Juan Guillermo Draper 1811-1882Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia, Madrid 1876

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Capítulo VIII

Conflicto relativo al criterio de la verdad

La antigua filosofía declara que el hombre carece de medios para cerciorarse de la verdad. – Surgen distintas creencias entre los primeros cristianos. – Ineficaz remedio intentado por los Concilios para corregir esta divergencia. – Se introducen las pruebas por los milagros y las ordalías. – El papado recurre a la confesión auricular y a la Inquisición. – Perpetración de espantosas atrocidades para extirpar las diferencias de opinión. – Efecto del descubrimiento de las Pandectas de Justiniano y desarrollo del derecho canónico sobre la naturaleza de la prueba. – Se hace más científica. – La Reforma establece los derechos de la razón individual. – El catolicismo afirma que el criterio de la verdad reside en la Iglesia. – Reprime por la congregación del Índice la lectura de ciertos libros y combate a los disidentes por medios tales como la matanza de la noche de San Bartolomé. – Examen de la autenticidad del Pentateuco como criterio protestante. – Carácter espúreo de estos libros. – Para la ciencia, el criterio de la verdad reside en las revelaciones de la naturaleza: para el protestante, en la escritura: para el católico, en la infalibilidad del Papa.

«¿Qué es la verdad?» Era la pregunta apasionada de un procurador romano en uno de los más solemnes momentos de la historia. Y la Divina Persona que se hallaba ante él, y a quien iba dirigida la interrogación, no replicó [210]; a menos que en el silencio mismo no estuviese comprendida la respuesta.

A menudo y sin objeto se había hecho esta pregunta anteriormente; a menudo y sin objeto ha sido hecha después. Nadie hasta ahora ha dado una contestación satisfactoria.

Cuando en el albor de la ciencia, en Grecia, iba desapareciendo la antigua religión, como al salir el sol la neblina, los hombres piadosos y pensadores de aquel país cayeron en una desesperación intelectual. Exclama Anaxágoras lastimeramente: «Nada puede saberse, nada puede aprenderse, nada puede ser cierto; el sentido es limitado, la inteligencia débil, la vida corta.» Jenófanes nos dice que es imposible para nosotros tener certidumbre, ni aún cuando digamos verdad. Parménides declara que la misma constitución del hombre le impide averiguar la verdad absoluta. Empédocles afirma que ningún sistema religioso ni filosófico es digno de confianza, porque no tenemos criterio para ensayarlos. Demócrito asegura que ni aún las cosas que son verdaderas pueden darnos la certidumbre; que el resultado final de la investigación humana es el descubrimiento de que el hombre es incapaz del conocimiento absoluto, y que teniendo la verdad en su poder no puede estar seguro de ella. Pirrón nos advierte que reflexionemos sobre la necesidad de suspender nuestro juicio de las cosas, puesto que no tenemos criterio de la verdad; tan profunda incredulidad infundió en sus discípulos, que solían decir: «No aseguramos nada, ni aún siquiera que no aseguramos nada.» Epicuro enseñaba a sus discípulos que la verdad no puede nunca determinarse por la razón, Arcesilao, negando el conocimiento intelectual y de los sentidos, confesaba públicamente que nada sabía, ni su [211] propia ignorancia. La conclusión general a que vinieron los filósofos griegos era ésta: que en vista de la contradicción que ofrecen las pruebas de los sentidos, no podemos distinguir la verdad del error, y que es tal la imperfección de la razón, que no podemos afirmar la exactitud de ninguna deducción filosófica.

Debiera suponerse que una revelación de Dios al hombre tendría fuerza y claridad bastantes para disipar toda duda y destruir toda oposición. Un filósofo griego, menos pesimista que otros, se aventuró a afirmar que la coexistencia de dos formas de fe que pretendían ser reveladas por el Omnipotente Dios, probaba que ninguna de las dos era verdadera. Pero recordemos que es difícil para los hombres venir a una misma conclusión, aún en las cosas materiales y visibles, a menos de partir de un mismo punto de vista. Si la discordia y el recelo eran las condiciones de la filosofía trescientos años antes del nacimiento de Cristo, la discordia y el recelo eran las condiciones de la religión trescientos años después de su muerte. Véase lo que escribía Hilario, obispo de Poitiers, en su pasaje bien conocido sobre el Concilio de Nicea:

«Es cosa igualmente deplorable y peligrosa que haya tantos credos como opiniones entre los hombres, tantas doctrinas como inclinaciones y tantas fuentes de blasfemia como faltas entre nosotros, porque hacemos credos arbitrariamente y los explicamos con igual arbitrariedad. Cada año, cada luna, hacemos nuevos credos para describir misterios invisibles; nos arrepentimos de lo que hemos hecho y defendemos a los que se arrepienten; anatemizamos a los que defendimos; condenamos, ya las doctrinas de otros en nosotros mismos, ya las nuestras en otros; y destrozándonos unos a otros, hemos sido causa de nuestra propia ruina.» [212]

Estas no son meras palabras; pero la importancia de tal acusación propia puede apreciarse plenamente tan sólo por los que se hallan familiarizados con la historia eclesiástica de aquellos tiempos. Tan pronto como el primer fervor de los cristianos, con su sistema de benevolencia había declinado, aparecieron las disensiones. Los historiadores eclesiásticos afirman que: «Desde el siglo segundo empezó la lucha entre la fe y la razón, la religión y la filosofía, la piedad y el genio.» Para calmar estas disensiones, para obtener alguna expresión autoritaria, algún criterio de la verdad, se recurrió a las asambleas consultivas, que tomaron más tarde la forma de Concilios. Por mucho tiempo tuvieron tan sólo autoridad consultiva, pero cuando en el siglo IV había alcanzado el cristianismo el gobierno imperial, sus decisiones fueron coercitivas, hallándose apoyadas por el poder civil. Esto cambió por completo el aspecto de la Iglesia. Los concilios ecuménicos (parlamentos de la cristiandad) formados por delegados de todas las iglesias del mundo, eran convocados por la autoridad del Emperador; los presidía personal o nominalmente, armonizaba las diferencias y era de hecho el papa de la cristiandad. El historiador Mosheim, a quien me he referido antes más particularmente, hablando de estos tiempos hace notar que: «Nada había que excluyese al ignorante de las dignidades eclesiásticas; el partido salvaje e indocto, que consideraba todo saber, en especial la filosofía, como perjudicial a la piedad, engrosaba» y en consecuencia: «Las disputas del Concilio de Nicea ofrecieron ejemplo notable de la grandísima ignorancia y confusión de ideas, sobre todo en el lenguaje y explicaciones en que se hallaban los que aprobaron las decisiones de aquel Concilio.» Tan grande como ha sido su influjo en el mundo, [213] y con todo, «los antiguos críticos no están acordes en el tiempo ni el lugar en que se convocó, ni en el número de obispos que concurrieron, ni en el nombre del que lo presidió. No se extendieron actas de su famoso decreto, o a lo menos ninguna ha llegado hasta nosotros.» La Iglesia había venido a ser entonces lo que en el lenguaje de los políticos modernos se llamaría «una república confederada.» La voluntad del Concilio se determinaba por la mayoría de votos, y para asegurarla se recurría a toda clase de intrigas e imposiciones, sin desdeñar el soborno, la violencia y el influjo de las damas de la corte. El Concilio de Nicea había sido apenas aplazado, cuando fue obvio para los hombres imparciales que, como método de establecer un criterio de la verdad en asuntos religiosos, semejantes concilios habían sido un completo fracaso; los derechos de la minoría no fueron respetados por la mayoría. La protesta de muchos hombres de bien, de que el simple voto de una mayoría de delgados, cuyo derecho a votar nunca fue examinado ni autorizado, no podía aceptarse como medio para determinar la verdad absoluta, fue acogida con desdén, y las consecuencias fueron que se convocaran concilios contra concilios y que sus disputas y decretos contradictorios sembraran la confusión y la inquietud por todo el mundo cristiano, sólo en el siglo IV hubo trece concilios contrarios a Arrio, quince a su favor y diecisiete semi-arrianos: en todo cuarenta y cinco. Las minorías intentaron perpetuamente usar las armas de que la mayoría había abusado.

El imparcial escritor eclesiástico mencionado dice también que «dos errores monstruosos y calamitosos se adoptaron en ese siglo IV: 1º, que era acto de virtud engañar y mentir, cuando por este medio se obtenía algún [214] beneficio para la Iglesia; 2º, que cuando se sostenían y aceptaban errores religiosos después de las debidas amonestaciones, debían castigarse con penas civiles y tormentos corporales.»

No podemos ver sin asombro lo que en aquellos tiempos se consideraba popularmente como criterio de la verdad. Reputábanse establecidas las doctrinas según el número de mártires que las habían profesado o según los milagros, las confesiones de los demonios, de los lunáticos o de personas poseídas del espíritu maligno; así, San Ambrosio, en sus discusiones con los arrianos, presenta hombres poseídos del demonio, que al aproximarles las reliquias de ciertos mártires, reconocían con fuertes gritos que la doctrina nicena de las Tres Personas divinas era verdadera. Pero los arrianos le acusaron de haber sobornado a estos testigos infernales con una buena suma. Ya iban apareciendo tribunales de ordalías; durante los seis siglos siguientes, se consideraron como un recurso final para establecer la criminalidad o la inocencia, bajo las formas de pruebas del agua fría, del duelo, del fuego y de la cruz.

¡Qué total ignorancia vemos aquí de la naturaleza de la prueba y de sus leyes! Un acusado se hunde o nada, al ser arrojado a un estanque; se abrasa o no las manos, al coger un hierro enrojecido; el campeón que ha contratado, vence o es vencido en combate singular; puede o no estar en cruz más tiempo que su acusador, y su inocencia o su culpabilidad en el crimen imputado queda establecida! ¿Son estos criterios de verdad?

¿Es sorprendente que toda Europa estuviera llena de impostores milagros durante aquellas edades? ¡Milagros que son una desgracia para el sentido común del hombre! [215]

Mas el día inevitable vino al fin. Doctrinas y aserciones basadas en pruebas tan extravagantes, fueron envueltas en el descrédito que cayó sobre la prueba misma. Al aproximarnos al siglo XIII, hallamos la incredulidad extendiéndose en todas direcciones. Primero se ve claramente entre las órdenes monásticas, y luego se propaga rápidamente en el común del pueblo. Libros tales como El Evangelio eterno aparecen entre las primeras; sectas como las de los cataristas, valdenses y petrobrusianos, nacen en el último. Estaban de acuerdo en «que la religión pública y establecida era un sistema abigarrado de errores y supersticiones, y que el domino que el Papa había usurpado a los cristianos era ilegal y tiránico; que la pretensión del obispo de Roma de ser el señor soberano del universo, sin que ni príncipes ni obispos, ni poderes civiles o eclesiásticos tuvieran otra autoridad legal en la Iglesia o en el Estado, sino la que recibiesen de él, no tiene fundamento y es una usurpación de los derechos del hombre.»

Para contener este torrente de impiedad, estableció el gobierno papal dos instituciones: 1ª, la Inquisición; 2ª, la confesión auricular; esta última, como medio de información, y como tribunal de castigo la primera.

En términos generales, puede decirse que las funciones de la Inquisición eran extirpar por el terror las disidencias religiosas y asociar la herejía con las nociones más horribles; esto implicaba necesariamente la facultad de determinar lo que constituía la herejía. El criterio de la verdad estaba, pues, en poder de un tribunal a quien se fiaba el cometido de «descubrir y juzgar a los heréticos ocultos en las ciudades, las casa, los sótanos, los bosques, las cuevas y los campos.» Con tal salvaje ardor llevó a cabo su propósito de proteger los intereses de la [216] religión, que de 1481 a 1808 castigó trescientas cuarenta mil personas, y de éstas cerca de treinta y dos mil fueron quemadas. En sus primeros días, cuando la opinión pública no halló medios de protestar contra sus atrocidades, «condenó a muerte con frecuencia, sin apelación, en el mismo día de la acusación, a nobles, clérigos, monjes, ermitaños y seglares de todos rangos y condiciones.» En cualquier dirección que tomasen los hombres pensadores, hallaban lleno el aire de fantasmas pavorosos; nadie podía permitirse pensar con libertad, sin aguardar un castigo. Tan terribles eran los procedimientos de la Inquisición, que la exclamación de Pagliarici era la de muchos millares: «Es muy difícil para el hombre ser cristiano y morir en su lecho.»

La Inquisición destruyó en el siglo XIII los sectarios del Sur de Francia. Sus atrocidades poco escrupulosas extirparon el protestantismo en España e Italia; pero no limitó su acción a asuntos espirituales solamente y también se ocupó en contener a los disidentes políticos. Nicolás Eymeric, que fue inquisidor general del reino de Aragón cerca de cincuenta años y que murió en 1399, ha legado un espantoso testimonio de su conducta y de sus crueldades en su Directorium Inquisitorium.

Esta desgracia de la cristiandad, y sin duda de la raza humana, no tuvo siempre la misma constitución; variaba según los países. La inquisición papal fue continuación de la tiranía de los antiguos obispos, y la autoridad de éstos fue menospreciada por los oficiales del Papa.

Por acta del cuarto concilio lateranense, en el año 1215, el poder de la Inquisición se aumentó de un modo espantoso, hallándose en aquel tiempo formalmente establecida la confesión probada con un sacerdote (confesión auricular). Esto daba omnipresencia y omnisciencia a la [217] Inquisición en todo lo relativo a la vida doméstica, ningún hombre estaba seguro; en manos del sacerdote, la esposa y los criados se volvían espías; y desde el confesionario extraía y arrancaba sus más íntimos secretos. Llamado ante el temido tribunal, se le informaba simplemente de que había incurrido en sospecha de herejía; no se nombraba el acusador, pero la sortija de tornillo, la cuerda, el borceguí, la cuña y otros instrumentos de tortura, pronto orillaban aquella dificultad, y culpable o inocente, concluí por acusarse a sí mismo.

A pesar de todo este poder, no se correspondió a su objeto la Inquisición: cuando los herejes no pudieron luchar contra ella, la burlaron. Una incredulidad general inundó a Europa rápidamente; se negaba la Providencia, la inmortalidad del alma, el libre albedrío y que el hombre pudiera resistir la necesidad absoluta, el destino que le rodea. Estas ideas eran acariciadas en silencio por multitud de personas impulsadas por la tiranía eclesiástica; a despecho de la persecución aún sobrevivían los valdenses para propagar su declaración de que la Iglesia romana, desde Constantino, había ido degenerando de su pureza y santidad; para protestar contra la venta de indulgencias, las que decían que casi habían hecho inútiles la oración, el ayuno y las limosnas; para afirmar que era completamente ocioso orar por las almas de los difuntos, puesto que deberían hallarse ya o en el cielo o en el infierno. Aunque se creía generalmente que la filosofía o la ciencia era perniciosa a los intereses de la cristiandad y de la verdadera piedad, la literatura mahometana que entonces florecía en España iba haciendo conversos entre todas las clases de la sociedad; vemos muy claramente su influencia en muchas de las sectas que se presentaron; así, «los hermanos [218] y hermanas del espíritu libre» sostenían que «el universo proviene de emanación de Dios y volverá a él finalmente por absorción; que las almas racionales son otras tantas porciones de la suprema divinidad, y que el universo, considerado como un gran todo, es Dios.» Estas son ideas que sólo pueden sustentarse en un estado intelectual avanzado. Se dice que muchos individuos de esta secta fueron quemados, manifestando con imperturbable serenidad la alegría y el placer del triunfo: sus ortodoxos enemigos los acusaron de entregarse a sus pasiones en reuniones nocturnas y a oscuras, a las que asistían desnudos hombres y mujeres; una acusación semejante, como es bien sabido, se presentó contra los primeros cristianos por la sociedad elegante de Roma.

La influencia de la filosofía de Averroes era visible en muchas de estas sectas. Este sistema mahometano, considerado desde un punto de vista cristiano, conduce a la creencia herética de que el fin de los preceptos del cristianismo es la unión del alma con el Ser Supremo; que Dios y la naturaleza tienen la misma relación entre sí que el alma y el cuerpo; que no hay más que una inteligencia individual, y que un alma sola ejecuta todas las funciones espirituales y racionales en toda la raza humana. Cuando posteriormente, en tiempo de la Reforma, los averroístas italianos fueron requeridos por la Inquisición para dar cuenta de sí mismos, intentaron demostrar que existe una gran distinción entre la verdad religiosa y la filosófica; que cosas que pueden ser verdad filosóficamente, pueden ser falsas teológicamente, pretexto o disculpa que fue al cabo condenado por el concilio de Letrán en tiempo de León X.

Pero a pesar de la confesión auricular y de la Inquisición, [219] sobrevivían estas tendencias heréticas, y se ha dicho, con razón, que en tiempo de la Reforma se ocultaba en muchas partes de Europa un gran número de personas que sustentaban la enemistad más violenta contra el cristianismo; en esta clase perniciosa existían muchos aristotélicos, como Pomponazzi; muchos filósofos y hombres de talento, como Bodin, Rabelais, Montaigne; y como León X, Bembo y Bruno en Italia.

La prueba por los milagros empezó a caer en descrédito durante los siglos XI y XII. Los sarcasmos de los filósofos hispano-árabes habían llamado la atención de los eclesiásticos más ilustrados sobre su índole ilusoria. El descubrimiento de las Pandectas de Justiniano, en Amalfi en 1130, ejerció indudablemente una influencia muy poderosa, promoviendo el estudio de la jurisprudencia romana y diseminando mejores nociones en cuanto al carácter de la prueba legal o filosófica. Hallam presenta algunas dudas sobre la historia bien conocida de este descubrimiento; pero acepta que el célebre ejemplar de la biblioteca Laurentina de Florencia es el único que contiene los cincuenta libros completos, veinte años después, el monje Graciano coleccionó los varios edictos papales, los cánones de los concilios, las declaraciones de los Padres y Doctores de la Iglesia en un volumen llamado El Decreto, considerado como la primera autoridad en derecho canónico. En el siglo siguiente, Gregorio IX publicó cinco libros de Decretales y Bonifacio VIII más tarde añadió otro sexto. A estos siguieron las Constituciones Clementinas, siete libros de Decretales y un Libro de Instituciones, publicados juntamente por Gregorio XIII en 1580 bajo el título de Corpus Juris Canonici. El derecho canónico había ganado gradualmente un poder enorme por la intervención que había obtenido [220] sobre los testamentos, la tutoría de los huérfanos, el matrimonio y el divorcio.

El abandono de la prueba milagrosa y la sustitución de la prueba legal en su lugar, aceleraron la fecha de la Reforma. No podía admitirse por más tiempo la pretensión que en tiempos anteriores Anselmo, arzobispo de Canterbury, en su tratado de Cur Deus Homo, había sustentado de que debemos creer primero sin examen y podemos luego tratar de comprender lo que hemos creído de tal modo. Cuando Cayetano dijo a Lutero: «Tú debes creer que una sola gota de la sangre de Cristo es suficiente para redimir toda la raza humana, y la cantidad restante derramada en el huerto y el la cruz, fue legada al papa como tesoro de donde saliesen las indulgencias», el alma del obstinado monje alemán se revelaba contra tan monstruosa aserción, y no la hubiera creído aún cuando millares de milagros se hubiesen ejecutado en su favor. La práctica vergonzosa de la venta de indulgencias para redimir los pecados tuvo origen entre los obispos, quienes al necesitar dinero para sus placeres particulares, lo obtenían por este medio. Abades y monjes, a quienes este lucrativo comercio estaba prohibido, buscaron fondos sacando las reliquias en procesiones solemnes y cargando un impuesto por tocarlas.

Los papas, en sus apuros pecunarios, notando cuan productivas eran estas prácticas, quitaron a los obispos el derecho de hacer semejantes ventas y se lo apropiaron, estableciendo agencias, principalmente entre las órdenes mendicantes, para el tráfico. Entre estas órdenes había ruda competencia, jactándose cada una de ellas de la superioridad de sus indulgencias por su mayor influjo en la corte del cielo, sus relaciones familiares con la Virgen María y los santos de la gloria. Aún [221] contra Lutero mismo, que había sido monje agustino, se corrió la calumnia de que se había separado de la Iglesia porque un tráfico de esta clase se confirió a los dominicos y no a los de su orden, en los tiempos en que León X levantaba fondos para la edificación de San Pedro de Roma en 1517; y hay razones para pensar que León mismo, en los primeros tiempos de la Reforma, dio fuerza a esta afirmación.

Las indulgencias fueron, pues, la inmediata causa incitante de la Reforma; pero muy pronto se hicieron visibles los verdaderos principios que animaban la controversia. Descansaban en la cuestión: «¿Debe la Biblia su autenticidad a la Iglesia, o debe la Iglesia su autenticidad a la Biblia? ¿Dónde está el criterio de la verdad?»

No me es necesario relatar aquí los detalles bien conocidos de esta controversia, las asoladoras guerras y las escenas de sangre que originó: cómo puso Lutero noventa y cinco tesis en la puerta de la catredal de Wittemberg y fue citado a Roma para responder de esta ofensa: cómo apeló del Papa, mal informado en aquel tiempo, para ante el Papa mejor informado: cómo fue condenado por herético, y por lo tanto emplazado para un concilio general: cómo a través de las disputas acerca del purgatorio, de la transustanciación, de la confesión auricular y de la absolución, la idea fundamental que había en el fondo de todo el movimiento se puso de relieve: los derechos del juicio individual; cómo Lutero fue entonces excomulgado en 1520, y cómo, por reto, quemó la bula de excomunión y los volúmenes del derecho canónico que denunció porque excitaban la subversión de todo poder civil y la exaltación del papado; cómo, por esta hábil maniobra, atrajo muchos príncipes alemanes a sus opiniones; cómo, citado ante la Dieta imperial [222] en Worms, rehusó retractarse, y mientras estaba oculto en el castillo de Wartburgo, se extendían sus doctrinas y estalló en Suiza una reforma bajo Zwingli; cómo el principio sectario, envuelto en el movimiento, hizo que nacieran rivalidades y disensiones entre alemanes y suizos, y que aún se dividieran estos últimos entre sí, bajo el mando de Zwingli y Calvino; cómo la conferencia de Marburgo, la dieta de Spira y la de Augsburgo fueron ineficaces para reprimir los disturbios, y más tarde la reforma germánica anunció una organización política en Esmalcalda. Las disputas entre luteranos y calvinistas hicieron esperar a Roma que podría recobrar lo perdido.

No tardó León en descubrir que la reforma luterana era algo más serio que celos o rivalidades de monjes acerca de los provechos de la venta de indulgencias, y el papado se puso formalmente a trabajar para derribar a los revoltosos. Instigó las grandes y horrorosas guerras que por tantos años asolaron la Europa, y creó animosidades que ni el Tratado de Westfalia ni el Concilio de Trento, después de ocho años de debates, pudieron cortar. Nadie puede leer sin estremecerse las tentativas que se hicieron para extender la Inquisición en el extranjero. Toda Europa, católica o protestante, se horrorizó al saber la matanza de los hugonetes en la noche de San Bartolomé, el año 1572; no tiene rival en los anales del mundo, por su perfidia y atrocidad.

La senda desesperada en que había entrado el papado para echar abajo a sus contrarios, provocando guerras civiles, asesinatos y matanzas, fue del todo ineficaz; no tuvo mejor resultado el Concilio de Trento, que aparentemente se convocó para corregir, ilustrar y fijar con claridad la doctrina de la Iglesia, restaurar el vigor de su [223] disciplina y reformar la vida de sus ministros; pero fue de tal modo preparado, que una gran mayoría de sus miembros eran italianos y estaban bajo la influencia del Papa; de esto se desprende que los protestantes no podían aceptar sus decisiones.

El resultado de la reforma fue que todas las Iglesias protestantes aceptaran el dogma de que la Biblia es guía suficiente para todo cristiano. La tradición fue rechazada y asegurado el derecho de interpretación privada; se creyó que al fin se había encontrado el criterio de la verdad.

La autoridad atribuida de esta suerte a las Escrituras no fue restringida a materias puramente religiosas o morales; se extendió a los hechos filosóficos y a la interpretación de la naturaleza; muchos fueron tan lejos como en los antiguos tiempos Epifanio, que creía que la Biblia contenía un sistema completo de mineralogía. Los reformistas no toleraron ciencia alguna que no estuviese conforme con el Génesis; entre ellos había muchos que sostenían que la religión, que la piedad, no podrían florecer a menos de separarlas del saber y la ciencia. La máxima fatal de que la Biblia contiene la suma y esencia de todo saber útil o posible para el hombre, máxima empleada de antiguo con tan pernicioso efecto por Tertuliano y San Agustín, y que tan frecuentemente había sido reforzada por la autoridad papal, fue sostenida con ardor. Los jefes de la Reforma, Lutero y Melanchthon, determinaron expulsar la filosofía de la Iglesia. Lutero declaró que el estudio de Aristóteles es completamente inútil, y sus vilipendios contra el filósofo griego no tienen límite: ciertamente que es, dice, un demonio, un terrible calumniador, un malvado sicofanta, un príncipe de las tinieblas, un verdadero Apollyon, una bestia, [224] el mayor embustero de la humanidad, en quien difícilmente se halla la menor filosofía, un charlatán público y de profesión, un macho cabrío, un completo epicúreo, ese dos veces execrable Aristóteles. Los alumnos del filósofo eran, según Lutero, «sabandijas, orugas, sapos y piojos», y los aborrecía profundamente. Estas opiniones, aunque no expresadas tan enfáticamente, eran también las de Calvino. En todo cuanto se refiere a la ciencia, nada se debe a la Reforma: siempre estaba ante ella el lecho de Procusto del Pentateuco.

El día de más triste presagio que se registra en los anales de la cristiandad es aquel en que ésta se separó de la ciencia. Por ello se vio Orígenes, uno de los jefes y columnas de la Iglesia, obligado en aquel tiempo (231) a abandonar su cometido en Alejandría, y a retirarse a Cesárea. En vano, durante muchos siglos, hicieron los hombres instruidos de la Iglesia esfuerzos para, como se decía entonces, «extraer el jugo interior y médula de las Escrituras, que lo explicaría todo.» la historia universal desde el siglo III al XVI nos enseña cual fue su resultado, y la lobreguez de aquellos tiempos se debe a esta política. Aquí y acullá, es cierto, hubo grandes hombres, como Federico II y Alfonso X, que elevándose a un punto de vista superior y general, comprendieron el valor de la instrucción para el progreso, y en medio del terror de que los rodearon los eclesiásticos, reconocieron que sólo la ciencia puede mejorar la condición social del hombre.

La aplicación de la pena capital por diferencia de opiniones duraba todavía, cuando Calvino hizo quemar a Servet en Ginebra, comprendió todo el mundo que el espíritu de persecución no había concluido; la culpa de aquel filósofo era su creencia de que la doctrina genuina [225] de la cristiandad se había perdido aún antes del Concilio de Nicea, y de que el Espíritu Santo animaba todo el sistema de la naturaleza, como alma del mundo, y que será absorbido con Cristo al fin de todas las cosas en la sustancia de la divinidad de que ha emanado. Por esto fue quemado a fuego lento. ¿Hubo alguna diferencia entre este auto de fe protestante y el católico de Vanini, quemado asimismo en Tolosa por la Inquisición, en 1629, por sus Diálogos sobre la naturaleza?

La invención de la imprenta y la propagación de los libros introdujeron una clase de peligros que no podía reprimir la Inquisición. En 1559, el Papa Paulo IV instituyó la Congregación del Índice expurgatorio. Su obligación era examinar los libros y manuscritos que se destinaban a la publicación, y decidir si debía permitirse al pueblo su lectura; corregir los libros, cuyos errores no fuesen muy numerosos y que pudieran contener ciertas verdades útiles y saludables, para ponerlos así en armonía con las doctrinas de la Iglesia; condenar aquellos cuyos principios fueran heréticos y perniciosos, y conceder privilegios especiales a ciertas personas para leer libros prohibidos. Esta congregación, que a veces se reúne en presencia del Papa, aunque por lo general en el palacio de su cardenal presidente, tiene una jurisdicción mayor que la de la Inquisición, pues, no sólo adquiere conocimiento de los libros que contiene doctrinas contrarias a la fe católica romana, sino también de los que se refieren a los deberes morales, disciplina de la Iglesia e intereses de la sociedad. Su nombre proviene de las listas alfabéticas o índices de los libros y autores heréticos, escritas por su mandato.

El Índice expurgatorio de libros prohibidos sólo señaló al principio aquellas obras que era lícito leer; pero [226] viendo que esto era insuficiente, estableció que toda obra no autorizada era desde luego ilícita; medida audaz para impedir que llegase al pueblo ningún conocimiento, excepto los adecuados a los fines de la Iglesia.

Las dos comuniones rivales de la Iglesia cristiana, la protestante y la católica, estuvieron, pues, de acuerdo en un punto: en no tolerar la ciencia, excepto la que consideraban conforme con la Escritura. Hallándose los católicos en posesión de un poder centralizado, pudieron hacer respetar sus decisiones donde quiera que se reconocía su imperio, y fortalecer las moniciones del Índice expurgatorio; los protestantes, cuya influencia se hallaba difundida entre muchos focos de distintas naciones, no pudieron obrar de un modo tan directo y resuelto. Su manera de proceder era excitar el «odio teológico» contra el culpable, colocarlo en entredicho social; quizás este medio no es menos eficaz que el otro.

Como hemos visto en los capítulos anteriores, había existido un antagonismo entre la religión y la ciencia desde los primeros días del cristianismo; podemos contemplar cómo se extiende en toda ocasión propicia, durante siglos y siglos; lo vemos así en la caída del Museo de Alejandría, en los casos de Erigena y de Wiclef, en el desprecio con que los herejes del siglo XIII rechazaron el relato de la Escritura sobre la creación; pero sólo en la época de Copérnico, Keplero y Galileo fue cuando los esfuerzos de la ciencia para libertarse de la esclavitud en que estaba sujeta se hicieron indomables. En todos los países había disminuido grandemente el poder político de la Iglesia; conocieron sus jefes que las nieblas sobre las cuales estaba edificada se iban disolviendo; medidas represivas contra sus antagonistas, empleadas con éxito en tiempos antiguos, no podían aplicarse ya [227] ventajosamente, y más le podía perjudicar que favorecerle quemar un filósofo aquí y allá. En su gran conflicto con la astronomía, en el cual se destaca Galileo como la principal figura, sufrió una completa derrota; y como hemos visto, cuando fue impresa la obra inmortal de Newton, no pudo presentar resistencia, aunque Leibnitz afirmó a la faz de Europa que «Newton había arrebatado a la divinidad algunos de sus mejores atributos y minado los cimientos de la religión natural.»

Del tiempo de Newton hasta nosotros, la divergencia entre la ciencia y los dogmas de la Iglesia ha aumentado continuamente. La Iglesia declaró que la Tierra es el cuerpo central y más importante del Universo; que el Sol, la Luna y las estrellas son tributarios suyos; en estos puntos fue derrotada por la astronomía. Afirmó que un diluvio universal había cubierto la Tierra y que los únicos animales que sobrevivieron fueron los que se salvaron en el arca; en esto fue rectificado su error por la geología. Enseñó que había habido un primer hombre, que seis u ocho mil años hace fue creado de repente o sacado de la nada en un estado físico y moral perfecto, del cual cayó; pero la antropología ha demostrado que existían seres humanos en remotísimos tiempos geológicos y en un estado salvaje, poco superior al del bruto.

Muchos hombres de bien y de buenas intenciones han tratado de reconciliar los testimonios del Génesis con los descubrimientos de la ciencia, pero en vano; la divergencia ha crecido tanto, que ha llegado a ser oposición completa. Uno de los antagonistas tiene que desaparecer.

¿No podemos, pues, permitirnos examinar la autenticidad de este libro, que desde el siglo segundo ha sido erigido como criterio de la verdad científica? Para sostenerse [228] en una posición tan elevada, debe poder desafiar la crítica humana.

En los primeros tiempos del cristianismo, muchos de los más eminentes padres de la Iglesia tuvieron serias dudas respecto de la autoridad del Pentateuco entero. No tengo espacio, en la limitada extensión de estas páginas, para representar en detalle los hechos y argumentos que se presentaron entonces y luego. La literatura de este asunto es hoy día muy extensa. Puede el lector acudir, sin embargo, a la obra del piadoso e ilustrado dean Prideaux, El Antiguo y el Nuevo Testamento reunidos, uno de los ornamentos literarios del último siglo. Hallará también tratado el asunto más recientemente por el obispo Colenso. Los párrafos siguientes bastaran a dar una idea suficientemente clara del estado presente de la controversia.

Se afirma que el Pentateuco ha sido escrito por Moisés bajo la influencia de la inspiración divina; considerado así, como anales escritos de viva voz y dictados por el Todopoderoso, exigen acatamiento, no sólo de los científicos, sino del mundo entero.

Pero, ahora bien; en primer lugar, puede preguntarse: ¿Quién o qué ha dado crédito a esta grande pretensión?

No es el libro, por cierto; en ninguna parte lo indica, ni hace la impía declaración de que esté escrito por Dios Todopoderoso.

Hasta después del siglo segundo, no se impuso a la credulidad humana tan extravagante exigencia. Tuvo origen, no en la clase elevada de los filósofos cristianos, sino entre los fervorosos Padres de la Iglesia, cuyos escritos prueban que eran personas sin instrucción y sin espíritu de crítica. [229]

Cada época, desde el siglo segundo hasta nuestros días, ha producido hombres de grande ingenio, tanto judíos como cristianos, que han rechazado estas pretensiones. Sus decisiones se han fundado en la prueba intrínseca de los mismos libros; éstos presentan claras demostraciones de dos autores distintos, a lo menos, que se han llamado respectivamente Elohísticos y Jehovísticos. Hupfeld asegura que la narración Jehovística conserva señales de haber sido unos segundos anales originales, completamente independientes de la Elohística. Las dos fuentes de que se derivan las narraciones son en muchos puntos contradictorias; además es seguro que los libros del Pentateuco jamás se atribuyen a Moisés en las inscripciones de los manuscritos hebreos, ni en los ejemplares impresos de la Biblia hebrea, ni se les llama «libros de Moisés» en la versión de los Setenta, ni en la Vulgata, y sí únicamente en las traducciones modernas.

Claro es que no pueden atribuirse solamente a la autoridad de Moisés, puesto que registran su muerte; claro es que no fueron escritos sino muchos cientos de años después de aquel suceso, toda vez que hacen referencia a hechos que no ocurrieron sino después del establecimiento del gobierno de los reyes entre los judíos.

Ningún hombre puede osar atribuirlos a inspiración del Dios Todopoderoso: sus inconsecuencias, contradicciones e imposibles, expuestos por muchos ilustrados y piadosos modernos, alemanes e ingleses, son muy grandes. Deciden estos críticos que el Génesis es una narración basada en leyendas; que el Éxodo no es históricamente verdadero; que todo el Pentateuco no es histórico, ni mosaico. Contiene las mayores contradicciones e imposibles, suficientes para comprometer la credibilidad del todo; imperfecciones tan grandes y flagrantes [230] que destruirían la autenticidad de cualquier obra histórica moderna.

Hengstenberg, en sus Disertaciones sobre la autenticidad del Pentateuco, dice: «es la suerte inevitable de toda obra histórica falsa, caer en la contradicción; esto es lo que pasa en gran escala con el Pentateuco, por no ser genuino. Si el Pentateuco es falso, sus historias y leyes han sido elaboradas en porciones sucesivas y fueron escritas en el curso de muchos siglos por diferentes individuos. De este género de trabajos es inseparable una masa de contradicciones que la hábil mano del último editor nunca podría ser capaz de borrar por completo.»

Puedo agregar a estas observaciones lo que dice expresamente Ezra (Esdras, II, 14), que él mismo, ayudado por otras cinco personas, escribió aquellos libros en el espacio de cuarenta días. Dice que en tiempo de la cautividad de Babilonia, los antiguos escritos sagrados de los judíos fueron quemados, y da detalles particulares de las circunstancias en que fueron compuestos. Declara que emprendió escribir cuanto se había hecho en el mundo desde su principio. Se dirá que los libros de Esdras son apócrifos, pero en cambio puede preguntarse: ¿Se han dado pruebas de ello, capaces de resistir a la crítica moderna? En los primeros tiempos de la cristiandad, cuando la historia de la caída del hombre no se consideraba esencial al sistema cristiano y la doctrina de la expiación no había alcanzado la precisión que le dio Anselmo más tarde, era muy generalmente admitido por los Padres de la Iglesia que Ezra probablemente compuso el Pentateuco. Así dice San Jerónimo: Sive Mosem dicere volueris auctorem Pentateuchi, sive Esdram ejusdem instauratorem operis, non recuso. Clemente Alejandrino [231] dice que cuando estos libros fueron destruidos en el cautiverio de Nabucodonosor, Esdras, habiendo sido inspirado proféticamente, los reprodujo. Ireneo dice lo mismo.

Los incidentes contenidos en el Génesis, del primero al décimo capítulo inclusive (capítulos que por sus relaciones con la ciencia son de mayor importancia que otras partes del Pentateuco), han sido evidentemente compilados de fragmentos de leyendas de distintas autoridades. Todos ellos presentan a la crítica, sin embargo, particularidades que demuestran fueron escritos en las márgenes del Éufrates, y no en el desierto de la Arabia; contienen muchos caldeismos. Un egipcio no hablaría del Mediterráneo como si se hallase a su Oeste, y un asirio sí. Su exorno y maquinaria, si estas expresiones pueden usarse con propiedad, son completamente asirias, y no egipcias. Hubo tantos anales, que puede esperarse encontrar algunos en caracteres cuneiformes en las bibliotecas de barro de los reyes de Mesopotamia. Se asegura que una leyenda análoga a la del diluvio se ha exhumado ya, y que no está fuera de los límites de lo probable que el resto pueda obtenerse de un modo semejante.

De estas fuentes asirias tomó Ezra las leyendas de la creación de la tierra y el cielo, el jardín del Edén, el hacer al hombre de tierra y a la mujer de una de sus costillas, las tentaciones de la serpiente, el nombrar los animales, el querubín de la espada flameante, el diluvio y el arca, los vientos que secaron la tierra, la construcción de la torre de Babel y la confusión de lenguas. Empieza bruscamente la historia de los judíos en el capítulo onceno; en este punto cesa su historia universal y se ocupa de la historia de una sola familia, la de los descendientes de Sem.

El duque de Argyll, en su libro El Hombre primitivo, [232] refiriéndose a esta restricción, dice muy gráficamente: «En la genealogía de la familia de Sem tenemos una lista de nombres, que son nombres y nada más para nosotros. Es una genealogía que no hace más ni pretende hacer más que trazar el orden de sucesión entre algunas familias únicamente, aparte de millones de otras que ya existían en el mundo; no se da más que este orden de sucesión, y ni aún hay certidumbre completa de que éste sea consecutivo. Nada se nos dice de todo lo que hay detrás del velo de densas tinieblas delante del cual se hacen pasar estos nombres; y, sin embargo, en las raras ocasiones que se levanta un poco, podemos dirigir una ojeada y vemos grandes movimientos que se producen desde muy antiguo; ninguna forma se ve distintamente, y aún la dirección de aquellos movimientos tan sólo puede adivinarse, pero se oyen las voces de las grandes aguas.» Estoy de acuerdo con la opinión de Hupfeld de que «el descubrimiento de que el Pentateuco está sacado de varias fuentes o documentos originales es, fuera de toda duda, no sólo uno de los más importantes y fecundos para la interpretación de los libros históricos del Antiguo Testamento, o más bien para toda la teología y la historia, sino que es también una de las averiguaciones más positivas que se han hecho en el dominio de la crítica y de la historia de la literatura. Diga lo que quiera en contra el partido anticrítico, este dato puede sostenerse sin retroceder por ninguna cosa, mientras tanto que dure lo que se llama crítica; y no será fácil para un lector, superior al nivel de cultura que tenemos hoy día, si lo examina sin prevención y con espíritu recto de apreciar la verdad, sustraerse a su influencia.»

¿Qué, pues? ¿Renunciaremos a estos libros? Admitir [233] que la narración de la caída del Edén es legendaria, ¿no arrastra consigo la doctrina más solemne y sagrada del cristianismo, la de la redención?

¡Reflexionemos sobre esto! La cristiandad en sus primeros días, cuando convertía y conquistaba el mundo, sabía poco o nada acerca de esta doctrina. Hemos visto que Tertuliano en su Apología no la creyó digna de mención. Tuvo origen entre los herejes gnósticos y no era admitida por la escuela teológica de Alejandría; nunca fue presentada de un modo preeminente por los Padres, ni alcanzó el imperio que hoy tiene hasta los tiempos de Anselmo. Filón el judío habla de la historia de la caída como simbólica; Orígenes la considera como una alegoría. Quizás pueden ser acusadas con razón algunas de las Iglesias protestantes de inconsecuencia, porque la consideran en parte mitológica y en parte real. Pero si admitimos con ellas que la serpiente es símbolo de Satanás, ¿no debe esto dar cierto aire de alegoría a toda la narración?

Es de sentir que la Iglesia cristiana haya tomado sobre sus hombros la defensa de estos libros y que se haya hecho solidaria de sus manifiestos errores y contradicciones. La vindicación de éstos, si tal cosa fuera posible, debiera haber sido confiada a los judíos, entre los cuales nacieron y por quienes han sido trasmitidos hasta nosotros. Más todavía: debe sentirse profundamente que el Pentateuco, una producción tan imperfecta que no puede soportar el toque de la crítica moderna, se haya erigido en árbitro de la ciencia. Recuérdese que la exposición del verdadero carácter de estos libros ha sido presentada, no por capciosos enemigos, sino por ilustrados y piadosos hombres de la Iglesia, algunos de ellos de la más elevada dignidad. [234]

Mientras las Iglesias protestantes han insistido en el reconocimiento de la Escritura como criterio de la verdad, ha declarado la católica en nuestros propios tiempos la infalibilidad del papa. Puede decirse que esta infalibilidad se refiere sólo a las cosas morales o religiosas; pero ¿dónde se trazará la línea de separación? La omnisciencia no puede limitarse a un estricto grupo de cuestiones; en su propia naturaleza implica el conocimiento de todo, e infalibilidad quiere decir omnisciencia.

Sin duda que si se admiten los principios de cristianismo italiano, su consecuencia lógica es la infalibilidad del papa; no hay necesidad de insistir en la naturaleza antifilosófica de esta concepción; se destruye por un examen de la historia política del papado y por las biografías de los papas. La primera enseña todos los errores y equivocaciones a que está sujeta una institución completamente humana; las segundas son con demasiada frecuencia una historia de pecados e ignominias.

No era posible que la autoritativa promulgación del dogma de la infalibilidad del papa hallase universal acogida entre los católicos ilustrados; graves y profundas disensiones se han producido. Una doctrina tan repulsiva al sentido común no podía tener otro resultado. Hay muchos que afirman que si la infalibilidad existe en alguna parte, es en el Concilio ecuménico, y sin embargo, estos concilios no han estado siempre conformes entre sí. Hay muchos también que recuerdan que los concilios han depuesto papas y han hecho caso omiso de sus clamores y contiendas. No sin razón preguntan los protestantes: ¿qué prueba puede darse de que la infalibilidad existe completamente en la Iglesia? ¡Y qué prueba hay de que la Iglesia haya estado siempre real y justamente representada en un concilio? ¿Y por qué se [235] averiguará la verdad por el voto de una mayoría mejor que por el de una minoría? ¡Con cuánta frecuencia ha sucedido que un hombre, colocándose en un punto de vista acertado, ha demostrado la verdad, y después de haber sido denunciado y perseguido por todos los demás, se han visto obligados éstos más tarde a adoptar sus declaraciones! ¿No es esta la historia de muchos grandes descubrimientos?

No toca a la ciencia arreglar estas opuestas pretensiones; no toca a ella determinar si el criterio de la verdad para el hombre religioso se hallará en la Biblia o en el Concilio ecuménico, o en el Papa. Pide sólo el derecho, que tan voluntariamente concede a los otros, de adoptar su propio criterio. Si considera desdeñosamente las leyendas no históricas; si contempla con suprema indiferencia el voto de las mayorías en la determinación de la verdad; si abandona al tiempo y a la lógica de los acontecimientos futuros el hacer justicia a las pretensiones humanas sobre la infalibilidad, la misma fría impasibilidad con que contempla estos asuntos, conserva para examinar sus propias doctrinas. Abandonaría sin vacilar las teorías de la gravitación o de las ondulaciones si hallase que son inconciliables con los hechos. Para ella el volumen de la inspiración es el libro de la naturaleza, cuyas hojas siempre están abiertas ante los ojos de los hombres; confrontándolo todo, no necesita sociedades para su diseminación. En extensión infinita, eterna en duración, nunca han podido nada contra ella ni el fanatismo ni la ambición humana. En la tierra se manifiesta por todo lo que es hermoso y magnífico, y en el cielo son sus letras soles y mundos.


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Draper
Historia de los conflictos
BFE · FGB
 Oviedo 2001
Madrid 1876
páginas 209-235