Enrique Suñer Ordoñez | Los intelectuales y la tragedia española |
Capítulo XIIISumario: Estado de la Monarquía en 1930 y 1931. – Influencia de las ideas «bolcheviques». – Siembra de la indisciplina y de la rebeldía. Los «sucesos de San Carlos». Los años de 1930 y 31 fueron los de la verdadera debacle de la España monárquica. El Gobierno Berenguer no supo ni pudo evitar el derrumbamiento de un régimen tantas veces secular, y la caída de la Dictadura sonó en los oídos de los revolucionarios como el signo claro de la terminación de un pasado y el comienzo de una nueva era, en la que se mezclaban aspiraciones, intrigas, arrivismos, sentimientos de venganza, odios infinitos y concupiscencias múltiples: todo ello presidido por la diosa de la Locura. La inversión de valores se proyectaba y dibujaba con claro relieve en las perspectivas. La sola organización pujante en esta raza profundamente individualista, era la productora de una anarquía destructora. Los intelectuales del Ateneo y de la Universidad, convencidos de que el Estado se hallaba en los [140] estertores de la agonía, apretaron los ataques contra el mismo, infundiendo el hálito de la rebeldía por todas partes. La intervención famosa de Sánchez Guerra dio la medida de la disolución de la disciplina a que habíamos llegado. Después de su intentona de Valencia y de cuanto había conspirado contra el régimen gobernante fenecido, su soberbia psicopática, libre de toda traba, no tuvo límite que la contuviera ni freno que la parase. ¿Habrá existido alguna vez, en país civilizado, un Gobierno tan débil como el que permitió aquella lamentable arenga del Teatro de la Zarzuela? ¿Se habrá dado en la Historia Universal, en algún momento, el caso de un ex Presidente del Consejo de Ministros expeliendo, entre congojas e iras, toda la inmundicia oral evacuada por Sánchez Guerra contra su monarca? No soy historiador; pero, ciertamente, mi sentido común se resiste a comprender que haya podido existir alguna vez en un pueblo de cultura europea una tal dejación de autoridad por parte del Poder público. Por muy grande que fuese la responsabilidad de Alfonso XIII, no era la persona del que había sido su primer Ministro la llamada a intervenir en aquella agreste, ruda e insoportable catilinaria. Se apeló con aquel discurso al escándalo, y el consentimiento del mismo, la incitación a la indisciplina militar salida de los labios del correligionario de D. Antonio Maura, colmó todos los apetitos más insanos e [141] hizo el juego a los judío-marxistas, promovedores de la baja injustificada de nuestra peseta, enemigos entonces del hombre mártir, esperanza desvanecida en nuestros días: de Calvo Sotelo. Cuando públicamente se insultaba al Jefe del Estado sin que los Ministros reaccionaran; cuando personalidades monárquicas de primera línea dejaban pasar injurias y calumnias sin la menor señal de protesta, ¿cómo podía extrañar que, en los Centros académicos, profesores y alumnos bolchevizantes acentuaran su ofensiva y se lanzaran por las vías de una turbulencia feroz, incompatible con el derecho de enseñar y de aprender? Diariamente, San Carlos y el edificio de la calle Ancha de San Bernardo eran teatro de revueltas, manifestaciones, gritos intolerables, palabras soeces y colocación de banderas rojas; porque, en la fecha a que nos referimos, era ya el «rojo» el color de moda, y nadie pensaba en la enseña tricolor, engendro posterior, necio y ridículo, de la fracasada República. Estos graves desmanes y violencias sólo eran contrarrestados por el formidable espíritu de la heroica juventud escolar tradicionalista. El socialismo, el comunismo, el sovietismo, Rusia, ¡sí, Rusia!, eran, en 1930, los postulados ideológicos de las masas docentes. Por eso, los que hemos vivido y sufrido los terribles días de la vida académica en la época que pudiéramos llamar berengueriana, tenemos el derecho de afirmar que la revolución producida no se hacía por la República, [142] simple o falsamente preconizada por el melifluo Alcalá Zamora, sino por el triunfo de un exaltado marxismo. A raíz del discurso de Sánchez Guerra, el «hombre de moda», el Dr. Marañón, dijo con toda publicidad esta frase, reveladora de una posición íntima, mal contenida: «¡La Revolución está en marcha!» En un periódico por entonces aparecido, cuyo nombre se ha borrado de mi memoria, leí también este pensamiento del mismo agitador: «¡El ser republicano es no ser nada!» Y cuando algunos españoles que creíamos no haber perdido la cabeza, nos oponíamos a la absurda rebeldía de la inexperta juventud, el inquieto colega respondía a nuestras patrióticas pretensiones con frases como las siguientes: «Pues bien, nosotros agregamos ahora que, en efecto, el joven debe ser indócil, fuerte y tenaz. Debe serlo, y si no lo es, sería indigno de su partida de bautismo.» O decía: «La juventud es esencialmente indelicada. Cuando un mozo no hiere a alguien en su camino, es un joven anormal, o por ausencia de verdadera juventud o por exceso de sensibilidad social, que toca, como dice Spranger, con el más despreciable filisteísmo.» Estos pensamientos, divulgados por la Prensa, servían de fundamento doctrinal a la Revolución, activamente en camino; daban tono a otras manifestaciones análogas y alentaban, al mismo tiempo que trataban de justificar, los desmanes de la plebe estudiantil, encuadrada, salvo una minoría, en la dirección de la táctica de los «fueístas». [143] El hombre que así hablaba, tiene ahora (25 de febrero de 1937) la desaprensión de manifestar, en una entrevista celebrada con un redactor de Le Petit Parisien, las siguientes ideas: «He sido engañado. Me he equivocado. Salvo algunos católicos modernistas, obstinados en su prejuicio en favor de los comunistas, todos los intelectuales de España hablan como yo, piensan como yo, han tenido que huir como yo de la España republicana para salvar su existencia.» El orgullo le ciega; su atrevimiento y desconsideración siguen siendo inauditos: ¿Es que por ventura no había «intelectuales» en España previsores de la catástrofe que se preparaba?; ¿es que en ese «todos» se excluyen como residuos despreciables a los que opinaron de modo diferente? ¡Pues vaya un arrepentimiento el del Dr. Marañón! Busca hasta en los errores causantes de los crímenes rojos la posición elevada de siempre. Todos sus compañeros no afectos a su anterior ideología, no se cuentan porque no tienen ningún valor científico. A no ser que la palabra «intelectual», en el sentido marañonesco, represente un calificativo pésimo, en cuyo caso, con gusto y honor, nos apartamos de su clasificación, y tenemos en grande estima la exclusión que hace de unos modestos españoles más amantes de la Patria que de las ejecutorias que el grupo de los «equivocados» puedan dispensarnos. No, ciertamente, no hay sincera enmienda en las mencionadas declaraciones. Sólo existe una hábil [144] táctica para que la inocente mediocridad hispana, asistida e influenciada por los rojos disimulados e infiltrados, desgraciadamente, en nuestro territorio nacional, reaccione cándidamente en favor del arrepentido. ¡Al lazareto, al lazareto, doctor Marañón!, eso, por lo menos, a no ser que, imitando a los samuráis víctimas de los grandes errores, se decida el perseguido –según él– por los rojos a practicarse el harakiri, tributo que los nobles y heroicos nipones pagan a las equivocaciones inundantes del suelo nativo con un mar rojo de sangre noble de buenos patriotas, de mujeres indefensas, de niños y jóvenes inocentes. Por esto hacemos nuestras las justas palabras con que termina el relato de la entrevista mencionada La Voz de España (25 de febrero de 1937): «La Patria es muy sagrada para que se juegue con su porvenir por un trágico desdén.» Esta complicada y antinacional psicología fue la verdadera incubadora de las desdichas inmensas de la hora que vivimos. Ella explica la caída vertical del año 1931, cuya simbólica expresión fueron «los sucesos de San Carlos», en los cuales tuve una marcada intervención, como referiré inmediatamente. Los estudiantes de la Universidad, particularmente los de la Facultad de Medicina, alentados por los profesores de sobra conocidos, instrumentos conscientes, en su mayor parte, de la Revolución empeñada, habían pasado del período de algazaras, gritos, insultos, manifestaciones callejeras y [145] carteles, al de provocaciones sangrientas contra la fuerza pública. Las armas de fuego entraban constantemente en acción más o menos extensa. Rara era la semana en que no hubiese que lamentar algún incidente desgraciado o, por lo menos, desagradable. La calle de Atocha se había convertido en campo de batalla habitual, y la terraza del viejo edificio de San Carlos en reducto formidable desde el cual las huestes escolares, vestidas de blanco, con la cara tapada por gasas o pañuelos, arrojaban proyectiles de todas clases contra los guardias de Orden público. El asalto a los pisos superiores de la Facultad era el cuento de todos los días, y la violación de las férreas puertas que impedían el acceso, era obra de fácil realización, que tenía lugar con demasiada frecuencia. Una serie de motines escolares, ora realizados en la Universidad, ora en San Carlos, terminados por pedreas, ladrillazos y disparos, sucedíanse casi sin interrupción durante los meses de octubre, noviembre, febrero y marzo del aciago curso académico de 1930 a 1931. Las enseñanzas, prácticamente, habían desaparecido, así como la tranquilidad indispensable en un ambiente espiritual propicio para la investigación y el estudio. Algunas de estas «revueltas», o mejor, «explosiones», cada vez más frecuentes, de una «revolución en marcha», según la frase de Marañón expuesta a raíz del discurso de la Zarzuela, habían trascendido a la Prensa internacional, con exposición no sólo de textos, sino también [146] de fotografías. El día de los «sucesos de San Carlos» (25 de marzo de 1931), el repórter fotográfico de «L'Illustration» francesa, hizo pruebas muy interesantes y absolutamente demostrativas de la actuación escolar contra la fuerza pública. En ellas se veían estudiantes disparando en la calle de Atocha contra los agentes, y también se recogieron gráficas demostraciones del ataque dirigido desde la terraza de San Carlos por los individuos vestidos con las blancas blusas del trabajo clínico y los «gazoletos» disimuladores de la cara, máscaras utilizadas para eludir la responsabilidad y la personal denuncia; porque aún se temía en aquellos días la intervención de la policía y de la fuerza pública, cuya autoridad, aunque muy mermada por el abandono en que se la dejaba, depresor de su moral, todavía infundía un cierto temor a los enemigos de España. Un ataque más violento que el de los días anteriores constituyó lo que en la Prensa y en la Historia se conoce con el nombre de los «sucesos de San Carlos». Por la mañana de ese día comenzaron a formarse «grupos» en la calle de Atocha. Ante su levantisca actitud, los bedeles cerraron las puertas del viejo edificio, que sólo se abrían a profesores y alumnos internos, llegados individualmente a la Facultad de Medicina. Sin duda, los dirigentes habían decretado la producción de un fuerte golpe, audaz y decidido, en combinación con las «masas» de la Casa del Pueblo, estratégicamente colocadas, [147] en espera, en la Glorieta de Atocha, a retaguardia de los escolares. Tenían dichos elementos por consigna la invasión de la Facultad, provistos de armas cortas, en su mayor parte proporcionadas por el Ateneo de Madrid. En estas circunstancias, el cierre de la puerta principal de la calle de Atocha constituía un obstáculo para el propósito. Tal dificultad fue vencida por cierto catedrático, quien, al llegar a la Facultad, ordenó al portero, sorprendido y obediente a la indicación del mismo, que facilitase la entrada a los que le seguían. De esta manera penetraron en el edificio de la Facultad de Medicina insurgentes de todas clases: estudiantes y obreros, mezclados y dispuestos a realizar su obra revolucionaria. Al poco tiempo de su entrada, San Carlos era un fortín desde el cual, sin escrúpulo alguno, se disparaba contra todo agente de Orden público que aparecía en la vía principal o en las calles vecinas. Hubo heridos, algunos de mucha importancia, y como la refriega adquiriese verdadera gravedad, se telefoneó a la Dirección general de Seguridad. El general Mola, ilustre caudillo de nuestra epopeya nacional, después de tomar la venia indispensable del Ministro de la Gobernación, dispuso la reacción ofensiva de la fuerza (guardias de Orden público y Guardia civil), ajustándose, naturalmente, a los mandatos y prescripciones de la Superioridad, por desgracia insuficientes. El ilustre general Mola, en sus interesantes [148] «Memorias», ha dejado un vivo recuerdo, documento inapreciable para la Historia de España, de su actuación y de las diversas incidencias y motivos que determinaron la conducta que siguió y de la cual, en absoluto, es irresponsable. Un guardia civil alevosamente muerto en la Posada de San Blas, por traidor disparo a él dirigido a mansalva por un médico de San Carlos, después catedrático de Universidad, vino a colmar el atrevimiento de los atacantes. Cuando el General, en vista de este y otros efectos sangrientos de la lucha, pidió permiso para ocupar San Carlos, apresar a los agresores y hacer el debido escarmiento, se encontró con la imposibilidad de efectuarlo, siguiendo el imperativo mandato de su jefe, quien ordenó la apertura de las puertas y la libre salida de los criminales agresores. Es verdad que, desde la calle, los guardias hicieron numerosos disparos; pero esta justificada respuesta no constituía, a mi entender, la represalia adecuada; puesto que las balas, en su ciega trayectoria, lo mismo podían matar a los causantes del conflicto que a los enfermos indefensos, algunos de ellos niños, como los de mi clínica, que estuvieron durante varias horas en el más terrible de los peligros. Al comprobar yo «de visu» al siguiente día la realidad de los destrozos, al darme cuenta exacta de lo sucedido, no pude contener mi natural indignación. Esta me llevó a pergeñar unas cuartillas, remitidas a «El Debate» y publicadas en este periódico el día 27 de marzo de 1931, en las que, con el [149] título «La Puericultura de la Revolución», daba rienda suelta a mi santa cólera, expresión de una viva protesta contra los actos y maquinaciones de aquellos malos españoles, profesores en su mayor parte, que sostenían el fuego de una rebelión contumaz sin respeto a ideologías, ni al sagrado del recinto universitario, ni al derecho de enseñar y aprender. Estas cuartillas, interpretadas en su título de dos maneras: una, «los niños de la revolución»; otra, la exacta de mi propósito: «el tema general de mis artículos en El Debate», tuvieron una tan extraordinaria acogida por parte del público nacional, que, a las pocas horas de la salida del periódico, mi casa se vio inundada de cartas y tarjetas de adhesión; prueba indiscutible de que había tocado la cuerda vibratoria del alma española auténtica y genuina, dispuesta a reaccionar contra tanta injusticia. No creo inoportuno reproducir aquel artículo, aunque no pretendo con ello otra cosa que dejar en este libro un documento, modesto por ser mío, pero tal vez interesante para el estudio de la tragedia española. Helo aquí: «La Puericultura de la Revolución «Toda la Prensa ha consignado el relato impresionante: en la sala para niños atacados de enfermedades infecciosas, a mi cargo en la Facultad de [150] Medicina, más de diez impactos han logrado demostrar el riesgo que los enfermitos han corrido durante el luctuoso día 25 de marzo. Dentro de un vetusto edificio antihigiénico e inadecuado para albergar enfermos ni para realizar una buena enseñanza, un resto tradicional de sentimientos generosos ha colocado, desde su fundación, la Clínica de niños en unas pocas habitaciones exteriores, en busca del sol y de la luz de la calle, siempre preferibles a la lobreguez de las salas interiores del Hospital, en donde, al entrar, sólo se nota melancolía, ya que muchas de aquellas inhumanas cuevas parecen prometer al que en calidad de paciente las ocupa, más que la risueña esperanza de la curación, la necesidad resignada de someterse a un próximo, fatal e irremediable destino: ¡tan triste y abrumador es el ambiente de aquellas salas interiores! Nuestros enfermitos, privados en el arcaico caserón de San Carlos, de jardines, galerías, azoteas soleadas –azoteas que, por lo visto, eran reservadas para espectáculos de barbarie atroz y de muerte violenta–, por lo menos tenían en la forzosa inacción de la enfermedad, que constriñe a permanecer en el lecho, o de la convalecencia privada del paseo al aire libre o de lugares de expansión, el modesto beneficio de un rayo de sol, penetrante por las amplias vidrieras de la calle de Atocha. No era, ciertamente, ese rayo de sol que inundaba a Diógenes de placer; pero, por lo menos, representaba un consuelo. Y en estas circunstancias, los revolucionarios [151] de dentro y fuera, los que conocen dónde está un Hospital Clínico con 400 o 500 enfermos que van a buscar, con probabilidades o sin esperanza, la curación de sus dolencias; los que saben que hay en aquel departamento niños, que por niños y por enfermos nos piden doble cariño, duplicada piedad, no tienen inconveniente en convertir el edificio en fortín de sus pasiones desenfrenadas, y las azoteas de la Facultad o del Hospital, en lugares de provocación mortal de la fuerza pública. Ni siquiera pueden esgrimir la atenuante de la sorpresa, pues ya son, desgraciadamente, varios los años de revuelta, durante los cuales repetidas veces los agentes de la autoridad se han visto obligados a repeler violentamente y a tiros contra el edificio de San Carlos las agresiones que del mismo partieron. Yo, en nombre de estos niños enfermos, cuya curación me está confiada por sus madres, muchas veces desgraciadas por su pobreza, que les impide cuidar al hijo en la propia casa, por la enfermedad a veces mortal que pone en ansiedad su ánimo, privado probablemente del consuelo de recoger el último suspiro del niñito amado, protesto ante la Sociedad española, en primer término, contra los procedimientos de los revolucionarios españoles, que no respetan como cosa sagrada ni un hospital lleno de enfermos ni una clínica de niños; protesto contra cuantos poseedores de una autoridad, académica o no académica, alientan directa o indirectamente la conducta infame, sin adoptar aquellas [151] enérgicas medidas de previsión o de condena que diesen fin a las luchas de dentro de nuestra Facultad de Medicina y del resto de los edificios universitarios; protesto contra esa pobre estrategia militar que lanza tiros a ciegas y a mano airada{3} sobre un edificio lleno de enfermos, de salas de operaciones, de instrumentos y objetos de valor, de cañerías conductoras de gas mortífero, sin tomarse la pena de ocuparlo y desalojarlo, so pretexto de un fuero universitario «que no existe», y que si consuetudinariamente se menciona, es siempre para defender la indisciplina y todo lo peor de nuestra decadente e inaguantable vida universitaria; y protesto, finalmente, como profesor, como médico y como ciudadano, ante los mismos estudiantes, futuros médicos del mañana, que, al provocar una revuelta tan grave como la pasada, no han sentido una piadosa congoja al recordar que hay niños en San Carlos que pueden caer mortalmente heridos por un balazo. ¿Ésta es la puericultura de los revolucionarios? Enrique Suñer La protesta transcrita provocó un enorme disgusto entre los directores de la subversión. El plan revolucionario quedaba, sin duda, deshonrado en sus procedimientos y descubierto en sus orígenes. [153] Naturalmente, la formidable organización judaica y marxista no podía conformarse con el silencio. Así fue que se revolvió contra el articulista, como contaré más adelante. ——— {3} Por un lapsus, en el periódico se decía: «a mansalva».
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Enrique Suñer Ordoñez | Los intelectuales y la tragedia española 2ª ed., San Sebastián 1938, págs. 139-153 |