Filosofía en español 
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Colección popular Fomento Social
50 cts. N.° 6

 
Demostración científica de la existencia del alma
por Jesús Simón

 
 
 
Con licencia eclesiástica
Editorial Vicente Ferrer
Barcelona
1945

 
grabado
Demostración científica de la existencia del alma
por Jesús Simón
 

Véase el libro del mismo autor «El Hombre» (Edit. Lumen, Barcelona), en donde se verán más explanados y completos estos conceptos.
 

Esta disertación hubiera causado verdadera extrañeza a nuestros antepasados.

¿Quién iba a pensar, hace unas centurias, que había de negarse la existencia del alma y que había de ser necesario probarla?

Sin embargo, se hace el día de hoy y con una saña y encarnizamiento que son dignos ciertamente de mejor causa.

Los materialistas y ateos de todos los matices son los empeñados en ello. Lo que nosotros llamamos alma no es para esos hombres algo distinto del cuerpo; es sólo una síntesis, como dicen, una fórmula, un nombre colectivo que designa el conjunto de funciones del sistema nervioso.

El pensamiento es el resultado de la organización cerebral, aseguran, y Renán llega incluso a llamar a las manifestaciones de la vida psíquica meras «excreciones del cerebro»…

¡Con tanto desenfado y aplomo hablan, esas gentes, de materias tan graves y sagradas!

Dediquemos las primeras páginas a probar la existencia del alma.

Dos argumentos aduciremos. Uno de experiencia y de sentido común; otro biológico.

 
La experiencia y el sentido común

«Siento que hay Dios –dijo Labruyère–, y jamás siento lo contrario.»

Y terminaba: «Esto me basta para decir que Dios existe».

He aquí el argumento que podemos utilizar también nosotros para probar la existencia de nuestra alma y con más razón todavía.

Siento que tengo alma y jamás siento lo contrario. Esto me basta para estar cierto de que el alma existe.

«Siento que tengo alma.»

En efecto: yo siento, yo experimento en mi ser dos partes completamente distintas: el cuerpo material, pesado, de carne y huesos, órganos y músculos, colonia inmensa de 80 trillones de células que lo componen, y otra cosa que no es el cuerpo y que está muy por encima de él… Siento que hay en mí algo que reflexiona sobre mí mismo y se distingue de mis propias sensaciones; algo que raciocina sobre ellas, las une, las juzga, las combate y domina o se deja llevar de ellas… Siento que hay en mí algo que piensa, discurre, que saca consecuencias, que tiene intuiciones; algo que inventa, que es causa del progreso, de las ciencias, del arte; que odia, que ama, que tiene afectos de alegría, de gozo, de entusiasmo; algo que se engríe, se ensoberbece, se humilla, reconoce sus yerros, se avergüenza, se arrepiente…

Más aún: yo siento, muchas veces, que esas dos partes están en lucha abierta entre sí…

Por un lado experimento que el cuerpo apetece lo prohibido, teme, se horroriza ante el dolor; pero, por otro, experimento también que la otra segunda parte y principal de mi ser se levanta como soberana, se impone y manda…

Es la lucha que describió San Pablo: «Video aliam legem contradicentem legi mentis meae…» Es la heroicidad de Santo Tomás de Aquino, que, en medio de la gran tentación contra la castidad, lucha y vence aun dejando el cuerpo rendido… Es la valentía del guerrero que se lanza al combate, donde sabe cierto que va a sucumbir bajo una lluvia de balas, porque así se lo exige el pundonor, el cumplimiento del deber, el amor de algo que está fuera de él, la patria…

«Siento que tengo alma.»

¿No te ha acontecido alguna vez, amable lector, estar contemplando extático el cielo, en una noche estrellada, mientras, recordando los datos que nos ofrece la Astronomía sobre las ingentes magnitudes de los objetos celestes, se henchía de hondas emociones tu corazón?

«¡Qué grande es el cielo! –exclamaste, sin duda.– ¡Qué pequeña, qué insignificante es la tierra!»

Nuestro humilde Planeta no es nada en comparación de esos gigantescos globos que parecen suspendidos del firmamento… Pues ¿qué será, seguiste reflexionando, qué será el hombre? ¿Qué seré yo comparado con ellos? Menos, infinitamente menos aún: un punto imperceptible, una brizna de ser perdida en el espacio.

Y tenías razón al hacer esas reflexiones…, pero tenías razón en parte nada más… Tenías razón si te referías al cuerpo exclusivamente…

Respecto de él somos, sí, pequeños, insignificantes, comparados con las estrellas…, pero adviértase bien: el cuerpo no somos nosotros; el cuerpo es sólo una parte y la menos noble de nuestro ser… Poseemos otra cosa superior a él; poseemos la mente, la inteligencia, y ésa, lejos de ser insignificante, es más grande que la Creación entera…

Por medio de ella podemos medir los ingentes astros, pesarlos, contar su número, sus distancias fabulosas, descubrir los elementos de que se componen, investigar sus leyes, apreciar sus velocidades, predecir sus rutas etéreas…

Por medio de la mente, pues, nos sentimos superiores a esas descomunales masas, que no son más que materia bruta y siguen los movimientos ordenados que otro ser infinito y consciente les impusiera, y sentimos con evidencia que esa segunda parte de nuestro ser es completamente diversa de la otra…

Mientras el cuerpo queda inerte, inmóvil, atado a la tierra, nuestra alma cruza veloz los mundos, los escudriña, los domina… ¿Qué más?

Hasta podríamos considerar mutilado nuestro cuerpo; el alma quedaría idéntica, sin mutilación ninguna… Podríamos imaginar que nos faltan las manos, los pies, los ojos, los oídos, el corazón y todavía nos consideraríamos íntegros vagando por los orbes siderales…

Es que los miembros de nuestro cuerpo son nuestros, pero no nosotros; las manos son nuestras, pero no nosotros; el corazón es nuestro, pero no nosotros…

Nosotros, nuestro yo, sentimos que es algo distinto de todo eso, superior a todo, algo que más bien que confundirse con los órganos materiales, con los músculos y los huesos, parece encerrado en ellos, aprisionado en el cuerpo. Es nuestro yo, nuestra alma; ella debe existir, por tanto, indefectiblemente.

 
Argumento biológico

En él vamos a considerar el alma como principio vital solamente, esto es, como una fuerza superior a las fuerzas físicas y químicas que operan en el cuerpo y que crea y preside las maravillas de orden y finalidad que caracterizan a los organismos vivos.

De esta manera la mostraremos en acción y funcionando visiblemente en el cuerpo.

Escojamos un momento oportuno, a saber: el desarrollo embrionario o formación del organismo.

Poco tiempo después de la concepción, el óvulo fecundado, que ha de ser el misterioso arsenal de las más estupendas y sabias actividades, comienza a evolucionar; primero se alarga en forma de huso; luego se divide y subdivide multitud de veces, hasta llegar al estado de blástula, en que el embrión aparece como una formación más o menos esférica y que es como la pared envolvente de una cavidad central llamada blastocele. Después se deprime e invagina por uno de sus hemisferios hasta juntarse con el otro. Así, lo que antes era blástula queda convertido en una bolsa de pared doble que ofrece dos capas de hojas de células: la periférica, que se llama ectodermo, y la interior o endodermo. Al poco engendra una tercera, que se interpone entre las mencionadas, y recibe el nombre de mesodermo.

Hemos llegado con esto al punto culminante.

Ya tenemos los preparativos de la gran obra.

Todos los misterios del organismo van a salir como por ensalmo de esas tres hojas. Vamos a asistir a la construcción de un palacio encantado, de una obra maestra en cuya comparación nada tendrán que ver los más grandiosos monumentos arquitectónicos de los hombres. Del ectodermo saldrá indefectiblemente la piel con todos sus anejos de pelos, uñas, glándulas; además, el sistema nervioso y las partes esenciales de los órganos de los sentidos. Del mesodermo, la mayor parte de los tejidos, los huesos, los músculos, el corazón y los vasos sanguíneos. Del endodermo, el tubo digestivo y, en general, las vísceras.

Es una calculada y sabia repartición del trabajo.

De aquí en adelante veremos ya una labor ordenada, metódica, ejecutada a maravilla y sobre un plan preestablecido. El embrión se convierte en un astillero en toda forma, o mejor, si se quiere, en el más estupendo laboratorio del mundo, en donde no se ven químicos, ni arquitectos, ni ingenieros, ni maestros de obras siquiera, pero en donde todo se realiza perfectamente en número, peso y medida, con una exactitud y justeza que pasman… Millones y trillones de operarios trabajan afanosamente cada uno en la parte a sí asignada, sin que ninguno se salga de su esfera, sin que ninguno estorbe a su compañero, antes al contrario, yendo todos a una y concurriendo todos al mismo efecto común, como los  carpinteros, herreros y albañiles, trabajando cada uno en su oficio, construyen todos un edificio sin estorbarse…

Dijimos que el mesodermo crea los tejidos de sostén, los huesos y, en general, los vasos de la sangre. Cosas bien diferentes, por cierto. No obstante, examinada esta hoja con el microscopio aparece exactamente como una masa homogénea, blanda y delicada, integrada por infinidad de células, todas de la misma composición química.

Pero comienza el trabajo, y sin saber cómo ni por qué se las ve distribuidas en grupos, construyendo los más diversos miembros… Las unas forman con precisión admirable lo que ha de ser el centro de la vida, el gran motor del organismo, el corazón, cual si fueran obreros expertos e inteligentes labrando con finura las aurículas y los ventrículos, dando a cada uno la forma y capacidad que le han de prestar el movimiento continuo y acelerado y contener como con bridas, sus ímpetus… Otras se extienden por todo el organismo y lo van surcando, como con canales, formando las, venas y las arterias que han de conducir el gran elemento de la vida, la sangre, por todo el cuerpo: esa red inmensa, delicada, finísima, compendio de maravillas, en cuya comparación quedarán como ensayos pueriles todas las construcciones hidráulicas de los hombres…

El tercer grupo fabrica lo que ha de ser el armazón del cuerpo, el esqueleto. Las células encargadas de este oficio se llaman osteoblastos.

Ellas, cual si tuvieran entendimiento, escogen de entre los jugos nutritivos los materiales gruesos que necesitan para las columnas de la fábrica. Ellas absorben las sales calizas y labran con delicadeza asombrosa y seguridad, como escultores de oficio, todos los huesos, dando a cada uno la forma y consistencia convenientes, conforme a la posición y fin que han de llenar en el conjunto del organismo… Y, ¡cosa extraña!, siendo ciegas, no teniendo inteligencia, al llegar al cráneo forman una superficie redondeada, fuerte, durísima como una fortaleza o ciudadela, porque ha de ser la morada de la parte más noble y delicada del cuerpo, el cerebro… Y al llegar a la espina dorsal la subdividen en innumerables partes perfectamente simétricas y las enlazan entre sí por medio de cartílagos y músculos, tan exactamente que el movimiento que ha de venir después quedará del todo facilitado. Después abren orificios esféricos, regulares y simétricos, en el medio, porque por allí han de pasar cordones de manojos de nervios que, bajando del cerebro, se esparcirán por todo el organismo… Al mismo tiempo fabrican las costillas a los lados, duras y resistentes, pero, sobre todo, combadas, para que formen la cavidad que ha de contener en sí, defendiéndolas, las partes más delicadas e importantes.

¿No es esto admirable?

Pues lo dicho no es más que un esbozo imperfectísimo del trabajo de una de las hojas blastodérmicas…

A la segunda y a la tercera corresponden manufacturas aún más delicadas: todo lo interior del vientre y de la caja torácica, el sistema nervioso y los órganos superiores de los sentidos.

Si pudiéramos nosotros los mortales sorprender esta labor en todo su conjunto, nos llenaría de asombro. Todas o casi todas esas piezas se trabajan a la vez. Los millones de trabajadores empleados en ellas han de ser portentos de ciencia y técnica para fabricar cosas tan estupendamente complejas y exactas.

El hígado ha de ser una fábrica maravillosa, mejor dicho una nación inmensa de fábricas: ha de constar de más de cuatro millones de talleres o laboratorios, en donde se ocuparán un billón de obreros activísimos, elaborando, por procedimientos aún ignorados por la química moderna, los azúcares y los jugos de la hiel.

Los pulmones, unos fuelles mágicos que, ensanchándose y estrechándose automáticamente, llamarán y expelirán el aire que ha de oxigenar el organismo…

Los riñones, un conjunto de filtros complicados y perfectos, con innumerables canalículos o tubos replegados alternativamente sobre sí mismos, a modo de serpentín, que servirán para purificar la sangre…

Los intestinos, red inextricable de innúmeras sinuosidades, con sus glándulas y conductos por donde serán absorbidos los jugos nutritivos ya elaborados y transportados al torrente de la sangre… Y luego el bazo… y el estómago, la gran oficina donde se elaborarán los alimentos que sustentarán más tarde el organismo… Y luego los ojos y los oídos. Los ojos son las máquinas fotográficas más perfectas que se hayan jamás construido ni podrán ser construidas por los hombres. Por medio de ellas se podrán sacar diariamente cerca de un millón de fotografías sin cambiar de placa…

Los oídos, estupendos pianos-arpas con 10.500 cuerdas cada uno, llenos de prodigios, de maravillosa sabiduría, de ciencia consumada, que los sabios, después de los más prolijos estudios, apenas podrán explicar…

Pues nada digamos del sistema nervioso. Es considerado por los histólogos como el mayor enigma del mundo. Recientemente, en nuestros días, gracias sobre todo a los beneméritos estudios de Ramón y Cajal y otros, se han podido descifrar nada más algunos de los infinitos arcanos que encierra. Es el aparato o sistema superior del animal, el que le pone en relación con el exterior; el agente de las sensaciones, del movimiento, de la vida anímica, sin el cual el cuerpo sería un tronco inerte, innoble como un vegetal.

¡Cuánta maravilla, cuánto misterio insondable!

 
Consecuencia

Saquemos, pues, ya la consecuencia.

¿Será posible que todo lo enumerado sea mero efecto de la casualidad, resultado fatal y ciego de las fuerzas fatales y ciegas de la Naturaleza, las únicas que reconoce el materialismo? No, evidentemente. Ante ese asombroso espectáculo de finas y delicadísimas previsiones, ante esa práctica sabiduría, ante esa finalidad y dirección evidentes, queda anonadado el pobre humano entendimiento y tiene que confesar que tal suposición sería el mayor de los absurdos.

No; todo eso no puede ser fruto del azar; ahí tiene que intervenir necesariamente, evidentemente, la sabiduría infinita de Dios; maravilloso en sus obras. Pero Dios opera por medio de fuerzas acomodadas a sus efectos, en este caso por fuerzas de orden superior a las ya referidas, y ellas son las que constituyen, en los seres vivientes, el principio vital o alma. Las fuerzas físicas y químicas actúan en el organismo; nadie lo duda; ejercen en él acciones y reacciones. Más aún: visible no hay otra cosa más que ellas; material cuantitativo, no hay más que eso; pero invisible, imponderable, no hallable, permítasenos la palabra, ha de haber necesariamente otras. Otras fuerzas de orden distinto del físico-químico o mecánico que dirigen toda esa estupenda máquina; algo que debe llevar la dirección en esa inmensamente complicada oficina; algo que ordena, que somete, que domina las fuerzas físicas inconscientes y las hace servir a la consecución de un plan premeditado y armónico…

Los mismos grandes biólogos modernos, materialistas antes, lo reconocen así.

Sabemos que a esto debió Claudio Bernard su conversión científica, haciéndose portaestandarte contra el materialismo, de la nueva dirección en la explicación de la vida.

El gran biólogo Von Uexküll afirma terminantemente que «existen capacidades en los seres vivos que van más allá de las mecánicas y físico-químicas» y que «para explicarlas es preciso recurrir a la fuerza vital, extramaterial, la entelequia de Aristóteles o alma».

De este mismo parecer es Carlos Sedwick Minot, director del Instituto de Anatomía de la Universidad de Harvard. De éste el gran naturalista alemán André, en un libro aparecido en 1922 con el expresivo título de El alma en las modernas ciencias biológicas y el renacimiento de la biología escolástico-aristotélica. Del mismo, Augusto Bier, una de las más insignes celebridades de la Medicina y director de la Clínica de Cirugía de la Universidad de Berlín, quien llega a decir que «actualmente no podemos explicarnos, por meros procesos físico-químicos, ni un solo proceso vital y que de ello se ha ido convenciendo, cada vez más, en toda su vida de investigación científica». Lo mismo afirma el catedrático de Valladolid Corral y Maestro en su meritísima obra La evolución y sus dificultades en Biología.

Y Doeflein, profesor actualmente en la Universidad de Munich, dice en su monumental obra Los microorganismos: «Ningún investigador puede negar hoy que existe una fuerza extramaterial, una potencia que podemos llamar anímica, que constituye un reino de por sí y que tiene sus leyes que no son físico-químicas». Y termina: «No sólo los filósofos, los psicólogos y psiquiatras se han declarado decididamente por la investigación científica del alma, sino también los biólogos».

El insigne biólogo Briech es fundador de una escuela en la que se parte de la necesidad científica de que sea adaptado en las investigaciones naturales, como lo fue siempre en las filosóficas, el factor alma. La moderna Patología humana se ha librado ya de las concepciones mecanicistas y abarca al individuo todo entero físico y psíquico. Lo mismo la Psicología en las escuelas modernas, como las de Buller, Kulpe, Stumpf, Dilthey, Westheimer y otros, de tono completamente espiritual, que ponen la unidad psíquica de la persona humana, el alma, en el centro de toda la orientación psicológica y psiquiátrica.

 
No se encuentra el alma con el bisturí

Pero nos salen al paso especiosas dificultades.

«El alma no se encuentra con el bisturí ni el escalpelo», afirman los materialistas.

«He buscado el alma con cuidado –decía un médico mientras operaba–, lo he registrado todo y no he podido divisarla».

Era ciertamente una burla, un chiste de mal gusto. Precisamente, para que se viera con más claridad su inepcia, operaba en un cadáver.

¡No se encuentra el alma con el bisturí ni con el escalpelo!

¿Y eso es argumento de que no existe? Donosa consecuencia. ¿Ha visto usted, le podríamos decir, ha encontrado usted en sus operaciones quirúrgicas la virtud, el talento, el genio, la conciencia, el honor, el patriotismo? Pues, sin embargo, cree usted en ellos.

No hay para qué insistir más. El alma no se encuentra con el bisturí, no la ha visto nadie, porque no puede verse, porque es invisible en sí, impalpable, de naturaleza distinta y superior a la materia.

Invisible en sí he dicho; aunque es bien visible y palpable en sus obras. La corriente eléctrica, por ejemplo, tampoco es visible en sí, pero no hay para qué detenerse en probar que es visible en sus efectos. Hacedla pasar por el filamento de la lámpara y veréis ponerlo incandescente, radiante y bello como la luz; unidla al motor; interceptadle el paso con una resistencia y notaréis cómo la calienta y aun la incendia. No se ve la corriente eléctrica en sí, pero se ve y se palpa en sus efectos, en el trabajo, en la luz, en el movimiento o calor que produce.

Pues eso es el alma: la vida del cuerpo, el movimiento, la sensación, el pensamiento, los actos de la voluntad son sus efectos y por ellos puede verse y palparse.

El cuerpo sin el alma es un motor sin fluido, el filamento de una lámpara sin corriente; un cadáver inmóvil.

 
El alma y el cerebro

Prosiguen los materialistas:

Lo que vosotros llamáis actos del alma son meros efectos del funcionamiento del cerebro. Si el cerebro es pequeño, como el del niño, los pensamientos son pequeños, escasos; si está enfermo, enfermos o discordantes; si envejece, envejecen del mismo modo.

Un símil podrá servirnos a maravilla.

Todos sabemos lo que es el micrófono de una radio emisora: lo hemos visto y quizá actuado con él muchas veces. La corriente eléctrica lo anima y recoge las palabras del locutor y las esparce por el mundo… Pero supongamos, un momento, que el aparato se estropea, que se rompe alguna pieza de su complicado mecanismo; en ese caso es inútil hablar; nada oirán los radioescuchas por más que grite el locutor o conferenciante. Más aún: si el micrófono es grande, esto es, de mucha potencia, entonces podrá el locutor lanzar lejos, a los confines de la Tierra, su voz; si, por el contrario, es pequeño, esto es, de escasos voltios, la voz será débil cual la del niño; voz apagada que no será oída sino por los que están más cerca, los de la nación, de la provincia.

Lo mismo pasará con el receptor.

El que posee una radio de gran potencia podrá captar muchas ondas de las que, con tanta profusión, llenan el éter; aun las que vienen cansinas, disminuidas, de apartadísimas regiones. En cambio, el otro, el que no posee más que un sencillo detector, se tendrá que conformar con no captar más que unas pocas, quizá las de la emisora local únicamente. ¿Por qué no oye más? Porque su receptor es débil, niño. ¿Por qué oye más el otro? Porque su receptor es vigoroso, fuerte.

He aquí, pues, la semejanza.

El cerebro infantil, aún no bien desarrollado, es como el aparato de radio de detector débil: tiene pocas ideas, escasos pensamientos y éstos reflejan la escasa potencialidad que los emite; el cerebro enfermo es el aparato estropeado; no emite ideas o las emite mal, discordantes; y dejará también de captarlas o las captará mal, disparatadas.

Hay perfecta ecuación, dicen los materialistas, entre el cerebro y la inteligencia. Entonces, ¿de qué depende ésta? ¿Del volumen y del peso o del número y finura de las circunvoluciones del mismo? No del peso, pues al lado del cerebro de Cuvier con 1.830 gramos y el de Lord Byron que pesaba 1.795, podemos citar el de otros de no menor talento, como  el de Gambetta, que no llegaba más que a los 1.160. Tampoco del número y finura de las circunvoluciones y riqueza de fósforo, porque la correlación del cerebro con las cualidades intelectuales está muy lejos, como enseña la frenología, de ser clara y rigurosa.

Más aún: se ha llegado a establecer la perfecta semejanza morfológica entre el cerebro humano y el del mono. ¿Cómo explicar, pues, que el hombre piense y raciocine, y el simio quede en la plena estupidez de la bestia? Está comprobado también que aun la locura puede existir sin lesión cerebral alguna; si el cerebro es la causa única y total del pensamiento, ¿cómo puede entenderse que se impida éste quedando aquél intacto? Por el contrario, se han podido observar varios casos de lesiones cerebrales, incluso de lóbulos frontales aplastados, pérdida de substancia, &c., sin que los afectados por las mismas hayan cesado en el uso de sus facultades, no ya locomotivas o sensorias, pero ni aun mentales.

¿Cómo explicar estos hechos en la tesis materialista?

 
Espiritualidad del alma

En el Museo, de Historia Natural de Washington se guarda en frascos de cristal el producto químico del cadáver de una persona que al morir pesaba 77 kilogramos.

Un depósito bastante grande contiene el agua del cuerpo, que asciende nada menos que a 48 kilos. Otro algo menor exhibe la grasa pura, que pesa 17; una placa de 5 representa la gelatina; otro botellón de algo más de 4, el fosfato de cal; un frasco encierra kilo y medio de albúmina; y por fin, otros, medio kilo de carbonato de calcio, ídem de azúcar, de almidón, de cloruro de calcio y cloruro de sodio…

Y ahí está todo.

grabado

En eso viene a convertirse a pesar de toda su soberbia y orgullo. En un poco de agua y de materias amasables, en un poco de barro, de lodo de la calle…

¡Qué poco es el hombre!

Pero hagamos una salvedad.

Eso que hemos dicho es el hombre, en cuanto al cuerpo, no en cuanto al alma. El alma no está comprendida ni puede estarlo en esos elementos, despojos de la muerte… Ella es espiritual, de otro orden de cosas muy distinto; es imponderable como el pensamiento que produce, inmedible como la inteligencia, que es su facultad.

Cuando el cuerpo muere y se deshace en agua, en cloruro de calcio y de sodio, el alma no muere ni se deshace. Por el contrario, entonces se rehace el equilibrio: el barro se vuelve a la tierra, de la cual fue tomado, y el espíritu torna a Dios, que lo creó, en expresión de las Sagradas Escrituras.

Nuestro Señor Jesucristo expresó también esta gran verdad cuando, al exhalar su último aliento, levantó su sagrada cabeza coronada de espinas, alzó sus ojos nublados por la sangre, esforzó su pecho moribundo y, dando una gran voz, dijo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

 
La reflexión psicológica

Es un hecho innegable que existe en nosotros lo que se llama en Filosofía reflexión psicológica, esto es, reflexión sobre nosotros mismos, sobre nuestro yo.

La reflexión psicológica consiste precisamente en que el entendimiento se convierte, en ella, en sujeto y en objeto a la vez de una misma cosa, a saber de sí propio.

Ello es algo inexplicable para el materialismo.

La facultad de reflectir, de replegarse, de entrar en el interior de sí, no puede convenir, en modo alguno, a la materia; más aún: está en abierta contradicción con todas las leyes físicas. Porque, nótese bien: todo ser material consta necesariamente de varias partes que la ciencia llama moléculas, átomos, electrones… Concebimos fácilmente que puedan influir estas partes unas sobre otras y comunicarse mutuamente varias clases de movimientos, pero que influyan sobre sí mismas, que un átomo obre sobre sí mismo, entre dentro de sí mismo, se conozca a sí mismo, se aplauda o se disguste a sí mismo, esto aparece, a todas luces, en abierta contradicción con la Naturaleza.

Concluyamos, por tanto.

Puesto que ello es un absurdo tratándose de la materia, hay que convenir necesariamente en que el entendimiento que realiza esa misteriosa operación continuamente no puede ser material ni seguir las leves físicas de la materia, sino que es de otro orden distinto y superior; un ser inmaterial, incorpóreo e inextensible, de excelsas y exclusivas prerrogativas propias, opuestas a las de la materia; en una palabra: un ser espiritual.

El argumento es tan claro y convincente que los mismos psicólogos materialistas se sienten torturados ante él.

Para desvirtuarlo se ven forzados a negar abiertamente –y así lo hacen Spencer, Hume, James– el hecho de la conciencia de nosotros mismos o la reflexión psicológica de que hemos hablado.

Pero cuando se ha de acudir a rechazar una cosa tan evidente para responder algo, es señal manifiesta de que está perdida la causa para ellos.

 
El hombre posee libre albedrío

Es considerado este argumento como uno de los más eficaces y tal que ha sido llamado la «Roca Tarpeya» del materialismo.

Tenemos conciencia de que podemos, según la libre elección de nuestra voluntad, hacer esto o aquello; empezar una cosa o desistir de ella… Sabemos que podemos estar de pie o sentados, si queremos; que podemos resistir a las pasiones o dejarnos llevar de ellas…

El hombre tiene libertad aun para quitarse la vida.

De esta libertad nace el heroísmo de los Santos y las maldades del criminal, lo mismo que la virtud y el pecado, el mérito y la alabanza.

Quitad la libertad y habréis echado por los suelos la moral, pues a nadie puede imputarse un acto para el cual no era libre y nadie puede merecer castigo ni pena por un acto necesario.

Tenemos libertad, y conscientes de ello (porque sabemos que podernos hacer una cosa u otra, echar por una senda o por otra, tomar una determinación o dejarla) deliberamos sobre lo que debemos hacer y pedimos el consejo de otros.

En efecto: la libertad consiste en la carencia de toda necesidad y determinación; es el poder de determinarse uno a sí mismo y a su placer. Incluye, por tanto, la facultad de elegir, de cambiar de rumbo. La voluntad libre es dueña de todas sus fuerzas y energías y puede usar de ellas a su talante.

Ahora bien: ¿Puede ser eso propio de la materia?

Evidentemente que no. Obsérvese la naturaleza y condición de ésta y el modo de obrar mecánico de los agentes materiales. Sus movimientos son todos necesarios; van regidos, no por el capricho o voluntad de ella, sino por leyes matemáticas físicas que las sujetan y dominan por completo. En las fuerzas de la Naturaleza reina un completo y fatal determinismo. Pensar que ellas pueden obrar en una ocasión siquiera independientemente; que son capaces de determinar, de cambiar de rumbo, de dirección, de intensidad por sí mismas, es pensar en un completo absurdo.

Y estamos de nuevo en el término de otro eficaz argumento. Nuestra alma es libre; puede determinarse por sí misma, es dueña en absoluto de su elección… La materia no es ni puede ser libre; no se determina ni podrá nunca determinarse por sí sola, sino que ha de recibir físicamente, mecánicamente, la fuerza mayor que la arrastra; luego aquélla no puede ser material, sino de un orden superior y distinto que tiene otras leyes que no son las de la materia y que están por encima de ella; en una palabra: ha de ser espiritual.

Difícilmente podrá ser invalidado este argumento por los materialistas. La libertad es nota característica del espíritu, como el determinismo lo es de la materia. Los animales no son libres porque siguen mecánicamente las fuerzas preponderantes de su instinto, de su aprensión, los estímulos e impulsos de su egoísmo. Jamás han pensado en voluntad libre ni menos la han ejercitado. El hombre, por el contrario, aunque muchas veces, y a sabiendas, se deje guiar también por aquellos móviles, no obstante puede examinarlos, medirlos y, al fin, sobreponerse a todo y obrar lo contrario porque así lo quiere.

En las bestias se ve sujeción, obediencia mecánica a leyes determinadas y tan fijas como las que rigen los cuerpos; en el hombre aparecen esas mismas fuerzas contrastadas, contenidas, domeñadas por otra de orden superior que se impone y se sirve de ellas según le place. Si hubiéramos de poner un símil diríamos que las bestias son como las locomotoras, que se mueven forzosamente y avanzan por los rieles porque a ello les impele la fuerza expansiva del vapor que llevan en sus entrañas, sin que les sea posible obrar de otra manera. Los hombres, en cambio, son los jinetes que, caballeros en briosos corceles, son conducidos, no forzosamente y a donde el caballo quiere, sino a donde ellos mismos le guían según el imperio de su voluntad, en cuyo poder está también el acelerarlo o retardarlo y aun el pararlo, como les plazca.

¿Qué responden a este argumento los materialistas?

Nada que sea digno de ser tenido en cuenta.

Dicen que el querer, o el acto de la voluntad, es una especie de movimiento, un modo particular que tiene de vibrar la substancia gris del cerebro. Añaden, en su jerga ininteligible, que los motivos de nuestra voluntad son las fuerzas que la mueven actuando sobre ella y que ésta ha de seguir necesariamente el mayor sin que pueda obrar de otro modo, exactamente como cuando dos o más fuerzas actúan sobre un objeto mismo en sentido contrario, éste sigue matemáticamente el partido o dirección de la más fuerte.

Es decir, con palabras más claras: que niegan la libertad y admiten el determinismo.

Pero, digámoslo de nuevo: Colocados en este terreno ya no es cuestión de discutir, sino de apelar a la sinceridad y al buen sentido.

No cabe duda; por más que se empeñen los materialistas en desvirtuarlo y en inventar evasivas engañándose a sí mismos, el argumento evidente de la libertad pesará siempre sobre ellos como una espada de Damocles, dispuesta a caer sobre sus cabezas en cualquier momento de sinceridad que les sobrevenga.

 
La espiritualidad de las facultades y operaciones del alma

He aquí, en síntesis, el argumento: el alma produce frutos espirituales, esto es, operaciones espirituales. Luego ha de ser ella también espiritual en sí misma.

El alma produce actos esiirituales:

Tales son los de la voluntad y los del entendimiento; esto es, las voliciones las ideas, los juicios y los raciocinios.

¿Por qué llamarnos espirituales a estas operaciones?

Un somero a análisis sobre las mismas y la comparación con las de los sentidos nos lo pondrán de manifiesto.

Comencemos por la vista. Es evidente que los ojos no pueden percibir otros objetos que los puramente materiales y cuantitativos. Más aún: para percibirlos es en absoluto necesario que esos objetos inmuten de algún modo con su acción el órgano visual y la visión corresponde exactamente en cualidad e intensidad al estimulante, o sea, a las ondas luminosas que hieren la retina.

El oído no puede percibir tampoco sino sonidos concretos y singulares y para ello necesita, del mismo modo, ser estimulado por la acción de las ondas sonoras o vibraciones del aire. Si éstas faltan el oído nada percibe. Un objeto que vibre menos de veinte veces por segundo no causa impresión sonora alguna; otro que, en el mismo tiempo, vibre más de 23.000 veces, tampoco.

El gusto es la acción material de los manjares sobre las papilas gustativas de la lengua. El olfato, la acción, sobre la pituitaria, de las partículas volátiles. El tacto, la acción o presión de las cosas cuantitativas exteriores sobre los corpúsculos del tacto.

En resumen: Analizando las operaciones de los sentidos advertimos claramente que éstas dependen esencialmente de los órganos correspondientes y que todas son concretas y extensas o cuantitativas o, lo que es lo mismo, materiales.

¿Pasa también lo mismo con los de la inteligencia y voluntad?

Evidentemente que no. Sigamos en nuestro análisis.

Ante todo observamos que los actos de las mencionadas facultades versan muchas veces sobre objetos del todo inmateriales y que ninguna acción cuantitativa pueden ejercer sobre el cerebro.

¿Qué más evidente que nuestro entendimiento posee las ideas de Dios, de espíritu, de ángel, &c.? Libros enteros se han escrito sobre ello. Sin embargo, es demasiado manifiesto que jamás hemos visto o percibido por ningún sentido semejantes cosas.

Poseemos, en segundo lugar, ideas metafísicas. La idea de causa, de efecto, de vida, de substancia, se encuentra en todos los entendimientos, lo mismo que la de ente, relación, analogía, infinidad, limitación, &c.

Poseemos asimismo conceptos abstractos y universales. Nuestro entendimiento ha creado y tiene continuamente delante de sí las ideas de belleza, de virtud, de moralidad, del mismo modo que no sólo representa a un hombre singular, concreto, sino al hombre en sí, la idea abstracta del hombre; no sólo una mujer virtuosa en concreto, una santa, sino la santidad misma.

Finalmente, poseemos ideas ilativas, sacamos deducciones y consecuencias.

El filósofo, el matemático, el hombre de ciencia procede continuamente expresando las relaciones que median entre varias cosas o juicios. Cuando dice, por ejemplo, que la justicia es una virtud, no designa ningún objeto físico, sino la identidad de dos cosas abstractas, de dos objetos aprehendidos por la mente: la identidad, la relación de una cosa por otra.

Lo mismo hay que decir de la consecuencia: cuando el filósofo hace un silogismo y dice, verbigracia, «el hombre es animal racional», «es así que el animal racional es cuerpo y espíritu; luego el hombre es cuerpo y espíritu», saca una consecuencia cuya verdad y legitimidad ve claramente. Si, por el contrario, en vez de deducir la consecuencia expresada, dedujera otra cosa, por ejemplo, «luego Dios existe o Dios es bueno», veríamos que, a pesar de ser verdadera la proposición, no se sigue de las premisas.

Lo que ve, por tanto, el entendimiento es el nexo, la ilación; y el nexo, la ilación no existen materialmente: son objetos puramente inmateriales, que, por consiguiente, no pueden afectar en modo alguno ningún órgano material.

En definitiva: El entendimiento, que es el alma o la facultad principal del alma, y lo mismo podemos decir de la voluntad, tiene operaciones espirituales, independientes de la materia; luego ha de ser también él inmaterial, de un orden superior, espiritual. «Por sus frutos se conoce el árbol». Luego, a frutos espirituales, esto es, a actos y facultades espirituales debe responder un sujeto o supuesto espiritual en que radiquen y del cual nazcan: este sujeto es el alma.

 
Los vuelos de la mente

Hay un suceso en la historia de la Astronomía en que se pone de relieve asimismo la grandeza de la inteligencia humana. Es el descubrimiento de un astro. Esta vez se trata de un compañero de la estrella Algol en la Constelación de Perseo.

La estrella mencionada es de segunda magnitud solamente, pero presenta la extraña particularidad de que cada 59 horas tiene un breve período de cinco en que va disminuyendo gradualmente su luz hasta convertirse en otra menor. Llegada a su mínimo comienza de nuevo a avivar su foco, y al cabo de las consabidas horas aparece otra vez con la claridad que antes tenía.

¿Cuál será la causa de esta caprichosa y rápida intermitencia?

He aquí el problema que se presentaba a los astrónomos a fines del pasado siglo y que en la actualidad está ya satisfactoriamente resuelto.

Al profesor alemán Vogel y al Observatorio Astrofísico de Potsdam cabe la gloria de esta conquista.

Por medio de sabias y prolijas observaciones pudo comprobar el referido astrónomo que las líneas espectrográficas se inclinaban hacia el lado donde se encuentran las más cortas, esto es; hacia la raya violeta, cuando la estrella de que procedía se acercaba hacia nosotros, al lado opuesto, o sea hacia la raya roja, cuando el astro se alejaba.

Se pudo comprobar por este medio que Algol se acercaba y alejaba periódicamente de la Tierra cada dos días y medio.

Era el primer paso en la solución del problema.

La mencionada estrella debía constituir uno de los que se llaman en Astronomía sistemas binarios, esto es, debía estar en función de otra, en unión de la cual ejecutarían una rotación común. De este modo se explicaría también la intermitencia o disminución de claridad. El compañero de Algol debía de ser un astro opaco o no luciente, y era natural que al pasar por delante de ella la ocultara parcialmente, como lo hace la Luna respecto de la Tierra o del Sol cuando se atraviesa en su camino.

Esta era la realidad.

Estaba del todo resuelto el problema. Por el solo cálculo se había descubierto en los infinitos espacios siderales la existencia de un astro al que jamás habían visto los ojos humanos ni podrían verlo nunca. La mente del hombre lo había adivinado en su escondrijo, digámoslo así, a una distancia fabulosa de billones de kilómetros.

¡Cuán grande es el poder de la inteligencia humana!

Pues nada digamos de sus conquistas en los otros ramos de las ciencias.

En Geología ha podido descorrer el velo de las pretéritas edades de nuestro globo y, sorprendiendo a la Tierra en su evolución, nos ha descubierto hasta la forma que tuvieron los mares y los continentes a través de las épocas geológicas hace millones de años, y ha reconstruido la flora y la fauna de la época primaria, los frondosos bosques del carbonífero, los ingentes saurios del triásico o del jurásico.

Por medio de la Química ha penetrado en la composición íntima de la materia; ha descompuesto el átomo en sus electrones y protones y señalado las afinidades y propiedades de los elementos.

En Física ha descubierto las energías ocultas de la Naturaleza y las ha uncido a su servicio. El vapor le ha prestado, como servidor humilde, su prodigiosa fuerza expansiva y, sujeto a sus órdenes, arrastra sus vehículos a increíble velocidad o le mueve las más potentes máquinas. La electricidad alumbra las calles de sus ciudades con focos de luz potente y anuncia los prodigios de su industria con cascadas de esplendor policromo, mientras encerrada en hilos débiles esparce las ideas y hasta la palabra por el mundo, con más eficacia y prontitud que los alados mensajeros del palacio de la Fama que nos describe la pagana mitología.

Por medio de la Mecánica y de la Ingeniería ha facilitado increíblemente la vida y convertido la morada de los hombres en una máquina de innumerables resortes.

¡Cuán grande es la inteligencia humana!

¡Qué omnímodo el poder que ejerce el hombre sobre la fuerza bruta!

¿Podrá ser meramente material? ¿Podrá ser una partícula nada más de esa materia que, inconsciente, sin razón, estúpida, es atraída a ciegas por las leyes que le impuso el Hacedor, sin que le sea dado conocerlas siquiera? ¿Podrá ser el pensamiento, la idea creadora, una excreción del cerebro nada más, como dijo el materialista Renán?

Inútil parece responder… No: la mente, la inteligencia, no puede ser materia. Es algo infinitamente superior a ella; algo que la domina y la sujeta a su servicio… Se ha dicho que las conquistas de la ciencia son victorias contra la materia, y así es en realidad. Es el espíritu que se cierne sobre ella, como el espíritu de Dios se cernió, en otro tiempo, sobre las aguas y confusión del caos primitivo, y sabe encontrar las leyes, las maravillas que la sabiduría infinita del Omnipotente encerrara en los senos de la misma y que ella inconscientemente posee.

 
Ejecutoria de nuestra grandeza

Al crear Dios al primer hombre, nos dice el Sagrado Texto, y ya lo vimos en otro lugar, que después de formado el cuerpo del barro de la tierra se inclinó sobre él –et inspiravit in faciem eius spiraculum vitae–, e inspiró sobre su rostro, le sopló un aliento de vida.

Era la creación del alma.

Ahí tenemos la confirmación divina de cuanto llevamos dicho y al mismo tiempo la limpia ejecutoria de nuestra nobleza, la nobilísima alcurnia de nuestra alma.

No la creó Dios del barro vil como el cuerpo. Tiene un origen, una procedencia infinitamente más elevada; viene del mismo Dios; y es espíritu como Él; por eso puede levantarse sobre la creación entera y escudriñar los arcanos de Dios y estudiar sus obras y descubrir sus leyes; por eso ha podido crear la ciencia y acelerar el progreso.

FIN

Publicado por Edit. Vicente Ferrer, Valencia, 200  - Barcelona


Colección popular Fomento Social

CON LICENCIA ECLESIÁSTICA

Publicados

N.° 1.– Pío XII y la cuestión obrera, por M. B.

 »  2.– Demostración científica de la existencia de Dios, por Ignacio Puig.

 »  3.– La elevación del proletariado, por Joaquín Azpiazu.

 »  4.– Por qué está mal el mundo, por José A. de Laburu.

 »  5.– La dignidad del trabajo, por Martín Brugarola.

 »  6.– Demostración científica de la existencia del alma, por Jesús Simón.

 »  7.– Obrero y creyente ¿por qué?, por J. C.

 »  8.– Entre obreros. Hablemos del amor, por J. V.

En preparación

 »  9.– La reforma social, por Alberto Martín Artajo.

 »  10.– ¿Quiénes son los Curas?, por Andrés Casellas.

 »  11.– Dom Bosco y los obreros, por Aresio González de Vega.

 »  12.– Cómo pasé del error a la verdad, por Luis Nereda.

 »  13.– Los Obispos y la cuestión obrera, por M. B.

 »  14.– Obreros mártires del Cerro, por Florentino del Valle.

 »  15.– De comunista a católico, por Enrique Matorras.

 »  16.– La felicidad en el hogar, por Ernesto Gutiérrez del Egido.

 »  17.– Un modelo de participación en los beneficios, por José M. Gadea.

 »  18.– Los milagros de Jesucristo ante la ciencia, por Antonio Due Rojo.

Octubre 1945 – Es propiedad

Editorial Vicente Ferrer, calle Valencia, 200 - Barcelona

[ Versión íntegra del texto y las imágenes impresas sobre un opúsculo de papel de 32 páginas, formato 120×170mm, publicado en Barcelona, en Octubre de 1945. ]