Filosofía en español 
Filosofía en español

cubierta

 
Rodolfo Gil Benumeya

 
Hispanidad y Arabidad

 
Ediciones Cultura Hispánica
Colección Hombres e Ideas
1953

 

 
acabose de imprimir este libro en los
talleres gráficos de juan benzal,
calle de hartzensbuch, 9.
madrid, el 6 de enero
de 1953, día de la
epifanía del señor.

 

[ Cubierta y colofón: 1953 · portada: 1952 · contracubierta: Precio: 40 ptas. ]




Índice




 
Introducción

Don Miguel de Cervantes Saavedra, tanto en nombre propio como en el de su supuesto doble arábigo Cide Hamete Benengeli, contaba en un capítulo de la segunda parte del Quijote cómo el buen Sancho Panza, regresando de su perdida ínsula Barataria, encontró a su viejo amigo y paisano el morisco Ricote, quien le ofreció compartir con él un tesoro que había dejado escondido. También España, cuando después de 1898 perdió sus ínsulas en el Atlántico y en el Pacífico, se encontró de pronto con un antiguo más que amigo pariente, es decir, con el moro y el morisco Marruecos, que le ofreció compartir el tesoro desde hacía tiempo escondido, es decir, el del arabismo, en el cual la España imperial cordobesa islámico-cristiana, que se llamó Alandalus, había sido una de las brillantes cabeceras. Esto era tanto más oportuno cuanto que el arabismo del anteayer medieval y el hispanismo del ayer americano, después de haberse enlazado en la Granada de las capitulaciones, se acababan de volver a encontrar en las anticipaciones también granadinas de Ángel Ganivet, con el cual la orientación hispana de Ultramar y la africano-mediterránea aparecieron, pues, como dos direcciones que podían completarse equilibradamente.

Sin embargo, hasta 1925 no pudo comenzarse a enlazar ambas cosas. Entonces coincidimos en Madrid el doctor Estéfano, ex primer presidente de la Academia Árabe de Damasco, y el autor de esta Introducción. El doctor Estéfano, residente en América, se había consagrado con empeño a unir y coordinar las actividades de los cientos y cientos de millares de árabes emigrados e hijos de árabes que residen dispersos por todo el nuevo continente colombino, no sólo respecto a la exaltación de su espíritu racial y cultural colectivo, sino a su ayuda al esfuerzo de grandeza de los países iberoamericanos, a cuyo adelanto se habían llegado a incorporar. Yo entonces ponía mi mayor afán en procurar que a la cuestión de Marruecos, con la cual el Estado español se encontraba entonces tan ocupado como preocupado, perdiese el aire de cosa aislada e incluso de problema exótico llamado falsamente «colonial» o «africanista». Para recuperar sus dimensiones exactas de nexo con la tradición hispana que hacía del actual Marruecos como una supervivencia de la parte arabizada de España medieval. Se trataba, pues, en el empeño de Estéfano y el mío, de dos orientaciones para quitar a grandes sectores de arabismo unos falsos enfoques de extranjería y de aislamiento, devolviéndoles su sentido hispano necesario. Hicimos, pues, una común adaptación de los planes. Estéfano murió tiempo después en Argentina, después de haber destacado un sentido ampliamente americano. Yo estuve años y años en Marruecos, Siria, Egipto, &c., en contacto personal con todos los sectores del arabismo que se rehacían, pudiendo comprobar continuamente que el problema árabe nunca será para España igual que para las demás naciones, pues sólo España está espiritualmente dentro de él.

Las líneas directrices naturales, o las consecuencias indispensables de este período de veintisiete años de labor en los dos mundos de idioma árabe y de idioma español, es lo que se presenta brevemente en las páginas que siguen, sin ningún propósito personal ni pretensiones de sacar consecuencias o programas. Solamente con la intención de trazar el esquema objetivo de una cuestión de enlace que es fundamental para todo rumbo exterior español y trazarlo de la manera más sintética posible. Sin olvidar la advertencia de que los términos de «Mundo árabe» y «Arabidad» se refieren al conjunto de países y territorios en los cuales el árabe es lengua única o preponderante y, por tanto, están unidos con los lazos culturales de ese magnífico idioma. Es decir, que no se tienen en cuenta motivos raciales ni religiosos, pues entre los árabes hay gentes de sangres diversas y creencias distintas.

A todo lo cual sólo resta añadir una dedicatoria especial y afectuosa. Para los amigos árabes de América, que unen en su vida las dos espléndidas realidades de dos magníficas estirpes.




 
I
El arabismo como factor interno español

Los resultados de las recientes investigaciones históricas sobre los orígenes de la formación de España durante los siglos antiguos y medievales han demostrado que la influencia de los factores humanos llegados desde las costas mediterráneas orientales de los países sirios y otros países vecinos, como Asia Menor, Arabia, &c., constituyen uno de los elementos esenciales del complejo hispano peninsular. Hasta hace poco tiempo predominaba en la creencia vulgar el prejuicio de suponer que dichos elementos, a pesar de ser evidentes, habían actuado como un factor exótico, es decir, que no estaban fundidos, sino superpuestos, porque habían sido el resultado de una invasión. Este prejuicio era, a su vez originado por la creencia de que el arabismo español comenzó con la conquista musulmana del año 710 al 713 y que terminó con la conquista de Granada el 1492, es decir, se identificaba el arabismo general con la creación y la existencia en la Península Ibérica de Estados musulmanes. Sin embargo, resulta que, así como en el lado Este del mar Mediterráneo los pueblos originarios de la península de Arabia o entroncados con ella habían creado, desde muchos siglos antes de la aparición de la religión musulmana, distintos núcleos políticos, raciales y culturales netamente árabes (incluso dentro de lo helenístico y lo romano), lo cual demuestra que lo árabe no comenzó con Mahoma y el Islam, aunque el Islam diese al arabismo su mayor irradiación, en la Península Ibérica muchas de las influencias llegadas desde el lado mediterráneo levantino, desde los tiempos de las primeras colonizaciones, fueron ya casi árabes, aunque sin llevar ese nombre.

Cierto es que el factor humano primitivo peninsular, representado esencialmente por los iberos en la mayor parte del suelo, además de los vascos y otros elementos en el sector pirenaico, fue siempre más numeroso y extendido que el factor mediterráneo oriental o levantino. Este último actuó casi solamente pegado al litoral o muy cerca de él, por lo cual no arraigó entonces tan efectivamente como, por ejemplo, los celtas, que, a pesar de llegar a España a última hora, tomaron pronto una fisonomía netamente local, porque, lo mismo que los iberos, se fijaron sobre el terreno como población campesina, mientras que los levantinos eran en gran parte navegantes y mercaderes. Sin embargo, los levantinos, además de poder ir poco a poco mejorando su posición por lo continuo del movimiento inmigratorio, que, aunque lento, fue también ininterrumpido desde once siglos antes de la Era cristiana hasta las postrimerías del Imperio romano, tuvieron la superioridad de su mayor cultura y organización, que les permitió ser como un injerto fresco y vivificador sobre el rudo árbol ibero, como una levadura que, aunque escasa, hiciese fermentar grandes masas de harina. Después, lo griego y lo romano y lo visigodo aportaron más fermentos o reactivos, pero a la par seguían llegando elementos levantinos. Por eso, a última hora, el musulmanismo llegado del mismo Levante absorbió fácilmente lo romano y lo godo en una última síntesis definitiva con forma siríaca y materia española.

Así, pues, no se trata, respecto a lo árabe o lo arabizado, de algo que llegase a España bruscamente en cierto momento de la Edad Media, se expandiese no menos bruscamente, a modo de inundación, y como las inundaciones, se fuese luego retirando poco a poco, aunque dejando aquí y allá trozos sueltos empapados. Sino más bien de plantaciones humanas sobre un fondo también humano más permanente que hacía de suelo. Entre lo plantado arábigo y el terreno hispano se produjo algo original que no era ni lo uno ni lo otro, a pesar de tener las cualidades y calidades de los dos. Pero lo estimulante y lo estimulado, lo levantino y lo local, quedaron como cosa propia del sitio donde se fundieran, como factores internos de lo español completo.

 
«Hispania» en sus orígenes sirio-libaneses

Entre el año 3200 y el 2700, es decir, contemporáneamente al Egipto de las primeras dinastías faraónicas, se señalaban relaciones comerciales y religiosas del reino del Nilo con Gebail o Biblos, que en las costas del Líbano pasaba por ser la ciudad más antigua del mundo. Parece ser que Biblos nació hacia el cuarto milenario, después de una gran emigración o dispersión que llevó desde Arabia al Líbano a los fenicios. El nombre de éstos, «PUN» o «PUNI», parece indicar su procedencia de la «tierra de Punt», productora de oro e incienso, que por esos productos se identifica con Arabia del Sur o «Arabia Feliz». Muchos siglos más tarde, autores griegos, como Herodoto, insistían sobre la procedencia fenicia de los bordes del mar Eritreo o Mar Rojo, aunque Estrabón, ya en época del Imperio romano, hacía notar que en su tiempo quedaban ciudades con nombres púnicos, como Tiro y Arved, en la otra costa de Arabia que da al Golfo después llamado «Pérsico». De todos modos, los indicios coincidían en apuntar que los fenicios comenzaron por ser un pueblo litoral arábigo, aunque al cabo del tiempo fueron modificados por su residencia en la costa libanesa, donde recibieron diversas influencias de pueblos vecinos y por su nuevo tráfico marítimo.

Hay motivos para sospechar que desde los comienzos de ese tráfico los púnicos de Biblos llegasen hasta las costas del sudeste de la Península Ibérica, donde en abundantes excavaciones se han encontrado gran cantidad de objetos de material y aspectos semejantes a otros de Egipto, Arabia y Mesopotamia, cuya importación fenicia primitiva es posible, aunque no segura. Por ahora las primeras referencias históricas seguras que se tienen de Fenicia en España son las del año 1100 al 1000 (a. de J.-C.), cuando desde la nueva capital libanesa de Tiro salieron los fundadores de Cádiz o Gadir, que primero fue una simple factoría, hasta que siglos después (posiblemente hacia el 800 a. de J.-C.) los tirios se apoderaron de todo el Sur español entre el Guadiana y el cabo de la Nao, después de vencer y derribar a un reino que allí habían fundado siglos atrás los tartesios, pueblo local de supuesto origen en el Asia Menor. Y los casi seiscientos años que siguieron hasta el 210 (a. de J.-C.) fueron florecientes testigos del arraigo del Estado fenicio en el Sur español, junto con Cádiz, Malaka (Málaga), Sexi (¿Almuñécar?), Abdera (Adra), Carteya en el centro del actual golfo de Gibraltar, Onuba (Huelva), Asidón (Medina Sidonia) y otras varias seguras. Además de la posible superposición fenicia sobre ciudades anteriores en Hispalis (Sevilla) y Corduba (Córdoba).

Al estadillo fenicio del Sur español, que en cierto modo seguía directamente relaciones con Tiro, sucedió el también fenicio de los cartagineses, fundadores de la norte-africana Cartago en 814, ocupantes de Cádiz desde el 206 (a. de J.-C.) y definitivos conquistadores de dos tercios de la Península entre 238 y 221 (a. de J.-C.). A pesar de esa conquista, que les llevó hasta las regiones del Duero y el alto Ebro, su base principal fue la misma que la de sus parientes los de Tiro, es decir, las zonas entre la desembocadura del Guadiana y el cabo de la Nao, en la cual reforzaron su presencia con la creación de ciudades nuevas, como Qart-Hadachat (Cartagena), Akra-Leuke (Alicante), y las atalayas avanzadas marinas de Ebysos (Ibiza) y Magón (Mahón), en Baleares. En todo ese período cartaginés, lo esencial fue, por una parte, el empeño de actuar precisamente en el Sur y Sureste, sobre las anteriores bases fenicias, y respecto a las zonas conquistadas a los iberos en el centro peninsular, el hecho de que, después de los primeros choques, muy breves, los iberos se hicieron fieles seguidores del caudillo cartaginés Hanníbal, formando iberos el núcleo principal del ejército que tomó la colonia griega de Sagunto y con el cual Hanníbal obtuvo luego sus triunfos en Italia. En cambio, Roma tuvo que luchar desesperadamente contra los habitantes del sur y el centro de España durante dos siglos con guerras tan empeñadas como las de Viriato y Numancia. Lo cual fue una demostración indirecta del arraigo y la habilidad de acción de los jefes libaneses respecto a las gentes del país ibero.

Durante los siglos en que España formó parte del Imperio romano, el arraigo en el Sur y Sureste del factor humano siriolibanés no desapareció nunca, sino que sobrevivió tenazmente bajo la universalidad romana, a pesar del uso del idioma oficial latino y de la llegada de elementos imperiales patricios, como los que el pretor Claudio Marcelo instaló en la ciudad de Córdoba. Entre las causas que facilitaron dicho arraigo tenaz figuró la concesión de autonomía municipal a Cádiz, que tenía magistrados de origen púnico. Y prueba característica entre las más evidentes del estilo levantino de la cultura del sur hispano durante aquel período fue el éxito de las bailarinas de Cádiz, las «Puellæ gaditanæ», célebres por sus danzas de brazos y castañuelas, danzas tan semejantes a otras también femeninas de Egipto y Siria, que Marcial las identificaba mentalmente diciendo: «Cantica qui Nili, qui Gaditana susurrat». Luego fue la vinculación de los paganos de las provincias Bética y Cartaginense a falsas deidades mitológicas de indudables orígenes púnicos y arábigos, como, por ejemplo, Salamboo forma de la púnica Astarté, adorada en Hispalis; Dusares, «Dios de las viñas», o sea el Baco de Siria; Al Lath, la diosa del desierto, que se llamaba «Atenea de Arabia», y, sobre todo, Melkart, el Hércules fenicio-cartaginés adorado en el gran templo de Cádiz.

También la llegada del cristianismo representó no sólo el hecho religioso de la evangelización, sino una aportación de nuevos elementos levantinos, pues parece ser que varios de los «Varones Apostólicos» que acompañaban en la predicación al Apóstol Santiago procedían de la región de Damasco, que entonces formaba parte del reino árabe Nabateo, tributario de Roma. Después comenzó a organizarse la Iglesia española, apoyándose en la sede de Cartago (donde, según testimonio de San Agustín, la lengua del pueblo no era el latino, sino el púnico). Llegando, por último, a ser la figura más eminente del cristianismo la del obispo de Córdoba, Osio, consejero de Constantino y redactor del Credo o símbolo de la fe cristiana, a quien sus contemporáneos llamaban «un egipcio de España», como expresión de su levantinismo.

Especial importancia, tuvo durante el período romano y el dominio visigodo que le siguió, el hecho de que estuviese incorporada a España como provincia meridional anexa a la Bética de Sevilla una gran parte de lo que luego se llamó Marruecos y entonces se llamaba Hispania Tingitana, no sólo porque dicha Tingitana afianzaba el contacto conservado con el antiguo foco púnico, aún activo de Cartago, sino porque en Marruecos, desde el tiempo del sevillano Adriano, que fue emperador de Roma, guardaban la frontera del Sur tropas de los desiertos sirios del Jordán y de Palmira, que eran beduinos arábigos de pura raza. Durante el período visigodo fue también cuando en todos los puertos del Mediterráneo eran famosos los sirio-libaneses, que conquistaron los mercados desorganizados de Europa meridional después de pasada la invasión de los bárbaros, siendo en todos los puertos del Mediterráneo famosos estos SYRI que tenían factorías en Italia, Francia, España y África del Norte. Parece ser que un gran núcleo de SYRI llegó a España cuando las tropas del Imperio romano de Oriente en tiempos del emperador Justiniano y de su esposa la sirio-libanesa Teodora reocuparon todo el Sudeste entre Valencia y Córdoba y lo conservaron hasta el año 621, en que conquistaron el Sudeste los visigodos. Dicha ocupación imperial se hizo con el apoyo de la población hispana local, mientras que, en cambio, el resto del sur hispano, que desde el principio perteneció a los godos, es decir, Sevilla y Tingitania, pasó parte del tiempo en continuas rebeldías, siendo al fin Tingitania, con el llamado Don Julián, y Sevilla, con Don Oppas, las puertas de la ocupación y conquista de los árabes musulmanes mediante el apoyo de gran parte de los habitantes.

 
Hispanismo romano en Siria y en Arabia

Respecto al Estado árabe-musulmán de Damasco (del que España pasó a ser dependencia o región extrema después de la batalla del Barbate o Guadibakka), se ha podido demostrar, con abundante acumulación de datos, que sus creadores, los Omeyas, pusieron especial empeño en organizarlo, continuando las formas del Estado bizantino, que en Siria y comarcas vecina, apenas había alterado las normas impuestas desde que el Imperio romano se estableció sólidamente sobre los territorios de Levante o Próximo Oriente mediterráneo. Y lo esencial de ese pasado establecimiento romano, desde la costa fenicia por Siria al interior del desierto romano, fue el hecho de haber resultado como una devolución de acción en sentido inverso de la que antes habían realizado en el Sur, el Levante y el centro de España las gentes de Fenicia, Siria y Arabia. Porque Trajano y Adriano, los dos emperadores españoles nacidos junto a Hispalis, es decir, en pleno Sur ibero-tartesio-fenicio, fueron quienes realizaron la anexión a Siria, hasta entonces casi sólo litoral y predominantemente libanesa, de las comarcas interiores del país de Damasco, el del Jordán y la «Badiya» o estepa de Arabia septentrional. En esa empresa, Trajano fue el realizador y Adriano el consolidador. El primero, después de incorporarse por breve conquista el reino tributario de los árabes nabateos de Petra y Damasco (que dominaban entre cerca del Alto Eufrates y la parte de la costa del Mar Rojo más cercana a la región de Medina y Meca), consiguió que esos árabes fuesen el núcleo principal del ejército con que sobre el Eufrates el universalismo romano actuó contra el Imperio persa, núcleo de jinetes en caballos y en camellos, con lo que eficazmente cooperaban legiones de infantería, que era entonces allí, en su mayor parte, española. Y, en cierto modo, repitió Trajano así en Levante, con las tribus guerreras árabes, lo que siglos atrás había hecho en España el hispano-púnico Aníbal con las tribus guerreras iberas de la meseta.

Adriano organizó en un bloque las dos provincias de Siria y Arabia, incluyéndose en la primera al Líbano, Antioquía y Palestina, y en la segunda las zonas situadas entre Damasco, el Éufrates, el Jordán, el Mar Rojo el desierto de Arabia central. Había, además, un pequeño estadillo tributario árabe, el de Palmira, también sobre el Éufrates. En las ciudades de ambas provincias, que fueron activos centros artesanos y comerciales caravaneros, predominaban las gentes de orígenes púnico-siríaco y siríaco-árabe, aunque la mayor parte de esas gentes tuviesen ciudadanía latina. Damasco fue centro, cabecera y capital natural de las dos provincias combinadas, tanto en lo económico como en lo cultural. Políticamente, el sistema romano se mantenía por una combinación de la administración de los funcionarios sirios damasquinos, y de la defensa las tropas fronterizas, integradas en su mayor parte por árabes puros que residían en campamentos fijos con sus familias, aunque también hubo una serie de fortalezas enlazadas frente a los persas. Y fue esencial desde el cristianismo el papel que desempeñó la provincia Arabia, rápidamente convertida, cuyos obispos fueron los más entusiastas apoyadores del cordobés Osio en el Concilio de Nicea.

Después de que durante la época del Imperio bizantino el sistema gubernamental de Roma se prolongó en forma de laxa, al crearse en Damasco el Jalifato de los Omeyas, como primer Imperio árabe realizado por la nueva fuerza religiosa del Islam, las normas de Trajano y Adriano y sus sucesores volverían a aplicarse íntegramente, aunque adaptadas a la nueva realidad del Estado musulmán. Así, Damasco volvió a ser la cabecera, los funcionarios sirios organizaron la administración del Jalifato, los campamentos permanentes de guerreros árabes del desierto, con sus familias, fueron la principal fuerza militar, y los fortines que Trajano había construido en el desierto fueron luego arreglados por los soberanos Omeyas para que les sirviesen de palacios, destacando los de Amman, Qasr el Heir, Machatta, &c. Sin que la existencia del cristianismo local sirio-arábigo fuese un obstáculo, pues los cristianos gozaron de toda clase de derechos, e incluso llegaron a ocupar cargos de consejeros y ministros de los jalifas, como ocurrió con familiares del famoso Padre de la Iglesia San Juan Damasceno, el cual fue, por cierto, amigo íntimo de un célebre Jalifa.

 
Continuidad en el Estado hispano-árabe

Al desaparecer el Jalifato de Damasco, sustituido por el Jalifato de Bagdad, en el cual las tradiciones siríaco-arábigas, en cierto modo mediterráneas, fueron reemplazadas por otras en gran parte persas e indias; la herencia de lo que Damasco había sido pasó íntegramente a España desde que el fugitivo Abdurrahmán I hizo de Córdoba la capital de un Emirato español independiente. El Estado hispano-arábigo que Abdurrahmán I creó fue la reunión del tradicionalismo damasquino importado y del otro tradicionalismo local del Sur y Sureste español, que se asemejaba al primero, mientras que en las nuevas aportaciones fueron predominando cada vez más intensamente los elementos humanos españoles de todas clases. Así, en el Estado cordobés pudieron distinguirse tres aspectos simultáneos: el del sirianismo impulsor, el del meridionalismo «andaluz», que le dio forma, y el del fundamento español predominante.

El primer aspecto se manifestó, sobre todo, en el empeño de crear una administración con elementos locales, entre los cuales abundantes cristianos; en la formación de los distritos militares, donde acampaban con sus familias tropas árabes (las de Damasco, establecidas cerca de Granada; las del Jordán, en Málaga; las de Palestina, cerca de Cádiz; las de Homs, en Sevilla; las de Quinesrin, en Jaén; las de Egipto, en Murcia); en sus tendencias a las formas bizantinistas, que se afianzaban por el cambio de embajadores y artífices; en el carácter sirio y bizantino, a la vez de muchos elementos de los monumentos que levantaban; en el protocolo palatino, &c.

El segundo aspecto se confundió en muchos detalles con el primero, pues lo traído de Siria se superponía a las reminiscencias sirio-libanesas peninsulares. Como ejemplo de lo cual puede citarse, entre otros muchos ejemplos, el de la mezquita mayor de Córdoba, cuyo bosque de columnas y arcos, interpretado poéticamente, como estilización abstracta en piedra de un bosque de palmeras, revela también en el plan elementos sirios análogos a los que sirvieron a los bizantinos para hacer las cisternas columnarias de Constantinopla, aunque los detalles esenciales constructivos procedían del español Acueducto de los Milagros, en Mérida. También el arco de herradura, cuyas definitivas formas y cuyo triunfo aseguraron los monumentos cordobeses, después de llegar a la Península en forma rudimentaria desde Asia Menor, entró en lo hispano-romano y constituyó el elemento fundamental de los edificios hispano-visigodos con traza modesta, que lo cordobés convirtió luego gallardía abierta. Pues todo el proceso de transformaciones alternadas que desde la época alejandrina hizo a los elementos greco-romanos tomar cosas de los levantinos, y éstos a su vez de los otros, en constante alternativa, tuvo en España en sitio de acción ideal, ya que España era, por naturaleza, un país de enlace entre lo grecolatino y lo próximo-oriental. Como otra prueba de continuidad en el aprovechamiento de los antecedentes de los siglos púnicos (acaso por imposición del mismo cuadro geográfico, que servía de centro y cabecera), siempre debe destacarse el hecho de que, como los cartagineses llegaron a tener sus posesiones de la Península Ibérica divididas en una zona de establecimiento fijo directo en las partes comprendidas entre el Guadiana y el Júcar, mientras por la meseta central, hasta los valles del Duero y Ebro, incluidos, eran zona militar de acción indirecta y alianza con las tribus, el Estado Omeya cordobés tuvo también zonas civiles en el mismo Sureste (llamadas Kuguar) y zonas militares hasta el Duero y Ebro (llamadas Tugur).

Respecto al predominio de lo español, resulta que el Estado del Emirato, y luego Jalifato cordobés, se formó en una España que no había sido nunca nación, sino multiplicidad de razas, tribus, ciudades sueltas y un estadillo tartesio o púnico al Sur, antes de Roma. Luego, con Roma, un grupo de provincias de un Imperio, con deseos universalistas; y con los visigodos, por último, partición en dos castas: la goda, arriba dominadora, y la hispano-romanizada, abajo dominada. Los árabes musulmanes aparecieron casualmente como auxiliares de un bando visigodo en pugna contra otro, y, sin embargo, se quedaron definitivamente, gracias al concurso de los hispano-romanizados del Sur, porque los árabes traían un sistema social que emancipaba a los hispanos de los visigodos y les igualaba a los mismos jefes del arabismo. Aunque también el Estado cordobés absorbió parte de la nobleza visigoda, como pasó con Ardabas, hijo de Witiza, nombrado conde de los cristianos de Andalucía, o con Teodomiro, que logró privilegios locales en una provincia del lado Sudeste, o con los muchos visigodos que se hicieron musulmanes. Bien pudo decirse, por todo, de los soberanos Omeyas cordobeses que fueron los primeros reyes de España, porque su Estado trató de actuar coincidiendo con los límites de la Península y porque no se basó en predominios de tribus, clases sociales ni grupos religiosos (a pesar del oficialismo del Islam), ya que de hecho, se intentó la fusión de todas las razas y grupos sociales para crear un tipo general de español en una España única.

 
Los españoles dentro del Jalifato

El empeño de unificación se vio facilitado desde el primer momento de la instalación de los árabes musulmanes en el antiguo dominio de los visigodos, donde gran parte de los habitantes hispano-romanos habían llegado a ser siervos rurales, porque bastaba con que éstos pronunciasen siete palabras que constituyesen la profesión de fe del Islam para que pasasen a ser legalmente iguales que sus dirigentes árabes, o incluso a veces llegaban por eso a ser propietarios de las tierras que cultivaban. Mientras, otros elementos hispano-romanizados libres, que en mayoría seguían siendo cristianos, veían reconocidos sus derechos como comunidades protegidas que tenían a la cabeza sus propias autoridades eclesiásticas. Respecto a los siervos que islamizaban, la abundancia de sus conversiones fue otro factor que reforzó más el arraigo del arabismo y el islamismo en el sur y el Sureste, pues aquéllas eran las zonas más abundantes en grandes latifundios, donde, por tanto, más gente era sensible a las ventajas económicas y sociales de los cambios. En general, puede decirse, tanto para los que cambiaron de religión como para los que continuaron dentro del cristianismo, que la transformación social no fue acompañada por cambios de razas ni de poblaciones, pues los habitantes, aunque mudasen de condición e incluso de nombres, venían a ser los mismos, ya que no hubo destrucciones de grupos de población ni emigraciones en masa. El núcleo más numeroso de la población, sobre todo al Sur del río Tajo, llegó a ser en tiempos de los jalifas el de los muladíes o españoles islamizados, aun cuando también fueron numerosos los cristianos. En cambio, los árabes de origen levantino y los bereberes procedentes de Marruecos, como generalmente eran al llegar núcleos de guerrilleros sin mujeres, acababan por casarse con españolas y disolver su sangre en la de los hijos de «Alandalus» o España arabizada. En general, los matrimonios mixtos eran frecuentes entre todos los elementos humanos de «Alandalus» y hasta de los pequeños reinos cristianos en las montañas del Norte. Así, entre estos últimos se vio, por ejemplo, cómo una nieta del conde pirenaico Íñigo Arista se casó con el Emir cordobés Abdul-lah, siendo ambos abuelos del famoso Jalifa Abdurrahmán III. Y cómo Almanzor Ben Abuamir, el famoso dictador de Córdoba, tomó por esposa a la hija de Sancho II de Navarra, y Alfonso VI estuvo casado con la hija del rey de taifas de Sevilla.

El aparato estatal y la organización administrativa del Emirato, y sobre todo del Jalifato, utilizaron abundantes elementos españoles, tanto cristianos como islamizados. Con Abdurrahmán III, el primer jalifa llegó al máximo esta utilización, predominando los españoles, fuera de palacio, en las cancillerías y oficinas, y dentro de él, en la servidumbre, formada por saqaliba (esclavos originarios de los reinos del Norte o de Italia, Balcanes, &c.), mientras que la guardia exterior de los jalifas fue en su mayor parte de gallegos y catalanes, que solían estar mandados por el conde jefe de los cristianos de Córdoba, ya desde tiempos de Alhaquén I. Musulmanes de origen hispano-romanizado fueron también utilizados en varias épocas como jueces, gobernadores provinciales, secretarios particulares de los jalifas, guardianes de los arsenales de armas, &c. E incluso los reinos independientes del Norte se sintieron en algunos momentos como satélites del Estado cordobés, pues se vio cómo varios de sus soberanos rendían vasallaje a los jalifas y les hacían árbitros de sus discordias íntimas.

Pero acaso el factor más esencial, y a la par el más sorprendente, de la armazón de Alandalus, fuese el militar. Además de la citada guardia palatina cristiana, que en ocasiones llegó a tener un efectivo de hasta 5.000 hombres, hubo un ejército permanente profesional, usado para guarnecer fronteras, que en los comienzos se compuso principalmente de beréberes llegados de Marruecos y Maghrib central, pero que desde Almanzor tuvo mayoría de soldados de origen hispano, tanto cristianos como muladíes. Así se explica que, en realidad, las guerras de los dirigentes de Alandalus contra los reinos del Norte no fuesen verdaderas guerras de religión, pues hasta la misma famosa marcha de Almanzor contra Santiago de Galicia tuvo una mira exclusivamente política. Siglos después, o sea en tiempo de los Sultanes almohades que tenían su corte en Marruecos, se vio también cómo éstos, influidos por las costumbres de Alandalus, tuvieron también una guardia cristiana, haciendo luego lo mismo las sucesivas dinastías de Sultanes marroquíes hasta fines del siglo XIX. Y uno de los jefes de esas guardias cristianas en Marruecos fue el célebre «Guzmán el Bueno».

Inversamente, en los reinos que oficialmente figuraban como cristianos algunas de sus principales figuras de caudillos actuaron al servicio de monarcas musulmanes regionales, como pasó con el Cid Campeador respecto al reyezuelo de Zaragoza, o con el Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba respecto al reyezuelo de Granada Boabdil cuando luchaba contra El Zagal. Y el momento más curioso de estas mezclas fue el de la batalla de las Navas de Tolosa, en la cual se ha demostrado que figuraban tropas cristianas en el bando musulmán vencido.

Paralelamente a estas realidades militares, las realidades religiosas, en lo referente a los cristianos incluidos en el Estado cordobés, resultaban también bastante significativas, porque lo ya descubierto sobre ellas anula la leyenda de que la formación del Estado hispano-árabe medieval fuese una pugna de creencias, como tampoco fue una pugna de pueblos, ya que en los diversos imperios y reinos cristianos y musulmanes vivían mezclados, fuese cual fuese la religión de los soberanos. Refiriéndose concretamente al Estado Omeya peninsular, porque éste fue el principal por orígenes, duración, extensión y contenido, resulta que los cristianos tenían en él libertad de culto, incluso a veces con manifestaciones externas, como el repicar de campanas, y vivían agrupados en comunidades locales urbanas o campestres, las cuales, en lo civil, eran dirigidas por funcionarios propios, como gobernadores comunales («condes»), recaudadores de impuestos («exceptores») y jueces de primera instancia para los asuntos interiores («censores»), que no aplicaban en ellos leyes árabes, sino el visigótico «Liber Judicum».

En cuanto a la jerarquía eclesiástica, existieron bajo Emirato y Jalifato tres sedes metropolitanas, en Toledo, Sevilla y Mérida, además de dieciocho sedes episcopales dentro del territorio oficialmente musulmán. En ocasiones especiales, los arzobispos y obispos podían reunirse en Concilios. Algunos de los arzobispos o de los obispos no sólo cooperaban con emires y jalifas, sino que gozaban de toda su confianza y hasta eran en ocasiones huéspedes de honor en los palacios de Córdoba, como, por ejemplo, ocurría en tiempos de Abderrahmán III con el obispo de Iliberis (Granada), llamado Recemundo Rabi Ben Zaid, o en tiempo de Alhakén II con el metropolitano de Toledo, Ubaid Al-Lah Ben Qasim, y el obispo de Córdoba, Asbag Ben Abdul-lah Ben Nabil. De arzobispos y obispos dependían no sólo el clero regular, sino numerosos monasterios y ermitas bajo la regla de San Benito. Y alguno de esos monasterios estaba tan cerca del palacio imperial, que un soberano Omeya que padecía de insomnio se le aliviaba al oír el rezo de maitines de los monjes.

En resumen, los novecientos años que desde el 710 al 1610 transcurrieron, coexistiendo en España un sector de población con religión musulmana y tendencia al predominio de formas arábigas, con otro sector de religión cristiana y predominio de formas neo-latinas, resultaron de hecho nueve siglos de ininterrumpido esfuerzo de síntesis, fusión y constante intercambio de elementos que en todas las formas de la vida diaria llegaron a producir unidades diversas en tipos humanos, instituciones, exteriorizaciones de lo emocional, música, ropas, alhajas, construcción de edificios, artes decorativas, técnicas agrícolas, &c. Desde luego, es cierto que al principio, hasta 1031, el factor islámico tuvo hegemonía; desde 1031 a 1492 hubo un condominio de los factores cristiano y musulmán, y de 1492 a 1616 lo musulmán sólo existió absorbido por lo cristiano, a la vez que en oculto proceso de desintegración, no habiéndose efectuado el paso de cada una de esas etapas a la siguiente sin crisis estremecidas y sangrientas. Pero también es cierto que la sangre vertida no fue nunca resultado de odios colectivos, y que incluso sus episodios más agudos, como, por ejemplo, la muerte en Córdoba de los jefes del mozarabismo extremo el 859 y la falta de cumplimiento de las capitulaciones de Granada el 1499, fueron episodios parciales que no se basaron en propósitos preconcebidos.

De todos modos, en el constante trasiego todas las aportaciones de lo árabe peninsular, de lo marroquí vecino (que era otra síntesis ibero-arábiga, a la vez paralela y diferente de la síntesis española) y de nuevas influencias que a última hora llegaban desde el Próximo Oriente, de Bagdad, El Cairo y Estambul, actuaron sobre la España cristiana, que sirvió de base a las naciones española y portuguesa modernas, para que se hiciese «mientras incorporaba e injertaba en su vida la que su enlace con la España musulmana le forzaba a hacer», pues en sus comienzos dicha España cristiana «no fue algo que poseyera una existencia propia fija sobre la cual cayese la influencia ocasional del Islam como una moda o un resultado de la vida de aquellos tiempos» (según ha escrito en Buenos Aires Américo Castro). Evidentemente, el Islam fue uno de los principales materiales que sirvieron para construirla. A la vez que ese injerto metió al Islam y al arabismo en la carne y la sangre de lo español, de todo lo español. Hasta el punto de que no puede decirse sin falsedad que monumentos como la mezquita de Córdoba, la Giralda de Sevilla, la Alhambra de Granada o la primitiva Rábida arábiga en Huelva fueron algo que en España dejaron unos conquistadores exteriores, pues los descendientes de los que hicieron todo eso viven hoy en España precisamente, formando parte de familias españolas. Por lo cual la gloria de esos monumentos les pertenece a ellos más que a los modernos próximo-orientales. Es decir, que lo árabe, al ser absorbido, hizo de España algo un poco árabe, al llevar esa herencia siempre dentro de sí misma, a la vez españolizada.




 
II
Una sola cultura con dos idiomas

Entre las pruebas de la fusión de lo hispano-árabe en lo español moderno que son más conocidas por más fáciles figuran en lugar preferente la de que el idioma español e hispanoamericano no sólo lleva incluidas muchos millares de voces etnológicamente arábigas que designan cosas concretas o abstractas de uso general, sino que incluso en detalles de uso de esas palabras o de algunas de raíz latina, y en otros detalles de gramática o de estilos, revela influencias filológicas arabizantes complementarias. Además, han de citarse otros cuantos millares de palabras que son toponimias para designar montañas, ríos, poblaciones, &c., coronándose todo por los nombres de familia que son pruebas de cómo la aportación filológica no ha sido casual, sino sólo una de las huellas de las fusiones humanas.

Entre las listas de vocablos de origen árabe en el idioma hispano moderno destacaron desde el primer momento de su formación las de instituciones y cargos. En lo militar y naval fueron: alcaide, adalid, alférez, almirante, arráez, y soldados especiales, como los almogávares de infantería ligera, a lo cual se añadieron vocablos de organizaciones y acción bélica, como algaras, rebatos, atalayas, además de alcazabas, alcázares, con sus almenas, torres, albarranas y adarves, y en el mar, las atarazanas. En lo civil fueron los alcaldes, los amines, almotacenes, alguaciles, almojarifes. En el comercio y la industria: aduana, almacén, bazar, arancel, almoneda, alquiler, alcaicería, alhóndiga, tarifa, albarranes, taquilla. Para medir y pesar: quintales, arrobas, fanegas, adarmes, quilates, azumbres, almudes. Como nombres de profesiones: albañil, tahonero, alfarero, alfayate, albardero, dibujante, chalán, albéitar, gañán, arriero. En los edificios: alcoba, fonda, alquería, zaguán, aldaba, alféizar, azotea, tabique, andamio, alicatado, azulejo, adobe, alcantarilla, rincón, mazmorra, enchufe, choza, barraca, falleba. En el mobiliario: almohada, alfombra, alacena, tarima, toldo, anaquel, jofaina. En utensilios, herramientas y materiales: jábega, alcotana, carro, alcancía, anafre, badana, jarra, alcarraza, alfiler, almirez, alicate. En el campo agrícola o ganadero: ganado, acémila, acequias, azudas, alberca, noria, con arcaduces, aljibes, arriates. En plantas y sus productos: azúcar, arroz, azafrán, algarroba, aceitunas, berenjena, algodón, sandía, albérchigo o albaricoque, alubias o judías, y en flores, azahar, azucena, jazmín, adelfa, albahaca, arrayán. También el café y en los alcoholes. En ropas y adornos: bata, gabán, calzón, cofia, zaragüelles, alpargatas, alhaja, ajorcas, atavío. Otras muchas de medicina, química y matemáticas. Nombres de colores, como azul, añil, amarillo, escarlata y carmesí. De instrumentos musicales, como tambor, laúd, guitarra, atabal. Exclamaciones, como: ¡hola!, ¡ojalá!, ¡olé!, &c., &c.

De las toponimias, no sólo la abundancia, sino la dispersión y localizaciones, a veces en sitios de poco paso, impiden intentar ningún resumen, por breve que éste sea, pudiendo siempre bastar con recordar el origen arábigo que en la Península tienen nombres de ciudades tan conocidas como Madrid, Sevilla, Alicante, Albacete, Almería, Guadalajara, Valladolid, Algeciras; de comarcas, como la Mancha y la Alcarria; de serranías, en Guadarrama y Alpujarra; de ríos, como Guadalquivir, Guadiana, Guadalete, Guadalaviar y Guadalupe.

Respecto a los apellidos, algunos de los más conocidos son: Albornoz, Aliaga, Alcázar, Alcaide, Almanzor, Albéniz, Álvarez, Almeida, Almodóvar, Alberich y Alberique, Alfayate, Almendáriz y Armendáriz, Alcántara, Alfageme, Benjumea, Benavides, Bendala, Benaixa, Barradas, Cherif, Checa, Cajal, Gálvez, Islam, Jaldón, Luque, Meca, Medina, Mezquita, Raduán, Rafols, Vargas, Venegas, Vélez, Zegrí. Figurando al lado de éstos un grupo especial que se refiere a origen marroquí, como: Moro, Mauro, Mora, Marín, Merino, Marroquí y Marroquín, Miziano, Gomara, &c.

Todas estas palabras, y muchas ya en desuso, no se superpusieron accidentalmente como agregadas a una lengua ya formada, puesto que su incorporación tuvo lugar al mismo tiempo que el romance vulgar español neo-latino, hablado en el Norte y en el centro peninsular. Y las zonas en donde el actual idioma español nació, entre el valle del Duero y el del Guadalquivir, con sus mayores centros de formación en alta Castilla, Toledo, Zaragoza y Sevilla, &c., eran sitios donde las colectividades de españoles cristianos y musulmanes nunca dejaron de usar el bajo latín a la par que el árabe oficial, especialmente entre los cristianos llamados mozárabes, que fueron grupos bilingües.

 
Bilingüismo del Estado cordobés

Pero el principal hecho que favoreció la fusión idiomática desde el primer momento fue el de que el Estado y la nación de los emires y jalifas cordobeses fuese en realidad bilingüe en el uso diario, o trilingüe, aunque el idioma árabe clásico siempre conservase su papel de lengua oficial y de alta cultura, cuyo perfecto conocimiento era indispensable a ministros, secretarios y funcionarios administrativos o autoridades religiosas musulmanas, siendo también el medio de expresión de la poesía cortesana y de las obras científicas. Pero para usos vulgares se hablaba el árabe con mucha mezcla de romance neo-latino, lo cual motivaba el que cuando iban al Próximo Oriente gentes de la Península que, no sabiendo leer el árabe clásico o literal, sólo hablaban su jerga usual, allí no les entendían. En todo caso, siempre fueron citadas con elogios las personas que sabían bien el árabe y se les facilitaba el acceso a puestos importantes, lo cual prueba que no llegó a ser lengua de uso general. Respecto a esto, el famoso escritor cordobés Ben Hazam citaba como caso raro el de una tribu cercana a Córdoba que era originaria de Arabia y en la cual no sólo hablaban árabe los hombres, sino también las mujeres. Tercer idioma era, por último, el neolatino o romance incipiente, principalmente empleado por los cristianos y por gran parte de los «mugual-ladún», pero también conocido y empleado en el palacio de los Omeyas, siendo, respecto a esto, muy frecuentemente citado el ejemplo de Abdurrahmán III, el fundador del Jalifato y el Imperio, el cual no sólo gustaba de hablar el romance con sus íntimos, sino que lo empleaba para hacer chistes, a veces subidos de tono. Aunque no por eso dejó ni por un momento el árabe literario de ocupar un respetado sitio principal, pues precisamente el mismo Abdurrahmán III fue quien inició la biblioteca palatina con obras cuidadosamente hechas a mano, biblioteca que, en tiempo de su hijo Alakén II, llegó a contener cuatrocientos mil volúmenes, todos manuscritos, siendo única en el mundo. Esto repercutía entre los particulares de las grandes ciudades andaluzas, especialmente Córdoba, donde cada año aparecían sesenta mil volúmenes, y había centenares y centenares de mujeres que se dedicaban a tareas de copia a mano, por lo cual Córdoba llegó a ser la ciudad que poseyó más libros en el mundo, no sólo árabes, sino griegos y probablemente latinos.

De época posterior al Jalifato parecen ser los restos de unas estrofas finales, en lengua romance pre-española, agregadas a las «muwaxahas», composiciones poéticas en árabe (y a veces también en hebreo), o sea las jarchas, que constituyen los más remotos documentos fechados en todas las literaturas románticas, y parece verosímil que sean restos de una extensa literatura popular perdida. Con las Taifas siguieron el bilingüismo y la acción cultural mixta de cristianos con musulmanes, siendo de destacar la Escuela Superior, casi universitaria, que en Sevilla tenía el rey poeta Al Motamid Ibn Abbas. Luego, bajo Almorávides y Almohades, sucedió que sus irrupciones, alentadas por un islamismo nuevo de estilo violento, paralelo a una influencia cristiana ajena del mismo estilo, que llegaba desde más allá de los Pirineos, dejaron, con ambos extranjerismos intransigentes y paralelos, en segundo lugar al estilo peninsular de la cultura única en dos idiomas. Esta no desapareció, sino que sólo cambió de eje.

Durante la época Omeya, con su prolongación de las Taifas, el Estado y una literatura árabe habían ejercido benévolo patronato sobre un fondo romance en lengua neo-latina y españolizante, fondo que era como savia oculta alimentando las raíces del árbol del Imperio islámico aparente. Desde la toma de Toledo y de Valencia por Alfonso VI, «monarca de las dos religiones», y el Cid «As Sayyid» (nueva estampa de Almanzor, pero al revés), varios Estados con literaturas oficiales neo-latinas teóricamente europeizantes imponían su patronato sobre la cultura de forma arábiga, que pasaba a ser savia oculta estimulante de Castilla y Aragón. Terminó el período mozárabe de las minorías cristianas arabizadas, y comenzó bruscamente el período mudéjar de las minorías musulmanas neo-latinizadas. Esencial para la comprensión de este período mudéjar (comprendido aproximadamente entre 1085 y 1492) es tener en cuenta que si en las épocas anteriores la masa de musulmanes de origen español fue plataforma sobre la cual se movían con soltura sus compatriotas cristianos, o sea los mozárabes, desde la toma de Toledo esos cristianos fueron los que con comprensión y simpatía ayudaron a que sus compatriotas y vecinos musulmanes se incorporasen a los Estados nuevos. Apoyo mutuo mozárabe-mudéjar que es uno de los descubrimientos recientes más sensacionales, y que fue uno de los ejes sociales, tanto en lo político como en lo cultural, alrededor del cual giró aquel período en que el bilingüismo se expresaba con mezclas de raíces y de vocablos, de los que es uno de los ejemplos más conocidos aquella estrofa que dice :

«¿Qué faré yo o será de mibi,
Habibi,
Non te migas de mibi?»

El zéjel y la muwaxaha fueron las dos clases de composiciones poéticas que sirvieron de principal vehículo a la cultura en dos idiomas, que, nacida dentro del puro y teórico arabismo oficial del Jalifato y prolongada con insistencia a través de los siglos por el enlace y la sucesión de muladíes con mozárabes y mozárabes con mudéjares, se extendió ya con forma en lengua solamente española hasta muy entrado el Siglo de Oro. La composición estrófica y el ritmo de la muwaxaha y del zéjel venían a ser los mismos, con la sola diferencia de que la muwaxaha se aplicase a composiciones en que se utilizaba el lenguaje árabe clásico y se buscaban formas más elevadas, en tanto que el zéjel era aplicado a composiciones más populares, en las cuales se usaba el árabe dialectal y callejero entreverado de formas y palabras de lengua romance (aunque la distinción y separación no fuesen absolutas, como demuestra el que a la muwaxahas se añadiesen a veces jarchas en español incipiente). Muqaddam de Cabra, poeta ciego, fue el primero de quien se sabe que antes de 913, en los tiempos finales del Jalifato, comenzó a componer muwaxahas y zéjeles, aunque en forma descuidada y sin arte escrupuloso. Después de varios continuadores, tanto en muwaxahas como en zéjeles, cuyas obras se han perdido casi en su totalidad, fue Abubekr Ben Cuzman (o Guzmán), de notable familia cordobesa (el cual vivió antes de 1160), quien elevó el zéjel a la dignidad de forma literaria. De Ben Cuzman se ha escrito autorizadamente, por un célebre maestro de erudición arabista, que: «Después de haber estudiado las obras de sus predecesores, quiso fundir las dos corrientes, conservando las buenas cualidades que cada una de ellas tenía…, pero velado todo el complicado mecanismo del sistema por la naturalidad, como si las poesías se hubieran formado naturalmente y sin esfuerzo.» Ben Guzmán, que vivió dentro de periodo del Estado ya del todo musulmán e hispano-marroquí de los soberanos almohades, que tenían por capital la ciudad de Marrakex, al pie del Atlas, coincidió dentro de su Córdoba nativa con un período de cierto endurecimiento espiritual y literario, sobre el cual su alegre desenfado destacó con más contraste. Ese desenfado era en los asuntos preferencia por los temas ágiles de interés para todos, porque a todos retrataba en sus 149 zéjeles, llenos de alusiones a tipos, escenas y acontecimientos, como un género poético que hiciese también de periodismo recitado y cantable, expresado en dialecto vulgar cordobés. Por todo ello, Ben Guzmán hizo del zéjel como algo propio, porque desde entonces la mayoría de los poetas de Al Andalus que los componían siguieron su sistema, de que hubo centenares de imitadores en Córdoba, Sevilla, Valencia, Zaragoza, Murcia, Granada, &c. A los reinos cristianos se incorporó plenamente, después de la anexión de Sevilla, al de Castilla, pues la mayor parte de las Cántigas del Rey Alfonso el Sabio adoptaron la forma del zéjel, aunque a veces el estribillo tuviese rimas interiores. En forma pura, y también en el idioma ya llamado castellano, cultivaron el zéjel infinitos poetas cuyas composiciones fueron recogidas por los principales cancioneros de la época, siendo también el zéjel lo que impera en el «Libro de buen amor», del Arcipreste de Hita. A la vez de ese zéjel en español de poetas cristianos, llegó a haber otro en español de cantores populares musulmanes que duró hasta el siglo XVII, según se ve por personajes moriscos que aparecen en algún drama de Calderón.

 
La cultura de doble expresión en el Siglo de Oro

Volviendo al Rey Alfonso el Sabio, hay que destacar cómo su reinado y su obra personal tuvieron un significado de vértice entre dos planos sucesivos de la cultura bilingüe, pues hasta entonces los elementos de habla romance neo-latina habían actuado como un intercalado o como un fondo complementario para el elemento preponderante de lengua árabe, pero desde Alfonso el Sabio los elementos de lengua árabe fueron los que actuaron como complementarios que aportaban sus fondos al elemento de lenguaje romance. Este comenzó desde entonces a ser llamado «lengua castellana», porque la corona a la que, desde Alfonso VIII a Fernando III, se habían ido incorporando y anexionando los territorios andaluces de los reinos parciales de Sevilla, Córdoba, Murcia y Jaén (además de las comarcas entre Guadiana y Sierra Morena) fue el reino de Castilla-León, que desde su base del Duero se había extendido con forzada dilatación hacia el Sur. Pero, en realidad, en la elaboración de la nueva lengua común, que después sería la española más general, contribuyeron ya, desde la caída del Jalifato de Córdoba, los abundantes elementos mozárabes emigrados al Norte, y luego la proclamación de ese idioma como nueva lengua oficial y nacional en las posesiones que regía el Rey Alfonso tuvo lugar en Sevilla, entonces residencia de la corte y de los Cuerpos representativos, por lo cual cada vez tiende más a considerar que ese idioma fue y pudo llamarse romance andaluz en la misma proporción que llegó a llamarse castellano (siendo también, por cierto, el usado en parte de los reinos de Aragón). De todos modos, fue un hecho probado el sevillanismo de su implantación y predominio, como también lo fue el no menos significativo de haberlo puesto inmediatamente al servicio de una ingente labor de traducciones arábigas (aparte algunas hebreas), destacando entre las primeras el Corán y los cuentos de «Calila y Dimna» (además de los otros cuentos del «Sendebar», que mandó traducir su hermano Don Fadrique). Haciendo que además se tradujesen en romance libros muy diversos de carácter técnico, empleando materiales arábigos en sus obras históricas, como su «Crónica General», o en obras de creación literaria personal, como «Las Cántigas» (en la cual Alfonso utilizó y aplicó la música andaluza, que venía elaborándose desde el Jalifato) y completándolo todo con su centro de estudios superiores, que, iniciado en Murcia bajo la dirección del filósofo musulmán Ricoti o Ricote, fue luego trasladado a Sevilla, donde llegó a funcionar en cierto paralelismo con la Universidad que en el reino musulmán de Granada creó, entre 1333-1354, el Sultán local Yusuf Abul Haggag.

Desde entonces hasta la época de los Reyes Católicos, la conquista de Granada y el descubrimiento de América, el centro de la cultura en dos idiomas se trasladó al sector de lengua castellano-andaluza, dentro del cual se bifurcó en dos corrientes de orígenes oficial y popular. La oficial fue continuación del impulso dado desde los traductores de Toledo y completado desde Alfonso el Sabio al desarrollo del aprovechamiento de dichas tradiciones, siendo esencial en ella el empujón con el que enlazó con el comienzo de la que se ha llamado Edad Moderna, por medio del aprovechamiento y nueva elaboración de los cuentos del «Sendebar», «Calila y Dimna» y «Disciplinas clericales» por el Infante Don Juan Manuel, y de algunos apólogos de las mismas fuentes por el Arcipreste de Hita. Otra fuente directa y personal fue la que llegó a Jorge Manrique, en cuyo poema elegíaco ha de tenerse en cuenta el antecedente del musulmán de Ronda Abul Baqa. Dentro del sector peninsular de lengua catalana hubo otro sector cuyo grupo de manifestaciones de la corriente que allí, en vez de oficial, pudiese llamarse erudita, lo representaron tres figuras de carácter religioso, es decir, las de Fray Raimundo Martín, Anselmo de Turmeda y Raimundo Lulio. El primero, fraile dominico catalán que, dominando el árabe y habiendo compuesto un excelente vocabulario arábigo-latino que fue usado incluso el siglo XIX, quiso utilizar sus conocimientos para combatir las doctrinas musulmanas, para lo cual hizo el libro «Pugio Fidei adversos mauros et judaeos», en el cual reveló exacto conocimiento del Corán, los Hadiz y los diversos grandes filósofos del Islam. Inverso y opuesto a Raimundo Martín fue el mallorquín Fray Anselmo de Turmeda, que después de haber sido fraile de la Orden de los Menores pasó a Túnez, donde se hizo musulmán, componiendo en árabe su «Polémica contra los cristianos», aunque también hizo libros en catalán que tuvieron gran fama, como el «Llibre de bons ensenyaments», que sirvió en las escuelas hasta fin del pasado siglo XIX, y como su «Disputa del ase», adaptación de un libro de una secta de Bagdad. Síntesis y punto medio entre los dos anteriores fue el célebre Raimundo Lulio, que ni llegó a ser musulmán ni polemizó con los musulmanes, sino que intentó la adaptación e incorporación al catolicismo de todos los principios y los ritos adoptables musulmanes, especialmente los de la escuela que en Córdoba había fundado en tiempos Omeyas el filósofo Ben Masarra, y en siglos posteriores elevó al más alto punto de misticismo el murciano Ben Arabi o Ibn Arabai.

La corriente popular fue producto de las dos colectividades de mozárabes y de musulmanes que vivían como súbditos en los reinos castellanos y en los reinos aragoneses. Los primeros, como tenaz núcleo mantenedor de sus ritos de tiempo visigótico y su cultura cristiano-jalifal, en medio de otras formas de cristianismo que imponían las nuevas influencias directas de Roma, habiendo ciudades, como Toledo, donde entre los cristianos mozárabes locales, que componían la mayoría de la población, el árabe siguió usándose como lengua preferente durante varios siglos. Los musulmanes, que vivían con carácter minoritario, como comunidades toleradas y muchas veces incluso protegidas (sobre todo en los reinos aragoneses), llevaban el nombre de mudéjares, y por el conducto de los otros musulmanes peninsulares del reino casi independiente de Granada no habían perdido el contacto con la vida cultural de los países donde se usaba el árabe, de Marruecos a Bagdad, por lo cual siguieron aportando a España elementos literarios nuevos o reforzando los que existían desde los tiempos del Al Andalus. Entre los mozárabes, los mudéjares y los cristianos de nuevo estilo ultrapirenaico, que estaban en contacto con unos y otros, continuó así una corriente interior muy fuerte, aunque poco visible, de arabismo latente, que llegó a dar sus más insospechados frutos en pleno Siglo de Oro, y se manifestó principalmente en la épica-caballeresca, la picaresca y la mística, además de aportaciones sueltas de los cuentos de las «Mil noches y una noche».

En lo épico-caballeresco pueden distinguirse los dos factores sucesivos, aunque enlazados de lo épico-caballeresco propiamente dicho y lo épico-fantástico o libros de caballerías. Respecto a lo primero, el sabio erudito don Julián Ribera demostró en 1915 que en los textos conservados de los primeros historiadores arábigo-españoles aparecen huellas de una épica romanceada que debió florecer en Andalucía durante los siglos IX y X, pero cuyos restos se han perdido casi del todo. A ella pertenecía la leyenda de Izraq, el héroe de Guadalajara amigo de un monarca de Córdoba a la vez que adversario de Muza, Ben Muza de Tudela, poetización con aspecto legendario de un hecho real cuya leyenda creía Ribera que influyó sobre el nacer de la épica francesa, puesto que en la «Chanson de Roland» aparecen personajes y elementos procedentes de lo de Izraq (y también, en lo francés, el falso «Turpin», padre de novelas caballerescas posteriores, parecía ser de autor español). Respecto a lo épico-fantástico, como primer antecedente de los libros de caballerías en el Este arábigo, se cita una novela del gramático Alasmaan, que vivió entre 739 y 831 en el territorio del Jalifato de Bagdad, siendo, siglos después, de esta misma traza algunos relatos de las «Mil noches y una noche», como el de Umar Au Numan, además de alcanzar gran popularidad en todo el mundo árabe relatos como el que se refería a un imaginario, Saif Dul Jazan, hijo de un rey del Yemen, que fue abandonado en el desierto y criado por una gacela, para correr luego toda clase de aventuras con genios y gigantes. De tipo «Mil noches y una noche», pero adoptado a lo peninsular, fue la «Historia de Zeyad y de Quinena», obra de un autor español posterior a los almorávides, que se encuentra en un manuscrito de El Escorial y de la cual se ha señalado varias veces su interés anterior respecto al «Amadís». Del estilo del relato de Saif Dul Jazan, pero con un contenido más filosófico que aventurero, fue en Andalucía del tiempo de los soberanos almohades el libro novelesco «Hay Ben Yakdán», del granadino Ben Tofail, el cual parece inspirado en un relato conservado en un manuscrito morisco de El Escorial con el título «Cuento del ídolo y del rey y su hija», del cual, en pleno Siglo de Oro, sacó también Gracián los primeros capítulos del «Criticón».

Respecto a lo picaresco, es evidente la relación directa o indirecta de las novelas de ese género en la España del siglo XVI y XVII con las «Maqamas», características novelas árabes de Bagdad basadas en la existencia de pícaros trotamundos, especialmente con la obra maestra de este género que fue la «Maqama» de Hariri (autor de Basora del 1054-1122), cuyo protagonista, Abu Zaid As Saruyi, pudo ser lejano abuelo del Lazarillo, el Buscón, Marcos de Obregón, &c., todos aventureros andantes.

Ni de influencia erudita ni de influencia popular, sino representando una tercera forma más pura y completa (precisamente cuando estaba próxima a terminarse la última etapa de la cultura doble hispano-arábiga, ya entonces sólo en lengua española), resultó la labor de Góngora, el máximo poeta cordobés. Góngora creó una obra suya, estrictamente personal, dentro del marco de las tendencias y repertorio de ideas del Siglo de Oro, en el cual vivía, pero que, por lo emocional tanto como por la técnica poética y las formas de la mayor parte de sus producciones, reproducía exactamente la figura literaria y la labor de los andaluces que escribieron en el árabe más depurado y más recargado. Los dos investigadores y académicos que han presentado en trabajos coincidentes las semejanzas de Góngora con los autores del Emirato y el Jalifato, es decir, Emilio García Gómez y Dámaso Alonso, han comparado varias veces el brillante y pequeño mundo de la poesía árabe andaluza al recargado mundo gongorino. Así, por ejemplo, Dámaso Alonso señala como lo más peculiar en la poesía de Góngora el esquivamiento completo de la realidad, o más frecuentemente aún, el entrecruzamiento de los dos planos, siendo el lector llevado del uno al otro, y los recalados en el lado real le sirven de guía, como, por ejemplo, cuando la zagala «… juntaba el cristal líquido al humano –por el arcaduz bello de una mano», los elementos reales son agua, rostro y mano, junto a los elementos imaginarios de cristal y arcaduz, equivaliendo «cristal líquido» a «agua transparente como cristal», y equivaliendo «cristal humano» a «rostro nítido como el cristal», y «arcaduz de una mano» a «mano que al llevar el agua hasta el rostro servía como caño o arcaduz». Este tipo o procedimiento se encuentra con clara correspondencia en la antología de poetas andaluces «El libro de las banderas de los campeones», de Ben Said Al Magribi, donde, por ejemplo, se refiere al céfiro que escribe en el río lo que leerán inclinándose las ramas, y en la cual los elementos reales de río, céfiro, ondas y ramas se entrecruzan con los imaginarios de papel o papiro, escritor, escritura y lector mediante una línea sinuosa por la cual la atención del lector es llevada al plano de la fantasía con intermitentes apoyos en la realidad. También es interesante la base de lo metafórico en Góngora y los poetas del Emirato y Jalifato, aunque Góngora emplease efectos iguales en sentido inverso, o sea de lo metafórico a lo real, y en sus paisanos de lengua árabe desde lo real a lo metafórico, pero unos y otros coincidían del todo en la taracea de tópicos, la perfección y complejidad de las imágenes, la prolija labor de filigrana con juegos de palabras, &c., &c.

El punto más alto y más sublime de la huella del pasado Al Andalus se alcanzó en Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. Por sus más características ideas y consejos, así como la contextura general de sus ideologías en el camino real de la perfección, por las tribulaciones, el mérito de la tristeza espiritual nacida de la conciencia de la propia perfección, la intención pura y recta de hacer siempre lo mejor y más estrecho, lo habitual y continuo del ejercicio de la presencia divina, las pruebas de las moradas por las virtudes, la perfección en lo normal y no en lo extraordinario, y la necesidad de buscar tan sólo a Dios directamente, todo lo cual corresponde exactamente a los principales textos de la escuela mística andaluza llamada masarri o chadili, cuya figura más destacada fue Ben Arabi o Ibn Arabi. Don Miguel Asín Palacios, el sabio sacerdote y arabista, fue quien demostró el carácter chadili de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, que si por una parte se refiere a lo religioso por su expresión escrita, puede también ser incluido como directo andalucismo dentro de la cultura bilingüe y en una forma de procedimiento general semejante a la directa de Góngora con los poetas andaluces musulmanes.

En cambio, con Cervantes los arabismos constantes, a lo largo de la mayor parte de su obra, son sueltos y se presentan salpicados, unas veces claramente expuestos y otras veces disimuladamente, pero siempre de distintas procedencias. En el «Quijote», el cuento de las cabras, que Sancho contaba la noche de los batanes, era de los árabes recogidos en el libro medieval «Disciplina clericales»; la frase de Sancho en el castillo de los Duques, sobre la cabecera de la mesa, procede de una anécdota recogida por un poeta andaluz sobre lo que hizo cierto Al Andani, que, como le tocase sentarse en último puesto, dijo : «Donde nos sentamos está la cabecera del salón»; el caballo de madera Clavileño procede de la historia del príncipe Firuz Jan en las «Mil noches y una noche», así como los paseos nocturnos de Sancho en su Barataria recordando los de Harum Ar Rachid en los relatos de Sherazada, y el empeño de ir intercalando relatos (Cardenio, Dorotea, el Curioso Impertinente, el Cautivo) en la primera parte del «Quijote». De las «Mil noches y una noche» son también episodios de los entremeses «El viejo celoso» y el «Retablo de las maravillas».

Aparte todo esto, la presentación y la conducta de la protagonista de su comedia «La gran Sultana», o de figuras evidentemente simpáticas, como el morisco Ricote del «Quijote»; frases como aquella de «–¡Bendito sea el poderoso Alá!», con que comienza el capítulo VIII del «Quijote»; o la de otra de sus comedias, donde un personaje musulmán y otro cristiano se saludan respectivamente diciendo: «–Tu Cristo vaya contigo. –Tu Mahoma a ti te guarde», e incluso la ficción literaria que en el texto del Ingenioso Hidalgo le hizo decir que era un libro primero escrito en árabe por Cide Hamete Benengeli y traducido luego, eran pruebas de un contacto con lo hispano-arábigo que cuando podía tomaba formas de simpatía. Lo cual pudiera en parte explicarse no sólo por el trato y convivencia de Cervantes con moriscos de su tiempo en Madrid, la Mancha y Andalucía, sino porque todas las familias de Cervantes y Saavedra habían sido, hasta el padre del glorioso autor, originarias de Córdoba, y precisamente del barrio antes mozárabe de la Ajarquía, donde el mismo don Miguel residió algún tiempo. Así, pues, Góngora y Cervantes eran a la vez procedentes de la vieja ciudad del Jalifato y su cultura, que ellos hacían evocar cerrando la trayectoria continua de una labor varias veces secular.

 
Supervivencias hasta la época contemporánea

Aún pudieran citarse arabismos en la coincidencia inicial de «La vida es sueño», de Calderón, con el cuento «El dormido despierto», de los relatos de Sherazada. O la labor del llamado «príncipe negro» de Marruecos, o sea Muley Xeque, hijo del Sultán Mohamed «el negro», que, privado del trono, se quedó a vivir en Carmona, hecho cristiano con nombre de don Felipe de África, y destacó como poeta, de quien dos quintillas fueron recogidas y contestadas en la comedia de Lope de Vega «La hermosura de Angélica». Porque lo de Calderón fue cosa suelta sin relación con el resto de su labor, y lo de Muley Xeque un caso, suelto también, de asimilación de un refugiado político, y ambos quedaron fuera de la corriente general, o sea la que, como antes hemos dicho, se extendió principalmente entre Ben Guzmán y Góngora. Respecto a la cesación brusca de dicha corriente, pudo, en cambio, ser uno de los hechos decisivos el de la expansión de los moriscos lanzados fuera de España entre los años 1609 y 1614 (aunque en el uso se emplea como fecha general la de 1610). Dichos moriscos eran, según es generalmente sabido, los descendientes de los pasados musulmanes mudéjares, a los cuales, desde 1502 en los reinos de la corona de Castilla y desde 1526 en los de la corona de Aragón, se les obligó a dejar el islamismo. La mayor parte de ellos, debido a la forma forzosa e impuesta en que esto se hizo, siguieron conservando secretamente la mayor parte de sus costumbres e ideas, así como el uso ritual del idioma árabe, aunque para su vida corriente empleasen el idioma español, que escribían con letras árabes, o sea los llamados textos aljamiados.

Literariamente, lo aljamiado sirvió de principal vehículo a una abundante literatura popular difundida por toda la Península, cuyos principales temas fueron colecciones de cuentos y leyendas, colecciones de poesías, así como obras de religión y de derecho musulmán, que a veces aparecían en verso. Hubo autores notables dentro de la literatura aljamiada. Como Mohamed Rabadán, natural de Rueda del Jalón, que fue acaso el mejor poeta morisco y en 1603 hizo en lengua española su «Historia Genealógica de Mahoma», además de otros libros poéticos; o el ciego Ibrahim de Bolfad, emigrado a Argel, que expuso la doctrina islámica en quintillas; o el autor de las coplas del viaje a la Meca, es decir, Puey Monzón, natural de la linde de Aragón con Cataluña; o Juan Alfonso, emigrado a Tetuán, y Juan Pérez, de Alcalá de Henares, luego emigrado a Túnez, ambos también poetas de temas islámicos religiosos. Sin olvidar el aragonés Mohamed Rubio ni a Abdel Krim Pérez, probablemente valenciano, ni la posibilidad de que fuese morisco algún autor conocido de los que escribían públicamente, como el comediógrafo granadino Cubillo de Aragón.

En lo morisco, el interés primordial no fue literario, sino histórico, y consistió sobre todo en el hecho esencial de que la existencia de Al Andalus hispano-árabe como realidad humana no terminase en 1492, sino en 1610, pues lo que pasó en 1492 fue que terminó la existencia pública de Estados oficialmente musulmanes en la Península, pero la España arabizada siguió subsistiendo entre el siglo XV y parte del XVII, aunque ya no tuviese poder para influir sobre el país. E incluso después de 1610 quedaron (sobre todo entre Alicante, Granada y el borde oriental de la cordillera Mariánica) algunos grupos sueltos de moriscos residuarios, que duraron, cada vez más disminuidos, hasta cerca de 1900.

De todo ello, lo esencial para seguir aquí la trayectoria cultural fue la mayor vinculación de Granada a lo morisco, no sólo en la intensidad cuando esto existía plenamente en España y Granada era su cabecera (sobre lo cual basta recordar el levantamiento del jefe morisco de Granada don Fernando de Valor en tiempo de Felipe II), sino en la duración, por el hecho de que dentro del reinado de los Borbones perdurasen por allí cerca los últimos residuos y recuerdos. Aunque acaso fuese un factor más decisivo literariamente el de que desde los tiempos en que el reino de Granada había sido alternativamente tributario y antagonista de la corona de Castilla los romances fronterizos llegasen a predominar, y durante los siglos XVI a XVII fuesen vueltos a tratar por Lope de Vega, Góngora y Calderón, o en el siglo XVIII por Moratín. Después de la guerra granadina contra los moriscos de la Alpujarra, dio Ginés Pérez de Hita nuevo auge y nuevos temas a lo musulmán granadino, en lo cual introdujo Zegríes y Abencerrajes, Muza y Abenamar. Y al comenzar el Romanticismo, en el primer tercio del siglo XIX, fue con un tema arábigo-granadino el «Aben Humeya», del granadino Martínez de la Rosa. Mientras eruditamente eran en Granada también donde nacía la nueva escuela de los investigadores arabistas modernos, con nombres como Lafuente, Alcántara, Almagro, Cárdenas, Simonet, Eguílaz, Moreno Nieto, Bacas Merino, Fernández y González, Gómez Moreno, &c. (escuela que luego se corrió a Zaragoza, Valencia y Madrid, pero sin perder del todo la vinculación con sus orígenes granadinos). Una preocupación granadina nueva de conexiones con los temas políticos marroquíes que a la mitad del siglo comenzaban a plantearse, fue la granadina de Pero Antonio de Alarcón. Entretanto, algunos literatos europeos más destacados del momento, como Chateaubriand, Dumas y Gautier, sin olvidar al norteamericano Washington Irving, visitando a Granada, recogían en ella una impresión pintoresca en la cual el arabismo local no era olvidado. Y, por fin, a través de varias figuras granadinas secundarias, se llegó a Ángel Ganivet, granadino y precursor de la generación del 98, una de cuyas preocupaciones fundamentales fue la de los árabes, a los que él llamaba sus paisanos, y respecto a los cuales propuso fundar en Granada una escuela de estudios arábigos vivos, además de pensar en una acción común arábigo-española sobre todos los horizontes africanos, y de cantar a las torres de la Alhambra con tono desgarrador poco antes de la muerte del mismo Ganivet. Siendo luego casual, pero también sensacional y simbólico, el hecho de que pocos años después llegase a Granada, como la mejor contestación a Ganivet, el mejor literato árabe de aquel tiempo, o sea el egipcio Chauqui (conocido como «el príncipe de los poetas»), quien en la Alhambra escribió algunas de sus producciones más famosas, divulgadas luego en los libros escolares de todos los países de lengua árabe.

Entretanto, del fondo de lo poético andaluz viejo del Emirato y el Jalifato surgían nuevas influencias atávicas que, expresas o difusas, han venido siendo abundantes desde 1880 a 1950 aproximadamente. Comenzando por las versiones en lengua española que el cordobés don Juan Valera hizo de muchas poesías de autores musulmanes de Al Andalus para incluirlas en un estudio del erudito Schack sobre la literatura medieval de España, versiones que han llegado a ser, incluso para críticos de países árabes, como los sirios-libaneses, tan valiosos y genuinos como los originales. Pasado 1900, el empeño de abundante complacencia verbal del modernismo dio en Almería a Villaespesa, entre cuya producción teatral quedaron como más definidas sus dos obras referentes a lo granadino de Alhambra y moriscos, o sea «El alcázar de las perlas» y «Aben Humeya». Del sevillano Machado dijo José María Pemán (cuando era presidente de la Lengua Española) que era visible una influencia árabe en la tendencia de imagen y metáfora. Pero el retorno a lo andaluz genuino en sus formas jalifales, que no es el ropaje externo colorista, sino la visión y la expresión, se operó en Juan Ramón Jiménez, el vate de Moguer, complacido en su «plenitud de soledad».

Respecto a la visión de Juan Ramón, un hispanista de apellido germánico ha dicho exactamente que «el andaluz de Moguer no crea una Andalucía vista desde fuera como paisaje exótico; por el contrario, con ojos andaluces crea una serie de categorías universales». En la expresión, lo mismo que Góngora y los poetas islámicos recogidos en el «Libro de las banderas», Juan Ramón Jiménez apareció manifestando un entrecruzamiento de real e ideal y una tendencia a la elusión y la alusión, aunque Juan Ramón no contrapusiese palabras de elementos reales a otras de elementos imaginarios, sino que los supuestos ideales son en su caso un repertorio de emociones o preocupaciones propias, y los supuestos reales son las cosas donde el espíritu se proyecta. Del Jalifato también semejaba su «prisa permanente contenida» y su empeño agotador de imágenes, como oros viejos, oros jóvenes, rosas, matices de aguas, &c. Entre los poetas influidos por el ejemplo de esencialidad de Juan Ramón, han tenido mayor significado los del grupo andaluz, con Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Altolaguirre, Cernuda, Alberti, &c. Dentro del cual el sentido telúrico co-cósmico del malagueño Aleixandre, que oscila entre lo hiriente y lo acariciante, es, al fin y al cabo, como el símbolo de la copla malagueña. En cuanto a Federico García Lorca, una de sus obras en que puso mayor cariño fue el breve homenaje de simpatía al arabismo antiguo de su Granada natal, el «Diván del Tamarit», escrito el 1934, y cuyo valor estriba en que el arabismo no es recuerdo ni falso arcaísmo, sino modo de representar dentro de lo lorquismo genuino y personal ciertas sugestiones heredadas del repertorio poético de Al Andalus, como la visita nocturna, la tendencia a lo minucioso, el negligente abandono, la luna, el agua, &c. Y no podrá olvidarse en Sevilla el caso aislado de Joaquín Romero Murube, autor de la «Qasida del Amante Andaluz», a la vez que conservador del Alcázar.

 
Renacer de hoy en lo cultural bilingüe

Entretanto, en Marruecos, que geográficamente prolonga Andalucía por debajo del agua del Estrecho de Gibraltar (no más ancho allí que muchos grandes ríos americanos) y que tanto en siglos romanos como en siglos medievales formó parte de las mismas entidades estatales que el Sur español, ha surgido espontáneamente otro foco poético más pequeño y con nombres menos célebres que el reciente de Andalucía, pero acaso más significativo en la trayectoria histórica por el hecho de ser un foco o núcleo bilingüe, el cual se produce mezclando autores que escriben en árabe con otros que escriben en español. Este renacer ha tenido y tiene por centro la ciudad de Larache. Una mujer de gran espíritu, que es a la vez poetisa, es decir, Trinidad S. Mercader, ha sabido coordinar ese bilingüe esfuerzo creando la revista «Al Motamid» (llamada así en recuerdo de un rey poeta de Sevilla), en la cual se agrupan, entre otros, los nombres de Abdul-lah Guennun, Eladio Sos, Ibrahim El Ilgui, Manuel Pinillos, Abdelqader Muqaddam, Ángela Figueroa, Abulqasim Sabi, &c., además de mantener enlace con los poetas de Andalucía, como Vicente Aleixandre. Siendo esencial del grupo de Larache el de no querer que su labor se agote y reduzca a la complacencia lírica, sino que sirva de reactivo para reincorporar a la emoción española actual todo lo que Marruecos tiene de resurrección y revelación de un factor español antiguo, de continuación de Al Andalus, con el mismo uso mezclado del árabe y del español. Así, los que hacen «Al Motamid» actualizan un fondo clásico secular.

En el mismo Norte marroquí contiguo a lo andaluz, y teniendo como cabecera la ciudad de Tetuán, las autoridades marroquíes y españolas que desde ella gobiernan juntamente la llamada Zona Jalifiana, protegida por España, realizan oficialmente otro esfuerzo de renacer bilingüe, tanto en lo educativo como en lo investigador. Ante todo, porque en los centros educativos de esa Zona se enseña, junto al árabe (que es lengua fundamental), el español. Luego, porque cada año se celebra la «Fiesta del Libro Hispano-Árabe», en la cual no sólo se contrasta la labor realizada en la Zona durante el año, sino que, uniendo a los libros editados en España y Marruecos los de países americanos, como Argentina, Chile, Méjico, &c., y otros de naciones árabes del Próximo Oriente, como Siria, Líbano y Egipto, se muestra la identidad fundamental de producción en los mundos de ambos idiomas. Además, hay en Tetuán dos Institutos de investigación erudita, uno en español y otro en árabe, que trabajan coordinadamente y conceden premios anuales, es decir, el «Instituto General Franco» y el «Instituto Muley Hasán». Y también es en Tetuán donde ahora se están haciendo las dos primeras traducciones completas del «Quijote» al árabe, una de los profesores libaneses cristianos Neguib Abumalham y Musa Abud, y otra del cherif musulmán Sid Tuhami Uazzani.

La historia de la ciudad de Tetuán, que fue fundada por refugiados políticos musulmanes procedentes de Ronda y de Granada, a los cuales luego se añadieron otros procedentes de Jerez y Jaén, hace de la labor bilingüe que allí se realiza una continuación directa (aunque sea después de una pausa de siglos) de la andaluza hispano-árabe, y a la vez, tanto la parte de la labor de las naciones árabes independientes en las fiestas del libro tetuaníes como el papel esencial de los eruditos libaneses en los centros investigadores, pone al nuevo foco andaluz-magrebí dentro del renovarse literario y científico que a lo largo del mundo árabe se conoce como «Nahda» o «Renacimiento». A propósito de éste, no debe olvidarse que desde el primer Congreso Cultura de la Liga Árabe, que se celebró en El Cairo durante la primavera de 1946, la zona jalifiana del Protectorado español está en relación permanente con el máximo centro coordinador de la ciudad del Nilo. Además, en lo investigador, hay varios enlaces directos entre los centros tetuaníes y los del Próximo Oriente, los tetuaníes y los de Madrid, Granada, Córdoba, &c., y entre estos de España con los del Próximo Oriente, cerrándose así un sistema completo. De Tetuán a Egipto ha sido esencia, desde 1938, la «Casa de Marruecos», misión marroquí que ha formado muchos expertos en cuestiones especialmente de lengua árabe. De Tetuán a España, relación de trabajos e intercambio de elementos con las Escuelas de Estudios Árabes de las Universidades de Madrid y Granada o con la Real Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes en Córdoba. De las naciones árabes independientes próximo-orientales a España, tiene una importancia extraordinaria el «Instituto Islámico Faruq I», institución oficial del Estado egipcio que desde 1950 funciona en Madrid, próxima a los edificios del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, como enlace vivo de trabajo común entre las Universidades egipcias y españolas. Aunque tampoco cabe olvidar la existencia en Granada de la «Casa de Marruecos», para estudiantes musulmanes, ni en Salamanca del «Seminario de San Efrén», donde completan su formación eclesiástica sacerdotes de religión católica, a la vez que de origen y lengua árabe, procedentes del Líbano, Jerusalén, etcétera.




 
III
Árabes e hijos de árabes en Hispano-América

Después de resumir las líneas generales de la absorción de elementos culturales arábigos por el espíritu y la expresión literaria hispanos (formando los productos de esta fusión casi una tercera dirección intermedia entre lo que en España se ha producido según formas árabes que no salieron de su arabismo y lo que se ha producido siguiendo tendencias ajenas a lo árabe), resulta siempre evidente que lo más interesante de la absorción, cuando ésta se ha producido, ha sido el hecho de no recoger lo pintoresco externo, sino lo fundamental interior. Alguna vez se ha dicho autorizadamente que en Europa hay dos estampas predominantes de lo arábigo. La nórdica, generalmente anglosajona, destaca sólo valores nebulosos y etéreos de preciosos reflejos para hacer de ello como paisajes escoceses o escandinavos, pero con más exótico misterio. Luego la que se ha llamado latina, pero debiera llamarse franco-latina, en la cual la vaguedad de color romántica se torna en fuerza excesiva de colorido con preocupación impresionista, destacando un empeño de documentalismo que es casi la traducción a lo literario de una preparación colonizadora. Pero, además de esas dos perspectivas, que brumosa o polícroma son ambas en un solo plano, puede haber otra hecha de esquematismo y profundidad, que es precisamente la del árabe de más pura y antigua raza, es decir, el nómada beduino, que desde los tiempos de Abraham hasta hoy ha venido constituyendo la mayoría de los habitantes de la península de Arabia. El beduino, que nace, vive y muere en el más despejado y seco paisaje que puede concebirse, no tiene tiempo para ilustrarse con espejismo brumosos, porque éstos le extraviarían en las zonas vacías de arenas o piedras volcánicas, ni tampoco se ilusiona por lo polícromo, porque en el desierto la luz es tan fuerte que anula y desgasta los colores. Así, en vez de dejarse seducir por una Naturaleza dura, con la que está acostumbrado a luchar para vencerla, el beduino, eminentemente realista y a la vez apasionado, pone todo su afán en el realismo mismo. Los poetas del desierto, en la Arabia preislámica, describían los campamentos, los camellos, los combates y el amor con empeño estrictamente objetivo, y su fantasía no se complacía en figurarse lo irreal, sino en comparar bellamente unas cosas reales con otras. Cuando en Arabia se extendió la religión del Islam lo hizo con formas secas y austeras que en el fondo coincidían con el ascetismo espontáneo del monacato cristiano oriental nacido en otro desierto.

En España el realismo arábigo trasplantado encontró un terreno propicio al injertarse sobre el otro fondo de realismo, a la vez seco y místico, que instintivamente distingue con frecuencia a los peninsulares hispanos desde los tiempos de Séneca, y acaso desde los iberos de Numancia. Nunca el arabismo hispanizado o el hispanismo arabizado de Al Andalus perdieron la común capacidad objetiva en dos planos paralelos de exaltación caballeresca y realidad de las cosas que se palpan (es decir, el dualismo complementario de Don Quijote con su Sancho amigo, que –según puede verse si se lee de verdad el libro de Cervantes– no era su oposición, sino su complemento). Los santos pintados de Ribera y Zurbarán, las figuras populares pintadas por Velázquez y Murillo, los fusilados de Goya, los descubridores y exploradores del Nuevo Mundo, y tantos otros tipos de ermitaños, guerrilleros, aventureros, guardianes de toros, bardos populares, alcaldes como el de Zalamea y el de Móstoles, &c., no resultaron nunca extraños para el estilo desértico de Arabia.

Humanamente y literariamente, estas figuras adquieren en América algunos de sus relieves más perfectos, pues no sólo conservaron muchas veces las líneas generales de las vagas coincidencias señaladas en lo peninsular, sino que a veces, por la influencia de lo despejado y duro de algunos paisajes, creaban una especie de nuevo beduísmo criollo. Esto ocurrió, sobre todo, con los gauchos de la pampa argentina, respecto a los cuales un intelectual argentino, el señor Torres López, ha profundizado el tema de sus paralelismos con los beduinos de la antigua caballeresca Arabia. Ante todo, destacando como figuras claves respectivas a Antarat Ibn Xadad y Martín Fierro, haciendo otros paralelos entre Hatim Tai y Guemes con su honor, lealtad y hospitalidad, así como entre Ishac Ibn Ibrahim y Santos Vega, o entre Ed Darwix y Juan Sin Tierra, cartógrafos de la abadía arábiga y la llanura americana, en la lucha contra un espíritu del mal. Y también, fuera ya de lo beduino, serio, el paralelismo en lo cómico y picaresco de Pedro Urdimales con Yeha. Todo lo cual cobra en lo humano más reciente interés nuevo por la presencia en América de lengua española y lengua portuguesa de casi un millón de árabes e hijos de árabes que proceden de emigraciones recientes.

 
Historia y organización de los emigrados

La emigración comenzó en 1860 desde las costas del Líbano, Siria y Palestina. Fue su principal acicate y estimuló la política de los últimos soberanos del Imperio turco de Estambul, los cuales poseían desde hace siglos las comarcas árabes del lado Este del Mediterráneo, donde, a pesar de haber llegado a una gran decadencia técnica, económica y social, aún se conservaba el arabismo y el uso del idioma materno. Pero después de las pérdidas de los territorios balcánicos que dicho Imperio turco sufrió desde comienzos del siglo XIX, había querido compensarlas iniciando en sus zonas de dominio arábigo una política de turquización forzosa, la cual fue más sensible en las zonas sedentarias de la costa que en el interior, donde los beduinos guerreros lograban mayor facilidad de libres movimientos. En 1860 salieron de Belén los primeros emigrantes, que eran también un poco gente que escapaba. Eran melkitas, o sea de rito greco-católico. Luego salieron católicos maronitas de Becharré, Cartaba y Chenair, en la región de los cedros, al norte del Líbano. Poco a poco se fue intensificando el movimiento, arrastrando gentes arábigas de diversas comarcas y religiones, sirios, libaneses, palestineses, transjordanios católicos, ortodoxos, musulmanes, drusos, monofisitas, &c. De 1860 a 1900 se pudo comprobar la salida de 600.000 emigrantes desde puertos del Líbano y Palestina, sin contar las salidas clandestinas y los embarques por los puertos egipcios. De 1900 a 1914 la emigración aumentó, y aunque ya no se llevaban estadísticas exactas, se cree que el número de los que partieron fue superior a un millón. Entre ellos predominaron los libaneses, y entre los libaneses los cristianos.

En los primeros tiempos la mayor parte se encaminaban a Norteamérica por diversas razones, entre las cuales la acción propagandista de instituciones americanas en Próximo Oriente, y sólo unos diez años más tarde se desvió la corriente principal hacia los países hispanos, porque, descubriendo que el ambiente de estos países era más grato para las gentes arábigas espontáneas y meridionales, acabó por fijarse en ellos el mayor núcleo de la emigración. Hoy el número total de árabes residentes en América, tanto de los llegados desde su Oriente como de los hijos de éstos nacidos en América y con nacionalidades americanas, no se conoce con toda exactitud, pero parece demostrado que el total no es inferior a un millón y medio, de los cuales cuatrocientos mil en Norteamérica y el resto en las naciones hispanas. De éstos, Argentina y Brasil tienen aproximadamente doscientos cincuenta mil cada uno. Son también notables los núcleos de Méjico y Chile, sin olvidar otros de Colombia, Perú, Uruguay, &c., &c.

La mayor parte de los expatriados comenzaron a marcharse huyendo de la mísera situación a que sus comarcas natales se habían visto reducidas, pero tenían la esperanza de regresar si las malas condiciones cambiaban. Sin embargo, después de la primera guerra mundial, la paz de Versalles, en vez de emancipar al Próximo Oriente arábigo, lo repartió entre varios Mandatos de grandes potencias. Y después, entre 1920 y 1945, aunque fueron creándose naciones independientes árabes próximo-orientales, y por eso la emigración disminuyó, ya no se alteró el hecho de la residencia física de las colectividades de América, tanto porque sus tierras originarias han seguido sufriendo de insuficiencias ocasionadas por los pasados regímenes semi-coloniales, como por razones de intereses creados en suelos americanos y por nacimiento allí de nuevas generaciones juveniles. Por unos motivos y otros, solicitados de dos lados, por la fidelidad al maternal Levante y la vinculación nueva a América, optaron, en todo caso, por organizarse allí lo más coordinadamente posible. Así, lo esencial de los arábigo-americanos fue desde el principio, y es aún hoy, el hecho de que la mayoría de ellos siguiesen procurando conservar su tradición originaria a través de una serie de instituciones de enlace, como periódicos, escuelas, casinos, asociaciones benéficas religiosas femeninas, deportivas, &c., utilizando en toda esta vida de relación familiar tanto el idioma árabe como los de los países de residencia. Primero, para el contacto interior de los que viven dentro de cada nación americana. Luego, para la relación mutua de todos los del Continente, reuniendo de vez en cuando congresos arábigos interamericanos, tanto culturales como políticos, juveniles, &c., &c. Y, cuando han podido, han procurado añadir a sus varias instituciones sociales (muchas veces instaladas en hermosos edificios) unos «Comités Centrales Árabes», con la misión de unificar los intereses de todos los residentes dentro de este o el otro país.

Entretanto, la acción individual de la mayoría de los emigrados ha venido teniendo como principal campo el económico, especialmente comercial, lo cual ha asegurado al contingente más destacado de los árabes americanos gran importancia, tanto por el esfuerzo como por los resultados, que exceden varias veces a los que les corresponderían por su contingente demográfico. Sobre esto dijo, aún no hace muchos años, un presidente de la República de Chile que el éxito de ellos se debía a que «el espíritu del comerciante árabe está templado por los límites de la razón. Avanza con precaución y no da nunca pasos en falso. A estas cualidades junta la solidaridad las características propias a su raza, que son probidad comercial y espíritu servicial agradable al público». Con todo ello se produjo el factor más notable de consolidación de las colectividades y sus miembros, de los cuales la mayoría de los que habían cruzado el Atlántico eran naturalmente pobres, pues les habían empujado las condiciones, entonces tan deficientes, de sus países natales, y así muchos no pudieron pasar en sus nuevas residencias de ser buhoneros y diteros ambulantes. Otros, en cambio, se hicieron dueños de pequeños bazares que llegaron a constituir su profesión más típica, por lo que se divulgó aquella frase de «¡Cómprale al sirio de la esquina!». Un tercer escalón los llevó a predominar en el gran comercio de telas y ropas, y sólo después comenzaron a montar industrias propias de tejidos, géneros de punto, medias, perfumería y jabones, panadería, &c. Por último, aparecieron bancos y grandes agencias. Aunque no por eso ha estado descuidada entre ellos la vida intelectual, pues los sirio-libaneses y jordánicos proceden de estirpes siempre unieron la economía al cerebralismo (como prueba, en los cristianos procedentes del Líbano, el antecedente de sus casi antepasados los fenicios, inventores del alfabeto silábico y de la navegación mercantil, o entre los musulmanes que tuvieron su punto de origen en la Meca, el que el profeta Mohammed fue mercader caravanero antes de predicar al Islam, y lo mismo el jalifa Omar, que dio forma a la expansión). Así, además de la prensa en árabe, en español, en portugués o bilingüe, tienen emisiones de radio, escuelas, cursos de idiomas y editoriales.

 
Afecto a los países de residencia

Respecto a la relación de los emigrados sirios, libaneses, jordánicos o palestineses con los países en donde habitan, refiriéndose concretamente a la mantenida con los de lengua española o lengua portuguesa, puesto que en ellos es donde habita el núcleo más numeroso, es esencial recordar que si la corriente emigratoria al principio se dirigió concretamente a Norteamérica y luego fue corriéndose e intensificándose hacia las naciones del centro y del Sur, fue porque encontraban un ambiente más abierto y un carácter o unas costumbres más semejantes al carácter y a las costumbres de ellos, que son netamente de estilo mediterráneo. Acaso por eso contrastan tanto con los emigrantes de otros orígenes que, al llegar a Hispanoamérica, han de adaptarse al ambiente. El árabe toma un aire criollo apenas desembarcado, y cuando luego se pone a trabajar lo hace en relación con el medio, es decir, no procurando sólo para su propio provecho, sino para impulsar el adelanto de las naciones en que viven. Por eso son generalmente bien apreciados por los hispanoamericanos, ya que representan un factor de ayuda, no de discordia. Y es frecuente ver que los Gobiernos de dichas naciones dan toda clase de facilidades para la acción de los árabes sueltos o en colectividades, abatiendo toda traba que pueda entorpecer su instalación, su arraigo y su labor, especialmente respecto a las facilidades inmigratorias de estos antes llamados «turcos» y luego con su nombre general de árabes, aunque también se designan como «siriolibaneses», pues de Siria y Líbano son el mayor número.

Respecto a la causa de facilidades y consideraciones, muchos han sido los jefes de Estado que han hecho declaraciones en este sentido, pero entre ellas pueden servir como uno de los mejores ejemplos, tanto atendiendo a lo relativamente próximo de la fecha como al papel señalado que los árabes del Plata desempeñan entre todos los de América, el actual Presidente de la República Argentina, general Perón, quien en agosto de 1950, en un banquete que con varios millares de asistentes ofreció a él y a su señora la colectividad árabe de Buenos Aires, dijo: «Yo he tenido con esta maravillosa colectividad de los pueblos árabes las más inmensas satisfacciones de gobernante. Los he visto trabajar sin desmayo, soñar con nuestros sueños y vivir nuestra vida con las mismas intensidades, con la misma buena fe, sinceridad y lealtad con que nosotros vivimos. Por eso, señores, en esta tierra no ha sido no es ni será jamás extranjero el árabe que nos haga el honor a nosotros y a su tierra de compartir su vida con nosotros. Bien venidos sean a esta tierra todos los árabes que quieran compartirla con nosotros. Muchos millones de kilómetros cuadrados aguardan a esos pueblos laboriosos y nobles que, ennobleciendo la tarea todos los días, están honrando a sus lejanas patrias como honran a nuestra propia tierra. Agradezco, señores, con la emoción que sentimos los hombres honrados que queremos decir todo cuanto expresan nuestros sentimientos, esa demostración, que no es una demostración más, porque sé bien que proviniendo de corazones árabes llega profundamente al corazón de un argentino. Les agradezco también los miles de demostraciones que me han hecho diariamente a lo largo de mi vida, desde la más humilde, allá en los lejanos tiempos de mi niñez, en las viejas estancias, cuando el «turco» Amado me regalaba alguna cosa de su cajón de mercader, hasta hoy, puedo apreciar cuanto regalan ustedes a esta tierra generosa con sus afanes y su honradez y su trabajo. A lo largo de toda mi vida he visto y apreciado siempre que un árabe es en esta tierra no sólo un agradecido, sino un benefactor.»

Por su parte, los árabes no sólo han sabido coordinar el natural afán de propias mejoras y enriquecimiento con la voluntad de que esto sirva para el desarrollo de los países americanos a que consagran sus esfuerzos y apoyos patrióticos, sino que se asocian como a causas propias, lo mismo cuando tienen sus ciudadanías de esos países que cuando conservan ciudadanías arábigas. Así, por ejemplo, en Argentina, con ocasión del centenario de su independencia, los siriolibaneses ofrecieron la estatua que se alza en la calle Eduardo Madero, cerca del Correo central, y es muy frecuente la voluntaria aportación de los mismos sirio-libaneses a las causas de mejora benéfica, social y cultural del pueblo argentino.

Lo cual no es sólo cortesía de buena vecindad ni conveniencia de asegurarse un ambiente de simpatía, pues repasando los textos de fondos de prensa en su idioma, libros, conferencias, declaraciones de dirigentes, &c., no sólo en Hispanoamérica, sino cuando hablan o escriben para Próximo Oriente, es normal ver lo frecuentemente que su brillante imaginación se complace en resaltar las grandezas adquiridas por las Repúblicas criollas y en proclamar la necesidad providencial de un destino glorioso preparado para Hispanoamérica (o, más ampliamente, para Iberoamérica) por la Divina Providencia. Otras veces, refiriéndose a las excelencias urbanas de Buenos Aires, Méjico, Santiago de Chile, Río de Janeiro, &c., ellos las presentan verbalmente tan deslumbrantes como las ciudades encantadas de los cuentos de Sherazada. Con fantasía y entusiasmo unidos, que unas veces se explican por el carácter amable y abierto de los criollos, tan semejantes a la hospitalaria amplitud caballeresca del viejo arabismo; otras, por la comparación con el trato más reservado de los poderes coloniales que han actuado sobre sus países nativos; y también el recuerdo inicial de que, al llegar como desplazados, como perseguidos o como agotados, encontraron un ambiente de completa libertad en los países hispanos que calentaron para ellos nuevos hogares. Lo mismo si se querían nacionalizar mejicanos, colombianos, cubanos, &c., que si persistían en sus nacionalismos nativos.

Porque en los principios su racialismo de sangre y lengua (y en algunos de ellos hasta de particularidades religiosas) se encontraba con la contradicción del deseo de no dejar de ser sirios, libaneses, palestinianos, etcétera, al mismo tiempo que eran brasileños, argentinos, peruanos, &c. El dilema era de imposible solución colectiva, y sólo se va resolviendo individualmente. Unos no sólo se naturalizan, sino que acaban por irse fundiendo en la masa de la población criolla, incluso por la frecuencia de sus matrimonios mixtos con personas hispanoamericanas. Otros se empeñan en conservar el arabismo con o sin propósitos de regreso a Siria, Líbano, &c., lo cual a veces se refuerza por casamientos sólo entre ellos, mayor empeño de uso de su idioma materno y constante aproximación a las Embajadas de los países de la Liga Árabe. Pero, en conjunto, el núcleo de las colectividades tiende a seguir por ahora invariable, pues las pérdidas por naturalización se compensan con nuevos inmigrantes o con los hijos que nacen de los antiguos que se aferran a sus orígenes nacionales. De todos modos, las dos soluciones no resultan contrarias, sino sólo complementarias.

Mientras los que no se funden y algún día regresan al Próximo Oriente llevan a él fermentos de hispanismo americano viviente, incluso con empeño de conservar el idioma de Cervantes, los que se naturalizan y se mezclan por matrimonios dan origen a los «hijos de árabes», nuevas generaciones que conservan el interés por el idioma y la cultura árabe, además de un orgullo de la estirpe, que consideran como aportación cualitativa útil para el fondo humano de Hispanoamérica. Habiendo llegado los asimilados y los «hijos de árabes» a cargos directivos estatales, como, por ejemplo, el general Elías Calles, que fue presidente de Méjico; Gabriel Turbay, que en 1946 estuvo casi a punto de serlo de Colombia; el general Antonio Seleme, que fue en 1951-52 ministro del Interior en Bolivia, y algunos gobernadores de Estados en Argentina recientemente. Otras veces ha sido alguno de ellos renovador político sin actuación gubernamental directa, como pasó con el doctor Leandro N. Alem, fundador del partido radical argentino. Técnicamente han destacado muchos, como director de Enseñanza, director de Asistencia Pública, senadores, diputados, ministros de Gobiernos provinciales, &c.

 
Relación con los países de origen

Respecto a los países de origen, y en general o todo el conjunto del llamado «mundo árabe», el valor y la fuerza de influencia de los expatriados es muy superior a lo que podría suponerse sabiendo que el total de los que se encuentran en el Nuevo Continente no pasa de millón y medio, entre casi setenta millones que cuenta todo el mundo árabe, además del inconveniente del mismo alejamiento y falta de residencia. Pero tanto porque los que se fueron a América procedían de las partes litorales mediterráneas levantinas, donde siempre el nivel medio fue más semejante al de Europa que el del interior, como porque la mayor actividad, riqueza y relativa cohesión eran mayores que en sus tierras natales, resultaban desde América reactives para ellos. En lo material, el dinero procedente de los emigrantes por envíos a las familias o por repatriación de los que volvían a Beirut, Damasco, Jerusalén, &c., como ricos «indianos», ha permitido crear allí obras sociales, culturales e industriales de interés, así como en momentos de apuro han llegado de América aportaciones de suscripciones (por ejemplo, en socorros a refugiados de la guerra de Palestina, &c.). En las políticas locales, América ha sido punto de partida o retirada de jefes destacados, como el que fue creador del partido unitarista sirio-libanés Antón Saadeh durante la segunda guerra mundial, o el héroe del movimiento guerrillero en Palestina, general Fauzi ed Din Kaukayi, desde 1950, ambos en Buenos Aires. También ha habido congresos políticos generales para pedir independencia y unión en sus países, destacando entre ellos el «Congreso Panárabe Americano», celebrado en Buenos Aires del 8 al 12 de marzo de 1941, en el cual se reunieron las representaciones de todas las colectividades del Continente y donde por primera vez se sentaron los principios de enlace de naciones y patriotismo común, de una ideal «Gran Madre Patria Arábiga», que en gran parte sirvió de ejemplo, entre 1943 y 1945, para crear la Liga Árabe de El Cairo.

Al lado de los estímulos y las influencias netamente panárabes, han llegado y llegan también desde América a las naciones próximo-orientales otras influencias de un hispanismo que los emigrados han absorbido y adaptado. Así, hay pueblo, como Belén, de Tierra Santa, hoy incluida en el reino de Jordania, donde la mayor parte de los habitantes son «indianos» repatriados que conservan el uso del español dulcemente criollo. En la música se ha visto cómo un cantante de Egipto residente en Buenos Aires, o sea el profesor Mohammed Abdel Uajab, al volver al Levante, ha creado una serie de canciones excepcionalmente divulgadas por discos, radio y cine, donde une motivos egipcios a otros argentinos, cubanos y mejicanos. También en literatura ha llegado a haber una escuela o promoción entera de literatos cuyo árabe se ha visto influido por Ultramar. Y a veces se crean entre los repatriados centros que ayudan a mantener la conexión viva entre ellos y los que se quedaron allí, como, por ejemplo, el «Club de Emigrantes» de Beirut. Sin olvidar que también se ha visto a Gobiernos, como el de Siria y el del Líbano, celebrar fiestas hispanoamericanas, como la nacional de Chile y Argentina, con emisiones especiales de radio, artículos en toda la prensa, recepciones, &c. En resumen, la doble cultura adquirida o desarrollada por los sirios, libaneses y jordánicos de Ultramar ha servido, tanto a Ultramar mismo como a los países del Levante mediterráneo, porque se ha producido en dos caras complementarias de los dos idiomas (o los tres, incluyendo al portugués) y porque ha habido grandes figuras de pensadores, políticos, oradores y escritores que actuaron consagrándose a la vez a uno y otro sector. Lo cual fue el caso de Habib Estéfano, del emir Amin Arslan, de Fauzi Maaluf, de Jorge Sabah, de Mohammed Ramadán, de los Sawaya, Elías, Chamun, Jury y tantos otros.

 
Paralelismos de los grupos de naciones

De origen arábigo-americano es la teoría, después difundida en otros sectores, de que los países de idioma y nexo general histórico árabe deben actuar paralelamente a los países de idiomas y nexos históricos hispanos. Teoría que se subdivide, a su vez, en tres facetas.

La primera de dichas facetas se refiere a las semejanzas externas de los dos grupos, comenzando por observar que, así como los países hispanoamericanos forman una agrupación natural cuya personalidad y mutua solidez dentro de su continente se sostiene, sobre todo, por los lazos idiomáticos y por un vínculo de origen general igual para todos, sin que haya ninguno superior a los otros, ése es también el modo como los elementos panarabistas coinciden también en el enlace de sus países, y así se nota ya en los principios generales del estatuto que rige en la agrupación de las siete naciones hasta ahora independientes que funcionan desde El Cairo. Si la Liga Árabe se considera fundamentada por la unidad de tradición, semejanzas geográficas y de problemas de destino o de cultura, cuestiones de adaptación social, semejantes conceptos sobre sus vidas nacionales, &c., es evidente que la mayor parte de esos conceptos pueden aplicarse también a la familia de países de América en Méjico, centro, Sur y Antillas. Incluso porque si la denominación «mundo árabe» no significa que esté poblado por gentes de origen sólo de Arabia, sino que una levadura de ellos dio contenido humano y espiritual a un conjunto que incluye otras rasas diversas, algo semejante hizo en América la levadura española con indios, negros, emigrantes italianos del Plata, &c.

La segunda faceta tiene como punto de partida la observación de que los países hispanoamericanos o iberoamericanos, a pesar de la evidente capacidad y del tamaño de algunos de ellos, en la vida internacional general desempeñan el papel de naciones en cierto modo consideradas como «pequeñas» porque se ven sujetos a las influencias más o menos absorbentes de las grandes potencias mundiales, e incluso muchas veces a resabios de ocupaciones o acciones colonistas de dichas potencias mundiales, coincidiendo en todo esto con los países del Próximo Oriente y el lado sur del Mediterráneo. Respecto a esto, se cita que cuando en la O. N. U. se ha planteado el principio general de los derechos de los Estados llamados «pequeños» han surgido varias veces, con lógica espontaneidad, las intervenciones semejantes de hispanoamericanos, filipinos y arábigos en defensa del derecho de todas esas naciones. Así, también en El Cairo, Damasco, Bagdad, &c., se han visto con simpatía reclamaciones como la de Guatemala sobre Belice o la de Argentina sobre Malvinas.

La tercera faceta es la de estimar que por esto los arábigos y los hispanos tienen o deben tener en común sentido justiciero adverso a las faltas de libertades nacionales y a las colonizaciones. Así, en Buenos Aires, a fin de octubre del pasado año, durante una ceremonia militar oficial, a la cual asistía, junto con el Presidente de la República Argentina, el general siriolibanés Fauzi Ed Din Kaukayi, un tiempo «leader» de la defensa de Palestina, dijo el primer mandatario de la nación del Plata que los problemas argentinos son los mismos de casi todos los pueblos de la Liga de El Cairo: «poder afirmar su independencia y no estar sometidos a la colonización política o económica, que ha durado para ellos tanto como ha durado para nosotros». Pues «ellos están en sus tierras librando la misma batalla que nosotros; ellos están luchando para sacar la expoliación extranjera de sus territorios… hasta ser dueños de su voluntad política, su voluntad económica y su voluntad social». Por lo cual fue enviada por Perón a dicho general Fauzi ed Din Kaukayi una espada de San Martín.




 
IV
Lo hispano atlántico y lo hispano mediterráneo

Antes hemos visto cómo el arraigo de los núcleos arábigos dentro de lo hispanoamericano ha tenido como primera forma más natural la de simple adaptación gradual, aunque generalmente rápida, al medio ambiente criollo, por semejanza de estilos de vida, y cómo eso ha sido después completado, entre los núcleos de trayectorias políticas y panarábigas, por el empeño en señalar las posibles coincidencias entre los dos grupos de países en lo referente a sus modos de relacionarse y a paralelismos de posiciones mundiales. Pero hay también una tercera forma de aproximación e integración más completa por más profunda y reflexiva, o sea aquella por la cual se considera que las instintivas aproximaciones de los arábigos a lo esencial de las naciones hispanas del otro lado del Atlántico, así como las semejanzas que las facilitan se deben a que tanto ellos como los americanos tienen una común tradición y unas comunes raíces en la Península Ibérica. Así, proclaman que todo sirio, libanés, norteafricano, &c., establecido en Hispanoamérica, no lo hace en calidad de emigrante exótico y adventicio, sino que, en todo caso, puede considerar su nuevo suelo de establecimiento como propio, ya que el Nuevo Continente fue descubierto, organizado, colonizado, elevado a las más altas formas de civilización de su tiempo, y hecho luego grupo de naciones gracias a la acción de España y Portugal, países de una Península en la cual, durante muchos siglos y aunque mezclados con otras influencias latinas, florecieron núcleos de colonización y civilización procedentes de los países que ahora son árabes. Adaptándose civilización y colonización al genio moldeador y diferenciador del suelo peninsular, lo mismo que ahora se adaptan los emigrados a América sobre el suelo criollo.

De ahí salen una serie de argumentos invocados para declarar que el mundo hispanoamericano y el de ellos en su «Machriq» (o sector árabe oriental) y su «Maghrib» (o sector árabe occidental desde Libia a España) no son paralelos, sino hermanos. Sobre esto se ha escrito por libaneses residentes en Marruecos:

«La circunstancia de haber convivido durante nueve siglos en la propia península –aparte los antecedentes del Líbano púnico– echó los cimientos de esta identificación actual.»

Y se insiste sobre el hecho de que durante los nueve siglos de los Estados islámicos en Al Andalus sólo primero, y en Al-Andalus juntos con Marruecos más tarde, hispano-romanizados cristianos e hispano-arabizados musulmanes se llamaran todos con igual motivo «españoles», como hijos de una Patria que llegó a ser común a todos, y esto no se puede, no se debe olvidar. Sobre lo cual es también otro argumento el llamado de los tres escalones sucesivos, consistente en decir que así como España fue, desde los tiempos fenicios, el «Nuevo Mundo» de las gentes que la veían y a ella iban desde las regiones del conjunto siríaco-arábigo, lo mismo ocurrió desde el siglo XV al XIX con América como «Nuevo Mundo» de las gentes que allí iban desde la Península Ibérica. Y al llegar a América, entre el XIX y el XX, emigrantes del mismo conjunto geográfico sirio-arábigo completaron así el ciclo. Por lo cual se ha dicho hiperbólicamente, pero con colorida fuerza expresiva, que «si los americanos son hijos de los españoles, también son los nietos de los antiguos árabes».

De ese empeño en afirmar vinculaciones enlazadas se pasa a manifestaciones públicas. Por ejemplo, la emisión radiada que la colectividad de Santiago de Chile organizó el 12 de octubre de 1950 para celebrar la Fiesta de la Raza, y en la cual se lanzaba a las ondas lo siguiente:

«Nosotros los árabes queremos a España como si fuera nuestra propia tierra. En los fértiles campos de Andalucía está latente nuestro espíritu, y en Granada, en su vieja Alhambra, aún ronda en puntillas. Así nos identificamos a la Hispania de otrora; así llevamos a nuestro solar parte de su alma castiza. Si dejamos en el surco castellano la simiente de nuestra raza, nos llevamos al Oriente, como el más preciado botín, la apostura caballeresca y la gracia sutil de sus costumbres. El Nuevo Mundo nos abrió sus brazos para recibirnos en su seno. Hasta esas tierras ubérrimas hemos llegado para levantar nuestros hogares; es que esta tierra es la prolongación de España, y al pisarla parece que volviéramos al viejo solar de nuestros antepasados.»

En cuanto a la visión moderna de España misma en su actual realidad, el escritor Mansur Turbay (familiar de quien actuó como vicepresidente de Colombia) publica en 1948, en la revista de Buenos Aires «La Natura» (que es una de las más antiguas de América) una serie de artículos diciendo que Madrid, Sevilla, &c., son «unas de las urbes más atractivas del mundo, de las más agradables para los árabes, que se sienten como en su casa, y si no ganan tanta plata son, en cambio, más felices». También ha dicho el pasado año, con ocasión de una conmemoración patriótica, el Jefe de Estado de una nación sudamericana:

«¿Qué nos une, que así nos comprendemos, que así nos amamos? Los sentimientos, que son comunes a pueblos heroicos en los días de adversidad, patriotas, trabajadores, juntos y amantes de la paz. Por esa razón, cuando se encuentra un representante de estos nuevos pueblos en contacto con otro de aquellos milenarios pueblos árabes, no encuentra diferencias: estamos armados del mismo fervor, las mismas virtudes, y hasta a veces compartimos los mismos defectos. Nada puede separar a pueblos que son una misma cosa en lo espiritual. Señores, las mismas inquietudes nuestras son las de ustedes. Son estirpes unidas en sus virtudes y en sus sentimientos. Por eso somos y seremos un solo pueblo, amante y respetuoso de las mismas cosas.»

 
Teoría árabe de la Hispanidad

El efecto teórico y práctico alcanzó el punto más alto en las teorías de Habib Estéfano, aunque dichas teorías fueron a la vez apogeo y antecedente del que se han derivado luego la mayor parte de las manifestaciones de hispanismo más activo, puesto que él las maduró entre 1920 y 1925, las propagó con ardor desde   1925 a 1930, y luego fueron una de las facetas esenciales de una actividad sobre todo el continente, aunque su propagador tuviese más vinculación con Cuba y Argentina.

Habib Estéfano había sido el primer presidente de la Academia de Damasco, que en 1920 se fundó con el propósito de que fuese Academia central y mayor centro cultural inter-racial de los pueblos de ese idioma, después de haberse instalado en la milenaria ciudad capital de Siria, la cabecera de un Estado panarabista que aspiraba a ser punto central de referencia para todos los territorios arábigo-asiáticos que durante la primera guerra mundial se emanciparon del Imperio osmalí o turco de Estambul. Pero los acuerdos secretos contraídos por los Gobiernos de las grandes potencias aliadas que habían vencido a Alemania, Austria-Hungría y Turquía, seguidos de las decisiones de la Conferencia de Versalles en 1919 y la Conferencia de San Remo en 1920, deshicieron ese ensueño de Damasco, cuyos dirigentes tuvieron que emigrar. Estéfano, que fue a parar a la «Perla de las Antillas», al mismo tiempo que aprendía rápidamente la lengua española (en la cual llegó a ser uno de los más excelsos oradores), recogía la sensación de lo que él llamó «mundo abierto» del espíritu ibero-americano, en contraposición al «mundo cerrado» de los gobernantes que habían decidido en Versalles y San Remo. Después buscó cuál era el punto general de origen y relación entre los estilos de las distintas naciones y de ese «mundo abierto», y lo encontró en España, articulando así la teoría de la vinculación de los emigrados, el enlace de las generaciones y la nueva tierra y el valor del fondo español.

Sobre lo primero y lo segundo, su más divulgada definición de conjunto de Estéfano fue la que en 1925 hizo en Madrid durante sus conferencias en la Unión Ibero-americana y en la Universidad, diciendo:

«Yo tengo un millón de compatriotas que viven en la América hispana, desde Méjico hasta la Argentina. Ellos se han identificado completamente con los hispanos de América, y ya pertenecen a aquella América hispana, son sus hijos, y su porvenir depende del porvenir de aquellas tierras. Yo tengo, por decirlo así, dos patrias: una, el árabe Líbano, donde nací; otra, la América hispana, donde viven y trabajan mis compatriotas. Entonces el problema de América es un problema mío también, porque es problema de mi sangre, el problema de mi pueblo, el problema de nuestras generaciones en todo el Continente hispano. Es absurdo creer que la raza hispana está basada en la unidad del idioma. En la formación de la raza intervienen lo divino y lo humano por aquella forma del pensamiento y de los afectos que hace que dos almas se encuentren como hermanas porque cada una reconoce en la formación de la otra como una reproducción de la forma que es la propia de ella misma. Si se transmite la sangre, el alma de la estirpe se transmite también, y en ese sentido existe la raza hispana, que abarca a todas aquellas partes de América con Portugal y España y nosotros los árabes.»

Respecto al valor del fondo español, Habib Estéfano, que fue nombrado por el general Primo de Rivera (entonces Jefe del Gobierno en España) representante efectivo y de honor de la que fue bella y simbólica Exposición Hispanoamericana de Sevilla, ya había previamente sentido y manifestado la sugestión de que la parte de la Península Ibérica llamada Andalucía en su estricto sentido físico (es decir, junto con las ocho provincias llamadas hoy andaluzas, la región de Murcia y zonas de Extremadura o la Mancha, que forman cuerpo con ellas en el uso del mismo modo de hablar) sigue constituyendo el fundamento esencial más viviente y palpitante de todos los entrecruces entre los países árabes y los países hispanos, tanto por la mayor densidad allí de antecedentes históricos como por la especial preferente vinculación de los estilos criollos con el andaluz y por la supervivencia del carácter físico en los parecidos humanos andaluces. Sobre los antecedentes históricos, Estéfano repetía insistentemente la opinión de que era casual, pero también eminentemente simbólico y acaso un poco como providencial, el que en Sevilla el Archivo de Indias, en el cual se custodia la mayor parte de la documentación americana fundamental, esté a la sombra de la sevillana arábiga torre de la Giralda. Sobre la vinculación de estilos criollos y andaluces, Estéfano se interesaba esencialmente por la identidad del acento andaluz-murciano-extremeño con los hispano-americanos, componiendo entre todos el más numeroso núcleo de pronunciación de la lengua española, o sea del «seseante» estilo dental y suave. Y en el carácter físico, Estéfano, al andar por Granada, Málaga y Córdoba, ponía en amistosa broma nombres de «cónsul de Damasco», «cónsul de Beirut» o «cónsul de La Meca» a gentes andaluzas que él veía y creía conocer ya por parecerse a amigos y familiares residentes en las ciudades del Levante arábigo o «Machriq».

Las tres facetas del fundamento andaluz respecto a lo americano, que Estéfano sólo tuvo tiempo de observar de paso en algunas manifestaciones externas y callejeras, se apoyan en un fondo más denso, cuyo mayor valor no consiste en la impresión de vista, por seductora que ésta resulte, sino en lo continuo e insistente de la superposición de factores de entrelazamiento, sobre los cuales debe insistirse porque son los que han pasado a constituir el repertorio que más corrientemente sirve ahora como argumentación esencial.

En los antecedentes históricos se atiende principalmente a la constante del factor marítimo en el sector comprendido entre Huelva y el Estrecho de Gibraltar, incluyendo a Cádiz, y por el Guadalquivir arriba, a Sevilla, la antigua Hispalis, con su posterior anejo Itálica, formando una especie de gran triángulo en cuyo lado más externo estuvo incluida Tarchich o Tartesos, «la más antigua ciudad civilizada de Occidente», donde los mitos helénicos situaban al «dios Océano» y desde donde ya muchos siglos antes de la Era Cristiana se organizaron sistemáticamente tanto los descubrimientos litorales como las expediciones pesqueras y comerciales, con puntos de apoyo que al Sur se extendían hasta costas guineanas y al Norte hacia las Islas Británicas. De la primera época andaluza occidental, que tuvo un origen sobre todo pesquero, sistemático e industrializado, después de ser iniciado por los primeros hispanos locales (fuesen ibéricos o tartesios) la prolongaron los libaneses fenicios utilizando a Cádiz como nueva cabecera, pero con los mismos equipos locales de siempre, y así siguió siendo, incluso dentro del Imperio romano. Después de los rumbos, más mediterráneos, que impuso el comienzo de la Edad Media, la época de los descubrimientos de Canarias, Azores, &c., renovó el viejo triángulo de las bocas del Guadalquivir y el Guadiana (incluso para los descubrimientos portugueses, pues éstos salieron del Algarbe, que es Guadiana de la otra orilla), los mismos sitios con las mismas gentes locales que habían actuado en Tartesos y en la Cádiz hispano-fenicia, reprodujeron desde 1492 su actuación en América, sin más factor nuevo que el residuo de lo arábigo-musulmán que en Huelva había dejado el edificio de su «rabat» o Rábida.

En la mayor vinculación a lo criollo de lo andaluz y sus prolongaciones en Extremadura y el resto del Sur peninsular se fundamenta lo metódico del recuerdo de que tras la primera expedición descubridora, salida de Huelva, y de la segunda, salida de Cádiz en 1493, todas las expediciones que siguieron durante las primeras decenas de años pudieron llamarse sevillanas, puesto que, aun utilizando elementos de Cáceres, Badajoz, Canarias, Cádiz, &c., tuvieron a Sevilla como centro de organización y dirección. Aunque estas expediciones, que llevaron los primeros colonos de establecimiento fijo, así como los primeros animales para la reproducción y vegetales para nuevas plantaciones, no hicieron ninguna fundación memorable, como las conquistas sólo se realizaron posteriormente por hombres ya formados en América o nacidos en ella, puede decirse que en los comienzos lo no andaluz como base era americano. Así no hubo interposición de factores del todo ajenos al Sur, lo cual se reforzó en las apariencias externas por la espontánea facilidad y profusión con que en todas las tierras de los virreinatos de Ultramar arraigó no sólo la pompa del barroco andaluz, sino incluso elementos netamente musulmanes, como las muestras características de estilo mudéjar en edificios mejicanos del siglo XVII, con técnica que parece de influencia de obreros que conocían los motivos de ese estilo y que acaso fuesen moriscos. Y en lo del idioma y acento, por el recuerdo de que, habiendo sido la provincia de Sevilla, en tiempos de los Reyes Católicos, la cuna de Elio Antonio de Nebrija, del cual se ha dicho académicamente que fue «fundador de la lengua española» por haber hecho la primera gramática, que le permitió llegar a ser lengua con caracteres de mundial, lo sevillano no resultaba entonces provinciano, sino central y cabecera.

Por último, respecto al carácter físico de los parecidos humanos, además de ser esencial en lo peninsular, o al menos en las regiones del Sur, el Levante y todo el centro de Castilla y Aragón, una mayor proporción de gentes que entre los diversos elementos étnicos de las muchas razas que por la Península pasaron conservan predominio de la raza ibérica o bereber (por lo cual son prolongaciones humanas de Marruecos y de Argelia, donde también lo bereber predomina), los cruces con elementos de los países próximo-orientales en que se habla árabe no han sido nunca tan intensos, pero, en cambio, han tenido y tienen lugar siempre que las circunstancias ponen en contacto a próximo-orientales con españoles del Sur-centro-Este o con hispanos americanos. Así, por ejemplo, en Jordania, cerca de Jerusalén, hay dos aldeas donde el más numeroso núcleo de los vecinos está compuesto de hombres árabes casados con mujeres de Canarias, Argentina, Chile y Perú, y algunos hombres de allá casados con mujeres palestinesas. En Beirut, capital del Líbano, son varias las malagueñas y valencianas que forman parte de familias locales. Y dejando el Máchriq para referirse al Mághrib, no puede dejar de citarse el caso de que, mientras en ciudades de Andalucía, como Sevilla y Granada, muchas familias destacadas llevan apellidos netamente arábigo-orientales, como Benjumea, Jaldón, Benalúa o Mutaguaquil, en cambio, las clases más cultas y elevadas de ciudades marroquíes llevan otros hispano-latinos, como Castillo, Aragón, Torres, Molina, Pinzón, Carrasco, &c.

Así, pues, si en tantas ocasiones resulta imposible trazar fronteras entre lo árabe y lo hispano, pues sangres semejantes corren con frecuencia por venas de unos y de otros, es natural que se piense en identificar los dos mundos. Iniciador de la concepción y exaltación de la hispanidad, idea que él lanzó por primera vez al mundo, fue el mismo Ángel Ganivet, que, orgulleciéndose de ver en los árabes sus paisanos, esforzándose por salvar el estilo arábigo urbano de su «Granada la bella» y pidiendo, por boca de su personaje Pío Cid, la llegada desde África de una especie de irrupción árabe purificadora, resultó también precursor de una reivindicación arábigo-española. (Siendo, por cierto, simbólico que eso lo hiciese desde Granada, donde Cristóbal Colón firmó sus capitulaciones descubridoras, rodeado de ambiente puramente arábigo.) Siguió el simbolismo cuando los libaneses de Beirut se pusieron a recordar que el nombre «Hispania» lo crearon ellos en tiempos de Fenicia, y otra etapa lógica resultó la creación de la Fiesta de la Raza en 1917 por el Presidente argentino Irigoyen, siguiendo una idea sirio-libanesa de Leandro N. Alem. No pudo resultar extraño luego que, en 1925, Habib Estéfano fuese quien emplease por vez primera la palabra «Hispanidad», que es fiel adaptación de la árabe «Arabidad» o «Urubah». Y, por último, a fin de 1948, en el Congreso Internacional de la U. N. E. S. C. O., en Beirut, los delegados árabes pidieron que el idioma español fuese declarado lengua indispensable de cooperación intelectual. Y pocos días después, en la O. N. U., las naciones de la Liga Árabe votaron a favor de que el español fuese lengua oficial de las Naciones Unidas, con el francés y el inglés.

 
España, Portugal, Marruecos, América y Europa

Todo lo anteriormente recordado, de que por tener en suelo peninsular español (y también portugués) ciudades que son propias, cementerios con restos de antepasados comunes, edificios, archivos y otros elementos dispensables, como restos del pasado tanto como viejas raíces del futuro, lo mismo hispanoamericanos que arábigos, pueden separadamente (es decir, cada uno por sus propios motivos) considerar a la Península de Hispania como cosa propia en el mismo grado que españoles y portugueses, y además hacer de ello otro motivo para afirmar los enlaces arábigos e iberoamericanos. Pues si justamente se ha bicho en ambientes universitarios sirios que la cultura y la personalidad de España forman parte y son esencia de la historia y personalidad de los pueblos árabes y su cultura, lo mismo que inversamente la cultura y personalidad que desarrolló la civilización árabe dentro de Al Andalus en general y de Andalucía en particular, forman parte y son una de las esencias de la personalidad de España, todo esto puede aplicarse en cierto modo a América.

También puede decirse, respecto a las tradiciones y restos pertenecientes a arábigos y a americanos sobre suelo hispano peninsular, que, efectivamente, África comienza en los Pirineos; pero América comienza también. Dicha realidad, que pudiéramos llamar convencionalmente pirenaica, tiene dos aspectos, de carácter interno y externo, tanto para las naciones arábigas como para las naciones hispanas. El primero, por aquella afirmación de un hispanista argentino de que si España no existiese, los americanos tendrían que reponerla y recrearla con elementos de su hispanismo propio, lo cual significa que las naciones hispanoamericanas casi del todo, y las naciones arábigas en gran parte, no pueden ser exactamente llamadas hijas ni hermanas, pues su parentesco es más bien de integración general, siendo ellos y los de la Península Ibérica como partes de un todo multiforme y fragmentado.

El aspecto externo se refiere a las relaciones de hispanoamericanos y arábigos con Europa, por una parte, y al carácter de España y Portugal como naciones europeas, por otra parte, pudiendo distinguirse dentro de esta cuestión dos subdivisiones. Una de ellas, la imposibilidad de negar que, a pesar de que las vinculaciones esenciales de la mayor parte de los suelos peninsulares con los de Berbería o Mághrib (conjunto de Marruecos, Argelia-Túnez y Sahara occidental) la dan un carácter predominante norteafricano, las vinculaciones pirenaicas con el conjunto de la orografía europea, y también la antigua instalación de elementos europeos tan genuinos como los celtas en Galicia y norte de Portugal, los lugares latinos y griegos, hacia Cataluña; los residuos germánicos sueltos, y acaso los todavía indefinidos vascos, han creado realidades europeas internas que desde hace siglos se refuerzan en la costumbre de inclusión en los mapas. Entonces, desde muchos puntos de vista, es legítimo llamar a España Europa; pero en ese caso resulta que, no dejando por eso de existir las vinculaciones geográficas, históricas y familiares de arábigos y americanos con la Península Ibérica, unos y otros tendrán en ella «su Europa» propia.

Es decir, que España y Portugal serán «lo árabe europeo» y lo «hispanoamericano europeo». Esto constituye una positiva ventaja, pues como Europa propiamente dicha (es decir, el grupo de países integrados alrededor del núcleo central alpino) ha representado, representa y seguirá representando en el mundo el más completo y organizado punto de referencia de la cultura y la vida internacional, tanto arábigos como hispanoamericanos seguirán necesitando no perder los contactos con Europa, y por eso sentirán la conveniencia de poseer en Europa bases propias y cabezas de puente que lógicamente sólo pueden estar en España. Además, podrán así absorber aquello que España, por lo que tiene de Europa, reciba del otro lado de los Pirineos, pero filtrado y adaptado a la propia personalidad española, que es más comprensible, tanto para arábigos como para hispanoamericanos. Obteniéndose así algo de lo que el hispanista argentino César E. Picó ha dicho: «participar de Europa a través de España», porque «sólo la manera europea de España se compagina con el ser histórico de América».

En cambio, vista España con Portugal desde el otro lado de los Pirineos, lo que más se pone de relieve no es su papel de puente en sentido Sur-Norte de lo americano y arábigo a Europa, sino el papel marítimo de principal nexo en el espacio y el tiempo entre lo mediterráneo y lo atlántico. Comenzando por los más antiguos mitos fabulosos que atribuían al libanés Melkart (luego convertido en Hércules por los navegantes griegos) el esfuerzo de haber abierto el Estrecho de Gibraltar en el común suelo hispano-marroquí, y siguiendo por la hegemonía de los hispano-libaneses gaditanos en el primer sector del Atlántico, que de modos a la vez reales y fabulosos se incorporó a la Geografía estudiada, fue después de la Edad Media, con sus dos largos episodios mediterráneos del jalifato de Córdoba y la acción de aragoneses y catalanes, de Baleares al Mar Egeo, todo el abrirse de la Edad Moderna. Se abrieron con ella dos océanos poco conocidos y el del todo desconocido por obra de los navegantes de la Península Ibérica, que revelaron la realidad total del mundo por ellos completado. Y todo el cambio mundial que ello produjo, con diversas consecuencias inesperadas (tales como el desarrollo de los poderes marítimos atlánticos de holandeses, ingleses y luego franceses, o la sustitución del antiguo concepto del Estado urbano, apoyado en ciudades-repúblicas mercantiles, por el del Estado territorial, dotado de un Gobierno central), fue obra de España. A la cual, por estos caminos indirectos, se debió la creación de lo moderno europeo, que no podría comprenderse sin las primeras aportaciones de oro americano, surafricano e indostánico, originado por los descubrimientos ibéricos. Entretanto, España, que con la rotura de relación entre ella y el Mediterráneo meridional, entonces llegado a ser turco, se quedó al margen de las grandes rutas atlánticas, desviadas hacia el Norte, vio coincidir el apogeo de las potencias ultra-pirenaicas, en los siglos XVIII y XIX, con un propio apagamiento. Pero las nuevas comunicaciones aéreas transcontinentales han vuelto a renovar el insustituible papel central de la Península Ibérica, a la vez que el despertar de los pueblos árabes y el completarse de lo hispanoamericanos la destacan como doble punto de llegada y de partida.

De aquí resulta que las nuevas orientaciones estatales de los Gobiernos de Madrid, acentuando los enlaces con los grupos de naciones de la Hispanidad, sobre todo atlánticos (aunque muchos con vuelta al Pacífico), y de la Arabidad, sobre todo mediterráneos (aunque con una espalda al Índico), resulta lógica consecuencia de la evolución de los tiempos y del centramiento peninsular que las comunicaciones a escala mundial traen consigo. Así, cuando el Jefe del Estado Generalísimo Franco dijo, en su mensaje radiado de abril de 1952, que «asistimos en nuestra generación a un paralelo resurgir de los pueblos árabes e hispánicos, en contraste con la decrepitud de otros países», tales palabras no envolvían ocultos propósitos despectivos para nadie, sino que eran sencillamente la comprobación objetiva de una realidad de desarrollo. Los dos viajes que el Ministro de Asuntos Exteriores español, don Alberto Martín Artajo, realizó a Argentina en octubre de 1948 y a los países de la Liga Árabe en abril de 1952 han respondido al mismo origen de objetividad directa en la comprobación de realidades, a la vez que la forma desprovista de reservas que tuvieron los contactos del señor Martín Artajo con los dirigentes de los países visitados en ambos viajes correspondían a un estilo de buena voluntad que, por ser netamente español, causa sorpresa en quienes lo contemplan desde perspectivas ajenas.

Políticamente, lo esencial es que, como los acercamientos continentales giran cada vez más alrededor del suelo de España, ésta tiene que ser cada vez más fiel a las consecuencias de ese tricontinentalismo, sobre todo respecto a los dos grupos de naciones que la consideran como cosa propia, por lo cual el mejor modo actual de definir la Hispanidad resulta el del Director del Instituto de Cultura Hispánica, don Alfredo Sánchez Bella, quien la presenta como suma político-cultural, por agrupación de elementos de la Hispanidad peninsular, la Hispanidad mediterránea y la Hispanidad ultraoceánica de América con Filipinas. A todo lo cual ha de añadirse la observación marginal de la especial consideración y clasificación aparte que merece Marruecos, país que hoy figura como uno más del actual mundo árabe, pero que desde muchos puntos de vista puede también considerarse como una supervivencia de la media España islámica medieval, con la cual Marruecos estuvo mucho tiempo unido. Sin olvidar tampoco que las montañas marroquíes son prolongación y repetición de las montañas españolas al otro lado, ni que la lengua bereber, usada aun en algunas regiones del campo marroquí, fue un idioma propio en la España prerromana.

 
Mediterráneo y Próximo Oriente

Lo mediterráneo es lo que las nuevas citadas comunicaciones a escala mundial han vuelto a valorizar de modo más sorprendente durante los últimos cinco años, pues sus olvidadas posibilidades geopolíticas, muchas veces universalistas y siempre de corazón de lo político europeo, volvieron a resultar poco a poco evidentes después que, recapacitando sobre los efectos de la segunda guerra mundial, se demostró que uno de los mayores errores cometidos por Alemania, o acaso sencillamente el mayor, fue desconocer la trascendencia del Mediterráneo en los destinos de Europa y desdeñar la posesión o el control del llamado Norte de África y del Levante o Próximo Oriente, que en 1941 estaba prácticamente abierto para una acción de fondo que el Eje no realizó. Hitler se entretuvo en querer acceder a Rusia por estepas interminables, unas veces heladas y otras fangosas, donde toda su acción bélica se la tragaba el interminable espacio, dejándose, en cambio, los caminos del petróleo por los países árabes levantinos y por Persia. Entretanto, los anglosajones, con perspicacia práctica y buen sentido de los valores marítimos, que les hizo considerar al Mediterráneo como un frente europeo, aunque casi fuera de Europa, por haber sabido conservar Egipto con sus zonas vecinas y asegurarse África del Norte, pudieron conseguir Italia, los Alpes, el Rin y la victoria.

Por el recuerdo de la importancia del factor meridional en el triunfo, por la presión rusa sobre las fronteras turcas y griegas, por los proyectos llamados de «Euráfrica», que con nuevas rutas a través del Sahara llevan las influencias del Sur europeo hasta el Trópico negro, y por la reaparición del olvidado factor árabe gracias a la creación y desarrollo de nuevas naciones arábigas independientes y coaligadas entre sí desde 1945, comenzó a pensarse en la conveniencia de articular las posibilidades de recuperación y defensa del Mediterráneo en un sistema permanente. La idea surgió en Turquía, en julio de 1947, siendo enunciada por el entonces Ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno de Ankara, Numan Menamencoglu. En abril de 1948, Negmeddin Sadak, sucesor de Menamencoglu en su cargo, llevó al terreno de las cuestiones directas lo que había sido proyecto verbal, y para ello elaboró, con su colega heleno Tsaldaris, el texto de un proyecto que, sobre todo, tendía a organizar defensivamente el sector mediterráneo próximo-oriental y levantino; pero el plan Sadak-Tsaldaris fracasó porque los países de la Liga Árabe, que eran en él elementos esenciales, estaban entonces desorganizados por tener que afrontar sin preparación el problema de Palestina. En 1949 se presentó otra nueva dificultad para el proyecto turco-griego, y fue que las potencias anglosajonas sólo querían que en el Mediterráneo hubiese enlaces regionales secundarios, derivados del Pacto Atlántico, hasta que en septiembre se encontraron con ese Pacto Atlántico, del que Turquía y Grecia fueron excluidos, aunque en París se instaló un «grupo de Europa meridional» como anejo parcial más de observación que de acción. 1950 y 1951 fueron años de transición en los cuales los turcos no cejaron en su idea de ir procurando darle un carácter en cierto modo «panmediterráneo» a todo lo que hacían en política exterior. Así, por ejemplo, al firmarse en Roma, en marzo de 1950, el Pacto de amistad ítalo-turco, los dirigentes de Ankara se empeñaron en recalcar su carácter mediterranista. En noviembre del mismo año, y en la Asamblea de Estrasburgo, el delegado turco Osman Kapani fue quien primero planteó en un discurso la necesidad de contar con España como elemento fundamental de la defensa europea y mediterránea. El 17 de junio de 1951, un grupo de siete senadores estadounidenses, en Washington, presentaron un texto de resolución que no tuvo éxito, en el cual pedían que Norteamérica ayudase oficialmente a que los Gobiernos de España, Turquía, Grecia y otras naciones vecinas hiciesen Pactos defensivos de conjunto.

Al comenzar 1952, los círculos diplomáticos árabes de la capital egipcia fueron el nuevo centro de la idea del Pacto. Después de llegar a un punto muerto, los esfuerzos anglo-americanos para hacer triunfar su plan regional de defensa del Próximo Oriente, se hizo constar expresamente lo indispensable de la acción común arábigo-española en ese Pacto, por la declaración que a la prensa española hizo en París, durante la sesión de la O. N. U., el Secretario General de la Liga Árabe, Abdurrahmán Azzam Bacha, añadiendo: «Los árabes tenemos con España muchas afinidades, más que con cualquier otro país del Mediterráneo, de modo que nuestra política en el porvenir debe basarse sobre ese principio.» En marzo, el Ministro de Asuntos Exteriores español dijo en Londres a un corresponsal de la Agencia United Press que le parecía atractiva y lógica la idea del Pacto, pero que no entendía cómo podía hacerse sin consultar con España, que es el guardián de sus puertas. En marzo, y en la Conferencia de la N. A. T. O. en Lisboa, fue el Ministro de Negocios Extranjeros de Portugal, doctor Paulo da Cunha, quien, al plantear con insistencia el problema de la articulación de España con el sistema defensivo del mundo occidental, entre las tres sugestiones que expuso para ello figuró la del Pacto Mediterráneo (en el cual Portugal tendría también un interés casi directo).

Después tuvo lugar el viaje a los Estados árabes del señor Martín Artajo, con motivo del cual los comentarios de los principales órganos de opinión en algunos de esos Estados hicieron notar que, fracasado el plan de defensa que las tres principales potencias del lado occidental hicieron sin contar con el concurso previo de los países interesados (salvo la excepción de Turquía), el papel de España como intermediario para una posible negociación futura de acuerdo general ha subido de importancia, puesto que la entrada y la salida del Mediterráneo están en territorios españoles y árabes precisamente. Y algún diario tan destacado y serio como «Al Muqattán», de El Cairo, llegó a añadir una sugestión de que para reforzar el elemento intermediario negociador pudiera llegarse acaso a articular las naciones de lengua arábiga con las de lengua española y el resto de las de Próximo Oriente y Oriente Medio, en un sistema de enlace mundial de naciones meridionales, del cual España y Portugal serían el centro. Lo cual se refería a la triple preocupación que en algunos círculos políticos relacionados con la Liga Árabe se señala, de coordinar tres necesidades que sus países sienten: la de asegurarse, dentro de la organización de las Naciones Unidas, los votos de los Estados ibero-americanos; la de llegar a acuerdos defensivos mediterráneos con efectiva reunión de los diversos círculos de defensa del mar interior (no sólo de las grandes potencias), y la de seguir fortaleciendo dentro de la O. N. U. la acción del llamado «bloque africano-asiático».

Como es sabido, dicho bloque ha sido organizado por iniciativa y acción personal del Ministro de Asuntos Exteriores de Pakistán, Sir Zafarul-lah Jan. Consiste en la agrupación, para asuntos que presenten intereses comunes de los representantes en la O. N. U., de quince países, entre los cuales las seis naciones árabes (o sea Egipto, Iraq, Arabia-Saudía, Siria, Líbano, Yemen), más la Unión India, Persia, Afganistán, Pakistán, Filipinas, Indonesia, Birmania, Abisinia y Liberia). Este bloque actúa con bastante acuerdo siempre que se trata de defender los derechos de los pueblos a disponer de ellos mismos. También el bloque ha actuado dos veces en defensa de causas nacionales de países árabes no independientes, como Túnez y la zona sultaniana de Marruecos. Y por medio de Filipinas ha coincidido en varias ocasiones con intereses de las delegaciones hispano-americanas. Aunque a propósito del bloque africano-asiático se ha apuntado también por comentaristas de círculos políticos en Washington la posibilidad de que favoreciese una desviación hacia el sector del Índico y el Pacífico a todos sus grupos de Estados, cuyo centro de equilibrio y actuación pasaría entonces a ser el semi-continente indostánico, es decir, que el grupo quedaría desvinculado del Mediterráneo. Pero en El Cairo se piensa que ambas tendencias pueden fomentarse a la vez, ya que de todos modos los países árabes están siempre físicamente en el entrecruce de lo mediterráneo con lo próximo-oriental. Tampoco para España presenta inconveniente el desarrollo de la acción del bloque, no sólo porque dentro del mismo está, además de los árabes, la también fraterna Filipinas, sino porque Pakistán en general y Zafarul-lah Jan en particular se encuentran con los gobernantes en Madrid en las relaciones más cordiales, después de haber defendido ante la O. N. U. los intereses españoles con la mayor espontaneidad.

 
Hacia un nuevo Renacimiento

De todo lo anteriormente expuesto, siempre queda en pie (aparte las consecuencias políticas que lleguen o no lleguen a sacarse de ello) la realidad de que en el sentido de lo mediterráneo interno, tanto como en el de las cooperaciones de las grandes potencias con los países árabes, y en general de todos los «Orientes» meridionales, sólo ventajas para todos podrían derivarse de utilizar a España como «mediadora normal y natural», sobre todo cuando se trate de establecer confianza de la mayor parte de los países del sector mixto africano-asiático hacia alguna de esas potencias con las cuales mantienen pleitos en cuestiones de carácter más o menos colonial. En lo cual la ventaja especial de la mediación de España es que ésta no tiene intereses opuestos a los de los africano-asiáticos, ni deseos de expansiones a costa de nadie.

Pero al lado de la cuestión española se plantea con urgencia, respecto al Mediterráneo y respecto a todos los países meridionales en general, la cuestión de la revalorización del sentido que al mundo y a los hombres dio el «Mare Nostrum» en sus tiempos de apogeo. Ante todo, hay que partir del punto de vista inicial que en el Mediterráneo fue el marítimo, del cual sólo muy tarde se derivó y llegó a predominar por imposición el otro sentido continental de tierra adentro, que hasta hoy ha venido aceptándose. El Mediterráneo siempre ha servido para demostrar lo que recientemente ha llegado a ser un principio fundamental de la ciencia geográfica revisada, o sea el de que no existen fronteras naturales de montañas ni de ríos, que las fronteras terrestres no son realidades originarias ni primarias y sólo fueron inventadas en su forma lineal absoluta hacia el siglo XV. En la antigüedad eran más fronteras de hecho las zonas vacías con desiertos, bosques, etcétera, por lo cual la vida se volvía hacia las zonas plenas, entre las cuales los mares cerrados predominaban por facilidades de alimentación y comunicación. En el Mediterráneo, que fue el esencial, tanto por las facilidades que daba el clima como por haber nacido en sus bordes o cerca de ellos las primeras civilizaciones completas y los primeros grandes Estados, todo se hizo marítimamente, es decir, con igual participación de los pueblos de las orillas de arriba y las orillas de abajo. Los cretenses del lado Egeo y los fenicios del lado que hoy es arábigo esparcieron sus factorías y bases, a veces mezcladas y superpuestas. Grecia tomó directamente de Arabia al Apolo solar y a Hermes, divinidad del comercio, mientras Venus procedía de la marítima forma desnuda de la Astarté púnica. Con Roma, los árabes de Jordania y Siria interior llegaron a ser, gracias a su atracción por los emperadores españoles Trajano y Adriano, la barrera del Imperio mediterráneo, universalista y latino contra los Parthos de un Oriente hinduizado, entonces exótico. La organización del cristianismo se hizo entre Palestina, Siria, Egipto, Cartago, Roma y Constantinopla. En la elaboración del Derecho llamado romano fueron nombres esenciales los de los juristas sirio-libaneses Papiniano y Ulpiano. Un emperador procedente de la «provincia Arabia», es decir, «Felipe el Árabe», fue quien celebró las fiestas del milenario de Roma. Siglos después, Bizancio recogió de Siria su música y sus cúpulas. La España medieval cristiano-musulmana, con su jalifato árabe de Córdoba, conservaba el fondo latino. Luego, Italia del Renacimiento absorbía elementos arabizantes que le llegaban de Andalucía por los reinos de Aragón. Y hasta los creadores del Imperio turco Osmanlí, de Estambul a última hora, resultaron ser descendientes de los hititas de la antigüedad pre-helénica.

Así, pues, se ve que los habitantes de los países y territorios que ahora forman parte del llamado «mundo árabe» (es decir, de aquel en que predomina el uso del idioma nacido en Arabia) estuvieron siempre viviendo y actuando dentro del conjunto común de la cultura mediterránea, e incluso llegaron a figurar entre sus principales dirigentes o formadores. No es extraño que la mayor parte de las cosas que han sido definidas como características de Europa y distinguidoras del espíritu europeo sean también características de Egipto, Siria, Arabia o Argelia. Por ejemplo, se ha escrito en italiano, por algún autor rumano, que «sono tre gli elementi fondamentali dell'Europa un concetto formale che appartiene alla visione ellenica del mondo, una idea politica del imperium che dobbiamo al mondo romano, una essenza spirituale che appartiene alla dottrina cristiana.» La misma teoría era la de Paul Valery afirmando en francés que «l'esprit europeen c'est a la fois l’esprit romain: loi, ordre, organisation; l'esprit grec: raison, mesure; et l'esprit chrétien: charité, ordre, beauté». Ahora bien, Arabia y Siria dieron a los griegos el elemento de equilibrio esencial con su introducción entre los helenos de lo apolíneo; a los romanos, juristas como los de Beirut o Beryto y emperadores como toda la dinastía siríaca de los Severos, y al cristianismo, no sólo los Varones Apostólicos que acompañaban al Apóstol Santiago, sino los obispos de Arabia que en el Concilio de Nicea apoyaron al obispo español Osio en la definición del Credo. No es posible, por tanto, que el arabismo, dejando sus nexos de siempre con lo europeo del lado mediterráneo, pueda ser diluido en supuestos exotismos imprecisos, en vagos orientalismos panteístas, de que los realistas hijos de los luminosos desiertos resecos fueron siempre los mayores enemigos. Pues al margen de los Imperios agrícolas hieratizados del antiguo Oriente, tanto los autóctonos de Arabia como los norteafricanos trashumantes fueron los primeros irreductiblemente fieles a la hombreidad y a la conciencia afirmadora de la libertad que se citan frecuentemente como caracteres fundamentales de lo europeo. Al fin y al cabo, incluso la nombrada «Europa» de la mitología clásica y del rapto se suponía ser la hija de un reyezuelo fenicio del Líbano, es decir, de la cabecera intelectual del mundo árabe de siempre.

Lo arábigo no es, por tanto, en el viejo mar de las civilizaciones, contrario por espíritu a lo grecolatino, en cuyo desarrollo participó durante la Edad Antigua, y parte de cuyos tesoros salvaron los árabes y arabizados musulmanes después de las confusiones de los tiempos bárbaros. Tampoco es por principio refractario al movimiento panárabe. Ni sus manifestaciones parciales se oponen a la presencia y acción igualitaria de las naciones mediterráneas no árabes. Eso lo demuestra el que en Túnez y Argelia los más combativos nacionalistas siempre han aceptado hasta ahora que, en caso de llegar a ser independientes, dejarían que los colonos franceses y neo-franceses allí establecidos siguiesen participando en la gestión política y administrativa de modo proporcional a su número (lo cual está ya sucediendo con los italianos que han quedado establecidos en el nuevo árabe de Libia). Y en cuanto a la cooperación de tipo espiritual que, rehaciendo los impulsos y las formas del mediterraneísmo antiguo, pudiese dar lugar a un nuevo renacimiento, a un restablecimiento de un humanismo, los más agudos pensadores de El Cairo, Alejandría, Fez, Argel, Túnez y Beirut siempre se han mostrado propicios.




 
V
Dos universalismos humanos

El doctor Taha Husain Bácha, que además de ser uno de los primeros nombres de la actual generación literaria del mundo árabe entero ha ejercido en Egipto diversos cargos culturales (como Ministro de Instrucción Pública, Superintendente de Cultura, Rector de la Universidad de Alejandría, &c.), además de ser un entrañable hispanista e hispanófilo, correspondiente de la Academia de la Historia en Madrid y creador del Instituto egipcio que funciona junto a los centros investigadores de la capital de España, es quien hasta ahora mejor ha centrado la cuestión de los dos universalismos humanos que distinguen a los países hispanos y a los del conjunto arábigo. Especialmente, al ocuparse de Cervantes y su ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, el doctor Taha Husain ha dicho que el más alto estilo humanitario ha sido el de Don Quijote. Porque ese caballero imaginario es el resumen completo de todos los ideales intrépidos medievales, ya que «la figura material del héroe de Cervantes se apoyaba en el ciclo caballeresco nórdico», mientras que «el espíritu árabe le proporcionó los sentimientos y los gestos». Y la fusión lo explica por la influencia del ambiente español, que, naturalmente, reúne y sintetiza los factores de universalidad humana. Pero es el caso que en otra ocasión el mismo pensador egipcio, al ocuparse de la formación y la irradiación de la sintética cultura alejandrina y sus prolongaciones durante todos los tiempos que transcurrieron entre el final del clasicismo helénico y la formación de los primeros grandes Estados musulmanes, ha aludido a la relación que figuras españolas tan esenciales como las de Séneca y Trajano tuvieron con Egipto de aquellos siglos alejandrinos. Y ello da motivo para hacer referencia a la labor que Taha Husain Bácha viene realizando para restaurar el sentido total del humanismo, tomando como base otra vez a Alejandría, para lo cual insiste en recordar los hasta ahora muchas veces olvidados antecedentes históricos.

En tiempo de César y Cleopatra, Alejandría era ya la mayor ciudad del mundo. Y aunque luego Roma, con la categoría de su Imperio, llegó a excederla en grandeza urbana, Alejandría conservó la supremacía espiritual. Aquél fue el crisol donde se fundieron todos los tesoros culturales semíticos, faraónicos, africanos, helenos. Allí, por primera vez en la Historia, se superaron las pequeñas instituciones locales y se puso ante la reflexión de los pueblos la idea de la Humanidad. La vio para despertar la convicción de que tras la multiplicidad de teorías y sectas se ocultaba la verdad única del Dios desconocido. Allí se habían creado, con Pitágoras, Euclides, Tales de Mileto, Ptolomeo y Eratóstenes, las reglas de Aritmética, Geometría, Astronomía y Geografía terrestre que iban a permitir medir todas las cosas y el mundo. Gracias a Alejandría, se aprendió a delimitar lo existente con un espíritu de identidad universal. La lengua griega fue el instrumento de comunicación y difusión empleado para aquella primera cultura sintética, pero su emplazamiento en suelo egipcio le dio la profundidad de un significado que era herencia local milenaria.

En el tomo que dedica a los tiempos faraónicos la conocida obra histórica general francesa «Evolución de la Humanidad», se dice que ya entonces aquel Egipto de las pirámides hizo mucho por la unificación humana y por la toma de posesión de la Naturaleza, lo cual es la obra misma de la civilización, y más por la ley moral que por la violencia realizó la aproximación de los hombres gracias a la justa administración del concepto amable de la vida y las serenas concepciones de la supervivencia. Esa realidad de Egipto como base de la cultura mediterránea sintética inicial, que llegó a llamarse «occidental» mucho después de haberla extendido Roma por el norte de Europa, no siempre se suele comprender cuando se mira desde lejos, porque aún está difundido el prejuicio de que la lengua árabe y la religión musulmana constituyeron superposiciones posteriores de un supuesto exotismo. Por eso el doctor Taha Husain Bácha se empeña en hacer recordar cómo los árabes, enlazados desde los tiempos de Augusto con lo romano y lo griego, fueron precisamente quienes salvaron, en la confusión inicial de la Edad Media, la mayor parte de los tesoros culturales clásicos, y los transmitieron luego a toda Europa por medio de Andalucía y de Sicilia. Destacando, respecto a Egipto, no sólo cómo lo helénico llegó, bajo su forma final bizantina (que era ya una mezcla de lo griego con lo sirio), hasta la entrada de los primeros musulmanes, sino también cómo los cristianos coptos locales del país del Nilo, que habían acogido con alegría la entrada de dichos musulmanes, pudieron transmitirles la tradición humana antiquísima que dichos coptos representaban como descendientes de los faraónicos. Y respecto al medieval, al Andalus hispano-arábigo, recordando cómo gran parte de sus figuras más destacadas vivieron y trabajaron (y hasta murieron) en Egipto. Destacando desde entre ellas las de Abubeker Turtuchi, de Tortosa; Abusalt Omeya, de Denia; el gran místico de Murcia Muridin Abenarabi, el malagueño Ben Yobair, el granadino Ben Said Al Magrabi; Chatbi, de Játiva, &c., &c.

Con todas estas presencias continuas e incesantemente renovadas (hasta que Egipto fue incorporado al Imperio turco, en 1517), los dos mayores focos de cultura del mar clásico durante todas las centurias medievales, que fueron las ciudades del Nilo y del Guadalquivir, actuaron unidos. Y si desde las Cruzadas Egipto (del cual era entonces un anexo Palestina) transmitió a Europa los elementos más visibles de su período gótico, en España se obtuvieron resultados semejantes, paralelos, por la labor de centros de enlace con las escuelas de traducciones de Toledo y de Sevilla. Algo de aquel pasado trabajo combinado egipcio-andaluz se trata de resucitar por empeño del mismo Taha Husain, desde que en noviembre de 1950 se inauguró, en presencia de las mayores personalidades oficiales académicas y literarias de España, así como de otras personalidades hispano-americanas, el Instituto Egipcio de Madrid. Pues, aunque dicho Instituto se ocupa, como otros de esta índole, en intercambio de profesores y estudiantes, cursos de conferencias, clases de idiomas respectivos y sostenimiento de grupos de alumnos pensionados, así como de orientar a investigadores que trabajen en bibliotecas, en archivos o en monumentos de piedra, lo esencial en él no es la enumeración y la suma de todas sus diversas actividades, sino el propósito previo que ha dado origen a todas esas actividades. Que es el de coordinación de estudios e investigaciones entre los intelectuales de España y los de Egipto, no sólo para evitar que unos y otros, trabajando solos, repitiesen esfuerzos inútilmente, sino para que se realice una verdadera homogeneidad universitaria hispano-egipcia. Tarea en que, por cierto, va encaminado de modo perfecto el director de dicho Instituto, doctor M. Abu Rida.

 
Un mundo a la medida del hombre

El moderno intelectualismo egipcio ha iniciado, por tanto, junto al sector de quienes ven en el Mediterráneo de hoy sólo los aspectos políticos de alianzas locales y defensas militares, otro sector empeñado en rehacer un mediterraneísmo de nuevo estilo,  cuyo programa viene a ser el de desear que el mundo vuelva a ser a la medida del hombre. Para ello no sólo se trataría de buscar aproximaciones y evitar discordias entre los pueblos ribereños (especialmente los de los sectores arábigo y greco-latino), sino, como antes se dijo, de restablecer el antiguo humanismo que desapareció, o al menos dejó de poder actuar después del Renacimiento. En este empeño, también ha sido el doctor Taha Husain, conocedor profundo de las culturas griega, francesa e italiana, quien ha tomado la iniciativa. Y en un número especial (muy difundido entonces por todo el viejo «Mare Nostrum») que la revista de estudios monográficos colectivos «Cahiers du Sud» publicó en Marsella a fines de 1947, Taha Husain figuraba en sitio destacado entre un conjunto de los más célebres arabistas e islamistas de lengua francesa, que, junto con algunos de otros países y con los más modernizados sabios de Egipto, coincidían allí en afirmar que las civilizaciones de Europa meridional y Levante musulmán tienen en común las mismas tendencias universalistas. Algunos, creyendo que eso se debe a la acción del cuadro geográfico mediterráneo por haber sido éste siempre hecho a la medida del hombre y de lo humano, y otros, pensando que la identidad profunda entre lo islámico y lo europeo neo-latino se debe a que el fondo religioso-moral formado por la Iglesia católica y el fondo religioso-moral del Corán reposan en principios ideológicos semejantes.

Con los arábigos y los franceses meridionales reunidos en los textos de Marsella coincidió algún tiempo después precisamente Al-lal El Fasi, es decir, el jefe del más importante y combativo de los partidos nacionalistas marroquíes, el cual, a pesar de las actitudes polémicas que lo político le obliga a manifestar cuando actúa como «leader», cuando trata de la cultura en general expresa el mismo punto de vista antes citado. Pues en una conferencia dada en París, en la Maison de la Pensée Française, Al-lal El Fasi decía:

«Es de gran interés que recordemos que vosotros, latinos, y nosotros, árabes, somos los hijos de una misma civilización, esta misma civilización que formaron los egipcios, los fenicios, los griegos, los romanos, los cristianos y los árabes musulmanes, la civilización mediterránea, cuyos numerosos elementos fundamentales han formado esta mentalidad con la cual vivimos y estos valores morales que hacen de nosotros los protectores de la libertad y defensores de la justicia.»

Por esta verdad objetiva de la unidad de la mentalidad espontánea en el mar interior, Al-lal El Fasi insistía en la necesidad de trabajar especialmente por la unificación de los estudios árabes y latinos, no sólo en lo clásico, sino en lo moderno, «a fin de que la unidad de pensamiento y de orientación intelectual persista en el porvenir». Lo cual se hizo inmediatamente, por feliz casualidad, en la Facultad de Derecho de la Sorbona parisiense, realizando uno de los primeros actos prácticos de enlace, o sea la explicación de cursos completos de Derecho musulmán paralelamente a los cursos habituales de canónico, romano y civil, estando a cargo del jurista marroquí Hach Ahmed Buchaib Zemmuri. Con lo cual en el sector francés comenzó también a darse a la cuestión del conocimiento objetivo organizado una exacta dimensión universitaria.

Entretanto, en Italia se han hecho desde 1948 diversos comienzos de ensayos pan-mediterranistas culturales y espirituales, entre los cuales (aparte algún interesante ensayo en Sicilia) el más interesante, a la vez que el más reciente, es, desde abril de 1952, la existencia en Roma del «Centro de Relaciones Italo-árabes» (filial del ya antiguo organismo de investigación e información «Instituto para el Oriente»), cuyo centro no sólo se ocupa de dar cursos de lengua e instituciones árabes, sino también de presentar manifestaciones artísticas, radiofónicas, cinematográficas y literarias, organizando además congresos de varias clases, «dentro del espíritu de cultura de todos los pueblos que tienen como denominador común el Mediterráneo», según subrayó en el acto inaugural el Ministro del Líbano en el Vaticano, Sayid El Jury, que actuaba como portavoz de todos los diplomáticos árabes en suelo italiano.

En resumen: las diferentes opiniones técnicas que, desde Francia, Italia e incluso Grecia, hasta las orillas marítimas meridionales y del Levante, se cruzan, coinciden en la necesidad de restablecer un frente humano común con base mediterránea por dos razones. Primera, es la del resultado de Geografía e Historia, que han creado unidades de sentimientos o entrecruces raciales entre los pueblos ribereños del mar cerrado. Segunda, es el deseo ansioso de unión defensiva entre los espiritualismos para resistir al vértigo mundial que ataca hoy violentamente los valores eternos. Viendo que «cerca de nosotros en el tiempo y en la extensión el Islam calma muchos millones de almas por sus certidumbres» (dice «Cuadernos del Sur»), se quiere incorporar su serenidad a lo que ahora es moda denominar «espíritu europeo occidental». Pero luego resulta que ese cruce no puede hacerse sin un sitio tangible y concreto donde lo greco-latino y lo arábigo, lo vaticanista y lo coránico, lo europeo más entusiásticamente occidentalista y la sabiduría del milenario Levante se fundan y se unifiquen. Los eruditos «mediterraneístas» no han encontrado aún ese sitio, lo cual parece que va a dejar en el aire los buenos deseos. Objetivamente se ve cómo el punto esencial en que todos los valores citados se han combinado siempre mejor ha sido el doble lado hispano-marroquí. Doble lado que tiene su común denominador y vértice en Andalucía (prolongada luego, atlánticamente, por América criolla) desde los tiempos en que Augusto, visitando Cádiz, concibió en ella la idea del Imperio cuando meditaba en el templo de Hércules. Luego fue el español andaluz Trajano quien, quitando a ese Imperio su carácter estrictamente romano de dominio de una ciudad o un país, le dio universalidad; como el español andaluz Adriano consolidó administrativamente su obra, el obispo andaluz Osio fue el nombre que presidió la cristianización de dicho universalismo con nombre romano, del que el español Teodosio fue punto final. Y luego, tras la confusión del derrumbamiento por los bárbaros, el español andaluz San Isidoro representó el mayor esfuerzo para conservar sus tesoros culturales. Tesoros que, con el Estado musulmán cordobés, debían continuar hasta enlazar con el Renacimiento, en el cual Italia recibió de Andalucía arabizada los mejores elementos, incluso los que permitieron al Dante hacer su «Divina Comedia». Es, pues, lógico que todo humanismo mediterraneísta verdadero ha de volver a centrarse en la Península Ibérica. En la ciudad francesa de Toulouse, el Centro de Estudios Occitanos, que se ocupa de todas las zonas culturales relacionadas con lo provenzal, ha establecido, como filial, el «Centro Marroquí-andaluz», cuyo principal objetivo es estudiar las instituciones de Ciencias, Letras, Artes, etcétera, de Marruecos y la España cordobesa de los tiempos islámico-cristianos. Ejemplo objetivo y desinteresado que muestra el camino a seguir en lo mediterráneo estricto.

 
La creación americana como ejemplo

A pesar de todo lo expuesto en el apartado anterior, es evidente que lo esencial del ejemplo español, e incluso de una completa utilización de lo español en las partes marítimas del triple Viejo Continente, ha de considerarse atendiendo a razones de intensidad y no de extensión. Así, desde una perspectiva europea no es lo más interesante descubrir que no son los Pirineos aisladores los que hacen a España ser considerada Europa, sino el Mediterráneo, por el cual se ha asegurado siempre el mayor enlace con todo lo ultrapirenaico a través de más directos accesos litorales por los caminos de Occitania y de Italia. Porque desde la perspectiva europea lo que más importa en lo actual no es saber lo que ha sido, sino lo que puede ser. Y en este sentido, lo más trascendental de lo español resulta siempre el hecho gigantesco e incomparable de la creación americana. Tanto por haber servido para mostrar, en la más extensa escala posible, unas capacidades creadoras y un estilo de creación, como por la importancia que en la vida internacional presente y futura tiene el conjunto de naciones de lengua española y lengua portuguesa. Todo lo cual se origina y a la vez viene a parar en que los descubrimientos hispano lusitanos, al recordar y demostrar la teoría de la esfericidad de la Tierra, hicieron nacer una nueva formulación y un nuevo planteamiento de todo el orden universal.

El concepto oficial del descubrimiento, la exploración, la conquista y la colonización americana fue el primer factor fundamental del nuevo orden, pues justamente se ha dicho que el propósito de los monarcas de los reinos de Castilla y Aragón no fue ocupar el Nuevo Mundo para la grandeza imperial de España como potencia, sino para el mérito de España y los españoles en el cielo. Luego siguió el aprovechamiento de aquella circunstancia histórica para dar una forma completa al orden internacional teórico, gracias a Francisco de Vitoria y otros teólogo-juristas. Después resultó decisivo ver cómo teorías y principios se hacían efectivos en la organización legal de territorios inmensos, en los cuales casi todo era de creación nueva, y cómo la organización fue paralela desde el primer momento al más completo aparato universitario, para lo psíquico, junto a los Municipios libres y los Cabildos, abiertos para el buen disfrute social de lo corporal. Sin olvidar cómo América sirvió también en algunos de sus trozos para parciales experimentos de utópicas sociedades ideales, tales como las tendencias de Las Casas en la Vera Paz, la labor de los jesuitas en el Paraguay, la vinculación en América de la «Utopía» de Moro por Vasco de Quiroga, y otros diversos ensayos restauradores de pequeños paraísos perdidos que se querían recobrar por las virtudes colectivas. O con la creación de las capitulaciones que se han definido como «contrato individual, sustituyendo a las peninsulares Cartas de Población, que habían sido contratos colectivos», a la vez que se daba un vigor especial a los Cabildos, como en los tiempos de creación continua de los siglos XI al XIII. Por todo lo cual, la legislación americana nueva resultó superior a la antigua, ya que sobre la americana pasó más, por una parte, la flexible realidad objetiva, y por otra parte, el concepto de la legalidad pura y estricta, más afecta a la conciencia que a la frialdad del texto, sobre lo cual se ha explicado «que trataba de tomar la realidad en toda su compleja sinuosidad y riqueza», porque a las leyes generales de la Corona la práctica conveniente añadió las ordenanzas de Virreyes, los usos de Cabildos, la jurisprudencia de las Audiencias y las costumbres consuetudinarias de las colectividades de indios.

La piedra de toque de todo el sistema estuvo en la conducta seguida respecto a la numerosa población de los autóctonos indios declarados «vasallos libres» de la Corona. Por lo cual no sólo se procuraba fundamentar la legislación en el derecho preferente de dichos naturales, como a relativamente atrasados y dignos, por tanto, de misericordia, sino que se les respetaban sus instituciones y costumbres consuetudinarias en todo lo que no atentase a los principios religiosos y naturales, y así las comunidades indias tuvieron siempre sus propiedades propias y sus propios alcaldes, llegándose incluso a preferir en ocasiones el interés de los indios al de la Corona en caso de contraposiciones dudosas. Todo lo cual recibía su significado del motivo que lo inspiraba, o sea del antirracismo, que en los territorios regidos por España aplicaba principios verdaderamente religiosos de negarse a admitir diferencias por formas de cara, colores de piel ni niveles culturales, puesto que los indios, como los españoles, merecían el respeto a la persona humana, pues eran también susceptibles de redención divina.

En América lo español no se limitó a incorporarse al indio, a «asimilarle», a meterlo en moldes españoles prefabricados que le fuesen ajenos, sino que le dio todos los elementos españoles disponibles para que con ellos el indio, el mestizo y el blanco que vivían en el ambiente del indio se construyesen su nueva realidad a su propia medida. Así, no se trató sólo de que el indio pasase a ser español, perdiendo todo lo de indio, sino que en la realidad general (que ya había absorbido tantos elementos latinos, germánicos, arábigos, &c.) pasó el factor indio a ser un nuevo integrante de lo español más amplio. Lo mismo ocurrió en Filipinas, donde España, dando todo lo que tenía, pudo unas veces acertar y otras equivocarse, pero con el resultado de crear una nación sólida y efectiva, ya que incluso los nacionalistas separatistas de 1898 trabajaban con sistemas ideales a la española. Por lo cual, cuando España se marchó, quedó allí una nación más, mientras que al marcharse otros países que en el mismo Sudeste asiático ejercían acciones colonizadoras no dejan detrás de sí ni lengua, ni mellas de sangre, ni tradiciones nacionales, ni nada más que el recuerdo de unas utilizaciones económicas desde lejos. Y si, por ejemplo, hoy el Presidente don Elpidio Quirino es como un compatriota para los españoles, pero el Pandit Nehru no lo es de los ingleses, ni Sukarno de los holandeses, eso revela que en lo hispano no se trata de teorías frías, sino de calientes creaciones humanas.

No por ello se oculta ni se niega que en muchos casos, como Méjico y Perú, la conquista fue realizada por campañas bélicas e incluso sangrientas. Pero en ellas lo fundamental no fue el procedimiento, sino el resultado, pues los Estados indios destruidos, a pesar de su adelanto material (bastante grande en relación con la poca variedad de recursos de que disponían), no excluían ciertas desigualdades raciales que, por ejemplo, en Méjico, hacía de las gentes de Tenochtitlán y sus pariente de los estadillos satélites del valle, privilegiados respecto a las gentes de las demás razas, de establecimiento más antiguo, que se encontraban dominadas o guerreaban en focos de «resistencia». En Perú tampoco se consideraban de la misma esencia las gentes puramente incaicas y las tribus periféricas reglamentadamente serviles. Y sabido es que en los dos sitios el núcleo de guerreros de los pueblos sometidos que apoyó a los españoles contra los Estados aztecas e inca fue muchas veces superior en número al de los conquistadores; de lo cual procede aquella conocida frase doble, tan exacta, de que «la conquista la hicieron los indios, y la independencia los españoles». Y en Méjico, como en Perú, a la conquista siguió una igualdad social general, unida a la facilidad que todos los naturales tuvieron para incorporarse al nivel de vida de los españoles y ser como ellos, lo mismo con sus virtudes que con sus defectos. A la vez que aportaban el elemento diferente de su sensibilidad distinta para lograr creaciones mixtas tan interesantes como, por ejemplo, los edificios del barroco mejicano y peruano.

Y resulta muy curioso observar cómo los más recientes ajustes objetivos de la verdad histórica respecto al episodio de la entrada de los árabes musulmanes con Tariq y Muza y la caída del Estado de los visigodos presentan ciertas semejanzas con la entrada de los conquistadores en los Estados indios americanos, pues sobre ese momento bélico de unos pasados contactos arábigo-españoles se acumularon siglos después conceptos imaginarios, como ocurrió con la interpretación hostil a Cortés y Pizarro. Por ejemplo, comenzando por la estructura de España visigoda, es innegable que ésta también fue resultado de una parte de las invasiones que al crear el Estado de los reyes godos lo hizo en dos pisos, el alto de los godos denominadores y el bajo de los dominados hispano-romanizados. Estos no lo aceptaron de buen grado, como demostró la adhesión con que el Sudeste español acogió la breve restauración bizantina y como demostraron también varias sublevaciones de Sevilla, núcleo dirigente del hispano-romanismo, en las zonas sometidas. Claro es que el arrianismo profesado por los visigodos era un obstáculo religioso que dificultaba más la identificación de godos con españoles, pero, aun después de hacerse católico el Rey Recaredo, hubo diferencias sociales, como el colonato, muy duro para los españoles, del pueblo. Así, después de aquel episodio legendario de las pinturas adivinatorias encontradas en Toledo, sobre unos conquistadores que vendrían (lo cual recuerda otras creencias de Méjico indio sobre conquistadores blancos esperados), Tariq y Muza sólo fueron, con su pequeña tropa conquistadora, un núcleo condensador para los millares y millares de hispano-romanizados que se les agregaron ya desde la batalla del Barbate, en la cual la victoria de los árabes fue lograda gracias al concurso de las tropas españolas que se pasaron a ellos bajo la dirección del arzobispo de Sevilla. Por lo cual, si se recuerda cómo las Navas de Tolosa fue una batalla ganada por los castellanos gracias a que las tropas arábigo-andaluzas se declararon en huelga, dejando solos a los después derrotados Almohades, o cómo en la conquista de Sevilla, ayudaron al Rey San Fernando las tropas arábigo-andaluzas de Granada, bien puede decirse también que «los españoles hicieron la conquista y los árabes la Reconquista». Habiendo sido también el Estado cordobés Omeya (máximo punto del hispano-arabismo) un período sostenido por el esfuerzo, incluso militar, de los españoles, tanto musulmanes como cristianos, los cuales eran iguales dentro de Al Andalus. Sin olvidar que allí se efectuó un intenso mestizaje que incluso absorbió elementos godos, y que la sensibilidad española modificó la árabe en monumentos mixtos, como la Gran Mezquita cordobesa. Así, si en América no puede hablarse con justicia de «invasión» destructora, sino de «conquista» fecundadora, lo mismo es aplicable a España medieval.

 
Paralelismos jurídicos

En la estructura del Estado cordobés los fundamentos no fueron, sin embargo, el mestizaje ni los principios de igualdad social y la ausencia de prejuicios racistas, sino su fondo jurídico. Porque aunque en teoría, y teniendo presente el principio esencial religioso de todo Estado oficialmente musulmán, la autoridad de los soberanos Omeyas era absoluta y sin límites, ellos ponían empeño en delegar su máxima potestad judicial en los cadíes o jueces coránicos. Y en Al Andalus «la autoridad del juez era tan alta que nadie escapaba a ella, por elevada que fuera su magistratura y por grande que fuese su influencia en el gobierno o en la corte. Los cadíes ejercieron, además, su sagrada misión con tal independencia, que contribuyeron sin duda al arraigo y a la perduración de la dominación musulmana en España. ¿Cómo? Al acercar al pueblo a la dinastía por el camino de la justicia». Sobre lo cual especificaban textos de la época que «era costumbre de los jalifas el enterarse de las noticias que corrían por el pueblo, hacer la pesquisa de quiénes eran los hombres sabios y virtuosos que descollaban y averiguar los sitios en que vivían, bien fuese en Córdoba, bien en otras comarcas fuera de la capital. De ese modo, cuando necesitaban de un hombre a propósito para ocupar algunos cargos, lo hacían venir a la corte de donde quiera que fuese».

En cuanto al modo de actuar los cadíes, se sabe que ante su curia «habían de acudir por igual desde el mendigo al canciller, y que solían desoír las recomendaciones de los más altos dignatarios».

Todo recuerda lo que en los momentos de iniciarse las empresas americanas decía el cronista Fernando del Pulgar sobre la reina Isabel la Católica, explicando lo inclinada que era a hacer justicia llana e igual para todos, directamente accesible aun a los más humildes en audiencias públicas, donde la reina escuchaba quejas rodeada de magistrados, siendo también después gracias a ella por lo que la obra americana tomó desde un principio su gran sentido judicial. Además, parece ser que la coincidencia con los hispano-arábigos no fue del todo casual, pues por los caminos intermediarios humanos de mozárabes y mudéjares muchas instituciones del Emirato y el Jalifato cordobés que penetraron en los reinos cristianos del Norte existieron hasta los tiempos de Fernando e Isabel, e influyeron parcialmente en instalaciones o en tendencias que se llevaron a América. Así, por ejemplo, los alcaldes y alcaldes mayores, unos y otros sucesores de los cadíes que tomaron el mando de las comunidades españolas islámicas, después de que en la decadencia de los Estados musulmanes peninsulares marroquíes del siglo XII y el siglo XIII las provincias y las ciudades quedaron separadas y bajo monarcas cristianos. O el «juez de injusticias» nombrado por los jalifas para entender en las quejas contra autoridades y empleados públicos, cargo que en el reino de Aragón se adaptó con el título de Justicia Mayor. O aquellos «oidores» de Audiencias, y «veedores» o inspectores sobre las autoridades gubernativas, que reaparecieron fielmente en la organización de los virreinatos de Ultramar. Sin olvidar que las concesiones de protección real a los indios, con derechos comunales en sus pueblos propios, garantías para sus propiedades, existencia de alcaldes indios y conservación de usos consuetudinarios, se parecen bastante a las garantías de que gozaban los cristianos en Al Andalus. Garantías que los soberanos imponían contra las pretensiones que pudiese tener la nobleza local andaluza puramente árabe, lo mismo que en América los reyes protegían a los indios contra posibles abusos de las capas más altas de los elementos puramente blancos. Por último, es evidente que los Cabildos abiertos no sólo eran las mismas «yemaas» de los ibero-bereberes conservados hasta hace poco en Marruecos y Argelia, sino que también se asemejaban al estilo libre por el cual se regían tradicionalmente los beduinos de Arabia.

Aunque es posible que el mayor aspecto de continuación parcial de las tendencias jurídicas y sociales de la pasada España cristiano-musulmana en las nuevas Españas, ultraoceánicas no se debiese a la herencia o adaptación de tal o cual institución, sino al hecho de que, tanto el Estado cordobés como el de los Reyes Católicos, continuado en parte por los Austrias, se apoyaron en las mismas doctrinas de que el Poder político viene de Dios al pueblo y el soberano sólo es un gerente del bien común. Esta teoría, que siempre había sido tradicional en la filosofía católica y que recibió en tiempos de la organización americana su forma definitiva española en las definiciones del P. Francisco Suárez, era también una de las bases indispensables en lengua árabe de los Usuul, es decir, los «fundamentos del Derecho» del Islam tal como fueron planteados por sus cuatro escuelas jurídicas, paralelas y complementarias, que fundaron los cuatro teólogos Malik Ben Anás, Abu Hanifa, Ibn Hambal y Chafei. Respecto a los cuales conviene observar que en España la escuela vigente fue la Maleki de Malik Ben Anás, que se basaba en un principio de «utilidad social», es decir, lo que Suárez acentuaba más en sus teorías sobre el origen divino del Poder político.

Aparte del fondo religioso fundamental, siempre hubo en lo usual de los pueblos arábigos una arraigada supervivencia de lo tradicional beduino, que, lo mismo entre paganos que entre cristianos y entre musulmanes, impuso como altos deberes algunos de convivencia social, especialmente el de la hospitalidad. Respecto a esta hospitalidad, se cuentan millares de anécdotas exactas y esenciales, entre las cuales puede escogerse un ejemplo moderno en cierto modo relacionado con España y América. O sea, el del diputado de las Cortes de Cádiz José Moreno Guerra y Navarro, rico mayorazgo cordobés que, a causa de sus relaciones de amistad con algunos de los prohombres criollos que promovieron la independencia americana, fue perseguido por Fernando VII, pero consiguió escapar a Marruecos, donde el Sultán Muley Slimán le concedió derecho de asilo. Y como luego Fernando VII exigiese al Emperador marroquí su entrega, éste le respondió que «un huésped es siempre un enviado de Dios». Porque la hospitalidad beduina se había intercalado con los usos religiosos del Islam, el asilo del desierto, que lleva a los beduinos a dar si es necesario la vida por quien entre ellos busca refugio, aun en el caso de que no sea ni amigo ni correligionario, e incluso cuando sea enemigo, siempre que el asilo le haya sido previamente concedido. Es decir, que los árabes de pura raza, ya desde siglos antes de la Era Cristiana, habían formulado para su uso un principio análogo al que en Madrid, aún no hace mucho tiempo, con ocasión del Primer Congreso de Derecho Internacional, se adoptó como declaración de principios jurídicos hispano-luso-americanos sobre el derecho de asilo, dando así carta de ciudadanía, en un marco más amplio, a una institución que hasta entonces no tenía vigencia oficial sino en América. Siendo también en ese Congreso donde el prestigioso nombre colombiano del Presidente del Instituto Hispano-luso-americano de Derecho Internacional y Vicepresidente de la Comisión de Derecho Internacional de la O. N. U., don José Yepes Herrera, hizo constar que la escuela jurídica y filosófica de españoles, portugueses e hispanoamericanos posee el secreto para la solución adecuada de las más graves incógnitas que acongojan al hombre moderno, pues «tanto en el Derecho internacional como en el Derecho privado sostenemos que la persona humana, por el solo hecho de existir, posee derechos innatos que el Estado no puede desconocer, y preconizamos al mismo tiempo que el Estado no es la fuente exclusiva del Derecho porque el Derecho es anterior y superior al Estado… Y de aquí que nuestra escuela haya podido anticiparse a la sociedad universal constituida por las Naciones Unidas en la declaración y reconocimiento de los derechos internacionales del hombre», según dijo el mismo don José Yepes Herrera.

 
Hispanos y arábigos en la O. N. U.

Keyserling, el empeñado definidor de teorías europeas entre las dos guerras mundiales, fue el primero que mas allá de los Pirineos dijo que España era la reserva moral para un Occidente desgastado. Los arabistas también europeos del grupo de Marsella buscan esa reserva entre los árabes. Por otra parte, los pensadores, cada vez más numerosos, que creen en una irradiación de Hispanoamérica (lo mismo si es como misión resuelta que si es como problema aún por resolver) parecen coincidir en que de todos modos América tiene posibilidades de trascender de sí misma hacia lo universal. Así, pues, aun cuando desde fuera varíen las opiniones respecto a quién puede constituir una reserva para la desgastada vida contemporánea, las opiniones diversas, si son desapasionadas, siempre se refieren a la Hispanidad o a la Arabidad. Porque en cualquiera de los dos sectores se nota cómo predominan ciertos valores generales que pueden servir como panacea para toda clase de hombres y toda clase de pueblos.

Respecto a los hombres, varias veces se ha citado el testimonio anglosajón de Havelock Ellis por una frase expresiva en la cual trataba de caracterizar al tipo humano español, diciendo que éste «es el individuo civilizado que siente más apego a la familia, a la amistad, a la hospitalidad, al vecinaje». Eso mismo ocurre respecto al mundo próximo-oriental, del que los árabes de origen, tanto como los arabizados por mezclas directas o por adaptaciones indirectas, han sido y son la expresión más completa. Porque en este mundo, además, ha sido donde con más empeño se estabilizó durante decenas de siglos el «jus sanguinis», que hace fundamento de lo social y lo nacional los lazos de sangre (en contra de los lazos territoriales, que sólo acepta en segundo lugar y en caso de que no pudiesen funcionar los primeros). Del «jus sanguinis», común a los pueblos de cultura arábiga y a todos los que se han dejado influir por ellos, proceden las instituciones más arraigadas y tradicionales, tales como la tendencia a la vida interior del hogar en las mujeres (al menos, siempre que esa cultura no imite a las otras), la arquitectura antigua, que volvía la casa hacia dentro por patios y celosías tapadas (en vez de hacerlo hacia fuera con ventanas abiertas); lo estrecho de los lazos tribales, que hace a cada tribu o cabila sentirse solidaria de la vida de cada uno de sus miembros; el empeño de guardar las genealogías y los linajes (empeño que por los cruzados pasó a Europa feudal, donde floreció durante los siglos de castillos y blasones), y, sobre todo, el ceremonial respetuoso que marca con fórmulas medidas el respeto de unas personas a otras. Tras de lo cual es necesario poner otra cita del famoso hispanista germánico Karl Vossler, quien hacía observar, en uno de sus últimos trabajos, cómo de España procedió desde fines del siglo XV la etiqueta ceremoniosa y respetuosa, la excesiva acentuación de la cortesía, el uso de los títulos Señor, Señora, Don, Doña, Vuestra Señoría, Vuestra Merced, Excelencia, Majestad; la solemnidad de modales, la actitud grave, el sosiego, la mesura, la galantería en el trato con las damas, el concepto hipersensible del honor, &c., todo saltó de la Península Ibérica a Nápoles, al norte de Italia, a Francia, Austria y Alemania, donde se copiaron, se tradujeron y hasta se exageraron.

En resumen, lo español, lo mismo que lo árabe puro, da en el trato a cada persona un valor propio, y lo mismo en sentido amistoso que en sentido hostil, atribuye a las personas significados individuales, no como números de una masa, sino como caracteres distintos. De ahí también el caudillaje, que en política hace a árabes y españoles seguir a sus jefes más por lo que son personalmente que por lo que piensan. Así resulta tan lógico y coherente que el Derecho internacional a la española tienda a exaltar lo personal. Como, por ejemplo, ocurrió en 1948 en la Conferencia americana de Bogotá, donde se proclamó la necesidad  de reconocerle al individuo «un conjunto de derechos inherentes a su persona, independientemente de la voluntad del Estado», lo cual procede de los teólogo-juristas hispanos más representativos, o sea de Suárez y Vitoria.

Respecto a los pueblos, también son hispanas las teorías esenciales, complementarias de aquellas proclamadas para los individuos. Así, por ejemplo, el deber de «no intervención» en los asuntos internos o externos de los países, cuya incorporación al Derecho internacional se debe excesivamente al esfuerzo de los jurisconsultos hispanoamericanos.

Pues partiendo de las teorías iniciales de los argentinos Carlos Calvo y José María Dragó, y el mejicano Estrada, en las sucesivas conferencias panamericanas que se sucedieron desde la de Washington de 1890 a la de Buenos Aires de 1936 (pasando por las de 1906, 1910, 1923 y 1933, en Río de Janeiro, Buenos Aires, Santiago de Chile y Montevideo, respectivamente), las naciones de origen hispanoamericano y el fraternal Brasil se esforzaron con empeño, e incluso tuvieron que luchar verbalmente, en defensa de su tesis, hasta conseguir que se aprobase la fórmula mejicano-brasileña por la cual triunfó el principio de que ningún Estado tiene el derecho de intervenir en los asuntos internos de otro. Para lo cual las partes contratantes declararon «inadmisible la intervención de cualquiera de ella, directa o indirectamente, y no importa por qué razón, en los asuntos internos y externos de cualquiera otra de las partes contratantes». Estos principios, aunque aprobados para uso americano, llegaron (después de confirmarse y ratificarse en 1938, 1939, 1940 y 1945 en Panamá, Habana, Río de Janeiro y Méjico) a influir en la Carta de la O. N. U. desde su aprobación en San Francisco, en julio de 1945. Pues en varios incisos de los artículos 1.º, 2.º y 55 de dicha Carta se introdujeron observaciones sobre la no autorización a la O. N. U. para intervenir en asuntos de jurisdicción interna de sus miembros según las normas de los hispanoamericanos.

Cuando por vez primera se iniciaron en Londres las sesiones de la entonces flamante Organización de Naciones Unidas, fue un delegado argentino, el doctor José Arce, quien alzó su voz en defensa de los derechos de las pequeñas naciones y las naciones oprimidas, lo cual repitió más tarde en Nueva York, cuando actuó como Presidente del Consejo de Seguridad, afirmando en ambas ocasiones: «Hay que respetar a los demás si se quiere ser respetado.» En el mismo sentido se manifestó entonces el jefe de la Delegación peruana, diciendo que debía cuidarse por todos los medios de impedir que la Asamblea de la O. N. U. se arrogue poderes que no le corresponden sobre la vida interior de nadie. En otra ocasión, el jefe de la Delegación cubana, que era don Aureliano Sánchez Arango, declaró que Cuba siempre se sentía identificada con las aspiraciones legítimas de los pueblos de los territorios no autónomos del mundo, y apoyaría todas las iniciativas y medidas que les aseguren el pleno uso de sus derechos y privilegios. Todo ello sin olvidar cómo el general Carlos P. Rómulo, delegado de Filipinas, inició en 1946 la actuación de su país en sentido mundial, presentando en la Comisión de Fideicomisos una proposición (que, por cierto, fue rechazada) pidiendo que cada año se convocase una asamblea de delegados de países no autónomos, para que así los colonizados tuviesen un órgano de expresión. A lo cual añadió el mismo general Rómulo, cuando era Presidente de la Asamblea General de la O. N. U., la declaración de que no habría paz efectiva si antes no se conseguía la libertad para todos los pueblos intervenidos por otros.

Estas declaraciones despertaron desde el primer momento no sólo interés, sino también entusiasmo en los países de la Liga Árabe, cuyo secretario general, Abdurrahmán Azam Bácha, había dicho que la Liga estaba orientada hacia la libertad de los individuos, las colectividades y los pueblos, pues «los árabes, por su idiosincrasia, son partidarios de la igualdad y amigos del atropellado, y no se concibe que ayuden al fuerte contra el débil, sea éste compatriota suyo o de otra raza». También en la Conferencia de San Francisco el entonces Ministro de Asuntos Exteriores de Egipto, Abdulharaid Badagüi Bácha, que actuaba como portavoz de todas las delegaciones árabes, dijo que lo esencial de su programa común era solicitar el establecimiento de una balanza entre las grandes y las pequeñas potencias para que los países débiles no fuesen aplastados por los grandes bloques. Y en septiembre de 1949, después de que el doctor Arce retiró su candidatura para el puesto de Presidente del Comité Político Especial de la Asamblea, en beneficio del delegado árabe Mahmud Fajzi Bey (el cual obtuvo el apoyo general de los delegados hispano-americanos y arábigos), fue el jefe de la Delegación de Siria, Sr. Faris El Jury Bey, quien lanzó la idea de que hispanoamericanos y arábigos debieran en el futuro coordinar sus actividades en la O. N. U., siendo así fundamento de un bloque de naciones que contrabalancease las influencias de las potencias mundiales. Esto era entonces prematuro, pero ha seguido constituyendo un fondo de opinión que sigue latente y se expresa con frecuencia. Sobre todo después que hispanoamericanos y árabes vetaron juntos, en 1949, a favor de España, la cual entonces comenzó a destacarse como único nexo común posible que formase la clave de todo el sistema de los dos grupos de países.




 
VI
El espíritu del mensaje hispánico

La relación de España como centro y punto de contacto entre los sectores hispanoamericano y luso-brasileño, por el lado del Oeste, y el sector árabe o arabizado, por los lados Este y Sur, después de haberse comenzado a formular como puro nexo geográfico intermedio, haber demostrado luego que formaba parte del fondo cultural peninsular más antiguo y haber mostrado la moderna vinculación que hace a americanos y árabes ver en España, además de una casa solariega propia de unos y otros, una especie de cabeza de puente de ellos en lo europeo, muestra su posibilidad internacional más amplia en un soñado bloque de treinta países, por lo menos, que (aparte sus posibles ampliaciones con coincidencias asiático-africanas) sólo con su número hispano-arábigo podría haber bastado para encauzar la mayor parte de la política mundial. Pero en todo caso, puedan o no realizarse tan vastos proyectos (que hoy sólo son sueños, a pesar de lo frecuente de su formulación), siempre será fundamental en las coincidencias de los países de lengua arábiga con los de lengua española el fondo espiritual, lo mismo si se organizan que si continúan sueltos. Y dicho fondo espiritual ha de resumirse siempre en lo esencial de lo común, es decir, en la conexión de unos y otros con el mensaje de España, con los principios invariables que siempre distinguieron al modo español de ver y vivir la vida.

Si pintorescamente y de modo colorido quisiese presentarse ese mensaje español distinguiendo netamente las tres facetas complementarias que presenta, podría atribuirse a cada una de ellas uno de los tres colores elementales puros, amarillo oro, rojo sangre y azul fuerte, aunque casi celeste. Diciendo que el primer tono, que es de luz pura, representaba la tendencia realista del español a verlo todo claro, a no dejarse arrastrar por lo programático ni por lo convencional; el rojo es lo estrictamente humano, que ve en los hombres y los pueblos ese fondo de sangre igual en todos, sin admitir distinciones; y el azul casi de cielo, la mayor tendencia que otros pueblos para percibir detrás de lo material de las cosas su trascendencia. Pero, aunque no utilicemos clasificaciones tan coloreadas, puede servir la distinción entre los tres modos de percibir complementarios.

El primero puede ser inicialmente expuesto por una afirmación expositiva (leída en alguna parte ahora no recordada) de que a la mayoría de los hispanos en España y en América la fuerza de las técnicas y la complejidad de lo «standard» no les atrae por ningún impulso o necesidad interior, ni sienten frente a las máquinas ninguna emoción cordial ante la gran potencia de trabajo que dichos instrumentos materiales encierran, y sólo si la técnica que dichas máquinas representan no se pone al servicio de un simple utilitarismo de empresa, sino de expansión del alma colectiva, las máquinas podrían ser estimadas, aunque nada más como un instrumento que procure a lo humano puramente personal mayores facilidades o mayores goces. Porque cuando las máquinas, en vez de considerarse como unas herramientas más grandes que las manuales, son consideradas como ídolos, la masificación que esto origina produce una general mecanización que da a las almas su aspecto de hechas en serie como objetos. En los países hispanos, a pesar de que, como en todas partes, el predominio creciente de los problemas económicos y el concepto arrasador de la necesaria atención constante a la «utilidad» comprimen lo personalista, no lo destruyen, sino sólo lo mantienen a alta presión, que siempre pueden llegar a escaparse en formas pasionales. Es decir, que en los hispanos, incluso aquellos que individualmente aparezcan como más materializados, hay siempre una tendencia a servirse de las cosas y no a que las cosas se sirvan de ellos.

Atendiendo a eso de que los hombres de España y América tengan especial vocación e incluso especial facilidad para mantener lo que en las páginas del primer número de la revista «Mundo Hispánico» se ha definido como «llama delicada del espíritu en medio de la violencia ciega de la máquina», ya desde años antes de la pasada guerra mundial decía en francés Jules Romains que América del sector central y meridional había realizado tan inmenso trabajo de experimentación en sus propios límites, en condiciones tales, que la Humanidad, al hacer frente a circunstancias difíciles, debía saber buscar allí sus enseñanzas. Y Keyserling, en lengua alemana, decía que Sudamérica podría desempeñar una misión trascendental para toda la Humanidad, precisamente a causa de lo que él llamaba «su inactualidad y pasividad aparente». Teoría esta última que recuerda la del escritor nicaragüense Julio Icaza Tigerino, quien ha escrito que en la medida que las grandes masas hispanoamericanas han disfrutado del aislamiento de la civilización moderna pueden ahora disfrutar de una relativa salud política y espiritual. Aunque Icaza Tigerino construye sobre esa afirmación una teoría coherente que refiriéndose concretamente al conjunto de las Repúblicas americanas de lengua española, atribuye la mayor parte de su preservación relativa de los males del siglo a la suma de los dos factores del individualismo español y el comunalismo de las colectividades de las tribus o los poblados indios. Suma que es a la vez un feliz producto del mestizaje y una facilidad para vincularse a la influencia telúrica del mundo material que le rodea, de la tremenda fuerza común que posee la naturaleza americana. A lo cual puede añadirse la observación, tantas veces objetivamente comprobada, de que esa inmersión en el seno de llanuras, de bosques, de montañas y mesetas que son materia animada y estimulante, es lo que, por una parte, mantiene al ser americano en vibración, y por otra parte, le enseña a contenerse en sus límites, o presta esa gracia lírica e impresionante a todas las formas de su arte popular, moreno y agrarista. Así, el hombre americano saca de los paisajes vitalidad profunda, y contra el símbolo nórdico del doctor Fausto, que perdió su tiempo en divagaciones, Hispanoamérica pone a Martín Fierro, que hizo de su tiempo un resumen de la Pampa que le rodeaba.

El segundo modo del mensaje hispano es la facilidad para hacer partícipes de sus propios conceptos a las razas y los pueblos más ajenos. Ante todo, porque el español y el hispanizado tienen una igualdad de trato para todas las personas con quienes se ponen en contacto, sin preocuparse más que de lo simpáticas o antipáticas que esas personas sean, es decir, con una general propensión a no preocuparse de sus antecedentes raciales, sociales ni nacionales. De eso se deriva luego la frecuencia de otra reacción del carácter del hombre hispánico en general, o sea la tendencia a ponerse del lado del oprimido, con un innato anticolonismo, creyendo que todas las personas deban tener las mismas facilidades. Por eso resulta tan simbólico el hecho de que Ángel Ganivet, primer creador de la idea de una Hispanidad común, fuese también quien, en su «Epistolario» y en su «Conquista del Reino de Maya», sentase teorías de anti-colonismo que procedían de un fondo auténticamente castizo. Así, el sentido del hombre universal puede calificarse a veces sin excesiva paradoja de creación española, pues nada de lo humano ha sido extraño al español. Acaso por haber nacido en una península encrucijada de razas y culturas, las comprende todas. El españolismo genuino se manifiesta en el despego hacia los fetichismos étnicos, a la vez que se ha concebido la vida con concepción mundial porque su Derecho o su metafísica se pensaron para todos los hombres. Y así ha podido decir en Méjico Alfonso Reyes que lo español tiene en sí un valor universal del que no se podría prescindir «sin una espantosa mutilación».

Tercera faceta del mensaje es, sin duda alguna, la de pensar y tener razón, sin ser por eso racionalista. Lo cual comenzó a demostrarse cuando los descubridores y formadores de Hispanoamérica, en los siglos XVI y XVII, hicieron un Nuevo Mundo gracias a cualidades de aire libre, como valor, arrojo y firmeza. Es decir, que no confiaron en fórmulas escritas y artificiales de cualquier sabio Merlín, sino que se lanzaron caballerescamente a rescatar a su dama América. No llevándoles a sus empresas el propósito previo de establecer sistemas de explotación, pues incluso cuando obtenían oro de los templos de los ídolos indios lo empleaban más en ostentación o en preparar nuevas conquistas que en lucro fríamente calculado. En todo caso, el conquistador de los siglos XVI y XVII sentía que «todo su esfuerzo, su osadía, su constancia, su generosidad, no eran nada sin el auxilio divino» (según ha dicho una escritora mejicana contemporánea), pues la recia virilidad activa de los conquistadores les hacía creer que no valía la pena emprender empresas que no tuviesen su «para qué» en este mundo o en el otro. Así, lo mismo como creyente que como desesperado, aquel tipo de español creador siempre se negó a sustituir las cosas por los conceptos que las representan, y aunque lo conquistaba todo, siempre reconocía que, tras la aparente variedad de las cosas visibles, lo que importaba era lo eterno que las hacía existir. Así, ni ellos ni los elementos populares españoles e hispanoamericanos de hoy han estimado nunca mucho la especulación cerebral en el vacío ni la existencia de un trabajo intelectual incomunicado del público, recelando del sabio y del gobernante que primero no tengan hombría de bien.

Respecto a lo árabe dentro o fuera de España, se han podido también hacer afirmaciones semejantes. Por ejemplo, el fundador del Centro de Estudios Andaluces de Málaga, Adolfo Reyes, analizando el estilo que impulsaba la pasada sociedad hispano-arábiga, ha hecho notar cómo

«el concepto que más identifica las culturas españolas islámica y cristiana, que explica la paridad de sus raptos heroicos y de sus indiferencias estoicas, es el de la inspiración del conocimiento. Honrar en el sabio no sus estudios, sino su desinterés y su apartamiento, es decir, costumbres de asceta. Desde entonces a nuestro pueblo toda intelectualidad que no sea espontánea, y que además no se desdeñe o disculpe, le parece sólo astucia, manera de embaucamiento y trapacería. Que los juristas no hayan formado aquí, en los siglos de apogeo, como en Francia, una burguesía decisiva en la transformación del Derecho, dejándola a religiosos como Vitoria, hay que achacarlo a ese desdén ascético. No es fortuito que nuestra aportación al Derecho moderno haya sido de espíritu cristiano, es decir, universalista. En nuestra época islámica se había desenvuelto religiosamente y con la misma amplitud, pues sólo por su religiosidad pudieron los jueces en ella ser tenidos por justos».

Por eso en Tetuán, de Marruecos, que es también un poco Andalucía, al hablar del esfuerzo que allí se hace hoy para «perseverar en la gloriosa cultura hispano-arábiga», se hace constar que se trata de «insistir en la defensa del espíritu de justicia creyente».

 
Humanismo y anticolonismo religioso

La derivación del tema del mensaje hispano hacia las alusiones a sus relaciones con lo religioso católico y lo religioso musulmán viene a parar necesariamente dentro de lo hispano mismo en la persistencia de los valores de eternidad, a la vez que en sus relaciones con el igualitarismo antirracista. Y fuera de lo hispano, en las relaciones de aproximación y las posibilidades de coincidencia que se observan entre la Sede de San Pedro y los creyentes en el Corán, así como de la importancia de los núcleos cristianos árabes dentro del arabismo general, e incluso de la conexión de esos núcleos con lo español.

Comenzando con lo hispano, es siempre oportuno recordar que en la labor creadora de los misioneros españoles en América y los países asiáticos del Sur y Extremo Oriente, el principio de que la especie humana entera es una sola fue por ellos sostenido prácticamente; cuando procuraban elevar pueblos olvidados y culturas retrasadas al más alto nivel, eran doblemente alentados por las teorías cristianas en general y por su especial aptitud hispánica para ponerlas en práctica a la escala más vasta que se ha conocido. El Padre Las Casas en América y San Francisco Javier en Asia, señalaron los dos puntos más altos de un esfuerzo que no sólo elevaba a las gentes por la conversión religiosa, sino que a ello acompañaba la exaltación de su personalidad humana completa con todas las capacidades de creación, elevando a gentes antes inertes a la responsabilidad y la libertad o poniéndolas en condiciones de elevarse por sí mismo, incluso políticamente. Que ese esfuerzo de acción concreta se apoyaba en la especial predisposición española, fue demostrado por el hecho de que en lo teórico las grandes figuras que lo proclamaron intelectualmente dentro del campo religioso fueron de españoles también. Laínez, que proclamó en Trento la unidad moral del género humano. O como Vitoria, que incluyó la idea de la comunidad cristiana en la idea mucho más amplia de una sociedad universal fundada en el vínculo de la sociabilidad que entre los hombres crea la común naturaleza.

Práctica y teoría se unieron en las realizaciones con las cuales, tanto en América como en Asia, la acción misional española se apoyó en lo cultural. Como, por ejemplo, en Méjico, del obispo Zumárraga, introductor de la imprenta cuando aún no había casi arraigado del todo en Europa, a la vez que impulsador de los indios hacia el ambiente universitario. O como San Francisco Javier, viendo en la preparación académica más completa el acceso preferente al alma de las antiquísimas culturas indostánica, chinesca y japonesa. O con los que se esforzaron por recoger en libros sabios las lenguas quichua, azteca, guaraní, tagalo, bisaya, etcétera. No queriendo ahogar los espiritualismos locales, sino avivarlos y perfeccionarlos con mayores y mejores medios de expresión.

En la Iglesia católica, la proclamación de la universalista y su aplicación práctica han seguido después los rumbos españoles, o mejor dicho y con más exactitud, han acentuado aquellas características del universalismo cristiano que los teólogos  y juristas españoles pusieron más de relieve. También en los sentidos de respeto a las personalidades indígenas y utilización de los valores especiales de dichos indígenas. El significado general fue en 1945, señalado por el Papa, diciendo que el intento de la Iglesia había de ser la unidad sobrenatural en el amor universal sentido y practicado; no la uniformidad exclusivamente extrema, superficial y debilitadora. No concibiendo el universalismo católico como un nuevo imperialismo, sino, al contrario, contando con la existencia de todas las diferenciaciones biológicas, culturales y políticas, para encauzarlas paralelamente por un mismo impulso de comprensión mutua, en el que el Vaticano pudiera ser un centro coordinador. Así, al lado de lo que es catolicismo ritual y nexo entre sus comunidades, se acentúa con mayor relieve lo que se llama catolicidad, es decir, el afán universalista de considerar a todos los humanos como prójimos y hermanos. Catolicidad que, al tratar de actuar directa o indirectamente, se desdobla en una dirección vertical que tiene como propósito la salvación de todos los valores de cada hombre, y en una dirección horizontal que se propone salvar todos los valores de todos los hombres.

Claro es que dicha actuación doble la aplica la Iglesia católica a sus fines propios de expansión y propaganda misional, pero indirectamente puede irradiar también en diversas formas de cooperación internacional. Por ejemplo, en los países clasificados como puramente de misión (como India, África negra, &c.), resulta que muchas veces la acción de los misioneros católicos es el único puente que une a nativos y extranjeros, por encima de tremendos abismos de prejuicios e incomprensión. Uno de esos prejuicios es la imprecisión que algunos establecen sobre los diversos pueblos de Europa oriental, Asia, África, &c., confundiéndoles caprichosamente o presentándoles sobre un fondo pintoresco basado en novelas que buscan el colorido exótico. Más tarde se toma pie en esas caricaturas para proclamar que hay una separación fatal de «Oriente» y «Occidente», atribuyendo al segundo todas las ventajas y cualidades. Por último, se lleva la exageración hasta la creación de frases hechas, como «la barbarie amarilla», «el peligro asiático» y otras semejantes. El Vaticano nunca ha admitido tales teorías, porque están en contradicción, no sólo con el catolicismo y la catolicidad, sino con todo el fondo religioso de origen bíblico y con el sentimiento de la unidad del género humano.

Así, la acción misional actual pudiera caracterizarse por la consigna de «¡Cristianizar, sí; europeizar, no!» Este lema se aplica de dos maneras simultáneas. La primera es hacer arraigar sólidamente las misiones en las tierras de costumbres diferentes por medio de una fusión del misionero con el ambiente, buscando adaptar su actuación a la fisonomía del país. Segunda manera es la que el Pontífice ha explicado, diciendo que «no tiene como oficio trasplantar la civilización específicamente europea, sino hacer que aquellos pueblos, que a veces se vanaglorian de culturas milenarias, se muestren prontos y dispuestos a coger y asimilarse aquellos elementos de vida y costumbres cristianos que fácil y naturalmente se mezclan con cualquier civilización sana, y confieren a esta plena capacidad y fuerza de asegurar y realizar la dignidad y felicidad humanas». Por la aplicación de esos principios, se trata de que en los pueblos colonizados, cuando los nativos pierden la confianza en la buena fe de las potencias colonizadoras, no la pierda en toda la civilización de Oeste, puesto que el misionero queda allí como representante de lo mejor que esa civilización tiene. Gracias sobre todo a obras sociales, sanitarias y pedagógicas, obras que tienen como coronación diversas Universidades y colegios universitarios donde acuden alumnos de otras creencias, a los que allí no se predica ni se trata de convencer contra su voluntad, pero que mediante el contacto diario en el trabajo de las ciencias tienden a aproximar sus puntos de vista a los de los misioneros.

Se ha podido, pues, hablar en los tiempo, más recientes de un «anticolonismo de la Iglesia», tanto porque ésta no admite principios de inferioridad en ningún pueblo de color como por haber censurado que potencias teóricamente cristianas en todo o en parte vayan a ellos buscando sólo materias primas o mano de obra, a la vez que practican rigurosas separaciones racistas respecto a los colonizados. Pero, además, la Iglesia proclama hoy la necesidad de incorporarse los elementos culturales útiles de todas las culturas, pues la realidad cristiana, que en los primeros tiempos tomó su forma de expresión de la cultura greco-latina y más tarde de la civilización europea, tiende hoy a encarnarse en las otras grandes civilizaciones mundiales: India, China, Japón, África. En los principios la liturgia católica tomó vida casi enteramente de la liturgia judía; el cristianismo primitivo adoptó del mundo griego buen caudal de ideas y expresiones para dar forma a su teología, y una parte de las instituciones de la Iglesia naciente tuvieron su origen en los cuadros sociales del mundo romano. Y desde la Edad Media al siglo XVII muchas cosas pasaron desde el Islam al cristianismo, en la escolástica, en la mística, y diversas formas de devoción u oración. Evolución que hoy tiende a continuar.

 
Entre la Cristiandad y el Islam

El Islam, o sea la religión musulmana y el conjunto de sus creyentes, resulta el sector de pensamiento y de población mundial en que más se destacan las coincidencias y los puntos de posible acción común con el catolicismo. Sobre todo ello se viene realizando desde hace años una activa tarea de aproximación (en la cual España resulta precisamente uno de los puntos esenciales de contacto). Pudiendo decirse que las coincidencias se expresan a la vez en las comunes actitudes ante la vida y en el fondo de la fe y de los dogmas.

Comenzando por las primeras, lo más fácilmente visible es precisamente el universalismo musulmán, que tampoco concibe barrera, de razas ni de pueblos, creyendo en la unidad del género humano. En lo político y jurídico, el Islam no admite que las sumas del sufragio en las votaciones representen más que una casual coincidencia de opiniones, puesto que en el Islam se cree que «el Poder procede de Dios», y las masas han de limitarse a hacerse su expresión sin adorar a la democracia idolátricamente. Sobre esto ha hecho notar el erudito británico arabista Gibb que es rasgo esencial en el carácter de los árabes (y ellos transmitieron ese rasgo al Islam entero cuando precisamente entre árabes nació el Islam) la propensión psicológica a considerar separadamente los conceptos y las cosas. Con un afán de objetividad que hace a la ideología musulmana repugnar todas las especulaciones que hagan los cerebros a solas consigo mismos, por lo cual el Islam considera que los conceptos abstractos imaginarios, como «la Naturaleza», «la democracia», «el Estado», &c., son idólatras que ponen entelequias inventadas al lado de la realidad de Dios. En realidad, el cuerpo doctrinal y práctico del Islam permanece fiel a una especie de tomismo que sólo funda el conocimiento de la realidad en el concurso de la experiencia interna y externa, creyendo que no es la razón humana a solas consigo misma la que produce los valores, sino que se limita a reconocerlos como tales cuando los encuentre.

Respecto a la fe y los dogmas, sabido es, por ejemplo, que en el texto del Corán hay doscientas treinta y tres referencias sobre hechos y palabras de Cristo en el mismo sentido de los Evangelios, y que una explicación sucinta dada frecuentemente por portavoces del Islam sobre las enseñanzas de Mahoma sobre Jesús dice: «Jesús, sobre él la oración y la paz, es el Enviado del Muy Alto, el Verbo de Dios, el Espíritu de Dios, que descendió al seno de la Virgen María.» La cristología del Corán es, aparte pequeñas diferencias, tan intensa como la de los Evangelios, pues se considera que nació milagrosamente, fue el único enviado de Dios que estuvo en conexión con Dios, fue expresión de Dios, presidirá el Juicio Final, &c. Respecto a la Virgen, la afirmación de la Inmaculada Concepción fue dogma en el Islam muchos siglos antes de serlo en el catolicismo. Es también de notar que, según el Corán, Cristo fue perfecto y sobrenatural, mientras de Mahoma no se afirma tal cosa, y si en la práctica los musulmanes ponen a Mahoma antes de Cristo es, sobre todo, por haber dictado Mahoma el Corán, aunque éste no se considera hecho por Mahoma, sino por Dios a través del Arcángel Gabriel. En general puede decirse que todos los dogmas de Cristianismo e Islam coinciden, aunque se presenten en grados diferentes de intensidad e importancia, pues cosas consideradas esenciales para el Islam no lo son para el cristianismo, y viceversa. Pero las dos religiones son consideradas por los musulmanes como sucesivas etapas de una misma revelación. E incluso se proclama que la venida de Mahoma tras Cristo fue no sólo anunciada por Isaías, sino que está en el Evangelio de San Mateo, XXIV-27, y de San Juan, XIV-16-26, XV-26.

Aparte las teorías, en la práctica diaria de la vida musulmana y en sus manifestaciones más visibles, especialmente callejeras, muchos viajeros o residentes católicos que se dedican a dejarse llevar por la atmósfera que les rodea se encuentran encantados por la observación de que en los islámicos (lo mismo que pasaba en los cristianos durante la Edad Media) la civilización presenta en lo religioso una forma tradicional. Es una forma en que (según se ha dicho por algunos eruditos islamistas de lengua francesa) las cosas están situadas en el alma de cada uno en su verdadero lugar, según la jerarquía metafísica, es decir, considerando que la armonía del universo consiste en un escalonamiento de diversas clases de creaciones, como cuerpos, inteligencias, almas, espíritus, ángeles, &c., estando cada estado en relación de enlace dependiente con el inmediatamente superior, y ocupando Dios, con infinita trascendencia e infinita inmanencia, el punto más alto. En los países donde el Islam predomina por completo (como, por ejemplo, Arabia-Saudía hoy y Marruecos hasta el comienzo del siglo actual) toda la vida referente a instituciones, política, Derecho, vida municipal, vida laboral, usos familiares, &c., se organiza también según una escala en cuyo punto más alto se encuentra el Corán. Así el Islam ha conservado más tiempo que la sociedad de los países del oeste de Europa la armonía social, porque el interés pecuniario no era la primera preocupación y porque el Derecho musulmán tenía varios medios para impedir la fragmentación de la población en clases sociales incompatibles. También la penetración de toda su vida, hasta la más prosaica, por el factor religioso ha hecho que el musulmán tuviese más resistencia a las enfermedades y a las contrariedades. Todo ello sin olvidar el entrenamiento de contención individual y de acción social común que todavía sigue representando la práctica general por poblaciones en masa del ayuno del Ramadán, durante un mes lunar de cada año, en el cual durante las horas de día nadie come, bebe, fuma ni da al cuerpo ninguna otra concesión, aunque pueda hacerlo de noche.

A los usos se añade la existencia arraigada de ciertos hábitos mentales característicos. El primero de ellos es la resignación y conformidad que da su sentido al nombre «Islam» de la religiosidad coránica, y la denominación de «muslim» o musulmán, es decir, el que se resigna. Lo cual se refiere a un sentimiento profundo del todopoder de Dios si se ve la cuestión desde lo alto, o de un sentimiento instintivo de lo frecuente y determinante del azar en la vida corriente, por lo cual los musulmanes, si desde un punto de vista aparecen como más lentos y menos emprendedores en su ritmo vital, desde otro punto de vista complementario aparecen también como más seguros de sí mismos, pues si por el fatalismo un poco escéptico no esperan gran cosa de la vida del mundo («del bajo mundo» respecto al otro religioso), tampoco se afectan tanto por lo malo que les llega, y en cambio, aprovechan más intensamente lo bueno, que resulta siempre un poco inesperado. Todo lo cual deja a los musulmanes mayor margen para la fantasía, el recreo de lo verbal, el reposo mental y la capacidad contemplativa, resultándoles absurdo el empeño que en muchos sectores de la vida europea y norteamericana se tiene en no dejar pasar tiempo sin hablar y agitarse. Respecto a todo ese doble fondo de fatalismo tranquilo, de sacralización de lo cotidiano, el Islam ha podido en ocasiones obrar como un poderoso reactivo que a muchas personas nacidas o formadas en países europeos, dentro de atmósferas escépticas, les ha hecho convertirse en cristianos creyentes, viendo cómo los musulmanes lo eran. Lo cual fue, por ejemplo, el caso moderno más conocido del francés Charles de Foucault, joven militar frívolo antes de encontrarse con el Islam, y asceta católico señalado para beatificación y santidad imaginables, después de vivir entre musulmanes en una ermita solitaria del desierto.

La aproximación se ha intensificado especialmente desde 1939, año en que el Sumo Pontífice invitó a los institutos eclesiásticos de estudiantes superiores a dar amplio campo al estudio de las lenguas e instituciones islámicas con el objeto de conocer el Islam. Sustituyendo el proselitismo por la fraternal aproximación para eliminar finalmente las fuentes de antigua aversión y controversia entre catolicismo y musulmanismo, entre Evangelio y Corán. «Da eliminare finalmente le fonti di antica avversione e di contesa fra cattolicesimo e musulmanesimo fra Vangelo e Corano.» Y del estilo con que dicho estudio se va desarrollando puede citarse como ejemplo un párrafo de un fondo de una revista de inspiración pontificia:

«El musulmán no es un pagano. El Islam se nos presenta como una filosofía, con una fe, una revelación, un dogma, una moral. Lleva en lo más íntimo de su entraña no sólo la creencia de poseer la verdad sino, además y sobre todo, el convencimiento de haber nacido para completar, ultimar y perfeccionar el cristianismo. Para él, Cristo es una etapa, al igual que Abraham y Moisés; Mahoma, por lo contrario, es el término, el continuador de la obra de Abraham, Moisés y Cristo, profeta por quien la revelación del Dios Único adquiere toda su plenitud. Este convencimiento del musulmán merece nuestro respeto. Es una razón más que debe movernos a conocerle, a no rechazar a priori el caudal religioso que posee.»

 
Entre el Vaticano y la Liga Árabe

Aparte el estudio de las teorías musulmanas y de la comprensión afectuosa puesta en él, deben señalarse entre los católicos las sistematizaciones de enlaces entre sus autoridades o representantes eclesiásticos y las personalidades musulmanas locales. Así, por ejemplo, en Túnez hay una ciudad donde el imán de la mezquita mayor y el párroco vecino combinan amistosamente sus campaneos, llamadas a la oración, &c., de modo que las unas no interfieren a las otras. Y en Argelia, al inaugurarse, en 1949, la Asamblea Argelina, su presidente, que era el musulmán Salah Abdelqader, pidió al arzobispo monseñor Leynaud que orase por él y por el éxito de la labor de la Asamblea. Pero lo más importante, como más organizada y constante, es la acción de varias Órdenes religiosas. Por la antigüedad y continuidad han de citarse, ante todo, los franciscanos, pues ya en 1219 su fundador, San Francisco de Asís, fue respetuosamente recibido en su campamento por el Sultán de Egipto, Malik al Kamil, y luego han sido siempre franciscanos los que en Palestina custodiaron la parte católica de los Santos Lugares, entre constante consideración de los musulmanes, mientras en Marruecos se vio a los Sultanes enviar franciscanos como representantes suyos en negociaciones diplomáticas. Luego los jesuitas, que en su Universidad de San José, establecida en Beirut desde mitad del siglo XIX, han sabido formar el núcleo inicial más importante de intelectuales del Próximo Oriente de lengua árabe, tanto católicos como musulmanes, ortodoxos, monofisitas, &c., estando agrupados luego los antiguos alumnos en una asociación que fundó el célebre notable egipcio Mahmud Fajry Bácha, que es cuñado del Rey Faruq I. A la vez, los jesuitas tienen en dicha Universidad San José uno de los mejores centros de investigación arábiga e islámica conocidos. Los PP. Blancos tienen en Túnez un Instituto de Estudios Islámicos, adjunto al cual se ha formado una «Sociedad de Buenas Amistades» con musulmanes y católicos. Los dominicos en El Cairo han impulsado la creación de una asociación análoga llamada «Los hermanos sinceros», de jóvenes católicos, islámicos y monofisitas. Los agustinos, por sus eruditos arabistas; los carmelitas, por la acción de su convento de Bagdad, y los benedictinos, por la acción de sus conventos del Sahara, deben citarse también.

Como se ve, la mayor parte de esas instituciones de Órdenes religiosas católicas funcionan en países árabes. Observación que nos trae otra vez al mundo concreto del arabismo y la arabidad, para que, después de insistir sobre la necesidad de no confundir lo árabe con lo musulmán (pues hay varios millones de árabes cristianos, a la vez que el núcleo más numeroso de musulmanes es del todo ajeno al arabismo), se tenga en cuenta que, a pesar de todo, el centro del islamismo mundial sigue estando en los árabes, tanto porque árabes lo difundieron como porque el Corán es la obra perfecta del idioma y las ciudades sacras de Meca y Medina están en Arabia. Así, toda política islámica de los católicos lleva incluida necesariamente una preferente atención árabe. Respecto al Vaticano y al conjunto de la arabidad, la atención tiene dos facetas diferentes que pudieran denominarse anverso y reverso. La primera es la de los contactos de la Santa Sede con los Gobiernos arábigos constituidos y con los organismos generales de enlace, especialmente la Liga de El Cairo. La segunda, o sea el reverso, es la de la relación con los núcleos católicos que forman parte de la población de origen local en Egipto, Líbano, Siria, Jordania e Iraq.

Las relaciones sostenidas con Egipto son las primeras que deben ser mencionadas, no solamente porque Egipto es la más rica, culta y poblada nación árabe independiente, sino porque en el año 1927 fue su Rey Fuad I, padre del actual monarca Faruq I, quien solemnemente inició los contactos oficiales con el Vaticano, visitando en persona a Su Santidad Pío XI. Aunque las plenas relaciones diplomáticas solamente quedaron establecidas en julio de 1947, estableciéndose en el Vaticano un ministro plenipotenciario de la nación del Nilo y representando al Papa en El Cairo un Internuncio apostólico.

Después de Egipto hay que citar al Líbano, porque allí son católicos más de la tercera parte del total de habitantes, y resultando su comunidad la más numerosa, se elige entre católicos el Presidente de la República. Por eso, apenas se constituyó en 1946 el Estado libanés, entabló relaciones en marzo del mismo año con la Santa Sede por medio de Legaciones mutuas.

Siria es el tercer Estado árabe independiente en contacto diplomático con el Vaticano, pues las relaciones oficiales y las Legaciones fueron respectivamente establecidas en mayo de 1948.

Con Jordania la relación tiene un interés especial, puesto que dentro de las fronteras jordánicas queda incluida la parte antigua de Jerusalén con la mayoría de los Santos Lugares cristianos, entre los cuales el Calvario y la Iglesia del Santo Sepulcro. Las relaciones vaticanas y jordánicas tienen la particularidad de que no se llevan diplomáticamente todavía, pues como delegado del Papa actúa el Patriarca Latino de Jerusalén, pero la visita del Rey del Jordán, Talal I, a Su Santidad Pío XII en febrero de 1952 ha tenido carácter de gran cordialidad. El padre de Talal, o sea el Rey Abdul-lah, visitó varias veces el Santo Sepulcro, donde rezó «al Dios de Jesús y de Mahoma» en presencia de las autoridades eclesiásticas. Allín una declaración real establece que «no habrá diferencias entre musulmanes y cristianos ante el Trono», y el Rey Talal ha dicho que «cuento con las plegarias de S. S. para el feliz cumplimiento de mi misión».

En Iraq no hay aún establecidas relaciones, aunque allí reside un delegado del Papa para fines sólo eclesiásticos. En los dos Estados de Arabia peninsular, como no hay cristianismo, no hay relación, aunque por la Liga Árabe pueda haber contacto indirecto. Y en cuanto a la Liga Árabe, además de que cuando ésta se encontraba en formación, en 1944, se pusieron en amistoso contacto con sus organizadores los obispos de Tebas y Alejandría, pocos días antes de formarse un suelto de «L'Osservatore romano» del 8 de febrero de 1945 hizo notar la simpatía con que el movimiento de cooperación árabe se veía. Y el Secretario General de dicha Liga, Abdurrahmán Azam Bácha, hizo una visita oficial a Pío XII en enero de 1951.

En general, la Liga, como organismo de enlace, y las siete naciones que la componen expresan siempre oficialmente al Vaticano una actitud respetuosa, e incluso ha habido ocasiones en que se han apoyado o solicitado intervenciones del Vaticano, como ha sido el caso cuando la Liga se ha ocupado de la internacionalización de Jerusalén. Porque como los pueblos de lengua arábiga, por su posición geográfica central, en contacto directo con las bases de acción de los Estados mundiales, han de estar atentos a todas las vibraciones de la vida internacional, a la vez que la sensibilidad política originada por su colocación en el mapa se dobla por una predisposición racial que acentúa en ellos la sensibilidad religiosa, sea cual fuese la religión que profesen, la firme actitud del Papa Pío XII proclamando principios generales en defensa de todos los humanos les interesa por su carácter de gran poder moral, no ligado a los intereses de ningún poder nacional determinado.

La segunda forma de contactos de la Santa Sede, o sea la de relación con los católicos de origen arábigo, destaca su interés al saber que dichos católicos son no menos de dos millones. Al lado de casi tres millones de otros cristianos, especialmente ortodoxos y monofisitas, de cincuenta y dos millones de musulmanes corrientes, o sea sunnitas, y cinco millones de musulmanes de sectas especiales. Los católicos árabes y arabizados tienen a la cabeza de sus dignidades un cardenal (que es monseñor Tabbuni, siríaco) y tres patriarcas, que son el maronita del Líbano, el melkita de Damasco y el latino de Jerusalén, además de gran cantidad de obispados. Universidad, la de los jesuitas en Beirut, los cuales tienen también colegios superiores en El Cairo, Beirut y Bagdad. Las ceremonias religiosas se practican según seis ritos diferentes (maronita, melkita, latino, siriaco, copto-unido y caldeo-unido), cada uno de los cuales tiene un clero especializado e iglesias aparte. Aunque en obras comunales, culturales, benéficas, &c., los seis ritos actúan juntos bajo dirección única. Y es de notar, como característica esencial de los católicos árabes y los demás cristianos del mismo origen, que dichas comunidades proceden de los restos de las que existieron desde los tiempos de los Apóstoles, y se han conservado hasta nuestros días sin que nunca hayan sufrido persecuciones por parte del pueblo árabe musulmán en el cual quedaron intercalados.

Por todo lo dicho, sobre el Vaticano y la arabidad no resulta extraño que desde hace algunos años se venga hablando con insistencia de la posibilidad de establecer lo que en varios proyectos coincidentes se designa con el nombre de «Eje católico-islámico». Dichos proyectos consisten en el deseo de que entre católicos y musulmanes lleguen a establecerse programas de acción paralelos y aliados para la protección de los comunes puntos teológicos y morales, frente a las diversas teorías y formas de vida ateo-materialistas y neo-paganas que se extienden en los confusos tiempos contemporáneos, con el objeto de defender los principios religiosos del mismo Dios al que unos y otros adoran. Por eso también pudieran agregarse creyentes ortodoxos y coptos e incluso hasta elementos protestantes, pero se habla ahora sólo de eje católico-musulmán, por tratarse de las dos ramas religiosas mayores y de las que guardan completos los sentidos tradicionales de sus creencias. Esta idea fue lanzada en mayo de 1949 por el ministro plenipotenciario de Egipto en el Vaticano, Tahir el Omari Bey, y aceptada su posibilidad en febrero de 1950, según una nota de la Congregación de Propaganda Fide. Pero aún no se estableció nada firme, sobre todo porque los musulmanes no tienen, como los católicos, una jerarquía eclesiástica con centro único que pudiese tratar por todos ellos. Aunque cuando se iniciaba el plan del citado eje, el Internuncio en El Cairo, monseñor Alberto Levame, visitó oficialmente al Chej Mamun Chinaui, entonces Rector del Azhar, que desde hace más de mil años es el mayor seminario del sacerdocio musulmán mundial, siendo la visita especialmente afectuosa. Y lo más reciente ha sido el proyecto presentado por el Azhar a los Gobiernos egipcios de que en la Legación de Egipto ante el Vaticano se envíe como «agregado cultural religioso» un alto teólogo mahometano que asegure lo continuo del enlace.

 
España y los caminos del cielo

Es evidente que de todos los proyectos actuales islamo- católicos España ha de ser siempre el punto de referencia más importante, puesto que en suelo español las dos religiones han alcanzado algunos de sus puntos más altos y además se han proporcionado mutuamente elementos esenciales. Además de las irradiaciones que luego desde España se extendieron por los otros países de una y otra fe desde la Edad Media.

El Emirato y el Jalifato de Córdoba, que tan esenciales fueron como puntos de partida del sintético espiritualismo literario en la cultura bilingüe, también sirvieron como origen y punto de partida del otro espiritualismo superior, es decir, del religioso, con dos creencias que muchas veces actuaron como dos colores complementarios. Ya se ha visto cómo el ejemplo procedía precisamente del palacio de los Omeyas, en el cual incluso llegó a residir en tiempos de Abdurrahmán III, con un elevado puesto («inter palatina officia»), el arzobispo Recemundo Rabi Ben Zaid. Lo cual era recuerdo de lo que con la misma dinastía pasó en Damasco, donde el último gran Padre de la Iglesia San Juan Damasceno, hijo de otro gran funcionario del Jalifato, estuvo en personales relaciones de amistad personal con los miembros de la familia jalifal. El primer jalifa de Damasco, Muawiya, cuando el año 660 fue aclamado para el cargo por sus partidarios en Jerusalén, lo primero que hizo fue rezar en el Calvario, en Getsemaní y la llamada «tumba de la Virgen», y el último soberano de esa línea de Damasco fue matado al ir a refugiarse en una iglesia de Egipto. Por lo que los soberanos cordobeses parientes de esos otros extremaron su tolerancia (aparte un episodio aislado en tiempo de Abdurrahmán II, donde fueron ejecutados varios cristianos destacados, aunque por un motivo que hace poco se demostró ser en parte más político que religioso), pero en el apogeo de Abdurrahmán III la concordia con los cristianos internos llegó a constituir un principio estatal.

Después del Jalifato, y las taifas o cantones de jefecillos en que se disgregó al hundirse el Estado cordobés, el elemento cristiano interior de la parte de la Península regida por musulmanes perdió casi todo su valor político, porque parte de él quedó incluido en las conquistas de los reyes de Castilla, Aragón y Portugal, mientras otra parte pasó a Marruecos. A la vez resultó que durante el periodo hispano-marroquí de los soberanos almorávides y almohades, el Islam religioso y filosófico de Andalucía alcanzó su apogeo. En ese período vivieron sus figuras de pensadores, o sea la razonada y aristotélica del cordobés Ibn Ruchd o Averroes, y la neo-platónica mística, representada por los continuadores del también cordobés Ben Masarra o Ibn Masarra (que había vivido en tiempo del Estado cordobés). Sin embargo, ocurrió que, una vez anulado el valor intermediario de la ya disgregada masa de los mozárabes, hubo otro nuevo valor intermedio (aunque ya más intelectual que popular, y más generalmente extendido a Europa y Próximo Oriente islámico) representado por las influencias que Averroes y los seguidores de Ben Masarra con los grandes nombres cristianos de la época.

Sobre Averroes es necesario recordar que su influencia fue el elemento más esencial para la formación del tomismo de Santo Tomás de Aquino, el cual, además de defender exactamente el mismo ideal de Averroes sobre armonía de la fe y la razón, utilizó muchos de los argumentos que el doctor musulmán cordobés había previamente elaborado. Así, a través de lo escolástico, la influencia de la escuela razonadora cordobesa ha perdurado en los doctos católicos hasta nuestros días, pues el tomismo sigue siendo cuerpo de doctrina y camino seguro reconocido por la Iglesia. Todo esto sin olvidar que (según el hispanista alemán Karl Vossler) el averroísmo produjo en Europa una especie de iluminismo científico, el cual fue prueba de haber vivido España un «siglo de luces» mucho antes que los demás países.

En cambio, la acción de la escuela de Ben Masarra se produjo, sobre todo, en Andalucía o Alandalus y en sus prolongaciones norteafricanas (aparte irradiaciones de excepcional interés a Egipto y Siria). Es decir, que no trabajó en extensión, como la de Averroes, sino en intensidad y en hondura, y su influencia sobre lo cristiano no español sólo se ejerció siglos más tarde, a través de santos cristianos españoles formados en el masarrismo. La fuerza excepcional de la escuela masarrí en el Islam andaluz se debió, sobre todo, a la coexistencia en ella de dos ramas, intelectual y popular, que actuaron estrechamente unidas desde el siglo XII al XVII, pero que siguieron siendo dos ramas. En la actualidad hubo grandes nombres, como el sevillano Yusuf el Kumi, el sevillano «Sidi Halui», el murciano Ben Arabi o Ibn Arabi, en quien alcanzó una de sus más altas cimas el misticismo hispano-musulmán; los marroquíes Abdesselam Ben Machich y Abul Hasán Chadili, el almeriense Ibn Alarif, el murciano Ben Sabín, el murciano Abul Abbas y el rondeño Ibn Abad, que puede colocarse al lado de Ibn Arabi. En cuanto a la rama del masarrismo popular, aunque faltan datos completos de ella a lo largo de toda su duración, se sabe lo abundante que en sus principios fue en figuras entusiastas (como las que Ibn Arabi describe en un texto que en español se titula «Vidas de los santones andaluces»). También consta la hegemonía que conservó entre los moriscos, generalmente musulmanes secretos o semimusulmanes sin perder su aspecto netamente musulmán, y otras veces con apariencia de una secta en teoría cristianizada, la de los «alumbrados», cuyo nombre más destacado fue el del famoso morisco aragonés Miguel de Molinos.

Esos moriscos vivían numerosos no sólo por Andalucía con Murcia y por Valencia y Aragón, sino también en ciudades de Castilla, como Ávila, Medina, Salamanca, Arévalo, Alcalá, Segovia, Toledo, &c. Es decir, en el mismo ambiente y en las mismas poblaciones que recorrieron y en las que actuaron Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, las dos máximas cumbres místicas españolas, en cuyas obras los eruditos y expertos, incluso eclesiásticos, han podido además señalar pruebas muy claras de coincidencias con Ibn Arabi e Ibn Abbad de Ronda, lo cual, respecto a la parte formal de las obras místicas de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, siempre ha de tenerse en cuenta al ocuparse del sistema masarrí completo.

En resumen, todo el desarrollo del tema de la Hispanidad y la Arabidad viene a parar, naturalmente, en lo religioso, por ser su expresión definitiva, lo cual obligaría a que fuera de lo hispano se sacase alguna consecuencia islamo-cristiana. Para lo cual no puede el comentarista no teólogo hacer más que terminar con una cita autorizada. Y ninguna mejor que la de don Miguel Asín Palacios cuando escribió, en el prólogo de su libro El Islam cristianizado, las siguientes líneas:

«Es un axioma católico que Dios no niega su gracia al que hace lo que está de su parte. Es, por el contrario, herética la proposición jansenista que dice “omnia infidelium sive peccatorum opera sunt peccata”. Es cierto, no obstante, que “sine fide imposible est placere Deo”; pero los teólogos más discretos en este problema interpretan esas palabras en el sentido amplio de una fe implícita, pues también dice el Apóstol que “accedentem ad Deum oportet credera quia est et inquirentibus se remunerator sit”. Basta, pues, la fe en Dios criador y remunerador para lograr la salvación, es decir, la gloria, que es la gracia suma. ¿Por qué, por tanto, no otorgaría Dios también las otras gracias (que son de menos trascendencia que la gloria, pues tan sólo son medios o instrumentos para ésta) a quienes de buena fe creen que le buscan por el camino recto y obran el bien no sólo siguiendo las normas de la ley natural, sino algunas de la ley evangélica? De estos tales, es decir, concretamente de los musulmanes, nuestros grandes teólogos del Siglo de Oro, Suárez, Ripalda y Lugo, afirmaron que podrían pertenecer al alma de la Iglesia, aunque estuvieran fuera del cuerpo de ella.»




Rodolfo Gil Benumeya

Originario de Granada y descendiente de los Omeyas cordobeses. Nació en 1901. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid. Lector de español y profesor en misión en El Cairo y en Argel. Profesor de Arte árabe y de Historia de Marruecos en el Centro de Estudios Marroquíes de Tetuán. Actualmente pertenece al Instituto de Estudios Políticos, siendo además colaborador del Instituto de Cultura Hispánica y del Instituto de Estudios Africanos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

Tiene el Premio Nacional de Periodismo de 1943 y el Premio África de 1947. Colaborador de muchas y diversas publicaciones en España y los países de lengua árabe, entre ellas, revistas orientalistas y publicaciones de prensa diaria, además de emisiones radiofónicas en español y árabe.

Entre sus obras publicadas figura Historia de la política árabe, Panorama del mundo árabe, Ni Oriente ni Occidente, Marruecos andaluz, &c.

Respecto a América, ha colaborado en algunas publicaciones sirio-libanesas de América. Y ha figurado en las representaciones de Venezuela ante algunos congresos internacionales.

En este libro Hispanidad y Arabidad traza las líneas generales de coincidencia y de hermandad entre los países que hablan español y los que hablan árabe, ambos unidos por España como centro.

 
Colección «Hombres e Ideas»

Volúmenes publicados

El africanismo en la cultura hispánica contemporánea, por José María Cordero Torres.

La cultura española en los últimos veinte años: El Teatro, por Nicolás González Ruiz.

Vida de la Avellaneda, por Mercedes Ballesteros.

Emoción y recuerdo de España en Filipinas, por el Dr. Carlos Blanco Soler.

Breve historia del Brasil, por Renato de Mendonça.

Razas y racismo en Norteamérica, por Manuel Fraga Iribarne.

Política española y política de Balmes, por José María García Escudero.

Vida del Padre Claret, por el Padre Tomás L. Pujadas, C. M. F.

La síntesis viviente, por Víctor A. Belaunde.

Sesenta notas sobre literatura, por Félix Ros.

Tres poetas argentinos, por José María Alonso Gamo.

Espíritu, técnica y formación militar, por Francisco Sintes Obrador.

Quijotes de España, por Santiago Magariños,

Novelistas de Méjico, por J. Fernández-Arias Campoamor.

Don Quijote en el país de Martín Fierro, por Guillermo Díaz Plaja.

Interpretación estética de la estatuaria megalítica americana, por Jorge de Oteyza.

La enseñanza militar en el Brasil, por José A. Liaño.

Breve Historia de México, por José Vasconcelos.

La práctica del Hispanoamericanismo, por Enrique V. Corominas.

Hispanidad y mestizaje, por el Padre Oswaldo Lira.

Veintidós retratos de escritores hispanoamericanos, por César González Ruano.

Introducción crítica a los Estados Unidos, por el Padre José A. Sobrino, S. J.

Dos Américas: dos mundos, por Felipe Barreda Laos.

En imprenta

De Goya al arte abstracto, por Ricardo Gullón.

Ramón de Basterra, por Carlos A. Arean González.

El mito de la democracia, por José Antonio Palacios.

Vida de Gonzalo Pizarro, por Manuel Cardenal Iracheta.

Vida y poesía de Sor Juana Inés de la Cruz, por Jesús Juan Garcés.

[ texto de las solapas de la camisa del libro ]


[ Versión íntegra del texto contenido en un libro de 161 páginas, más colofón y camisa, impreso sobre papel en Madrid 1953. ]