Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

La voz de la sangre
X, febrero-mayo 1900

Este relato fue publicado los días 6 de febrero de 1990, 16 de febrero, 20 de febrero, 27 de febrero, 17 de marzo, 21 de marzo, 28 de marzo, 6 de abril, 25 de abril, 28 de abril, 9 de mayo y 12 de mayo. Este fue el último número del periódico y por eso este relato quedó inacabado (N. del E.)

 

Dedicatoria: «Junto a la mezcla de barro cenagoso y trozos de hielo, que forman la masa social, se encuentran duras y brillantes rocas, solitarias o en pequeños grupos, que permiten al pensamiento del observador construir el hombre como debiera ser y a la sociedad como será algún día. Una de esas rocas, un verdadero sprit fort, un cerebro activo, pletórico de ideas, un corazón noble, deshabitado de pasioncillas, una conducta sincera y en linea recta, es Pascual Santacruz, a quien me permito dedicarle este trabajo, trozo de esa vida real que a él tanto le repugna. Acéptelo y dispense no sea la obra digna de sus méritos. El Autor.

I

El suplica un asilo... hasta concluir la conversación, nada más. «Hace tanto frío y llueve tanto»... «Nadie los verá de los de afuera; la noche es oscura». «Ninguno de la casa sentirá ruido; estarán durmiendo.»

Ella resiste por el bien parecer. Por fin, compadecida, abre la puerta con sigilo, exigiendo al atrevido amante promesa solemnísima de que no abusará de su posición. Puso formalismos; mentira tácitamente convenida para cubrir con apariencias de vencimiento impremeditado, a una fuerza irresistible y súbita, lo que de ambas partes era ardientemente apetecido.

* * *

El, Antonio Morelló, era un comerciante pobre. Ella, Luisa Aristoloquia, rica y linajuda heredera.

El genio comercial no lo había dejado Antonio en la tienda cuando solicitó el amor de Luisa. Entre las lineas de la carta de pretensión –porque la pretensión de relaciones fue por carta– podía haber adivinado un observador sagaz otra carta de comercio; una petición de compañero capitalista. El muchacho había observado a la señorita. Comprendió que era, aunque no lo parecía, bastante accesible a cualquier atrevido y realista. Calculó luego los bienes de fortuna de la hembra, y el género de oposición que había él de encontrar a la realización de sus planes; y entreviendo el modo de vencer el obstáculo, allá fue con su cartita amorosa no sin antes haber sondeado de la manera más vulgar, pero con la intención más... vulgar también, más egoísta, la predisposición de Luisita con respecto a su interesante persona.

Luisa llevaba en su sangre azul, y en permanente actividad, el impuro fermento de la más ansiosa lujuria; mientras en sus ojos y en su gesto ostentaba una frialdad desdeñosa, hipócrita; careta que el medio educativo había ido superponiendo, con retazos, del innato orgullo abrillantado, sombras de externo pictismo, halagos a la vanidad, de los de amba(sic) y senil sumisión, de los de abajo.

Oponíanse los señores de Aristoloquia a los plebeyos amores de su hija. Persistía ella en la continuación de aquel hecho, que había despertado toda la voluptuosidad latente de su sangre y había rasgado velos en su conciencia, abriendo ante la imaginación exaltada un amplio horizonte, bañado de luz rojiza, poblado de desnudos fantasmas y alfombrado de exuberante verdura.

Desde que la oposición paterna arreció, y los novios o se veían de lejos o se hallaban a hurtadillas, y sin verse, en las oscuras noches del invierno, pegados ambos a los opuestos lados de una reja de la trasera fachada del caserón de los Aristoloquias, había Antonio meditado el golpe mientras ella, exaltada por la repulsa autoritaria de su hogar, caldeada al fuego, oculto para todos, ostensible para ellos dos, de aquel amor contrariado, presentía y deseaba lo mismo, si bien con reservas mentales que procuraban la irresponsabilidad en la propia conciencia, y con desviaciones parciales, con débiles e intermitentes defensas contra los deseos del amante, provocadas por el pudor, esa encantadora hipocresía.

II

Pasó algún tiempo. Susurrábase en el pueblo sobre una niña abandonada...

Era el tiempo de la guerra carlista. Sobrevino el decreto de Castelar, llamado de «la leva».

El padre de Luisa se alegró muchísimo. Pensaba que el tal decreto le quitaría por algunos años, y luego quizá alguna bala carlista, para siempre de enmedio aquel estorbo, que había venido a perturbar la paz de la familia, a comprometer su buen nombre y a manchar sus pergaminos.

La madre ablandada por las súplicas y razones de su hija –que no quería, claro está, dejar ir al amante– y haciendo ya causa común con ella, proporcionó el remedio, que consistió en aprontar de su pecunio propio el dinero necesario para comprar la barata conciencia de los encargados del reconocimiento de quintos. Antonio no fue a la guerra y trabajado luego el ánimo de roca del padre por la gota de agua de las constantes reflexiones, quejas, planes y argumentos de la madre, ya del lado de los novios, el noviazgo se manifestó a la luz del día, proyectóse la boda y se casaron, por fin, los amantes.

Ella lucía, como era oportuno en el acto solemne de contraer matrimonio, vaporoso traje blanco y magnífica corona de azahar.

«¡Parece una virgen!» decía la madre extasiada, sin caer en la cuenta de que hacía con la vulgar frasecita encomiástica el más sangriento epigrama de la situación.

III

En humildísima vivienda, adjunta a la pequeña ermita de la Virgen de las flores, situada a una media hora de la población en medio de una vega extensa y bien cultivada vive un matrimonio, encargado de la guarda y aseo de la capilla. No tienen hijos. Pero han adoptado como tal, por lástima, y sin retribución alguna, a una bellísima niña; la cual según el público, es la hija del ya opulento comerciante y de la noble y respetable señora que constituyeron –decimos nosotros– un desigual noviazgo para venir a formar un matrimonio harmoniosísimo(sic).

Estos miserables se habían mutuamente completado. Pestóle ella a él el tinte aristocrático y grave que tan bien sienta a un hombre de negocios. Dióle él a ella elementos de una diplomacia popular, que mucho le servía para captarse amistades y desvanecer prevenciones. Por lo demás nada habían tenido que sacrificarse. Cierto que los dos se vieron obligados a condescender con la exigencia de la familia de Luisa sobre que no había de reconocer ni oficial ni socialmente a la hija habida antes del matrimonio.

La vieja familia de Luisa había hecho punto de amor propio en negar veracidad y hasta ¡orgullo infinito! verosimilidad a la aventura de los novios; y por nada del mundo hubieran consentido en que los esposos dieran razón a la gente.

Sometidos Antonio y Luisa a la imposición de los viejos, llegaron a compenetrarse con su pensamiento, a acostumbrarse a la idea de que aquella inhumana privación era necesaria.

IV

La niña, ya adolescente, está arrodillada y llorosa ante la virgen madre, la virgen de la ermita de Flores, y reza, reza la pobrecilla con hondo desconsuelo.

Acaba de llegar del pueblo y de la casa que debiera ser su hogar propio, a donde ha ido por instigación de la buena mujer que la prohija, en demanda de un socorro, a título de simple protegida; porque algo, aunque poco, la había acariciado y regalado su mamá. Pero habíase notado los obsequios de doña Luisa hacia aquella niña y este no podía ser tolerado.

Recibió, pues, a su hija con frío gesto y despidióla con secas palabras: «Dile a tu madre que no puedo socorrerla más» y añadió: «es inútil que vuelvas».

Y como a la infeliz niña le habían dicho que aquella señora era su madre, y había oído cosas sublimes del amor de madre, como la habían hecho concebir esperanzas para el futuro «porque al fin, una madre es una madre»... por eso rezaba, porque había sentido un desconsuelo en el alma, tan intenso, una depresión de ánimo tan profunda, un desfallecimiento tan grande en todo su ser que se sintió atraída dulcemente hacia aquel lugar tranquilo, ya dentro, se fue elevando su espíritu a esas fantásticas regiones donde todo es bueno; donde las lágrimas parecen descomponer la luz invisible de lo alto en visible esplendoroso iris; donde el amor tiende a desprenderse de su raíz egoísta, por la atracción ejercida de cerca por el sol, que da vida a la tierra y es contrario a la tierra.

¿Qué rezaba la niña? No lo sabemos. Quizá pedía un milagro, que se ablandara el corazón de su madre y la quisiera mucho, aunque no se la llevara consigo; tal vez, tal vez deseaba que Dios la concediera la dicha de morir (¡horror...! Pues sí, hay niños que piden a Dios la muerte).

Y bajo esto, la lucha entre su sentimiento ofendido y la obligación que ella creía tener de profesar cariño a su madre, aunque su madre la detestara a ella; quizá también anduviera mezclado en su corazón con todo lo demás un sentimiento de piedad y lástima hacia la cruel señora que perdería su alma –así lo creía la pobre chica– si no enmendaba su conducta y modificaba su corazón. Quizá ansiaba riquezas inmensas para ella y absoluta pobreza para su madre, y vengarse luego, como se vengan los santos.

La oración de la niña fue inútil.

V

El sol picante y voluptuoso de la primavera brilla en el zenit; la tierra está vestida de gala, y la vega extensísima en que la habitación de María se asienta, ofrécese como magnífico plano en que genial pintor hubiera vertido los más vivos colores de su paleta y los caprichosos dibujos de su exhuberante fantasía. Las yerbas de los prados muestran al cielo sus brillantes flores, de gotas de rocío salpicadas, y los limoneros y naranjos, en lo más hondo del valle situados, los almendros de la vecina loma, el sombrío olivo de los dilatados predios, la madreselva que se enreda a las zarzas de las paredes y al doble festón que bordea un cristalino arroyo, y la verde yedra, componiendo casi geométrica figura que adornan las altas tapias de algunos huertos, lucen sus varias flores que embalsaman los aires con su aroma; del húmedo suelo se elevan tenues vapores que condensados arriba forman gruesos cúmulos, abrillantados por los rayos del sol espléndido. ¡Qué alegría de vida! ¡qué estímulo al existir de los seres! ¡qué expansión, provocada en el alma por los misteriosos efluvios de la gran naturaleza, así, tan suavemente bañándonos; filtrándose a través del organismo y renovando activamente los materiales de su vida con los más puros elementos; excitando las funciones con el poderoso estimulante de un calor que no abrasa; llevando al pulmón el comburente oxígeno, a los glóbulos del torrente circulatorio, hierro tonificante; a la luz divina del cerebro, la cósmica luz de los cielos; al nervio auditivo, ondas sonoras del revolotear de los insertos, del susurro de las hojas que el viento agita, del choque del agua contra los guijarros de su lecho; al olfato, el aroma desprendido de las mil clases de flores, con armonioso desorden distribuidas, y al tacto, la suave caricia del céfiro húmedo, caldeado y leve, cual hálito de un ser recién llegado a la vida, produciendo todo, esas sensaciones indefinibles esas vagas aspiraciones a confundirnos con la naturaleza universal!...

Por este tiempo, y luciendo, al par de la tierra la exhuberante primavera de su vida, encontramos a María –así se llamaba la hija de don Francisco Morelló y doña Luisa Aristoloquia– rodeada de pobreza, mas pletórica de la vida, que la ceñía y se le entraba por su cuerpo y llegaba a su alma, llenándola de luz, color, aroma y melodía; amor, esperanza y fe.

Era María una hermosísima hembra de facciones correctas algo pronunciadas, de anchas caderas y saliente seno, de largo cabello castaño, de ojos grandes, pardo oscuros, de mirar claro, fijo y sereno, revelador inconsciente de recién despiertas voluptuosidades, de indeterminado cariño, de ansiedades sin fin conocido.

Gustábale a ella la soledad del huerto con honores de jardín, que detrás de la ermita y de su casa en una corta extensión se extendía; contemplar desde allí la majestuosa amplitud de aquellos dilatados horizontes y sobre todo entregarse a éxtasis indefinidos, sintiendo bullir dentro grandes oleadas de intraducible poesía, en medio de las noches serenas y tibias, alumbradas por la luz, siempre poética de la triste luna. En esas soledades silenciosas su espíritu se extravasaba por su cuerpo, para recorrer en errático vuelo, todo el horizonte sensible, extrayendo de sus múltiples paisajes y de su grandioso conjunto toda su belleza, de indefinible encanto; absorbiendo de las cercanas flores todo el aroma por ellas desprendido, que hacía oscilar el presente hacia el pasado y el porvenir, hacia la aspiración y el recuerdo, yéndose luego a recorrer otro horizonte imaginativo de indefinidos límites; uniendo aquel a este, viéndolo todo de una vez, como si todo lo mirara; adhiriéndose a todo, posándose sobre la excelsa cima de augustas montañas, sobre la lejana superficie de lejanos mares, sobre la movible copa de los árboles gigantescos y en los irisados pétalos de flores extravagantes; parándose a contemplar la aldea escondida en los repliegues de un valle y la ciudad cosmopolita, sobre numerosas colinas asentada; el vetusto torreón de secular castillo y el alegre caserío campestre, y recogiendo de todo, como el latir de un alma complejísima, mezcla de las emanaciones de mil almas, cual el verbo indeterminado de mil espíritus, tenues vibraciones de confundidas harmonías(sic); ya tristes y suaves como la plegaria de un moribundo ya alegres y resonantes, como la canción triunfal de un beodo; notas sueltas de una escala no inventada; confusas palabras de una lengua inefable; ecos apagados de lejanos llantos; rumores de imprecisos tumultos, ruidos misteriosos, signos invisibles de cosas no sabidas; ideas de imposible significación, que parecían venir de alguna parte y chocar en el cerebro.

Saturada de esta atmósfera llena de universales residuos, pletórica de vida física y psíquica un movimiento instintivo la hacía dirigirse al mundo del amor, en cuyos linderos espontáneamente se colocaba, y allí veía vagos fantasmas de indeterminadas líneas, sin existencia como figura precisa: era la nube de su propio vivir, que se iba luego determinando a medida que la idea se fijaba, que la atención crecía en intensidad y perduraba en tiempo, llegando a constituir, por largos ratos, estados de alma predominantes.

No creas, lector, que he exagerado. María era un alma delicada, y un espíritu algo culto. Había leído bastante y, sobre todo, vivía al contacto de la naturaleza y en la casi soledad de las personas. Se leía, pues, a sí misma, leía la naturaleza y también leía libros. Tenía alas y volaba.

Por este tiempo, un muchacho que la decía quererla, y era verdad obtuvo el sí deseado. Era que se había concretado su sentir, que el vago ideal había encarnado en la realidad, y el fantasma-rey de su mundo, tomado cuerpo.

VI

El pobre joven iba siendo feliz. María lo amaba de veras. La realidad superaba a lo soñado.

...Y en uno de esos días en que el sol brillaba en el zenit, produciendo voluptuosa picazón, y en que toda la naturaleza, por la gran intensidad de sus más benéficas y poéticas manifestaciones –luz brillante, suave calor, atmósfera limpia, flores, pájaros, claros arroyos, blancas nubes, azul intenso en el cielo y brillante verdor en la tierra –excitaba a los seres pletóricos de vida a realizar su primavera, que pugna por armonizar con toda la primavera, Joaquín –que así se llamaba el novio–, ofuscado y ciego, y María enloquecida y febril juntaron con sublime impudicia sus labios, y con mezcla de lujuria y de candor, fundieron sus almas ardorosas.

No cayeron al suelo; ascendieron a las alturas de la naturaleza sublimada por la pasión, donde el eter purísimo atrae a las almas no prostituidas, donde se elevan los rosados vapores del corazón preñado del amor sin germen mefítico de interés mezquino, germen emanado del medio social.

Y en esas alturas excelsas se cernían ambos, bailando, en los momentos apasionados, enloquecedora danza, empeñándose en mirar arriba, al cielo, y creyendo, por óptica ilusión, que a él se acercaban enlazados.

Y al poco tiempo, sintió ella un horror sublime en su alma, un fuego vivificante en el corazón, movimientos augustamente voluptuosos en sus entrañas. Iba a ser madre. Iba a llegar por camino entre florido y espinoso, al Tabor de la muger(sic), que para ella era también un Calvario. Calvario es, sin duda, perder la honra ante la sociedad, en la familia gran parte del cariño, y sentir vergüenza.

Y fue madre.

Y su hija no fue abandonada.

VII

Súpose el acontecimiento, que fue suceso de algunos días en el pueblo. La gente hizo epigramas, apoyándose en la ley de herencia.

—«Ahora no hay duda»– decían; «por el fruto se conoce el árbol; de tal madre tal hija».

¡Eso es una Calumnia! dijo en cierta ocasión un caballero al oir una de esas frases.

—¿Contra cuál de las dos? replicó un gracioso, sin saber que era el único que hacía justicia en aquel mudo pleito entre la pureza y la corrupción desde sus respectivos campos; la naturaleza y la sociedad.

VIII

La joven amante se sentía bañada de una ternura sublime; era el egoísmo que se vertía fuera, que se extendía sobre la cabeza del pequeñín.

El temor que experimentó al sentirse embarazada se trocó en esperanza, y la tristeza, en dulce melancolía; mientras esa necesaria ilusión de quien se pone a realizar algo grande, induciala a considerar los cuadros de historia futura que su propia fantasía le trazaba, como exactas previsiones y se figuraba ya a su niño hombre fuerte y dichoso.

A partir de esta época se dejó notar la diferencia, la oposición extrema existente entre la madre y la hija, entre D Luisa y María.

La madre era, aunque criticada a sus espaldas y en secreto, considerada, respetada y halagada frente a frente y en público.

La hija, compadecida «in pecto» por casi todos, era por todos, cuando no desatendida, despreciada de hecho, y más todavía en público que en privado: que el espíritu que flota entre un grupo de espíritus vulgares es una densa bruma de miasmas que reobra sobre todos, haciéndolos que aparezca más miserable de lo que son, emponzoñando a cada uno con la ponzoña de todos.

IX

Joaquín cayó soldado; no era rico, ni tenía una suegra rica que lo protegiera, y fue a servir.

X

María enfermó.

Acudió en demanda de socorro, a la asociación de Señoras de S. Vicente de Paul, de la que era presidenta doña Luisa Aristoloquia.

XI

La Conferencia en que se trató de la petición de María fue de emociones para las buenas señoras.

La presidenta expuso la cuestión y seguidamente dijo su parecer –así presiden estas señoras– de que una mujer que vivía en pecado de escándalo no debiera haberse atrevido a dirigirse a la cristiana y respetable asociación.

De aquellas señoras, las más sencillas pensaron –«Lo que yo he creído y dicho siempre: eso de que la María es hija de D Luisa es una invención de la gente.

Las mejor enteradas o peor pensadas se decían –¡Qué mujer esta! ¡Firme en negar su deshonor! pero es demasiado cruel. No tendrá corazón, seguramente.

—Si no será su hija esa muchacha, decía para sus adentros cada una de las señoras que formaban la mayoría de aquella amable piadosa.

Hubo alguien que ateniéndose al «haz el bien sin mirar a quien» y recordando la parábola de la Samaritana y la leyenda de la Magdalena, mas sin atreverse a citar el juicio de la mujer adúltera, expresó el buen deseo de que se socorriera a aquella infeliz.

Por fin, acordóse que si se casaban los novios amancebados sería socorrida la enferma.

No se había caído en la cuenta de que Joaquín estaba ausente.

La irritación de las buenas señoras, cuando se enteraron de ese contratiempo, no tuvo límites.

—¡Haberse ido él sin casarse!¡Tener ella el valor de ponerse enferma sin haber liquidado sus cuentas con Dios! ¡Vaya, que era indigna, quien así procedía de recibir un socorro oficial de la respetable asociación!

La presidenta envió algunos socorros particulares a su hija.

XII

Por fin, curó María. Pero no acabaron, aquí sus desdichas.

La madre adoptiva murió. Consumida, en parte, por los disgustos, en parte por la anemia, que el escaso apetito y la no abundancia de manjares hiciéronla incurable y mortal.

El padre adoptivo, hombre joven, rudo, de corazón poco sensible, de cerebro comprimido, pómulos salientes, boca que parecía hecha de un tajo, así que se vio privado de satisfacer las exigencias de su grosera naturaleza y se hubo fijado en la belleza exuberante de María se obsesionó en la idea de poseerla; y con la salvaje energía de su despierta animalidad manifestó sus deseos.

Ella, asustada, horrorizada ante aquella brusca incidencia del proceso de su vida, rechazó con austera energía al salvaje, y refugió su pensamiento en el amado ausente.

XIII

Sevilla, Sevilla la llamaba, no por los títulos de su historia, las excelencias de su situación y la simpatía de sus habitantes, si no porque era el sitio en que Joaquín estaba.

Mil veces mientras leía viejas historias, versos y novelas en los que se hacía referencia de la antigua Híspalis, se había ella figurado a la ilustre hermosa ciudad mediterránea extendida sobre llanura inmensa, bañada por caudaloso río, coronada por majestuosa catedral, inundada de luz que descendía de un sol muy brillante en medio de un cielo muy azul, henchida de alegre muchedumbre, recibiendo oleadas de aire tibio embalsamado por las flores de sus huertos y jardines, salpicada, como de estrellas el cielo, de joyas de arquitectura, pletórica de recuerdos que salían de cada rincón, de cada casa, de cada piedra, a topar en la atención del visitante y a excitar su fantasía, llevándola por el agreste poético campo de mil enmarañadas leyendas de antiguas heroicidades inenarrables y de increíbles espeluznantes tragedias.

Visitando en espíritu las calles estrechas, tortuosas y sombrías de los antiguos barrios, que ella caprichosamente situaba, creía ver sombras de 100 generaciones, discurrir, invisibles a los ojos de la carne, y murmurar a los oídos de gentiles mancebos de hermoso rostro y mirada clara con mezcla de ansiedad y de alegría, de timidez y de valor, dulces y misteriosas palabras, que les despertaban extrañas nostalgias de una vida no vivida, sutiles voluptuosidades, de imposible cumplimiento, febril actividad dentro de una perezosa languidez aparente. Mil cosas, en suma, había pensado de Sevilla ya sucediéndose, unas a otras, ya conviviendo en revuelto torbellino: miriadas de ideas coloreadas por infinitos matices del sentimiento y acompañadas del cosmorama inacabable y de la múltiple melodía que la reina del cerebro, no obstante su locura, compone para avivar la continua labor de sus graves súbditos.

Pero en estos momentos de angustia, de apremiante necesidad hundiose la ciudad encantada en las sombras de la inconsciencia.

Sólo veía la desgraciada virgen de alma un hombre joven, vestido de soldado, que estaba junto a la puerta de una casa grande, el cuartel, y que dirigía su mirada más allá de la gente, sombras inexpresivas que pasaban, como si quisiera ver algo lejano, como si mirara a ella, a su María. Y ella temblaba, pensando que Joaquín la veía desde Sevilla perseguida por el sátiro bestial...

Como todo ser humilde y desgraciado, que padece en su persona la sanción penal de faltas que no ha cometido, propendía a creerse responsable de todo lo malo que le sucedía.

Se figuraba ya indigna de la consideración de Joaquín, sólo por haber merecido los ataques lujuriosos de la bestia humana, en la figura y condición de un padre adoptivo.

La situación, por estos temores de María, y el más grave de que involuntariamente pudiera caer en el peligro que la amenazaba, era insostenible. No cabía ya la pobre huérfana en la casa donde se había criado.

¿Qué hacer? Pobre, desvalida de todos, hasta de su madre, deshonrada, perseguida por una fiera, con las fauces de sus más asquerosos instintos abiertas para estrujarla y reducirla a lodo ¿qué hacer, sino volar junto al amante sencillo, junto al noble joven que tenía sobre ella el santo derecho del amor y a ella se enlazaba por la religión de aquel pequeñuelo, hijo de ambos?

XIV

Y a Sevilla fue.

Una mañana, muy de madrugada, salió de su habitación, en la que despierta y sin acostarse estuvo toda la noche anterior, y, con el niño sujeto por el brazo izquierdo contra el pecho y un pequeño lío de ropa pendiente de la diestra mano se encaminó, sola y a pie, en demanda de un pueblo distante del suyo dos leguas de carretera, para allí coger una antigua diligencia que a módicos precios transportaba a Sevilla a los viajeros de aquella comarca, aún desprovista de línea férrea.

El poético paisaje de la mañana era teñido por el agitado espíritu de la humilde viajera de un triste color amarillento, que convertía el azul del cielo en verde blanquecino, sombreaba la parda tierra y amenguaba la clara luz del sol.

Los recuerdos de su propio pasado eran las figuras resaltantes de aquel sombrío cuadro, figuras sonrosadas... porque si siempre el tiempo pasado fue mejor, óptimo ha de presentarse a la conciencia conturbada en un presente horrible.

Luego, pasados los primeros momentos de la excitación producida por aquel acto decisivo de su porvenir, cayó en una frialdad gris, en una tristeza muda y calmosa, en ese abatimiento que sigue a la clara visión de la propia pesada desgracia en ese splin del infortunio, bastante parecido, como todos los extremos entre sí, al splin de la fortuna pesada.

Llegó al pueblo, que era estación de la diligencia, cansada y sintiendo miedo del pasado y temor al porvenir, interrumpido para que hubiera algún consuelo, o ráfagas luminosas de un sol medio escondido entre nubes negras.

Y subió a la diligencia.

¡Ah! se nos olvidaba decir que cuando María se vio perseguida y acosada por su padre adoptivo, y después de adoptado el acuerdo que luego realizó, vino a su mente la idea de tomar consejo y de pedir amparo a su descastada madre. Animóse a poner en práctica la idea al recordar los últimos socorros de ella recibidos, y se decidió a hacerlo pensando que, ya que no cosa alguna en favor, no le haría doña Luisa el perjuicio de publicar la penosa situación en que se encontraba.

Llegóse, pues, a su madre, y le contó el caso, pidiéndole consejo.

Dióselo bueno doña Luisa, indignada naturalmente contra el agresor brutal, pareciéndole ¡misterios del instinto! que le faltaba a ella misma, con pretender de su hija lo que pretendía.

Díjole también a esta que mejor que seguir como estaba, era, sin duda, buscar una honrada casa en que servir.

Quedaron en esto.

Pero la casa no parecía; pues eran pocas las que en el pueblo se permitían tal lujo; doña Luisa no quería tener en su casa a María, y la situación de esta, ya lo dijimos, se hizo insostenible.

Así es, que, sin más consultas con nadie, María dejó su patria nativa cuando todo la había abandonado.

Llegó, pues, al vecino pueblo y subió en la diligencia. Comenzó esta con regular velocidad a moverse arrastrada por cinco caballejos. Un manso oleaje de satisfacción reanimó el abatido espíritu de la fugitiva, mientras las suaves bocanadas del aire puro, fresco y oxigenado que corría, no mezclado de polvo, por ser escaso en aquella ocasión el de la carretera y porque el que se levantaba se lo iba llevando el viento antes de que subiera a donde María se encontraba, refrescaban su mente enardecida por el insomnio de la pasada noche y por la constante preocupación de los anteriores días.

Al alejarse del lugar de sus sufrimientos, le parecía que estos se alejaban en el tiempo y se hacía la ilusión de que su viaje era el comienzo de una vida nueva, sin otra relación con la pasada que un vago recuerdo de la desgracia y la sola continuación de lo que era amable: su hijo y el padre de su hijo.

Mas al querer delinear lo futuro, un frío estremecimiento recorría su cuerpo y una pesada niebla de sucio color rojizo envolvía su espíritu.

¿Qué iba a ser de ella? ¿Qué de su hijo? Vida nueva, sí, era la vida que entonces comenzaba; pero vida cerrada a todo bienestar, abierta a todas las desgracias. El mal pasado entraba en el porvenir, como feo dragón, asomando sus fauces e introduciendo su cuerpo en la cueva oscura de un solitario, retirado tristemente de la lucha del vivir.

Luego, temerosa de su propio pensar, deseando echar la imaginación por otros caminos, se ponía a mirar los varios paisajes que se sucedían, formando uno solo por el enlace de unos y otros; y, distraída en esta contemplación, que dulces emociones y poéticas imágenes evocaba, conseguía calmarse y aun quedar por algunos momentos, indiferente, extraña a su propia situación.

Presentábasele esta, de pronto, y sentía en el corazón como un restregamiento de ortigas, que propagaban desconsolador frío por todo el cuerpo.

El recuerdo del amante, de minuto en minuto más próximo era el calmante de estos dolores.

Por fin, llegó el medio día, semicaluroso, espléndido de luz que parecía empeñarse en iluminarlo todo para que todo penetrara por los ojos del alma... Y María, espíritu sensible, esclava de las influencias del medio, sintió renacer, en forma de deseos físicos alentados por la esperanza, las impresiones amorosas del pasado; y la imagen del amante se enseñoreó de aquellos espacios soleados, al mismo tiempo que avanzaba desde la penumbra de la semiinconsciencia propia de lo permanente y casi igual en nuestro cerebro, a recobrar el imperio de la obsesión, dirigiendo hacia sí todas las fuerzas del alma.

Avanzaba la tarde, y decaía el espíritu de la joven viajera.

Continuaba todavía embebida en la interna contemplación del amado ausente. Mas el cansancio cerebral, consiguiente a los deliquios de por la mañana, el descenso de temperatura y la disminución de luz que ya era notable, la molestia física por la inmovilidad forzada en aquel no muy cómodo asiento del histórico armatoste locomotivo, todo contribuía a convertir el entusiasmo casi alegre que la distrajera de su propia situación en penosa melancolía, que no llegaba a ser negra tristeza por impedirlo la anhelante contemplación de la perspectiva semi risueña, de vagas líneas e indefinido horizonte, que a la conciencia se presentaba como una realidad futura.

Se divisó a lo lejos Sevilla, y un violento escalofrío, producido, sin duda, por el pasado y el porvenir que chocaron con violencia en el alma de la viajera, presentándose el primero con todos sus hechos, el segundo con todas sus esperanzas tímidas, con todas sus dudas, vestidas fantásticamente y por mitad, de sombra y de colores.

Directamente no le causó fuerte impresión alguna la vista de la gran ciudad. La reflexión no daba lugar a la atención. Estaba en aquellos momentos el cerebro de María atestado de materiales de su propia vida para que nada exterior cupiera. Miraba al confuso y dilatado apiñamiento de casas y lo veía, sí, pero sin que esa visión sirviera de otra cosa que de relleno en los intersticios de la reflexión.

Y avanzaba la tarde a hundirse en la noche y se acercaba la diligencia a Sevilla, es decir, se iba aproximando María a Joaquín.

Lo que pasaba entonces en María en estos momentos de su viaje fue como un cerramiento de ojos fatigados, como una sordera interior de quien está harto de oírse a sí mismo. Quería ella llegar hasta Joaquín sin pensar ya más ni sentir, ni vivir; mas no se ocurrió dormitar, ni lo hubiera, en otro caso, conseguido; lo que quería era acortar el tiempo, y esto, no por ver a su amado enseguida, pues y sabía que faltaban momentos para la entrevista y el estado de su alma no era el de la pasión cándida y vehemente de la adolescencia feliz; era, ya lo hemos dicho, porque pasara aquel día, que era un puente entre sus días anteriores y los posteriores días; un día que no era igual a ninguno de los de su vida; pues mientras el viaje no acabara, ni era ella la niña pobre de la ermita, ni la novia feliz de su novio, ni la manceba despreciada por la sociedad y separada del amante, ni la mujer perseguida por un bestial sátiro; no era tampoco lo que sería en Sevilla.

Suponiendo que aquel día se continuara en otros días iguales, en muchos días iguales, hasta formar años y años, ella no era nada; una viajante sin objeto fuera del viaje ni el viaje mismo.

¡Y pensar que así hacen el viaje de la vida muchas gentes! Entre dos eternidades de nada una cosa que se mueve sin objeto, sin placer y hasta sin conciencia de su movimiento.

Por fin, entró la diligencia al anochecer, por la larga calle de Castilla del barrio de Triana.

Extrañeza sin asombro y sin repugnancia fue lo experimentado por María a la vista de aquella vía ancha y larga, de aquellas casas desiguales, y de aquella gente que a ella le parecía andaba muy deprisa, chocándole el aire de fría indiferencia que se manifestaba en el rostro de los transeuntes, ya no se fijaran en nada, ya miraban a uno y otro lado, ya se saludaran o se hablaran. Algunos señoritos que iban a caballo, paseando, le parecían ridículos y fríos, más fríos que la gente de a pie. De estos, le gustaron también muy poco los que llevaban pantalón ceñido, sombrero cordobés y tufos en el peinado. Simpatizó desde luego con algunas caras graves de hombres que llevaban la chaqueta en el hombro, o puesta una blusa manchada y pantalones de algodón por todo lujo.

Entró luego la diligencia por la corta y ancha calle de San Jorge, que alegró la vista de María, por sus hermosas proporciones y la animación que le dan sus numerosas tiendas y el mercado del populoso barrio; llegó al puente del Guadalquivir, no dejando de extrañar a María el sucio color de las aguas del cristalino Betis.

Pero, como es de suponer, las impresiones y juicios que despertaban en María los objetos que ante ella desfilaban, eran ligeros y fugaces. Estremecimientos nerviosos traían a la cansada atención de la viajera, la perspectiva de la entrevista con Joaquín relacionada con la situación de ambos en el pasado, y en el posible porvenir.

Y sentía miedo, más miedo que deseo de ver al amante. ¿Qué iba a ser de ellos, de los tres? ¿Por qué serie de tristes peripecias no tendrían que pasar hasta encontrarse en situación soportable? ¿Qué amos encontraría ella? ¿Dónde poner a su hijo? ¿Seguiría Joaquín queriéndola mucho?

Nunca había salido ella de su casa, y ahora se encontraba casi sola en medio de tanta gente desconocida, en medio de tan grande y populosa ciudad.

¡Si no habría podido ir Joaquín a esperarla al paro de la dilegencia! ¡tener que ir a buscarlo! ¡¡Dios mío!!

Le pesaba ya haber ido.

¡Ya está ahí la plaza Nueva dijo el zagal: «Ya llegamos».

¡Qué ansiedad! ¡Cómo abría los ojos queriendo ver, ver no sabía dónde, porque no sabía el sitio fijo de parada, ver a Joaquín...! ¡La recibiría cariñoso y alegre!... ¡triste, aunque amante!... ¡hosco, disimulando contrariedad!... ¡cómo iría vestido, de paisano o de soldado!... ¡qué cara, qué gesto, qué mirada la dirigiría! Suprema ansiedad de la debilidad suprema.

Por fin... ¡él!

XV

El, que la saludaba desde lejos, no con una, con las dos manos, extendidas en actitud de recibirla y abrazarla; él, que no revelaba en su rostro intensa emoción, ni disimulaba frialdad, ni ostentaba ruidoso contento sino la alegría sencilla, no exenta de ansiedad, de quien ve a persona amada, tras largo tiempo de ausencia, sin que de ella sepa que es completamente feliz.

XVI

—¡La perdida! –decía por comentario la gente del pueblo de María, sin sospechar que aquella marcha no era una cobarde huída, sino una honrosísima y heorica retirada.

XVII

En cuanto a la Dª Luisa, experimentó una sensación de esparcimiento espiritual al saber la fuga de su hija; y enseguida, algo así como un confuso presentimiento de desgracias y como una anticipación de punzante remordimiento.

Diríase que la descastada madre, veía asomar, entre las lejanas brumas del porvenir, la punta de un acerado puñal, que no la hería, no, pero que frente a ella estaba amenazador.

XVIII

Joaquín llevó a María a casa de dos pobres paisanas que vivían en una casa de vecinos de la calle Coliseo.

Eran dos hermanas. La una, Antonia, casada con un oficial de zapatería. La otra, Juana, soltera.

Allí se albergó por de pronto María con su niño.

Mas era forzoso pensar en algo estable.

María no había aprendido de las labores de mujer, lo bastante a ganarse con alguna de ellas el sustento.

Habia que recurrir al servicio doméstico.

Comenzóse, al efecto, entre todos, a buscar una casa donde María pudiera entrar como nodriza.

¿Y el niño? Su madre no podía criarlo, Juana tampoco.

El nieto del muy opulento señor Dº Francisco Morelló y de la muy noble Sra. Dª Luisa Antoloquia Cascote, Fernández de Orellana, Saborido y Amabilla de Villa Toro fue a la Inclusa.

Y de la Inclusa, según piadosa creencia, al cielo; pues la Diputación –¡cosa rara en España!– no pagaba, y las amas no comían, y los niños emigraban de las Diputaciones y Consejos a otra patria exenta a semejantes calamidades.

XIX

Los novios no podía verse sino alguna que otra vez en la calle.

Sin embargo, todo iba bien.

Pero sobreviene la guerra de Melilla.

Y en aquellas célebres combinaciones que acreditaron al general López Domínguez como gran organizador de grandes ejércitos, tocóle a Joaquín la suerte de salir de Sevilla y andar de arriba para abajo, hasta dar con sus huesos en la histórica ciudad de Algeciras.

XX

Terminaba el periodo de lactancia del niño encomendado a los cuidados de María.

Entraba con mucha frecuencia en la casa de los amos de María y allí usaba de gran confianza con todos, un hermano de la señora, soltero, rico y guapo y calavera del género correcto, formal, serio, grave, cuasi melancólico.

Hombre culto, estudioso, abogado, pasante en un bufete de tono, ateneísta, atildado en el vestir, un si es no es presuntuoso, observador perspicaz de cuanto le rodeaba, por instinto y carácter y con la doble intención de irse sirviendo de los demás en la construcción de su porvenir de leguleyo y político que ya tenía planeado y de no ser a su vez muy conocido, pues él sabía que no hay mejor careta que el rostro del que inquiere las caras que se oculta tras las caretas de los demás, hombre, por todas estas circunstancias apto para conseguir todo lo que natural y prudentemente puede conseguirse en esta trista humanidad donde el éxito suele ser el premio de hermosas cualidades exteriores, puestas al servicio de cualidades interiores feas, este hombre puso sitio a la virtud de María con tan suma habilidad que excedió a lo que él hubiera podido hacer si sólo el cálculo frío lo hubiese guiado.

Pero no fue así. El talento observador y el cálculo frío le sirvieron para ordenar sus propias impresiones y las de María y para irse aprovechando de las circunstancias.

Queremos decir con esto que hubo mucho de espontáneo y fatal en quella lucha entre el deseo amoroso, bien representado en cuanto a la persona que lo sentía y los restos del pudor supervivientes a la destrucción de la prístina castidad de la virginidad inocente, y aliados con la dignidad característica de un alma elevada.

Gustóle a D. Juan –que así se llamaba este nuevo personaje– desde que vio a María y contempló su espléndida belleza, su aire entre humilde y altivo, ya iluminado por la inteligencia, ya sombreado por la melancolía, sus maneras delicadas y sencillas, su hablar lacónico, culto y suave, el dulcísimo acento de su voz, el fuego inteligente de su mirada.

Fuese aficionando a ella, sin haber todavía trazado ningún plan sobre sus sentimientos, pero dejándolos que espontáneamente se demostraran, pues no creía tener obligación de ocultarlos.

Y de este modo ganaba las simpatías de ella pues es natural que querramos a quien nos quiere; sobre si quien nos quiere es persona de por sí agradable y nada nos pide por su cariño.

Pero como las cosas caen del lado a que se inclinan, las proposiciones más o menos veladas de D. Juan tenían que sobrevenir.

Comenzó el asedio poco antes de marchar Joaquín a la costa mediterránea, insinuándose D. Juan, no con la franqueza, que hubiera sido ofensiva para María, con que suelen los señoritos comenzar sus conquistas de las hijas del pueblo; sino con apasionada dulzura en el modo, con hiperbólicas galanterías en la forma, evitando todo motivo de brusca repulsa, que lo hubiera colocado moralmente en baja posición con respecto a ella.

Aprovechábase D. Juan de la suprema vanidad de toda mujer, manifestándole a María no sólo cariño sino respeto, consideración, alto aprecio.

Cuidó también de sugestionar su inteligencia, teorizando sobre el amor, la fidelidad, el deber, las leyes sociales, sobre cuantos conceptos comprendía él que danzaban en el cerebro de María, tropezando con la imagen que de él allí hubiera la que sufría el riesgo gravísimo de ser derribada, ahogada y sepultada por siempre en un oscuro rincón de la memoria.

Y marchando con estos elementos, constantemente relaciones, empleando ya una apasionada galantería, ya un sonoro párrafo de culteranismo filosófico-amoroso, ya una ardiente mirada, ya una proposición, expuesta entre amables sonrisas y convencido acento, ya abandonándose con arte a un entusiasmo previsto, cogiendo una de las manos de la joven, besándola fuertemente y dejándola retirar en cuanto ella hacía alguna fuerza, fue dominando no sólo el corazón, la voluntad de la todavía cándida joven.

En cuanto a María, hay que confesar que comenzó a placerle el verse tan halagada, por hombre al parecer de tanta valía, ella tan desgraciada, ella tan humilde, ella despreciada.

Luego, cuando vio el giro que tomaban aquellas relaciones, al principio puramente amistosas, sintió vergüenza, y se proponía firmemente desechar al enemigo.

Entonces fue cuando D. Juan, notando la repulsa iniciada en María por sus ideas morales, se propuso destruir estas con sus argumentaciones sobre el supremo derecho del amor.

Ella notó que algo sentía ya por D. Juan. El con valiente descaro, la hizo confesar este cariño.

Y aquí comenzó la segunda parte de la conquista.

Ya los dos confesaban amarse, aunque ella quería elevar aquel cariño al cielo del platonismo.

Resistíase ella. Insistía él.

Cuando la dulzura no era bastante se salía D. Juan ya fortalecido por la confesión amorosa de María de una especie de dulce semi-violencia.

Si ella amenazaba con irse de la casa, argüia él que no había motivo, que él a nada la obligaba.

Algunos regalos hechos con oprtunidad, delicadeza y aparente desinterés, pues en el día en que la regalaba no exigía él nada nuevo de ella, contribuyeron a poner el ánimo de María no en la disposición de ceder premeditamente pero sí en la imposibilidad de resistirse.

* * *

Y como el espíritu de María era delicado y su imaginación continuamente poblada de girones de romanticismo, que cambiaban de color, según la dominara la tristeza o la esperanza de mejores días, y la severidad de sus principios morales, meras fórmulas, se acomodó a aquellos amores con más pasión, con toda su alma y su vida. Era que D. Juan, la llenaba más, satisfacía mejor las diversas tendencias de su espíritu que el pobre amante dominaba.

Los remordimientos, que no podía menos de experimentar cuando se acordaba de Joaquín, prestaban a la nueva pasión el encanto de lo amargo. Eran el ajenjo de aquella borrachera amorosa.

XXI

Los dueños de la casa sospecharon algo de la conducta de María.

D. Juan deseaba tener libertad de poseerla tranquilamente.

Ella, considerando que de Joaquín no había que pensar ya nada, sino eludirlo en la vida real y desterrarlo de la memoria para que su recuerdo no perturbara la nueva semidicha que el amor hacíale experimentar, no ponía grandes obstáculos a constituirse en querida pública de D. Juan.

Y así fue.

Buscaron un pisito de una casa nueva y alegre, que daba su frente a una plazoleta no muy céntrica, pero muy concurrida, lo amueblaron con gusto y hasta con lujo, y allí quedó instalada María, querida oficial de D. Juan.

Los primeros días y aun las primeras semanas todo fue bien para los amantes, sin más contrariedad que cierta inquietud de María, cuando se acordaba y se acordaba con frecuencia, del pobre Joaquín abandonado.

Inquietud sorda, unas veces, otras, punzante, vagos presentimientos, visiones terroríficas. Luego, calma; después distracción; en sueños de felicidad, hambre y sed de una dicha intensa, duradera, infinita; hambre y sed que su espíritu siempre conturbado experimentaba como necesidad de descansar de tanta desgracia y de resarcirse de ellas, gozando mucho, mucho; con absoluta calma exterior, con perfecta tranquilidad interna.

Esta felicidad no se realizaba porque María pensaba que no podía realizarse.

A los temores que, al pensar en lo que Joaquín pudiera hacer cuando volviera de Algeciras y se enterara de la traición de su amada, se iba juntando para amargar las dichas del presente, la idea de que D. Juian podría dejarla.

Esta idea no era tan miedosa como la otra; el cariño apasionado por D. Juan la rodeaba, aislándola de las pasiones irascibles que pudiera despertar, y también la necesidad que la joven sentía de agarrarse a algo que pudiera alentarla y sostenerla.

Y así, con estas variaciones fueron trascurriendo uno, dos, tres, cuatro meses.

D. Juan no se portaba mal, aunque había disminuido, como era natural, la exaltación de los primeros días.

Ya se iba acomodando María a su estado y posesión. Pasaba varios días seguidos sin acordarse gran cosa de Joaquín. De vez en vez sentía un terror súbito que se apagaba pronto.

—No me buscará, se decía. Le darán la licencia enseguida, se irá a la tierra, y es posible que no nos veamos más.

Blas J. Zambrano

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  Edición de José Luis Mora
Badajoz 1998, páginas 130-150