J. Stalin
El marxismo y el problema nacional
Ediciones Europa-América
Barcelona - Madrid
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Colección: Marx - Engels - Lenin - Stalin
J. Stalin
El marxismo y el problema nacional
Ediciones Europa-América
Barcelona - 1938
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Imprenta Clarasó; Villarroel, 17. - Barcelona
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«Los tres trabajos editados aquí han sido traducidos directamente del ruso […]
La redacción española ha corrido a cargo de W. Roces.»
Nota del editor
El trabajo de Stalin “El marxismo y el problema nacional”, que se publica aquí por vez primera en español, fue escrito a fines de 1912 y comienzos de 1913, en Viena, e impreso primeramente en 1913, en los números 3-5 de la revista bolchevique “Prosveschenie” (“Ilustración”), con la firma de K. Stalin y bajo el título “El problema nacional y la socialdemocracia”. En 1914, fue editado en folleto aparte con el título “El problema nacional y el marxismo” y vio la luz en la editorial “La Resaca”, de San Petersburgo. En 1920, fue reeditado por el Comisariado de las Nacionalidades en una “Colección de artículos” de Stalin sobre el problema nacional (Editorial del Estado, Tula). Esta colección de artículos llevaba un prólogo “Del autor”, en el que figuraba el siguiente párrafo, referente al trabajo que publicamos aquí:
“…Este artículo refleja un período de discusiones de principios sobre el problema nacional dentro de las filas de la socialdemocracia rusa, en la época de la reacción zarista y terrateniente, año y medio antes de estallar la guerra imperialista, en la época de desarrollo de la revolución democrática-burguesa en Rusia. Dos teorías sobre la nación se debatían entonces, y consiguientemente, dos programas nacionales: el austriaco, apoyado por el Bund y por los mencheviques y el ruso, el bolchevique. En el artículo encontrará el lector la caracterización de ambas corrientes. Los acontecimientos subsiguientes y especialmente la guerra imperialista y la desmembración de Austria-Hungría en distintos Estados nacionales, han puesto de manifiesto palpablemente de qué lado estaba la razón. Hoy, en que Springer y Bauer contemplan el dornajo roto de su programa nacional, ya no puede dudarse que la historia ha condenado la “escuela austríaca”. Hasta el Bund ha tenido que reconocer que “la reivindicación de la autonomía nacional-cultural (es decir, el programa nacional austríaco, J. St.), formulado dentro del marco del régimen capitalista, pierde su sentido bajo las condiciones de la revolución socialista” (v. la XII Conferencia del Bund, 1920). El Bund no sospecha siquiera que con ello ha reconocido (lo ha reconocido imprevistamente) la insolvencia de principio de las bases teóricas del problema nacional austríaco, la insolvencia de principio de la teoría austríaca de la nación.”
A continuación del estudio sobre “El marxismo y el problema nacional”, incluimos en esta edición dos trabajos cortos de Stalin: “La revolución de Octubre y el problema nacional” y “La política del Poder Soviético en punto al problema nacional en Rusia”.
El primero de estos dos trabajos fue escrito en 1918 y figura también en la citada “Colección de artículos” de Stalin sobre la cuestión nacional. En el prólogo “Del autor”, citado más arriba, se dice de él:
“…Este artículo refleja el período posterior a la revolución de Octubre, cuando el Poder Soviético, después de haber vencido a la contrarrevolución en la Rusia central, chocaba contra los gobiernos nacionales-burgueses de la periferia como focos de contrarrevolución, cuando la Entente, alarmada por la creciente influencia del Poder Soviético en sus colonias (las de la Entente) comienza a apoyar abiertamente a estos gobiernos nacionales-burgueses, con el fin de estrangular a la Rusia Soviética, cuando en el transcurso de la lucha victoriosa contra esos gobiernos nacionales-burgueses se nos planteaba el problema práctico de las formas concretas que había de revestir la autonomía territorial soviética, de la organización de repúblicas soviéticas autónomas en la periferia, de la extensión de la Rusia Soviética a los países oprimidos del oriente a través de la periferia oriental de Rusia, de la creación de un único frente revolucionario del occidente y el oriente contra el imperialismo mundial. En este artículo se señala la conexión indisoluble del problema nacional con el problema del Poder y se trata la política nacional como parte del problema general de las nacionalidades oprimidas y de las colonias: es decir, aquello precisamente contra lo que solían objetar la “escuela austríaca”, los mencheviques, los reformistas, la Segunda Internacional, y que fue confirmado después por toda la marcha de los acontecimientos.”
Del artículo “La política del Poder Soviético en punto al problema nacional en Rusia”, escrito por Stalin en 1920, se dice lo siguiente en el citado prólogo “Del autor”:
“…Este artículo se refiere al período actual (1920) de la distribución administrativa, aún no terminada, de Rusia sobre la base de la autonomía territorial, al período de organización en la periferia de comunas administrativas y repúblicas soviéticas autónomas como parte integrante de la R. S. F. S. R. El centro de gravedad del artículo es el problema de la realización práctica de la autonomía soviética, es decir, el problema de cómo asegurar la alianza revolucionaria entre el centro y la periferia, como garantía contra las empresas intervencionistas del imperialismo. Podrá parecer extraño que el artículo rechace resueltamente como una ocurrencia contrarrevolucionaria la demanda de separación de la periferia de Rusia. Nosotros estamos en pro de la separación de la India, de Arabia, de Egipto, de Marruecos y de las demás colonias de la Entente, pues aquí la separación equivale a liberar del imperialismo a estos países oprimidos, a debilitar las posiciones del imperialismo y a reforzar las posiciones de la revolución. Pero estamos en contra de la separación de la periferia de Rusia, pues aquí la separación equivale, para la periferia, a la esclavitud imperialista, a la debilitación de la potencia revolucionaria de Rusia y al reforzamiento de las posiciones del imperialismo. Por eso precisamente la Entente, a la par que lucha contra la separación de la India, de Egipto, de Arabia y demás colonias, lucha por la separación de la periferia de Rusia. Y por eso precisamente los comunistas, a la par que luchan por la separación de las colonias de la Entente, no pueden por menos de luchar contra la separación de la periferia de Rusia. Evidentemente, el problema de la separación se resuelve con sujeción a las condiciones internacionales concretas, con arreglo a los intereses de la revolución.”
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Los tres trabajos editados aquí han sido traducidos directamente del ruso y han sido tomados de la antología de J. Stalin “El marxismo y el problema nacional-colonial. Una colección de artículos y discursos escogidos” (Instituto Marx-Engels-Lenin, de Moscú. Partisdat, 1934).
La redacción española ha corrido a cargo de W. Roces.
Los números intercalados en el texto son llamadas a las notas explicativas que figuran al final.
(páginas 3-7.)
El marxismo y el problema nacional
El período de la contrarrevolución, en Rusia, no ha traído solamente “rayos y truenos”, sino también desilusión respecto al movimiento, falta de fe en las fuerzas comunes. Cuando creían en un “porvenir luminoso”, las gentes luchaban juntas, independientemente de su nacionalidad: ¡los problemas generales ante todo! Cuando en el espíritu se insinuaron las dudas, las gentes comenzaron a dispersarse por barrios nacionales: ¡que cada cual cuente solamente con él! ¡El “problema nacional” ante todo!
Durante aquel período, Se operó en el país una seria crisis económica. El año 1905 no pasó en vano: los restos del sistema de vida medieval en el campo sufrieron otro golpe más. La serie de cosechas buenas que siguieron a los años del hambre y el auge industrial que se produjo después, hicieron avanzar al capitalismo. La diferenciación en el campo y el crecimiento de las ciudades, el desarrollo del comercio y de las vías de comunicación, dieron un gran paso de avance. Esto es especialmente cierto en lo que se refiere a la periferia. Y ello no podía por menos de acelerar el proceso de consolidación económica de las nacionalidades de Rusia. Estas tenían necesariamente que entrar en movimiento…
En este mismo sentido del despertar de las nacionalidades actuó también el “régimen constitucional”, instaurado durante este período. El desarrollo de los periódicos y de la literatura en general, cierta libertad de prensa y las instituciones culturales, el desarrollo de los teatros nacionales, &c., favorecieron sin duda alguna el reforzamiento de los “sentimientos nacionales”. La Duma, con su campaña electoral y sus grupos políticos, dio nuevas posibilidades para reavivar las nacionalidades, una nueva y ancha palestra para movilizarlas.
Pero la ola del nacionalismo militante, levantada desde arriba y toda una serie de represiones desencadenadas por los “detentadores del Poder” para vengarse de la periferia por su “amor a la libertad”, provocaron como réplica una ola de nacionalismo por abajo, que a las veces se convertía en un tosco chovinismo. El reforzamiento del sionismo (1) entre los judíos, el creciente chovinismo en Polonia, el panislamismo (2) entre los tártaros, el reforzamiento del nacionalismo entre los armenios, los georgianos, los ucranianos, la propensión general de los filisteos a caer del lado del antisemitismo, son todos hechos bien conocidos.
La ola del nacionalismo avanzaba cada vez con más brío, amenazando con arrastrar a las masas obreras. Y cuanto más iba en descenso el movimiento de liberación, más esplendorosamente florecía el nacionalismo.
En este momento difícil, sobre la socialdemocracia pesaba una alta misión: oponer resistencia al nacionalismo, proteger a las masas contra la “epidemia” general. Pues la socialdemocracia, y solamente ella, podía hacer esto, contraponiendo al nacionalismo el arma probada del internacionalismo, la unidad y la indivisibilidad de la lucha de clases. Y cuanto más fuertemente avanzase la ola del nacionalismo, más potente debía resonar la voz de la socialdemocracia en pro de la fraternidad y de la unidad de los proletarios de todas las nacionalidades de Rusia. Además, se requería una firmeza especial por parte de los socialdemócratas de la periferia, que chocaban directamente con el movimiento nacionalista.
Pero no todos los socialdemócratas acreditaron estar a la altura de su misión, y ante todo nos referimos a los socialdemócratas de los países de la periferia. El Bund (3), que antes subrayaba las tareas generales, comenzó ahora a destacar en primer plano sus objetivos especiales, puramente nacionalistas: la cosa llegó hasta el extremo de declarar como uno de los puntos de combate, en su campaña electoral, “la celebración del sábado”{1} y el “reconocimiento” del “yiddis”{2}. Tras el Bund, vino el Cáucaso: una parte de los socialdemócratas caucasianos, que antes rechazaba, con los demás socialdemócratas caucasianos, la “autonomía nacional-cultural” socialdemocrática, la presenta ahora como reivindicación inmediata{3}. Y no hablemos de la conferencia de los liquidadores (5), que sancionan diplomáticamente las vacilaciones nacionalistas{4}.
De esto se deduce que las concepciones de la socialdemocracia rusa en cuanto al problema nacional no están claras aún para todos los socialdemócratas.
Es necesario, evidentemente, proceder a un estudio serio y completo del problema nacional. Los socialdemócratas consecuentes deben luchar de un modo cordial y tenaz contra la ofuscación nacionalista, venga de donde viniere.
I
La nación
¿Qué es una nación?
Una nación es, ante todo, una comunidad, una determinada comunidad de hombres.
Esta comunidad no es una comunidad de raza ni de tribu. La actual nación italiana fue formada por romanos, germanos, etruscos, griegos, árabes, &c. La nación francesa fue integrada por galos, romanos, britanos, germanos, &c. Y otro tanto podemos decir de los ingleses, los alemanes, &c., cuyas naciones fueron formadas por razas y tribus diversas.
Tenemos, pues, que una nación no es una comunidad racial o tribal, sino una comunidad de hombres formada históricamente.
De otro lado, es indudable que los grandes Estados de Ciro o de Alejandro no podían ser llamados naciones, aunque se hubiesen formado históricamente y estuviesen integrados por diversas razas y tribus. Estos Estados no eran naciones, sino conglomerados fortuitos y poco articulados de grupos, que se separaban o se unían según los éxitos o las derrotas de tal o cual conquistador.
Tenemos, pues, que una nación no es un conglomerado fortuito y efímero, sino una comunidad estable de hombres.
Pero no toda comunidad estable de hombres constituye una nación. Austria y Rusia son también comunidades estables, y sin embargo, nadie las llama naciones. ¿Qué es lo que distingue una comunidad nacional de una comunidad estatal? Entre otras cosas, que una comunidad nacional es inconcebible sin un idioma común, mientras que para que haya Estado no es obligatorio que haya un idioma común. La nación checa, en Austria, y la polaca, en Rusia, no serían posibles sin un idioma común para cada una de ellas, mientras que para la integridad de Rusia y de Austria no es un obstáculo el hecho de que dentro de sus fronteras existan toda una serie de idiomas. Y al decir esto, nos referimos, naturalmente, a los idiomas que habla el pueblo y no al idioma oficial, de cancillería.
Tenemos, pues, un idioma común como uno de los rasgos característicos de la nación.
Esto no quiere decir, naturalmente, que diversas naciones hablen siempre y en todas partes idiomas diversos, o que todos los que hablen uno y el mismo idioma formen obligatoriamente una nación. Cada nación tiene un idioma común, pero no es obligatorio que diversas naciones tengan idiomas diversos. No hay ninguna nación en que se hablen diversos idiomas a la vez, pero esto no quiere decir que no pueda haber dos naciones que hablen un solo idioma. Los ingleses y los norteamericanos hablan un solo idioma, y a pesar de esto no forman una sola nación. Y otro tanto puede decirse de los dinamarqueses y los noruegos, los ingleses y los irlandeses.
Y, ¿por qué, por ejemplo, los ingleses y los norteamericanos no forman una sola nación, a pesar de tener un idioma común?
Ante todo, porque no viven conjuntamente, sino en diversos territorios. La nación sólo se forma como resultado de un conjunto de relaciones sostenidas y regulares, como resultado de una vida en común de los hombres de generación en generación. Y esta vida conjunta, sostenida, no es posible sin un territorio común. Antiguamente, ingleses y norteamericanos poblaban un solo territorio, Inglaterra, y formaban una sola nación. Más tarde, una parte de los habitantes de Inglaterra emigraron de este país a un nuevo territorio, Norteamérica, y aquí, a lo largo del tiempo, formaron la nueva nación norteamericana. Territorios diversos determinaron la formación de naciones diversas.
Tenemos, pues, la comunidad de territorio como otro de los rasgos característicos de la nación.
Pero esto no es aún todo. La comunidad territorial por sí sola no determina la nación. Ha de concurrir, además, un vínculo económico interno que suelde en un todo único a las diversas partes de la nación. Entre Inglaterra y Norteamérica no existe este vínculo; por eso estos países constituyen dos naciones distintas. Y los mismos norteamericanos no merecerían el nombre de nación si los diversos confines de Norteamérica no estuviesen unidos entre sí en un todo único gracias a la división del trabajo establecida entre ellos, al desarrollo de las vías de comunicación, etcétera.
Tomemos, por ejemplo, los georgianos. Los georgianos de los tiempos anteriores a la reforma vivían en un territorio común y hablaban un solo idioma y, no obstante, no formaban, estrictamente hablando, una nación, pues, deshechos como se hallaban en toda una serie de principados desarticulados unos de otros, no podían vivir una vida económica común; se pasaron siglos guerreando entre sí y arruinándose unos a otros, azuzando unos contra otros a los persas y los turcos. La unificación efímera y fortuita de estos principados que a veces conseguía llevar a cabo cualquier zar afortunado, sólo abarcaba, en el mejor de los casos, las altas esferas administrativas, volviendo a deshacerse en seguida por los caprichos de los príncipes y la indiferencia de los campesinos. Y, dada la desmembración económica de Georgia, no podía ser de otro modo… Georgia no se reveló como nación hasta la segunda mitad del siglo XIX, en que la caída del feudalismo y el crecimiento de la vida económica del país, el desarrollo de las vías de comunicación y el nacimiento del capitalismo establecieron una división del trabajo entre las diversas regiones de Georgia, rompieron el aislamiento económico de los principados y los enlazaron en un todo.
Y lo mismo hay que decir de otras naciones que han pasado por la fase del feudalismo y en cuyo seno se ha desarrollado el capitalismo.
Tenemos, pues, una vida económica en común, la trabazón económica, como otra de las particularidades características de la nación.
Pero tampoco esto es todo. Además de esto, hay que tener en cuenta también la peculiaridad de la fisonomía espiritual de los hombres unidos para formar una nación. Las naciones se distinguen unas de otras, no sólo por sus condiciones de vida, sino también por la fisonomía espiritual, que se expresa en las peculiaridades de la cultura nacional. En el hecho de que Inglaterra, América del Norte e Irlanda, aun hablando un solo idioma, formen, no obstante, tres naciones distintas, desempeñan un papel no pequeño los peculiares hábitos psicológicos de vida que se han ido formando en cada una de estas naciones de generación en generación, como resultado de condiciones de existencia diferentes.
Claro está que, de por sí, los hábitos psicológicos de vida o el “carácter nacional”, como otras veces se le llama, son un tanto inasequibles para el observador, pero en la medida en que se expresan en la peculiaridad de la cultura común a toda la nación, son un factor aprehensible y que no puede desconocerse.
Huelga decir que el “carácter nacional” no es algo que exista de una vez para siempre, sino que cambia con las condiciones de vida; pero, en la medida en que existe en cada momento dado, imprime su sello a la fisonomía de la nación.
Tenemos, pues, la comunidad de hábitos psicológicos de vida, reflejada en la comunidad de cultura, como otro de los rasgos característicos de la nación.
Y, con esto, hemos agotado todos los signos distintivos de una nación.
Nación es una comunidad estable e históricamente formada de idioma, de territorio, de vida económica y de hábitos psicológicos, reflejados en una comunidad de cultura.
Además, de suyo se comprende que la nación, como todo fenómeno histórico, se halla sujeta a la ley del cambio y tiene su historia, su comienzo y su fin.
Es necesario subrayar que ninguno de los signos distintivos indicados, tomado aisladamente, es suficiente para definir la nación. Más aún: basta con que falte, aunque sólo sea uno de estos signos distintivos, para que la nación deje de ser una nación.
Podemos representarnos un conjunto de hombres con un “carácter nacional” común, y sin embargo, no podremos decir que forman una nación si están económicamente aislados, si viven en diversos territorios, hablan diversos idiomas, &c. Así, por ejemplo, los judíos de Rusia, de Galitzia, de Austria, de Georgia y de las montañas del Cáucaso, &c., no forman, a juicio nuestro, una nación.
Podemos representarnos un conjunto de hombres con comunidad de territorio y de vida, y, no obstante, no formarán una nación si entre ellos no media una comunidad de idioma y de “carácter nacional”. Tal acontece, por ejemplo, con los alemanes y los letones en la región del Báltico.
Finalmente, los noruegos y los dinamarqueses hablan un mismo idioma, pero no forman una sola nación, por no reunir los demás signos distintivos.
Sólo la existencia de todos los signos distintivos, en conjunto, forma la nación.
Podría pensarse que el “carácter nacional” no es precisamente uno de los signos distintivos, sino que constituye el único signo esencial de la nación, y que los demás son, de por sí, condiciones para el desarrollo de la nación, pero no signos distintivos de ésta. En este punto de vista se colocan, por ejemplo, los socialdemócratas conocidos en Austria como teóricos del problema nacional: R. Springer y, sobre todo, O. Bauer.
Examinemos su teoría de la nación.
Según Springer, “nación es la unión de hombres que piensan y hablan del mismo modo”
Es “la comunidad cultural de un grupo de hombres contemporáneos, no vinculada con el “suelo” {5} (subrayado por nosotros).
Así, pues, una “unión” de hombres que piensan y hablan del mismo modo, por muy desunidos que se hallen unos de otros y vivan donde vivieren.
Bauer va todavía más allá.
“¿Qué es una nación? –se pregunta–. ¿Es la comunidad de idioma lo que une a los hombres en una nación? Pero, tenemos a los ingleses e irlandeses que…, aun hablando la misma lengua, no forman, sin embargo, un pueblo único; y los judíos no tienen lengua común alguna, y, sin embargo, forman una nación”{6}.
¿Qué es, pues, una nación?
“Una nación es una comunidad relativa de carácter…”{7}.
Pero, ¿qué es el carácter, y aquí, en este caso concreto, el carácter nacional?
“El carácter nacional es la “suma de signos que distinguen a los hombres de una nacionalidad de los hombres de otra nacionalidad, el complejo de cualidades físicas y espirituales que distingue a una nación de otra”{8}.
Bauer sabe, naturalmente, que el carácter nacional no se cae del cielo; por eso añade:
“El carácter de los hombres no se determina sino por sus destinos”, por donde… “la nación no es más que la comunidad de destinos”, determinada a su vez por “las condiciones en que los hombres producen los medios para su vida y distribuyen los productos de su trabajo”{9}.
De este modo, llegamos a la definición más “completa”, según la expresión de Bauer, de la nación.
“Nación es el conjunto de hombres unidos en una comunidad de carácter sobre la base de una comunidad de destinos”{10}.
Así, pues, una comunidad de carácter nacional sobre la base de una comunidad de destinos, al margen de todo obligatorio vínculo con una comunidad de territorio, de lengua y de vida económica.
Pero, en este caso, ¿qué queda en pie de la nación? ¿De qué comunidad nacional puede hablarse respecto a hombres separados económicamente unos de otros, que viven en territorios diferentes y que hablan, de generación en generación, idiomas distintos?
Bauer habla de los judíos como de una nación, aunque “no tenga ningún idioma común”{11}; pero, ¿qué “comunidad de destinos” y qué vínculos nacionales pueden mediar, por ejemplo, entre los judíos georgianos, daguestanos, rusos y norteamericanos, completamente desligados los unos de los otros, que viven en diferentes territorios y hablan distintos idiomas?
Indudablemente, los mencionados judíos viven una vida económica y política común con los georgianos, los daguestanos, los rusos y los norteamericanos, en una atmósfera cultural común con ellos, y esto no puede por menos de imprimir un sello a su carácter nacional. Y si en ellos queda algo de común, es la religión, el origen común y algunos vestigios de carácter nacional. Todo esto es indudable. Pero, ¿cómo se puede sostener seriamente que unos ritos religiosos fosilizados y unos vestigios psicológicos que van esfumándose influyen en los “destinos” de los mencionados judíos con más fuerza que el medio económico-social y cultural viviente que los rodea? Pues sólo partiendo de este supuesto se puede hablar, en general, de los judíos como de una sola nación.
¿En qué se distingue, entonces, la nación de Bauer de ese “espíritu nacional” místico y que se basta a sí mismo, de los espiritualistas?
Bauer establece una barrera infranqueable entre el “rasgo distintivo” de la nación (el carácter nacional) y las “condiciones” de su vida, separando el uno de las otras. Pero, ¿qué es el carácter nacional sino el reflejo de las condiciones de vida, la cristalización de las impresiones derivadas del medio circundante? ¿Cómo es posible limitarse a no ver más que el carácter nacional, aislándolo y separándolo del terreno en que brota?
En efecto, ¿qué era lo que distinguía a la nación inglesa de la norteamericana, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, cuando la América del Norte se llamaba todavía la “Nueva Inglaterra”?
No era, por cierto, el carácter nacional, pues los norteamericanos eran oriundos de Inglaterra y habían llevado consigo a América, además de la lengua inglesa, el carácter nacional inglés y, naturalmente, no podían perderlo tan pronto, aunque, bajo la influencia de las nuevas condiciones, hubiera de desarrollarse en ellos su propio carácter. Y, sin embargo, pese a la mayor o menor comunidad de carácter, ya entonces formaban una nación aparte de Inglaterra. Evidentemente, la “Nueva Inglaterra”, como nación, no se diferenciaba entonces de Inglaterra, como nación, por su especial carácter nacional, o no se diferenciaba tanto por su carácter nacional como por el medio, por las condiciones de vida, distintas de las de Inglaterra.
Es, pues, claro que no existe, en realidad, ningún signo distintivo único de la nación. Existe sólo una suma de signos distintivos, de los cuales, comparando unas naciones con otras, se destacan con mayor relieve éste (el carácter nacional), aquél (el idioma) o el otro (el territorio, las condiciones económicas). La nación representa la combinación de todos estos signos distintivos, tomados en conjunto.
El punto de vista de Bauer, al identificar la nación con el carácter nacional, separa a la nación del terreno en que se asienta y la convierte en una fuerza invisible, que se basta a sí misma. El resultado no es una nación viva y real, sino algo místico, inaprehensible y sobrenatural. Pues, repito, ¿qué nación judía es esa, compuesta por los judíos rusos, los norteamericanos y demás judíos, que no se comprenden unos a otros (pues hablan idiomas distintos), que viven en distintas partes del planeta, que no se ven jamás unos a otros, ni actúan conjuntamente, ni en tiempos de paz ni en tiempos de guerra? No, no es para estas “naciones” que sólo existen sobre el papel, para quienes la socialdemocracia establece su programa nacional. La socialdemocracia sólo tiene por qué tener en cuenta las naciones reales, que actúan y se mueven y, por tanto, obligan a ser tenidas en cuenta.
Bauer, evidentemente, confunde la nación, que es una categoría histórica, con la raza, que es una categoría etnográfica.
Por lo demás, el propio Bauer se da cuenta, a lo que parece, de la endeblez de su posición. Después de presentar decididamente al comienzo de su libro a los judíos como nación{12}, al final del libro Bauer se corrige, afirmando que “la sociedad capitalista no les permite, en absoluto (a los judíos), conservarse como nación”{13}, y los asimila a otras naciones. La razón reside, al parecer, en que “los judíos no poseen un territorio cerrado de colonización”{14}, mientras que los checos, por ejemplo, que según Bauer deben conservarse como nación, tienen ese territorio. En una palabra: la causa está en la ausencia de territorio.
Argumentando así, Bauer quería demostrar que la autonomía nacional no puede ser una reivindicación de los obreros judíos{15}, pero al mismo tiempo refuta imprevistamente su propia teoría, que niega la comunidad de territorio como uno de los signos distintivos de la nación.
Pero Bauer va todavía más allá. Al comienzo de su libro declara resueltamente que “los judíos no tienen ningún idioma común y sin embargo forman una nación”{16}. Y apenas ha llegado a la página 130, cuando cambia de frente, declarando no menos resueltamente: “es indudable que no es posible que exista una nación sin un idioma común”{17}. (Subrayado por nosotros.)
Aquí Bauer quería demostrar que “el idioma es el instrumento más importante del intercambio humano”{18}, pero al mismo tiempo demuestra algo que no se propone demostrar, a saber: la insostenibilidad de su propia teoría de la nación, que niega la importancia de la comunidad de idioma.
Así se refuta a sí misma esta teoría, hilvanada con hilos idealistas.
II
El movimiento nacional
La nación no es solamente una categoría histórica, sino una categoría histórica de una determinada época, de la época del capitalismo ascensional. El proceso de liquidación del feudalismo y de desarrollo del capitalismo es, al mismo tiempo, el proceso de la agrupación de los hombres en naciones. Así ocurren las cosas, por ejemplo, en la Europa occidental. Los ingleses, los franceses, los alemanes, los italianos, &c., se agrupan en naciones bajo la cruzada triunfal del capitalismo victorioso sobre la desmembración feudal.
Pero allí, la formación de naciones representaba al mismo tiempo su conversión en Estados nacionales independientes. Las naciones inglesa, francesa, &c., son, al mismo tiempo, los Estados inglés, &c. El caso de Irlanda, que queda al margen de este proceso, no hace cambiar el cuadro general.
En la Europa oriental, las cosas ocurren de un modo algo distinto. Mientras que en el occidente las naciones se desarrollan en forma de Estados, en el oriente se crean Estados multinacionales, Estados formados por varias nacionalidades. Tal es el caso de Austria-Hungría, de Rusia. En Austria, los más desarrollados en sentido político resultaron ser los alemanes, y ellos fueron los que asumieron la tarea de unificar las nacionalidades austríacas en un Estado. En Hungría, los más aptos para la organización estatal resultaron ser los magiares –la medula de las nacionalidades húngaras– y ellos fueron los que unificaron Hungría. En Rusia, asumieron el papel de unificadores de las nacionalidades los grandes rusos, a cuyo frente estaba una burocracia aristocrática y militar históricamente formada, potente y bien organizada.
Así ocurrieron las cosas en el oriente.
Este método peculiar de formación de Estados sólo puede tener lugar bajo las condiciones de un feudalismo todavía no liquidado, bajo las condiciones de un capitalismo débilmente desarrollado, en que las nacionalidades relegadas a segundo plano no habían conseguido todavía consolidarse económicamente para formar naciones completas.
Pero el capitalismo comienza a desarrollarse también en los Estados orientales. Se desarrollan el comercio y las vías de comunicación. Surgen grandes ciudades. Las naciones se consolidan económicamente. Irrumpiendo en la vida apacible de las nacionalidades rezagadas, el capitalismo las hace agitarse y las pone en movimiento. El desarrollo de la prensa y del teatro, la actuación del Reichsrat (en Austria) y de la Duma (en Rusia), contribuyen a reforzar los “sentimientos nacionales”. Los intelectuales que habían brotado estaban imbuidos por la “idea nacional” y actuaban en la misma dirección…
Pero las naciones rezagadas que despiertan a una vida propia ya no se estructuran en Estados nacionales independientes: tropiezan en su camino con la poderosísima resistencia que les oponen las capas dirigentes de las naciones dominantes, las cuales se hallan desde hace ya largo tiempo a la cabeza del Estado. ¡Han llegado tarde!…
Así se estructuraron como nación los checos, los polacos, &c., en Austria; los croatas, &c., en Hungría; los letones, lituanos, ucranianos, georgianos, armenios, &c., en Rusia. Y así, lo que en la Europa occidental era una excepción (Irlanda), se convierte en regla en el Oriente.
En el occidente, Irlanda contestó a su situación excepcional con un movimiento nacional. En el oriente, las naciones que habían despertado tenían que hacer lo mismo.
Así se dispusieron las circunstancias que empujaron a la lucha a las jóvenes naciones de la Europa oriental.
La lucha comenzó y se extendió, en rigor, no entre las naciones en su totalidad, sino entre las clases gobernantes de las naciones dominantes, bien por la pequeña burguesía de las ciudades de la nación oprimida contra la gran burguesía de la nación dominante (checos y alemanes), bien por la burguesía rural de la nación oprimida contra los terratenientes de la nación opresora (ucranianos en Polonia), bien por toda la burguesía “nacional” de las naciones oprimidas contra la nobleza gobernante de la nación dominante (Polonia, Lituania y Ucrania, en Rusia).
La burguesía es el principal personaje en acción.
El problema fundamental para la joven burguesía es el mercado. Dar salida a sus mercancías y salir vencedora en su competencia con la burguesía de otra nacionalidad: he ahí su objetivo. De aquí su deseo de asegurarse “su” mercado, el de “su país”. El mercado es la primera escuela en que la burguesía aprende su nacionalismo.
Pero, generalmente, la cosa no se limita al mercado. En la lucha se mezcla la burocracia semifeudal-semiburguesa de la nación dominante, con sus métodos de “detener y retener”. La burguesía de la nación dominante –siendo indiferente que se trate de la grande o de la pequeña burguesía– obtiene la posibilidad de ajustarle las cuentas “más rápida” y “más resueltamente” a su competidor. Las “fuerzas” se unifican, y comienza toda una serie de medidas restrictivas contra la burguesía “extraña”, medidas que se convierten en represión. La lucha se desplaza de la esfera económica a la esfera política. Limitación de la libertad de movimientos, persecución, contra el idioma, limitación de los derechos electorales, reducción de escuelas, persecuciones religiosas, &c., se amontonan sobre la cabeza del “competidor”. Naturalmente, estas medidas no sirven solamente a los intereses de las clases burguesas de la nación dominante, sino también, de un modo específico, a los objetivos de casta, por decirlo así, de la burocracia gobernante. Pero, desde el punto de vista de los resultados, esto es absolutamente igual: las clases burguesas y la burocracia se dan la mano, en este caso, ya se trate de Austria-Hungría o de Rusia.
La burguesía de la nación oprimida, que se ve perseguida por todas partes, entra, naturalmente, en movimiento. Apela a “los de abajo de su país” y comienza a gritar acerca de la “patria”, queriendo hacer pasar su propia causa por la causa de todo el pueblo. Se recluta un ejército entre sus “compatriotas” en interés… de la “patria”. Y “los de abajo” no permanecen siempre sordos a sus llamadas, se agrupan en torno a su bandera: la represión de arriba les afecta también a ellos, provoca en ellos el desconcierto.
Así comienza el movimiento nacional.
La fuerza del movimiento nacional se determina por la medida en que participan en él las extensas capas de la nación, el proletariado y los campesinos.
El que el proletariado se coloque bajo la bandera del nacionalismo burgués, depende del grado de desarrollo de las contradicciones de clase, del grado de conciencia y de organización del proletariado. El proletariado consciente tiene su propia bandera, ya probada, y no necesita marchar bajo la bandera de la burguesía.
En cuanto a los campesinos, su participación en el movimiento nacional depende ante todo del carácter de la represión. Si la represión afecta a los intereses de la “tierra”, como ocurría en Irlanda, extensas masas campesinas se colocarán inmediatamente bajo la bandera del movimiento nacional.
De otra parte, si en Georgia, por ejemplo, no hay un nacionalismo antirruso más o menos serio, es sobre todo porque allí no hay terratenientes rusos ni una gran burguesía rusa que pudieran alimentar este nacionalismo en las masas. En Georgia hay un nacionalismo antiarmenio, y es porque allí existe todavía una gran burguesía armenia, que, al asestar sus golpes contra la pequeña burguesía georgiana, todavía no consolidada, empuja a ésta al nacionalismo antiarmenio.
Con sujeción a estos factores, el movimiento nacional o asume un carácter de masas, creciendo más y más (Irlanda, Galitzia) o se convierte en una serie de pequeñas colisiones, que degeneran en escándalos y en “peleas” por cuestión de rótulos (como en algunos pueblos de la Bohemia).
El contenido del movimiento nacional no puede, naturalmente, ser el mismo en todas partes: se determina íntegramente por las distintas reivindicaciones presentadas por el movimiento. En Irlanda, este movimiento tiene un carácter agrario; en Bohemia, gira en torno al “idioma”; en unos sitios, reclaman igualdad de derechos ciudadanos y libertad religiosa, en otros sitios “sus propios” funcionarios o su propio parlamento. En las diversas reivindicaciones se traslucen no pocas veces los diversos rasgos que caracterizan a una nación en general (el idioma, el territorio, &c.). Merece notarse que no se encuentra en parte alguna la reivindicación sobre el “carácter nacional” de Bauer, que lo abarca todo. Y es lógico: de por sí, el “carácter nacional” es inaprehensible, y, como observa acertadamente I. Strasser{19}, con él no puede hacerse nada, en política.
Tales son, en general, las formas y el carácter del movimiento nacional.
Por lo expuesto se ve claro que, bajo las condiciones del capitalismo ascensional, la lucha nacional es la lucha de las clases burguesas entre sí. A veces, la burguesía consigue arrastrar al movimiento nacional al proletariado, y entonces la lucha nacional reviste al exterior carácter “popular”, pero sólo al exterior. Por su esencia, esta lucha sigue siendo y es siempre una lucha burguesa y grata principalmente para la burguesía.
Pero de aquí no se desprende, ni mucho menos, que el proletariado no deba luchar contra la política de opresión de las nacionalidades.
La limitación de la libertad de movimientos, la privación de derechos electorales, la persecución contra el idioma, la reducción de escuelas y demás represiones, afectan a los obreros en grado no menor, si es que no mayor, que a la burguesía. Esta situación no puede por menos de frenar la causa del libre desarrollo de las fuerzas espirituales del proletariado de las naciones sometidas. No se puede hablar seriamente del pleno desarrollo de las facultades espirituales del obrero tártaro o judío, cuando no se le permite servirse de su lengua natal en las asambleas o en las conferencias y cuando se le cierran las escuelas.
Pero la política de la represión nacional es también peligrosa en otro aspecto para la causa del proletariado. Esta política desvía la atención de extensas capas de los problemas sociales, de los problemas de la lucha de clases, hacia los problemas nacionales, hacia los problemas “comunes” al proletariado y a la burguesía. Y esto crea un terreno favorable para las prédicas, para las mentiras sobre la “armonía de intereses”, para velar los intereses de clase del proletariado, para el esclavizamiento espiritual de los obreros. De este modo, se levanta una barrera seria ante la causa de la unificación de los obreros de todas las nacionalidades. Si hasta hoy una parte considerable de los obreros polacos se mantiene bajo la esclavitud espiritual de los nacionalistas burgueses, si hasta hoy se mantiene al margen del movimiento obrero internacional, es, principalmente, porque la inmemorial política antipolaca de los “detentadores del Poder” sienta las bases para este esclavizamiento y entorpece la liberación de los obreros de este esclavizamiento.
Pero la política de represión no se detiene aquí. Del “sistema” de opresión pasa no pocas veces al “sistema” de azuzar a unas naciones contra otras, al “sistema” de matanzas y pogromos. Naturalmente, éstos no son posibles siempre ni en todas partes, pero allí donde son posibles –bajo las condiciones de ausencia de las libertades elementales–, toman no pocas veces proporciones horrorosas, amenazando con ahogar en sangre y en lágrimas la causa de la cohesión de los obreros. El Cáucaso y la Rusia del Sur nos dan no pocos ejemplos de esto. “Divide y vencerás”: he ahí el objetivo de la política de azuzar a unas naciones contra otras. Y en la medida en que prospera, esta política representa un mal tremendo para el proletariado, una barrera formidable que se levanta ante la causa de la fusión de los obreros de todas las nacionalidades del Estado.
Los obreros están interesados en la obra de fundir a todos sus camaradas en un ejército internacional unido, en su rápida y definitiva liberación del esclavizamiento espiritual de la burguesía, en el pleno y libre desarrollo de las fuerzas espirituales de sus hermanos, cualquiera que sea la nación a que pertenezcan.
Por eso los obreros luchan y lucharán contra la política de opresión de las naciones en todas sus formas, desde las más sutiles hasta las más burdas, al igual que contra la política de azuzar a unas naciones contra otras bajo todas sus formas.
Por eso la socialdemocracia de todos los países proclama el derecho de autodeterminación de las naciones.
El derecho de autodeterminación significa que sólo la propia nación tiene derecho a determinar sus destinos, que nadie tiene derecho a inmiscuirse por la fuerza en la vida de una nación, a destruir sus escuelas y demás instituciones, a violar sus hábitos y costumbres, a perseguir su idioma, a menoscabar sus derechos.
Esto no significa, naturalmente, que la socialdemocracia vaya a apoyar todos y cada uno de los hábitos e instituciones de una nación. Luchando contra la violencia sobre las naciones, sólo defenderá el derecho de la nación a determinar por sí misma sus destinos, emprendiendo al mismo tiempo campañas de agitación contra los hábitos y las instituciones dañosos de esta nación, para dar a las capas trabajadoras de la nación de que se trate la posibilidad de liberarse de ellos.
El derecho de autodeterminación significa que la nación puede organizarse conforme a sus deseos. Tiene derecho a organizar su vida sobre los principios de la autonomía. Tiene derecho a entrar en relaciones federativas con otras naciones. Tiene derecho a separarse por completo. La nación es soberana y todas las naciones son iguales en derechos.
Esto, naturalmente, no significa que la socialdemocracia vaya a defender todas las reivindicaciones de una nación, sean cuales fueren. La nación tiene derecho incluso a volver al viejo orden de cosas, pero esto no significa que la socialdemocracia haya de suscribir este acuerdo de tal o cual institución de una nación dada. Los deberes de la socialdemocracia, que defiende los intereses del proletariado, y los derechos de la nación, integrada por diversas clases, son dos cosas distintas.
Luchando por el derecho de autodeterminación de las naciones, la socialdemocracia se propone como objetivo poner fin a la política de opresión de las naciones, hacer imposible esta política y, con ello, minar las bases de la lucha entre las naciones, embotar esta lucha, reducirla al mínimum.
Esto distingue esencialmente la política del proletariado consciente, de la política de la burguesía, que se esfuerza por ahondar y fomentar la lucha nacional, por prolongar y agudizar el movimiento nacional.
Por esto precisamente el proletariado consciente no puede colocarse bajo la bandera “nacional” de la burguesía.
Por esto precisamente la llamada política “de evolución nacional”, propuesta por Bauer, no puede convertirse en la política del proletariado. El intento de Bauer de identificar su política “de evolución nacional” con la política “de la clase obrera moderna”{20} es el intento de acoplar la lucha de clases de los obreros a la lucha de las naciones.
Los destinos del movimiento nacional, que es en sustancia un movimiento burgués, van naturalmente vinculados a los destinos de la burguesía. El ocaso final del movimiento nacional sólo es posible con el ocaso de la burguesía. Sólo cuando reine el socialismo se podrá instaurar la paz completa. Lo que sí es posible, incluso dentro de los marcos del capitalismo, es reducir al mínimum la lucha nacional, minarla en su raíz, hacerla lo más inofensiva posible para el proletariado. Así lo atestiguan, aunque sólo sean los ejemplos de Suiza y Norteamérica. Para ello, es necesario democratizar el país y dar a las naciones la posibilidad de desarrollarse libremente.
III
Planteamiento del problema
La nación tiene derecho a determinar libremente sus destinos. Tiene derecho a organizarse como le plazca, siempre y cuando, naturalmente, que no entorpezca los derechos de otras naciones. Esto es indiscutible.
Pero, ¿cómo, concretamente, debe organizarse, qué formas debe revestir su futura Constitución, si se toman en consideración los intereses de la mayoría de la nación, y ante todo los del proletariado?
La nación tiene derecho a organizarse autónomamente. Tiene derecho incluso a la separación. Pero esto no significa que deba hacer esto bajo cualesquiera condiciones, que la autonomía o la separación sean siempre y en todas partes ventajosas para la nación, es decir, para la mayoría de ella, o sea para las capas trabajadoras. Los tártaros de la Transcaucasia, como nación, podrán reunirse, digamos en su Dieta, y, sometiéndose a la influencia de su beys y mullahs, restaurar en su país el viejo orden de cosas, decidir su separación del Estado. Según el sentido del punto sobre la autodeterminación, tienen perfecto derecho a hacerlo. Pero, ¿iría esto en interés de las capas trabajadoras de la nación tártara? ¿Podrían los socialdemócratas contemplar indiferentes cómo los beys y los mullahs arrastraban consigo a la nación en punto a la solución del problema nacional? ¿No debería la socialdemocracia inmiscuirse en el asunto e influir sobre la voluntad de la nación en un determinado sentido? ¿No debería presentar un plan concreto de solución del problema, más ventajoso para las masas tártaras?
Pero, ¿qué solución sería la más compatible con los intereses de las masas trabajadoras? ¿La autonomía, la federación o la separación?
Son todos problemas cuya solución depende de las circunstancias históricas concretas que rodeen a la nación de que se trate.
Más aún, las circunstancias, como todo, cambian, y una solución acertada para un momento dado puede resultar completamente inaceptable para otro momento.
A mediados del siglo XIX, Marx era partidario de la separación de la Polonia rusa, y con razón, pues entonces se planteaba el problema de liberar una cultura elevada de otra cultura inferior que la destruía. Y por aquel entonces el problema no se planteaba solamente en teoría, de un modo académico, sino en la práctica, en la realidad misma…
A fines del siglo XIX, los marxistas polacos se manifiestan ya en contra de la separación de Polonia, y también ellos tienen razón, pues en los últimos cincuenta años se habían operado cambios profundos en la aproximación económica y cultural entre Rusia y Polonia. Además, durante este tiempo, el problema de la separación dejó de ser un problema práctico para convertirse en un tema de discusiones académicas, que apenas interesaba a nadie más que a los intelectuales extranjeros. Esto no excluye, naturalmente, la posibilidad de ciertas coyunturas interiores y exteriores bajo las cuales el problema de la separación de Polonia pueda adquirir de nuevo actualidad.
De esto se desprende que la solución del problema nacional sólo es posible en relación con las condiciones históricas, enfocadas en su desarrollo.
Las condiciones económicas, políticas y culturales que rodean a una nación dada: he aquí la única clave para la solución del problema de cómo debe organizarse, concretamente, tal o cual nación, qué formas debe revestir su futura Constitución. Además, puede ocurrir, que cada nación exija su propia solución del problema. Si hay algún terreno en que sea necesario plantear el problema dialécticamente, es precisamente aquí, en la cuestión nacional.
En virtud de esto, debemos declararnos decididamente contrarios de un método, muy extendido, pero muy informe, de “resolver” el problema nacional, que tiene sus orígenes en el Bund. Nos referimos al fácil método de remitirse a la socialdemocracia austríaca y yugoeslava{21}, que se supone ha resuelto ya el problema nacional y de la que los socialdemócratas rusos deben limitarse a tomar prestada su solución. Se parte del supuesto de que todo lo que es acertado, digamos, para Austria, lo es también para Rusia. Se pierde de vista lo más importante y decisivo, en el caso de que se trata: las condiciones históricas concretas de Rusia en general y de la vida de cada nación por separado dentro de las fronteras de Rusia en particular.
Escuchad, por ejemplo, al conocido bundista V. Kossovsky:
“Cuando en el IV Congreso del Bund (6) se enjuició el lado del principio del problema (se refiere al problema nacional, J. St.), la propuesta de uno de los miembros del congreso de resolver el problema inspirándose en la resolución del Partido socialdemócrata yugoeslavo encontró la aprobación general”{22}.
¡Y esto fue todo! Ni un análisis de la realidad rusa, ni una investigación de las condiciones de vida de los judíos en Rusia: ¡lo primero que se hizo fue tomar prestada la solución del partido socialdemócrata yugoeslavo, luego “aceptarla”, y luego “aprobarla por unanimidad”! Así plantean y “resuelven” los bundistas el problema nacional en Rusia.
Y sin embargo, Austria y Rusia representaban condiciones totalmente distintas. Así se explica por qué
“Naturalmente –dice Bauer– es difícil creer que la autonomía nacional haya de manifestarse como fruto de una gran decisión, de una acción decisiva y audaz. Austria marchará hacia la autonomía nacional paso a paso, por un proceso lento y doloroso, a través de una dura lucha, como resultado de la cual la legislación y la gobernación se encontrarán en un estado de parálisis crónica. No, el nuevo régimen jurídico constitucional no se creará por medio de un gran acto legislativo, sino de una multitud de leyes aisladas, promulgadas para territorios aislados y para comunidades aisladas”{23}.
Y lo mismo dice Springer:
“Sé muy bien –escribe Springer– que las instituciones de este género (los órganos de la autonomía nacional, J. St.) no se crearán en un año ni en diez. Solamente la reorganización de la administración prusiana exigió largo tiempo… Los prusianos necesitaron dos décadas para establecer definitivamente sus instituciones administrativas fundamentales. Por eso, nadie debe pensar que yo ignoro cuánto tiempo y cuántas dificultades le costará a Austria”{24}.
Todo esto es muy claro, pero, ¿es que los marxistas rusos pueden no vincular el problema nacional con “acciones decididas y audaces”? ¿Pueden ellos contar con reformas parciales, con una “multitud de leyes aisladas”, como medio para conquistar la “libertad de las nacionalidades”? Y si no pueden ni deben hacer esto, ¿no se deduce claramente de aquí que los métodos de lucha y las perspectivas de los austríacos y los rusos son completamente distintos? ¿Cómo, en esta situación, es posible limitarse a la autonomía nacional unilateral y a medias de los austríacos? Una de dos: o los partidarios de que se tome la solución prestada no cuentan con “acciones decididas y audaces” o cuentan con ellas, pero “no saben lo que hacen”.
Finalmente, Rusia y Austria se hallan ante tareas inmediatas completamente distintas, razón por la cual los métodos de solución del problema nacional dictados por ellas tienen que ser también completamente distintos. Austria vive bajo las condiciones del parlamentarismo; sin parlamento, en las condiciones actuales, no sería posible el desarrollo de aquel país. Pero, en Austria la vida parlamentaria y la legislación se paralizan completamente no pocas veces a causa de los choques agudos entre los partidos nacionales. Así se explica también la crisis política crónica que desde hace largo tiempo padece Austria. Esto hace que el problema nacional sea allí el eje de la vida política, el problema vital. No es sorprendente, por esto, que los políticos socialdemócratas austríacos se esfuercen en resolver ante todo, de un modo o de otro, el problema de los choques nacionales; por resolverlo, naturalmente, sobre la base del parlamentarismo existente, por los métodos parlamentarios…
No ocurre así en Rusia. En primer lugar, en Rusia “no hay, gracias a Dios, parlamento” (8). En segundo –y esto es lo fundamental– el eje de la vida política de Rusia no es el problema nacional, sino el problema agrario. Por eso, los destinos del problema ruso, y por consiguiente también la “liberación” de las naciones, están vinculados en Rusia a la solución del problema agrario, es decir, a la destrucción de los vestigios de la servidumbre de la gleba, o sea a la democratización del país. Así se explica también por qué en Rusia el problema nacional no se presenta como un problema independiente y decisivo, sino como parte del problema general y más importante de la emancipación del país.
“La esterilidad del parlamento austríaco –escribe Springer– se debe única y exclusivamente al hecho de que cada reforma engendra dentro de los partidos nacionales contradicciones que destruyen su cohesión, razón por la cual los jefes de los partidos rehúyen cuidadosamente todo lo que huela a reforma. En Austria, el progreso sólo es concebible, en general, en el caso de que a las naciones se les concedan posiciones legales imprescriptibles, que les releven de la necesidad de mantener en el parlamento destacamentos de lucha permanentes y les den la posibilidad de entregarse a la solución de los problemas económicos y sociales”{25}.
Y lo mismo dice Bauer:
“La paz nacional es necesaria ante todo para el Estado. El Estado no puede en modo alguno permitir que la legislación se paralice por una estúpida cuestión de idioma, por la más leve querella entre gentes excitadas en cualquier sitio de la frontera nacional, por cada nueva escuela”{26}.
Todo esto es comprensible. Pero no menos comprensible es que en Rusia el problema nacional está situado en un plano completamente distinto. En Rusia no es el problema nacional, sino el problema agrario el que decide los destinos del progreso; el problema nacional es un problema subordinado.
Tenemos, pues, un distinto planteamiento del problema, distintas perspectivas y distintos métodos de lucha, distintas tareas inmediatas. ¿Acaso no es evidente que, en esta situación, sólo hombres librescos, que quieren “resolver” el problema nacional fuera del espacio y del tiempo, pueden tomar ejemplo de Austria e ir a tomar prestado su programa?
Repito: condiciones históricas concretas como punto de partida y planteamiento dialéctico del problema como único planteamiento exacto: he aquí la clave para la solución del problema nacional.
IV
La autonomía nacional
Más arriba hemos hablado del lado formal del programa nacional austríaco, de los fundamentos metodológicos, en virtud de los cuales los marxistas rusos no pueden limitarse simplemente a tomar ejemplo de los socialdemócratas austríacos y hacer suyo su programa.
Hablemos ahora del programa mismo, en su aspecto sustancial.
Así, pues, ¿cuál es el programa nacional de los socialdemócratas austriacos?
Este programa se expresa en dos palabras: autonomía nacional.
Esto significa, en primer lugar, que la autonomía no se concede, digamos, a Chequia o a Polonia, habitados principalmente por checos o polacos, sino a los checos y polacos en general, independientemente del territorio y sea cual fuere la localidad de Austria en que habiten. .
Por la razón de que esta autonomía se denomina nacional y no territorial.
Significa, en segundo lugar, que los checos, polacos, alemanes, &c., diseminados por los distintos confines de Austria, considerados individualmente, como personas individuales, se organizan en un conjunto nacional y entran, como tales, a formar parte del Estado austríaco. Y así, Austria representaría no una nación de territorios autónomos, sino una unión de nacionalidades autónomas, constituidas independientemente del territorio.
Significa, en tercer lugar, que las instituciones de tipo nacional que habrían de ser creadas con estos fines para los polacos, los checos, &c., no regentarían asuntos “políticos”, sino solamente asuntos “culturales”. Los asuntos específicamente políticos se concentrarían en el parlamento (Reichsrat) de toda Austria.
Por eso esta autonomía se denomina además cultural, nacional-cultural.
He aquí ahora el texto del programa aprobado por la socialdemocracia austríaca en el Congreso de Brünn de 1899{27}.
Refiriéndose al hecho de que “la disensión nacional, en Austria, impide todo progreso político”, de que “la solución definitiva del problema nacional… es, ante todo, una necesidad cultural” y que esta solución definitiva “sólo es posible en una sociedad auténticamente democrática, construida sobre la base del sufragio universal, igual y directo”, el programa continúa:
“La conservación y el desarrollo de las peculiaridades nacionales”{28} de los pueblos de pueblos de Austria sólo es posible sobre la base de derechos iguales y evitando toda opresión. Por donde lo primero que hay que rechazar es todo el centralismo burocrático del Estado y los privilegios feudales de algunas provincias.
Bajo estas condiciones y solamente bajo estas condiciones, será posible establecer en Austria el orden nacional en vez de la disensión nacional; a saber, sobre la base de los principios siguientes:
1. Austria debe ser transformada en un Estado que represente una federación democrática de nacionalidades.
2. Los territorios históricos de la Corona deberán ser sustituidos por corporaciones autónomas nacionales delimitadas, en cada una de las cuales la legislación y la administración deberán confiarse a parlamentos nacionales, elegidos sobre la base del sufragio universal, igual y directo.
3. Todas las regiones autónomas de la misma nación deberán formar en conjunto una unión nacional única, que deberá manejar sus negocios nacionales sobre una base absolutamente autónoma.
4. Los derechos de las minorías nacionales deberán ser garantizadas por una ley especial aprobada por el Parlamento Imperial.
El programa termina con un llamamiento a la solidaridad de todas las naciones de Austria{29}.
No es difícil advertir que en este programa han quedado algunas huellas de “territorialismo”, pero en general este programa es la formulación de la autonomía nacional. No en vano Springer, el primer agitador de la autonomía nacional, lo acoge con entusiasmo{30}. Bauer lo comparte también, calificándolo de “victoria teórica”{31} de la autonomía nacional; únicamente, en interés de una mayor claridad, propone sustituir el punto 4 por una formulación más definida, que hable de la necesidad de “constituir la minoría nacional dentro de cada región autónoma como una corporación pública de tipo jurídico”, para regentar los asuntos de escuelas y otros asuntos culturales{32}.
Tal es el programa nacional de los socialdemócratas austriacos.
Examinemos sus fundamentos científicos.
Veamos cómo fundamenta la socialdemocracia austriaca la autonomía nacional, por la que aboga.
Dirijámonos a sus secuaces, a Springer y Bauer.
El punto de partida de la autonomía nacional es su concepto de la nación como una unión de personas, independientemente de todo territorio concreto.
“La nacionalidad –según Springer– no guarda la menor relación esencial con el territorio; la nación es una unión autónoma nacional de personas”{33}.
Bauer habla también de la nación como de una “comunidad personal” que “no presupone dominación exclusiva en ningún territorio determinado”{34}.
Pero las personas que componen una nación no siempre viven agrupadas en una masa coherente; frecuentemente, se dividen en grupos, y en esta forma se diseminan en organismos nacionales extraños. Es el capitalismo el que les acucia a ir a diversas regiones y ciudades a ganar un salario. Pero, al entrar en territorios nacionales extraños, formando en ellos la minoría, estos grupos tienen que sufrir bajo las mayorías nacionales del sitio en que residen, viendo perseguido su idioma, restringidas sus escuelas, &c. De aquí los choques nacionales. De aquí la “no conveniencia” de la autonomía territorial. La única salida a esta situación, a juicio de Springer y de Bauer, es organizar las minorías de una nacionalidad dada, dispersas por las diversas regiones del Estado, en una sola unión nacional, general, común a todas las clases. Sólo esta unión podría defender, a juicio de ellos, los intereses culturales de las minorías nacionales, sólo ella sería capaz de poner fin a las discordias nacionales.
“De aquí la necesidad –dice Springer– de organizar acertadamente las nacionalidades, de investirlas con derechos y responsabilidades{35},… Por supuesto, una ley se promulga fácilmente, pero ¿tendrá la eficacia que de ella se espera?… Si queréis dar una ley para las naciones, lo primero que tenéis que hacer es crear estas naciones{36}… A menos que se constituyan las nacionalidades, será imposible estatuir derechos nacionales y eliminar las disensiones nacionales”{37}.
Este mismo espíritu es el que inspira a Bauer cuando destaca como una “reivindicación de la clase obrera” el que “las minorías deben ser constituidas como corporaciones públicas de tipo jurídico, basadas sobre el principio personal”{38}.
Pero, ¿cómo han de organizarse las naciones? ¿Cómo ha de determinarse cuando un individuo pertenece a esta o a la otra nación?
“La nacionalidad –dice Springer– se determinará por medio de certificados; cada individuo domiciliado en una región dada, estará obligado a declarar a qué nacionalidad de la región pertenece”{39}.
“El principio personal –dice Bauer– presupone que la población se dividirá en nacionalidades…, sobre la base de la libre declaración de los ciudadanos adultos, para lo cual deberán organizarse también censos nacionales”{40}.
Y más adelante:
“Todos los alemanes domiciliados en distritos nacionalmente homogéneos y todos los alemanes de los distritos dobles inscritos en los censos nacionales, constituirán la nación alemana y elegirán un Consejo nacional{41}.
Otro tanto hay que decir de los checos, los polacos, &c.
“El Consejo nacional es –según Springer– el parlamento cultural de la nación, llamado a fijar los principios y aprobar los medios necesarios para velar por la educación nacional, la literatura, el arte y la ciencia nacionales, la organización de academias, museos, galerías, teatros, &c.”{42}.
Tales son las organizaciones de una nación y sus instituciones centrales.
Mediante la creación de estas instituciones comunes a todas las clases, el Partido socialdemócrata austríaco aspira, en opinión de Bauer, “a convertir la cultura nacional… en patrimonio de todo el pueblo, y es éste el único modo posible de fundir a todos los miembros de la nación en una comunidad cultural nacional{43}. (Subrayado por nosotros, J. St.)
Podría pensarse que todo esto guarda relación solamente con Austria. Pero Bauer no está conforme con esto. Afirma resueltamente que la autonomía nacional es también obligatoria para los demás Estados integrados como Austria por diferentes nacionalidades.
“El proletariado de todas las naciones opone –según Bauer– su reivindicación de la autonomía nacional de las clases poseedoras a la política de la conquista del Poder en los Estados multinacionales”{44}.
Y luego, sustituyendo imperceptiblemente la autonomía nacional por la autodeterminación de las naciones, prosigue:
“Y así, la autonomía nacional, la autodeterminación de las naciones, se convertirá necesariamente en el programa constitucional del proletariado de todas las naciones, dentro de los Estados multinacionales”{45}.
Pero Bauer va todavía más lejos. Está profundamente convencido de que las “uniones nacionales” comunes a todas las clases “constituidas” por él y por Springer habrán de servir de prototipo para la sociedad socialista del futuro. Pues sabe que “el régimen socialista de la sociedad… desmembrará a la humanidad en comunidades nacionalmente delimitadas”{46}, que bajo el socialismo se operará la “agrupación de la humanidad en sociedades nacionales autónomas”{47}, que “de este modo, la sociedad socialista presentará indudablemente un cuadro abigarrado de uniones nacionales de personas y de corporaciones territoriales{48} y que, consiguientemente: “el principio socialista de la nacionalidad es la suprema síntesis del principio nacional y de la autonomía nacional”{49}.
Creemos que basta.
Tal es la fundamentación de la autonomía nacional, en los trabajos de Bauer y Springer.
Ante todo, salta a la vista la sustitución absolutamente inexplicable y no justificada en modo alguno de la autodeterminación de las naciones por la autonomía nacional. Una de dos, o Bauer no sabe lo que es autodeterminación, o lo sabe y restringe deliberadamente, por la razón que sea, este concepto. Pues es indudable: a) que la autonomía nacional presupone la integridad de un Estado compuesto por varias nacionalidades, mientras que la autodeterminación trasciende del marco de esta integridad; b) que la autodeterminación da a la nación toda la plenitud de derechos, mientras que la autonomía nacional sólo le da derechos “culturales”. Esto, en primer lugar.
En segundo lugar, cabe perfectamente dentro de lo posible que en el futuro se dé una combinación tal de circunstancias interiores y exteriores, que tal o cual nacionalidad se decida a salirse del Estado de que forma parte con otras, digamos, por ejemplo, de Austria (¿acaso en el Congreso de Brünn los socialdemócratas rutenos no se declararon dispuestos a unir en un todo las “dos partes” de su pueblo?){50}. ¿Qué ocurriría, en un caso tal, con la autonomía nacional “inevitable para el proletariado de todas las naciones”?
¿Qué “solución” del problema es ésta, que encaja mecánicamente a las naciones en el lecho de Procusto de la integridad de un Estado?
Prosigamos. La autonomía nacional está en contradicción con todo el curso del desarrollo de las naciones. Da la consigna de organizar las naciones. Pero, ¿pueden las naciones soldarse artificialmente, si la realidad, si el desarrollo económico desgaja de ellas a grupos enteros y los dispersa por diversos territorios? No cabe duda de que en las primeras fases del capitalismo las naciones se sueldan. Pero asimismo es indudable que en las fases superiores del capitalismo comienza un proceso de dispersión de las naciones, un proceso que tiende a separar de las naciones a series enteras de grupos que salen a buscar un salario y que acaban asentándose totalmente en otros territorios del Estado. De este modo, los grupos que cambian de residencia, pierden los viejos vínculos y adquieren otros nuevos en los nuevos sitios, se asimilan de generación en generación nuevos hábitos y nuevos gustos, y tal vez también un nuevo idioma.
Y se pregunta: ¿es posible unificar en una unión nacional única a estos grupos, ya disociados unos de otros? ¿Dónde están los círculos mágicos que van a unir lo que no tiene unión? ¿Sería concebible “fundir en una nación”, por ejemplo, a los alemanes del Báltico y a los alemanes de la Transcaucasia? Y si todo esto es inconcebible e imposible, ¿en qué se distingue, en este caso, la autonomía nacional de la utopía de los viejos nacionalistas, que se esforzaban en volver atrás la rueda de la historia?
Pero la cohesión y la unidad de una nación no desaparecen solamente por efecto de las emigraciones. Desaparecen también por causas internas, por virtud de la agudización de la lucha de clases. En las primeras fases del capitalismo aún podía hablarse de la “comunidad cultural” del proletariado y la burguesía. Pero, con el desarrollo de la gran industria y con la agudización de la lucha de clases, esta “comunidad” comienza a desmoronarse. No es posible hablar seriamente de “comunidad cultural” en una nación, cuando los patronos y los obreros de esta nación han dejado de entenderse unos a otros. ¿De qué “comunidad de destinos” puede hablarse cuando la burguesía está sedienta de guerra y el proletariado declara “la guerra a la guerra”? ¿Se puede, con estos elementos contradictorios, organizar una sola unión nacional común a todas las clases? ¿Es posible, después de esto, hablar de la “cohesión de todos los individuos de la nación en una comunidad cultural nacional”?{51} ¿No se desprende claramente de aquí que la autonomía nacional contradice a toda la marcha de la lucha de clases?
Pero admitamos por un momento que la consigna de “¡organizad la nación!” sea una consigna viable. Todavía podría uno comprender a los parlamentarios nacionalistas burgueses, que se esfuerzan en “organizar” la nación con objeto de obtener un refuerzo de votos. Pero ¿desde cuándo los socialdemócratas se dedican a “organizar” naciones, a “constituir” naciones, a “crear” naciones?
¿Qué socialdemócratas son esos que, en una época de la más intensa agudización de la lucha de clases, se ponen a organizar uniones nacionales comunes a todas las clases? Hasta ahora, ante la socialdemocracia austríaca, como ante todas las demás, había una sola misión: organizar el proletariado. Pero, por lo visto, esta misión está “anticuada”. Ahora, Springer y Bauer señalan una misión “nueva”, más sugestiva: la de “crear”, “organizar” la nación.
Por lo demás, lógica obliga: quien adopte la autonomía nacional tiene que asumir también esta “nueva” misión, pero el asumir esta misión equivale a abandonar las posiciones de clase, a colocarse en la senda del nacionalismo.
La autonomía nacional de Springer y Bauer es una forma sutil del nacionalismo.
Y no es, ni mucho menos, una casualidad que el programa nacional de los socialdemócratas austríacos obligue a velar por “la conservación y el desarrollo de las peculiaridades nacionales de los pueblos”. ¡Fijaos bien en lo que significaría “conservar” “peculiaridades nacionales” de los tártaros de la Transcaucasia como la de la flagelación en la fiesta del “Shajsei-Vajsei” o “desarrollar” “peculiaridades nacionales” de los georgianos como el “derecho de venganza”!…
Este punto estaría muy en su lugar en un programa rabiosamente burgués-nacionalista, y si figura en el programa de los socialdemócratas austríacos, es porque la autonomía nacional tolera tales puntos y no está en contradicción con ellos.
Pero la autonomía nacional, inaceptable para la sociedad presente, lo es todavía más para la futura, para la sociedad socialista.
La profecía de Bauer sobre “la desmembración de la humanidad en comunidades nacionalmente delimitadas”{52} está refutada por toda la trayectoria de la humanidad moderna. Los tabiques nacionales, lejos de fortalecerse, se desmoronan y vienen a tierra.
Ya en la década del 40, Marx decía que el “aislamiento y los antagonismos de intereses entre los pueblos tienden a desvanecerse más y más cada día” y que “la dominación del proletariado los hará desvanecerse todavía más aprisa” (9). El desarrollo ulterior de la humanidad, con su crecimiento gigantesco de la producción capitalista, con su mescolanza de nacionalidades y su unificación de los individuos en “territorios cada vez más vastos, confirma resueltamente el pensamiento de Marx.
El deseo de Bauer de presentar la sociedad socialista bajo la forma de “un cuadro abigarrado de uniones nacionales personales y corporaciones territoriales”, es un tímido intento de suplantar la concepción marxista del socialismo por la concepción reformada de Bakunin. La historia del socialismo revela que cada uno de estos intentos lleva siempre en su seno los elementos de una bancarrota inevitable.
Y no hablemos del “principio socialista de la nacionalidad”, glorificado por Bauer y que es, a juicio nuestro, la suplantación del principio socialista de la lucha de clases por el principio burgués de la “nacionalidad”. Si la autonomía nacional arranca de un principio tan dudoso, necesario es reconocer que sólo daño puede inferir a la clase obrera.
Es cierto que este nacionalismo no se transparenta tanto, pues se enmascara hábilmente con frases socialistas; por eso es tanto más dañoso para el proletariado. Al nacionalismo franco siempre se le pueden ajustar las cuentas: éste no es difícil de descubrir. Es mucho más difícil luchar contra un nacionalismo enmascarado e inidentificado bajo su careta. Protegido con la coraza del socialismo, es menos vulnerable y más resistente. Viviendo entre los obreros, emponzoña la atmósfera, sembrando ideas dañinas de desconfianza mutua y de retraimiento entre los obreros de distintas nacionalidades.
Pero el daño que infiere la autonomía nacional no se reduce a esto. Prepara el terreno, no sólo al retraimiento de las naciones, sino también a la escisión del movimiento obrero. La idea de la autonomía nacional sienta las premisas psicológicas para la división del único partido obrero en diversos partidos, organizados por nacionalidades. Tras los partidos se fraccionan los sindicatos, y el resultado es un completo aislamiento. Y así, un movimiento único de clase se desparrama en distintos riachuelos nacionales aislados.
Austria, cuna de la “autonomía nacional”, nos proporciona los más deplorables ejemplos de este fenómeno. El Partido socialdemócrata austríaco, en otro tiempo unido, comenzó ya en 1897 (en el Congreso de Wimberg (10), a fraccionarse en distintos partidos separados. Después del Congreso de Brünn (1899), en que se aprobó la autonomía nacional, el fraccionamiento se acentuó todavía más. Por último, la cosa llegó hasta el punto de que, en vez de un único Partido internacional, hoy existen seis Partidos nacionales, uno de los cuales, el Partido socialdemócrata checo, no quiere incluso tener la menor relación con la socialdemocracia alemana.
Y con los Partidos están vinculados los sindicatos. En Austria, lo mismo en unos que en otros, la labor principal pesa sobre los mismos obreros socialdemócratas. Había, pues, razones para temer que el separatismo de los Partidos llevase al separatismo dentro de los Sindicatos, que éstos se fraccionasen también. Y así ha ocurrido, en efecto: los Sindicatos se han escindido también por nacionalidades. Y ahora, las cosas llegan no pocas veces hasta el punto de que los obreros checos rompan una huelga sostenida por los obreros alemanes o luchen en las elecciones municipales junto a la burguesía checa contra los obreros de nacionalidad alemana.
De lo expuesto se desprende que la autonomía nacional no resuelve el problema nacional. Lejos de ello, lo exacerba y lleva a él la confusión, creando el terreno favorable para escindir la unidad del movimiento obrero, para aislar a los obreros por nacionalidades, para acentuar los rozamientos entre ellos.
He ahí la cosecha de la autonomía nacional.
V
El Bund, su nacionalismo y su separatismo
Más arriba hemos dicho que Bauer, reconociendo que la autonomía nacional es necesaria para los checos, los polacos, &c., se declara no obstante contrario a esta autonomía para los judíos. A la pregunta de “¿debe la clase obrera reivindicar la autonomía para el pueblo judío”?, Bauer contesta que “la autonomía nacional no puede ser una reivindicación de los obreros judíos”{53}. La causa reside, a juicio de Bauer, en que “la sociedad capitalista no les permite (a los judíos, J. St.) conservarse como nación”{54}.
Resumiendo: la nación judía está dejando de existir; por tanto, no hay para quién reivindicar la autonomía nacional. Los judíos se van asimilando.
Esta opinión acerca de los destinos de los judíos como nación no es nueva. Marx la expresó ya en la década del 40{55} (11), refiriéndose, principalmente, a los judíos alemanes. Kautsky la repitió en 1903{56}, con referencia a los judíos rusos. Ahora la repite Bauer con relación a los judíos austríacos. Con la diferencia, sin embargo, de que él niega, no el presente, sino el futuro de la nación judía.
Bauer explica la imposibilidad de que los judíos se conserven como nación diciendo que “los judíos no tienen un territorio cerrado de colonización”{57}. Esta explicación, exacta en lo fundamental, no expresa, sin embargo, toda la verdad. La explicación primordial está en que los judíos no tienen una capa de población extensa y estable vinculada con la tierra, que sirva de un modo natural a la nación, no sólo de osamenta, sino también de mercado “nacional”. De los 5 o 6 millones de judíos rusos, sólo un 3 o 4 por ciento se hallan vinculados de un modo o de otro con la economía rural. El 96 por ciento restante viven del comercio, de la industria, trabajan en las instituciones urbanas y, en general, viven en las ciudades, y además diseminados por toda Rusia, sin que tengan mayoría ni en una sola provincia.
De este modo, incrustados como minorías nacionales en territorios de distinta nacionalidad, los judíos sirven principalmente a naciones “extrañas” como industriales y comerciantes, y como miembros de profesiones liberales, adaptándose naturalmente a las “naciones extrañas” en cuanto a idioma, &c. Todo esto, puesto en relación con la creciente mescolanza de las nacionalidades peculiar de las formas desarrolladas del capitalismo, conduce a la asimilación de los judíos. La abolición de los “barrios judíos” no puede por menos de acelerar este proceso.
En razón a esto, el problema de la autonomía nacional reviste, en lo que a los judíos rusos se refiere, un carácter un tanto curioso: se propone la autonomía para una nación cuyo futuro se niega y cuya existencia necesita todavía ser demostrada.
No obstante, el Bund se mantuvo en esta oposición curiosa y precaria, al adoptar en su VI Congreso (1905) (12) el “programa nacional” inspirado en el sentido de la autonomía nacional.
Dos circunstancias empujaron al Bund a dar este paso.
La primera circunstancia es la existencia del Bund como organización de los obreros socialdemócratas judíos y solamente judíos. Ya antes de 1897, los grupos socialdemócratas que trabajaban entre los obreros judíos se propusieron el objetivo de crear “una organización especial de obreros judíos”{58}. En 1897, crearon esta organización, unificándose en el Bund. Y esto ocurría en una época en que todavía la socialdemocracia rusa no existía, de hecho, como un todo. Desde entonces, el Bund creció y se extendió ininterrumpidamente, destacándose cada vez más sobre el fondo de los días grises de la socialdemocracia rusa… Pero, he aquí que viene la década del 90. Comienza el movimiento obrero de masas. Crece la socialdemocracia polaca y arrastra a la lucha de masas a los obreros judíos. Crece la socialdemocracia rusa y se atrae a los obreros “bundistas”. Los marcos nacionales del Bund, carentes de una base territorial, comienzan a hacerse estrechos. Ante el Bund se plantea el problema de disolverse en la ola internacional general o conservar su existencia independiente, como organización extraterritorial. Y el Bund opta por lo segundo.
Así se crea la “teoría” del Bund, como “único representante del proletariado judío”.
Pero, el justificar esta extraña “teoría” de un modo más o menos “simple” resultaba imposible. Era necesario encontrar un fondo “de principio”, una justificación “de principio”. La autonomía nacional resultó ser este fondo. Y el Bund echó mano de ella, tomándola prestada de la socialdemocracia austríaca. Si los austríacos no hubiesen tenido semejante programa, el Bund lo habría inventado, para justificar en el terreno de los “principios” su existencia independiente.
De este modo, después del tímido intento hecho en 1901 (IV Congreso), el Bund adopta definitivamente, en 1905 (VI Congreso), el “programa nacional”.
La segunda circunstancia es la situación especial de los judíos como minorías nacionales aisladas dentro de las regiones integradas con mayorías compactas de otras nacionalidades.
Ya hemos dicho que esta situación mina la existencia de los judíos como nación, los coloca en la senda de la asimilación. Subjetivamente, en las cabezas de los judíos, provoca una reacción y plantea el problema de cómo garantizar los derechos de la minoría nacional, de cómo garantizar a ésta contra la asimilación.
Predicando la vitalidad de la “nacionalidad” judía, el Bund no podía por menos de situarse en el punto de vista de las “garantías”.
Y, colocándose en esta posición, no podía por menos de adoptar la autonomía nacional. Pues si el Bund había de echar mano de una autonomía cualquiera, ésta no podía ser otra que la nacional, es decir, nacional-cultural: la carencia de un territorio definido e íntegro no permitía ni hablar, tratándose de los judíos, de una autonomía político-territorial.
Es característico que el Bund subrayase desde el primer momento el carácter de la autonomía nacional como garantía de los derechos de las minorías nacionales, como garantía del “libre desarrollo” de la nación. Y tampoco fue casual que el representante del Bund en el II Congreso de la socialdemocracia rusa, Goldblat, formulase la autonomía nacional como “institución que les garantiza (a las naciones, J. St.) la plena libertad del desarrollo cultural”{59}. Y con la misma proposición se presentaron a la fracción socialdemócrata de la VI Duma los defensores de las ideas del Bund…
Así fue cómo el Bund adoptó la curiosa posición de la autonomía nacional de los judíos.
Más arriba, hemos analizado la autonomía nacional en términos generales. Este análisis puso de manifiesto que la autonomía nacional conduce al nacionalismo. Más adelante, veremos que el Bund ha acabado por esto. Pero el Bund enfoca además la autonomía nacional en un aspecto especial, como garantía de los derechos de las minorías nacionales. Examinemos también el problema en este aspecto especial. Esto es tanto más necesario cuanto que el problema de las minorías nacionales –y no sólo las judías– encierra para la socialdemocracia una importancia grande.
Tenemos, pues, “instituciones que garantizan” a las naciones “la plena libertad de desarrollo cultural” (subrayado por nosotros, J. St.).
Pero, ¿qué “instituciones” son éstas “que garantizan”, &c.?
Es, ante todo, el “Consejo nacional” de Springer-Bauer, algo por estilo de una Dieta para asuntos culturales.
Pero, ¿pueden estas instituciones garantizar “la plena libertad del desarrollo cultural” de la nación? ¿Puede ninguna Dieta para instituciones culturales garantizar a las naciones contra las represiones nacionales?
El Bund entiende que sí pueden.
Pero la historia dice lo contrario.
En la Polonia rusa existió en algún tiempo una Dieta, una Dieta política, que, naturalmente, se esforzaba por garantizar la libertad del “desarrollo cultural” de los polacos, pero no sólo no lo conseguía, sino que –por el contrario– ella misma sucumbió en la lucha desigual contra las condiciones políticas generales imperantes en Rusia.
En Finlandia existe desde hace largo tiempo una Dieta, que también se esfuerza en defender a la nacionalidad finlandesa contra los “atentados”, pero sí puede hacer mucho en este sentido, es cosa que todo el mundo ve.
Naturalmente que no todas las Dietas son iguales, y con la Dieta democráticamente organizada de Finlandia no es tan fácil arreglárselas como con la Dieta aristocrática de los polacos. Pero lo decisivo no es, a pesar de todo, la misma Dieta, sino el orden general de cosas reinante en Rusia; si hoy existiese en Rusia un orden de cosas político-social tan toscamente asiático como en el pasado, en los años en que fue abolida la Dieta polaca, a la Dieta finlandesa le iría mucho peor. Aparte de esto, la política de “atentados” contra Finlandia va en aumento, y no se puede decir que esta política haya experimentado una derrota…
Y si así se presentan las cosas tratándose de instituciones antiguas, históricamente formadas, tratándose de Dietas políticas, menos han de poder garantizar el libre desarrollo de la nación, Dietas jóvenes, instituciones jóvenes, y además tan débiles como las Dietas “culturales”.
El asunto no está, evidentemente, en las “instituciones”, sino en el orden general de cosas imperante en el país. Si en el país no hay democratización, no habrá tampoco garantías para el “desarrollo cultural plenamente libre” de las nacionalidades. Con seguridad puede decirse que cuanto más democrático sea el país, menos “atentados” habrá contra la “libertad de las nacionalidades”, mayores serán las garantías contra esos “atentados”.
Rusia es un país semiasiático; por eso allí la política de los “atentados” reviste no pocas veces las formas más crudas, formas de pogromo; huelga decir que en Rusia las “garantías” han sido reducidas al mínimo.
Alemania es ya Europa, con una libertad política mayor o menor; no es de extrañar que allí la política de “atentados” no revista nunca formas de pogromo.
En Francia, naturalmente, hay todavía mayores “garantías”, ya que Francia es un país más democrático que Alemania.
Y no hablemos de Suiza, donde, gracias a su elevada, aunque burguesa, democracia, las nacionalidades viven libremente, siendo indiferente que representen una minoría o una mayoría.
El Bund está, pues, en un camino falso, al afirmar que las “instituciones” pueden de por sí garantizar el pleno desarrollo cultural de las nacionalidades.
Podrá observarse que el propio Bund considera la democratización de Rusia como condición previa para la “creación de estas instituciones” y para las garantías de libertad. Pero esto es falso. Por la “Memoria sobre la VIII Conferencia del Bund” (13), se ve que el Bund piensa conseguir estas “instituciones” sobre la base del actual orden de cosas vigente en Rusia, por medio de una “reforma” de la comunidad judía.
“La comunidad –dijo en esta Conferencia uno de los líderes del Bund– puede convertirse en la medula de la futura autonomía nacional-cultural. La autonomía nacional-cultural es la forma en que las naciones se sirven a sí mismas, la forma de satisfacer las necesidades nacionales. Bajo la forma de la comunidad se alberga este contenido. Son eslabones de la misma cadena, etapas de la misma evolución”{60}.
Partiendo de esto, la Conferencia acordó que era necesario luchar “por la reforma de la comunidad judía y por transformarla por la vía legislativa, en una institución propia”, democráticamente organizada{61} (subrayado por nosotros, J. St.).
Está claro que el Bund no considera como condición y garantía la democratización de Rusia, sino la futura “institución laica” de los judíos, que ha de obtenerse mediante la “reforma de la comunidad judía”, por la vía “legislativa”, digámoslo así, a través de la Duma.
Pero ya veíamos que, de por sí, sin la democratización del orden de cosas vigente en todo el Estado, las “instituciones” no pueden servir de “garantías”.
Ahora bien, ¿qué ocurrirá, a pesar de todo, bajo un futuro régimen democrático? No serán también necesarias, bajo el democratismo especiales “instituciones culturales que garanticen”, &c. ¿Cómo se presentan las cosas, a este respecto, en la democrática Suiza, por ejemplo? ¿Existen allí instituciones culturales específicas por el estilo del “Consejo nacional” de Springer? No, no existen. Pero, ¿no sufren por ello los intereses culturales de los italianos, por ejemplo, que constituyen una minoría? No se oye nada de esto. Y la cosa es lógica: la democracia, en Suiza, hace inútiles todas esas especiales “instituciones” culturales, que según se pretende “garantizan”, &c.
Por tanto, impotentes en cuanto al hoy e inútiles en cuanto al mañana: he ahí las instituciones de la autonomía nacional-cultural, he ahí la autonomía nacional.
Pero ésta resulta aún más perjudicial cuando se le impone a una “nación” cuya existencia y cuyo porvenir están en tela de juicio. En tales casos, los partidarios de la autonomía nacional están obligados a mantener y conservar todas las peculiaridades de la “nación”, no sólo las buenas, sino también las malas, sólo para “salvar a la nación” del peligro de ser asimilada, sólo para “preservarla”.
El Bund tenía que abrazar inminentemente este peligroso camino.
Y lo abrazó, efectivamente. Nos referimos a los conocidos acuerdos de las últimas Conferencias del Bund sobre la celebración del “sábado”, sobre el “yiddis”, &c.
La socialdemocracia postula el derecho a emplear el idioma natal para todas las naciones, pero el Bund, no contento con esto, exige que se mantengan “con especial insistencia” “los derechos del idioma judío” (subrayado por nosotros, J. St.){62}. El mismo Bund, en las elecciones a la VI Duma, da “preferencia a aquéllos (candidatos) que se obliguen a mantener los derechos del idioma judío”{63}.
No el derecho general a emplear el idioma natal, sino ¡el derecho particular a emplear el idioma judío, el yiddis! ¡Que los obreros de cada nacionalidad luchen ante todo por su propio idioma: los judíos por el judío, los georgianos por el georgiano, &c.! La lucha por los derechos comunes de todas las naciones es una cosa secundaria. Podéis incluso no reconocer el derecho a emplear el idioma natal por parte de todas las nacionalidades oprimidas, pero si reconocéis el derecho a emplear el yiddis, ya sabéis que el Bund os votará, que el Bund os da “preferencia”.
¿En qué se distingue, entonces, el Bund de los nacionalistas burgueses?
La socialdemocracia postula el establecimiento de un día obligatorio de descanso a la semana, pero el Bund, no contento con esto, exige que se “asegure al proletariado judío, por la vía legislativa, el derecho a celebrar el sábado, relevándole de la obligación de celebrar también otro día”{64}.
Es de esperar que el Bund dará un “paso adelante” y exigirá el derecho a celebrar todas las fiestas del viejo rito judío. Y si, para desgracia del Bund, los obreros judíos se han curado de prejuicios y no desean celebrar esas fiestas, el Bund, con su campaña de agitación por el “derecho del sábado”, les recordará el sábado, cultivará en ellos el “espíritu del sábado”, por decirlo así…
Por eso se comprenden perfectamente los “fogosos discursos” pronunciados en la VIII Conferencia del Bund pidiendo “hospitales judíos”, reivindicación ésta que se razonaba diciendo que “el enfermo se siente mejor entre los suyos”, que “el obrero judío se sentirá mal entre obreros polacos y se sentirá bien entre tenderos judíos”{65}.
Conservar todo lo judío, preservar todas las peculiaridades nacionales de los judíos, hasta las que se sabe de antemano que son perjudiciales para el proletariado, separar a los judíos de todo lo que no sea judío, hasta construir incluso hospitales especiales: ¡he ahí hasta dónde ha descendido el Bund!
Plejanof tenía una y mil veces razón al decir que “el Bund adapta el socialismo al nacionalismo” (14). Naturalmente, V. Kossovski y otros bundistas semejantes a él pueden censurar a Plejanof como “demagogo”{66} (15) –el papel lo aguanta todo–, pero, conociendo la actuación del Bund, no es difícil comprender que estas bravas gentes temen sencillamente decir la verdad acerca de sí mismos, escudándose detrás de grandes frases sobre la “demagogia”…
Pero, manteniéndose en tal posición ante el problema nacional, el Bund, naturalmente, tenía que abrazar también en materia de organización, la senda del aislamiento de los obreros judíos la senda de las curias nacionales dentro de la socialdemocracia. ¡Tal es, en efecto, la lógica de la autonomía nacional!
Y, en efecto, de la teoría de la única representación”, el Bund pasa a la teoría de la “demarcación nacional” de los obreros. El Bund exige de la socialdemocracia rusa que “introduzca en su estructura orgánica una demarcación por nacionalidades”{67}. Y de la “demarcación”, dando “un paso adelante” pasa a la teoría del “aislamiento”. No en vano en la VIII Conferencia del Bund resonaron discursos sosteniendo que “en el aislamiento es donde reside la existencia nacional”{68}.
El federalismo en la organización alberga en su seno los elementos de la desagregación y el separatismo. El Bund marcha hacia el separatismo.
Y en realidad, hacia ningún otro sitio puede marchar. Ya su misma existencia como organización extraterritorial le empuja a la senda del separatismo. El Bund no posee un territorio integro y definido; opera sobre “territorios extraños”, mientras que la socialdemocracia polaca, letona y rusa, que están en contacto con él, son colectividades internacional-territoriales. Pero esto hace que cada extensión de estas colectividades represente para el Bund una “pérdida“, una contracción de su campo de acción. Una de dos: o toda la socialdemocracia rusa debe reorganizarse sobre los principios del federalismo nacional, en cuyo caso el Bund obtiene la posibilidad de “asegurarse” el proletariado judío; o se mantiene en vigor el principio internacional-territorial de estas colectividades, en cuyo caso el Bund tiene que organizarse sobre los principios internacionalistas, como ocurre con la socialdemocracia polaca y letona.
Así se explica también por qué el Bund exige desde el primer momento “la reforma de la socialdemocracia rusa sobre los principios federativos”{69}.
En 1906, el Bund, cediendo a la ola de unificación de abajo, eligió el camino intermedio, ingresando en la socialdemocracia rusa. Pero, ¿cómo ingresó? Mientras que la socialdemocracia polaca y letona ingresaron en ella para trabajar pacífica y conjuntamente, el Bund ingresó con el fin de guerrear por la federación. El líder de los bundistas, Medem, lo dijo así entonces:
“Vamos, no a un idilio, sino a una lucha. No hay idilio, y sólo los Manilofs pueden esperar que lo haya en un próximo porvenir. El Bund debe entrar en el Partido armado de los pies a la cabeza”{70}.
Sería un error ver en esto la mala voluntad de Medem. El asunto no está en la mala voluntad, sino en la posición especial del Bund, por virtud de la cual éste no puede por menos de luchar contra la socialdemocracia rusa, instaurada sobre los principios del internacionalismo. Luchando contra ella, el Bund, naturalmente, infringe los intereses de la unidad. Por último, la cosa llegó hasta la ruptura formal del Bund con la socialdemocracia rusa, violando los estatutos y uniéndose, en las elecciones a la IV Duma, con los nacionalistas de Polonia, contra los socialdemócratas polacos (18).
El Bund, evidentemente, encontró que la ruptura es la mejor manera de asegurar su actuación independiente.
Así fue cómo el “principio ”de la “demarcación” organizativa condujo al separatismo, a la completa ruptura.
Polemizando acerca del federalismo con la vieja “Iskra” (19), el Bund escribía, por aquel entonces:
“La Iskra quiere convencernos de que las relaciones federativas del Bund con la socialdemocracia rusa deben debilitar los vínculos entre ellos. No podemos refutar esta opinión remitiéndonos a la experiencia de Rusia, por la sencilla razón de que la socialdemocracia rusa no existe como una unión federativa. Pero sí podemos remitirnos a la experiencia extraordinariamente instructiva de la socialdemocracia de Austria, que asumió carácter federativo sobre la base de los acuerdos del Congreso del Partido celebrado en 1897”{71}.
Esto se escribía en 1902.
Pero ahora estamos en 1913. Ahora tenemos la “experiencia” rusa y la “experiencia de la socialdemocracia de Austria”.
¿Qué nos dicen estas experiencias?
Comencemos por la “experiencia extraordinariamente instructiva de la socialdemocracia de Austria”. Todavía antes de 1896, existía en Austria un Partido socialdemócrata unido. En este año, los checos son los primeros que reclaman y obtienen, en el Congreso internacional de Londres, una representación aparte. En 1897, en el Congreso de Viena (Wimberg), se liquida formalmente el Partido unido y se instaura en su lugar una unión federativa de seis “grupos socialdemócratas” nacionales. Más adelante, estos “grupos” se convierten en Partidos independientes. Poco a poco, los Partidos van rompiendo los vínculos entre sí. Tras los Partidos se escinden las fracciones parlamentarias y se forman “clubs” nacionales. Les siguen los Sindicatos, que se desintegran también por nacionalidades. La cosa llega incluso hasta las cooperativas para cuyo fraccionamiento hacen llamamientos a los obreros las separatistas checos{72}. Y no digamos nada de cómo la agitación separatista entibia en los obreros el sentimiento de solidaridad, empujándolos no pocas veces a la senda de los rompehuelgas.
Vemos, pues, que “la experiencia extraordinariamente instructiva de la socialdemocracia de Austria” habla en contra del Bund y a favor de la vieja “Iskra”. En el Partido austriaco, el federalismo llevó al separatismo más vergonzoso y a la destrucción de la unidad del movimiento obrero.
Ya veíamos más arriba que la “experiencia de Rusia” nos dice lo mismo. Los separatistas bundistas, al igual que los checos, rompieron con la socialdemocracia común, con la socialdemocracia rusa. En cuanto a los Sindicatos, los Sindicatos bundistas estuvieron organizados desde el primer momento sobre el principio de las nacionalidades, es decir, desgajados de los obreros de nacionalidad distinta.
Completo aislamiento, completa ruptura: he aquí lo que pone de manifiesto la “experiencia rusa” del federalismo.
No es extraño que este estado de cosas se traduzca, en los obreros, en la atenuación del sentimiento de solidaridad y desmoralización, la cual penetra también en el Bund. Nos referimos, al decir esto, a las disputas reiteradas que se promueven entre los obreros judíos y polacos a causa del paro forzoso. He aquí qué discursos resonaron, a propósito de esto, en la IX Conferencia del Bund:
“…Consideramos a los obreros polacos que nos desalojan del trabajo como pogromistas, como amarillos, no apoyamos sus huelgas, las rompemos. En segundo lugar, contestamos al desalojamiento con el desalojamiento; como réplica a la no admisión de los obreros judíos en las fábricas, no dejamos a los obreros polacos acercarse a los tornos… Si no tomamos este asunto en nuestras manos, los obreros se irán detrás de otros”{73}. (Subrayado por nosotros, J. Stalin.)
Así es cómo se habla de la solidaridad en las Conferencias de los bundistas.
No se puede ir ya más lejos en la senda de la “demarcación” y el “aislamiento”. El Bund ha alcanzado sus objetivos: ha demarcado a los obreros de distintas nacionalidades hasta la pendencia, hasta hacer de ellos rompehuelgas. Y no puede ser de otro modo: “si no tomamos este asunto en nuestras manos, los obreros se irán detrás de otros…”
Desorganización del movimiento obrero, desmoralización dentro de las filas de la socialdemocracia: he ahí a dónde conduce el federalismo bundista.
Y así, la idea de la autonomía nacional y la atmósfera que crea, han resultado ser todavía más dañinas en Rusia que en Austria.
VI
Los caucasianos y la conferencia de los liquidadores
Más arriba, hemos hablado de las vacilaciones de una parte de los socialdemócratas caucasianos, que no supieron hacer frente a la “epidemia” nacionalista. Estas vacilaciones se expresaron en el hecho de que los mencionados socialdemócratas marcharon –por extraño que ello parezca– sobre las huellas del Bund, proclamando la autonomía nacional-cultural.
Autonomía regional para todo el Cáucaso y autonomía nacional-cultural para las naciones que componen el Cáucaso: así es como formulan su reivindicación estos socialdemócratas, que, dicho sea de paso, se adhieren a los liquidadores rusos.
Oigamos a su reconocido líder, el no desconocido N. (21):
“De todos es sabido que el Cáucaso se distingue profundamente de las provincias centrales, lo mismo en cuanto a la composición racial de su población que en cuanto al territorio y en cuanto al cultivo agrícola. La explotación y el desarrollo material de una región como ésta exigen funcionarios locales, que conozcan las particularidades locales y estén acostumbrados al clima y a la cultura local. Todas las leyes que persigan fines de explotación del territorio local tienen necesariamente que ser promulgadas sobre el terreno y ser puestas en práctica por elementos locales. Consiguientemente, en la competencia del órgano central del gobierno autónomo caucasiano debe entrar la promulgación de leyes sobre problemas locales… Así, las funciones del centro caucasiano consisten en la promulgación de aquellas leyes que persigan los fines de explotación económica del territorio local, los fines de prosperidad material de la región”{74}.
Tenemos, pues, la autonomía regional para el Cáucaso.
Si prescindimos de los argumentos de N., un tanto confusos e incoherentes, hay que reconocer que la conclusión a que llega es exacta. La autonomía regional del Cáucaso, dentro del marco de la Constitución general del Estado, que N. repudia, es en realidad necesaria en virtud de su composición peculiar y de sus condiciones sociales. Esto ha sido reconocido también por la socialdemocracia rusa, que en el II Congreso proclamó “la autonomía regional para todos aquellos territorios que por sus condiciones sociales y por la composición de su población se distingan de los territorios propiamente rusos”.
Al someter este punto a la discusión del II Congreso, Martof lo razonó diciendo que “la enorme extensión de Rusia y la experiencia de nuestra administración centralizada nos da motivos para considerar necesaria y conveniente la existencia de una administración descentralizada regional para las grandes unidades como Finlandia, Polonia, Lituania y el Cáucaso”.
Y de aquí se desprende que por gobierno descentralizado regional hay que entender la autonomía regional.
Pero N. va más lejos. A su juicio, la autonomía regional del Cáucaso abarca “solamente un aspecto de la cuestión”.
“Hasta aquí, hemos hablado solamente del desarrollo material de la vida local. Pero no son sólo las actividades económicas las que contribuyen al desarrollo económico de la región, sino que contribuye también su desarrollo espiritual, cultural”… “Una nación culturalmente fuerte es también una nación fuerte en el terreno económico”… “Pero el desarrollo cultural de una nación sólo es posible a base del idioma nacional”… ”Por eso, todos los problemas relacionados con el idioma natal son problemas cultural-nacionales. Tales son los problemas de la educación, del procedimiento judicial, de la iglesia, de la literatura, del arte, de la ciencia, del teatro, &c. Si el desarrollo material de la región unifica las naciones, la cultura nacional las desune, colocando a cada una de ellas en un palenque distinto. Las actividades de la primera clase están vinculadas a un determinado territorio”… “No sucede así con los asuntos de la cultura nacional. Estos no están vinculados a la existencia de una nación determinada. Los destinos del idioma georgiano interesan por igual a los georgianos, dondequiera que éstos vivan. Sería una gran ignorancia decir que la cultura georgiana sólo atañe a los georgianos que viven en Georgia. Tomemos, por ejemplo, la iglesia armenia. En la administración de sus asuntos toman parte armenios de diferentes localidades y Estados. Aquí, el territorio no desempeña papel alguno. En la creación del Museo georgiano están igualmente interesados los georgianos de Tiflis y los de Bakú, Kutais, San Petersburgo, &c. Esto quiere decir que la administración y dirección de todos los asuntos cultural-nacionales debe entregarse directamente a las naciones interesadas. Nosotros proclamamos la autonomía nacional-cultural de las nacionalidades caucasianas”{75}.
Resumiendo: puesto que la cultura no es el territorio ni el territorio es la cultura, es necesaria la autonomía nacional-cultural. Esto es todo lo que en apoyo de ésta nos puede decir.
No vamos a examinar aquí una vez más la autonomía nacional-cultural en términos generales; ya hemos hablado más arriba de su carácter negativo. Hemos querido solamente poner de relieve que, si en términos generales es inaceptable, desde el punto de vista de las condiciones caucasianas la autonomía nacional-cultural es, además, disparatada y absurda.
He aquí por qué.
La autonomía nacional-cultural presupone una nacionalidad más o menos desarrollada, con una cultura y una literatura desarrolladas. Sin estas condiciones, la autonomía pierde todo sentido, se convierte en un absurdo. En el Cáucaso viven toda una serie de pueblos con una cultura primitiva, con su lengua propia, pero sin una literatura nacional, pueblos que, además, se hallan en un estado de transición y que en parte se van asimilando y en parte continúan desarrollándose. ¿Cómo aplicar a estos pueblos la autonomía nacional-cultural? ¿Qué hacer con tales pueblos? ¿Cómo “organizarlos” en uniones nacional-culturales aisladas, como indudablemente presupone la autonomía nacional-cultural?
¿Qué hacer con los mingrelios, con los abjasianos, con los adjarianos, con los svanetos, con los lesgos, etcétera, pueblos que hablan lenguas diferentes, pero que no poseen sus propias literaturas? ¿A qué naciones incorporarlos? ¿Es posible “organizarlos” en uniones nacionales? ¿En torno a qué “asuntos culturales” “organizarlos”?
¿Qué hacer con los osetinos, entre los cuales los de Transcaucasia se están asimilando (pero distan mucho de haberse asimilado todavía) a los georgianos, mientras que los de Ciscaucasia en parte se están asimilando a los rusos y en parte siguen desarrollándose, creando su propia literatura? ¿Cómo “organizarlos” en una única unión nacional?
¿A qué unión nacional incorporar a los adjarianos, que hablan el georgiano, pero que viven la cultura turca y profesan la religión islamítica? ¿Habrá que “organizarlos” aparte de los georgianos en lo tocante a los asuntos religiosos, y conjuntamente con los georgianos en lo tocante a otros asuntos culturales? ¿Y los kobuletes? ¿Y los inghilos?
¿Qué autonomía es esa, que excluye de la lista a toda una serie de pueblos?
No, esa no es la solución del problema nacional; eso es el fruto de una fantasía ociosa.
Pero admitamos lo inadmisible y supongamos que la autonomía nacional-cultural de nuestro N. se haya puesto en práctica. ¿A dónde conduce, a qué resultados? Tomemos, por ejemplo, los tártaros caucasianos, con su porcentaje mínimo de gentes que saben leer y escribir, con sus escuelas regentadas por los mullhas todopoderosos, con su cultura, imbuida de espíritu religioso… No es difícil comprender que el organizarlos en una unión nacional-cultural equivaldría a colocar al frente de ellos a sus mullhas, entregarlos a la voracidad de los mullahs, crear una nueva fortaleza para la esclavización espiritual de las masas tártaras por su peor enemigo.
¿Desde cuándo los socialdemócratas se dedican a echar agua a los molinos de los reaccionarios?
Confinar a los tártaros transcaucásicos dentro de una unión nacional-cultural, que entregaría a las masas esclavizadas a los peores reaccionarios, ¿no pudieron los liquidadores caucasianos encontrar nada mejor que “proclamar”?…
No, esa no es la solución del problema nacional.
El problema nacional del Cáucaso sólo puede resolverse en el sentido de arrastrar a las naciones y pueblos atrasados al cauce común de una cultura elevada. Sólo esta solución puede ser progresiva y aceptable para la socialdemocracia. La autonomía territorial del Cáucaso es aceptable precisamente porque empuja a las naciones rezagadas al desarrollo cultural común, las ayuda a romper la crisálida del aislamiento propio de las pequeñas nacionalidades, las impulsa a marchar hacia adelante y les facilita el acceso a los beneficios de una cultura más elevada. En cambio, la autonomía nacional-cultural actúa en el sentido directamente inverso, pues recluye a las naciones en sus viejas crisálidas, las consolida en los escalones más bajos de la cultura y les impide elevarse a sus escalones más altos.
De este modo, la autonomía nacional paraliza el lado positivo de la autonomía regional y la anula.
Por esto precisamente no es conveniente tampoco ese tipo mixto de autonomía que propone N., en que se combinan la autonomía nacional-cultural y la autonomía regional. Esta combinación antinatural no mejora la cosa, sino que la empeora, pues, aparte de que entorpece el desarrollo de las naciones rezagadas, convierte además la autonomía regional en palenque de choques entre las naciones, organizadas en uniones nacionales.
De este modo, la autonomía nacional-cultural, inadmisible en general, se convertiría en el Cáucaso en una quimera reaccionaria absurda.
Tal es la autonomía nacional-cultural de N. y de sus correligionarios caucasianos.
¿Darán los liquidadores caucasianos un “paso adelante” y seguirán también al Bund en el terreno de organización? El porvenir lo dirá. Hasta hoy, en la historia de la socialdemocracia el federalismo organizado ha precedido siempre en el programa a la autonomía nacional. Los socialdemócratas austríacos introdujeron ya en 1897 el federalismo organizativo y sólo a la vuelta de dos años (en 1899) adoptaron la autonomía nacional. Los bundistas hablaron por primera vez de un modo inteligible de la autonomía nacional en 1901, mientras que el federalismo organizativo lo practican ya desde 1897.
Los liquidadores caucasianos han empezado por el final, por la autonomía nacional. Si siguen marchando sobre las huellas del Bund, tendrán que empezar por demoler todo el actual edificio organizativo, levantado ya a comienzos de la década del 90 sobre los principios del internacionalismo.
Pero todo lo que ha tenido de fácil el adoptar la autonomía nacional, incomprensible todavía, por el momento, para los obreros, lo tendrá de difícil el demoler un edificio que ha costado años enteros construir y que ha sido levantado y acariciado por los obreros de todas las nacionalidades del Cáucaso. Bastará con que comience esta peregrina empresa herostrática, para que los obreros abran los ojos y comprendan la esencia nacionalista de la autonomía nacional-cultural.
* * *
Si los caucasianos resuelven el problema nacional al modo usual, por medio de debates verbales y de discusiones escritas, la Conferencia de los liquidadores de toda Rusia ha cavilado un procedimiento completamente desusado. Un procedimiento fácil y sencillo. Escuchad:
“Habiendo oído la comunicación hecha por la delegación transcaucasiana… sobre la necesidad de plantear la reivindicación de la autonomía nacional-cultural, la Conferencia, sin pronunciarse acerca del fondo de esta reivindicación, hace constar que una tal interpretación del punto del programa en que se reconoce a cada nacionalidad el derecho de autodeterminación no choca con el sentido preciso de ésta.”
Por tanto, ante todo, “sin pronunciarse acerca del fondo de este problema”, y luego “haciendo constar”. ¡Original método!…
¿Qué es lo que “hace constar” esta original Conferencia?
Pues que la “reivindicación” de la autonomía nacional-cultural “no choca con el sentido preciso” del programa en que se reconoce el derecho de autodeterminación de las naciones.
Examinemos esta tesis.
El punto sobre la autodeterminación habla de los derechos de las naciones (23). Según este punto, las naciones tienen derecho no sólo a la autonomía, sino también a la separación. Aquí se trata de la autodeterminación política. ¿A quién quisieron engañar los liquidadores intentando volver a interpretar a diestra y siniestra este derecho de autodeterminación política de las naciones, establecido desde hace largo tiempo en toda la socialdemocracia internacional?
¿O tal vez los liquidadores quieren escurrir el bulto, defendiendo el sofisma de que la autonomía nacional-cultural “no va en contra” de los derechos de las naciones? Es decir, que si todas las naciones de un Estado se ponen de acuerdo para organizarse sobre los principios de la autonomía nacional-cultural, esta suma de naciones tiene perfecto derecho a hacerlo y nadie puede imponerles por la fuerza otra forma de vida política. La cosa es a la par nueva e ingeniosa. ¿Por qué no añadir que, en general, las naciones tienen derecho a derogar su propia Constitución, a sustituirla por un sistema de arbitrariedad, a retrotraerse al viejo orden de cosas, pues las naciones y solamente ellas tienen derecho a determinar sus propios destinos? Lo repetimos: en este sentido, ni la autonomía nacional-cultural ni ninguna otra clase de reaccionarismo nacional “va en contra” de los derechos de las naciones.
¿No era esto lo que quería decir la respetable Conferencia?
No, no era esto. Dice sencillamente que la autonomía nacional-cultural “no va en contra” de los derechos de las naciones, sino “del sentido preciso” de programa. Aquí se trata del programa y no de los derechos de las naciones.
Y es lógico. Si a la Conferencia de los liquidadores se hubiese dirigido una nación cualquiera, la Conferencia podría hacer constar sencillamente que esta nación tenía derecho a la autonomía nacional-cultural. Pero a la Conferencia no se dirigió una nación, sino una “delegación” de socialdemócratas caucasianos, malos socialdemócratas es cierto, pero con todo, socialdemócratas. Y estos no preguntaron acerca de los derechos de las naciones, sino que lo que preguntaron fue si la autonomía nacional-cultural contradecía a los principios de la socialdemocracia, “iba en contra” “del sentido preciso” del programa de la socialdemocracia.
Los derechos de las naciones y el “sentido preciso” del programa de la socialdemocracia no son una y la misma cosa.
Evidentemente, hay reivindicaciones que, aun no chocando con los derechos de las naciones, pueden chocar con el “sentido preciso” del programa.
Un ejemplo. En el programa de los socialdemócratas figura un punto sobre la libertad religiosa. Según este punto, un grupo cualquiera de personas tiene derecho a profesar una religión cualquiera: el catolicismo, la religión ortodoxa, &c. La socialdemocracia luchará contra toda represión religiosa, contra las persecuciones contra ortodoxos, católicos y protestantes. ¿Quiere esto decir que el catolicismo, el protestantismo, &c., “no chocan” con el sentido preciso del programa? No, no quiere decir eso. La socialdemocracia protestará siempre contra las persecuciones de que se haga objeto a los católicos y a los protestantes, defenderá siempre el derecho de las naciones a practicar cualquier religión, pero al mismo tiempo, partiendo de una comprensión acertada de los intereses del proletariado, agitará en contra del catolicismo y del protestantismo y de la religión ortodoxa, con el fin de asegurar el triunfo de la concepción socialista del mundo.
Y lo hará así porque el protestantismo, el catolicismo, la religión ortodoxa, &c., sin ningún género de dudas, “van en contra del sentido preciso” del programa, es decir, de la comprensión acertada de los intereses del proletariado.
Y otro tanto hay que decir acerca de la autodeterminación. Las naciones tienen derecho a organizarse con arreglo a sus deseos, tienen derecho a conservar las instituciones nacionales que les plazca, las buenas y las malas; nadie puede (¡nadie tiene derecho!) a inmiscuirse por la fuerza en la vida de una nación. Pero esto no quiere decir que la socialdemocracia no haya de luchar, no haya de agitar en contra de las instituciones nacionales dañosas, en contra de las reivindicaciones nacionales no convenientes. Por el contrario, la socialdemocracia está obligada a mantener esta agitación y a influir en la voluntad de la nación de tal modo, que ésta se organice en la forma que mejor corresponda a los intereses del proletariado. Precisamente, por esto, luchando por el derecho de autodeterminación de las naciones, librará al mismo tiempo una campaña de agitación, por ejemplo, contra la separación de los tártaros y contra la autonomía nacional-cultural de las naciones caucásicas, pues tanto la una como la otra, si bien no chocan con los derechos de estas naciones, chocan sin embargo “con el sentido preciso” del programa, es decir, con los intereses del proletariado caucasiano.
Evidentemente, los “derechos de las naciones” y el “sentido preciso” del programa son dos planos completamente distintos. Mientras que el “sentido preciso” del programa expresa los intereses del proletariado, formulados científicamente en su programa, los derechos de la nación pueden expresar los intereses de cualquier clase, de la burguesía, de la aristocracia, del clero, &c., con arreglo a la fuerza y a la influencia de estas clases. Allí son los deberes del marxista, aquí los derechos de las naciones integradas por diversas clases. Los derechos de las naciones y los principios del socialdemocratismo pueden “chocar” o no los unos con los otros; igual, digamos, que las pirámides de Cheops y la famosa Conferencia de los liquidadores. Son, sencillamente, magnitudes inconmensurables.
Pero de aquí se desprende que la respetable Conferencia (de los liquidadores) embrolló imperdonablemente dos cosas totalmente distintas. El resultado no es la solución del problema nacional, sino un absurdo por virtud del cual los derechos de la nación y los principios de la socialdemocracia “no chocan” los unos con los otros y, por consiguiente, toda reivindicación de las naciones puede ser compatible con los intereses del proletariado, y por consiguiente, ni una sola reivindicación de las naciones, que tienda a la autodeterminación, “chocará con el sentido preciso del programa”.
No hay compasión para la lógica…
Es también sobre la base de este absurdo cómo brota ahora el célebre acuerdo de la Conferencia de los liquidadores, según el cual la reivindicación de la autonomía nacional-cultural “no choca con el sentido preciso” del programa…
Pero la Conferencia de los liquidadores no infringe solamente las leyes de la lógica.
Infringe además su propio deber para con la socialdemocracia rusa, al sancionar la autonomía nacional-cultural. Infringe del modo más definido el “sentido preciso” del programa, pues es sabido que el II Congreso, en que se aprobó el programa, rechazó resueltamente la autonomía nacional-cultural. He aquí lo que se dijo a este propósito, en aquel Congreso:
“Goldblat (bundista)…: Yo considero necesario crear instituciones especiales que aseguren la libertad del desarrollo cultural de las nacionalidades, razón por la cual propongo que se añada al párrafo 8 lo siguiente: “y creación de las instituciones que les garanticen plena libertad para su desarrollo cultural” (que es, como se sabe, la formulación bundista de la autonomía nacional-cultural, J. St.).
Martinof señala que las instituciones generales tendrían que organizarse de tal modo que garantizasen también los intereses privados. No es posible crear ninguna institución especial que asegure la libertad del desarrollo cultural de las nacionalidades.
Yogorof: En la cuestión de las nacionalidades sólo podemos adoptar proposiciones negativas, es decir, somos contrarios a todo lo que sea coartar a las nacionalidades. Pero a nosotros, como socialdemócratas, no nos incumbe el que esta o aquella nacionalidad se desarrolle como tal. Esto es materia de un proceso espontáneo.
Koltzof: Los delegados del Bund se ofenden siempre que se habla de su nacionalismo. Y sin embargo, la enmienda que proponen los delegados del Bund tiene un carácter puramente nacionalista. Exigen de nosotros medidas puramente ofensivas para defender incluso aquellas nacionalidades que se van extinguiendo.”
…En resumen, “La enmienda de Goldblat fue rechazada por mayoría de votos contra tres”.
Es, pues, claro que la Conferencia de los liquidadores “chocaba con el sentido preciso” del programa, infringía el programa.
Ahora, los liquidadores intentan justificarse, remitiéndose al Congreso de Estocolmo, que según ellos ha sancionado la autonomía nacional-cultural. Y así, V. Kossovski escribe:
“Como es sabido, según el convenio adoptado en el Congreso de Estocolmo se dejó al Bund en libertad para conservar su programa nacional (hasta la solución del problema nacional en el Congreso de todo el Partido). Con esto, el Congreso reconoció que la autonomía nacional-cultural no contradice, en todo caso, al programa de todo el Partido”{76}.
Pero los esfuerzos de los liquidadores son en vano. El Congreso de Estocolmo no pensó siquiera en sancionar el programa del Bund, se avino sencillamente a dejar en pie provisionalmente el problema. El bravo Kossovski no tuvo el valor suficiente para decir toda la verdad. Pero los hechos hablan por sí mismo. Helos aqui:
“Fue presentada una enmiendo por Galin: “La cuestión del programa nacional sigue en pie en vista del hecho de que no ha sido examinada por el Congreso (en pro 50 votos, en contra 32).
Una voz: ¿Qué quiere decir que queda en pie?
Presidente: Cuando decimos que la cuestión nacional queda en pie, esto significa que el Bund puede conservar su acuerdo acerca de este problema hasta el Congreso siguiente”{77} (subrayado por nosotros, J. St.).
Como veis, el Congreso “no examinó” siquiera la cuestión del programa nacional del Bund; se limitó a dejarla “en pie”, dejando al mismo Bund en libertad para decidir los destinos de su programa hasta el Congreso conjunto siguiente. En otros términos: el Congreso de Estocolmo rehuyó la cuestión, no enjuició la autonomía nacional-cultural, ni en un sentido ni en otro.
En cambio, la Conferencia de los liquidadores aborda del modo más definido el enjuiciamiento del asunto, reconoce como admisible la autonomía nacional-cultural y la sanciona en nombre del programa del Partido.
La diferencia salta a la vista.
De este modo, la Conferencia de los liquidadores, pese a todos los subterfugios, no hizo avanzar ni un solo paso el problema nacional.
Escurrirse ante el Bund y ante los nacional-liquidadores caucasianos: he aquí de todo lo que se demostraron capaces.
VII
El problema nacional en Rusia
Nos resta señalar la solución positiva del problema nacional.
Partimos del hecho de que este problema sólo puede ser resuelto en indisoluble conexión con el momento que actualmente se vive en Rusia.
Rusia vive en una época de transición, en que no se ha instaurado todavía una vida “normal”, “constitucional”, en que la crisis política no se ha resuelto todavía. Tenemos delante días de tormenta y de “complicaciones”. De aquí el movimiento, el actual y el venidero, un movimiento que se propone como objetivo la plena democratización.
En conexión con este movimiento es como debe enfocarse también el problema nacional.
Tenemos, pues, la plena democratización del país como la base y la condición para la solución del problema nacional.
Para la solución del problema es necesario tener en cuenta no sólo la situación interior, sino también la situación exterior. Rusia se encuentra enclavada entre Europa y Asia, entre Austria y China. El incremento del democratismo en Asia es inevitable.
El desarrollo del imperialismo en Europa no es un fenómeno casual. En Europa el capital comienza a sentirse apretado y pugna por escapar a países extraños, buscando nuevos mercados, mano de obra barata, nuevas bases de inversión. Pero esto conduce a complicaciones exteriores y a guerras. Nadie puede decir que la guerra de los Balcanes (24) sea el fin y no el comienzo de las complicaciones. Cabe perfectamente dentro de lo posible que se dé una combinación de circunstancias interiores y exteriores en que esta o la otra nacionalidad de Rusia crea necesario plantear y resolver el problema de su independencia. Y, naturalmente, no son los marxistas quienes han de poner obstáculos, en tales casos.
Pero de aquí se deduce que los marxistas rusos no pueden prescindir del derecho de autodeterminación de las naciones.
Tenemos, pues, el derecho de autodeterminación como punto indispensable para la solución del problema nacional.
Prosigamos. ¿Y las naciones que por unas u otras causas prefieren permanecer dentro del marco total?
Hemos visto que la autonomía nacional-cultural no es aceptable.
En primer lugar, esta fórmula es artificial e impracticable, pues propone empujar a una nación única, a gentes a quienes la vida, la vida real, desune y dispersa por los diversos confines del Estado.
En segundo lugar, impulsa al nacionalismo, pues lleva al punto de vista de la “demarcación” de los hombres por curias nacionales, al punto de conservación y cultivo de las “peculiaridades nacionales”, cosa ésta completamente incompatible con los socialdemócratas.
No es un hecho casual el que los separatistas moravos en el Reichsralt, después de separarse de los diputados socialdemócratas alemanes, se uniesen a los diputados moravos burgueses, para formar, como si dijésemos, un “anillo” moravo. Ni es un hecho casual tampoco el que los separatistas rusos del Bund se sumergiesen en el nacionalismo, aclamando la celebración del “sábado” y el “yiddis”. En la Duma no figuran todavía diputados bundistas, pero en el distrito del Bund hay una comunidad judía reaccionario-clerical, en cuyas “instituciones dirigentes” organiza el Bund, por el momento, una “unioncita” entre los obreros y los burgueses judíos (25). Tal es, en efecto, la lógica de la autonomía nacional-cultural.
La autonomía nacional no resuelve, pues, el problema.
¿Dónde está la salida?
La única solución verdadera es la autonomía territorial, la autonomía por unidades tan definidas como Polonia, Lituania, Ucrania, el Cáucaso, &c.
La ventaja de la autonomía territorial consiste, ante todo, en que aquí no tenemos que habérnoslas con una ficción sin territorio, sino que, por el contrario, rompe estos tabiques y unifica a la población, abriendo el camino para una división de otro género, para la división por clases.
Finalmente, nos da la posibilidad de explotar del mejor modo las riquezas naturales de la región y desarrollar las fuerzas productivas, sin esperar a que la solución venga del centro común, funciones éstas que la autonomía nacional-cultural no desempeña.
Tenemos, pues, la autonomía territorial como punto indispensable para la solución del problema nacional.
No cabe duda de que ninguna de las regiones representa una nación compacta, homogénea, pues en todas ellas se interfieren minorías nacionales. Tal ocurre con los judíos en Polonia, con los letones en Lituania, con los rusos en el Cáucaso, con los polacos en Ucrania, &c. Se puede temer, por esta razón, que las minorías sean oprimidas por las mayorías nacionales. Pero este temor sólo tendrá fundamento si el país sigue viviendo bajo el viejo orden de cosas. Dad al país pleno democratismo, y este temor se caerá falto de base.
Se propone articular a las minorías dispersas en una única unión nacional. Pero lo que necesitan las minorías no es una unión artificial, sino derechos reales y efectivos en el sitio en que viven. ¿Qué puede darles semejante unión, sin pleno democratismo? ¿Y para qué necesitan, teniendo pleno democratismo, esa unión nacional?
¿Qué es lo que inquieta especialmente a una minoría nacional?
Lo que produce descontento a estas minorías no es la inexistencia de una unión nacional, sino la inexistencia del derecho de su idioma natal. Permitidles servirse de su idioma natal, y el descontento desaparecerá por sí mismo.
Lo que produce descontento a estas minorías no es la inexistencia de una unión artificial, sino la inexistencia en ellas de escuelas en su idioma natal. Dadles estas escuelas, y el descontento perderá toda base.
Lo que produce descontento a estas minorías no es la inexistencia de una unión nacional, sino la inexistencia de la libertad de conciencia, de movimientos, etcétera. Dadle estas libertades y dejarán de estar descontentos.
Tenemos, pues, la igualdad nacional de derechos bajo todas sus formas (idiomas, escuelas, &c.), como punto indispensable para la solución del problema nacional. Una ley general del Estado basada en la plena democratización del país y que prohíba todas los privilegios nacionales sin excepción y todas las restricciones y limitaciones, sean las que fueren, opuestas a los derechos de las minorías nacionales.
En esto, y solamente en esto, puede estar la garantía real y no ficticia de los derechos de las minorías.
Se podrá discutir o no discutir la existencia de una relación lógica entre el federalismo organizativo y la autonomía nacional-cultural. Lo que no se puede discutir es que ésta crea una atmósfera propicia para un federalismo ilimitado, que pasa luego a ser completa ruptura, separatismo. Si los checos en Austria y los bunditas en Rusia, comenzando por la autonomía y pasando luego a la federación, acabaron por el separatismo, en ello desempeñó indudablemente un enorme papel la atmósfera nacionalista que propaga naturalmente la autonomía nacional. No es algo casual el que la autonomía nacional y la federación organizativa se den la mano. La cosa es lógica. Tanto una como otra exigen la demarcación por nacionalidades. Tanto una como otra presuponen la organización por nacionalidades. La analogía es indudable. La única diferencia es que allí se deslinda a la población en general y aquí a los obreros socialdemócratas.
Sabemos a qué conduce el deslinde de los obreros por nacionalidades. La desintegración de un Partido obrero unido, la división de los Sindicatos por nacionalidades, la exacerbación de los rozamientos nacionales, rompehuelgas nacionales, completa desmoralización dentro de las filas de la socialdemocracia: he ahí los frutos del federalismo organizativo. La historia de la socialdemocracia en Austria y la actuación del Bund en Rusia lo atestiguan elocuentemente.
El único medio contra esto es la organización sobre los principios internacionalistas.
La cohesión por la base de los obreros de todas las nacionalidades de Rusia en colectividades unidas e íntegras y la cohesión de estas colectividades en un Partido unido: he ahí el objetivo.
De suyo se comprende que esta organización del Partido no excluye, sino que presupone una amplia autonomía territorial dentro de la integridad del Partido unido.
La experiencia del Cáucaso pone de manifiesto toda la conveniencia de este tipo de organización. Si los caucasianos lograron vencer todos los rozamientos nacionales entre los obreros armenios y tártaros, si lograron garantizar a la población contra las matanzas y los fusilamientos, si en Bakú, en este caleidoscopio de grupos nacionales, ya no son posibles hoy los choques de carácter nacional, si allí se logró arrastrar a los obreros al cauce unido de un potente movimiento, en ello desempeñó un papel considerable la organización internacional de la socialdemocracia caucasiana.
Pero el tipo de organización no influye solamente en el trabajo práctico. Imprime un sello indeleble a toda la vida espiritual del obrero. El obrero vive la vida de su organización, crece espiritualmente y se educa en ella. Por eso, al girar dentro de su organización y encontrarse siempre allí con sus camaradas de otras nacionalidades, librando conjuntamente con ellos una lucha común, bajo la dirección de la colectividad común, se le va imbuyendo profundamente el sentido de que los obreros son, ante todo, miembros de una sola familia de clase, miembros del ejército único del socialismo. Y esto no puede por menos de tener una importancia educativa enorme para las extensas capas de la clase obrera.
Por eso, el tipo internacional de organización es una escuela de sentimientos de camaradería, la más grande agitación en favor del socialismo.
No ocurre así con la organización por nacionalidades. Organizados sobre la base de la nacionalidad, los obreros se encierran en sus crisálidas nacionales, separándose unos de otros por tabiques organizativos. No se subraya lo que es común a los obreros, sino lo que los separa. Aquí, el obrero es, ante todo, miembro de su nación, judío, polaco, &c. No es de extrañar que el federalismo nacional en materia de organización nutra en los obreros el espíritu del aislamiento nacional.
Por eso, el tipo nacional de organización es una escuela de estrechez y de prejuicios nacionales.
Tenemos, pues, ante nosotros, dos tipos de organización fundamentalmente distintos: el tipo de la cohesión internacional y el tipo de la “demarcación” organizativa de los obreros por nacionalidades.
Hasta hoy, las tentativas que se han hecho para conciliar estos tipos de organización no han tenido éxito.
Los estatutos conciliatorios de la socialdemocracia austríaca elaborados en Wimberg en 1897, se quedaron flotando en el aire. El Partido austríaco se desintegró, arrastrando tras de sí a los Sindicatos. La “conciliación” resultó ser no sólo utópica, sino además perjudicial. Strasser tiene razón cuando dice que el “separatismo obtuvo su primer triunfo en el Congreso de Wimberg”{78}.
Otro tanto acontece en Rusia. La “conciliación” con el federalismo del Bund que tuvo lugar en el Congreso de Estocolmo, acabó en una completa bancarrota. El Bund rompió el compromiso establecido en Estocolmo. Al día siguiente del Congreso de Estocolmo, el Bund se convirtió en un obstáculo en el camino de la unión de los trabajadores por la base en una organización unida, que encuadrase a los obreros de todas las nacionalidades. Y el Bund prosiguió tenazmente su táctica separatista, a pesar de que tanto en 1907 como en 1908 la socialdemocracia rusa exigió repetidas veces que fuese realizada por fin la unidad desde abajo entre los obreros de todas las nacionalidades (25). Habiendo comenzado por la autonomía nacional organizativa, el Bund pasó de hecho a la federación, para acabar en la completa ruptura, en el separatismo. Y rompiendo con la socialdemocracia rusa, llevó a sus filas la dispersión y la desorganización. Baste recordar, por ejemplo, el caso Yagelo (26).
Por eso, la senda de la “conciliación” debe ser descartada como utópica y perjudicial.
Una de dos: o el federalismo del Bund, y entonces la socialdemocracia rusa tendrá que reorganizarse sobre los principios de la “demarcación” de los obreros por nacionalidades; o el tipo internacional de organización, y entonces el Bund tendrá que reorganizarse sobre los principios de la autonomía territorial, según el modelo de la socialdemocracia caucasiana, letona y polaca, abriendo el camino a la causa de la unificación inmediata de los obreros judíos con los obreros de las demás nacionalidades de Rusia.
No hay término medio: los principios vencen, pero no se “concilian”.
Tenemos, pues, el principio de la cohesión internacional de los obreros, como punto indispensable para la solución del problema nacional.
Viena, enero 1913.
“Prosvescheme” núm. 3-5, marzo-mayo 1913.
——
{1} V. “Memoria sobre la IX Conferencia del Bund” (4).
{2} “Yiddis” es el idioma judío. (N. del ed.)
{3} V. “Comunicado a la Conferencia de Agosto”.
{4} V. lugar citado.
{5} V. “El problema nacional”, por R. Springer, pág. 43, ed. “La Polonia Social”, 1909.
{6} V. “El problema nacional y la socialdemocracia”, por O. Bauer. ed. “Sierp”, 1909, págs. 1-2.
{7} V. lugar cit., pág. 6.
{8} V. lugar cit., pág. 2.
{9} V. lugar cit., págs. 24-25.
{10} V. “El problema nacional y la socialdemocracia”, por O. Bauer, ed. “Sierp”, 1909, pág. 139.
{11} V. lugar cit., pág. 2.
{12} V. página 2 de su libro.
{13} V. lugar cit., pág. 389.
{14} V. lugar cit., pág. 388.
{15} V. lugar cit., pág. 396.
{16} V. lugar cit., pág. 2.
{17} V. lugar cit., pág. 130.
{18} V. lugar cit., pág. 130.
{19} V. Su obra “Der Arbeiter und die Nation” (“El Obrero y la nación”), 1912, pág. 33.
{20} “El problema nacional y la socialdemocracia”, por O. Bauer, ed. “Sierp”, 1909, pág. 166.
{21} La socialdemocracia yugoeslava trabaja en el Sur de Austria.
{22} V. “Los problemas de las nacionalidades”, por W. Kossovsky, ed. rusa, págs. 16-17, 1907.
{23} V. “El problema nacional”, por O. Bauer, pág. 422.
{24} V. “El problema nacional”, por Springer, págs. 281-282.
{25} V. “El problema nacional”, por Springer, pág. 36.
{26} V. “El problema nacional”, por O. Bauer, pág. 401.
{27} A favor de él “votaron también los representantes del partido socialdemócrata yugoeslavo. V. “Debate sobre el problema nacional en el Congreso de Brünn”, 1906, pág. 72.
{28} En la traducción de M. Panin (v. el libro de Bauer, trad. de Panin), en vez de “peculiaridades nacionales” se dice “individualidades nacionales”. Panin no tradujo fielmente este pasaje; en el texto alemán no aparece palabra “individualidades”, allí se habla de “nationale Elgenart”, es decir, de peculiaridad, que dista mucho de ser lo mismo.
{29} V. “Verhandlungen des Gesammtparteitages”, en Brünn, 1919.
{30} V. “El problema nacional”, por Springer, pág. 286.
{31} V. “El problema nacional”, pág. 549.
{32} V. lugar cit., pág. 555.
{33} V. “El problema nacional”, por Springer, pág. 19.
{34} V. “El problema nacional”, por Bauer, pág. 286.
{35} V. “El problema nacional”, pág. 74.
{36} Lugar cit., págs. 88-89.
{37} Lugar cit., págs. 99.
{38} V. “El problema nacional”, págs. 552.
{39} V. "El problema nacional”, pág. 226.
{40} V. “El problema nacional”, pág. 368.
{41} V. lugar cit., pág. 376.
{42} V. “El problema nacional”, págs. 234.
{43} V. “El problema nacional”, pág. 333.
{44} V. lugar cit., pág. 337.
{45} V. “El problema nacional”, pág. 333.
{46} V. lugar cit., pág. 555.
{47} V. lugar cit., pág. 556.
{48} V. lugar cit., par. 543.
{49} V. lugar cit., pág. 542.
{50} V. “Debates sobre el problema nacional en el Congreso de Brünn”, página 48.
{51} V. “El problema nacional”, por Bauer, pág. 553.
{52} V. al comienzo de este capítulo.
{53} V. “El problema nacional”, págs. 381, 396.
{54} V. lugar cit., pág. 389.
{55} V. su obra “Sobre el problema judío”.
{56} V. su obra “La matanza de Kishinof y la cuestión judía”, 1906.
{57} V. “El problema judío”, pág. 388.
{58} V. “Las formas del movimiento nacional”, &c., red Kasteliansky, ed. rusa, pág. 772.
{59} V. Actas del I Congreso, pág. 176.
{60} V. “Memoria sobre la VIII Conferencia del Bund”, 1911, pág. 62.
{61} V. lugar cit., págs. 23-24.
{62} V. "Memoria sobre la VIII Conferencia del Bund”, pág. 85.
{63} V. “Memoria sobre la IX Conferencia del Bund”, 1912, pág. 42.
{64} V. “Memoria sobre la IX Conferencia del Bund”, 1912, pág. 42.
{65} V. lugar cit., pág. 68.
{66} V. “Noasha Sarin” (“Nuestra Aurora”), 1912, núms. 9-10, pág. 120.
{67} V. “Comunicado sobre el VII Congreso de Bund” (16), pág. 71.
{68} V. “Memoria sobre la VIII Conferencia del Bund”, pág. 72.
{69} V. “Sobre el problema de la autonomía nacional y la reorganización de la socialdemocracia rusa sobre bases federativas”, ed. rusa, 1912, ed. Bund.
{70} V. “Nashe Slovo” (“Nuestra Palabra”) (17), núm. 3, pág. 24, Vilna, 1906.
{71} V. “Sobre el problema de la autonomía nacional”, &c., 1902, página 17, ed. Bund.
{72} V. en “Documente des Separatismus” (“Documentos de separatismo”), las palabras del folleto de Vanek (20), pág. 29.
{73} V. "Memoria sobre la IX Conferencia del Bund”, pág. 19.
{74} V. el periódico georgiano “Chvieni Tajovreba” (“Nuestra vida”) (22), 1912, núm. 12.
{75} V. el periódico georgiano “Chvieni Taejovrebn” (22), 1912, núm. 12.
{76} V. “Nasha Saria” (“Nuestra Aurora”), núms. 9-10, pág. 120.
{77} V. “Nashe Slovo” (“Nuestra Palabra”), núm. 8, 1906, pág. 53.
{78} V. su obra, “Der Arbeiter und die Nation”, 1912.
(páginas 9-85.)
La Revolución de Octubre y el problema nacional
El problema nacional no es algo que exista por sí mismo y fijo de una vez para siempre. Como parte simplemente del problema general de la transformación del régimen existente, el problema nacional se halla íntegramente determinado por las condiciones del medio social, por el carácter del Poder vigente en un país y, en términos generales, por toda la marcha del desarrollo social. Esto se ve con una nitidez especial en el período de la revolución en Rusia, donde el contenido del problema nacional y del movimiento nacional en la periferia de Rusia cambia rápidamente y a la vista de todos con arreglo a la marcha y al resultado de la revolución.
I
La Revolución de Febrero y el problema nacional
En la época de la revolución burguesa de Rusia (desde febrero de 1917), el movimiento nacional en la periferia presenta el carácter de un movimiento burgués de liberación. Las nacionalidades de Rusia, oprimidas y explotadas durante siglos por el “viejo régimen”, se sienten fuertes por primera vez y se lanzan al combate contra los opresores. ¡Acabar con el yugo nacional!: he aquí la consigna del movimiento. En un abrir y cerrar de ojos, la periferia de Rusia se cubrió de instituciones “pannacionales”. A la cabeza del movimiento marchaban los intelectuales nacionales democrático-burgueses. “Consejos nacionales” en Letonia, en la región estoniana, en Lituania, en Georgia, en Armenia, en Aserbeidshán, en el Cáucaso, en el Kirguistán y en la región Central del Volga; la “Rada” en Ucrania (27) y en la Rusia Blanca (28); el “Seatul Tserti” (29) en Besarabia; el “Kurultai” en la Crimea (30) y en Baskiria (31); el “gobierno autónomo” en el Turquestán (32); he aquí las instituciones “pannacionales” en torno a las cuales se agruparon las fuerzas de la burguesía nacional. El problema giraba en torno a la liberación del zarismo, como “causa fundamental” de la opresión nacional, y a la formación de Estados nacionales burgueses. El derecho de las naciones a determinar sus destinos se interpretaba como el derecho de la burguesía nacional de estas regiones a tomar en sus manos el Poder y a aprovecharse de la revolución de Febrero para crear “sus” Estados nacionales. El desarrollo ulterior de la revolución no entraba ni podía entrar en los cálculos de estas instituciones burguesas. Además, se perdía de vista el hecho de que el zarismo había dejado el puesto a un imperialismo desnudo y descarado y de que este imperialismo es el más fuerte y peligroso enemigo de las nacionalidades, la base de una nueva opresión nacional.
La destrucción del zarismo y la subida al Poder de la burguesía no condujeron, sin embargo, a la destrucción de la opresión nacional. La vieja y burda forma de opresión nacional fue substituida por una forma nueva y refinada, pero más peligrosa, de opresión. El gobierno de Lvof-Miliukof-Kerenski no sólo no rompió con la política de opresión nacional, sino que organizó incluso una nueva campaña contra Finlandia (disolución de la Dieta finlandesa en el verano de 1917) y Ucrania (supresión total de las instituciones culturales ucranianas). Más aún: este gobierno, imperialista por naturaleza, llamó a la población a proseguir la guerra por el sometimiento de nuevos territorios, nuevas colonias y nacionalidades. A esto le empujaban no sólo el carácter interno del imperialismo, sino también la existencia en el occidente de viejos Estados imperialistas, que aspiraban irresistiblemente al sojuzgamiento de nuevos territorios y nacionalidades y que le amenazaban con restringir su esfera de influencia. La lucha de los Estados imperialistas por el sometimiento de las pequeñas nacionalidades, como condición de la existencia de esos Estados: he aquí el cuadro que se desplegó en el transcurso de la guerra imperialista. La destrucción del zarismo y la aparición en escena del gobierno Miliukof-Kerenski no hicieron mejorar en nada este triste cuadro. Era natural que, en la medida en que las instituciones “pannacionales” de la periferia manifestaban la tendencia a una actuación estatal independiente, encontrasen una resistencia invencible por parte del gobierno imperialista de Rusia. En cambio, en la medida en que, consolidando el Poder de la burguesía, permanecían sordos a los intereses cardinales de “sus” obreros y campesinos, provocaban en éstos murmullos de descontento. Los llamados “regimientos” nacionales no servían más que para echar leña al fuego: eran impotentes contra el peligro de arriba y reforzaban y ahondaban el peligro de abajo. Las instituciones “pannacionales” permanecían indefensas contra los golpes de fuera lo mismo que contra las explotaciones de dentro. Los Estados nacional-burgueses recién nacidos comenzaron a agostarse antes de haber tenido tiempo de florecer.
De este modo, la vieja interpretación democrático-burguesa del principio de la autodeterminación se convertía en una ficción, perdía su sentido revolucionario. Es evidente que, en estas condiciones, no podía ni hablarse de la destrucción de la opresión nacional ni de la independencia de los pequeños Estados nacionales. Se vio palpablemente que la liberación de las masas trabajadoras de las nacionalidades oprimidas y la destrucción de la opresión nacional eran inconcebibles sin la ruptura con el imperialismo, sin el derrocamiento de la “propia” burguesía nacional y la toma del Poder por las mismas masas trabajadoras.
Esto se vio con especial nitidez después de la revolución de Octubre.
II
La Revolución de Octubre y el problema nacional
La revolución de Febrero albergaba en su seno contradicciones internas irreductibles. Esta revolución había sido llevada a término por los esfuerzos de los obreros y campesinos (soldados), mientras que, como resultado de la revolución, el Poder había pasado, no a los obreros y los campesinos, sino a la burguesía. Llevando a cabo la revolución, los obreros y campesinos quisieron acabar con la guerra y conseguir la paz, mientras que la burguesía instaurada en el Poder aspiraba a explotar el entusiasmo revolucionario de las masas para proseguir la guerra, en contra de la paz. La ruina económica del país y la crisis de artículos alimenticios exigían la expropiación de los capitales y de las empresas industriales en provecho de los obreros, la confiscación de las tierras de los terratenientes en provecho de los campesinos, mientras que el gobierno burgués de Mililkof-Keresnski montaba la guardia a los intereses de los terratenientes y capitalistas, protegiéndolos resueltamente contra todas las tentativas por parte de los obreros y campesinos. Era ésta una revolución burguesa llevada a cabo por manos de los obreros y los campesinos y en provecho de los explotadores.
Entretanto, el país seguía languideciendo, bajo la pesada guerra imperialista, la desintegración económica y la ruina de los artículos alimenticios. El frente iba saltando en pedazos y se iba desmoronando. Las fábricas se paralizaban. El hambre se extendía por el país. La revolución de Febrero, con sus contradicciones internas, se demostraba a todas luces insuficiente para “salvar al país”. El gobierno Miliukof-Keresnski se demostraba a todas luces incapaz para resolver los problemas cardinales de la revolución.
Para sacar al país del atolladero de la guerra imperialista y del desastre económico, era necesario una nueva revolución, una revolución socialista.
Y esta revolución se produjo como resultado de la transformación radical de Octubre.
Derribando el Poder de los terratenientes y de la burguesía e instaurando en su lugar el gobierno de los obreros y los campesinos, la revolución de Octubre resolvió de un golpe las contradicciones de la revolución de Febrero. La abolición de la omnipotencia del terrateniente y del “kulak” y la entrega de las tierras en provecho de las masas laboriosas de la aldea; la expropiación de las fábricas y su entrega al control de los obreros; la ruptura con el imperialismo y la liquidación de la guerra rapaz; la publicación de los tratados secretos y el desenmascaramiento de la política de anexión de territorios ajenos; finalmente, la proclamación del derecho de autodeterminación de las masas trabajadoras de los pueblos oprimidos y el reconocimiento de la independencia de Finlandia: he aquí las medidas fundamentales que llevó a cabo el Poder Soviético en el transcurso de la revolución.
Fue esta una revolución realmente socialista.
La revolución, iniciada en el centro, no podía mantenerse mucho tiempo dentro del marco de su reducido territorio. Después de vencer en el centro, tenía que propagarse inminentemente a la periferia. Y, en efecto, partiendo del norte, la ola revolucionaria avanzó por toda Rusia desde los primeros días de la revolución, invadiendo un territorio tras otro. Pero aquí chocó con un dique, que eran los “Consejos nacionales” constituidos ya antes de Octubre y los “gobiernos” territoriales (el Don, el Kubán, Siberia). El asunto estaba en que estos “gobiernos nacionales” no querían ni oír hablar de revolución socialista. Burgueses por naturaleza, no querían en modo alguno destruir el viejo mundo burgués; por el contrario, consideraban como su deber conservarlo y fortalecerlo con todas sus fuerzas. Imperialistas por esencia, no querían en modo alguno romper con el imperialismo; por el contrario, nunca habían sido adversos a anexionarse y someter pedazos y bocados de nacionalidades “ajenas”, si se presentaba la ocasión de hacerlo. No tiene nada de asombroso que los “gobiernos nacionales” de la periferia declarasen la guerra al gobierno socialista del centro. Y, naturalmente, al declararle la guerra, se convirtieron en focos de reacción, que concentraron en torno a sí a todas las fuerzas contrarrevolucionarias de Rusia. Para nadie es un secreto que todos los contrarrevolucionarios arrojados de Rusia afluían hacia allí, hacia esos focos; que allí, en torno de esos focos, se organizaban en regimientos “nacionales” de guardias blancos.
Pero, en la periferia no existen sólo gobiernos “nacionales”; existen, además, obreros y campesinos nacionales. Organizados ya antes de la revolución de Octubre en soviets revolucionarios de diputados según el modelo de los soviets del centro de Rusia, jamás habían roto los lazos con sus hermanos del norte. También ellos pugnaron por conseguir la victoria sobre la burguesía, también ellos lucharon por el triunfo del socialismo. No tiene nada de asombroso que sus conflictos con “sus” propios gobiernos nacionales fuesen creciendo de día en día. La revolución de Octubre no hizo más que consolidar la alianza de los obreros y los campesinos de la periferia con los obreros y los campesinos de Rusia, infundiéndoles fe en el triunfo del socialismo. Y la guerra de los “gobiernos nacionales” contra el Poder Soviético llevó sus conflictos con estos “gobiernos” hasta la completa ruptura con ellos, hasta la insurrección abierta contra ellos.
Así fue como se formó la alianza socialista de los obreros y los campesinos de toda Rusia contra la alianza contrarrevolucionaria de los “gobiernos” nacionales-burgueses de la periferia de Rusia.
Otros presentan la lucha de los “gobiernos” de la periferia como una lucha por la liberación nacional contra el “centralismo desalmado” del Poder Soviético. Pero esto es falso. No hay en el mundo ningún Poder que haya permitido una descentralización tan amplia, no hay en el mundo ningún gobierno que haya garantizado a los pueblos una tal plenitud de libertades nacionales como el Poder Soviético en Rusia. La lucha de los “gobiernos” de la periferia era y sigue siendo la lucha de la contrarrevolución burguesa contra el socialismo. El pabellón nacional se añade a la causa simplemente para engañar a las masas, como un pabellón popular bueno para cubrir los designios contrarrevolucionarios de la burguesía nacional.
Pero la lucha de los “gobiernos” “nacionales” y territoriales resultó ser una lucha desigual. Atacados por dos lados: desde fuera, por el lado del Poder Soviético, y desde dentro, por el lado de “sus propios” obreros y campesinos, los “gobiernos nacionales” no tuvieron más remedio que batirse en retirada después de los primeros combates. La insurrección de los obreros y jornaleros agrícolas finlandeses y la huída del “Senado” burgués; la insurrección de los obreros y campesinos ucranianos y la huida de la “Rada” burguesa; la insurrección de los obreros y campesinos en el Don, en el Kubán, en Siberia, y la bancarrota de Kaledin, de Kornilof y del “gobierno” siberiano; la insurrección de los campesinos pobres del Turquestán y la huída del “gobierno autónomo”; la revolución agraria del Cáucaso y la completa impotencia de los “Consejos nacionales” de Georgia, Armenia y Aserbeidshán, son hechos conocidos de todos, que han demostrado el completo aislamiento de los “gobiernos” de la periferia respecto a “sus” masas. Descalabrados, los “gobiernos nacionales” viéronse “obligados” a recurrir contra “sus” obreros y campesinos a la ayuda de los imperialistas de occidente, a los opresores y explotadores seculares de las pequeñas nacionalidades del mundo entero.
Así comenzó la etapa de la intervención y ocupación extranjera de la periferia, etapa que desenmascara una vez más el carácter contrarrevolucionario de los “gobiernos nacionales” y territoriales.
Fue solamente ahora cuando para muchos se evidenció que la burguesía nacional no aspira a liberar a “su pueblo” del yugo nacional, sino a la libertad de estrujar de él ganancias, a la libertad de conservar sus privilegios y capitales.
Fue solamente ahora cuando muchos vieron claro que la liberación de las nacionalidades oprimidas es inconcebible sin romper con el imperialismo, sin derrocar a la burguesía de las nacionalidades oprimidas, sin poner el Poder en manos de las masas trabajadoras de estas nacionalidades.
Y así, la misma marcha de la revolución se encargó de desenmascarar y descartar la vieja interpretación burguesa del principio de la autodeterminación, con su consigna de “¡Todo el Poder a la burguesía nacional!” Y la interpretación socialista del derecho de autodeterminación, con su consigna de “¡Todo el Poder a las masas trabajadoras de las nacionalidades oprimidas!”, fue reconocida en su plenitud de derechos y tuvo la posibilidad de ser aplicada.
De este modo, la revolución de Octubre, acabando con el viejo movimiento nacional burgués-liberador, inauguró la era del nuevo movimiento, del movimiento socialista de los obreros y los campesinos de las nacionalidades oprimidas, dirigido contra toda opresión –incluso contra la opresión nacional–, contra el Poder de la burguesía, de la “propia” y de la extraña, contra todo imperialista en general.
III
Significación mundial de la Revolución de Octubre
Después de vencer en el centro de Rusia y de ganar para sí a una serie de regiones en la periferia, la revolución de Octubre no podía circunscribirse a los marcos territoriales de Rusia. En la atmósfera de la guerra imperialista mundial y del descontento general de los de abajo, no podía por menos de saltar a los países vecinos. La ruptura con el imperialismo y la liberación de Rusia de la guerra rapaz; la publicación de los tratados secretos y el abandono solemne de la política de anexión de territorios ajenos; la proclamación de la libertad nacional y el reconocimiento de la independencia de Finlandia; la declaración de Rusia como “Federación de repúblicas nacionales soviéticas” y el grito combativo de la lucha resuelta contra el imperialismo, lanzado al mundo por el Poder Soviético: todo esto no podía por menos de influir considerablemente en el esclavizado oriente y en el desangrado occidente. En efecto, la revolución de Octubre es la primera revolución en el mundo que sacudió el letargo secular de las masas trabajadoras de los pueblos oprimidos de oriente y las arrastró a la lucha contra el imperialismo mundial. La creación de soviets de obreros y campesinos en Persia, en China y en la India, siguiendo el ejemplo de los soviets de Rusia, es testimonio harto elocuente de esto.
La revolución de Octubre es la primera revolución en el mundo que sirvió de ejemplo salvador viviente para los obreros y soldados de occidente y los empujó por la senda que conduce a la liberación efectiva de la opresión de la guerra y del imperialismo. La insurrección de los obreros y soldados en Austria-Hungría y Alemania, la creación de soviets de diputados obreros y soldados, la lucha revolucionaria de los pueblos postergados de Austria-Hungría contra la opresión nacional, atestiguan esto harto elocuentemente.
Lo importante no es que la lucha en el oriente, e incluso en el occidente, no haya logrado todavía liberarse de las estratificaciones nacional-burguesas; lo importante es que la lucha contra el imperialismo ha comenzado, continúa y tiene necesariamente que seguir hasta su desenlace lógico.
La intervención extranjera y la política de ocupación de los imperialistas “de fuera” no hacen más que agudizar la crisis revolucionaria, atrayendo a la lucha a nuevos pueblos y dilatando el radio de los encuentros revolucionarios con el imperialismo.
Y así, la revolución de Octubre, estableciendo lazos entre los pueblos del oriente atrasado y los del occidente adelantado, los une estrechamente en el campo general de la lucha contra el imperialismo.
Y así, el problema nacional crece y se convierte de un problema parcial de lucha contra la opresión nacionalista en el problema general de liberar a las naciones, a las colonias y semicolonias del imperialismo.
El pecado mortal de la Segunda Internacional y de su cabeza, Kautsky, está, entre otras cosas, en haberse embrollado todo el tiempo con la interpretación burguesa del principio de la autodeterminación nacional, en no haber comprendido el sentido revolucionario de este principio, en no haber sabido o no haber querido plantear el problema nacional sobre la base revolucionaria de la lucha abierta contra el imperialismo, en no haber sabido o no haber querido enlazar el problema nacional con el problema de la liberación de las colonias.
La estupidez de los socialdemócratas de Austria tipo Bauer y Renner está, precisamente, en no haber comprendido la conexión indisoluble que media entre el problema nacional y el problema del Poder, esforzándose por separar el problema nacional de la política y por encajarlo dentro del marco de los problemas de la cultura y la ilustración, olvidándose de “pequeñeces” como la existencia del imperialismo y de las colonias por él esclavizadas.
Se dice que los principios de la autodeterminación y de la “defensa de la patria” han sido abolidos por la misma marcha de los acontecimientos, bajo las condiciones de la revolución socialista que va en ascenso. En realidad, lo que se ha abolido no es la autodeterminación y la “defensa de la patria”, sino su interpretación burguesa. Basta mirar a los territorios ocupados, que languidecen bajo el yugo del imperialismo y claman por su liberación; basta mirar a Rusia, que mantiene una lucha revolucionaria para defender a la patria socialista contra los bandoleros del imperialismo; basta reflexionar sobre los acontecimientos que se están desarrollando actualmente en Austria-Hungría; basta mirar a las colonias y semicolonias esclavizadas, dentro de las cuales se han organizado ya soviets (India, Persia, China); basta mirar a todo eso, para comprender toda la significación revolucionaria del principio de la autodeterminación, en su interpretación socialista.
La grandiosa significación mundial de la revolución de Octubre consiste principalmente:
1) En que ensanchó el marco del problema nacional, convirtiéndolo del problema parcial de la lucha contra la opresión nacional en el problema general de liberar del imperialismo a los pueblos oprimidos, a las colonias y semicolonias;
2) en que abrió amplias posibilidades y caminos efectivos para esta liberación, con lo que facilitó considerablemente a los pueblos oprimidos del occidente y del oriente la causa de su liberación, arrastrándolos al cauce general de la lucha victoriosa contra el imperialismo;
3) en que, con ello, tendió un puente entre el occidente socialista y el oriente esclavizado, levantando, un nuevo frente revolucionario contra el imperialismo mundial, que va desde los proletarios de occidente, pasando por la revolución rusa, hasta los pueblos oprimidos de oriente.
Esto explica, especialmente, el indescriptible entusiasmo con que se sitúan hoy ante el proletariado ruso las masas trabajadoras y explotadas de oriente y de occidente.
Esto explica, principalmente, la furia bestial con que se abalanzan ahora contra la Rusia Soviética los bandoleros imperialistas de todo el mundo.
“Pravda”, núms. 241 y 250, 6 y 9 noviembre 1918.
(páginas 87-99.)
La política del poder soviético en punto al problema nacional, en Rusia
Los tres años de revolución y de guerra civil en Rusia han puesto de manifiesto que sin el apoyo mutuo entre la Rusia central y su periferia no es posible la victoria de la revolución, no es posible liberar a Rusia de las garras del imperialismo. La Rusia central, este hogar de la revolución mundial, no podría sostenerse largo tiempo sin la ayuda de la periferia, que abunda en materias primas, combustible y productos alimenticios. Y a su vez la periferia de Rusia estaría condenada inexorablemente a la esclavitud imperialista, sin la ayuda política, militar y organizativa de la Rusia Central, más desarrollada. Si es cierta la tesis de que el occidente proletario, más desarrollado, no puede acabar con la burguesía del mundo entero sin el apoyo del oriente campesino, menos desarrollado, pero rico en materias primas y en combustible, no menos cierta es también la otra tesis de que la Rusia central, más desarrollada, no puede llevar a su término la causa de la revolución sin el apoyo de la periferia de Rusia, menos desarrollada, pero rica en recursos indispensables.
Esta circunstancia fue indudablemente tomada en consideración por la Entente desde los primeros días de la aparición del gobierno soviético, al trazar su plan de bloqueo económico de la Rusia Central, separando de ella los territorios periféricos más importantes. En lo sucesivo, el plan de bloqueo económico de Rusia sigue siendo la base invariable de todas las campañas de la Entente contra Rusia, desde 1918 a 1920, sin excluir sus actuales maquinaciones sobre Ucrania, en Aserbeidshán y en el Turquestán.
Esto hace que adquiera tanto mayor interés el aseguramiento de una sólida alianza entre el centro y la periferia de Rusia.
De aquí la necesidad de establecer entre el centro y la periferia de Rusia relaciones definidas, vínculos definidos, que aseguren una alianza estrecha e indestructible entre ellos.
¿Cuáles deberán ser estas relaciones, en qué formas deberán moldearse?
Dicho en otros términos: ¿en qué consiste la política del Poder Soviético en punto al problema nacional, en Rusia?
La reivindicación de separar la periferia de Rusia, como forma de relaciones entre el centro y la periferia, debe ser excluida, no sólo porque está en contradicción con el mismo planteamiento del problema de establecer una alianza entre el centro y la periferia, sino, ante todo, porque contradice radicalmente a los intereses de las masas populares, tanto las del centro como las de la periferia. Esto, sin hablar de que la separación de la periferia minaría la potencia revolucionaria de la Rusia central, que estimula el movimiento de liberación de occidente y oriente, y las mismas regiones periféricas que se separasen caerían inexorablemente bajo la esclavitud del imperialismo internacional. Basta mirar a Georgia, Armenia, Polonia, Finlandia, &c., territorios que se han separado de Rusia y que sólo conservan una apariencia de independencia, pues de hecho se han convertido en vasallos incondicionales de la Entente. Basta, finalmente recordar la no lejana historia de lo ocurrido con Ucrania y Aserbeidshán, cuando la primera fue dilapidada por el capital alemán y el segundo por la Entente, para comprender todo lo que hay de contrarrevolucionario en la fórmula de la separación, bajo las actuales condiciones internacionales. Dentro de la situación de la lucha a muerte que se está librando entre la Rusia proletaria y la Entente imperialista, la periferia de Rusia no tiene más que dos salidas posibles:
O ir con Rusia, lo que equivale a liberar a las masas trabajadoras de la periferia de la opresión imperialista,
O ir con la Entente, lo que equivale a someterse inexorablemente al yugo imperialista.
No hay otra salida. La llamada independencia de los llamados territorios independientes de Georgia, Armenia, Polonia, Finlandia, &c., no es más que una apariencia engañosa, que encubre la plena dependencia de estos Estados, con perdón sea dicho, bajo uno u otro grupo de imperialistas.
Naturalmente, los territorios de la periferia de Rusia, las naciones y las razas que habitan estos territorios, tienen todas y cada una de ellas, como todas las demás naciones, el derecho imprescriptible de separarse de Rusia, y si cualquiera de estas naciones decidiese, por mayoría, separarse de Rusia, como ocurrió con Finlandia en 1917, a Rusia probablemente no le quedaría más que registrar el hecho y sancionar la separación. Pero aquí no se trata de los derechos de las naciones, que son indiscutibles, sino de los intereses de las masas populares, tanto las del centro como las de la periferia; se trata del carácter de esa agitación, cuyo carácter se determina por estos intereses y cuya agitación está obligada a desplegar nuestro Partido, si no quiere abdicar de sí mismo, si quiere influir sobre la voluntad de las masas trabajadoras de las nacionalidades en una determinada dirección. Pues bien; los intereses de las masas populares dicen que la exigencia de la separación de la periferia es, en esta etapa dada de la revolución, algo profundamente contrarrevolucionario.
Del mismo modo hay que excluir la llamada autonomía nacional-cultural como forma de alianza entre el centro y la periferia de Rusia. La experiencia de Austria-Hungría (patria de la autonomía nacional-cultural) en los últimos diez años ha puesto de manifiesto todo lo que hay de efímero y de no viable en la autonomía nacional-cultural como forma de unión entre las masas trabajadoras de las nacionalidades de un Estado multinacional. Springer y Bauer, los creadores de la autonomía nacional-cultural, que hoy contemplan el dornajo roto de su cauteloso programa nacional, pueden servir de prueba viviente de esto. Finalmente, el heraldo de la autonomía nacional-cultural en Rusia, el en un tiempo famoso Bund, se vio obligado a reconocer oficialmente por sí mismo, no hace mucho, la superfluidad de la autonomía nacional-cultural, declarando abiertamente que
“la reivindicación de la autonomía nacional-cultural, presentada dentro del marco del régimen capitalista, pierde su sentido bajo las condiciones de la revolución socialista” (V. “XII Conferencia del Bund”, pág. 21, 1920).
Resta, como única forma conveniente de alianza entre el centro y la periferia, la autonomía territorial para las regiones de la periferia que se distingan por sus costumbres especiales y su composición nacional, autonomía ésta que deberá vincular a la periferia de Rusia con el centro mediante lazos federativos. Es decir, la misma autonomía soviética que fue proclamada por el Poder Soviético desde los primeros días en que vio la luz y que se está practicando actualmente en la periferia, bajo la forma de comunas administrativas y repúblicas soviéticas autónomas.
La autonomía soviética no es algo plasmado y dado de una vez para siempre, sino que admite las más diversas formas y los más diversos grados de desarrollo. De la autonomía administrativa estrecha (alemanes del Volga, chubacos, carelios) pasa a una autonomía política más amplia (baskires, tártaros del Volga, kirguises), de la amplia autonomía política a formas todavía más amplias (Ucrania, Turquestán) y por último del tipo de autonomía ucraniana a la forma más alta de autonomía, a la de relaciones contractuales (Aserbeidshán). Esta elasticidad de la autonomía soviética representa uno de sus primeros méritos, pues esta elasticidad permite abarcar toda la diversidad de territorios periféricos de Rusia, que se encuentran en las más diversas fases de desarrollo económico y cultural. Tres años de política soviética en punto al problema nacional, en Rusia, han puesto de manifiesto que, llevando a la práctica la autonomía soviética en sus diversas formas, el Poder Soviético está en la senda acertada, pues sólo esta política le ha permitido abrirse un camino hacia los más apartados laberintos de la periferia de Rusia, elevar a la vida política a las masas más rezagadas y más diversas en el aspecto nacional, vincular a estas masas al centro con los hilos más diversos, tarea que no sólo ha resuelto, sino que ni siquiera ha planteado (¡temen plantearla!) ni un solo gobierno del mundo. La distribución administrativa de Rusia sobre las bases de la autonomía soviética no está aún terminada; los caucasianos del Norte, los calmucos, los cheremisos, los votiacos, los buriatas, &c., aguardan todavía la solución del problema, pero cualquiera que sea el aspecto que tome el mapa administrativo de la futura Rusia y cualesquiera que puedan ser las fallas que se hayan deslizado en este campo –y algunas se han deslizado, realmente– hay que reconocer que, llevando a la práctica la distribución administrativa sobre las bases de la autonomía territorial, Rusia ha dado un formidable paso de avance en la senda de la cohesión de la periferia en torno al centro proletario, en la senda del acercamiento del Poder a las extensas masas populares de la periferia.
Pero la proclamación de tal o cual forma de autonomía soviética, la promulgación de los correspondientes decretos y ordenanzas, e incluso la creación de gobiernos periféricos bajo la forma de Consejos regionales de Comisarios soviéticos del Pueblo en las repúblicas autónomas no basta, ni con mucho, para consolidar la alianza entre los territorios de la periferia y el centro. Para consolidar esta alianza es necesario, ante todo, liquidar esa enajenación y ese retraimiento de la periferia, ese patriarcalismo y esa incultura, esa desconfianza en el centro que han quedado en la periferia como herencia de la política bestial del zarismo. El zarismo cultivaba deliberadamente la opresión patriarcal-feudal, con el fin de mantener a las masas en la esclavitud y en la ignorancia. El zarismo pobló deliberadamente los mejores rincones de la periferia de elementos colonizadores, con el fin de desalojar a la población indígena, obligándola a trasladarse a las peores regiones y acrecentando así la enemistad nacional. El zarismo restringía, y a veces sencillamente suprimía las escuelas, el teatro, las instituciones locales de instrucción, con el fin de mantener a las masas en el oscurantismo: El zarismo cortaba toda iniciativa a los mejores hombres de la población local. Finalmente, el zarismo mataba toda actividad de las masas populares de la periferia. Con todo esto, el zarismo engendraba entre la población indígena la más profunda desconfianza, que a veces se convertía en actitud hostil, hacia todo lo ruso. Para consolidar la alianza entre la Rusia central y la periferia, hay que liquidar esta desconfianza, hay que crear una atmósfera de comprensión mutua y de confianza fraternal. Pero, para liquidar la desconfianza, es necesario ante todo ayudar a las masas populares de la periferia a liberarse de las supervivencias del yugo feudal-patriarcal, es necesario suprimir –suprimir de hecho, y no solamente de palabra– todos y cada uno de los privilegios de los elementos colonizadores, es necesario permitir a las masas populares que gusten los beneficios materiales de la revolución. Resumiendo: es necesario demostrar a las masas que la Rusia central proletaria defiende sus intereses y solamente sus intereses, y es necesario demostrar esto, no sólo con medidas represivas contra los colonizadores y los nacionalistas burgueses, que no pocas veces son completamente incomprensibles para las masas, sino, ante todo, con una política económica consecuente y bien meditada.
De todos es conocida la reivindicación de los liberales sobre la enseñanza general obligatoria. Los comunistas, en la periferia, no pueden ser más derechistas que los liberales; tienen que llevar a la práctica allí la enseñanza general, si quieren acabar con la ignorancia del pueblo, si quieren acercar espiritualmente el centro y la periferia de Rusia. Pero, para esto es necesario desarrollar la escuela nacional local, el teatro nacional, las instituciones nacionales de cultura, elevar el nivel cultural de las masas populares de la periferia, pues ¿acaso hace falta demostrar que la ignorancia y el oscurantismo son el enemigo más peligroso del Poder Soviético? No sabemos hasta qué punto avanza con éxito en general, nuestra labor en este sentido, pero nos comunican que en una de las regiones más importantes de la periferia el Comisariado local de Instrucción sólo invierte en las escuelas locales, en total, el 10 por 100 de sus créditos.
Si esto es cierto, hay que reconocer que en este terreno no nos hemos apartado mucho, por desgracia, del “viejo régimen”.
El Poder Soviético no es un Poder divorciado del pueblo; es, por el contrario, el único Poder en su género, un Poder emanado de las masas populares rusas y querido de éstas, cercano a ellas. Esto explica, especialmente, esa fuerza y esa elasticidad nunca vistas que suele revelar el Poder Soviético en los minutos críticos. Es necesario que el poder Soviético sea no menos querido y cercano para las masas populares de la periferia de Rusia. Pero, para hacerse querer de ella, el Poder Soviético deberá ante todo hacerse comprender. Por eso es necesario que todos los órganos soviéticos en los territorios de la periferia, los tribunales, la administración, los órganos de la Economía, los órganos del Poder inmediato (y también los órganos del Partido) estén compuestos, en lo posible, por hombres locales, que conozcan las costumbres, la vida, los hábitos, el idioma de la población local, que estas instituciones se atraigan a los mejores hombres de las masas populares indígenas, que las masas trabajadoras locales se incorporen a todos los órganos regionales de administración del país, incluyendo también entre éstas las formaciones militares regionales, que las masas vean que el Poder Soviético y sus órganos, son obra de sus propios esfuerzos, personificación de sus esperanzas. Sólo por este camino se puede establecer una vinculación espiritual indestructible entre las masas y el Poder, sólo por este camino se puede hacer que el Poder Soviético sea comprensible y cercano para las masas trabajadoras de la periferia.
Algunos camaradas miran las repúblicas autónomas de Rusia, y en general, la autonomía soviética, como un mal pasajero, aunque necesario, que no se podía por menos de permitir en vista de algunas circunstancias, pero contra el que hay que luchar para poder extirparlo algún día. ¿Acaso hace falta demostrar que esta concepción es radicalmente falsa y no tiene, en todo caso, nada que ver con la política del Poder Soviético en punto al problema nacional? La autonomía soviética no es algo abstracto ni inventado, y aún menos se la debe concebir como una vacua promesa declarativa. La autonomía soviética es la forma más real y más concreta de unificación de la periferia con la Rusia central. A nadie se le ocurrió negar que Ucrania, Aserbeidshán, el Turquestán, Kirguisia, Baskiria, Tartaria y demás regiones periféricas, en cuanto aspiran al florecimiento cultural y material de las masas populares, no pueden arreglárselas sin escuelas en el idioma del país, sin tribunales, sin administración, sin órganos de Poder, integrados predominantemente por hombres locales. Más aún, la sovietización efectiva de estas regiones, su transformación en países soviéticos, íntimamente vinculados a la Rusia central en un todo estatal único, es inconcebible sin una amplia organización de escuelas locales, sin creación de tribunales, de una administración, de órganos de Poder, &c., con hombres que conozcan las costumbres y el idioma de la población. Pero el establecer escuelas, tribunales, una administración, órganos de Poder, etcétera, en la lengua del país es precisamente lo que significa el realizar de hecho la autonomía soviética, pues la autonomía soviética no es sino la suma de todas esas instituciones, que en la periferia revisten formas ucranianas, turquestanas, kirguises, &c.
¿Cómo es posible, después de esto, hablar seriamente del carácter efímero de la autonomía soviética, de la necesidad de luchar contra ella, &c.?
Una de dos:
o los idiomas ucraniano, aserbeidshano, kirguís, usbeco, baskir, &c., son una realidad efectiva, y consiguientemente es de todo punto necesario desarrollar en estas regiones las escuelas en el idioma del país, los tribunales, la administración, los órganos de Poder, con hombres locales, y en este caso la autonomía soviética deberá llevarse a cabo en estas regiones hasta el fin y sin reservas;
o los idiomas ucraniano, aserbeidshano, &c., son una vacua invención y, consiguientemente, no son necesarias escuelas ni otras instituciones en el idioma del país, y en este caso la autonomía soviética debe ser rechazada como un trasto útil.
Pretender buscar una tercera salida es el resultado de la ignorancia o de una triste demencia.
Uno de los obstáculos importantes que se alzan en el camino de la realización de la autonomía soviética es la gran escasez de fuerzas intelectuales de origen local en la periferia, la escasez de instructores en todas las ramas de la labor soviética y de Partido, sin excepción. Esta escasez no puede por menos de frenar, en la periferia, tanto la labor educativa como la labor revolucionario-constructiva. Pero precisamente por esto, sería irracional, nocivo para la causa, ahuyentar a estos grupos tan reducidos de intelectuales locales, que tal vez querrían servir a las masas populares, pero que tal vez no pueden hacerlo porque se sienten, como no comunistas, cercados por una atmósfera de desconfianza y temen las posibles represiones. A estos grupos se les puede aplicar con éxito la política de arrastrarlos a la labor soviética, la política de atraerlos a los puestos económicos, agrarios, de abastecimiento, &c., con el objetivo de su gradual sovietización. Pues, ¿acaso puede afirmarse que estos grupos intelectuales son menos seguros que, por ejemplo, aquellos especialistas militares contrarrevolucionarios que, pese a su carácter contrarrevolucionario, fueron atraídos a la labor y luego sovietizados en puestos importantísimos?
Pero la utilización de los grupos intelectuales locales dista mucho de ser suficiente para satisfacer las necesidades de instructores. Al mismo tiempo, es necesario desarrollar en la periferia una copiosa red de cursos y escuelas en todas las ramas de la administración, para crear cuadros de instructores formados por hombres locales. Pues es evidente que sin la existencia de estos cuadros la organización de escuelas, de tribunales, de la administración y de otras instituciones en el idioma del país, tropezará con enormes dificultades.
Un obstáculo no menos importante en el camino de la realización de la autonomía soviética es la celeridad, que no pocas veces se convierte en burda torpeza, que manifiestan algunos camaradas en punto a la sovietización de la periferia. Cuando estos camaradas, en regiones que se han quedado rezagadas de Rusia central por todo un período histórico, en regiones con hábitos medievales todavía no liquidados del todo, deciden imponerse “esfuerzos heroicos” para implantar el “comunismo puro”, podemos afirmar con seguridad que de estos raíds de caballería, de este “comunismo”, no saldrá nada bueno. A estos camaradas querríamos recordarles el conocido punto de nuestro programa, según el cual
“el P. C. de Rusia se sitúa en el punto de vista histórico de clase, teniendo en cuenta en qué grado de desarrollo histórico se halla la nación dada: si en la senda de la Edad Media a la democracia burguesa o en la senda de la democracia burguesa a la democracia soviética o proletaria, &c.”.
Y más adelante:
“En todo caso, el proletariado de aquellas naciones que fueron naciones opresoras, deberá dedicar una precaución especial y una atención especial a las supervivencias de los sentimientos nacionales en las masas trabajadoras de las naciones oprimidas o postergadas” (véase “Programa del Partido Comunista de Rusia”).
Esto quiere decir que si, por ejemplo, en el Aserbeidshán, el camino directo de expropiar el espacio superfluo en las viviendas aparta de nosotros a las masas de ese país, que consideran allí la vivienda, el hogar doméstico, como sagrado e inviolable, es indudable que debemos sustituir el camino directo de expropiar el espacio superfluo en las viviendas por un camino indirecto que lleve a la misma meta. O que si, por ejemplo, las masas del Daguestán, fuertemente imbuidas de prejuicios religiosos, siguen a los comunistas “sobre la base del Shariat”{1}, es evidente que el camino directo de la lucha contra los prejuicios religiosos, en este país, deberá ser sustituido por un camino indirecto y más cauteloso. Y así sucesivamente.
Resumiendo: de los raíds de caballería encaminados a la “inmediata comunicación” de las masas populares rezagadas, es necesario pasar a una política cautelosa y bien meditada de atracción gradual de estas masas al cauce común del desarrollo soviético.
Tales son, en términos generales, las condiciones prácticas de realización de la autonomía soviética, la aplicación de las cuales asegura el acercamiento espiritual y una sólida alianza revolucionaria entre el centro y la periferia de Rusia.
La Rusia Soviética está realizando el experimento nunca visto en el mundo de organizar la convivencia conjunta de toda una serie de nacionalidades y razas dentro del marco de un solo Estado proletario, sobre las bases de la confianza mutua, sobre las bases del libre y fraternal consentimiento. Tres años de revolución han puesto de manifiesto que este experimento tiene todas las probabilidades de éxito. Pero este experimento sólo puede contar con un éxito completo si nuestra política práctica, en punto al problema nacional en las distintas localidades, no discrepa de las reivindicaciones de la autonomía soviética ya proclamada, en sus diversos grados y formas, si cada uno de nuestros pasos prácticos en las distintas localidades contribuye a ganar a las masas populares de la periferia para una elevada cultura proletaria espiritual y material, bajo las formas que correspondan a los hábitos de vida y a la fisonomía nacional de estas masas.
En esto está la garantía de la consolidación de aquella alianza revolucionaria entre la Rusia central y las regiones de la periferia de Rusia contra la cual se estrellarán y se irán a pique todas las maquinaciones de la Entente.
La amistad entre los pueblos de la Unión Soviética
El 4 de diciembre de 1935 se celebró en el Palacio del Kremlin de Moscú una Conferencia de los koljosianos y koljosianas de vanguardia de las Repúblicas Soviéticas de Tadchikistán y Turkmenistán con los dirigentes del Partido y del Gobierno. En esta Conferencia tomaron parte 43 koljosianos del Tadchikistán y 33 del Turkmenistán, que batieron el record en la recolección de algodón durante el año 1935. En ella, pronunció Stalin, entre otras, las palabras siguientes:
«Me piden de todas partes que diga algo. ¿Qué decir aquí? Todo está dicho.
Es evidente que el asunto del algodón, entre vosotros, marcha. Esto se ve por todo lo que aquí pasa. Vuestros koljoses crecen, hay deseos de trabajar, facilitaremos maquinaria, se os darán abonos, se os procurará –el camarada Molotof, presidente del Consejo de los Comisarios de Pueblos, os lo ha declarado ya– toda la ayuda que sea necesaria. Por consiguiente, el asunto del algodón, entre vosotros, marcha y se va desenvolviendo una vida acomodada.
Pero hay, camaradas, algo más preciso que el algodón, y es la amistad de los pueblos de nuestro país. Esta Conferencia, vuestros discursos, vuestros actos, indican que la amistad entre los pueblos de nuestro; gran país se fortalece. Esto es muy importante y significativo, camaradas. En los viejos tiempos, cuando en nuestro país estaban en el Poder el zar, los capitalistas, los terratenientes, la política del gobierno consistía en hacer de un pueblo –el pueblo ruso– el pueblo dominante y de todos los demás, pueblos sometidos, oprimidos. Era una política feroz, una política de lobos. En octubre de 1917, cuando en nuestro país se desplegó la Gran Revolución proletaria, cuando derribamos a los zares, a los terratenientes y a los capitalistas, el gran Lenin, nuestro maestro, nuestro padre y educador, nos dijo que en adelante no debía haber pueblos dominantes si sometidos, que todos los pueblos debían ser iguales y libres. Y con esto enterró en su tumba la vieja política zarista, burguesa, y proclamó la nueva política bolchevique: la política de amistad, la política de fraternidad entre los pueblos de nuestro país.
Desde entonces, han pasado 18 años. Y he aquí que esta política ha dado ya buenos resultados. Esta Conferencia es una prueba diáfana de que se ha puesto ya fin desde hace mucho tiempo a la antigua desconfianza entre los pueblos de la U. R. S. S., de que la desconfianza ha sido reemplazada por una confianza mutua completa, de que la amistad entre los pueblos de la U. R. S. S. crece y se fortalece. Esto, camaradas, es lo más precioso que nos ha dado la política nacional bolchevique.
Y la amistad entre los pueblos de la U. R. S. S. es una grande y seria conquista. Pues mientras esta amistad subsista, los pueblos de nuestro país serán libres e invencibles. Nada nos asustará, ni los enemigos de dentro ni los de fuera, mientras esta amistad viva y prospere. No lo dudéis, camaradas.»
——
{1} El código religioso mahometano. (N. del ed.)
(páginas 101-114.)
Notas explicativas {1}
(1) Sionismo: corriente política reaccionario-nacionalista, que tiene partidarios entre los comerciantes y los artesanos judíos de la pequeña y mediana burguesía, entre los intelectuales, empleados del comercio, artesanos y las capas más atrasadas de los obreros judíos. Se proponía como objetivo organizar en Palestina su propio Estado burgués, integrado por judíos, y aspiraba a aislar a las masas obreras judías de la lucha común del proletariado.
(2) Panislamismo: ideología política de las altas capas sociales turcas, tártaras, &c. (de los kanes, los mullahs, los terratenientes, los comerciantes, &c.), y que aspira a unificar a todos los pueblos que profesan la religión del Islam (religión musulmana). El panislamismo es afín al panturquismo, que aspira a unificar a los pueblos musulmanes de Turquía bajo el Poder de los Turcos.
(3) Bund: Liga General de obreros judíos en Lituania, Polonia y Rusia. Se fundó en septiembre de 1897, en el Congreso de Vilna y desplegó una vasta labor, predominantemente entre las masas artesanas judías. El Bund ingresó en el Partido socialdemócrata ruso en su primer Congreso, en 1898, “como organización autónoma, independiente tan sólo en los problemas relacionados especialmente con el proletariado judío”. Hasta 1901, entre sus reivindicaciones políticas, el Bund sólo incluía una especial: la de la igualdad de derechos políticos de los judíos. En el II Congreso del Partido Socialdemócrata ruso, celebrado en 1903, el Bund se salió del Partido, después que el Congreso hubo rechazado su exigencia de ser reconocido como el único representante del proletariado judío y la organización del Partido sobre bases federativas. En su VI Congreso (1905), destaca la reivindicación de la “autonomía nacional-cultural”, expresada en la “exigencia de que todas las funciones relacionadas con los problemas de la cultura (instrucción popular, &c.) sean retiradas al Estado y órganos autónomos de gobierno local y territorial y entregadas a la misma nación, representada por sus propias instituciones, tanto locales como centrales, elegidas por todos los miembros sobre la base del sufragio universal, igual, directo y secreto”. El Bund volvió a unificarse con el Partido socialdemócrata de Rusia después del IV Congreso (Estocolmo), celebrado en 1906. Este Congreso no examinó el problema del programa nacional del Bund, dejándolo en pie. En la lucha interior del Partido, el Bund adoptaba en la mayoría de los casos una posición de derecha, apoyando a los mencheviques, y desde 1912 entró en estrechas relaciones organizativas con los liquidadores. Durante la guerra, el Bund, con excepción de algunos elementos internacionalistas, adoptó la posición defensista, y después de la revolución de febrero apoyó al gobierno de coalición y luchó contra los bolcheviques. A fines de 1918 comenzaron a organizarse dentro del Bund grupos de izquierda, y en mayo de 1919 se celebró en Kief la primera Conferencia del “Bund Comunista”, de Ucrania, desgajado de la organización general, en la que éste se fundió con el “Partido Comunista Judío Unificado”, para formar la “Unión Comunista Judía”, admitida en el Partido Comunista (bolch.) de Rusia en agosto de 1919. En la Rusia blanca, el ala izquierda del Bund, organizada en el “Partido Comunista Judío”, se fundió también con el P. (bolch.) de Rusia, en marzo de 1919. Finalmente, en marzo de 1921, en la Conferencia de Minsk, los restos del Bund tomaron el acuerdo de ingresar oficialmente en el P. C. (bolch.) de Rusia, quedándose al margen del Partido sólo una fracción insignificante, con Abramovich a la cabeza. Ya antes, en 1920, en su XII Conferencia, reconociendo la necesidad de renunciar a su táctica oposicionista frente al Poder Soviético, el Bund reconoció también oficialmente la superfluidad de la principal de sus reivindicaciones nacionales, la de la “autonomía nacional-cultural”, declarando que “la reivindicación de la autonomía nacional-cultural, pierde su sentido bajo las condiciones de la revolución socialista”.
(4) La IX Conferencia del Bund se celebró en Viena en junio de 1912 y examinó los problemas relacionados con las elecciones a la IV Duma de Estado y con la convocatoria de la Conferencia de agosto (Conferencia de liquidadores; v. nota 5), en la que tomaron parte, como es sabido, los bundistas. Los acuerdos de la IX Conferencia del Bund presentaban el carácter de un agudo oportunismo y liquidacionismo (se abandonaba la reivindicación de la república, el trabajo ilegal pasaba a segundo plano, se olvidaban las tareas revolucionarias del proletariado). Esta Conferencia sancionó la alianza abierta del Bund con los mencheviques-liquidadores y con el ala izquierda del Partido Socialista polaco.
(5) Se alude a la llamada Conferencia de agosto, de los liquidadores, celebrada en Viena en agosto de 1912, y que se proponía como objetivo organizar un bloque antibolchevique. En esta Conferencia tomaron parte los liquidadores, el Bund, los socialdemócratas letones y una parte de los caucasianos. El principal organizador e inspirador de esta Conferencia fue L. Trotsky.
(6) El IV Congreso del Bund se celebró en Bielostock a fines de abril de 1901. Este Congreso declaró que “la idea de ‘nacionalidad’ es también aplicable al pueblo judío”, que Rusia debía transformarse en una federación de nacionalidades, con plena autonomía para cada una de ellas, independientemente del territorio que habitasen. En vez de su anterior consigna de la igualdad de derechos de ciudadanía, lanzó la consigna de la igualdad de derechos nacionales y la de reorganización del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, sobre bases federativas. Lo mismo estos acuerdos que la reivindicación de la “autonomía nacional-cultural”, mantenida en este Congreso y defendida después en las publicaciones del Bund, provocaron, como es sabido, una violenta polémica contra el Bund por parte de la vieja “Iskra”, y en particular por parte de Lenin.
(7) El Congreso de Brünn de la socialdemocracia austríaca se celebró del 24 al 29 de septiembre de 1899. El punto central de los debates de este Congreso fue el problema nacional. El Congreso rechazó un proyecto de resolución presentado por la socialdemocracia yugoeslava, en el que se defendía la idea de la autonomía nacional-cultural extraterritorial y aprobó la resolución propuesta por la Comisión Ejecutiva Conjunta (Comité Central), que abogaba por una unión de territorios nacionalmente delimitados y que era, por tanto, una transacción entre los socialdemócratas yugoeslavos, checos, &c., que mantenían posiciones nacionalistas. En punto al problema de organización, el Congreso de Brünn fue todavía más allá que el Congreso de Wimberg (v. nota 10), en la senda del aislamiento de los grupos socialdemócratas nacionales, convirtiendo hasta la dirección central del Partido en un órgano federativo, integrado por los Comités Ejecutivos de las organizaciones socialdemócratas nacionales (alemana, checa, polaca, rusina (acraniana), italiana y yugoeslava.)
(8) “No tenemos, gracias a Dios, parlamento”: palabras pronunciadas por W. Kokovtsef, ministro de Hacienda del zar (más tarde presidente del Consejo de Ministros), en la Duma de Estado, el 24 de abril de 1908.
(9) Estas palabras están tomadas del cap. II (“Proletarios y Comunistas”) del “Manifiesto del Partido Comunista”, de C. Marx y F. Engels.
(10) El Congreso de Viena (o de Wimberg, por el nombre del hotel en que se reunió) del Partido socialdemócrata austríaco, se celebró del 6 al 12 de junio de 1897. En este congreso el Partido que hasta entonces había estado unido, se fraccionó en seis grupos socialdemócratas nacionales independientes (alemán, checo, polaco, rusino (ucraniano), italiano y yugoeslavo), sin más lazo de unión que el Congreso general y el Comité Central común.
(11) Se alude al artículo de Marx (“Zur Judenfrage”, “Sobre la cuestión judía”), publicado en 1844, en los “Deutsch-Franzosische Jahrbücher” (“Anales Franco-alemanes”), en el que Marx polemiza contra el jefe de los radicales librepensadores alemanes, Bruno Bauer.
(12) El VI Congreso del Bund se celebró en octubre de 1905 en Zurich (Suiza). En este Congreso, el Bund formuló definitivamente su programa nacional, destacando la reivindicación de “crear instituciones legales públicas” que “puedan sólo convertirse en la autonomía extraterritorial, bajo forma de autonomía nacional-cultural”, y que “presupone: 1) retirar al Estado y a los órganos locales y territoriales de gobierno autónomo todas las funciones relacionadas con los problemas de la cultura (instrucción popular, &c.); 2) entregar estas funciones a la misma nación, representada por sus propias instituciones, tanto locales como centrales, elegidas por todos los miembros, sobre la base del sufragio universal, igual, directo y secreto”.
(13) La VIII Conferencia del Bund se celebró en Lvof (Galitzia), en septiembre de 1910. Esta Conferencia consagró su atención principal al problema de la comunidad judía y al descanso del sábado; las resoluciones aprobadas acerca de estos puntos atestiguan los nuevos avances del nacionalismo dentro del Bund.
(14) Las palabras sobre la “adaptación del socialismo al nacionalismo” fueron empleadas por Plejanof, con referencia a los socialdemócratas bundistas y caucasianos, en su artículo “Una Conferencia escisionista más”, publicado el 12 (2) de octubre de 1912, en el núm. 3 del periódico “Tsa Partiu” (“Por el Partido”) (órgano de los mencheviques plejanovistas y de los bolcheviques conciliacionistas, que se publicó desde 1912 a 1914). En este artículo, Plejanof enjuiciaba duramente tanto la convocatoria como los acuerdos de la Conferencia liquidacionista de agosto.
(15) Se alude a una carta de V. Kossovski a la redacción de la revista liquidacionista “Nasha Saria” (“Nuestra Aurora”), núms. 9-10, 1912), con el título “Demagogia imperdonable”, y en la que el autor polemiza contra el artículo de Plejanof de que se habla en la nota anterior.
(16) El VII Congreso del Bund se celebró a fines de 1906 en Lvof (Galitzia). Este Congreso se pronunció por el ingreso del Bund en el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia sobre la base de los estatutos aprobados por el IV Congreso (Estocolmo), con la reserva, sin embargo, de que “ingresando en el P. O. S. D. de R. y aceptando su programa, el Bund conserva el suyo propio sobre el problema nacional”. Después del VII Congreso, el Bund abrazó íntegra y definitivamente la senda menchevique.
(17) “Nashe Slovo” (“Nuestra Palabra”), semanario legal bundista, que se publicó en Vilna en 1906; en total salieron 9 números.
(18) Se alude a un diputado de Varsovia, Yagelo, miembro del ala “izquierda” del Partido Socialista polaco, elegido para la IV Duma de Estado por medio de un bloque de los bundistas y el P. S. polaco, con los nacionalistas burgueses judíos contra los votos de los electores socialdemócratas polacos, que representaban la mayoría en el colegio electoral obrero. La fracción socialdemócrata de la IV Duma, gracias al hecho de que en ella predominaban por aquel entonces los liquidadores, admitió en su seno a este diputado no socialdemócrata, apoyando de este modo el paso escisionista del Bund y ahondando la escisión entre los obreros de Polonia.
(19) La vieja “Iskra”: la “Iskra” (“Chispa”), del período de 1900 a 1903 (hasta el núm. 51), en que intervino activísimamente en su redacción Lenin. Se la llama así para distinguirla de la nueva “Iskra”, la de la fase en que el periódico pasó a las posiciones mencheviques. La vieja “Iskra” libró una lucha tenacísima contra el nacionalismo del Bund. A la crítica del Bund y de sus posiciones en el problema nacional y en los problemas de la estructura orgánica del Partido se consagraron una serie de artículos de la “Iskra”, varios de ellos de Lenin.
(20) Carlos Vanek: socialdemócrata checo, diputado del parlamento austríaco y del Landtag (“Dieta” de Brünn), director de la Caja de Socorros de enfermedad de Brünn y uno de los jefes de los separatistas checos. En 1910, Vanek publicó en el periódico “Rovnost” (“Igualdad”) una serie de artículos con el título “¿Qué queremos, tutela o libertad?”, consagrados a defender las ideas del separatismo ya imbuídas de chovinismo nacional. Estos artículos (editados también en folleto aparte) fueron recogidos, con otros documentos, en la colección “Documente des Separatismus” (“Documentos de Separatismo”), editado por el Sindicato austríaco de metalúrgicos, que, con esta publicación, intentaba atajar el desarrollo de la escisión a que llevaron al movimiento obrero checo Vanek, Burian, Tusar y otros jefes de los separatistas checos.
El pasaje del folleto de Vanek a que hace referencia aquí Stalin, reza del modo siguiente:
“¿Cómo pueden los obreros checos esperar, antes ya de la regeneración de la sociedad, salvar a su hijo o a su hija de la ruina o asegurarle un porvenir mejor que el que a ellos les ha tocado en suerte, si los consumidores del pueblo checo no consideran necesario utilizar los servicios de sus artesanos, comerciantes e industriales?
¿Y cómo la masa obrera checa puede esperar obtener en el Estado futuro lo que en derecho le corresponde, conseguir la igualdad de derechos en el terreno político, social y nacional, si pone a disposición de otros su propia base económica, si rinde sus posibilidades productivas y la fuerza encerrada en el dinero para que la utilicen sus camaradas de otras nacionalidades?”
(21) N., seudónimo de Noah Jordania, líder de los mencheviques georgianos; fue jefe del gobierno menchevique de Georgia y se halla actualmente en la emigración blanca; defensor rabioso de la intervención contra la U. R. S. S.
(22) “Chvieni Tsjovreba” (“Nuestra Vida”), periódico diario de los mencheviques georgianos, que se publicó en 1912 en Kutays. Se publicaron 19 números. Los pasajes aquí citados están tomados de uno de los artículos de N. (Noah Jordania), titulado “Lo viejo y lo nuevo”, publicado en los números 11-14 del “Chvieni Tsjovreba”.
(23) El punto sobre la autodeterminación que figuraba en el programa del P. O. S. D. de R., aprobado en el II Congreso (1903), rezaba así: 9) “Derecho de autodeterminación para todas las naciones que forman parte del Estado”.
(24) Se alude a la primera guerra de los Balcanes, que estalló en octubre de 1912 entre Bulgaria, Servia, Grecia y Montenegro, contra Turquía. Esta guerra fue el fruto de los choques entre los intereses de las potencias de la Entente (Francia, Inglaterra y Rusia) y los intereses de las potencias de la Triple Alianza (Alemania, Austro-Hungría e Italia), en la península balcánica. Esta guerra, como la segunda guerra (1913) de los Balcanes, que estalló entre los aliados de ayer por el reparto del botín y que acabó con la derrota de Bulgaria, no hicieron más que apretar el nudo de las contradicciones entre los imperialistas en los Balcanes y fueron el prólogo para la guerra imperialista mundial.
(25) Aquí se alude a los acuerdos de la IV Conferencia (conocida también con el nombre de la “III Conferencia de toda Rusia”) del P. O. S. D. de Rusia, que se celebró del 18 (5) al 25 (12) de noviembre de 1907, y a la V Conferencia (la llamada “Conferencia de Diciembre”) del P. O. S. D. de Rusia, que tuvo lugar del 3 al 8 de enero de 1909 (21 a 27 de diciembre de 1908, según el viejo cómputo).
(26) V. nota 18.
(27) La Rada Central de Ucrania se organizó en el Congreso de los Partidos pequeño-burgueses y de las organizaciones nacionalistas de Ucrania, celebrado en Kief en abril de 1917. La Rada tenía frecuentemente conflictos agudos con el Gobierno Provisional, que había tomado medidas represivas para aplastar el movimiento nacional. Después de la revolución de Octubre, “la Rada se convirtió en baluarte de la contrarrevolución burguesa, disfrazada bajo la forma democrático-nacional” (Stalin). En su informe ante el II Congreso de los Soviets (enero de 1918), Stalin caracterizó en estos términos a los “socialistas” pequeño-burgueses y kulaks que dirigían la Rada (Vinichenko y otros):
“De palabra y en abstracto, se declaraban partidarios de la entrega de toda la tierra al pueblo, pero más tarde publicaron una interpretación que limitaba esta entrega, proclamando que una cierta parte de las tierras de los terratenientes era inviolable y no estaba sujeta a la entrega del pueblo.
De palabra, proclamaban su lealtad hacia los Soviets, pero de hecho libraban una lucha rabiosa contra ellos, desarmaban a las tropas soviéticas, encarcelaban a los funcionarios soviéticos y se interponían ante toda posibilidad de que siguiesen existiendo los Soviets.
De palabra, hablaban de su abnegación revolucionaria, pero de hecho demostraban ser los peores enemigos de la revolución. Hablaban de neutralidad en la lucha contra el Don, pero de hecho prestaban una colaboración directa y abierta al general Kaledin ayudando a fusilar a las tropas soviéticas y no permitiendo el envío de pan al norte.”
En febrero de 1918, fue derribada la Rada por los obreros y campesinos ucranianos insurreccionados, pero fue restaurada en seguida por las tropas austro-alemanas que invadieron Ucrania. En abril de 1918 debían haberse entablado (en Kursk) negociaciones de paz entre los representantes de la Rada y una delegación del Consejo de Comisarios del Pueblo, al frente de la cual iba Stalin; pero el golpe de estado del atamán Skoropadski liquidó definitivamente por aquellos días la Rada central.
(28) La Rada de la Rusia Blanca: organización nacionalista pequeñoburguesa, fundada en el Congreso de las organizaciones nacionales de la Rusia Blanca, celebrado en Minsk en junio de 1917. Después del triunfo de la revolución de octubre, la Rada, dirigida por elementos chovinistas-nacionalistas, se pasó a las filas de los enemigos del Poder Soviético, declaró disueltos los soviets locales, proclamó la independencia de la República popular de la Rusia Blanca y se dirigió al Kaiser Guillermo II dándole las gracias por la ocupación de la Rusia Blanca por las tropas alemanas. El 1 de enero de 1919, el Gobierno provisional obrero-campesino de la Rusia Blanca declaró a la Rada fuera de la ley y proclamó a la Rusia Blanca República Soviética.
(29) El Sfatul-Tserii (Consejo regional), parlamento regional organizado en la Besarabia (Kishinef) ocupada por los agentes del Estado mayor rumano, duró desde noviembre de 1917 hasta fines de noviembre de 1918. Estaba integrado por representantes nombrados (no elegidos) del “partido nacional” de Moldavia y por una serie de organizaciones de relumbrón y boicoteadas por cierto número de distritos y organizaciones.
En marzo de 1919, el Sfatul-Tserii, aunque absteniéndose de votar una parte considerable incluso de sus miembros, tomó el acuerdo de incorporar la Besarabia a Rumania sobre bases autonómicas, y en noviembre de 1918, las tropas rumanas de ocupación hicieron aprobar por el Sfatul-Tserii la anexión de Besarabia a Rumania (ya sin ningún género de autonomía). La anexión de Besarabia provocó, lo mismo entonces que en lo sucesivo, como es sabido, una enérgica lucha de la población contra los invasores, que hizo estallar ya más de una vez insurrecciones sangrientas aplastadas en Iotin, Tatar-Bunar, &c.
(30) El Kurultai de Crimea fue convocada el 10 de diciembre de 1917 en Bajchisaral (más tarde, celebraba sus sesiones en Simferopol). La mayoría de sus miembros reflejaban las aspiraciones y los sentimientos de la pequeña burguesía tártara, que seguía a los nacionalistas tártaros del “Partido del Pueblo” (Millis Firkotvzi). El Kurultai nombró un “gobierno nacional” (un “Directorio”) crimeotártaro, acaudillado por Cheleiblef y Saidamet y respaldado por tropas armadas (el “Escuadrón”) bajo el mando de oficiales contrarrevolucionarios rusos. En enero de 1918, cuando intentó oponer sus fuerzas armadas al Comité militar revolucionario de Sebastopol, el Kurultai fue dispersado a la par con el gobierno nacional, aunque volvió a reaparecer por un breve período durante la ocupación alemana de Crimea.
(31) El Kurultai de Baskiria fue convocado en noviembre de 1917, en Orenburg. Estaba controlado por elementos nacionalistas, acaudillados por Tsaki Validof, que representaban los intereses de la burguesía y los sectores de kulaks de la población baskir. El Kurultai nombró un gobierno baskir con Validof a la cabeza, que desplegaba actividades antisoviéticas y mantenía contacto con los generales Dutof y Kchak. Sin embargo, el carácter de gran potencia de la política de Kolchak, que, entre otras cosas, dictó un decreto aboliendo la autonomía de Baskiria, obligó al gobierno Validof, en 1919, bajo la presión de las masas, a declarar su adhesión al Poder Soviético. Después de fundarse la República Soviética de Baskiria, los elementos nacionales burgueses, acaudillados por Validof, levantaron en seguida bandera de insurrección contra el gobierno soviético, pero no encontraron apoyo en las masas trabajadoras del país.
(32) El gobierno autónomo del Turquestán, acaudillado por Tanishbaief, Shagui-Ajmietof y Chokaief, se formó por oposición al Consejo de Comisarios del Pueblo de Taschkent, en el llamado Congreso pan-musulmano, convocado en Kokand (de aquí la expresión de “autonomía tipo kocanda”), en 1917, por las organizaciones nacionalistas burgueses. Con el apoyo de los rusos guardias blancos, este gobierno desencadenó la guerra civil en el Turquestán, pero fue derribado en febrero de 1918 por las divisiones del Ejército Rojo de Taschkent y Samarcanda.
——
{1} Estas notas explicativas son del editor.
(páginas 115-123.)
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