Filosofía en español 
Filosofía en español

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Francisco Morales Padrón
 

Historia negativa de España en América
 

 
 
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Opúsculo de 115×185 mm. 56 páginas + cubiertas. [Cubierta] “Francisco Morales Padrón. Historia negativa de España en América. [logo: O crece o muere]”. [lomo] “106 · Francisco Morales Padrón · Historia negativa de España en América”. [iii = anteportada] “Historia negativa de España en América”. [iv = colección] “Francisco Morales Padrón. Nació en Gran Canaria. Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid. Colaborador científico del C.S.I.C. Actualmente reside en Sevilla, donde dirige el “Anuario de Estudios Americanos”, de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos. Es autor de varios estudios históricos sobre Hispanoamérica. [logo: O crece o muere] Colección “O crece o muere”. Director: Florentino Pérez Embid” [v = portada] “Francisco Morales Padrón. Historia negativa de España en América. Ateneo. Madrid 1956” [vi = créditos] “El original fue dado a conocer por el autor en el Ateneo de Sevilla el día 14 de marzo de 1956. Esta colección está publica por la Editora Nacional. Estades. Ev. San Miguel, 8.- Madrid.” [vii] «Y los que han escrito este caso…». [9-48] texto. [49] “Sumario” [51 = colofón] “Se terminó de imprimir en ‘Estades, Artes gráficas’, Madrid, el día 28 de octubre de 1956.” [53-56] “Colección ‘O crece o muere’” [Contracubierta] “Ocho pesetas”.


Sumario

I.–  Esencia de la leyenda negra hispanoamericana, pág. 9.

II.–   Las Casas en la leyenda, pág. 17.

III.–  Las dos leyendas del XVIII, pág. 22.

IV.–  La independencia y el liberalismo, pág. 25.

V.–   El funesto legado de España, pág. 32.

VI.–  La leyenda en el arte de nuestro siglo, página 37.


«Y los que han escrito este caso y otros tales de las Indias faltaron por la poca noticia que tuvieron de los negocios, y por lisonjear, y por enemistades, por lo cual no serán de ningún provecho a los siglos venideros: porque el historiador  lisonjero cansa, y el maligno y mordaz, aunque es oído con atención, es conocido, y la adulación descubre la bajeza de ánimo del que escribe, y la malicia disgusta a cualquier ingenio libre y bien intencionado.» A. de Herrera: Década VIII. Libro VIII. Capítulo  V.

 
I
Esencia de la leyenda negra hispanoamericana

De un libro –Brevísima relación de la destruyción de las Indias– arranca la leyenda negra sobre la obra de España en América. Publicado en 1552, en Sevilla, su autor fue un sevillano. La no publicación de la mencionada obra no significa que la negativa conseja no se hubiese originado. Si, aunque fray Bartolomé de las Casas no hubiera redactado su libro, la leyenda hubiera nacido al calor de lo que realmente la incubó: rivalidades políticas, religiosas y económicas.

En esencia, la leyenda negra hispanoamericana puede enunciarse al describir la tarea colonizadora de España como una:

«Diabólica hazaña de pillería, en la que lo burdo atroz rimó al unísono con lo más refinadamente inicuo»{1}.

Fue un ataque directísimo a España; mejor dicho, un combinado ataque contra España y contra la Iglesia. A veces, más contra la Iglesia que contra España.

Esta es una de las mentiras. Realmente son cuatro las leyendas que origina la incorporación del Nuevo Mundo: una contra los indios, otra contra los negros, otra contra los blancos, y otra contra quien creó la de los blancos{2}. Ahora sólo podemos hablar de la tercera.

Por obra de un español, España fue vista como un monstruo que tiranizó a los pueblos, persiguió la cultura, suprimió toda clase de libertades, e hizo alardes de fanatismo, orgullo, crueldad, codicia, ociosidad, oscurantismo, despotismo e ignorancia. Para ingleses, holandeses y franceses, enemigos de España en el XVI, XVII y XVIII, ésta se mostró brutal en los métodos para conquistar, intransigente en su sistema evangelizador, codiciosa de tesoros, indolente en la explotación de las riquezas naturales, anticuada en la expansión de la cultura, y opresiva en sus métodos de gobierno.

¿Por qué, nos preguntamos, este cúmulo de cargos negativos? Por una sencilla razón: porque España era la potencia más grande y desmesurada de entonces. Y porque España era en el turbulento siglo XVI un poderoso dique de contención de las fuerzas del mal desatadas al despertar el Renacimiento. Por eso le ladraron y hostigaron todos los cismáticos de Roma y todos los piratas del mar y de la tierra, creando una barrera psicológica entre nuestro pueblo y los demás de Europa, que aún perdura.

En verdad, no faltan motivos para la leyenda. Lo interesante es que esas razones para difamar a España existían igualmente en otros pueblos. Resulta fácil comprobarlo. Basta con ir examinando los principales ingredientes que forman el embuste.

La codicia insaciable, el afán de oro, por ejemplo. Fuimos a Indias, se dice, atentos únicamente al brillo del oro, usando extorsiones inimaginables para lograr el codiciado metal. Negar que hubo deseos crematísticos resulta infantil. Los hubo; y un actor de los hechos –Bernal Díaz– no duda en confesarnos que los españoles partieron hacia las Indias:

«Por servir a Dios, a su Magestad, y dar a luz a los que estaban en tinieblas, y también por haber riquezas, que todos los hombres comúnmente buscamos.»

Era lógico apetecer las fortunas y la compensación material cuando el país se estaba desangrando por anexionar aquello y cuando el ascenso en la escala social era un prurito y para lograrlo el dinero, un medio. Además, en punto a codicia, españoles y extranjeros iban de la mano. La diferencia radicaba en que el español obligaba al indio a que le buscase el oro, y el holandés o inglés lo prefería acuñado o labrado, tomándolo, piráticamente, de los galeones de España, de las factorías o de las tumbas si era preciso{3}. El oro no sólo ha atraído a los españoles, no. Recordemos, sino, cómo avanzaron las fronteras de los Estados Unidos de América cuando se descubrió oro en California durante el siglo XIX.

Otra característica hispana es la crueldad. Las láminas, que el flamenco Teodoro de Bry puso como ilustraciones al libro de Las Casas, esparcieron por el mundo nuestra ferocidad. Sirva el siguiente fragmento lascasiano como prueba de la impiedad hispana:

«En Guatemala oí decir a un procurador de aquella Audiencia que siendo soldado, yendo a una entrada o conquista, vio que atravesando una ciénaga o pantano se le cayó a un soldado (español) una daga y se le hundió en la ciénaga, que como no la podía hallar, acertó a llegar una india con su carga y una criatura a los pechos, y le tomó la criatura y echóla en el lugar donde se le cayó la daga, porque era ya noche, y la dejó allí plantada; y otro día volvió a buscar su daga y decía que había dejado la criatura por señal…»{4}.

El ejemplo más espeluznante no puede ser, y no admite disculpa de ser cierto. No se puede perdonar que un hombre tome un niño y lo clave en el barro para señalar dónde se le cayó el puñal. Ahora bien, un hecho no autoriza a la generalización. Ni uno, ni media docena. Es innegable que el español desbarrigó indios, los cazó con perros, los quemó, los dió de palos, los metió en colleras… Pero cierto también es que una época se comprende armándose de su propio espíritu y no con nuestra mentalidad actual. Mentalidad dispuesta a comprender, o a no sorprenderse ni chillar, por la explosión de una bomba que liquida a 100.000 desprevenidos, pero que no acierta a explicarse por qué Lutero predicaba matar como perros a los campesinos alemanes, o por qué los ingleses, según afirma Toynbee, eliminaban sistemáticamente a los irlandeses de la franja céltica, o por qué los colonos ingleses –futuros norteamericanos– repartían entre los indios ropas infeccionadas para diezmarlos… A la guerra no puede pedírsele otra cosa que crueldad y exterminio.

Siguiendo el parangón con pueblos que nos han denunciado, bueno está recordar que en las Trece Colonias británicas se practicaba un refrán que decía: «El mejor indio es el indio muerto». Y más tarde, cuando estas colonias se transforman en los Estados Unidos de América, y, según estadísticas, en los últimos treinta años del siglo XIX, se hacía un linchamiento cada cincuenta y nueve horas y cuarto{5}.

Pasemos a otra característica nuestra: el oscurantismo. El criterio leyéndico es de que en la España de entonces:

«… se creía que la difusión de las luces envolvía un peligro para la conservación de la fe y para la estabilidad de la monarquía. La instrucción, según las ideas corrientes, no debía ser patrimonio de todos, y las Universidades encargadas de darlas tenían por objeto, no formar hombres ilustrados, sino teólogos y jurisconsultos que sostuvieran el trono y el altar»{6}.

Interesaba, de acuerdo con el reproche, que los hispanoamericanos se sumergieran en la ignorancia para que jamás aprendieran cuáles eran sus derechos. Sólo sabrían sus deberes. Las aseveraciones en este aspecto de la cultura son tan prolijas y singulares que hasta el mismo Rómulo D. Carbia, autor de la Historia de la leyenda negra hispanoamericana, la mejor defensa hecha hasta hoy de las embestidas contra el papel de España en América, ha caído en la leyenda. Carbia llegó a escribir en 1910, tratando de la educación en Indias, que:

«Las mujeres, por consecuencia, fueron las mayores víctimas de este atraso, pues muy rara vez se les enseñaba música, dibujo y baile, y en muchos hogares hasta se llegó a no permitirles que aprendieran a escribir, por temor a que correspondieran epistolarmente a sus amantes»{7}.

Que otros autores prohíjen semejante aberración no es extraño, pero que sea el mismo Rómulo D. Carbia… Gracias a Dios se ha disipado mucha niebla en este aspecto de la enseñanza. Ya nadie ignora que México tenía una Facultad de Medicina en 1560, mientras que Nueva York vino a extender los primeros títulos médicos en 1769, doscientos años más tarde. Tampoco nadie ignora que a mediados del siglo XVI, cuando innumerables ciudades europeas carecían de centros docentes, España fundaba una Universidad en México, otra en Lima, y diversos colegios para españoles e indios. Menos se desconoce que el celebérrimo Harvard College, norteamericano, se funda en 1636, y que esa misma ventaja de cien años se observa en cuanto a impresión de libros y aparición de periódicos.

Se afirma igualmente que las puertas de Hispanoamérica estuvieron cerradas a la producción literaria extranjera y metropolitana, con el fin de mantener su atraso. Falso. José Torre Revello e Irving A. Leonard han demostrado lo grosero del disparate. Interesó a la Corona vedar la importación de libros de caballerías, que distraían la conversión del indio, de obras heréticas que sembraban la heterodoxia, y de textos político-filosóficos que creaban un clima rebelde; sin que el esfuerzo impidiera que la primera edición del El Quijote pasara casi íntegra al Nuevo Mundo, ni que el Contrato Social se guardase en muchas librerías hispanoamericanas al lado de libros similares. Más, muchas más obras, llegaron a Hispanoamérica cuando París en 1762 ordenaba quemar el Contrato Social o cuando Ginebra, patria de Rousseau, legislaba también destruirlo en unión del Emilio.

Y sigamos con nuestra nómina nefasta. Veamos ahora la tan pregonada intransigencia religiosa, personificada en la destrucción que los conquistadores hacían de los templos indígenas y en el Santo Oficio, que ni fue Santo ni fue un Oficio. La extirpación de idolatrías se llevó a cabo considerando que los adoratorios eran obra del demonio, aparte de que a los españoles de entonces no podemos exigirles un criterio arqueológico o antropológico, cuanto que no eran unos científicos y en cuanto esas ciencias no estaban desarrolladas.

La Inquisición, se ha escrito, constituyó

«Una artillería que defendió la fortaleza, no un fusil para tiranizar a los que estaban dentro»{8}.

El Tribunal del Santo Oficio, como consta en esta cita, tendió siempre a preservar a los súbditos americanos de la contaminación herética, y –hay que oírlo bien– no tuvo jurisdicción sobre el indígena. Sin atenuar lo lúgubre de sus cárceles, ni la dimensión de sus hogueras, ni lo duro de sus tormentos, se puede asegurar que la Inquisición no se mostró tan severa como se cree. En México, durante doscientos setenta y siete años, se presenciaron 39 ejecuciones capitales. Pocas, realmente pocas. Los perseguidos y condenados eran bígamos, clérigos inmorales, piratas protestantes, beatas noveleras, gentes que conjuraban a la coca, individuos que oficiaban misa sin estar ordenados, invertidos… En Boston, para continuar con nuestro paralelo, se suprimieron veinte personas en 1692, acusadas de estar poseídas del demonio. Fue el célebre auto de Salem{9}. No nos interesa seguir apuntando notas negativas que se nos achacan. Sobran con el afán de lucro, la crueldad, la intransigencia religiosa y el oscurantismo cultural. Las demás faltas son meros apéndices.

Sentado qué se entiende por leyenda negra hispanoamericana y cuáles son los cimientos que la sustentan, podemos entrar a considerar la trayectoria seguida por esta balumba de absurdos. Procuraremos desentendernos de la polémica y adoptar una actitud objetiva limitada a la simple explicación del fenómeno en sus líneas vertebrales desde el siglo XVI hasta la actualidad.

 
II
Las Casas en la leyenda

Nace la leyenda en la hora de Flandes. Por eso, ningún proyectil mejor se les pudo proporcionar a los flamencos en su agresión a España que el libro de Las Casas. A los cuarenta y cinco años de aparecer en Sevilla la Brevissima, es editada en Frankfort por el emigrante holandés Teodoro de Bry. Rápidamente se extiende llevando a todas partes su truculenta prosa y sus no menos terroríficos dieciséis grabados en madera.

De los patriotas flamencos, el arma de la leyenda pasó a manos de los dirigentes de la Reforma durante las guerras religiosas, quienes, a su vez, la cedieron a los racionalistas de la Ilustración. De éstos y de otros la heredaron los rebeldes hispanoamericanos y los liberales del siglo XIX. Pero vayamos por orden y comencemos por el siglo XVI.

La atención íntegra se concentra en fray Bartolomé de las Casas. Él es el culpable, señalan los índices acusadores. Él, que era, al decir de Menéndez Pelayo, hombre de una inmensa grandeza…

«… grandeza rígida y angulosa, más de hombre de acción que hombre de pensamiento. Sus ideas eran pocas –prosigue el polígrafo santanderino– y aferradas a su espíritu con tenacidad de clavos; violenta y asperísima su condición; irascible y colérico su temperamento; intratable y rudo su fanatismo de escuela; hiperbólico e intemperante su lenguaje, mezcla de pedantería escolástica y de brutales injurias. La caridad misma tomaba un dejo amargo al pasar por sus labios» {10}.

En feroz ofensiva, que completa la embestida menéndezpelayista, don Ramón Menéndez Pidal define al fraile escribiendo que

«Era un asceta que no había alcanzado el don principal del Espíritu Santo, la benignidad. Por eso no despreciaba al mundo, lo odiaba; por eso la despiadada censura de su nación, que el español practica como ningún otro pueblo, se ejercita en la historia de Las Casas con extensión, agresividad, y reiteración monstruosa.»

Y pareciéndole aún poco a Menéndez Pidal la que le ha dicho al fraile, le dispara otra andanada calificándolo de

«… resentido, que para su odio a los próximos busca la justificación de un amor a los extraños».

Él –añade Pidal– que

«… tuvo la singular fortuna de tratar a todos aquellos hombres extraordinarios, desde Colón a Cortés, hasta el último de tantos exploradores, mitad vikingos, mitad apóstoles, tuvo la increíble limitación de no poder amar a ninguno»{11}.

Ignoramos las razones del encono que los dos maestros muestran hacia Las Casas. La verdad es que para enjuiciar o combatir al fraile dominico no se ha de caer en sus extremismos. Las Casas fue un exagerado, no hay duda. Un exagerado movido por un excesivo celo que le impidió vislumbrar la trascendencia negativa de sus escritos. El no combatía a España, combatía a sus métodos y a una parte de sus hombres. Pretendía atemorizar a sus compatriotas y alejarlos de sus impiedades, pero no lograr la acrimonia que se desató contra su patria. Además, no hay que olvidar que fuera de la cosecha maléfica, su gran mérito consistió en originar una discusión revisionista y poner en tela de juicio los derechos de España para colonizar a América. Indirectamente, con sus continuas peroratas, inspiró leyes y determinó a Vitoria, padre del Derecho Internacional. Y, para combatirle, empuñaron la pluma Bernal Díaz del Castillo, Betanzos, fray Toribio de Benavente alias Motolinía, Vargas Machuca y Juan de Solórzano Pereira. Algunos de ellos, como el franciscano Motolinía, con una prosa cortante que rezaba:

«Yo me maravillo cómo V. M. y los de vuestros Consejos han podido sufrir tanto tiempo a un hombre tan pesado, inquieto e importuno, y bullicioso y pleitista en hábito de religión, tan desasosegado, tan malcriado y tan injuriador y per-judicial y tan sin reposo…»{12}.

Exactamente como antaño, hoy se sigue polemizando sobre Las Casas y su influjo en la Leyenda Negra. Han pasado trescientos noventa años de su muerte en Madrid, y los ánimos, a uno y otro lado del Atlántico, siguen de exaltados igual que en siglos idos. La doctrina lascasiana, que puso en conmoción a todas las conciencias del siglo XVI, siguió circulando viva a través de diez generaciones, para arribar a nuestra época con la misma vitalidad de entonces. Y resulta curioso saber que precisamente otro sevillano, don Manuel Giménez Fernández –que con Hanke reconoce la culpabilidad lascasiana en el nacimiento de la leyenda{13}– sea quien haya demostrado que el fraile dominico es una de las más altas cimas de la historia humana, que su obra trascendió a los siglos venideros y sigue vigente, y que ella fue realizada mediante una inquebrantable fe y un tremendo amor a la verdad.

Nos es imposible continuar con Las Casas, centro y eje de toda la leyenda. Hemos de continuar adelante después de haber trazado sus dos situaciones dentro de la historiografía americanista.

Ahora comenzamos a enfrentarnos con las funestas consecuencias del celo lascasiano. Los primeros resultados consistieron en las traducciones de su libro a diversos idiomas adornadas con los grabados debidos al flamenco Bry. Esto ocurre al morir el siglo XVI. En el siglo siguiente, un inglés llamado Tomás Gage, renegado de la Orden a la cual perteneció Las Casas, destaca como gran obrero de la leyenda. La obra de Gage –A New and Exact Discovery of the Spanish Navigation to these Parts, and their Domination– bien puede parangonarse con la de nuestro dominico, con la de Antonio Pérez o con la de Guillermo el Taciturno{14}. Gage, coautor de la leyenda negra, utilizó el descubrimiento historiográfico renacentista –cientifismo-- y presentó como verdad incuestionable el estado corrompido del imperio hispano, sus sangrientos métodos de dominación, y otras lacras más con el fin de evidenciar que en buena ley se le podía arrebatar a España. El asalto de Gage, que el ex coronel Oliverio Cromwell hizo realidad, iba compaginado con una acometida a la Iglesia católica.

 
III
Las dos leyendas del XVIII

Al abrirse las puertas del siglo XVIII y escaparse su luz, brota unida a ella un olor a carne chamuscada y un sabor de sangre. Lo produce la historia de España en América. Porque así ven los racionalistas tal historia. El siglo de la Ilustración, todo novedad, nos va a ofrecer una leyenda mezclada con consideraciones científicas pintorescas. La leyenda es doble: leyenda sobre la colonización española, y leyenda sobre la naturaleza americana.

Voltaire inicia el paso estrenando una pieza teatral en 1737, cuyo personaje es un tal don Guzmán, arquetipo del conquistador hispano escapado de la Brevísima. Dentro del ambiente creado por Alzire –título de la obra volteriana–, ambiente antihispano, comienza a surgir una historiografía que denigra al Nuevo Mundo y, a veces, a España. América es considerada como un continente inmaturo, mojado, débil, impúber, poblado por míseros indios y especies animales inferiores. Buffon, Cornelio de Pauw, Marmontel y otros prodigan sus escritos apostrofando al continente en su geografía física y humana. Postura que mantendrá Hegel en el XIX, Keyserling en el XX, y que Papini transformará en un «Yo acuso» demoledor escribiendo Lo que América no ha dado.

En medio de la pelotera dieciochesca organizada, la sombra de Las Casas se adivina entre los renglones de algunos escritores (Marmontel, Raynal).

La repulsa fue general en Europa y en América. Por un lado, los norteamericanos, estrenando su independencia, no podían tolerar que se hablase despectivamente de su continente. Por otro, los españoles e hispanoamericanos contestaron por boca de Masdeu, Clavijero, Nuix, Juan Bautista Muñoz, Unanue, y el Mercurio Peruano (1791). Con todo fue un escocés, William Robertson, el primero en reaccionar cronológicamente contra los infundios históricos. Robertson, pastor presbiteriano, a causa de sus publicaciones históricas había tomado asiento en la «fiscalía del gran proceso criminal que les abrió el siglo XVIII a la Edad Media y al Cristianismo»{15}. Debidamente prestigiado, sintió aversión por los juicios históricos sin base y publicó una Historia de América, que constituyó la primera impugnación seria hecha a la leyenda. El escocés presentó en su libro un ecuánime panorama de la conquista y del gobierno español en Indias. La obra sonó como un escopetazo en la Europa de entonces, más dada a criticar destructivamente que a elogiar el papel de España.

La misma Enciclopedia de Diderot y D'Alambert reaccionó contra las impugnaciones muchos años más tarde que Robertson. Y en la trinchera refutadora se colocaron el jesuita Juan Nuix (Reflexiones imparciales sobre la humanidad de los españoles en Indias); Juan Francisco Masdeu con una Historia crítica de España y de la cultura española, y Francisco Javier Clavijero, que al hacer una Historia Antigua de México, se opuso a los testimonios de Las Casas.

En la mitad de la centuria dos españoles, haciendo algo semejante a Las Casas, presentaron a la Corona unas informaciones relativas a la opresión que experimentaban los indígenas, los abusos de las autoridades, la corrupción del clero y otras fallas del mecanismo imperial. El informe, hecho por los marinos Jorge Juan Santacilia y Antonio de Ulloa, cayó en manos de un aprovechado inglés –paralelo del flamenco Bry– llamado David Barry, que se dio prisa por publicarlo adobado con sabrosas notas. Lo tituló Noticias Secretas. El título, incitante, garantizó la divulgación. Lo que hacía referencia a un sector de América se generalizó y renovó el combustible de la leyenda.

* * *

Vamos camino de transformar este estudio en una nómina de autores y obras sin que sea necesario, al parecer, para el objetivo trazado. Sí lo es. Porque en este período de reformas políticas y económicas, de alteraciones sociales, de curiosidad científica y de crisis en determinados valores, se gesta la generación que hará de Hispanoamérica veinte Españas y que pondrá al rojo las notas de la leyenda negra para defender su acción emancipadora.

 
IV
La independencia y el liberalismo

Razones que no son del caso ahora explicar, situaron a Hispanoamérica fuera de la soberanía española en los primeros treinta años del siglo XIX y en los últimos diez del mismo siglo. Lo que hasta aquel minuto había sido una unidad, crujió y se hizo pedazos. Cada uno, erigido en nación independiente y soberana, hizo constancia de su nacimiento en un acta y cantó sus ideales patrios en unos himnos. Actas e himnos justificaban la voluntad de emancipación y volcaban sobre el rostro de España todos sus errores, todos sus desmanes, todas sus tiranías, toda, en una palabra, actitud retrógrada durante trescientos años. Al empuñar las armas contra el Gobierno de Madrid y manifestar sus anhelos de independencia, la mayoría de los países hispano-americanos alegaron con pasión una lista de agravios que nos son conocidos. Son los que integran la leyenda.

De la prosa inflamada o escueta de las actas, la leyenda negra saltó a los bullangueros y jubilosos himnos. Igual que en una caja de resonancia se acogieron en todas las canciones los vocablos: cadenas, tiranos, servil, orgullo, invasor, soberbio, cobarde, esclavo… Sobre todo cadenas. Por primera vez la leyenda negra se enunciaba cantando y con música. Era la psicosis de entonces, que también nosotros expresamos en décimas anti-napoleónicas.

Los mismos precursores, libertadores y teorizantes de las nuevas repúblicas prodigaron la soflama política cuajada de leyenda negra. Las Casas se puso de moda. Juan Pablo Vizcardo y Guzmán, ex jesuita peruano, dió a conocer una carta empapada en los ingredientes de la leyenda. Gregorio Funes, un clérigo argentino, tampoco se quedó atrás. Menos el mexicano, también clérigo, fray Servando Teresa de Mier. El argentino Funes denigró al antiguo régimen hispano (Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán). El mexicano Mier se empeñó en separar lo cruel de la conquista de la evangelización y cayó en un gracioso malabarismo, pues se atrevió a afirmar que antes de desembarcar los españoles en las playas americanas ya Santo Tomás había estado en el Nuevo Mundo predicando, y les había dejado la Virgen de Guadalupe… ¡Al igual que Santiago le dejó a España la Virgen del Pilar!{16}. Un clérigo había puesto el primer ladrillo de la leyenda, y otros ayudaban a levantar el muro, aunque con él tapiasen también a la Iglesia.

Miranda el Precursor, y Bolívar el Libertador, echaron manos de los antiguos agravios. Bolívar se inspiró en Las Casas al redactar lo que se ha llamado la «Epístola genial». El Libertador expuso en esta misiva, escrita en Jamaica, las crueldades de los conquistadores, y, apoyado en Las Casas, de cuya imparcialidad se hace defensor, enturbió más los colores con que se ha pintado la colonización hispana. Bolívar habla del «triple yugo de la ignorancia, de la tiranía y del vicio».

Poetas, tipo Olmedo, insultaron a España y reservaron a Las Casas un lugar en el «Paraíso indígena». No sabemos lo que haría el fraile allí.

De las ruinas del Imperio, de donde brotaban las actas, los himnos y las teorías justificativas, salieron también, y como ratas ante un desplome, las generaciones de los liberales que exclamaron: Hay que despañolizar a Hispanoamérica. ¿Razones? A ella –a España– se debe el atraso, la falta de educación política, el raquítico desarrollo económico, los monopolios… A colación podemos traer la siguiente línea de Unamuno, escrita al tratar de la anarquía argentina: «Y muy español es también el echar la culpa de todo a otro…» Vicuña Mackenna en Chile, Sarmiento en la Argentina, Araújo en Uruguay y González Prada en el Perú, imprimieron los asertos más descabellados acerca del atraso cultural. Otros autores como Bunge, Ingenieros, Bilbao y Lastarria, explicaron la anarquía y el caudillismo que les corroía las entrañas por la pereza, arrogancia, individualismo, ignorancia y pasividad heredada de España. Los males económicos eran asimismo culpa de la antigua metrópoli. Y como ésta andaba circunstanciada con la Iglesia, el chaparrón se proyectó con idéntica fuerza sobre Roma.

El siglo XX será una perpetua lucha entre los liberales, ansiosos de renovar la estructura de Hispanoamérica borrando lo hispano y aplicando fórmulas extranjeras, y los conservadores, apegados a la tradición. Para los primeros, la acción española en América había constituido un auténtico fracaso, y la causa estaba en la mojigatería religiosa que

«… impidió todo desenvolvimiento a la independencia y a la actividad intelectual»{17}.

El armazón de sus teorías lo extrajeron de la leyenda, pecando sobremanera porque no hurgaron en los documentos para teorizar y construir sus panfletos. Fue lo que le ocurrió a Francisco de Bilbao en su obra El evangelio americano, prototipo del antiespañolismo y anticlericalismo leyéndico. Y fue lo que le aconteció a Francisco Bulnes, quien nos sintetiza la idea liberal sobre la acción hispana cuando escribe:

«Los españoles introdujeron en América los toros, asnos, cerdos, carneros, caballos, mulas, animales indispensables para la civilización de un pueblo; introdujeron el trigo, el uso del hierro; pero introdujeron a numerosas hordas de voraces y lujuriosos frailes, introdujeron el uso del aguardiente, extendieron el uso de la esclavitud para toda la raza india, introdujeron las leyes embrutecedoras de Indias, introdujeron toda su ignorancia cargada de milagros, su idioma cargado sólo de desprecio para el vencido, su religión cargada de odio contra el progreso, su patriotismo cargado de horror contra la verdad, y en vez de emplear los millones de brazos en construir obras importantes de irrigación semejantes a las que los árabes construyeron en España, expoliaron el trabajo de millones de indios haciéndoles construir millares de iglesias y conventos»{18}.

Un español no puede nunca faltar en el concierto de corifeos atacantes. En este caso le corresponde el turno a Manuel José Quintana, ardoroso liberal, biógrafo de Las Casas, que maldijo de España y de su religión, aunque después se enmendó y escribió aquellos sobados versos:

Su atroz codicia y su inclemente saña
culpa fueron del tiempo y no de España.

Más tarde el español que denigra será Francisco Pi y Margall en su alegato: Puntos negros en el descubrimiento de América.

* * *

En la segunda parte del siglo XIX, donde han actuado algunos de los nombres que hemos citado, la ofensiva no disminuye, sino que aumenta. España entonces se preocupa de hacer un examen de conciencia para calar y llegar al conocimiento de si ella era realmente culpable de lo que se le tildaba, y si la pérdida de su imperio no era un castigo de la providencia{19}. Porque el Imperio acababa de subastarse en sus últimos trozos.

Las desgraciadas intervenciones españolas en Santo Domingo, en México y en el Pacífico, después de la Independencia, avivaron los rescoldos. Al final de la centuria, la equivocada política seguida en las Antillas y el comportamiento de Valeriano Weyler en Cuba, hicieron subir a la superficie toda la suciedad acumulada durante siglos. Al conjunto histérico que nos injuria se une el potente elemento norteamericano, ávido de Cuba. El jingoísmo y la prensa yanqui, que ha comenzado a cultivar el sensacionalismo, nos increpan y reblandecen el material de la leyenda para hacer nuevas figuras. Todo nuestro «oscuro pasado» en América es tendido a la vergüenza internacional. Casi no caben más denuestos. Somos lo peor de lo peor, y hemos desquiciado a Hispanoamérica. Historiadores tan serios como Samuel Eliot Morison y Henry Steck Commager hablan de lo

«… tiránico, traicionero y fétido»{20}.

Se nos conmina a desalojar las Antillas. Hemos de salir por las buenas o por las malas; hemos de salir porque están hartos de nosotros, de nuestro atraso en todo. Como somos algo tercos nos negamos; pero en diez semanas los Estados Unidos de América exterminan al Imperio español. Así, con todas sus letras, al Imperio español. Lo escriben los autores norteamericanos arriba citados.

Una generación crítica, la del guarismo 98, examinó la política colonial española ante el desastre. La imagen de Las Casas se incorporó gigante y la Brevissima cobró actualidad. Los autores se dedicaron a exponer ideas relativas a la táctica que se debía haber seguido; se admitía el error y se reconocían las culpas (Colmeiro, Labra). Y como siempre ocurre, el establecer comparaciones con colonizaciones extrañas fue algo inevitable.

 
V
El funesto legado de España

El derrumbe total del Imperio se redujo, como sabemos, a la desaparición de una vieja escuadra de madera, más que desahuciada y destartalada, y a la toma de Cuba y Puerto Rico. También se apoderaron –los yanquis– de las Filipinas, que ignoraban si eran unas islas o una lata de de conserva{21}. El final de la soberanía hispana en América y Oceanía no traía consigo el ocaso de la leyenda negra, no. Los pueblos hispano-americanos habían, a su vez, heredado el estigma y ellos mismos seguirían alimentando el mito hasta el momento en una no despreciable historiografía.

A formar parte de la leyenda entraba la nefasta herencia española. México tal vez sea el pueblo hispanoamericano que mejor guarde las esencias hispánicas. Paradoja; porque México es la nación que más ha atacado a España, quien más de espalda a ella desea vivir, y quien no ha levantado un monumento al conquistador. Pues bien; México, por obra de anglosajones, acaparó las típicas notas negativas españolas: vagancia, fanatismo, falta de confort, incapacidad técnica, toros, guitarras…, &c. El cliché era antiguo y ahora servía para sacar nuevas copias.

A los viajeros extranjeros que entraron en Hispanoamérica, después de su emancipación política, les era bien cómodo el llevar como esquema clasificador el fanatismo, el oscurantismo y la decadencia española. Los detractores explicaron el caos político hispanoamericano por la completa ignorancia y por el sojuzgamiento que la nación «más perezosa y degradada de Europa hizo del Nuevo Mundo». Hispanoamérica no tenía salvación porque su condena la llevaba en la sangre al igual que los hemofílicos. Se sentía lástima hacia ella por haber recibido tan lamentable legado.

Es innecesario hacer consideraciones respecto a algunos elementos de esta herencia. Ellos entran siempre dentro de la concepción decimonónica de España (celos, guitarras, cuchillos, danzas, panderos…). Sin embargo, veamos tres de estos factores, ya que son médula de la raíz de España y que el extranjero interpreta bastardamente.

La pereza y la falta de prisa constituyeron en la concepción foránea mercancías exportadas por España a Hispanoamérica. Se atribuyó a esta última el seguir una vida de mínimas aspiraciones, persistiendo en unos valores mucho tiempo en desuso entre las naciones modernas. El extranjero no entendía este apartarse de determinadas actividades comerciales o ese permanecer como extraño a los intereses del Estado del hombre hispánico, el cual, al juzgar de Américo Castro, reside en la imposibilidad vital de emplearse en faenas consideradas deshonrosas. Dentro de la concepción extranjera, esto no era sino holgazanería e indiferencia. Vagancia, en una palabra.

La prisa tampoco entraba en el conjunto del mundo hispano, que era descrito como un grupo de ociosos que, puro en la boca y sombrero en la cabeza, «parecía estar fuera del mundo». ¡Cuánto nos recuerda esta imagen a nuestros pueblos andaluces con sus hombres de pie en las plazas! Parecen árboles, están fuera de. Y este es el pecado que el hombre de estirpe hispana sigue purgando a los ojos extraños: el de estar fuera de {22}.

Los toros formaban binomio con los gallos en el ominoso patrimonio español. Los toros atraían al extranjero, a la par que les desataba la actitud crítica. En la visión foránea

«… el objetivo político de España había consistido en la introducción de la sangrienta fiesta con miras a desmoralizar y embrutecer a los habitantes de las colonias, y con la esperanza de así poderlos retener con más seguridad bajo el yugo»{23}.

Esa había sido la finalidad impulsadora de España al implantar los toros en América, y de este modo Hispanoamérica, a la vuelta de tres siglos, sólo podía ofrecer al turista como espectáculo: una corrida de toros, una revolución y un temblor de tierras. Del temblor no tenía la culpa España, pero de las otras dos diversiones, sí, por su oscurantismo.

Asimismo, fue culpable del fanatismo religioso y de esa incomprensible mezcla que el hombre hispánico hacía –y hace– en un mismo día con toros sangrientos y tristes procesiones. Contraste terrible, lleno de sentido histórico-religioso, perfectamente adivinado por el mexicano Edmundo O'Gorman cuando escribe:

«Junto a las catedrales y sus misas, las plazas de toros y sus corridas. ¡Y luego nos sorprendemos que España y los suyos de este lado nos cueste tanto trabajo entrar por la senda del progreso y del liberalismo, del confort y de la seguridad! Muestra así España al entregarse de toda popularidad y sin reservas al culto de dos religiones de signo inverso, la de Dios y la de los matadores, el secreto más íntimo de su existencia, como quijotesco intento de realizar la síntesis de los dos abismos de la posibilidad humana: el «ser para la vida» y el «ser para la muerte», y todo en el mismo domingo»{24}.

Siendo protestantes los observadores de la nefasta herencia no podían eludir la impugnación a la Iglesia católica, en parte culpable, se venía diciendo de siempre, de todo el atraso español. El clero hispanoamericano era una lacra, como el virreinal. Con tales arremetidas se intentaba resaltar el éxito protestante frente a la rutina católica de adoctrinamiento y condenar lo absurdo de las riquezas amontonadas en las iglesias, mientras los pueblos se morían de hambre. La unión Iglesia-Estado, impuesta por España, era algo nefasto. La oficialidad del catolicismo constituía una rémora. Era, comentaban, un problema morirse en Hispanoamérica no siendo católico, porque no había cementerios donde ser enterrados. Según uno de tales observadores, en el congreso mexicano, cuando se discutió qué hacer con los herejes extranjeros muertos en el país, un diputado expuso que sólo cabían cuatro soluciones: sepultarlos, quemarlos, comérselos o exportarlos. Respecto a lo primero, comenta el viajero extranjero, los demás diputados pusieron objeciones; relativo a quemarlos, hubo reparos por la escasez de combustible; en cuanto a comérselos, el diputado de la propuesta declinó hacerlo él; y en lo que se refería a exportarlos, se afirmó que los cadáveres herejes no estaban incluidos entre los géneros autorizados…{25}.

El oscurantismo español, como vemos, seguía cometiendo estragos e impresionando a los demás pueblos del mundo. Bastantes hispanoamericanos hicieron idénticas observaciones, y con su política laica desde el gobierno ocasionaron críticos episodios entre la Iglesia y el Estado.

 
VI
La leyenda en el arte de nuestro siglo

En nuestro siglo la leyenda no ha desaparecido: políticos, historiadores, novelistas, poetas, dramaturgos y pintores no han parado de arrimar leña a la hoguera.

Algunas facetas de la leyenda se han difuminado con el tiempo, la ecuanimidad, la comprensión y las investigaciones. Hallazgos documentales, en su mayoría de norteamericanos y españoles –el padre Furlong Pereyra, Riva Agüero, entre los hispanoamericanos– han descorrido el velo que ocultaba el auténtico panorama cultural desterrando los asertos liberaloides de un Briceño Iragorri, un Barreda Laos o un Arístides Rojas. Sigue en pie, sin embargo, otras faltas, y de ellas la principal es la que atañe al status indígena. La masa india es un lastre en países como Bolivia, Perú o Ecuador, donde el mestizaje y asimilación no se ha efectuado como en México y Paraguay. El peso muerto indígena, su situación marginal, hay quienes lo imputan a España. Porque España, sostienen, tuteló al indio como si fuera un niño y lo mantuvo en un estado de minoría de edad. Los indigenistas marxistoides, no el indigenismo católico, aseguran que la colonización española

«… significó decadencia para la población, que perdió su nacionalidad, pues sus leyes, el gobierno, el arte, la industria, la religión, los hábitos y las costumbres aborígenes se vieron destruidos u hostilizados sin cesar por la cultura de los invasores, que poco o nada supieron o quisieron darles a cambio de lo que les arrancaban…»{26}.

Aseveran, igualmente, que la evangelización fue incompleta y apresurada, hecha por la fuerza, sistema que no engendra convencimiento. El aborigen, garantizan, se quedó con una religión que no era sino una burda mescolanza católico-pagana, y, lejos de ganar en materia religiosa, perdió, retrocedió y se situó en lugar relegado. A la segregación espiritual, prosiguen hablando los indigenistas, se agregó la social y económica{27}.

Estamos consignando acusaciones, sin meternos a demostrar lo contrario, porque no merece el trabajo. Lo paradójico es que por el indio, por sacarlo del estado infame obra de España, no se hizo la guerra de la independencia. De ella, apenas se enteró el indígena. Aún más: los nuevos Estados lo descuidaron, y su vida continuó siendo una historia de «lágrimas y sufrimientos»{28}. España, al menos, mantenía en teoría, y según los atacantes, las Leyes de Indias, pero al suprimirse tales leyes se dieron en su lugar unas Constituciones aptas para un 26 por roo de la población. Los aborígenes, lógicamente, quedaban fuera.

No podemos entrar en disquisiciones sobre si el indio se ha replegado o degradado por un proceso biológico, por el choque con la cultura hispana o porque lo estaba de antaño. El indio siempre ha estado así: medio soñando, medio durmiendo. Precisamente Unamuno, hablando de la raza quechua, se preguntaba:

«¿Soñadora, qué quiere decir eso de soñadora? ¿La raza quechua es que soñaba o que dormía?»

No podemos detenernos, repetimos, a explicar la razón de ser del indio, porque puestos a consumir tiempo, urgiría más demostrar cómo España, en un esfuerzo pleno de pobreza técnica, se esforzó por sacar al indígena de los tres mil años de atraso en que estaba sumergido y hacerlo miembro de la Cristiandad.

* * *

Según afirmamos más atrás, novelistas, dramaturgos, poetas y pintores han acogido la temática de la leyenda. Nuestro mismo Unamuno afirmaba que España

«… se echó a salvar almas por esos mundos de Dios y a saquear a América para los flamencos.»

Hay tres afirmaciones en lo transcrito, de las cuales una es falsa. Es falso que España saqueó al Nuevo Mundo, pero es cierto que salvó almas y que lo que trajo de las Indias en su mayoría pasó a arcas extranjeras. Fue nuestra desgracia. Ganamos para otros, y ya en el siglo XVI el embajador veneciano Andrés Navaggiero afirmaba que los flamencos arramblaban por todo… Esos flamencos llegados con Carlos I que al hablar de los españoles decían «mi indio». Nosotros éramos para ellos lo que los indios para nosotros.

En otra ocasión don Miguel de Unamuno recalca su aserto, escribiendo:

«Te denuestan, pueblo mío, porque dicen que fuiste a imponer tu fe a tajo y mandoble, y lo triste es que no fue del todo así, sino que ibas también, y muy principalmente, a atrancar oro a los que lo acumularon; ibas a robar. Si sólo hubieras ido a imponer tu fe…»{29}.

La fuente de inspiración unamunesca es de sospechar que esté en Las Casas. Hay entre su anterior párrafo y este otro del fraile dominico un delator parecido:

«La causa porque han muerto y destruido tantas y tales y tan infinito número de almas los Cristianos ha sido solamente por tener por su fin último el oro y henchirse de riquezas en muy breves días y subir a estados muy altos y sin proporción de sus personas, conviene a saber por la insaciable codicia y ambición que han tenido, que ha sido mayor que en el mundo ser pudo…»

Fijémonos, para acabar, en el poeta más grande de América y en uno de los pintores de los de más talla: Pablo Neruda y Diego Rivera. Un chileno y un mexicano. Antes, a título de curiosidad, comprobemos cómo en el teatro francés actual han llegado algunos hálitos de la leyenda.

De sobra conocido es Henri de Montherlant, autor de El Maestre de Santiago. Montherlant representa genuinamente la dramática francesa de nuestra época. Teatro austero y violento, donde los personajes son fieles hijos del instante. La Antígona de Anouilh, el Calígula de Camus, el Hugo de Sartre en Las Manos sucias y el Maestre de Montherlant son las criaturas dramáticas más representativas de las tablas francesas en esta época a que nos referimos. En el Maestre de Santiago, única obra donde se toca la relación Dios-hombre, y quizá la más característica de todas, es donde la temática de la leyenda figura mezclada con el desprecio al mundo y con la pureza del Maestre. Don Álvaro Dabo, Maestre de la Orden de Santiago, vive en la Ávila del siglo XVI con una hija. «Yo, declara el Maestre, no tolero sino la perfección.» Y ello nos da la medida de su personalidad. Invitado a participar en la colonización de América, se niega.

«Olvidáis –le recuerda un personaje– que millares y millares de indios arderían en el fuego del infierno por toda la eternidad si los españoles no le llevasen su fe.»

A lo que don Álvaro replica:

«También millares y millares de españoles arderán toda una eternidad en el infierno por haber ido al Nuevo Mundo.»

Y agrega:

«Todo lo que se refiere al Nuevo Mundo es impureza y basura. El Nuevo Mundo corrompe cuanto toca. Y la horrible enfermedad que nuestros compatriotas contraen allí no es más que el símbolo de esta podredumbre. Algún día, cuando se quiera honrar la memoria de un hombre se dirá: “No tomó parte en las empresas de Indias”»{30}.

El Maestre condena la colonización y, desesperado, grita: ¡Perezca España, perezca el Imperio¡… España es mi más profunda humillación.

El final de la obra nos deja hundido y con un sabor amargo que, por desgracia, no lo borrarán los versos de Neruda ni la pintura de Rivera.

Los cuadros del mexicano pueden ilustrar los versos del chileno, y ambos semejan haberse inspirado en la Brevíssima.

Neruda pone en verso a la Leyenda Negra en las partes III y IV de su Canto General (páginas 59-201). Los conquistadores titula a las 39 páginas de la primera parte; y Los libertadores a las 100 páginas de la segunda. Las Casas, como es de presumir, figura entre los libertadores.

La voz de Neruda se hace negra y purulenta en estos versos sustanciosamente crudos. No son versos ideológicos –aunque los inspire una ideología–, pero están en la misma línea que ellos, olvidando el poeta que lo

«… verdaderamente poético no necesita apoyos para sostenerse en el aire»{31}.

El vendaval de versos nerudianos se desata primero sobre el Caribe, donde

«los carniceros desolaron las islas»

Agita a Cuba:

«Cuba, mi amor, te amarraron al potro,
te cortaron la cara,
te apartaron las piernas de oro pálido,
te rompieron el sexo de granada,
te atravesaron con cuchillos,
te dividieron, te quemaron.»

Sigue, «el viento asesino», hacia México cuyo conquistador

«Cortés no tiene pueblo, es rayo frío,
corazón muerto en la armadura.»

Tuerce hacia el sur y empuja al conquistador de América Central, en la que

«Alvarado, con garras y cuchillos,
cayó sobre las chozas, arrasó
el patrimonio del orfebre,
raptó la rosa nupcial de la tribu,
agredió razas, predios, religiones,
fue la caja caudal de los ladrones,
el halcón clandestino de la muerte.»

Más al sur, en el Istmo:

«Balboa, muerte y garra
llevaste a los rincones de la dulce
tierra central, entre los perros
cazadores, de tuyo era tu alma.»

Allí mismo, en Panamá, tiene lugar lo que Neruda denomina «cita de cuervos», y que no es sino la entrevista de Pizarro, Almagro y Luque para planear la conquista del Perú:

«En Panamá se unieron los demonios.
Allí fue el pacto de los hurones.
Una bujía apenas alumbraba,
cuando los tres llegaron uno a uno.
Primero llegó Almagro antiguo y tuerto,
Pizarro el mayoral porcino,
y el fraile Luque, canónigo entendido
en tinieblas. Cada uno
escondía el puñal para la espalda
del asociado…»

Ni Jiménez de Quesada, conquistador de Colombia, ni Pedro de Valdivia, que anexionó a Chile, se salvan:

«Valdivia, el capitán intruso,
cortó mi tierra con la espada
entre ladrones: Esto es tuyo,
esto es tuyo Valdés, Montero.
Esto es tuyo Inés, este sitio
es el Cabildo.
Dividieron mi patria
como si fuera un asno muerto»{32}.

Nadie puede negar valor, auténtica categoría poética y humana a esta leyenda negra en versos libres. Lástima que tal poesía sea sinónimo de poesía biliosa y falsa en cuanto a verdad histórica. Si es que a la poesía se le puede exigir rigor científico.

El tremendismo nerudano, en este aspecto que nos interesa, tiene su paralelo en los cuadros del también comunista Diego Rivera. Sobre los muros del Palacio Nacional de México, Rivera ha estampado la historia de su pueblo a partir de la conquista hispana. Rivera, si no es un buen pintor según aseguran algunos críticos, es, al menos, un magnífico publicista. El sabe explotar sus pinturas. Los frescos del Centro Rockefeller y su mural «Dios no existe», en el Hotel Prado, le han proporcionado dólares y fama. Siguiendo el sensacionalismo, hace cuatro años atrajo la atención y las polémicas con el retrato de Hernán Cortés, que aparecía en las paredes del Palacio Nacional. Los hombres de España, y la misión de ellos, eran desvirtuados por la paleta y pinceles del mexicano. Cortés figuraba como un perfecto idiota. El conquistador de Medellín no ofrece la apuesta estampa a que estamos acostumbrados y que, realmente, debió poseer. Rivera se ha deleitado en ofrecer un Cortés antítesis: feo, bizco, microcéfalo, zambo y jorobado. Algo que recuerda al «Quasimodo» de Nôtre Dame.

Los médicos y antropólogos no han dado la razón a Rivera, y menos los historiadores. Admitiendo que Cortés fuera microcéfalo, que padeciera sífilis y que tuviese las piernas algo torcidas debido al ejercicio ecuestre, no sería como Diego Riva quiere. Y no lo sería porque los amigos y enemigos que le conocieron y trataron, al hacer su retrato no recogen semejante adefesio. Con la estampa de Rivera Cortés no conquista a Catalina Suárez, ni a la india Marina… ¡Y menos a México! Los españoles nunca se han dejado conducir por un esperpento imbécil. Cortés, físicamente,

«Fue –escribe Bernal Díaz– de buena estatura e cuerpo, e bien proporcionado e membrudo, e la color de la cara tiraba algo a cenicienta, y no muy alegre, e si tuviera el rostro más largo, mejor le pareciera, y era en los ojos en el mirar algo amorosos, e por otra parte graves; las barbas tenía algo prietas e pocas e ralas, e el cabello, que en aquel tiempo se usaba de la misma manera que las barbas, e tenía el pecho alto e la espalda de buena manera, e era cenceño e de poca barriga y algo estevado, e las piernas e muslos bien sentados.»

Las Casas que, como Bernal, no le dispensaba muchas simpatías, dice que Cortés era un «gentil corsario». Tenía que ser así para poseer talla de caudillo. El Cortés de Rivera, en el cual nos detenemos porque es la personificación de España de la Leyenda Negra, con aire cruel y aspecto de cretino, no hace sino mancillar al mundo indígena, al Cuauhtemoc que ellos tanto enaltecen. Porque si un cretino dominó a México, ¿qué era México y quién era el emperador Cuauhtemoc?

Contrapartida de Rivera es el fallecido José Clemente Orozco, que ha llevado a sus lienzos el pasado, no románticamente o como juez, sino en función de su propio ser. Sin tergiversar nada el pintor jaliciense toma de la conquista y de la colonización los valores perennes que ellas aportaron y que aún están vigentes en la vida de Hispanoamérica explicando su ser actual{33}.

* * *

Así es como hay que enjuiciar la obra de España en América, sin leyendas negras ni rosas. Pensando que fueron hombres quienes llevaron a cabo tal quehacer, no demonios ni ángeles. Y sin olvidar que el ser de Hispanoamérica actual se explica por la obra de España.

Además, creo que vale la pena tener sobre sí todo el sambenito de la Leyenda Negra –y no justifico los medios por el fin– a cambio de darle a un mundo un Dios como el nuestro, una lengua como la de Castilla, la rosa, y los únicos Santos que América ha dado, que los dio en la época hispana.

——

{1} Rómulo D. Carbia: La Iglesia en la “Leyenda negra” hispanoamericana. «Sol y Luna», núm. 2. Buenos Aires, 1939, PP. 53-60.

{2} Fernando Ortiz: La “Leyenda negra” contra fray Bartolomé. «Cuadernos Americanos, vol. LXV, núm. 5, septiembre-octubre, 1952, pp. 146-184.

{3} Carlos Pereyra: La obra de España en América. Madrid, 1930, pp. 250-1.

{4} Genaro García: Carácter de la conquista española en América y en México. México, s. a.

{5} Carlos Pereyra: Ibid., pp. 305-6.

{6} D. Barros Arana: Historia general de Chile, II, p. 231. Apud Constantino Bayle: España y la educación popular en América. Madrid, 1941, p. 27.

{7} Guillermo Furlong: La cultura femenina en la época colonial. Buenos Aires, 1951, pp. 3-4.

{8} Carlos Pereyra: Ibid., p. 304.

{9} Ibid., pp. 309-310.

{10} Marcelino Menéndez y Pelayo: Estudios de crítica, tomo II. Madrid, 1895, p. 245. Apud. Rómulo D. Carbia: Historia de la “Leyenda negra” hispanoamericana. Madrid, 1944, p. 38.

{11} Ramón Menéndez Pidal: “¿Codicia insaciable?” “¿Ilustres hazañas?”. «Escorial», núm. 1. Madrid, noviembre 1940, pp. 23-4.

{12} Colección de documentos para la historia de México. México, 1858-1866, 2 vols. Se encuentra también en el Apéndice la Historia de los indios de la Nueva España, obra de Motolinia. (Fray Toribio de Benavente.) Barcelona, 1914. Apud. Rómulo D. Carbia: Loc. cit., pp. 203-4.

{13} Lewis Hanke y Manuel Giménez Fernández: Bartolomé de las Casas 1474-1566. Santiago de Chile, 1954, p. XII, de la introducción debida a Hanke. Vid. de M. Giménez Fernández: El plan Cisneros-Las Casas para la reformación de las Indias. Sevilla, 1953.

{14} Juan A. Ortega y Medina: México en la conciencia anglosajona. México, 1953-5, núms. 13 y 22 de la colección «México y lo mexicano». I, p. 82.

{15} Edmundo O'Gorman: La idea del descubrimiento de América. Historia de esa interpretación y crítica de sus fundamentos. México, 1951, p. 197. Vid., para lo referente a las discusiones en torno a América, la obra de Antonello Gerbi: Viejas polémicas sobre el Nuevo Mundo. Lima, 1944.

{16} Fray Servando Teresa de Mier: Historia de la Revolución de la Nueva España, antiguamente Anáhuac. México, 1922, 2.ª ed., II, pp. IV-XVII. Apud. Luis Villoro: Los grandes momentos del indigenismo en México. México, 1950, capítulo VI, pp. 136-8.

{17} G. G. Gervinus: Introduction a l'histoire du XIXe siècle. París, 1864, p. 121. Apud. Rómulo D. Carbia: Loc. cit., p. 24, nota 21.

{18} Francisco Bulnes: El porvenir de las naciones latino-americanas ante las recientes conquistas de Europa y Norteamérica. Apud. Genaro García: Loc. cit., p. XI.

{19} Eduardo Arcila Farias: Sobre la colonización en América. «Revista Nacional de Cultura», núm. 81, julio-agosto, 1950. Caracas, p. 27.

{20} Samuel Eliot Morison y Henry Steele Commager: Historia de los Estados Unidos de Norteamérica. México-Buenos Aires, 1951, 3 tomos, II, p. 451.

{21} Ibídem, vol. II, p. 458.

{22} Américo Castro: España en historia. Cristianos, moros y judíos. Buenos Aires, 1948, p. 623. Cfr. Ortega y Medina: Loc. cit., II, pp. 6o-1.

{23} Ibíd., p. 76.

{24} Edmundo O'Gorman: crisis y porvenir de la ciencia histórica. Apud. Ortega y Medina: Loc. cit., II, pp. 76-7.

{25} Ortega y Medina: Loc. cit., II, pp. 100-1.

{26} M. M. Gamio: La población del Valle de Teotihuacan. México, 1922, p. 19. Apud. Luis Villoro: Loc. cit., capítulo XII, p. 186.

{27} Francisco Pimentel: Memoria sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena de México y medios para remediarlas. México, 1864, pp. 131 y 139. Apud. Luis Villoro, Loc. cit., p. 168.

{28} F. Pimentel: Loc. cit., p. 191. Apud. Luis Vinoso: Loc. cit., p. 170. Semejantes palabras escribió el ecuatoriano Juan Montalvo: «Si mi pluma tuviese don de lágrimas, yo escribiría un libro titulado El indio, y haría llorar al mundo.» Apud. Leopoldo Benítez: Ecuador: drama y paradoja. México, 1950, p. 211.

{29} Miguel de Unamuno: Ensayos, II, M. Aguilar, editor, Madrid, 1945. Claudio Sánchez Albornoz se expresa con semejantes palabras al escribir que España fue a Indias con «espíritu de cruzada y de rapiña, con la cruz en lo alto y la bolsa vacía, con codicia de riquezas y de almas, y con la civilización y la libertad occidental, que habían de crear el mundo de hoy, en la punta de las espadas y de las lanzas». España y el Islam. Buenos Aires, 1943, p. 189.

{30} Acto I, escena IV.

{31} Juan Larrea: El surrealismo entre el Viejo y el Nuevo Mundo. «Cuadernos Americanos», núm. 5. México, septiembre-octubre, 1944, vol. XVII, p. 244. Vid. Hugo Montes: La poesía política de Neruda, «Estudios». Santiago de Chile, septiembre-octubre 1953.

{32} Pablo Neruda: Canto general. México, 1952. Ediciones Océano.

{33} Justino Fernández: José Clemente Orozco. Forma e idea. México, 1942, pp. 136-7.

Vid. J. C. Orozco: Autobiografía. México, 1945, PP. 103-6. Léase en estas páginas la descripción humorística de lo que debió ser la obra de España según los que detractan esta obra.

Coleccion “O crece o muere”

1.– La unidad del mundo, por Carl Schmitt.

2.– Situación actual de la cultura europea, por Christopher Dawson.

3.– Sociología de la crisis, por Alois Dempf.

4.– Problemas de la novela contemporánea, por Mariano Baquero Goyanes.

5.– En torno al concepto de España, por Luis Sánchez Agesta.

6.– Conciencia obrera y conciencia burguesa en la España contemporánea, por José María Jover.

7.– Valor actual del humanismo español, por Alexander A. Parker.

8.– Cajal y el problema del saber, por Pedro Laín Entralgo.

9.– Los romanistas ante la actual crisis de la ley, por Álvaro d'Ors.

10.– España y la contrarreforma en la obra de Burkhardt, por Werner Kaegi.

11.– Estado medieval y antiguo régimen, por Ángel López-Amo Marín.

12.– Cerebro interno y sociedad, por Juan Rof Carballo.

13.– El Oriente Medio, encrucijada del mundo, por Pedro Gómez Aparicio.

14.– Fernando el Católico, militar, por Jorge Vigón.

15.– Cataluña entre Tradición y Revolución, por Ignacio Agustí.

16.– Una nueva organización económica, por Eugène Schueller.

17.– Lección permanente del barroco español, por Emilio Orozco Díaz.

18.– Teología de la Pasión, por José María Cirarda.

19.– La atomización de la economía, por Hjalmar Schacht.

20.– Austria, símbolo de una tragedia europea, por Antón Rothbauer.

21.– La quiebra de la razón de Estado, por Gonzalo Fernández de la Mora.

22.– Crítica de la Restauración liberal en España, por José María García Escudero.

23.– El espíritu aragonés y don Fernando el Católico, por Emilio Alfaro.

24.– Ideología pura y fenomenología pura, por Leopoldo Palacios.

25.– La Prensa ante las masas, por Torcuato Luca de Tena.

26.– El Catolicismo contemporáneo en Inglaterra, por Thomas Burns.

27.– La arquitectura popular española y su valor ante la arquitectura del futuro, por Miguel Fisac.

28.– Donoso Cortés, ejemplo del pensamiento de la tradición, por Edmund Schramm.

29.– Paz y maquiavelismo, por Alfonso de Cossío.

30.– Ruralidad peninsular, por Antonio de Souza Cámara.

31.– La Tributación en el Presupuesto español, por José Luis Villar Palasí.

32.– El catolicismo liberal en Francia, por Jean Roger.

33.– Fin de la sociedad española del Antiguo Régimen, por Vicente Palacio Atard.

34.– Situación histórica del tiempo actual, por Bèla Menczer.

35.– Regiduría escénica, por Antón Giulio Bragaglia.

36.– Proceso de formación de las naciones eslavas, por Pablo Tijan.

37.– La divinización y la suma esclavitud del hombre, por Aurèle Kolnai.

38.– Complejos nacionales en la historia de Europa, por José Miguel de Azaola.

39.– Actualidad del tomismo, por Josef Pieper.

40.– Jacinto Verdaguer, poeta épico, por Lorenzo Riber.

41.– El integralismo portugués, por Alfonso Botelho.

42.– El pensamiento católico en Italia, por Michele Federico Sciacca.

43.– La Navidad en la poesía española, por Gerardo Diego.

44.– Charles Maurras, escritor político, por Pierre Hericourt.

45.– La O. N. U. y los territorios dependientes, por José Luis Bustamante y Rivero.

46.– La lucha por la industrialización de España, por José María Fontana.

47.– La obra de William Faulkner, por Francisco Yndurain.

48.– Sermón de las siete palabras, por Federico Sopeña.

49.– Jesús Leoz, por Antonio Fernández-Cid.

50.– Los tres lemas de la sociedad futura, por Rafael Gambra.

51.– Cristianismo y libertad, por Gustave Thibon.

52.– El novelista ante el mundo, por José María Gironella.

53.– Estilos de vivir y modos de enfermar, por Juan José López Ibor.

54.– El problema de la libertad en el Islam, por Juan M. Abd-el-Jalil.

55.– Orden y jerarquía en la estructura social, por Santiago Galindo Herrero.

56.– El cine y el espectador, por Miguel Siguán.

57.– La cultura en una democracia industrializada, por John T. Reid.

58.– Las ideas políticas en el reinado de Carlos IV, por Carlos Corona Baratech.

59.– Los orígenes del pensamiento conservador europeo, por Fritz Valjavec.

60.– Energía nuclear e industrialización de España, por Manuel de Torres Martínez.

61.– El arte, la poesía y la crítica desde el punto de vista cristiano, por Enrique Moreno Báez.

62.– La figura política del vizconde de Bonald, por Salvador Pons.

63.– Política de colaboración cultural, por Florentino Pérez Embid.

64.– Donoso Cortés en el pensamiento europeo del siglo XIX, por Federico Suárez Verdaguer.

65.– El sindicalismo alemán de la postguerra, por Vicente Marrero.

66.– El hombre como persona y como ser colectivo, por Michael Schmaus.

67.– La caída de los graves en Galileo, por Roberto Saumells.

68.– El hombre y su razón, por Alfonso Candau.

69.– Grandeza y servidumbre de la metafísica, por José Luis Pinillos.

70.– La arquitectura contemporánea en los Estados Unidos, por Stephen W. Jacobs.

71.– Discurso a la catolicidad española, por Eugenio Montes.

72.– Origen doctrinal y génesis del Romanticismo español, por Hans Juretschke.

73.– El intelectual católico, por Faustino G. Sánchez-Marín.

74.– El pensamiento político de Edmund Burke, por Esteban Pujols.

75.– Las tres edades de la política, por Rafael Sánchez Mazas.

76.– La música en los Estados Unidos, por Enrique Franco.

77.– Tendencias actuales de la política social, por Federico Rodríguez.

78.– Tiranía y negación de la Historia, por George Uscatescu.

79.– Poesía y técnica poética, por Vicente Gaos.

80.– El arte ante la crítica, por José Camón Aznar.

81.– El proceso intelectual de San Agustín, por Adolfo Muñoz Alonso.

82.– Dos católicos frente a frente: Lord Acton y Ramón Nocedal, por Rafael Olivar Bertrand.

83.– Vossler y la ciencia literaria, por José Luis Varela.

84.– Los motivos de las luchas intelectuales, por Rafael Calvo Serer.

85.– Leyes económicas, características sociales y sistemas de gobierno de nuestro tiempo, por Daniel-María de Vieira Barbosa.

86.– Libertad y progreso en los regímenes de autoridad, por Louis Salleron.

87.– La imagen activa y el expresionismo dramático, por Juan Guerrero Zamora.

88.– Inglaterra y el Mediterráneo: aspectos de la soledad británica, por Alan Pryce-Jones.

89.– Los cambios sociales y políticos en España e Hispanoamérica, por Vicente Rodríguez Casado.

90.– Revolución y renovación conservadora, por Frederick A. Voigt.

91.– Explicación histórica del aislacionismo norteamericano, por Octavio Gil Munilla.

92.– Actualidad del retorno a las Monarquías en Europa, por Roberto Cantalupo.

93.– La idea de gobierno en la Europa moderna, por Michael Oakeshott.

94.– El valor formativo del Derecho, por José María Desantes.

95.– Actitud del cristiano al comienzo de la era atómica, por Friedrich Herr.

96.– El agustinismo del pensamiento contemporáneo, por José María Pemán.

97.– Newman, Chesterton y los católicos ingleses de hoy, por Douglas Woodruff.

98.– Pensamientos y esperanzas de la Europa cautiva, por Casimir Smogorzewski.

99.– El nuevo conservatismo y el nuevo liberalismo en Europa y Norteamérica, por Erik Ritter von Kübnelt-Leddihn.

100.– La guitarra y su historia, por Regino Sainz de la Maza.

101.– Los reinos en la Historia moderna de España, por Ismael Sánchez Bella.

102.– Los fundamentos históricos de la Unidad europea, por George Studmüller.

103.– La aproximación de los neoliberales a la actitud tradicional, por Rafael Calvo Serer.

104.– Los tópicos y la opinión, por Antonio Fontán.

105.– Lealtad, discrepancia y traición, por Jorge Vigón.

106.– Historia negativa de España en América, por Francisco Morales Padrón.

{Transcripción íntegra del texto contenido en un opúsculo de papel impreso de 56 páginas más cubiertas.}