Filosofía en español 
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Armando Cordero

La dominicanidad en proyección vertical hacia el pináculo de la grandeza humana

Editorial La Información, C. por A.
Santiago, República Dominicana · 1947

Trujillo
Generalísimo Dr. Rafael L. Trujillo Molina,
Honorable Presidente de la República y Benefactor de la Patria.




Las influencias biográficas en el fenómeno histórico de la República Dominicana

Si las biografías de los grandes hombres determinan la historia del mundo –como pretende Tomás Carlyle–, lo biográfico, órbita de una vida, gravita sobre lo histórico, órbita de la vida colectiva.

En pocos conglomerados adquiere tanta consistencia de realidad como en nuestra República, esta afirmación de Carlyle. Lo particular, por fuerza de inducción, ha originado entre nosotros lo general. La psicología individual, ora en acción de incidencia, ora en sugestión de cordura, ha resultado un factor decisivo para la formación de nuestra psicología colectiva.

Captada al través de una concepción esquemática, la historia dominicana emerge, en grandes proporciones, de esta fórmula biológica: Núñez de Cáceres, Duarte, Santana, Báez, Luperón, Heureaux y Trujillo.

Una exégesis tan desapasionada en la interpretación como en la explicación, lo demuestra de manera elocuente.

Núñez de Cáceres, en quien es imperioso reconocer el precursor de nuestra Independencia, obra impulsado por un desengaño. Después de haber sido Catedrático de la Universidad de Santo Tomás de Aquino, Relator de la Real Audiencia de Puerto Príncipe de Cuba y Auditor de Guerra en el período de la Reconquista, este letrado solicita al Rey el cargo de Oidor de la Real Audiencia de Quito, vacante al ocurrir la muerte de Juan Sánchez Ramírez, pero encuentra oposición en la Corte y se le desaira en su solicitud.

Enojado, entonces, con la Madre Patria y contemplando el panorama de una colonia postergada y desatendida, inicia sus movimientos revolucionarios para terminar con el romanticismo de un amor que España no correspondía nunca; y se decide por aquel Protectorado de la Gran Colombia ante cuya manifiesta debilidad, las hordas de Occidente, guiadas por Jean Pierre Boyer, ocupan con dos cuerpos de Ejército la parte oriental de la Isla.

Desde aquella hora, la “noche de aquelarre” penetra a todas partes, cargada de misterios y de sombras.

El voudou, psiconeurosis racial de origen religioso –según lo definen los más grandes pensadores haitianos– se infiltra con todos sus ritos de magia negra en las estratificaciones de la sociedad quisqueyana.

Durante dieciséis años que parecen una eternidad, las tradiciones hispanas, al calor de las cuales se ha estructurado el alma de este pueblo, sufren la más humillante postergación.

El armonioso idioma de Cervantes es proscrito hasta en la vida del hogar.

Nuestra sociedad no reacciona ante catástrofe tan inmensa.

Unos obedecen servilmente al invasor; otros emigran. Mas, la protesta, no adquiere forma de rebelión armada.

Cuando Juan Pablo Duarte regresa de España con el espíritu nutrido por las doctrinas de la Revolución Francesa, el panorama de la tierra natal es anonadante. El paisaje, proyección exterior del alma humana –según lo define un escritor ilustre– era tan sombrío como el invasor.

Tan pronto como Duarte contempla aquella situación ominosa, tiene la dominicanidad su primer vislumbre. La Patria existe en toda su plenitud desde que él piensa en liberar a sus hermanos de yugo esclavizarte.

La fuerza con que este joven ama los fueros del derecho, es la esencia del principio de libertad que va a determinar la existencia de la República.

La influencia que un hombre puede ejercer en los destinos de un pueblo, queda demostrada desde que el futuro patricio inicia sus movimientos revolucionarios. Los jóvenes a quienes se acerca en reclamo de solidaridad, se convierten con rapidez en una prolongación de su espíritu, al cual preocupa de manera insistente una idea magna: la causa separatista.

Tan grande es el poder de su atracción, que una haitiana –Dolores Sterling– le informa que su marido, el Teniente Ramón Mila, ha sido encargado de apresarle; y no contenta con este servicio tan sólo, le pinta el rostro con corcho carbonizado, para que no lo identifiquen al salir de la casa donde se ha escondido, evadiendo la persecución de las autoridades invasoras.

La influencia de Duarte en la estructuración de la conciencia nacional, es tan grande como el esfuerzo de otro gran dominicano: Pedro Santana, por evitar una nueva invasión de las hordas de occidente.

En lo dinámico, Santana es el héroe quisqueyano de caracteres más definidos. Su personalidad ocupa varias páginas de la historia Patria.

Nuestra Primera República está subordinada a una voluntad, y esa voluntad es la del héroe de Las Carreras.

Para los haitianos que codician esta tierra, Santana, esgrime una espada; para los dominicanos que no le son adictos, tiene el expediente de los consejos sumarísimos y las rutas del exilio.

Execrado por unos y bendecido por otros, Santana está predestinado a triunfar. Con su odioso absolutismo, provoca el odio; con los resplandores de su espada, inspira atracción.

Nuestras grandezas y nuestros errores durante la Primera República, son grandezas y errores de Santana y sus satélites. La historia dominicana de aquella época, es una facultad ejercida por Santana y los suyos.

La Anexión es una prueba incontrovertible de cuanto decimos.

Porque no tienen fe en la libertad que ellos han creado y defendido, buscan la protección de la Madre Patria, para encontrar, solamente, sangre, lágrimas y desengaños.

Cuando el sol de la Segunda República ilumina los horizontes de la Patria, los destinos del pueblo dominicano caen nuevamente en el dominio de lo biográfico. La voluntad colectiva se subordina a la voluntad individual.

Mientras los hombres de abolengo patrio, forman el Partido Azul, heredero del idealismo febrerista, los partidarios de la Anexión constituyen el Partido Rojo. Así la colectividad nacional se divide en dos bandos; de nuevo la realidad política se bifurca.

Hacia un sector prevalece la figura patricia de Luperón, duartista en su amor a esta tierra. Hacia el otro señorea Buenaventura Báez, espécimen del estadista colonial, pero hombre de prestigio extraordinario a quien obedecen ciegamente muchos elementos de prestancia.

El fenómeno político-social de la Primera República se repite.

Determinado sector propugna por un conglomerado adscrito a las determinaciones de la vida independiente, mientras otro, aguijoneado por las ambiciones, se aferra a la idea del Protectorado.

Guiados por los ideales de Luperón y de Báez, los dominicanos se abisman en un duelo fraterno que corre a lo largo de cinco lustros, tiempo durante el cual se lucha desesperadamente por el disfrute del Poder.

En su obra titulada Santo Domingo, un pais de porvenir, Mr. Otto Schoenrich, ofrece una perspectiva del fenómeno revolucionario de aquella época.

«Cuando un Presidente tomaba posesión de su cargo a raíz de una revolución triunfante, apoyado aparentemente por todo el País y con sus adversarios dispersos o en silencio, su popularidad duraba generalmente hasta el reparto de los empleos. Los que veían sus ilusiones defraudadas entraban en la conspiración que sus vencidos opositores no tardaban en fomentar. El Jefe del Partido contrario o uno de sus acreditados tenientes, levantaba el estandarte de la revuelta y lanzaba manifiestos que ardían en patrióticos sentimientos y que vituperaban las faltas de la Administración. Cortaban los alambres del teléfono y la revolución había comenzado. Las dos o tres primeras semanas de revuelta constituían un período crítico, porque el Gobierno arrojaba enseguida sus tropas sobre la comarca para destruir la insurrección, mientras los rebeldes trataban de obtener tantos puntos estratégicos como les fuere posible. Cuando el Gobierno no estaba preparado o no lograba éxito, la insurrección se extendía con rapidez de pueblo a pueblo, hasta llegar a los muros de la ciudad de Santo Domingo. Se establecía más o menos un estado de sitio, y cuando el Presidente capitulaba, se le permitía ir a bordo de un barco y salir para el destierro. El Jefe de la nueva revolución tomaba a su cargo el Gobierno y se hacía elegir Presidente. Y el juego comenzaba de nuevo.»

Favorecido por los ideales de su conductor, el Partido Azul logra colocarse en mejor condición que su adversario, Luperón, confiado en la situación creada se va a residir a Francia, donde se le encomienda desempeñar el cargo de Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario de la República.

Entre los hombres que ocupan posiciones preponderantes al ausentarse el Jefe del Partido, está Ulises Heureaux, a cuyo extraordinario valor se deben muchos triunfos.

En ausencia de Luperón, la figura de Heureaux se agiganta. Nadie puede disputarle la supremacía en el mando.

La Presidencia de la República es ya la única posición que el viejo lugarteniente de Luperón considera digna de sus merecimientos, y sus aspiraciones no tardan en convertirse en realidad. El Jefe del Partido Azul las favorece desde París.

Lilís adviene a la Primera Magistratura del Estado Dominicano para ofrecernos uno de los períodos más férreos de la historia dominicana.

Una idea exacta del acontecer histórico durante los veintidós años en que Ulises Heureaux ejerce el Poder absoluto, la obtenemos con sólo citar algunos de sus defectos sobresalientes. Era vengativo, audaz, valiente, lujurioso y cruel, cualidades harto suficientes para anular en un individuo las más acendradas virtudes.

Según observa Rufino Martínez en su obra Hombres dominicanos, en Heureaux la intensidad de los vicios, destruye el poder de las virtudes que es injusto no reconocerle.

Mientras Luperón representa en nuestra Segunda República, el patriotismo vigilante, y Báez la idea anexionista, Heureaux simboliza la demagogia. La demagogia hecha cinismo, valor, lujuria, luto y desorden administrativo.

Lilis, como gobernante, constituye un tipo sui generis. Para conservación del Poder, este hombre recurre a todos los medios coercitivos; mas, desecha, pudiendo emplearlas, las medidas de atracción colectiva. Permite el derroche, pero no intensifica las fuentes de producción; contrae compromisos onerosos, pero no busca la forma de cancelarlos. Ama la paz, pero no le da sosiego a la familia dominicana. Predica el trabajo, pero no lo fomenta. No estimula, obliga. No inspira el amor, trata de imponerlo por el miedo.

Después de veintidós prolongados años de mando absolutista, cae el Centauro de Ébano con el pecho atravesado a balazos, pero con el coraje y el valor ofreciendo rutilaciones siniestras en sus ojos de titán.

Pero la Patria sigue el mismo derrotero; las discordias civiles, el desorden administrativo, la molicie, el desamor, la abulia, para hundirse nuevamente en los abismos del caos.

II

En el postulado fundamental de la filosofía pragmática, William James aconseja juzgar los principios científicos de acuerdo con su utilidad práctica; esto es, en relación con los frutos que produzcan.

Del mismo modo, el patriotismo de un hombre de Estado, hay que aducirlo con sujeción al contenido de su obra.

El pueblo dominicano, cuya admirable fecundidad en próceres del tipo heroico va en paralelismo con las jornadas en que nuestro valor ha necesitado manifestarse a fuego y sangre, ha sido un conglomerado completamente infecundo en la producción de verdaderos hombres de Estado.

En mi concepto, el verdadero Estadista genial es aquel que triunfa de todos los problemas que afecten a su Patria, sean éstos de orden militar, económico o de política interna o externa.

Por tanto, el único Estadista genial que ha dado la República en ciento tres años de vida independiente, es Rafael Leonidas Trujillo, quien ha resuelto todos los problemas del Estado Dominicano en 17 años de gestión administrativa.

Durante ese lapso, Trujillo ha intervenido, directa o indirectamente, en todas las decisiones enderezadas a darle estabilidad y consistencia a las diversas instituciones de la Nación. Sus ejecutorias han canalizado las aspiraciones de la colectividad, determinando nuestra plenitud como pueblo adscrito al destino de la cultura americana.

Al comenzar este estudio he citado una expresión de Tomás Carlyle, acerca de la influencia que ejercen las biografías de los grandes hombres en la historia del mundo; y al efecto, de Trujillo hacia la historia nacional, hay una gravitación que se hizo más poderosa ante la hermosa realidad de nuestro primer centenario.

Por una de esas coincidencias que parecen obedecer a los imperativos de aquellos ritos históricos que don José Ortega y Gasset considera investigables a la luz de una nueva disciplina científica que podría denominarse metahistoria, el primer centenario de la Independencia Nacional se cumplió en la Era de Trujillo, que es el período de la historia dominicana en que los ideales sustentados por los Padres de la Patria se están convirtiendo en maravillosas realidades.

La Independencia Nacional nace en el pensamiento de Juan Pablo Duarte; se desarrolla en la templanza y el carácter de Francisco del Rosario Sánchez; se convierte en rayo fulminante en el pedreñal con que Ramón Matías Mella disipa las sombras de una dolorosa noche de esclavitud; pero, en el concepto luminoso que señorea el genio de Trujillo, es en el que ha obtenido la consistencia que habrá de perpetuarla al través de las edades y el tiempo como un ejemplo de grandeza, de dignidad y de heroísmo.

Si es cierto que el racionalismo como sistema interesado en dignificar y enaltecer el pensamiento humano, resulta tan aplicable en política como en filosofía, psicología y pedagogía, es preciso admitir la existencia de un racionalismo trascendente en la política dominicanista de Trujillo.

“El racionalismo aplicado a la política –dice el autor de El tema de nuestro tiempo– es revolucionarismo, y viceversa, no es revolucionaria una época si no es racionalista.” Aceptada en la plenitud de su contenido está expresión de Ortega y Gasset, la obra de Trujillo viene a ser tan revolucionaria por lo racionalista como racionalista por lo revolucionaria.

Trujillo ha revolucionado y racionalizado la política dominicana, porque a la luz refulgente de su acción creadora desaparecen los procedimientos de evolución regresiva que por varios lustros mantuvieron esclavizada la conciencia de este pueblo.

Desoyendo el postulado de Juan Pablo Duarte cuando dice: “La política no es una especulación, es la ciencia más pura y la más digna después de la filosofía, de ocupar las inteligencias nobles”, nuestros hombres de ideas huyeron las responsabilidades o se convirtieron en instrumentos de propósitos innobles, descuidando el cumplimiento de un deber sacratísimo para ellos en el preciso instante en que la Patria balbuceaba sus primeras palabras.

La anarquía, el desenfreno, las pasiones, las malversaciones al erario nacional y las pendencias entre los diversos sectores de la vida pública, fueron irregularidades inherentes a la política dominicana del pasado. Pero cuando Trujillo adviene al Poder entre aquella algarabía de condiciones desfavorables al concepto de la dignidad nacional, la ética administrativa lanza sus proyecciones sobre el haz de hombres perdidos en las espesas sombras del caos político.

El orden, aplicado en un alternativo movimiento de inducción y deducción fue impuesto desde la sociedad más sencilla (la familia), hasta la sociedad, más complicada (La Nación), y viceversa, para mantener en perfecto equilibrio las instituciones de la sociedad dominicana.

“La acción que crea por sí misma su propia belleza y su propio derecho”, es el lema de Trujillo en su obra dominicanista. Y ello es que, sabe muy bien nuestro esclarecido guía, que no hay belleza ni derecho en la acción política que descuida el mejoramiento integral de la colectividad.

De ahí las circunstancias por las cuales las proporciones de su obra se manifiestan en todas las ramas de la Administración, asegurando al Estado una vida institucional encauzada hacia la evolución progresiva porque suspiran todos los pueblos civilizados del mundo.

No es necesario hacer una relación circunstanciada para ponderar cuantitativa y cualitativamente las realizaciones de este nuevo Pericles. Toda síntesis es en sí una pormenorización, y la síntesis de su obra es ésta: la dominicanidad en proyección vertical hacia el pináculo de la grandeza humana.

Para dar a la dominicanidad la categoría de función histórica, el Presidente Trujillo determina precisamente en su política, las nociones de fondo y de forma.

Fondo y forma, asociados en concepto de función y órgano, determinan en el arte de gobernar una perfecta reglamentación de conducta.

En cuanto a la forma, la política de Trujillo tiene un símbolo, la palma; y en cuanto al fondo, un lema: Rectitud, Libertad, Trabajo, Moralidad.

En lenguaje traslaticio o figurado, palma quiere decir gloria, triunfo; finalidad para la cual el pueblo dominicano hubo menester las cuatro condiciones fundamentales que informa el lema.

Para obtener gloria, triunfo; esto es, la superación de la Patria como entidad adscrita al interés moral de la cultura americana, Trujillo hace que se cumpla el lema de su Partido con la verticalidad de la palma.

Rectitud, porque es el único medio del cual pueden hacer uso las instituciones y los hombres, para ser íntegros, honrados y justos.

Libertad, (no libertinaje o desenfreno en las acciones y en la palabra), porque al amparo de ella obtenemos la facultad de obrar en acuerdo con nuestra libre determinación.

Trabajo, porque éste, en su calidad de Ley Orgánica, es el único medio de producción de que disfrutan los hombres para obtener honradamente lo que necesitan.

Moralidad, porque la moral, ciencia de la voluntad y del entendimiento, enseña a diferenciar el bien del mal y a vivir en acuerdo con las buenas costumbres.

Para estructurar la fisonomía de la Nación, Trujillo libra una campaña de árduo menester.

Su actitud ante la ola de incapacidad que azota el País en el momento supremo en que adviene a la Primera Magistratura del Estado, es para hombres de progenie simbólica.

Bien puede atribuírsele al constructor de nuestra nacionalidad, el siguiente principio: “Detenerse y llorar la corrupción del hombre, sin tenderle la mano, es femenino. Castigarle y avergonzarle sin enseñarle cómo debe ser, es inhumano. Acción, acción: ese es el remedio y ese es nuestro destino.”

Trujillo nos ha enseñado, de acuerdo con Fichte, que la energía tiene dos aspectos: uno pasivo y otro activo. La energía activa da templanza para luchar hasta obtener el triunfo. La energía pasiva, por lo contrario, da estoicismo para sufrir en el fracaso.

Nosotros fuimos siempre hombres de sensibilidad enteramente pasiva; seres incapaces de superarnos, porque no reaccionábamos de nuestras propias impresiones.

Con Trujillo hemos aprendido a ser hombres de sensibilidad activa: seres preparados para enfrentarnos a todos los problemas.

Ahora tenemos fe en el porvenir y luchamos con entusiasmo, porque se nos hizo reaccionar y comprender que somos un pueblo joven dotado de las mejores aptitudes para luchar con éxito en los campos de la civilización y la cultura.

Somos un conglomerado difícil de conducir, pero muy fácil de convencer con las buenas razones.

Trujillo en sí es una razón hecha carne en holocausto del progreso dominicano.

Con Trujillo en la Presidencia de la República, nuestra senda seguirá siendo el camino del triunfo; sin Trujillo en esta hora conflictiva que vive el mundo americano, amenazado como se encuentra por la hidra del Materialismo Histórico, nuestro país se expone a convertirse en lo que Don José Ortega y Gasset llama “un Ulises al revés, que se liberta de su Penélope cotidiana entre escollos navega hacia el brujería de Circe”.

*

La obra del Presidente Trujillo en el campo de la política internacional.

Como hombre de Estado, el Presidente Trujillo pasa del lenguaje de la palabra al lenguaje de la acción con la misma firmeza con que los héroes cantados por Homero, pasaban del ágora al campo de batalla a escribir con letras de fuego la historia de su patria.

De ahí nuestra fe en seguirle, como si brotase de su entendimiento la luz que en este difícil período de la existencia humana, debe iluminar nuestro destino.

El espíritu de la dominicanidad pensante: esto es, el de la dominicanidad en función histórica, tuvo en los forjadores de la Patria Dominicana, el germen que nos hizo advenir al concierto de los pueblos libres; pero el sentido existencialista, el contenido emocional, la postura que conviene a este conglomerado en su desarrollo histórico, lo hemos encontrado en el Presidente Trujillo, después de haber asistido, con los ojos desorbitados por la incertidumbre, a la algarabía de cincuenta y seis asonadas revolucionarias obstaculizando las gestiones administrativas de cuarenta y tres Presidentes de la República.

La “multiplicidad cuantitativa” de las obras de progreso material realizadas por el Presidente Trujillo, se manifiesta paralelamente con nuestro crecimiento como seres espirituales: y en esa actitud se equilibran y armonizan las tendencias antinómicas de la civilización y la cultura, cuya pugnacidad en la órbita del pensamiento moderno es la misma que preconizaba Renato Descartes en los principios del siglo XVII, al estudiar en sus principios filosóficos el dualismo de la materia y el espíritu.

Cuando aparece el Presidente Trujillo en el escenario político, dispuesto a librar la batalla que ha dado grandeza al País y gloria a su nombre, nuestro desinterés respecto a los problemas de política internacional era tan notorio como el descrédito económico y la incapacidad diplomática que gravitaban sobre las páginas de la historia patria.

El arreglo definitivo del litigio fronterizo con Haití, fue el primer hito fijado por nuestro Gobierno en el ámbito de la política internacional.

El problema era amenazante desde dos puntos de vista; porque una turba infrahumana, agitada por el vou-dou, tomaba doble espacio vital: el agro dominicano, fértil para el trabajo, y el alma de nuestros compatriotas de las regiones fronterizas, amenazadas por el culto nigromántico de sus vecinos de Occidente.

Resuelto el litigio en su aspecto topográfico, mediante el Convenio Trujillo-Vincent, de 1935, ratificado por ambos Presidentes el 14 de Abril de 1936, la política del Presidente Trujillo en la Frontera, se endereza hacia este fin: terminar con el estado de insalubridad moral que el doctor Américo Lugo puso a cargo del Gobierno dominicano en julio de 1907, cuando en la Suprema Corte de Justicia de Santo Domingo, hizo brillante defensa del nombrado Julián de los Reyes, víctima juvenil de las supersticiones que allende la línea fronteriza tienen una gran mayoría de seres a expensas del Bocó y su cuadrilla de zánganos.

“La culpa de la existencia de aquellas supersticiones horribles que hoy le tienen al borde de la tumba es más vuestra que de él; –dice el doctor Lugo, dirigiéndose a los jueces–: Mientras el Gobierno no esté en condiciones de desafricanizar las fronteras difundiendo la instrucción por todos los ámbitos de la República, no debe desoír el clamoroso ruego de los que, como Julián de los Reyes, viven fanatizados por las más horribles supersticiones africanas”.

La nacionalización de las regiones fronterizas, responde a un interés patriótico que aún no hemos evaluado en su justa valoración. En aquellas tierras, inhóspitas hasta ayer, el Benefactor de la Patria es la savia del dominicanismo integral desbordándose con ímpetu de torrente.

Pablo Mamá y su caballo pardo, se esfumaron en el paisaje caldeado de la Frontera, como derretidos por el sol de fuego que pone constantemente resplandecimientos de oro en la llanura ingrávida, nostálgica de frondas, para vivir tan sólo en la novela de Freddy Prestol. Jinete y corcel penetraron en el horizonte “a trote largo” en un viaje que no tiene retorno.

Próximo a dirimirse el conflicto fronterizo con Haití, la política internacional del Presidente Trujillo se orienta hacia nuevas directrices.

En la Conferencia Interamericana de Consolidación de la Paz que inicia sus trabajos en Buenos Aires, el día 3 de Diciembre de 1936, el estadista dominicano presenta el Proyecto de una Liga de Naciones Americanas.

Sin ser nuevo, el ideal de solidaridad interamericana no ha tenido en todo momento la plenitud del contenido que quiso darle Simón Bolívar, como fundador de las libertades en Hispanoamérica y en su calidad de iniciador del Congreso Panameño de 1826, areópago que con el transcurso del tiempo inspiró la razón de ser de la doctrina panamericanista. Al período de gestación que va del Congreso Panameño al Congreso Jurídico de 1889, en el cual comenzó a determinarse la fisonomía histórica y el acervo ideológico del Panamericanismo, siguió un largo período en cuyo transcurso el espíritu de la solidaridad se convirtió en mito, toda vez que la igualdad jurídica de los Estados pequeños o grandes; el respeto y la fiel observancia de las obligaciones internacionales; la renuncia a las guerras de agresión y de conquista; la garantía colectiva de la independencia territorial; la independencia y soberanía política; el principio de no intervención en los asuntos internos de otro país, y demás postulados que emanaron de los congresos panamericanos, fueron objeto de flagrantes violaciones.

El Proyecto de la Liga de Naciones Americanas presentado por el Presidente Trujillo, pone a cargo del organismo propuesto, entre otras finalidades, las de robustecer los vínculos de solidaridad y cooperación, consolidar la paz y proscribir la guerra como medio de resolver los conflictos internacionales en el Nuevo Mundo, así como garantizar la seguridad colectiva, la igualdad jurídica y el respeto mutuo de las naciones americanas, promoviendo su asociación y acercamiento.

En la Conferencia de Buenos Aires no se llegó a un acuerdo respecto a la creación de la Liga de Naciones Americanas e igual resultado se obtuvo en la Octava Conferencia Internacional Americana, la cual tuvo su sede en Lima dos años después; pero al irrumpir la Segunda Guerra Europea, se puso de relieve la gran visión que tuvo el Presidente Trujillo al concebir su Proyecto, ya que, a la hora en que las Naciones Unidas necesitaron la cooperación hispanoamericana para combatir al Nazifascismo, no hubo acuerdo unánime ni acción conjunta, aún cuando las graves circunstancias del momento exigían una y otra cosa.

Pruebas inequívocas del interés que inspiran al Presidente Trujillo los principios de solidaridad interamericana lo son, junto a la idea de la Liga de Naciones del Hemisferio Occidental, el concurso prestado a la Comisión de Neutrales que gestionó en Washington la obtención de fórmulas pacíficas para terminar la Guerra del Chaco, sostenida por las hermanas repúblicas de Bolivia y Paraguay, así como su intervención en el conflicto de Leticia, el cual puso en pié de Guerra a Perú y Bolivia, dando margen a la acción internacional que solicitara el arreglo de la disputa por medio del arbitraje.

En ocasión de la Guerra Civil Española, la República mantiene de manera irrestricta el Derecho de Asilo Político, y nuestra Legación en Madrid acoge en su seno a cuantas personas hubieron menester de su abrigo, actitud ésta no menos levantada que la asumida en la conferencia de Evián, en la cual se ofreció hospitalidad a los perseguidos por las potencias totalitarias.

Al efecto, el 30 de Enero de 1940, fue concertado un Convenio entre el Gobierno Dominicano y la Asociación para el Establecimiento de Colonos en la República, presidida por el Sr. James N. Rosenberg.

Y desde la hora del artero ataque del 7 de Diciembre de 1941, perpetrado por el Japón en Pearl Harbor, nuestro sitio de combate estuvo al lado de los Estados Unidos y sus aliados, en unión de quienes se derramó nuestra sangre en aras del derecho y la justicia.

Declarando la guerra al Imperio Japonés, y luego al Reich Alemán y al Reino de Italia, como lo hizo, cumplió la República con las obligaciones que adoptaron las naciones del Continente mediante la Declaración decimoquinta votada en la II Reunión Consultiva de Cancilleres que se efectuó en la capital de Cuba, sobre asistencia recíproca y cooperación defensiva de dichas naciones.

La personalidad dominicana comienza a levantarse después de muchas caídas en el campo de los problemas internacionales.

Unida la nobleza de intención a la rectitud de concepto, nos reintegran al disfrute de la confianza y del respeto que habíamos perdido por falta de solvencia, de capacidad administrativa y de concordia en el desenvolvimiento de nuestra vida doméstica,

Nuestro Gobierno se orienta hacia una política ventajosa en el concierto universal: convenciones y acuerdos destinados al mejoramiento de los principios jurídicos, económicos, sociales y culturales y al robustecimiento de los ideales de la solidaridad y la justicia, son suscritos y ratificados por nuestro país con su acostumbrada buena fe. En congresos y conferencias del Viejo y del Nuevo Mundo, suena la voz de la República con austeridad y templanza.

No creo en la Paz Perpetua que preconiza Kant, concibiéndola con sujeción a un derecho de ciudadanía mundial que por sus proyecciones se eleva a la categoría de Derecho Público de la Humanidad; pero entiendo que una forma de hacer duradera la paz entre los hombres, reside en la conducta jurídica de los Estados al tratar los problemas inherentes de su vida de relación.

En este sentido, la sensatez de nuestro Gobierno debe ser valorada de manera especial.

El sistema de ética política que hemos seguido en nuestras relaciones exteriores, no se aparta del ideal de la justicia, fuerza que da en cuanto a las naciones consideradas dentro de la sociedad internacional, lo mismo que ha dado el espíritu al individuo considerado como ser natural, para que se convierta en persona; esto es el concepto de racionalidad.

Orientado en otro sentido, el sistema de ética política del Presidente Trujillo, lleva el País a la reivindicación de su autonomía económica.

La historia de los descalabros financieros ofrece en nuestro país un panorama sombrío. El disfrute de las dignidades vinculadas a la Segunda República, adviene entre nosotros cabe un estado de miseria y abandono que, asociado al monstruo de las discordias civiles, determina en el Gobierno la forma de vida parasitaria a la cual se enfrentó el Presidente Trujillo con energía y clarividencia hasta convertirse en el Restaurador de la Independencia Económica de la República.

El primer empréstito hecho por el Gobierno dominicano se lleva a efecto con la Casa Hartmont y Co. de Londres, en 1869, en el primer período presidencial de Buenaventura Báez, habiendo degenerado en un turbio negocio que proporcionó a Hartmont y Co, cien mil libras esterlinas y al Gobierno de Báez cincuenta mil libras.

Luego viene Westerndorf y Co., de Amsterdam, quienes facilitaron al Gobierno de Ulises Heureaux en 1888, valor de setecientos setenta y seis mil libras esterlinas y obtuvieron el derecho de intervenir en las importaciones y exportaciones.

Westerndorf y Co. transfiere sus derechos a la Santo Domingo Imponement, de New York, en 1892; pero en la transferencia, la deuda aumenta a dos millones de libras esterlinas.

El 31 de Marzo de 1905, celebróse entre los Gobiernos de Estados Unidos de Norteamérica y la República Dominicana, un Convenio de Modus Operandi, mediante el cual se confirió el cobro de nuestras rentas aduaneras a un Receptor General de Aduanas nombrado por el Presidente de Estados Unidos, como resultado de la desorganización financiera que impedía al Gobierno dominicano cumplir las obligaciones económicas que había contraído.

Ratificóse este Convenio por medio de la Convención del 8 de Febrero de 1907, la cual fue reemplazada por la del 27 de Febrero de 1924.

Procede mencionar al respecto una frase de Teodoro Roosevelt, felizmente recordada por Pedro González Blanco, en su obra titulada Trujillo, o la Restauración de un Pueblo: “La posesión de las aduanas equivale a tomar posesión de una parte del territorio.”

Al asumir las funciones de Primer Magistrado de la Nación, el Presidente Trujillo venía a gobernar un País cuya desesperante condición económica fue agravada por la presencia de un huracán cuya velocidad se calcula en doscientas millas por hora.

En un período de dieciocho meses, a partir del mes de Marzo de 1930, nuestro Gobierno estaba obligado a cancelar, y así lo hizo, una cantidad de bonos ascendente a más de la sexta parte de la Deuda Externa, cuyo monto era de veinte millones de pesos.

En el ínterin, las rentas nacionales mermaban en relación proporcional a la grave crisis que azotaba el mundo y en una escala descendente que bajó de quince millones, en 1927, a siete millones de pesos, en 1932, correspondiendo a las entradas aduaneras en ese mismo proceso regresivo, una disminución de cinco millones novecientos mil pesos a dos millones setecientos mil pesos.

Impelido por tan poderosas circunstancias, el Gobierno dominicano planteó al Gobierno norteamericano su decisión inaplazable de suspender los pagos de amortización, limitándose a cubrir los intereses correspondientes a la Deuda.

Esta actitud, si bien era contraria a las estipulaciones de la Convención, obedecía a necesidades urgentes.

Promulgada la Ley de Emergencia, nuestro Gobierno pudo contar con un millón quinientos mil pesos anuales, procedentes de las rentas aduaneras, después de pagar los intereses de los bonos externos y los gastos de administración de la Receptoría General de Aduanas y del Agente Especial de Emergencia creado por dicha Ley.

Preciso es poner de relieve que los ingresos con que contaba el Gobierno para subvenir sus gastos, habían disminuido en unos doscientos veinticinco mil pesos mensuales.

Cuando en Agosto de 1934, el Presidente Trujillo puso de manifiesto su decisión de reintegrarse al cumplimiento de las estipulaciones de la Convención, después de haber dado un ejemplo digno de toda emulación, pagando puntualmente todos los intereses íntegros sobre los bonos externos en plena crisis mundial, el Gobierno de Washington, por medio de su Departamento de Estado, elogió la política financiera de nuestro ilustre conductor.

Obtenido el Reajuste de la Deuda Externa, el Presidente Trujillo endereza sus esfuerzos a elevar las posibilidades adquisitivas del País, para cumplir con los onerosos compromisos contraídos.

El Tratado Trujillo-Hull, suscrito en la capital de los Estados Unidos el 24 de Septiembre de 1940, y ratificado en esa misma urbe, el 10 de Marzo de 1941, constituye el primer triunfo obtenido por el estadista dominicano en la ruta de nuestra autonomía económica.

En virtud de este acuerdo, desde el primero de Abril de 1941, las aduanas de la República fueron entregadas al Gobierno dominicano: y el Banco de Reservas, fundado en virtud de una Ley del Congreso Nacional, fue desde aquel momento el único depositario de los fondos y rentas del Gobierno, en sustitución de la Sucursal de The National City Bank of New York, en Ciudad Trujillo.

En lo adelante, la restauración financiera de la República fue obsesión en el ánimo del Presidente Trujillo.

Siendo la libertad política, como lo es, una consecuencia de la libertad económica, el conductor de los destinos nacionales sentía sobre sus hombros el peso que gravitaba sobre los emblemas de la Patria, con motivo de la servidumbre a que la sometieran la incapacidad y el desamor.

Cuando el 21 de Julio de 1947, el esforzado paladín de nuestra liberación económica entregó al Representante de los Tenedores de Bonos de la Deuda Externa de 1922 y 1926, un cheque por valor de nueve millones doscientos setenta y un mil ochocientos cincuenta y cinco pesos con cincuenta centavos en virtud de la Ley n.º 1484 del Congreso Nacional, sintiendo sobre sus hombros el espaldarazo de la gloria, hizo su entrada en el Olimpo  de la proceridad.

Maravillosa hazaña ha sido para el apostólico Cordell Hull esta nueva gesta patriótica del Presidente Trujillo; maravillosa hazaña en razón de la cual, según el mismo insigne estadista norteamericano, sus servicios serán recordados por largo tiempo en los anales de la historia patria.

Con el eco de tan portentosa gesta repercutiendo en todos los ámbitos de la actualidad nacional, la voz de la república suena en la Conferencia Interamericana de Río de Janeiro, Brasil, en cuya tercera sesión plenaria, el Canciller dominicano fijó los principios fundamentales de la Política Exterior del Presidente Trujillo, vivificando y fortaleciendo el ideal de solidaridad interamericana y el respeto que debemos a las obligaciones contractuales sobre las cuales descansa la estabilidad jurídica del Continente de la Esperanza.

A este mismo ideal de solidaridad entre las naciones del Nuevo Mundo, débese la posición adoptada por el pueblo dominicano tan pronto como se pretendió malograr la estructura democrática de nuestras instituciones, favoreciendo el incremento de la doctrina comunista.

El Hon. Presidente Trujillo, considera con razón harto justificada que para el mantenimiento de la seguridad continental estamos en la obligación de enfrentarnos al comunismo en una lucha sin tregua, ya que se trata de una filosofía demoledora y egoísta que pretende estrangular la organización económica, política y social del mundo en aras del Materialismo Histórico.

El Benefactor de la Patria Dominicana, asume en América, y muy especialmente en la Cuenca del Caribe, el ejercicio de todas las virtudes que deben ser encaradas a la técnica anarquizante del Marxismo.

El reducido grupo de dominicanos, tan obstinados como insensatos, que en convivencia con las Brigadas Internacionales organizadas en el Kremlin para actuar en el Nuevo Mundo en una empresa quimérica y malvada a la vez, organizaban una invasión a mano armada contra la República Dominicana, parecían ignorar que nosotros, orgullosos hoy más que nunca del insigne adalid que rige los destinos patrios, estamos dispuestos a defender en la tierra, en el aire y en los mares, los ideales del Trujillismo, verdadero sistema de evolución progresiva para el pueblo dominicano, que es, a un mismo tiempo, epopeya de trabajo y piedra angular de la paz del presente y la paz del futuro.


[ Edición íntegra del texto contenido en un opúsculo impreso sobre papel en Santiago de los Caballeros, 1947, República Dominicana, de 32 páginas. ]