Filosofía en español 
Filosofía en español

Fernando de CeballosLa Falsa Filosofía, o el Ateísmo, Deísmo, Materialismo… crimen de Estado 1  2  3  4  5  6 7

Tomo 1Parte primera del AparatoArtículo V

Necesidad, y dificultad de escribir, y hablar contra todas estas sectas.


§. I.
CL. Sin necesidad, o utilidad vano es el escribir.

Sin necesidad, o utilidad, ningún fin hay en hacer muchos libros{1}. El mundo, que fue criado por la palabra, debía siempre ser instruido por la palabra impresa en nuestros corazones. Hasta el tiempo de Moisés, ni se escribió la ley en tablas, ni se redujeron a la Escritura las tradiciones, y verdades fundamentales. Este fue también el consentimiento de todas las Naciones, que hasta mucho después no tuvieron libros.

Jesucristo, palabra del Padre, que vino a reformar, y a informar al universo, no dejó alguna escritura de sí mismo. “Como fuese un sapientísimo Eclesiastés{2}, enseñó al Pueblo, y le expuso las mismas cosas que había hecho, y compuso muchas parábolas. Usó de palabras útiles, y dictó sermones rectísimos, y llenos de verdad. Las palabras de los sabios son como estímulos, y clavos profundamente fijados, que por el consejo de los Maestros son dadas por un solo Pastor.”

CLI. El ejemplo de Jesucristo, y siete de los Apóstoles lo enseña.

Este fue el oficio de los Apóstoles poderosos en la obra, y en la palabra; pero poco solícitos de componer libros. De siete Apóstoles no quedó absolutamente algún escrito; y los que escribieron, se ciñeron a lo más necesario, pudiendo decir tantas cosas de lo que supieron, y vieron, que si estuvieran escritas, hubieran llenado al mundo de libros. Imitaron esta moderación los primeros Cristianos. San Clemente de Alejandría en un pasaje citado por Fleuri{3}, dice: “Los antiguos nada escribieron, o por no consumir en esto el tiempo que debían a la instrucción de muchos, o porque apenas les quedaba ocio para pensar lo que debían predicar. Quizá también porque creían que son muy raros a quienes es dada la robustez, la penetración, y la facundia necesaria para escribir. Las palabras corren fácilmente, y arrebatan los ánimos de los que oyen; pero los escritos quedan sujetos al rígido examen de los que leen.

CLII. Necesidad, que debe anteceder a las controversias por la Religión.

Si esta dificultad tienen todos los escritos, y deben suponer necesidad, o utilidad; ¿cuánto más deberá desearse todo esto en aquellos libros, que contienen Apologías por la Religión, o por otra verdad? Sin que precediese esta necesidad, serían perniciosos, y vanos todos los libros de controversias. Vanos, porque ¿a qué propósito es defender lo que nadie contradice? ¿A qué fin sería litigar en juicio la posesión en que nadie me turba? El que pleitea, sin ser provocado, es un loco, que combate con su sombra, o que sale al campo a pelear con molinos de viento. La fe es tan confiada como sencilla; supone que debe ser creída por su verdad, y por la legitimidad de sus testimonios: no disputa sino cuando se le quiere arrojar de sus propios términos.

CLIII. Sin necesidad no se escribieron tantos Apologéticos por el Cristianismo.

No hubo en la Iglesia apologías mientras no hubo herejes, e impíos que la impugnaron, queriendo desacreditarla en el concepto de los hombres. Este antecedente justificó los Apologéticos que escribieron por la Religión Quadrato, y Arístides, S. Justino el Filósofo, Atenágoras, Meliton, Ireneo, Tertuliano y Lactancio. Verdaderas Apologías fueron las que antes de éstas hicieron San Pablo en su Carta a los Colosenses contra los Pseudo-Apóstoles, y vanos Filósofos, y especialmente contra Cerinto, y la Epístola a los Hebreos. La Epístola Católica de Santiago es un Apologético contra los que impugnaban la necesidad de las buenas obras. La segunda Carta de S. Pedro es otro contra los Pseudo-Profetas, y Doctores que abusaban para su perdición, y la del Pueblo, de las Escrituras, y de las cosas difíciles que había en las Epístolas de San Pablo. Y una verdadera Apología fue el Evangelio de San Juan, para defender la Divinidad{4} de Jesucristo, que negaban Evion, y Cerinto; y ahora niegan los Deístas, y Sectarios de nuestro tiempo. Sus Epístolas deben considerarse como Apologías que exigía la necesidad de las Iglesias{5}.

CLIV. Particulares calumnias, que hicieron venir a las Apologías.

Unas de las principales calumnias que forzaron a los primeros Padres a escribir por la Religión, fueron el crimen de blasfemia contra Dios, y el de lesa Majestad contra los Césares, que imputaban a los primeros Cristianos. Así provocaban sobre la inocencia de los fieles la ira de los Emperadores, y Senados, que merecían los mismos calumniantes. Tertuliano gasta lo más de su Apologético en desvanecer estas falsas acusaciones. La sumisión de los Cristianos para con los Césares la demuestra desde el cap. 28 casi hasta el fin del Apologético. En el cap. 42 rebate otra nueva querella contra los Cristianos, a quienes pintaban como inútiles para el comercio, y para la vida civil{6}.

CLV. Sin estas causas serían nocivas: lo primero a la Fe: lo segundo a los Fieles.

Estas causas apartaban de aquellas Apologías las notas de vanas, y también las de perniciosas. Nocivas serían en efecto, si no las justificase una necesidad tan manifiesta; nocivas a la misma fe, y nocivas a los fieles.

A la fe, pues, sería hacerla sospechosa el quererla justificar de segura para la tranquilidad del Imperio, sin que contra esto hubiesen precedido calumnias: engendra una sospecha vehemente la excusación que no se pide. Lo segundo a los Fieles. No sería menos nociva a los fieles; porque a un Pueblo sencillo, y que cree en paz, aun le conviene ignorar que hay incrédulos, y los sofismas de que éstos se sirven: pero a pesar de estos inconvenientes, las Apologías son un remedio necesario cuando se insulta a la Religión con escándalo.

CLVI. Lo mucho que se impugna hoy a la Religión justifica su defensa.

¿Quién ignora ya cuantos insultos padece la fe en nuestros tiempos? Hubo jamás una plaga tan grande de libelos impíos, que como langosta vuelan de un Reino en otro, penetrando hasta en el nuestro, a pesar de la vigilancia de nuestras leyes, y Magistrados? Es manifiesta a todos la necesidad de confesar públicamente la fe, y de predicarla sobre los techos, como nos mandó el Salvador. La lengua Francesa se ha hecho vulgar entre nosotros, y en ella se traducen todos los libros malos, y buenos que se producen en otros idiomas. Esta es una de las causas por donde se propaga el contagio de unas partes en otras de la Europa, y sería ya insensatez querer lisonjearnos de que estamos sanos. Doloroso es avisar al enfermo de su peligro; pero es necesario para que no perezca sin remedio, y sin prevención. Lo contrario es una traición contra la patria, y la fe, principalmente en los que son Ministros de Dios, y de la Religión. Se podrá temer el que se nos diga: “Tus Profetas vieron en ti doctrinas falsas, y necias, y no hicieron manifestación de la maldad para provocarte d penitencia. Te aplaudieron con las manos los que miraban de paso, y decían: Esta sí que es la ciudad de lo bello, y el gozo de toda la tierra{7}.”

CLVII. Cuanto corrompe hoy la mala conversación, y la libre lección.

La frecuente comunicación con personas extranjeras, y extrañas juntamente de la Iglesia Católica, pega también esta fatal licencia de hablar, y leer. Sin temor de las censuras Eclesiásticas, y sin poca, ni mucha ciencia, leen algunos, y algunas libros, que aunque en la boca parecen dulces, llenan de veneno, y de amargura sus entrañas. De aquí eructan en sus conversaciones expresiones, y sales, que una desgraciada frecuencia nos las hace ya menos horribles. El joven, la mujer, y mucha gente libertina, e ignorante del Catecismo, examinan puntos, que era necesario dejar a los peritos en la ley, y a los Teólogos. Se trata, y se decide sobre la obligación del matrimonio; se le compara, y prefiere a la virginidad, y al casto celibato; pero se le pospone a la vida libre, y al celibato filosófico. Se resuelve en cualquiera conversación sobre la utilidad, y mérito del Sacerdocio, y sobre todos los oficios públicos.

CLVIII. No hay verdad, contra quien no ande algún tratado.

En muchos libros que tratan materias de Derecho, se buscan unas nuevas fuentes, o cisternas, más a propósito para sepultar a las potestades humanas, que para zanjar sus fundamentos. Se examina la potestad de los Príncipes, y Magistrados; se murmuran las sentencias capitales, las penas legítimas, y todo el uso de su alto imperio. En medio de esto tienen la osadía de acusarnos a los Católicos de poco seguros a la República, de inútiles para el comercio de la vida civil, y de perniciosos para toda sociedad. Esto hace necesario, aunque penoso, el reproducir las demostraciones que hicieron en otros tiempos los Padres, por la santidad, y utilidad de la Religión. Esto obliga a desvanecer los enredos, y sofismas con que los que nos calumnian de perjudiciales al Estado, quieren turbar,y turban ya la paz de muchos Estados; como se hace cada día público aun en los Mercurios, Gacetas, y Folletos periódicos. CLIX. Estos libros turban hoy a los pueblos. Es sumamente sensible leer tantos hechos, y relaciones de revueltas,de tumultos, cuyos ejemplos son peligrosos a Pueblos, que aunque fieles, tienen (en su concupiscencia) la raíz de toda desobediencia. “Es inútil, y ordinariamente dañoso (dice un juicioso moderno) hacer conocer muy claramente a un Pueblo sumiso el que hay rebeldes, y exponerles con esto los motivos de que se sirven para justificar sus rebeliones. El número de los espíritus falsos, de los corazones malos, y perversos es tan grande en todos los Países del mundo, que el mejor medio de contener a los hombres en su deber, es dejarles ignorar la posibilidad de substraerse al yugo legítimo”{8}.

No está en nuestra mano el impedir los libros sediciosos, que se derraman por los Materialistas, Deístas, y Filósofos; ni las relaciones de los funestos hechos que al mismo tiempo acompañan a las máximas peligrosas de estos libros. Por lo mismo no queda otro arbitrio a los Ministros de la Religión, y de la paz, que tomar la pluma, y la palabra para desvanecerlos. Esta es la ocasión de responder a sus cavilaciones, no tanto porque ellos mismos se convenzan, que es cosa ardua, como porque el Pueblo fiel no se escandalice, ni le sirvan de tropiezo sus argumentos.

CLX. Tales ocasiones nos sacaron de Jesucristo, y los Apóstoles las lecciones de obediencia, y paz pública.

A una ocasión semejante debemos las lecciones de obediencia, y de paciencia que nos dieron Jesucristo, y los Apóstoles. A los fines de la Sinagoga hubo entre los Hebreos un Judas por sobrenombre Galileo, o Gaulianista, que sembraba doctrinas sediciosas, diciendo, que no había mas Señor, y Príncipe, que Dios; y que debía despreciarse todo otro Señor, y Reino político{9}. Se hablaba de esta cuestión entre los Judíos, cuando fueron éstos a tentar a Jesucristo, preguntándole, si era lícito pagar el tributo al Cesar. Para, si decía que sí, acusarle de que ofendía la libertad que se prometía en la ley de Moisés si decía que no, hacerlo con esto odioso al Cesar, y acusarlo de crimen contra la Majestad. Había dicho el Señor, que venia a dar a los hombres una ley de perfecta libertad{10}, hablando solamente de la libertad del yugo del pecado, y de la tiranía del demonio. De aquí esperaban los Judíos poderlo confundir con los otros, que erraban negando la obediencia a los Príncipes: pero el Señor previno su calumnia con una palabra, que basta para responder a las otras, que se han hecho contra los Cristianos en algunos tiempos: Dad al Cesar, les dijo, lo que es del Cesar; y a Dios lo que es de Dios. Contra el mismos error predicaron San Pablo{11} en su Epístola a los Romanos, y San Pedro en su primera Carta{12}. S. Justino en su Apologético{13}, y San Clemente de Alejandría{14} refieren, que como los primeros Apóstoles eran Galileos, tomaron de aquí ocasión sus enemigos para equivocarlos con el dicho Judas Galileo, acusándolos del mismo crimen. Esto dio causa para excitar contra los primeros Cristianos la persecución, y el rigor de las leyes.

CLXI. Justino, Tertuliano, Ireneo, impugnaron tales doctrinas sediciosas.

Por eso en los primeros Apologéticos impugnaron vigorosamente este error, y esta calumnia el mismo San Justino{15}, Tertuliano{16}, San Ireneo{17} y otros Padres{18}. Los pasajes que en el discurso de esta obra será necesario referir de los Libertinos, y demás herejes modernos, justificarán la necesidad de repetir la doctrina de la verdad, y hará ver cuánto es el empeño de todas estas sectas, por substraerse del yugo legítimo de los Príncipes, de los Magistrados, y de todo Gobierno.

§. II.
CLXII. La dificultad de impugnar a los Deístas, y Filósofos. Lo primero, porque niegan las Santas Escripturas.

La dificultad de impugnarlos es tan grande como la necesidad. La verdad de la Religion ¿cómo se puede fundar sino en la Escritura, y en la palabra de Dios? Pues cuando estos impíos, que se dicen Filósofos, combaten los misterios, y los dogmas de la fe, no se les puede responder con las santas Escrituras, ni con la doctrina de los Concilios, ni de toda la Iglesia, ni con la tradición, ni con alguno de estos documentos por donde se prueba la palabra de Dios: porque ellos menosprecian todos los testimonios divinos, como al mismo Dios. Son nefandas las blasfemias que hablan en este género contra toda Majestad divina, y humana.

CLXIII. Segundo, porque se descargan ridículamente de razonamientos serios, y nos ganan en agradar al vulgo necio.

Si se les combate con razones fuertes, y serias, fundadas en la justicia natural, en los principios de juzgar, y pensar, universalmente recibidos, les es muy fácil salirse de la dificultad con una palabra de ironía, con una sal que agrade a los que leen, u oyen, y hacen concluir la cuestión en risa. Los principios universales, ni el consentimiento de todos los hombres les hacen mas fuerza. A lo que es general, desprecian por vulgar, y a lo que es antiguo, desechan por preocupación, o capricho. En cuanto al arte de divertir, y agradar a un público liviano, llevan ellos muchas ventajas a los mas graves Teólogos, y a los más profundos Filósofos, que jamás estudiaron en lisonjear a una plebe bárbara: con que tienen ganado desde luego un partido, donde es perdida la causa, si se comete al número de los votos.

¿Pues con qué armas combatiremos a estos nuevos enemigos, que para insultar son gigantes, y para recibir los golpes son fantasmas, o sombras, donde nada hace fuerza? Verdaderamente podemos decir, que eligió el Señor un nuevo género de guerras para su Iglesia{19}.

CLXIV. Era el único medio convencerlos por sus principios.

Entre los medios humanos no queda otro que tomar, que los que ellos nos dejan: estos dicen, que deben ser las luces naturales, las razones filosóficas, las opiniones, y testimonios de los Poetas, Oradores, y Escritores paganos, y sobre todo sus mismos dichos. Con esto no extrañarán los Teólogos, y sencillos Cristianos, que en estos libros no me valga de las Escrituras, ni de la doctrina de la Iglesia, para probar las verdades de la Religión, cuando hablo a los que las niegan: porque para con ellos no haríamos nada con proponerles toda la Biblia: sería esto exponer los testimonios divinos a un desaire, y como dicen, echar el Santo a los perros. En esta disputa es necesario, como decía Tertuliano, filosofar, retorizar, y aun gentilizar, o confundirlos con los mismos testimonios de los Escritores Gentiles.

CLXV. Pero su inconstancia, y falta de vergüenza los desobliga a sí mismos.

Aun estos medios, que son los únicos que ellos nos dejan, son poco constantes para con ellos mismos; porque en ninguna máxima, en ningún principio, en ningún puesto duran mucho tiempo: se mudan ligeramente de una a otra parte, y nos iluden. Si se les quiere probar la naturaleza, y espiritualidad del alma, y se ven apretados por la Filosofía, se mudan estos Proteos en aparentes Cristianos, y dicen, que estas, y otras verdades solo se han de creer por la revelación, y porque así está definido. Si se les trae la Escritura, y las definiciones, y oráculos, lo sujetan todo a sus luces, y desprecian lo que no les agrada. Sus mismos dichos, y opiniones varían continuamente, y niegan en un momento lo que poco antes afirmaban. La reconvención, o el argumento, que llaman ad hominem, pierde su fuerza entre estos Filósofos, que a nada dan fe, ni a su misma palabra.

CLXVI. No queda otro remedio que no hablar con ellos, sino de ellos. Dar su retrato a los Príncipes, y Magistrados.

Estas consideraciones me hicieron mudar de dirección, y hablar más veces de ellos, que con ellos. El tratar directamente con ellos me pareció menos útil, y de más peligro: por eso en una Disertación del libro quinto me detengo a probar, que no es conveniente el impugnarlos ex profeso: que el remedio es alzarles la máscara, y presentarlos, cuales en realidad son, ante los Príncipes, ante los Magistrados, y ante todos los hombres de bien: darles a ver sus lecciones enemigas de los Monarcas principalmente, y de todas las Potestades soberanas; sus máximas subversivas de todo Gobierno, de todo Magistrado, y de toda administración de justicia. Esto hago ver en los libros primero, y segundo: en el tercero descubro, y propongo por su orden las doctrinas que enseñan, para destruir toda sociedad pública, y doméstica, con todos los respetos, y obligaciones divinas, y humanas: allí también se ponen patentes sus principios contrarios a la humanidad, y a la duración del género humano, desde el matrimonio, y nacimiento de los hijos, hasta el suicidio, que no cesan de predicar. En el cuarto libro me convierto algo hacia ellos, para reírme de su sistema de irreligión, y hacerlos desesperar de sus temerarios intentos. Doyles por un momento el que fueran posibles todas sus quimeras, o todos sus varios sistemas: ¿Y qué infieren de todo? ¿la independencia? ¿la irreligión? Nada de esto: solo inferirán de sus hipótesis el sacudir un yugo suave, y racional, para caer bajo el yugo del hado, o del destino, o de la fortuna, o del ciego acaso, o del mundo, a quien hacen su Dios, o de sí mismos, que es el yugo mas pesado. Allí contrapongo sus paradojas con sus paradojas; sus contradicciones, en que se despedazan: sus miserables supersticiones a que se precipitan, huyendo de rendir a Dios un obsequio racional; y los misterios de abominación que creen, y en que se inician, cuando se descargan de los santos misterios de la Religión.

CLXVII. Este el plan que sigo en esta obra.

Si este retrato, o espejo no los moviere a tener horror de sí mismos, excitará a lo menos la atención de los Príncipes, y Magistrados, a quienes principalmente me dirijo, y pido los remedios que Dios dejó en sus manos. Este es el argumento del libro quinto. Allí se tratan diferentes remedios en particular; se prueba la necesidad que hay del uso de la autoridad soberana, y del rigor de las leyes; se funda la legitimidad de esta autoridad, y de esta fuerza contra las malas doctrinas de los Filósofos, que se dicen Tolerantes; y se persuade la utilidad, y misericordia que trae a los mismos enfermos, o impíos la fuerza, y rigor de los Príncipes, y Magistrados: se desvanecen también allí sus vanas pretensiones a la libertad de pensar, escribir, imprimir, &c. sin dependencia, ni temor de las leyes: finalmente se satisfacen todas sus quejas contra la intolerancia que profesan los Católicos, así respecto de sus libros impíos, como de su peligrosa conversación; y se muestra cuan benigna es la santa Iglesia en sus correctivos, respecto de la crueldad que ellos han acostumbrado, y acostumbran.

CLXVIII. Economía, y partición de este plan por mayor.

Todo este plan se comprende en cinco libros, y cuarenta y cinco Disertaciones (si después no se añadieren algunas) que abrazan desde sus principios de Ateología, y Metafísica, hasta los remedios que necesitan las máximas deducidas de aquellos principios. Los dos penúltimos versos del Salmo segundo son los dos cabos, o puntos sobre que se ha fundado, y se mueve todo este plan. Allí observaba un Soberano, y Profeta los conatos de los impíos a sacudir todo yugo, y a romper todo vínculo. Ve sus proyectos vanos, y sus meditaciones contra todo ungido, y contra todo Rey, y Señor. Por lo que mira al Rey de los Reyes, que habita en los Cielos, ya advierte que no hay que temer las empresas de los Gigantes; que él hace irrisión de ellos; que él los mofa, mientras no extiende su vara de hierro, y los desmenuza como a unos cascos de teja: mas por lo que toca a los Reyes de la tierra, no deja de darles voces aquel otro Rey ilustrado, con estas palabras: Et nunc Reges intelligite: erudimini qui judicatis terram. No siempre es tiempo de prevenir el mal: ahora que comienza a tomar fuerzas, ahora es la oportunidad. Para que entiendan los Príncipes estos proyectos de que les avisa David, y puedan informarse, o instruirse los Magistrados que juzgan la tierra, presento los cuatro primeros libros. Como no basta instruirse de los delitos, y enfermedades, si no se les provee de remedio, y de correctivo, prosigue David en otro verso, diciendo a los mismos Reyes, y Magistrados: Servite Domino in timore. Este servir al Señor en temor no se cumple por los Príncipes con temer a Dios como todos los otros hombres; sino se requiere que hagan también a todos los hombres temer a Dios. Este modo de temer al Señor los Reyes, y personas públicas, es el que aquí ordena David. San Agustín lo entendía así cuando aprobaba las leyes con que los Emperadores Católicos refrenaban los intentos de los Donatistas. Fundaba su sentencia en las otras palabras del Apóstol a los Romanos, donde dice: “Los Príncipes no son para dar que temer a los buenos, sino a los que obran mal: ¿Quieres no temer a la Potestad? obra bien; porque él es un Ministro de Dios para hacer lo bueno: si tú hicieres lo malo, témelo; porque no en vano lleva la espada. Ministro de Dios es, y vengador en su ira de aquel que comete el mal{20}.” De esto se tratará en el libro quinto como en su propio lugar.

CLXIX. Los otros medios, y métodos están ya bien ejecutados por muchos modernos.

El medio que hasta ahora han seguido los escritores Italianos, y Franceses para argüir a los nuevos Impíos, y Libertinos, ha sido respondiéndoles, y probándoles las verdades de la Religión Cristiana, principalmente las que miran a la revelación, a los misterios, y al símbolo. Se han hecho muy bien cargo de las cavilaciones de los Deístas, Ateístas, y Filósofos contra la divinidad de las Escrituras, y contra la infalibilidad de una regla a que nos atenemos los Católicos. Algunos han resumido sus discursos mas peligrosos, y los han dejado hablar demasiado; sus satisfacciones son más sólidas, y serias, que lo que merecían las argumentaciones vanas, y voluntarias de los contrarios. Está hecho en otras lenguas todo lo que conduce a probar, que los Deístas, Materialistas, y Filósofos libertinos son herejes, y Anti-cristianos. Lo peor es que a ellos les hace poca fuerza este convencimiento; antes se glorían, y jactan de haber sacudido el yugo del Cristianismo, y de parecer Gentiles; con que viene a quedar nuestro trabajo con menos suceso que merecía.

CLXX. Pero no hay que cansarse en convencerlos de impíos. Esto es lisonjearlos.

Considerando yo esto, pensé en buscar otro medio que les hiciese mas impresión, y pudiera serles mas útil: se me presentó el que abracé, y he seguido. Este medio no se empeña en probar directamente, que ellos son impíos, herejes, pecadores, y libertinos; esto se debe suponer desde el título, y ellos mismos se honran por estos nombres con un despejo miserable. Yo intento principalmente probar que ellos son reos públicos de todas las leyes, y de todo crimen de estado: que por instituto, y por obligación de su secta son rebeldes a los Reyes, a los Magistrados, y a todas las Potestades ordenadas por Dios: que por los principios de sus sistemas intentan disipar toda sociedad, y turbar todos los gobiernos establecidos, y aun la economía, y paz de todas las familias: por fin, que son los enemigos comunes de la humanidad, y tiran a destruirla desde el nacimiento de los hombres hasta el suicidio.

CLXXI. No les hace fuerza sino el convencerlos de reos de Estado. Yo sigo este argumento desde el título hasta el fin.

Este medio urge mucho más, así a ellos, como a cuantos interesan en evitar sus atentados. Debe advertirse, que aquí no se habla para un sólo Príncipe, o Magistrado, sino a los Reyes, y Ministros en general: y aunque en el juicio de nuestros Magistrados Católicos no se prefiere ningún interés al de la santa Religión; pero en el de otros pudiera dicho interés pesar menos, y se dejarán mover más por los intereses terrenos. ¡Tal es la disposición de los más de los hombres en estos tiempos! que aunque se llamen Cristianos, consideran mas las cosas temporales, que las eternas. Es, según esto, necesario, y conforme a la prudencia de Jesucristo decirles antes las verdades terrenas, para traerlos después a creer las celestiales{21}.

A los mismos Impíos, y Libertinos no hay tampoco remedio que les haga fuerza, sino éste que los prueba reos de todas las leyes humanas. El decirles que son malos Cristianos, es lisonjearlos; pues que ellos tienen vergüenza del Evangelio. Mas eficaz será el convencerlos de pérfidos, que de infieles; y de malos Ciudadanos, que de malos Cristianos.

CLXXII. Dicho de un Deísta, que me confirma en esta elección de medio.

El impío, que bajo el nombre del Abate Bacin, se ha quejado contra los Censores de sus malos libros, confiesa, que de ninguno se siente más mal herido que de cierto Prelado, que le convence de mal vasallo, y de sedicioso. “Los otros censores (dice) se habían contentado con pintarme un mal Cristiano; y yo era el primero que me reía de esto; pero estotro Censor ha tomado un rodeo diferente: me representa como un Ciudadano pernicioso. Prueba, que mis libros enseñan a los padres a ser insensibles; a los esposos a ser infieles, a los señores que sean duros; y que los domésticos sean insolentes. Este es, amigo mío, un cargo muy serio.”

Aplaudí el pensamiento de aquel sabio Censor, sea quien fuere, y esto me confirmó en el propósito que yo tenia deliberado, y aun ejecutado; pero así éste, como otros muchos, han tocado diferentes veces esta dificultad, sin hacer de ella asunto: eso es sin duda, porque está saltando a cada paso este argumento por los más de sus libros pestilenciales.

CLXXIII. El estilo debía ser duro: mas deja de serlo por el respeto a los Personajes con quienes se habla.

El estilo que he seguido arguyendolos, no lleva la dureza, que a juicio de muchos merecen los Libertinos, y Pseudo-filósofos. “Cuanto a los Materialistas, Ateístas, &c. (dice un Escritor muy moderado) es difícil, cuando se les refuta, tratarlos{22} de otra manera, que como a unos delincuentes condenados por la justicia.” Hay en efecto algunos tan insolentes en su pluma, y en su lengua, que se hacen acreedores al desprecio, y ajamiento con que ellos tratan todas las cosas, sin respetar a persona, ni a carácter, ni a dignidad. Estos son como unos salteadores que salen a todos al camino, y a quienes todos pueden impunemente rechazar con el último rigor; pero con todo eso, para hablarles en su misma lengua, sería preciso abandonarse a la desenvoltura, indecencias, y ultrajes en que ellos están acostumbrados, y aguerridos. No he podido dejar de mirarlos siempre con compasión. Aun éstos, que se burlan de todo, o despedazan cuanto encuentran con sus dientes, y uñas, me parecen unos frenéticos, que ya se ríen, y ya desfogan la cólera, y el veneno que se ha difundido por todas sus arterias, y vasos; pero que sean reos, o que sean furiosos, a las Potestades, que ordenó Dios, está reservado darles el lugar, y tratamiento que merecen. Yo sólo debo representar, con la propiedad que pueda, sus excesos, y daños.

Si alguna vez los convenciere de necios, y los llamare así, no se me note de que salgo fuera de mi estilo. Tengo presente, que cuando Jesucristo manda que no llamemos a nuestros hermanos fatuos, parece que exceptúa de esta regla a los Incrédulos, y Espíritus-fuertes: pues el mismo Señor, que era todo benignidad, llamó necios a algunos de sus Discípulos, cuando se hicieron incrédulos, y fuertes contra la verdad.

CLXXIV. Se debe con todo eso hacer patente su necedad.

En convencer así la necedad, o estolidez de nuestros Incrédulos, sirvo lo primero al designio del mismo Señor, que según el Apóstol, quiere que se manifieste al mundo la locura de éstos que lo engañan con títulos de maestros, y de sabios. Lo segundo, al provecho de ellos mismos, quitándoles este ídolo del nombre de Filósofos, que es el hechizo que los fascina, y hace tanto mal: esto segundo es consejo de Wolfio, y lo funda en el conocimiento de estos Espíritus-fuertes. Como su fin no es otro que el orgullo, y la sombra de un gran nombre, no prohíbe la modestia mas delicada, el que se les procure desvanecer este humo que les marea las cabezas. Oigamos el discurso de Wolfio.

“Los Ateístas Teóricos (dice) que por un abuso del entendimiento, caen en el error impío, se creen a sí mismos mas perspicaces que todos los otros: por esto vulgarmente se llaman en la voz francesa Sprits-forts, como que gozan de mayores fuerzas de espíritu que todos los otros hombres. Por tanto se ha de poner todo el conato en manifestar lo contrario, y hacer patente que aun les falta aquel talento de que saben usar los principiantes de la Lógica, pues pecan contra los principios de ésta en el error que admiten, precipitando las reglas en una cosa sobremanera ardua, y que debieran mirar con suma circunspección.”{23}

CLXXV. Consejo de Wolfio muy sagaz para el intento.

Yo no disputo por otra parte las luces naturales de los mismos, cuyos extravíos arguyo; ni quiero hacer injusticia, aun a los injustos. Dios es el dador de los talentos, y a ellos, como a nosotros, solo se nos pedirá cuenta de su uso, o abuso. El que hacen de sus facultades, y del nombre de la Filosofía les será muy costoso, así como es perjudicial para innumerables. En consideración a esto, dispuse la siguiente prevención para los buenos Filósofos, que es la parte principal de este Aparato. Los avisos que allí diere, no los juzgo tan necesarios para ellos, como para declararles mi intención; con la misma les ruego, y convido a trabajar en provecho de sus hermanos, y no en escándalo. No hay otra verdadera Filosofía; y ved aquí os trazo con el dedo un camino{24} mucho mas excelente.

——

{1} Eccles. cap. 12. v. 12.

{2} Eccles. cap. 12. v. 9. 10. 11.

{3} D. Clemens Alexandr. ex Script. n. 27. En Fleuri al prefac. de su histor. §. 28. edic. de August. año 1768. Versión Latina.

{4} S. Iren. lib. 3. cap. I. Epiphan. haeres. 51. n. 12. Fleuri Histor. lib. 2. §. 55. Propositum sibi maxime in Evangelio haereticos, velut Evionem, & Cerinthum, Jesu Christi divinitatem negantes, confutare , &c.

{5} Fleuri ibid. Contra eosdem errores suas etiam scripsit Epistolas.

{6} Tertul. Apologet. cap. 42. At ecce novam contra nos quaerelam: Vitae humanae commercio inutiles dicimur; quo autem argumento?

{7} Jerem. Trenor. cap. 2. v. 14. 15.

{8} Mr. L’Abbé Troublet Journail Chretien.

{9} Joseph. Antiquit. lib. 18. cap. I. & lib. 7. de Bello cap. 29. & 31. Et D. Hieron. in cap. 2. Epist. ad Titum

{10} Joann. cap. 8. Si ergo vos filius liberavit, vere liberi estis.

{11} Ad Roman. cap. 13.

{12} D. Petr. t. Epist. Subjecti stote omni humanae creaturae propter Deum, sive Regi tamquam praeexcellenti.

{13} Justin. Mart. Apologet. 2.

{14} Clem. Alexandr. lib. 4. Stromat.

{15} Justin. Mart. loc. cit.

{16} Tertul. in Apologet. cap. 31 & deinceps.

{17} Ireneus lib. 3. cap. 24.

{18} Arnob. lib. 4. adversus gent. Ignatius Mart. Epist. 2. ad Antioch.

{19} Judic, cap. 5. v. 8.

{20} Ad Roman, cap 13. v. 3. 4. Principes non sunt timore boni operis, sed mali. Vis autem non timere potestatem? Bonum fac… Dei enim minister est tibi in bonum. Si autem malum feceris, time: non enim sine causa gladium portat.

{21} Joan. c. 3. v. 12. Si terrena dixi vobis, & non creditis: quomodo si dixero vobis caelestia, credetis?

{22} Dictionnair. Antiphil. art. Incrédules.

{23} Wolf. Theolog. natur. p. 2. sect. 2. cap. 1. §. 415. not. Nimirum Athei Theorici qui abusu intellectus in errorem impium decidunt, videntur sibi caeteris acutiores. Unde vulgo voce Gallica Sprits forts appellari sueverunt, quasi viribus intellectus majoribus polleant quam caeteri. Quam ob rem, ut contrarium pateat, id omnino agendum, ut convincatur deesse illis acumen, quo polleant Primorum principiorum Lógicae periti, quoniam in admittendo errore contra ea peccant, in re maxime ardua non condonanda praecipitantia

{24} I. ad Corinth. 12. v. 30.

{Transcripción íntegra, renumerando las notas, del texto de este artículo, tomo 1, Madrid 1774, páginas 104 a 123.}