Enrique Suñer Ordoñez | Los intelectuales y la tragedia española |
Capítulo VIISumario: Mi experiencia como Consejero de Instrucción pública. – Labor revolucionaria. – Actuaciones públicas y privadas de los intelectuales. – Debilidad de la Dictadura de Primo de Rivera. Durante los últimos años de la Dictadura, sin figurar en ningún partido político ni tener actividad de ninguna clase en este sentido, por mi cargo de Consejero de Instrucción pública, tuve, con ocasión de formar parte de tribunales o de contribuir a su constitución, motivo sobrado para conocer el «mar de fondo» existente entre mis colegas de las distintas Facultades. Aun cuando mi actuación era meramente ciudadana, no obstante que el guión de todos mis actos brillaba con los colores de los más puros sentimientos nacionales, emblema de mis creencias, el mero hecho de no sumarme a la campaña desencadenada por el profesorado masón, marxista y loco contra lo representado por Primo de Rivera, bastó para considerarme en entredicho y merecer la excomunión de los pontífices de la extrema izquierda intelectual. Desde el primero al último de ellos, [76] estos señores han tenido como lema mantener su predominio, utilizando habilidades y toda clase de ardides para el triunfo, presentándose públicamente, y frente al Dictador, como seres austeros, incorruptibles e incapaces de claudicar o de colaborar en ningún sentido contra las fuerzas gobernantes. Mas todo esto se manifestaba de puertas afuera; otra canción era la que sonaba por dentro. En un cónclave universitario, en una peña de café, en la «cacharrería» del Ateneo madrileño, los aludidos extremaban sus ataques contra el jefe del Gobierno, sus ministros y los ciudadanos insumisos a sus mandatos y opiniones. En la intimidad tomaban resoluciones «contemporizadoras», pero, siempre con alguna disculpa más o menos afortunada, procuraban cohonestar sus apetitos, concupiscencias y torcidas intenciones con la pureza de los principios democráticos y los mandatos de la «Liga de los Derechos del Hombre». Cuando Marañón fue encarcelado como consecuencia de conspiraciones, sus compañeros de intrigas políticas redactaron un famoso documento, en el que en los más elevados tonos expresaban el amor a la libertad y los imperativos de la conciencia humana. El habeas corpus esparcía en latín su jurídico origen, rector de las civilizadas organizaciones de la vida política y social. Mas cuando el peligro bolchevique, previsto por unos cuantos españoles, entre los cuales tengo la honra de contarme, dio lugar a las matanzas de hombres, mujeres y niños, insuperadas en la [77] historia de los pueblos bárbaros, cuyo término no puede preverse en la fecha que escribo estas líneas, ninguna de aquellas vestales del templo de Themis tuvo la ocurrencia de protestar en la misma forma ante los verdugos. Fue lo contrario lo que hicieron: firmar documentos de adhesión a la causa de los rojos, pronunciar conferencias por radio enaltecedoras de un Gobierno de asesinos y ladrones, mandar kilométricas cartas de adhesión, como las enviadas por el Dr. Márquez a la prensa extremista dominante, y dejar correr la especie de que todo eso había sido hecho por temor a las represalias y bajo el imperio de la fuerza. ¡Como si la cobardía pudiese ser una justificación de villanas conductas, ni servir de excusa ante los honorables conciudadanos ni frente al juicio de la Historia! Lo evidente fue que los protestantes peripatéticos de entonces se transformaron en los mansos corderos de ahora, y que todas aquellas retórico-jurídicas manifestaciones de los tiempos dictatoriales se convirtieron en sumisiones vergonzosas o en repulsivos artículos llenos de perversidad, como el aparecido bajo el título de «La justicia» (mes de agosto de 1936) firmado por Ossorio y Gallardo –figura repugnante que pasará al futuro como la expresión del más original tipo de farsante trágico–, en un periódico madrileño, incitando a las milicias rojas al asalto de la Audiencia, lo que hicieron al siguiente luctuoso día, en el que dignos magistrados perdieron su vida, Tribunales honorables [78] desaparecieron, y en su lugar se instalaron otros con mayoría de jueces –¡qué sarcasmo!– populares, presididos por la figura vil de un catedrático de Valencia, Mariano Gómez, al servicio de la anarquía y del crimen. En los tiempos de Primo de Rivera, estas personas, probablemente dolidas de la pérdida de su influencia, así como de los beneficios que venían disfrutando en los anteriores años de los Gobiernos constitucionales, se mesaban públicamente los cabellos como las plañideras de los tiempos heroicos de la antigüedad pagana, y haciendo uso de los desacreditados principios de la Revolución francesa, exclamaban, como los hipócritas jueces de Jesús: «¡Blasfemaste!» Por este modo de actuar, cuando Marañón fue detenido, el cónclave de la juridicidad: los Jiménez Asúa, los Sánchez Román, unidos a literatos y filósofos conocidos, se dedicaron en el Ateneo, en la prensa –a pesar de la censura–, en las tertulias cortesanas y en las mesas de los cafés a proclamar la injusticia con que el Gobierno actuaba, y el peligro que el Régimen establecido representaba para la libertad. Entonces no decían con el personaje de marras: «¡Oh libertad, cuántos males causas en el mundo!»{2}; todo lo contrario: «¡Oh Dictadura, qué tiránica eres!» [79] La campaña para sacar a Marañón de la Cárcel Modelo, se hizo según el perfecto patrón de la organización intelectual de la sapiencia, por los actuantes consagrada como indiscutible. Secuaces del prisionero iban con el famoso escrito de las sumidades jurídicas recogiendo firmas por todas partes. No perdonaban sitio donde hubiese alguna personalidad, fuese de su bando o del contrario, sin tratar de conseguir la adhesión y recoger la firma. En claustro de la Facultad de Medicina se trató también del mismo asunto. No se limitaba la petición de los proponentes a solicitar gracia del Ministerio, sino que se demandaba justicia con tonos violentos y de protesta. Tuve yo que oponerme a la consignación de esta última, representativa de una ofensa intolerable para el Poder público, y me sumé a demandar el excarcelamiento, en nombre de un sentimiento de afección y compañerismo, que fue, por cierto, muy poco agradecido por el interesado, como tuve ocasión de comprobar pasado el tiempo. Este trabajo intenso de ayuda al encarcelado no tenía punto de reposo. Era evidente que, al lado del interés por la persona, se ocultaba una campaña para el descrédito de la Dictadura. En el Instituto Llorente, encontrándome a la sazón en compañía del Dr. Mejías (D. Jerónimo), entró uno de los ayudantes de Marañón con la [80] instancia subversiva, y allí solicitó nuestra firma. Como nos negásemos a estamparla por la existencia de párrafos injuriosos para los ministros, y especialmente ofensivos para el presidente del Gobierno, el portador a pesar de haberle dado la noticia de mi cooperación a la demanda de libertad de la Facultad de Medicina, se volvió con tonos airados y nos amenazó con represalias en el porvenir, por el delito de «lesa majestad» de no someternos a los dictados de una imposición incorrecta e inoportuna. El caso del castigo de Marañón dio motivo para conocer una vez más la existencia de una asociación de «fuerzas intelectuales», numerosas, activas, perfectamente organizadas, que extendían, a la orden de los superiores, sus tentáculos por los ámbitos del Ateneo, Universidades, Laboratorios, Hospitales y tertulias más o menos profesionales. Prevaliéndose estas organizaciones del caritativo sentimiento de los españoles independientes y nobles, de la suicida tendencia de nuestro carácter a ir en contra de los principios autoritarios; cultivando el egoísmo o la cobardía de los que creían ver el triunfo de los anarquizantes cerebros de los hombres cultos, integradores del movimiento contrario al General dictador, los agentes de las conocidas empresas lograron producir ruido y hacer una propaganda no contrarrestada por fuerzas análogas y contrarias, ni por la energía debida en los hombres del Gobierno. La Dictadura, sirva esto a modo de digresión, [81] pecó en varias ocasiones, aun habiendo procurado al país grandes beneficios. Uno de los defectos más graves en que incurrió fue, a juicio mío, el no haber sabido obrar, cuando las oportunidades se presentaron propicias, con métodos «dictatoriales» en los que la justa represión alcanzara el grado necesario. No obstante el sistema de multas, destituciones y otras medidas parecidas, el noble corazón de Primo de Rivera mostróse débil para derramar sangre. Hubiera entonces bastado con la pérdida de vidas de uno de los días actuales, para que el imperio de la ley y el respeto sagrado a las autoridades hubiesen sido hechos tangibles. Con unas cuantas docenas de penas capitales impuestas a los de arriba, y las necesarias deportaciones y expulsiones del territorio nacional, muchos de los energúmenos, agitadores y cobardes revolucionarios causantes de nuestras presentes desdichas hubiesen callado con silencio absoluto. No fue así; el sino de España tenía trazados otros derroteros, bien desgraciadamente experimentados. Pasa con la autoridad lo que sucede con los valientes de oficio. Al principio estos últimos causan espanto; nadie se atreve a provocarlos, ni siquiera a llevarles la contraria, por abusivas que sean sus manifestaciones, hasta que un desesperado, en arranque impulsivo, les propina una bofetada. Generalmente, a continuación, todos los cobardes se ceban sobre el sujeto, hasta que concluyen con su historia de majezas y valentías. [82] No quiero con esto decir que el Dictador ni sus Ministros fuesen comparables al valentón de nuestra literatura clásica. Es, para mí, la figura del general Primo de Rivera una de las más nobles y excelsas de la Historia nacional. Mas su bondad extremada, sobresaliendo de su valor nativo, le colocaba en el trance de aguantar lo que no debió consentir nunca. Un excesivo respeto a los hombres de ciencia, a los profesores –por cierto, tan mal agradecido por una gran parte de ellos–, una creencia equivocada en el fuero universitario, un desprecio, en el fondo, a las artes de la doblez y de la intriga, le hizo, sin duda, claudicar con respecto a la pérfida obra institucionista, dejándose cazar como débil mariposa en las redes que expertos entomólogos le tendían. El «caso Marañón» fue una prueba indiscutible de la ingratitud artera con que procedían los conjurados, en relación con personas torpes, ignorantes y neutras, inconscientemente asociadas a la táctica destructora. No dejaron de hacerse advertencias patrióticas a ciertos ministros, durante la etapa civil del Régimen gobernante, acerca de la necesidad de recoger y encuadrar fuerzas intelectuales de orden, para contrarrestar la campaña que venía haciéndose por los conocidos agitadores. Desgraciadamente, no se dio la importancia suficiente a estas indicaciones, sin duda por la modestia de quien las formulaba, y los buenos deseos no tuvieron el esperado eco. Una excepción es necesario establecer con la [83] ilustre personalidad, tan combatida por los enemigos de la Patria, del general Martínez Anido. Este verdadero español, con mirada certera y perspicaz, trató, desde el primer momento, de contrarrestar, no con crueles, sino con justas medidas, la actuación inequívoca de los intelectuales agitadores. ¿Tuvo la necesaria asistencia de los hombres de gobierno que con él colaboraban? Me permito dudarlo; pues, si así hubiese sido, la experiencia segura y el atinado criterio de este ilustre general seguramente hubiesen puesto coto a las descaradas intervenciones de los enemigos. Una leyenda negra, continuadora de la nacida en Barcelona, por acción de los comunistas, anarquistas, atracadores y asesinos que pululaban a su antojo por las calles de la gran ciudad española, causando incesantes víctimas, cuyo término se debió a la eficaz y enérgica labor del general Martínez Anido, se comenzó a esparcir también por los mentideros madrileños. Cuando la difamación, la insidia y la calumnia se desenvuelven sin que nadie les ponga obstáculo, el efecto es siempre fatal. Así sucedió en este caso. Debilidades y complacencias, espejismos de captación y benevolencias insanas, permitieron que la obra de desgaste continuase sin término ni freno. Entonces se formó la atmósfera irrespirable en que se había de asfixiar la Dictadura. ——— {2} Queremos aludir con el recuerdo de esta frase histórica a las protestas contra la política de los rojos hechas posteriormente y a destiempo por los primates de la intelectualidad causantes de la tragedia, en las que rezuma el motivo egoísta del interés personal comprometido por las [79] Hordas rojas, que antes de la contrarrevolución eran para Marañón, Ortega y Gasset, Pérez de Ayala y tantos otros el legítimo progreso y la verdadera libertad. Dígalo, si no, la Asociación de Amigos de los Soviets, en la que aparecía alguno de los nombres citados.
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Enrique Suñer Ordoñez | Los intelectuales y la tragedia española 2ª ed., San Sebastián 1938, págs. 75-83 |