la teme, la espera, la rechaza, la desea…, vive bajo su influencia constante. Cuando no la tiene, se autoinvade en forma de jerarquías o caudillajes (que no son un abuso, sino una necesidad biológica). Frente a la jerarquía está la minoría; frente al supremo dominio, el contrapeso de las distintas razas y culturas. Las dos direcciones, minoría y jerarquía, comarca e invasión, son indispensables; si falta alguna de las dos, el país se deshace, aunque la minoría tiene más solidez. Andalucía es la puerta por donde entran las invasiones triunfantes, y al mismo tiempo la minoría de más vigorosa personalidad. Sobre Andalucía pesa todo el problema geográfico y político del iberismo: es la clave.




Antes del Imperio

En el amanecer de la Historia, Andalucía tenía una cultura poderosa y era la única fuerza imperial del Mediterráneo. Aún reina en el subconsciente de todas las culturas meridionales, desde Méjico a la India. Es difícil determinar con exactitud el repertorio de valores andaluces en las confusas edades de la piedra y el bronce. Sólo puede afirmarse que la Península era ya un mosaico de razas y culturas en que el elemento africano predominaba, y en ella se marcaban ya los cuatro verdaderos grupos de pueblos, las cuatro únicas culturas que, con los nombres de pirenaicos, ligures, iberos y celtas, o con los modernos de vascos, catalanes-altoaragoneses, andaluces (en el amplio sentido árabe) y gallego-portugueses, siguen perdurando en el complejo étnico y cultural de la Península. Los dos elementos fundamentales son el vasco-pirenaico y el ligur o precatalán (que el profesor Bosch Gimpera identifica con el capsiense); al final del neolítico entran los iberos de Almería, o andaluces primitivos, y en la época del Hierro, los celtas, que ocupan el centro y noroeste, o sea el país del Duero y el litoral galaico-astur. Al ocupar los iberos o preandaluces el valle del Tajo y el Albarracín, quedó formada la Península, en la que la meseta carecía de valor y quedaba repartida entre galaicos y andaluces; a un lado quedaban ligures y vascos, pueblos que la ignorancia romana confundió más tarde con el iberismo, que en realidad era andalucismo nada más.

Dejando a un lado el celtismo, de importación reciente y origen problemático, y volviendo al territorio andaluz, vemos aparecer las cuatro culturas gloriosas que hacen de la tierra del Estrecho el eje del Mediterráneo primitivo.

1.ª Cultura “ibérica” del fin del neolítico. Por el Estrecho, de apertura reciente, se extendían los pueblos semitas del Sur, que apoyados en Almería, ocuparon el Bajo Aragón, el valle del Tajo y Marruecos, hasta el Atlas. Era la “cultura de Almería” de tipo rudimentario, probablemente semejante al bereber mediterráneo, conocido actualmente por “kabila”. Esta cultura andaluza inicia su expansión desde Málaga y Cartagena, y al penetrar en los llanos de Urgel, la cuenca del Llobregat y Cardoner hasta Solsona y Vich, inicia una expansión imperial (que debía serle tan fatal como fue siglos más tarde la expansión de la Andalucía musulmana bajo los Omeyas). En el Norte africano, bajo la común denominación “Bereber”, existen aún tres elementos: I, el penibético gomara o zenete de la zona española, que es el verdadero aborigen; II, el númida o falso bereber de las llanuras, que es en realidad un levantino camita inmigrado; III, el bereber sahariano, de tipo chleuh susi o mauritano, pueblo blanco aborigen de África central, muy mestizado con los pueblos sudaneses. Bajo el idioma común aparece aún intacto en la costa mediterránea el tipo del andaluz berberisco prehistórico, el ibero-insular, distinto de los bereberes del Atlas y el desierto. No existe la raza bereber (como no existe la raza latina); existe, acaso, la civilización bereber. El grupo de pueblos que vive hoy bajo el común denominador “bereber” no es un pueblo primitivo, sino un resto de Humanidad de tipo “gellah” (según la terminología de Spengler).

2.ª Cultura andaluza de África o añil. Hay un momento de brillante expansión andaluza por todo el Norte de África hasta Egipto y el Congo, expansión que lleva las telas azules (“guineas”), la arquitectura, la caballerosidad y otros valores culturales inciertos, desde el Guadalquivir al Níger y el alto Nilo. Esta cultura es la que Frobenius cree negra, contra el testimonio unánime de todo el subconsciente demosófico y de toda la tradición sahariana, que la proclama septentrional y gibraltareña. Solamente es dudosa su cronología; puede ser un cambio de rumbo de la primitiva expansión hacia el Norte, contenida hacia el fin del Bronce por las influencias contrarias europeas que penetraban por Cataluña ligur; puede ser también anterior a la misma cultura de Almería, y en ese caso podría ser que esta cultura fuese la misma del Egipto primitivo, anterior a los “monos”; en cuyo caso resultaría que Andalucía era cronológicamente la primera civilización histórica. En esta maravillosa perspectiva, lo único absolutamente auténtico es el andalucismo de lo que Frobenius cree inventado por los negros del África occidental.

3.ª Cultura tartesia o del Gran Imperio. Es una reacción africana contra la expansión capsiense europeizante, movimiento defensivo del andalucismo análogo al que en el siglo VIII empezó en Guadalete. Esta cultura incomparable ha sido colocada en primera línea por el arqueólogo Schulten, y constituye la base espléndida e imperial del andalucismo histórico. He aquí las deducciones actuales del problema:

I.– A fines de la Edad del Bronce habían aparecido en Andalucía, probablemente cruzando el Estrecho de Gibraltar, los tartesios, representando una nueva oleada de pueblos camitas, de naturaleza análoga a la de las gentes de la cultura de Almería, llegados en el neolítico. Los tartesios se extienden poco a poco hacia el Este, dominando toda la Andalucía y penetrando en el Sureste, a expensas de los descendientes de la gente de la cultura anterior de Almería. Es probable que los tartesios absorbiesen la población anterior, matizándose distintamente la mezcla, según la distinta raza de aquélla; así, mientras los tartesios del Sureste (mastienos) se colocaron sobre un elemento étnicamente análogo a ellos (descendientes de la gente de Almería), en la mayor parte de Andalucía la mezcla con los descendientes del antiguo pueblo del capsiense debió darles cierto carácter distinto.

La población que representa el estrato étnico anterior al de los tartesios, o sea los descendientes de las antiguas gentes de la cultura de Almería, una vez terminada la ocupación del Sureste por los mastienos del grupo de los tartesios, sólo quedaron los gimnetas y los iberos, edetanos e ilergetas. Tales iberos viven en las costas del reino de Valencia; en los macizos montañosos que separan las provincias de Valencia y Alicante, los gimnetas, y desde el Júcar hasta las costas de Cataluña, los iberos. En el interior se encuentran también iberos, por lo menos en todo el Bajo Aragón, como nos enseña la arqueología. Seguramente se trata de los descendientes de la extensión Norte de las gentes de Almería en el eneolítico, que ocuparon exactamente los mismos territorios, y esto explica el carácter arcaizante de su cultura en la segunda Edad de Hierro, que sólo de una manera lenta se asimila la civilización formada por los pueblos tartesios y mastienos en el Sur y Sureste de la Península.

II. Después de los iberos, al Norte, viven los indigetas, que no son iberos y que ocupan el resto de la costa de Cataluña y probablemente también el Ampurdán, hallándose detrás de ellos, en el interior, los ceretas y ausoceretas y, aunque no se citen, también los ausetanos, que tampoco parecen iberos, de igual manera que los sordones, que comienzan en el cabo Creus y viven en el Rosellón, y los elésices, desde Narbona, tampoco son pueblos ibéricos. Desde Hecateo, los indigetas se confunden con los iberos y constituyen una de sus tribus, por una falsa interpretación de los griegos.

III. Tanto en el neolítico como en la Edad del Bronce, la cultura ibérica alcanzó importancia suma, no sólo por toda la cuenca del Mediterráneo, sino que también por el resto de Europa, a causa de su riqueza en metales y su adelanto en la metalurgia del cobre, cultura ésta que ya se reconoce exclusivamente hispana y sin influencias egeas o egipcias, como lo demuestran los moldes de fundición, los crisoles y las escorias del antiguo piso del Algar, donde las armas y herramientas conservan las mismas formas que las del eneolítico.

En el período siguiente se patentiza aún más la independencia de los fundidores iberos, que crean la hoz, la alabarda, el puñal, el hacha plana y la espada corta de filo agudo, todo en bronce, que su comercio difundió por Europa entera; independencia que también comprobamos en la industria de la piedra, en las últimas etapas del neolítico, en el esmerado acabado de las puntas de flechas, cuyo modelo, mezclado con objetos de cobre, aparecen durante el eneolítico en los megalitos de corredor hispano, y faltan por completo en los sepulcros del Oriente en su tiempo; prueba evidente de que en España la transición de la Edad de la Piedra a la de los Metales se verificó de una manera continuada.

Además, la coexistencia en sepulcros iberos del eneolítico de armas y objetos de piedra y cobre de fabricación indígena, con otros en marfil, turquesa y amatista, decididamente extranjeros, parecen demostrar la existencia del comercio, puesto que estos artículos llegarían a la Península como objetos de intercambio, que ésta sostenía ya en aquellos remotos tiempos con las naciones marineras de la época que a sus costas venían por aquellos productos más codiciados entonces, el cobre y estaño durante el eneolítico, y el cobre, estaño y plata durante las épocas siguientes.

El centro de esta antiquísima cultura era la región de Tartessos, región que comprendía desde Aigarbe a Cabo Nao, y cuya capital, Tartessos Gadir, según Avieno, se alzó en una isla formada entre dos brazos del río, en el actual Coto de Doñana (Huelva); también pudo estar en la isla de Saltes.

Hay motivos para suponer que la antigua ciudad existía de mil años antes de Jesucristo, puesto que Diodoro menciona a los tartesos como gentes de muy avanzada cultura, que poseían leyes escritas en verso desde seis mil años antes de nuestra Era; es decir, que conocían la escritura miles de años antes que los pueblos clásicos.

En la Biblia se cita la ciudad de Tharsis, en el libro de los Reyes, Anales del Rey Salomón (1003-975), libro III, capítulo X, 22, en que dice: “Pues la flota del Rey se hacía a la vela e iba con la flota de Hiram una vez cada tres años a Tharsis a traer de allí oro y plata…” Y también en la Profecía de Isaías (730), libro III, capítulo II, 12, 16: “Porque el día del Señor de los ejércitos va a aparecer terrible para todos los soberbios y altaneros…, y para todos los más altos cedros del Líbano…, y para todas las naves de Tharsis…” Además, existe una inscripción cuneiforme del Rey asirio Assar-Addon (707-767), que dice así: “Los reyes del centro del mar, todos, desde la tierra de Jaman (Chipre) hasta la tierra de Tharsis, se inclinaron a mis plantas”, en que Tartessos aparece como el extremo occidente, puesto que los asirios sólo la conocieron por referencias de los navegantes fenicios.

Los andaluces del período tartesio eran un pueblo amable y culto, que adoraba al toro como tótem, tenían un paganismo solar a la semítica y acaparaban la industria de los metales. Habían inventado un alfabeto, anterior a los más célebres del Levante, y sostenían factorías en Inglaterra (estaño), África occidental (donde la colonización añil andaluza les había preparado el terreno) y el Mar Egeo, donde la influencia andaluza culminó en la brillante cultura cretense del toro y el hacha, tan típicamente “flamenca”. Al otro lado queda el problema de la Atlántida, que Schulten comenta así:

“A raíz de la publicación de mi libro Tartessos, en que propuse la hipótesis de que la famosa Atlántida de Platón se refería a Tartessos, se ha discutido mucho sobre este problema. Mi hipótesis se funda en la indicación platoniana de que la Atlántida estaba situada afuera de las Columnas de Hércules, es decir, al otro lado del Estrecho de Gibraltar y en la región de Gades, datos que concuerdan con la situación de Tartessos en la desembocadura del Guadalquivir, localización atestiguada por gran número de autores griegos y, sobre todo, por el Periplo Marsellés del siglo VI antes de Jesucristo, coetáneo de la existencia de Tartessos, en el que se describe su situación en las desembocaduras del Betis. Además, Estrabón, en su hermosa descripción de la Turdetania, tomada de Posidonio, que la visitó en el año 100 antes de Jesucristo, nos dice que Tartessos se encuentra entre las desembocaduras del Betis. Asimismo, Pausanias y Eforo explican que Tartessos estaba a dos días de navegación desde las Columnas de Hércules, lo que coincide con la situación asignada.”

4.ª Cultura púnica-andaluza, dividida en tres períodos: el fenicio, el turdetano, el cartaginés.

La idea moderna es que cuando la invasión doria sembró el desbarajuste en Grecia, los fenicios se apoderaron de las factorías griegas en Sicilia y fundaron otras nuevas en el Norte de África y la costa Sur de España, siendo las más importantes, entre estas últimas, Cartare, Malacca, Abdera, Sartare (Saltés, frente a Huelva) y Erytrea (Santi Petri, junto a Cádiz), llamadas todas ellas al acaparamiento del comercio de Tartessos. Año 1000.

Pero no tardaron en ambicionar la posesión de la rica región, y lo consiguieron por la fuerza de las armas, muriendo en los combates el Rey Guerión, a quien sus súbditos debieron enterrar en la hoy Isla Salamina, que desde muy antiguo es conocida por el nombre de Sepulcro de Guerión, el que la leyenda griega hace víctima de Hércules, que lo mata para robarle el rebaño de bueyes que luego sacrifica en Micenas en el altar de la diosa Hera.

La Tartessos fenicia, durante cuya etapa se acrecentó considerablemente el comercio de los metales y los productos agrícolas, duró muy poco, pues a la caída de Tiro, en el 700, quedaron indefensas sus colonias, y los tartesios recobraron Andalucía, que volvió a florecer durante doscientos años, regida por la dinastía de los Argantonios, amigos y aliados de los griegos focenses, que tenían una ciudad-factoría en Mainake (orilla derecha del río Vélez, a 30 kilómetros de Málaga, frente a su rival fenicia Málaga); estos griegos crean el mito de Hércules y la Atlántida.

El 537 (antes de J. C.), los cartagineses atacan y destruyen a Mainake la griega, y se apoderan de Turdetania (lo que quedaba de Tartessos, la parte occidental), destruyendo la capital y poniendo su centro en Gades. Cartago siente ansias de imperio y decide apoderarse de la Península, repitiendo el viejo error meridional que debía llevarla a la ruina. En vez de continuar los gloriosos destinos de los Arru'at (nombre árabe de los tartesios), se perdían entre los salvajes riscos pirenaicos, hostiles a toda cultura mediterránea, e invadían el país del aborigen ligur, secular amigo de Roma. Era un error estratégico que podía disculparse por la identidad de las dos mitades España y Berbería desde el Pirineo al Atlas. Pero el viento cantábrico y las razas pirenaicas, desde el vasco aborigen hasta el celta importado, eran una realidad social y etnográfica que sobrepasaba todos los parecidos geográficos y destruía el mito del imperio peninsular o bipeninsular.

Así como Arabia es una España grande, así también los defectos de su arquitectura son los de la Península hispánica; pero agrandados, de modo que las costas son aún menos recortadas, el suelo más árido, las estepas y desiertos más extensos, el cielo más azul, el sol más refulgente, los contrastes entre los oasis y los desiertos más violentos, la dispersión de los hombres mayor; por lo cual muy justamente puede decirse que viene a ser una continuación del África transberberisca o Sahara, región típica de las tierras sedientas y pastoriles, a las que España sirve de antesala, bajando de Norte a Sur, sin otra excepción que la franja pireneocantábrica; pero con la confirmación notable, en su extremo septentrional, de las peladas sierras y abrasadas estepas de la cuenca del Ebro, tan arábigas, que un beduino transportado por arte de magia a Aragón se creería en los alrededores de la Meca.

¡Análoga tierra, análogos hombres, con parecidas pasiones y costumbres, y destinos históricos semejantes, no bastando la acción de las secretas fuerzas diversificadoras a borrar los rasgos característicos del parentesco!

Ya he dicho que los árabes forman, con los berberiscos, una sola familia étnica, con la que emparentamos todavía, a pesar de la infusión de sangre germánica que nos trajeron las dos invasiones del Norte en la época histórica: la teutónica, en el siglo V, y la franca, desde el siglo VIII hasta la caída de Granada, y a pesar también de la furiosa manía “purificadora” que siguió al triunfo total del Evangelio; y si bien son los berberiscos los que podríamos llamar consanguíneos, no por eso sería razonable rechazar el parentesco arábigo: primero, porque la comunidad de origen no es una hipótesis, sino verdad averiguada a la luz de la etnografía y de la lingüística, y luego, porque la mayor parte de los árabes que vinieron a España eran del Sur, o yemitas (del Yemen o Arabia meridional), y coreischitas, o mequenses (de la Meca, de donde procedían los ommíadas), gente dada principalmente al comercio y a la agricultura, y que desde muchísimos siglos venía mezclándose con los berberiscos orientales, esto es, con gal-las, abisinios, egipcios, &c., de suerte que se había enlazado más íntimamente con la otra rama del mismo tronco.

Eso dice Reparaz, y tiene razón. La Península española debió ser una colonia ibero-tartesia; pero… ante la realidad de las razas aborígenes, el repliegue y la frontera carpeto-vetónica eran lo más lógico. Viene luego Roma, que destruye el tartesismo incorporando la Península española a su vasto Imperio. De la presión ibera al Norte quedó un resto en la meseta del Duero, donde al llegar los cartagineses acababa de terminar una violenta invasión ibera en la meseta septentrional, a lo largo de la cordillera ibérica, por las cuencas del Jiloca y el Jalón, invasión que dejó algunos elementos iberos entre la masa celta, en el pueblo celtíbero, donde el iberismo era sólo una delgadísima capa, una jerarquía que ocultaba el fondo celta persistente.

* * *

De Roma poco podemos decir. Las dimensiones de este trabajo sólo nos autorizan tres afirmaciones:

1.ª La conquista romana era una cosa completamente exótica, aunque el pueblo ligur aborigen de Cataluña y el valle del Ebro era semejante a los italianos. A la acción imperial del Sur pretendiendo la unidad nacional, apoyada en Cartago, la hermana semita, respondía el Nordeste pretendiendo otra unidad nacional, con el auxilio de Roma. Abandonado su papel de pequeño mundo, de cruce de culturas y pueblos, se lanzaba la Península en afirmaciones absolutas y absurdas. ¡Terrible intransigencia unitaria, que ha malogrado los destinos peninsulares!

Pero, entre unidad y unidad, entre imperio e imperio, era más tolerable el Sur; del Norte sólo venía la legión salvaje.

“La legión era Roma. Toda la historia romana no es más que el continuo desarrollo de este tema: conquista y saqueo. Ahora bien, el instrumento de tal faena es la legión. España es una finca más que el ciudadano romano posee, y de cuyas minas, cereales, vinos, aceites, esclavos y bailadoras disfruta hasta hartarse. El centro de la orgía es la cuenca del Guadalquivir y las costas del Estrecho: Córdoba, Sevilla, Cádiz, Málaga; en la otra orilla, un poco Tánger, un poco Ceuta. A lo largo del litoral ibérico, la oleada latinizante se prolonga hasta el Ebro. Pero la cultura es latina; los españoles que escriben, latinizan; nadie iberiza; Roma organiza, manda y explota; una red de magníficos caminos que el legionario vencedor recorre encadena a las ciudades vencidas, donde imitadores de la metrópoli hablan un latín que Cicerón no entiende, pero del que ellos se envanecen; y sólo allá en la meseta áspera y pobre que Roma desdeña, las cosas siguen casi como antes, aparte tal cual finca, tal cual acueducto o puente.”

2.ª Fue la primera invasión bárbara, que debía repetirse siglos más tarde con las apariciones de germanos, cruzados y flamencos. A Gonzalo de Reparaz, especializado en mostrar los “valores culturales” (¡!) del latinismo, cedo otra vez la palabra para la descripción de las glorias itálicas en la Península:

“La esclavizada Iberia, dividida geográficamente (en comarcas inconexas) y socialmente (en clases de opuestos intereses: arriba, los dueños de la tierra; abajo, el número infinito de los siervos sin nada), tal como Italia lo estuviera siglos antes, pero sin una cuenca central, como la del Tíber, de donde partiera la acción conglomerante, con facilidad sucumbió a la política disgregadora del astuto invasor, en tal arte habilísimo. En casi todas partes favoreció a los magnates, para dominar a todos manejando a unos cuantos: lección bien aplicada en nuestro tiempo y a nuestra vista por gente que sabe de estas cosas. Cada latifundio era un feudo cuyo señor obedecía ciegamente a la autoridad romana. Muchos de estos feudos fueron fincas que se convirtieron en ciudades. Cientos de éstas cuenta Plinio, que recorrió casi toda la Península. Todo el Imperio era así: un archipiélago de ciudades, islas monumentales en campos desiertos.

“Vasta red de caminos cruzaba el territorio, enlazando ciudades y campamentos, y todos con Roma: eran las cadenas imperiales. En aquellos núcleos exponentes de vitalidad, a la par que consumidores de ella, erguíanse orgullosas murallas, acueductos, templos, anfiteatros, termas, palacios de patricios poderosos: copias (o caricaturas) de la metrópoli, donde hombres cultos que vivían a la romana hablaban un latín que no entendía Cicerón. ¡Imagine el lector la romanización de los incultos! Gigantescas ruinas nos hablan hoy de la grandeza romana, y ante ellas se inclinan con pasmo y respeto los que no han sido educados para entender el lenguaje de tan majestuosas piedras. Pero los que a través de los siglos oímos el gemir de los esclavos que las ordenaron y levantaron, y sabemos cuán copiosas lágrimas las regaron, sentimos por ellas indignación y desprecio. En toda la vasta tierra conquistada alrededor del Mediterráneo, de España a Siria y de Numidia a Germania, la misma orgía constructiva resplandece, recordando, al que sabe Historia (no las historias embrutecedoras de las escuelas), que los millones de hombres que en ellas trabajaron vivían encerrados en lóbregas prisiones (ergástulas), de donde salían en manadas, los más con grilletes, para volver al encierro acabada la jornada. Cierto que los había de infinitas categorías, más o menos encarcelados y aherrojados unos que otros, y muchos sueltos, según los oficios; pero el esclavo era, para el propio sapientísimo Aristóteles, un cuerpo sin alma. ¡Qué sería para el común de los ciudadanos! En los inventarios figuraba tras el carnero, la vaca y el burro. Algunos sustituían al perro junto a la puerta de la casa del patricio, estando también, como el perro suele estarlo, sujeto con una cadena a la caseta. Catón, el gran Catón, el austero y puro Catón, endiosado tipo del romano tradicional, explotaba a sus esclavas prostituyéndolas según tarifa sabiamente calculada. Todo el Imperio, cuando, llegado al auge del poderío y de civilización, surcado de rutas espléndidas, engalanado con edificios de incomparable grandeza, cantado por suavísimos poetas y ensalzado por impecables prosadores (más o menos esclavos también casi todos), contaba, si acaso, con unos veinte millones de ciudadanos libres, de los cuales sólo una mínima parte gozaba ampliamente de la vida. Bajo ellos gemían 135 millones de esclavos, cosas de que los otros se servían: ganado humano menos considerado, en ocasiones, que la propia fauna agrícola.”

3.ª En Andalucía quedó mucho de la cultura indígena. ¡No podía aniquilarse tan rápidamente una tradición de imperio cultural e independencia que tenía seis mil años de vida! Incluso se dio el fenómeno de que los andaluces que sabían latín superaron en saber a los mismos latinos. Séneca, Lucano, Columela, Silio Itálico… superaban a los orgullosos “quirites”, las bayaderas y los bestiarios de la Bética y Cartagena triunfaban en la metrópoli. Pero al lado vivía el pueblo del campo, sometido y prolífico, hambriento y conservando su lengua, su religión mágica, su raza, que Roma (no trayendo mujeres a la Península) no podía destruir. Los andaluces de la Penibética rifeña, que vivían en relativa autonomía, se sublevan en el siglo II (después de J. C.), bajo Marco Aurelio, y devastan la Península hasta el Pirineo. Son derrotados; pero el odio del indígena pobre persiste hasta la llegada de Tarik-Ben-Ziyad, el libertador. La zona litoral tarraconense no sufrió tanto, ¡al fin, era ligur, casi italiana! Desde entonces siguió el litoral catalán en íntima relación con la Europa mediterránea, hasta muy entrada la Edad Moderna, y el litoral ibero-tartesio buscaba nuevos rumbos a su vitalidad, después de echar al romano importuno. Las intervenciones extrapeninsulares estropeaban la concordia que debía existir entre los cuatro pueblos “lógicos” de la Península. A Roma sucedió el germanismo, que era otro absurdo; naturalmente, se apoyó en los ligures, según costumbre, dándole nombre a su litoral (Cataluña). Su imperio, que iba del Ródano a la Ibérica, se hizo peninsular por casualidad y fue una jerarquía explotadora más salvaje que la romana. ¿Había desaparecido el espíritu ibero-tartesio, el andalucismo? La respuesta la da la actitud de los meridionales en el Guadalete, pasándose al ejército de Tarik para reanudar los incomparables destinos de la raza ibero-tartesia.

* * *

La explotación visigoda dejó menos destinos que la romana. Eran una horda de 200.000 almas errantes. “Los romanos, para verse libres de ellos, les entregaron España, buena finca donde podían gozar de la vida a su gusto, comiendo, bebiendo y alojándose en las casas de los indígenas. Los godos presentáronse con una cesión del Emperador Honorio. Este les traspasaba la finca. Ellos se declararon dueños de los dos tercios de la propiedad. Los españoles se dejaron despojar sin resistencia. Quinientos años de sumisión les habían incrustado en el cerebro la noción de que tenían un poderoso señor que residía allá lejos, en Roma. Iberia no existía: era una vasta dehesa donde vivía un numeroso rebaño. La conquista romana así lo había hecho, o antes deshecho. Semicultos, privilegiados algunos; esclavos sin privilegio la mayoría, todos igualmente obedientes; magníficos monumentos construidos por ellos, con su dinero y su esfuerzo personal, ¡para provecho del amo y de sus inmediatos servidores; tal fue la civilización impuesta por el vencedor extranjero, que nuestros latinizantes admiran extasiados y ensalzan entusiasmados. “Había orden, había paz, la famosa paz octaviana impuesta por Octavio Augusto al mundo domado y feliz”, claman. Cierto: la paz de los sepulcros; un vasto cementerio de naciones muertas. Muchos de los grandes escritores fueron esclavos o siervos. ¡Plauto tiraba de una noria, unido a un burro! ¡Admirable civilización!

Para los godos, la Península fue al principio una colonia de su reino de las Galias; pero, empujados hacia el Sur por los francos, barrieron a los suevos hacia Occidente, acorralándolos en Galicia y Portugal. Primero pusieron la capital en Barcelona, desde donde podían atender a sus dominios ultrapirenaicos. Luego, rehuyendo la cada día menos grata vecindad de los francos vencedores, bajaron al Sur, instalándose en Sevilla.”

Entonces empieza una larga tiranía que a la vergüenza del dominio unía su carácter de incultura y barbarie. La Andalucía ibero-tartesia estaba, como la culta Persia del siglo XIX, entre el inglés aristócrata y mercantil (aquí era Roma) y el ruso nihilista y fanático (aquí el godo). La conquista sólo respetó a los obispos sevillanos; el resto del Sur era esclavo o siervo. Los godos se asesinaban mutuamente, y allá del Levante acudían los hermanos de raza de los iberos para salvarles de la doble tiranía. Los 12.000 guerreros de Tarik-Ben-Ziyad bastaron para acabar con el europeísmo de la super-Tartesia, que ellos llamaron Andalucía: El Andalus. Los libertadores traían una nueva fe que libertaba a los esclavos y les permitía llegar a ministros, con sólo reconocer la unidad de Dios. Religión limpia y democrática que en diez años absorbió al 90 por 100 de la población andaluza y permitió a la Tartesia volver a ejercer su antigua hegemonía cultural sobre todo Occidente.




Periodo Omeya

Bajo la jerarquía musulmana vivía tranquilo el pueblo andaluz, fundido en aquel gran Imperio de Damasco que había realizado por primera vez en la Historia el anhelo milenario de la unidad del Levante. Poco duró el delicioso ensueño. Las fuerzas malas del orientalismo rompen la unión del Mediodía, y Andalucía, salvada del colosal naufragio, recupera su papel tradicional de Imperio del Sol poniente, bajo la dinastía árabe de los Omeyas, que en el suelo privilegiado de la Tartesia debía salvar los valores más preciosos del semitismo, amenazados por turcos, cruzados, bárbaros y politeístas. Andalucía es el único santuario del semitismo amenazado que desde allí hace incursiones por el Norte de África, Sicilia y Creta. Los siglos VIII, IX y X son el período glorioso en que se va haciendo el nuevo Imperio tartesio, bajo la dinastía Omeya. Lo divide en dos el año 755, fecha en que Andalucía y sus dominios aceptan por Rey a Abderramán I, fundador del Emirato independiente, primer Rey de la Andalucía musulmana. El hecho esencial del nuevo Imperio tartesio fue la creación de una poderosa escuadra que dominaba hasta Malta. Desde Malta a Constantinopla dominaban otros andaluces, los rebeldes de Creta (Creta volvía a poder de Andalucía, como en los poderosos días de la protohistoria). Su jefe era Omar-el-Baluhti, del campo de Calatrava, enarbolando la bandera blanca de los Omeyas, recorrieron triunfalmente el Mediterráneo, sometiendo a tributo a todo el comercio, apoderándose de Alejandría, haciéndose pagar enorme suma por devolverla, después de siete años de ocupación, y apoderándose inmediatamente de la isla de Creta, donde fundaron un poderoso reino, que fue el terror de las naciones orientales. Abu-Hafs-Omar-Koeib-Ben el Baluti (de Fahs el Balut, como se llamaba entonces el dicho Campo de Calatrava) reinó hasta 855. Su hijo Koeib se apoderó de la isla de Mármara, frente a Constantinopla, y fue el terror de los bizantinos. Poco después, los hispano-cretenses penetraban en el Adriático hasta las lagunas vénetas. Estuvieron a punto de ahogar a Venecia, en la cuna. Duró este reino siglo y medio. Su último soberano se llamaba Abd-el-Aziz el Cortubi, es decir, el Cordobés.

Poco después (en el período del Jalifato Cordobés) la Marina andaluza era la más poderosa del mundo. Apoyada en Gibraltar, Ceuta, Tánger, Melilla, Valencia, Cartagena y Almería, sembraba el terror entre normandos, italianos, bizantinos y fatimíes, reanudando la vieja tradición sirio-andaluza de tartesios y púnicos.

“Así, el poder naval del imperio Omeya no fue heredado del imperio gótico anterior, sino producto de cierta tradición étnica, aprovechada por la perspicacia política de Abderramán I y sus sucesores, exactamente como sucedió en el Norte de África, donde luego vemos reaparecer el de Cartago. Hacia fines del siglo X, los cordobeses hallábanse dueños de Hieres y Frejus, en el litoral de Provenza, y de las selvas del abrupto Monte Mauro, que de ellos conserva el nombre (de mauri, moros), desde donde corrían y saqueaban las tierras de los franceses, comunicando libremente con sus bases españolas. Provenza no podía defenderse. Los sarracenos de Frasineto fueron derrotados por los griegos; pero se repusieron pronto y continuaron la devastadora serie de sus fechorías. Otón el Grande, Emperador de Alemania, no vio otro medio de contener el estrago que enviar una embajada a Abderramán III, a quien todos reconocían por soberano y respetaban, incluso los piratas de Frasineto (Liguria), que eran africanos. Tropas musulmanas corrían las llanuras lombardas, pasaron los Alpes y fueron a saquear el Monasterio benedictino de Einsiedeln (Nuestra Señora de las Ermitas), cerca de Zurich, y los alrededores de los lagos de Ginebra y Neuchatel. La captura de Maiolo, abad de los Abades de Cluny, la mayor dignidad cristiana después del Papa, suscitó una coalición europea que logró acabar con el nido de piratas de Frasineto (973); pero algún tiempo después (1021) los musulmanes españoles se apoderaron de la Abadía de Saint Honoré de Lerins, isla cercana a Cannes. Cercaron también a Narbona. ciudad que habían conquistado varias veces, pero que ésta se salvó.” (Reparaz.)

Eterno hubiera sido el nuevo Estado andaluz, a no haber sido por la extraña pretensión omeya de dominar y unificar la Península más allá de la zona tradicional de expansión ibero-tartesia hasta la Carpetana y Cataluña. Esto les perdió, quitándoles fuerza para resistir a la presión pirenaica y a los mercenarios eslavos. El 1036 cae el Jalifato Cordobés, y las gentes del Atlas, los libios, suceden a los sirios en el dominio del Islam andaluz. Pero ya era tarde. El libio, que no era marino, cayó ante la barbarie normanda.




Periodo africano

Al caer el omeyismo, le sustituye la influencia de los caudillos feudales, entre los cuales predominan los africanos hijos de las provincias del Jalifato en la orilla Sur (Andalucía llegaba hasta el Sebú). Así como el Jalifato era una especie de Imperio neo-tartesio, los nuevos imperios de jerarquías africanas representaban algo así como el fabuloso imperio ibero protohistórico, la Atlántida a ambos lados de Gibraltar. Hammudíes, almorávides, almohades, benimerines y nazaríes (beduinos éstos últimos) trataron de realizar el Estado único en las dos orillas de la super Iberia. Acaso lo hubieran conseguido, a pesar de la oposición ligur (ahora aragonesa-catalana), pirenaica (vascos y Navarra) y celta (reino de León con sus varias regiones), a no ser por la súbita aparición de la Cruzada occidental, que lanzó sobre Andalucía sus reservas de hambrientos y señores de horca y cuchillo. En cualquier compendio moderno de Historia musulmana (por ejemplo, el González Palencia, editado por Labor) pueden verse las fechas esenciales de este período, que termina hacia 1422, con Mohamed VIII de Granada. Aquí prescindo de enumerar los hechos de la historia externa andaluza-musulmana en este período, y me limito a apuntar algunos datos sobre el carácter “nacional” (¿?) y “cristiano” (¡!) de la Reconquista.

La Reconquista había empezado como una rebeldía visigoda, que triunfó aprovechando la natural reacción de celtas, ligures y euskaros (vascos) ante el empuje iberosemita; es luego un esfuerzo europeo para la conquista de la Península, tierra de África poblada por tres razas de África (iberosemitas del Sur, ligures de la España del Ebro, vascos de probable ascendencia meridional) y un residuo racial nórdico (celtas). La Reconquista (la “conquista”, en realidad) fue un esfuerzo extranjero que vino, una vez más, a estropearnos la concordia peninsular (el ejército de Almanzor se componía de leoneses, catalanes y vascos. Posteriormente, el Cid fue jefe de andaluces y aragoneses, leoneses y navarros, moros y católicos, judíos y mozárabes). Empiezan las incursiones con las algaras normandas en el Norte y con la abusiva entrada de Carlomagno, apaleado en Roncesvalles por los españoles de todas razas y religiones (¡sabia enseñanza de la Historia que nos muestra nuestra verdadera fiesta nacional!). Luego viene Ludovico Pío, que adelantaba y creaba rebeliones en Córdoba y Mérida (San Eulogio fue un agente suyo, que recibía su apoyo en Pamplona). Esta conducta provocó rebeliones del pueblo andaluz, alentado por el faquí beréber Yahya, rebeliones reprobadas generalmente por los Omeyas, que se mostraban más tolerantes que la “culta Europa”. Luego, Carlos el Calvo envió como exploradores a los monjes Udnardo y Odilardo, encargados de buscar en Andalucía las reliquias de Aurelio y Jorge. Ellos inauguraron la gran oleada europea que entró a raudales por el camino de Santiago, rota, astrosa y hambrienta. El órgano central de la expansión exótica fue la Orden de Cluny (fundada en Borgoña bajo Guillermo de Aquitania, 910), apoyada en Navarra. Triunfa en el Concilio de Coyanza, se apodera de Navarra, y su influencia llega hasta Aragón y Cataluña, donde el lema de los reyes llega a ser: “Destroir a Espanya”; donde la vida de trovadores, payeses, siervos de la gleba, feudalismo, Cortes corporativas y derecho de pernada es la quintaesencia de lo europeo, de lo occidental. Alfonso VI de Castilla, casado con la exótica Doña Constanza y dominado por Bernardo y sus monjes franceses de Sahagún, asegura el dominio europeo (fue el Pedro el Grande del mundo español). La guerra noble y española del Cid cede el paso a la barbarie de los extranjeros, como Guillermo de Montreuil (general a sueldo de Roma, que degollaba todos los habitantes de las ciudades conquistadas). Estos guerreros venían huyendo de los hombres que en la Europa feudal producían pestes y canibalismo. No era guerra nacional: era la Cruzada del Sacro Imperio romano-germánico que avanzaba apoyado en los dos mil monasterios franceses de la Península. El francés Petrus Petri comienza la Catedral de Toledo; el alemán Juan de Colonia, la de Burgos, con el obispo inglés Mauricio. Se suprime el rito mozárabe o cristiano-andaluz; se suprimen los edificios y los árboles de la zona por donde pasan los ejércitos conquistadores, que van convirtiendo en un desierto la rica Andalucía fronteriza del Tajo y el Júcar.

Otro ejército avanzaba por el mar. Eran los normandos, bárbaros escandinavos que la misma Historia compostelana califica de piratas. El 844 saquearon el santuario de Santiago y muchos templos católicos de Francia. Cuando ya no quedaban iglesias fueron a saquear a los musulmanes, bajo pretexto de Cruzada (socorrida palabra que les permitía robar sin ser inquietados por los verdaderos cristianos, gente excesivamente crédula).

“Hacia 1111, nueva invasión pirática. Ardía la discordia entre Doña Urraca de Castilla y Don Alfonso el Batallador. De los nobles gallegos, unos estaban por la Reina y su hijo; otros, por el Rey. Estos, para defenderse del prelado santiagués Diego Gelmírez, poderoso, atrevido y amigo de la Reina, tomaron a sueldo mercenarios normandos que pasaban camino de Jerusalén: gente –dice la Crónica Compostelana– que nada tenía de piadosa (nullus pietatis melle condita). Así eran, vistos a la luz de la verdad, la inmensa mayoría de los cruzados. Cayeron sobre el litoral, mataron y robaron, y cautivaron a mucha gente, obligándola a rescatarse por dinero. Además, cegados por la codicia, violaron las iglesias y se apoderaron sacrílegamente de los objetos y personas que en ellas hallaron. Pero la armada del Obispo, a la que éste había ordenado que atacase a cierto castillo perteneciente a los enemigos de la Reina, encontró a la de los piratas y la embistió en el momento en que, acabada de destruir una iglesia, transportaban a los barcos el botín. Los gallegos se apoderaron de tres buques y cautivaron mucha gente.

“En 1152, nueva flota, partida, como la anterior, de las Orcadas. Son 15 buques mandados por el príncipe Ronald, guerrero valeroso, codicioso y deseoso de rescatar, entre otras cosas, el sepulcro de Cristo.

“Hace escala en los puertos de Galicia con su hueste, y decide pasar allí devotamente, a la par que económicamente, la Nochebuena; como mantener tanta boca era carga pesada para los gallegos, gente pobre, pidiéronle que, en justa compensación del servicio, les hiciese el librarles del señor de cierto castillo muy fuerte que a costa del pueblo vivía robando a todos; a lo que el iarl (jefe) se avino, con la condición de que el botín sería para él; porque en aquellos caballerescos y cristianos tiempos medievales, por la leyenda cantados, así se hacían las cosas. Como el castillo era casi inexpugnable, resolvió Ronald tomarle amontonando leña en torno del recinto y achicharrar a los defensores.”

Era una manera muy singular de entender la fraternidad evangélica. Con gente de esta calaña se hizo la llamada “Reconquista”. ¡Qué dolor para todo espíritu verdaderamente cristiano!

Tanta presión extranjera rompe la unidad de la cultura y la raza celtoleonesa, que tenía su eje en Covadonga. Comenzó con la actitud intransigente de Fernán González, inventor del separatismo castellano (Castilla, creación artificial del europeísmo feudal, hecha con pedazos leoneses, vascos y andaluces, enorme espejismo que tuerce toda la historia peninsular. Fue tan funesto a la Península española como el imperialismo austriaco a la vida política de Europa. Austria y Castilla, imperios jurídicos, apogeos del “Jus Solis” sin territorio). Siguió otra creación más artificial y maravillosa, aunque no tan funesta: la de Portugal, inventado por el Cardenal Guido (llegado de la Santa Sede) y concedido en feudo a Alfonso-Enríquez, que, protegido por tan alta influencia, rompió el vasallaje que le sujetaba a León y decidió asegurar su independencia, conquistando un trozo de Andalucía para dar un aspecto de desinterés y cristianismo a sus deseos personales. Aquí se confirma la afirmación de Ganivet, cuando decía: “…Cuando se vio a las claras que Castilla, por su posición central, echaba sobre la mayor parte de la obra de la Reconquista, y como la preponderancia futura de Castilla era un amago contra la independencia de los demás, nació espontáneamente, como florescencia del espíritu territorial, la idea de buscar fuera del suelo español fuerzas para ser independientes en España.”

Cambiando la palabra Castilla por León, vemos que esto ocurrió en los celtas de Portugal y ligures del litoral catalán, como una reacción lógica contra el espíritu imperial de la meseta. León casi desaparece, y Portugal. Alguien (creo que Eugenio d'Ors) ha visto en Castilla “los límites de un imperio –el imperio de Carlomagno–, cuya capital es Roma… Mientras que en el otro extremo, lo que hemos llamado “lo portugués” corresponde a un dominio distinto y contrario, cuya capital mística –la capital de la Atlántida– está sumergida en el fondo del mar.

“La Atlántida contra el imperio de Carlomagno. Y, a su vez, el imperio de Carlomagno contra la Atlántida… He aquí un gran secreto esencial de toda la cultura española.”

Por eso, el Cardenal Guido, espíritu clarividente, oponía al ideal castellano de la “espada temporal” la nueva “espada espiritual” de Alfonso Enríquez. (Este espíritu independiente y antirromano de Castilla procedía del visigotismo, con sus Concilios toledanos y su olorcillo arriano, siempre agarrado al subconsciente religioso de la meseta. Perdura hasta que el Vaticano aplica el refrán: “Un clavo saca otro clavo”, y con el jesuitismo, fuerza peninsular, mata el separatismo embozado de Castilla.)

O sea que Castilla, Portugal y toda España vivían ajenas a los problemas peninsulares, hostiles al espíritu peninsular. Cuestiones europeas les preocupaban, y guerreros europeos se apoderaban de su territorio, reduciéndoles a vasallaje. El símbolo de esta decadencia es la conquista de Lisboa (año 1147), de la que dice Oliveira Martins:

“La toma de Lisboa extiende la partida de nacimiento de la nación portuguesa, hasta entonces envuelta en el misterio de la gestación. Preséntasenos el sitio como una especie de concilio internacional, de congreso guerrero, en la que Europa bautiza al recién nacido a la luz de la Historia. Creado por los actos generadores de la voluntad de un hombre, amparado por la sombra de la Iglesia, Portugal ve confirmada su existencia por la sanción de los ejércitos cruzados de Europa. Parece como que el carácter cosmopolita de su vida futura y ulterior fisonomía política le queda desde aquel momento impuesto, a modo de bautismo, al fondear en aquella piscina del Tajo doscientos navíos coronados por los pabellones de tantas naciones de Europa, se extiende en tierra la línea del ejército de flamencos, lotaringios, alemanes, ingleses.

“Las columnas de los barones cruzados pelean al lado de las mesnadas de los barones portugueses. Francos e ingleses de colosal estatura, sanguíneos rostros, hercúleos y musculosos, italianos sagaces, consumados maestros en el arte de las minas o zapas. Así del lado de las naves como del de tierra, el arte acude en auxilio de la fuerza. Los ingleses montaban sus catapultas; los francos, sus torres, y Alfonso Enríquez contemplaba asombrado aquellos ingenios maravillosos, junto a los cuales su escala y su puñal de salteador nocturno parecían una miseria. El hecho es que decidió comenzar por un asalto. El 3 de agosto retumbó por primera vez el estruendo de la tempestad de las catapultas golpeando las murallas, el estridente silbido de las saetas lanzadas desde lo alto de las torres, el de las piedras disparadas por las ondas y el clamor apocalíptico de los combatientes: coro de imprecaciones feroces proferidas en las más diversas lenguas. A la tormenta de los sonidos acompañaban los relámpagos de alquitrán, de aceite hirviendo y de estopas llameantes que las murallas de Lisboa vomitaban sobre los asaltantes, ayudando al sol, que, iluminando la escena, congestionaba las cabezas de los hijos de la fría Germania, de Britania o de Frankonia. A la ola de fuego y a la luz del sol vino pronto a sumarse un nuevo y mayor resplandor de llamas, mezclado con espesas humaredas negras que subían hasta perderse en el cielo, despidiendo centellas.

“Empezó el asedio. La feroz voracidad de los hombres rubios del Norte arrasó los alrededores de Lisboa: huertos, jardines, quintas, casas, granjas. Dentro de la ciudad escaseaban los víveres, y muchos soldados huían, hambrientos, perseguidos a pedradas desde lo alto de las murallas por los que dentro quedaban. Los gastadores seguían la mina, llenándola con leña cortada en los alrededores, esperando que el día decisivo el fuego, consumiendo estos frágiles apoyos, dejaría las murallas sin base. Los italianos construyeron una gran torre, que se acabó mediado octubre, cuando la resistencia de Lisboa llegaba ya al último extremo. Quemáronse los robles de la zapa, dispusiéronse las máquinas, preparáronse las columnas de soldados y, luego que se oyó el estruendo del desplome de un trozo de muralla que por el lado de Oriente se hundió, dióse el asalto.

“Lisboa capituló. Los cruzados saciaron su amor al oro, a la plata y a las mujeres hermosas (auri et argenti et pulcherrimarum faeminarum voluptas) que los llevaba a Siria, y Alfonso Enríquez tomó posesión de la ciudad.”

(El mismo año atacaron los genoveses a Almería, cogiendo 10.000 esclavos.)

Las oleadas extranjeras siguieron borrando las almas peninsulares apoyadas en Castilla, que, celosa del portuguesismo, quiso borrarlo, siendo ella más extranjera todavía. Lo consiguió plenamente con sus dinastías revueltas de sangre: Borgoña, Plantagenet, Provenza, Suavia, Hungría, Lancaster, Capeto, Habsburgo, &c.

* * *

Resumen de este turbulento período: al Norte, tres Españas absolutamente distintas y exoticantes: la castellana, de tipo franco-germánico; la aragonesa-catalana, de tipo italiano; la portuguesa-gallega, de tipo incierto, acaso normando y levantino, Venecia del Occidente. Las realidades del celtismo y el ligurismo quedaron separadas (culturalmente, nacionalmente, filológicamente) por una zona extraña, Castilla, revoltijo de razas, de residuos de culturas, tierra ascética de botín y privación; Rusia del Sur, siempre angustiada entre semitismo y germanismo; país de caridad a palos y de síntesis excesivas. (El Rastro madrileño es el símbolo supremo de Castilla, plena de fragmentos espirituales, godos, andaluces y mongólicos, franceses, vascos e indoamericanos.) Pegada al Pirineo, la suprema tragedia de la Península, el euskarismo feudo de Castilla, cultura aborigen que Castilla ha disfrazado, ha “flamenquizado”, dando a sus hombres de selección (Zuloaga, Unamuno, Elcano, el incomparable San Ignacio) un aire aparentemente castellano, que sale al exterior en forma trágica, entre tintas negras, creado angustiosamente sobre el limpio y la serena dulzura de los valles pirenaicos. Al Sur, una posibilidad de unión nacional frustrada: eran los cristianos mozárabes o andaluces, intermediario natural entre los pueblos del Norte y sus compatriotas musulmanes. Cristianos verdaderamente evangélicos y sirios, a pesar de su remoto origen bajo el período visigodo. Cristianos sin jerarquía, con comunismo, con fraternidad, con misa en árabe; legítimos descendientes del espíritu apostólico, perseguidos bárbaramente por los cruzados europeos o europeizantes de la llamada “Reconquista”, que condenaban a muerte al que hablaba siriaco (lengua de Cristo). Al mismo tiempo, los ataques de los cruzados provocaban la reacción africana, y los mozárabes, apretados entre las fuerzas de Europa y el Continente misterioso, desaparecían rápidamente. En la región andaluza de Toledo y la frontera (Madrid, Medinaceli, Teruel) resisten hasta el siglo XVI, época en que aún se distingue entre cristianos castellanos o latinizados y cristianos mozárabes o andaluces. En esta época se unen mozárabes y musulmanes en las conspiraciones contra los Austrias, y ambos son perseguidos. (Hoy sólo queda como testimonio arqueológico la capilla mozárabe de Toledo, con su misa traducida al latín.)




Periodo morisco

Conforme a la Lógica, hemos dividido la Historia de Andalucía musulmana en tres períodos: Primero, período Omeya, desde Tarik a 1036; segundo, período Africano, desde 1036 a 1428; tercero, período Morisco, desde 1428 a 1728, año en que cesa de practicarse el culto musulmán y, con el vencimiento de los últimos andaluces, en Alicante, cesa la historia del Mediodía español independiente.

Con este plan racional encauzamos la investigación por el camino del alma musulmana: ver la historia andaluza del período morisco con ojos de morisco, coger el manto hierático de la crónica y volverlo del revés, enseñando el forro.

* * *

Sobre el problema cristiano en la España del siglo XVI y el XVII conviene disparar una afirmación rotunda: el espíritu que animaba a los perseguidores de los moriscos, a los creadores del Imperio de los Austrias, cuyo exotismo político hemos afirmado no era tampoco reflejo del puro espíritu cristiano. Junto al Imperio político estaba el Imperio religioso, que imponía bruscamente su voluntad a los mismos Papas e interpretaba la fe con un sentido marcadamente político. España empezó la reforma antes que Lutero. En la conciencia religiosa de la España católica luchaban dos principios opuestos: primero, el anhelo noble y místico de volver a la pureza del Evangelio, contaminado por los paganismos de la Edad Media escolástica (idea mozárabe depuradora, que era acaso un resabio semítico); segundo, la acción oficial de la dinastía que trataba de convertir esta inquietud en una fuerza política. La transición entre ambas tendencias fue la contrarreforma, fenómeno histórico netamente español. El segundo principio estaba representado por la orden oficial de los Dominicos, sucesora legítima de los monjes de Cluny, símbolo de la sumisión feudal de Europa.

Entre ambos, lo jesuita, que ya no tenía traza europea, ni casi española, sino que era una amplia idea universal, un fascismo sagrado.

El Papado católico, formado por la negación antihelenista, anticonstantiniana, estético, jerárquico, euclidiano, patricio…, se veía emparedado entre la nube metafísica del protestantismo (totemismo pagano opuesto al tabuismo de orillas del Tíber) y los principios españoles, ambos universalistas y mesiánicos, aunque variasen en los procedimientos, ambos idealistas e imperiales.

Los hispanistas nortemericanos se preocupan en extremo de afirmar la primacía y supremacía española en el catolicismo del siglo XVI. De ellos selecciono varios párrafos alusivos a las relaciones entre España y la Santa Sede en aquel período. Ante todo, conviene advertir que en España se conocía la Biblia mejor que en Europa. Mozárabes, musulmanes y sefardíes habían sembrado esta inquietud.

La inglesa de Tyndale apareció en 1526; la edición de Lutero no llegó a concluirse hasta 1532, y si incluimos los libros apócrifos, hasta 1534.

La Gran Biblia francesa, de Pierre Robert, salió en 1535. La Católica inglesa, de Douay, en 1582.

Ahora bien, en 1478 tenemos ya una edición completa de la Biblia en catalán; no queda más que la última página de esta famosísima edición, que se encuentra en la biblioteca Hispanic Library, de Nueva York, y sólo puede verse por concesión especial. Se verá que España lleva la supremacía en haber editado para el pueblo una Biblia completa en el idioma del pueblo.

¿Es creíble que se hubiese publicado en catalán sin antes haberse publicado alguna edición en castellano? Las regiones de Cataluña eran importantísimas en aquellos días, pero no tanto como Castilla. Castilla estaba entonces en el apogeo de su influencia y poder y se encontraba sentando las bases del gran imperio colonial.

La hipótesis de que debió existir Biblia en castellano antes de esta Biblia en lemosín, o por lo memos simultáneamente, adquiere mayor fuerza cuando sabemos que ya en tiempo de Alfonso el Sabio existía una versión completa de la Biblia en castellano. Se sabe también que el Gran Maestro de la Orden de Calatrava ordena que se prepare una versión por el Rabí Mosés Arragel de Maqueda y el franciscano Arias, en 1422.

Luego publica Cisneros su Biblia Políglota; después, Erasmo (predecesor de la Reforma protestante) inquieta el alma peninsular hasta tal punto que, si no hubiese aparecido San Ignacio, España acaso hubiera terminado hereje.

Si el hecho de que la primera políglota moderna se publicó en España y que en España se cuenta con ediciones populares de la Biblia en romance y para el pueblo antes de la edición de Lutero en Alemania y de Tyndale en Inglaterra, prueba claramente que, con respecto a la Biblia, estaba el pueblo español mejor preparado que el alemán o el inglés para una Reforma, la acogida que España dio a los escritos de Erasmo comprueba también lo mismo de un modo convincente. Corría entre las personas cultas de comienzos del siglo XVI este proverbio: “Erasmo puso el huevo de la Reforma, y Lutero lo empolló”. Este proverbio contenía tal verdad, que lo aceptó el mismo Erasmo. España fue la nación que por excelencia acogió a Erasmo, donde tuvo mayor número de lectores, mayor número de amigos, donde se publicaron mayor número de traducciones, y ediciones de sus obras; fue el Rey de España el primero que lo pensionó con 400 florines; son los escritores españoles y el Rey de España los que se ponen a su lado y le defienden de las acusaciones de franceses e ingleses, holandeses e italianos; él mismo reconoce en cartas particulares que los españoles fueron sus mejores lectores, y al Rey de España dedica una de sus obras importantes.

Entre los grandes prelados que aceptaron la doctrina de Erasmo, se cuentan nada menos que dos arzobispos de Toledo, el Arzobispo Fonseca y Carranza, quien más tarde fue procesado por la Inquisición; el arzobispo e inquisidor de España, de Sevilla, Don Alonso Manrique.

Entre los grandes teólogos se puede enumerar el gran Vitoria, el creador del derecho internacional. En torno de ellos aparecen miles de escritores laicos o clérigos. Cuando más arreciaba la persecución contra Erasmo se reunieron los teólogos de Salamanca, Valladolid y Alcalá, las tres grandes Universidades españolas, y en aquellos días de las más importantes de Europa, y declararon sus obras como ortodoxas, buenas y edificantes, mientras que en Oxford y en la Sorbona, la primera la más importante de Inglaterra, y la otra de París, existían ya varios profesores que lo censuraban y hasta lo condenaban como peligroso.

Erasmo ejerció en España más influencia que ningún otro personaje del siglo XVI. Adolfo Bonilla de San Martín, en su importante obra Erasmo en España, dice que Erasmo representa para las clases cultas, y sobre todo para todos aquellos escritores que buscaban una renovación en sociología, en literatura, en moral y en religión, lo que Sócrates representó para la escuela de filósofos griegos que le precedieron y le siguieron.

Hubo innumerables ediciones, ya en latín, ya en castellano, de todas las obras de Erasmo, y en 1527 no había veinte españoles que no tuviesen un ejemplar del Caballero Cristiano, de Erasmo.

Al margen del problema de la depuración religiosa estaba el de la jerarquía. Los Austrias eran adversarios de la Compañía de Jesús, que representaba el absoluto universalismo encarnado en el Papa. Era una nueva querella de las investiduras, un conflicto social entre la espada espiritual y la temporal, en que el Papado no tomaba parte directa.

Veamos de qué prestigio gozaba Ignacio de Loyola. Por de pronto, sabemos que fue tres veces examinado por el Tribunal de la Inquisición, reprendido y recibió la orden de alejarse de algunas diócesis y la prohibición de enseñar y predicar. Melchor Cano, consejero íntimo de Felipe II, autor de la famosa obra Lugares Teológicos, profesor de Salamanca y español como pocos, habla de Ignacio de Loyola como de un mentecato peligroso, y de su Compañía como una institución más peligrosa para el carácter español de lo que era la Armada Turca para las posesiones de España. Carlos V nunca miró con buenos ojos a la Compañía de Jesús; Felipe II dice en su testamento algo sustancialmente como sigue: “Ni yo, ni mi Casa, hemos edificado nunca colegio o casa de estudio a los teatinos (así se llamaban entonces los jesuitas), porque creemos que esta Orden ha venido a engendrar trastornos. De ellos se puede decir lo que el profeta dice: “Has aumentado la gente, pero no has aumentado la alegría.” Para misioneros tenemos a los franciscanos; para maestros, a los dominicos, y los teatinos han venido a usurpar las funciones de ambos.” Arias Montano, uno de los españoles genuinamente representativos de España de aquellos días, en informe privado a Felipe II, acusa a los jesuitas de enemigos de España y de la cristiandad, y de trastornadores de la religión y del orden público. San Juan de la Cruz, otro español representativo, también se declara contra los jesuitas. Teresa de Jesús, la española por excelencia, terminó por reñir con ellos, dudar de ellos, y mirarlos como peligrosos para la verdadera vida religiosa de España.

Muchos de los más eminentes prelados y santos de la España de Carlos V y Felipe II miraron con muy malos ojos la obra y espíritu de los jesuitas. Su verdadero triunfo e influencia lo obtuvieron durante los reinados de Felipe III y VI, y llegó a su apogeo durante el reinado de Carlos II el Hechizado.

La Compañía es la que inicia el nuevo catolicismo, catolicismo que en el Concilio de Trento (digamos, de paso, que en tal Concilio los representantes papales eran jesuitas) reaccionó contra el principio imperial de los Austrias. España y el Episcopado español fueron derrotados. Ellos persistieron en que, ante todo y sobre todo, debiera promoverse la reforma de costumbres principiando por la cabeza, el Papa, pasando por los cardenales, arzobispos, obispos, frailes, clérigos, &c. Lo único que pudo conseguir el Episcopado español fue que el Concilio tratara simultáneamente de ambas cosas, doctrinas y costumbres; pero bien pronto este compromiso se quebrantó, en contra de los anhelos del Episcopado español. Carlos V esperaba la concordia y armonía entre protestantes y católicos, y creía que era mayor peligro para la cristiandad el Rey de Francia, por sus tratos con el turco, que Lutero y otros reformadores. Hablando al Papa y a los cardenales, todavía espera que un Concilio hubiera podido restaurar la paz y armonía. El Concilio de Trento principió sobre base deficiente, puesto que los reformadores estaban ya fuera de la Iglesia.

Es inexacta la aseveración de que el propósito del pensar español coincidía en someter el Estado a la Iglesia, siendo así que el blanco de los propósitos era el de adscribir el Estado a una finalidad religiosa, a la cual la propia Iglesia debería acomodar conducta y organización; por esto, el más representativo de nuestros pensadores del XVI, fray Francisco de Victoria, sostiene, en su famosa De relectiones (De potestate civile), una tesis sobre los límites del poder temporal del Papa, que a punto estuvo de acarrear la inscripción del citado libro en el índice, y así se cree habría acontecido de no sobrevenir la muerte de Sixto V.

Mas en un Estado concebido como órgano para un fin religioso y con un contenido dogmático preciso; en un Estado que coincide con sociedad y no deja fuera de sí nada que represente desacuerdo con el dogma, que es la razón de ser de él; en un Estado tal, no hay lugar para las minorías, para la heterodoxia, para las posiciones discrepantes, porque es un Estado-Iglesia. Tal es el Estado español del XVI.

Y así como la Iglesia deja de ser la comunidad voluntaria de los fieles que profesan su doctrina, así el Estado deja de ser el órgano coordinador de las acciones, pero tolerante ante el pensamiento; acción y pensar se funden, y por eso a su vez se identifican Estado e Iglesia, pasando aquélla de Comunidad voluntaria a Corporación obligatoria.

España depura a la misma Iglesia. La reforma llevada a cabo a este efecto por D.ª Isabel y Cisneros, en un esfuerzo de cuya trascendencia, como símbolo político de la idea que el Estado tiene de su misión, no se ha hecho el estudio debido; la nacionalización de la Iglesia con revocación de cartas de extranjería y sometimiento político de ella al Estado para los asuntos temporales; la rigidez moral exigida al clero, rigidez que motivó la expulsión de los contumaces y la emigración voluntaria al África de centenares de ellos, eran muestras abundantes de que el Estado español ansiaba una reforma de la Iglesia; no es de extrañar, pues, que ante la Reforma se contenga aquél y la invite al pacto.

Sólo teniendo presente el ambiente histórico creado a favor de esos hechos y la tensión polémica por ellos suscitada, es como puede juzgarse de la intención política de Carlos V.

España no anhelaba el fortalecimiento de la Iglesia, sino el concordarla con el Estado, y para lograrlo presionaba la celebración del Concilio, y tiene lugar el de Trento. Ya dentro de él su representación lo arrastra en las deliberaciones, y, promulgados sus acuerdos, el Estado español se los incorpora como leyes del Reino. El nuevo catolicismo tiene, pues, en su esencia mucho de español, porque a partir de Trento es la Compañía de Jesús la que inspira fundamentalmente a la Iglesia, y la Compañía de Jesús es un órgano que la conciencia peninsular destaca en el XVI como una reacción frente al Estado. La idea de la Compañía es una transformación espiritual de las Comunidades.

En cambio, la idea española oficial, imperial, depuradora, arranca, en realidad (en su aspecto religioso), del cardenal Cisneros, que reúne en torno suyo rabinos, sabios en literatura griega, manuscritos antiguos, varios en número, y lo ordena todo para producir esa obra verdaderamente admirable que ha pasado a la posteridad con el nombre de la Políglota de Alcalá de Henares, la primera que se conoce en la Edad Moderna. Digamos, de paso, que en la producción de esta obra tan importante no intervino para nada Roma, más bien se opuso. Más de una vez se avisó al Cardenal que no debiera continuar en esa obra, pero él persistió. En alguna ocasión hasta parece que se le amenazó de que si no interrumpía la empresa sería excomulgado. Pero el cardenal Jiménez de Cisneros ya sabía a qué atenerse acerca de las excomuniones cuando éstas eran injustificadas. Más de una vez fue excomulgado y despreció soberanamente la excomunión. Era en esto tan buen español como el Rey Fernando el Católico, que también hacía muy poco caso de las excomuniones, y menos todavía de la autoridad del Papa cuando ésta estaba en lucha contra los intereses nacionales. Si se quiere algún documento, léase la carta que escribió al Virrey de Nápoles por cuestiones de jurisdicción eclesiástica. En esa carta resueltamente dice que si el Papa no accede a lo que debe acceder según él, separará a España de Roma, y hasta llega a aconsejar al Virrey que queme en público el documento papal y ahorque al delegado del Papa, pero obligándole antes a retractarse. Es más: el cardenal Jiménez de Cisneros no tuvo la dicha de que su Políglota, terminada antes de morir y publicada antes de su muerte, pudiera darse a la venta, porque Roma exigió un examen minucioso de ella y no quiso autorizar la venta hasta aprobarla, aprobación que tardó muchos años. Esta rémora y esta oposición entre el Vaticano y España la encontraremos a cada paso, particularmente en lo que a la Reforma se refiere. Veremos cómo se necesita que los Reyes escriban, soliciten, amenacen, y el clero español proteste y proteste repetidas veces contra los grandes abusos y la gran confusión en que estaba la Iglesia Católica para obligar a los Papas a que celebren el famoso Concilio de Trento.

Posteriormente Carlos V y Felipe II se lamentaban de la negligencia de los Papas, por su actitud no sólo pasiva con respecto a la convocación de un Concilio universal, sino resueltamente opuesta a que tal Concilio fuese convocado. Se ve, por muchas de las cartas que se contienen en los archivos, que los Papas sentían horror de que tal Concilio se reuniera. Temían que fuese el comienzo del fin de los privilegios papales, y, por todos los medios posibles, se resistían a este Concilio.

Como contraste, mientras Carlos V llama al Papa y los cardenales los desordenados, los protestantes creen en la posibilidad de acatar al Papa si éste modifica su conducta.

Cuando se abrió el Concilio de Trento asistieron los delegados protestantes, y continuaron asistiendo en una forma u otra hasta 1551 (el Concilio de Trento abrió sus sesiones en 1545).

España estaba mejor preparada para la Reforma que Alemania o Inglaterra, puesto que contribuyó más que Alemania o Inglaterra a que se llevara a cabo el proyecto del Concilio Universal, esperanza y anhelo de los mejores reformadores.

España, en la convocación de este Concilio, asumió la dirección y obligó al Papado a que lo convocara.

De pronto, el Vaticano se apoderó del Concilio; bruscamente triunfó la doctrina absolutamente universal que los jesuitas encarnaban, y hubo una larga etapa en que pareció que Felipe II iba a destruir Roma, hasta que, al llegar Felipe III, empieza a organizar el soñado Imperio Universal Hispano. Con el triunfo romano en Trento, España se apagó; no sólo disminuyó el margen de sutileza permisible al pensamiento individual, sino que amenguó extremadamente el campo donde más apetece vagar al anhelo religioso, o sea la zona del sentimiento; el espíritu universal pasó a ser razón universal, de la cual adviene órgano único la Iglesia; mas el sentir religioso español y la potente floración mística que tuvo lugar en España por aquella época no quedó encerrada en la dogmática porque derivó a la lírica.

El balance de este período es algo trágico. Las culturas y los pueblos de la Península renunciaron a su vida tras el sueño romántico y quijotesco del mesianismo castellano, alanceador de molinos. Alguien ha dicho:

“España entera se imaginó que la Cristiandad iba a premiarla el sacrificio. Para algo había sido la gonfalonera de la Iglesia y se había batido al mismo tiempo con el turco al Oriente, con el moro al Mediodía y con el luterano al Norte, mientras que al Occidente cristianizaba un mundo nuevo. Sus propias libertades había tenido que rendirlas con las Comunidades. De su bienestar se había desprendido para soportar esta pelea magna. No había esperanza de recompensa terrena para los tesoros gastados y la sangre vertida. Pero un día, en Roma, cuando se juntaren los representantes de todos los pueblos de la Tierra y los heraldos anunciasen al embajador de las Españas, se vería al Pontífice descender de su solio y abrazarle, besarle en la mejilla y conferirle, para su señor, la corona de la monarquía universal, y en esa hora suprema, en que Hernando de Acuña habría visto realizado su augurio de que no tenga el mundo sino

Un Monarca, un Imperio y una España,

todos los sacrificios se encontrarán justificados.”

En vez de esto aparecía el espectáculo pavoroso de la España mendiga y despoblada de Felipe III a Carlos II, y Roma se universalizaba por su cuenta. ¡Terrible desengaño!

(Nota.– Hay una carta de Jerónimo de Zurita, uno de los teólogos del Concilio, en que se encuentra una frase que demuestra claramente el miedo que tenía el Vaticano a los teólogos y obispos españoles; contra ellos y su parecer se trasladó el Concilio desde Trento a Bolonia. La frase es ésta: “Allá quedades, marranos.” Para apreciar lo que esto quiere decir, téngase en cuenta que los teólogos y obispos españoles persistieron en quedarse en Trento.)

Frente a esta enorme confusión religiosa de Castilla triunfante, los restos de la Andalucía vencida presentaban una extrema cohesión y simplicidad. No conservando más resorte moral de resistencia que el religioso, ponían en él su principal empeño.

La fe morisca era el Islam, maravillosamente adaptada al carácter andaluz. Su espíritu tolerante contrastaba bruscamente con la dureza de los Austrias y sus competidores en el territorio europeo.

Para conocer el Islam y el alma andaluza, véase mi reportaje filosófico Ni Oriente ni Occidente. El Universo desde el Albayzín. Allí trato el problema con gran extensión.




Las tradiciones de Algarabía

Los moriscos vencidos siguen desenvolviendo una actividad oculta y vigorosa, con orientaciones francamente andalucistas. Nada de panislamismo ni de imperio: simplemente querían la independencia del Andalus. Sus movimientos bélicos duraron hasta el siglo XIX, donde cooperaron a los movimientos cantonales sus últimos descendientes con tradición andaluza aún viva. Tras 1610, fecha oficial de la desaparición de Andalucía, tras muchos miles de años de existencia gloriosa, perdura obscuramente el andalucismo por transmisión verbal de la Historia. De generación a generación, son las “Tradiciones de Algarabía” monumento demosófico gigante que ahora comienza a conocerse gracias a las investigaciones de varios eruditos islamistas, entre los cuales descuella el Sr. Izquierdo Benkutayar.

Desde 1610 a nuestros días la historia del Mediodía peninsular se rompió en tres partes. Dos millones de almas marcharon a la vecina costa africana, creando un criollismo africano de purísima esencia civilizada: el África andaluza, aristocracia y cúspide del Continente Misterioso. Otra parte muy numerosa se derramó por América, donde la esencia del espíritu nacional, y aun nacionalista, de aquellas jóvenes Repúblicas es de legítimo origen andaluz. Del morisco al filibustero cubano la línea divisoria era casi invisible. América, lo mejor y más castizo de América, es andaluz: el idioma, la música, la arquitectura, la ganadería y aun a veces los trajes y enseres domésticos. En la península quedaban los restos de la vieja cultura imperial en el campo roto y agotado con sus braceros míseros. África andaluza, América andaluza, y Andalucía apagada: los tres pedazos complementarios.

Sin embargo, corto bruscamente la Historia en la época conocida (siglo XVII) porque el estudio detallado de los tres residuos excede en mucho los límites de este programa y debe ser tratado con calma y método. Eso haré en un próximo reportaje sobre la Andalucía africana y sobre las modernas derivaciones del problema. “Mediodía” ha sido sólo el prólogo a la concepción africana de la historia peninsular antes de la expulsión de los moriscos. Con esta expulsión queda sin sentido la España meridional, y sólo en 1926 se reanuda la historia genuina con el contacto fraternal entre marroquíes y andaluces, gracias al nuevo ideal del andalucismo árabe, del andalucismo integral. Saltando el foso de la barbarie (1610-1926), queda el campo libre para el enlace de la tradición con los problemas actuales. Cerraremos el viejo período con el mejor párrafo de Ganivet, salido de las profundidades de su gran alma alpujarreña:

“Pío Cid sintió nuevos deseos de encaramarse en la cima para contemplar el vago y confuso panorama de la lejana ciudad entregada aún al sueño, y la ancha vega granadina, cercada por fuerte anillo de montañas, recinto infranqueable como el huerto cerrado del cantar bíblico. Luego se sentó y se quedó largo tiempo absorto con los ojos fijos en las costas africanas, tras de cuya apenas perceptible silueta creía adivinar todo el inmenso continente con sus infinitos pueblos y razas; soñó que pasaba volando sobre el mar y reunía gran golpe de gente árabe, con la cual atravesaba el desierto y después de larguísima y obscura odisea llegaba a un pueblo escondido, donde le acogían con inmenso júbilo. Este pueblo se iba después ensanchado y, animado por nuevo y noble espíritu, atraía a sí todos los demás pueblos africanos, y conseguía por fin libertar a África del yugo corruptor de Europa. ¡África!, gritó de repente; y el eco de su voz, alejándose hacia el Sur, chocaba en las costas vecinas.” (Pío Cid, página 112.)

Aquí terminamos. En el momento en que empieza a oírse la respuesta de África al eco.

FIN




contracubierta

GIL-BENUMEYA
“Ni Oriente ni Occidente”

(Compañía Ibero-Americana de Publicaciones)

Precio del volumen, 5 pesetas.

Mediodía es un ensayo de metodología para estudiar la historia andaluza, un reportaje científico, un libro que enseña a ver. Ni Oriente ni Occidente es mucho más: es el ensayo más completo sobre el alma de Andalucía. La única metafísica andaluza. Una filosofía del flamenquismo.

“El Albayzín, centro del universo”, “El secreto del cante jondo”, “Los andaluces, inventores de la deshumanización del Arte”, “Las teorías de Einstein y la España árabe”, “Una nueva ciencia: el casticismo”, “La destrucción de la Historia y de la Naturaleza”, “La verdad sobre el misterio oriental”, “El cubismo –que parece moderno– nota típica de lo andaluz”, “Amor, muerte y baño”… Son algunos de los temas de este libro lleno de sorpresas.

Libro que debe leer todo andaluz de vanguardia. A la vez, Biblia del espíritu andaluz, eterno. Obra antigua y modernísima. De post-guerra y castiza. Todo un mundo de sugestiones.

Precio: 4 pesetas.


[ Versión íntegra del texto contenido en un libro de 123 páginas, más cubiertas, impreso en Madrid sobre papel en 1929. ]