Filosofía en español 
Filosofía en español


En Manresa

(Manresa, 11 de julio de 1943.)


Camaradas: Os hablo en nombre del Ministro Secretario General del Partido, cuya representación ostento. Contra todas las calumniosas imputaciones enemigas, los ex combatientes de la guerra no hemos querido hacer de nuestra condición una casta; no hemos querido hacer de nuestra victoria un negocio.

Que hayamos intentado establecer con nuestros compañeros de armas una hermandad, no debe extrañar a nadie; que nos unamos en la vida con los que estuvieron muy cerca de nosotros en la muerte, sólo significa que no queremos hacer traición a la abierta camaradería vivida en la trinchera y que tengamos el orgullo de nuestras heridas y de nuestras condecoraciones militares, sólo es una rotunda ratificación de nuestra conducta, una afirmación de que no entendemos el sacrificio como desgracia, sino como honor.

Entre nosotros se desprecia la fanfarronada de abrumar con la insistente exhibición de nuestros servicios a quienes no tuvieron la suerte de batirse. Por eso, una arenga que intente reafirmar la unidad, avivar la fe y resucitar el ímpetu combatiente de nuestros hombres, no puede ser entendida por nadie, y menos por vosotros mismos, como una excitación al exclusivismo ni como un acicate de la rebeldía.

Pero con el mismo resuelto lenguaje que aprendisteis en las vanguardias intentamos despertaros de un sueño de intransigencia, de disgregación y de olvido, a que puede tentarnos la cobardía de muchos cansancios y la amargura de algunas desilusiones. En las largas noches de guardia, cada uno de nosotros meditó muchas veces sobre la promesa de un mañana español que ninguno de nosotros tenía entonces seguridad de llegar a ver, pero que todos teníamos esperanza de ganarle a la Patria. Con la ilusión de esa promesa en los ojos cayeron entre las alambradas de España y están cayendo en las vanguardias del Este muchos hombres jóvenes cuyo sacrificio no puede borrar el tiempo para nadie, a los que no puede rodearse de un cerco de incomprensión y de silencio. En casi todas las guerras, camaradas, la victoria es el final, pero en el choque para que se alistaron ellos, la victoria sólo puede entenderse como el principio. Nosotros tenemos el deber de continuar en guardia, vigilantes, unidos y disciplinados a la voz y al gesto del Caudillo, contra todas las tentativas posibles de falsificar la victoria, contra todas las nuevas posturas inteligentes bajo cuyo disfraz quiere renacer un sentido viejo que, inocentemente, estimamos barrido para siempre a la vuelta de las trincheras. Y si no podemos hacer de nuestras vidas una evocación permanente de méritos y de conquistas pasadas, al servicio de nuestra vanidad personal, y si tener siempre la guerra en los labios es casi una prueba de que no se ha servido con heroísmo, estamos obligados a evitar una disgregación de nuestra comunidad combatiente hasta el instante de ver clavados con la firmeza de lo definitivo los mástiles de nuestras banderas victoriosas.

No os engañéis, camaradas: el estruendo de los primeros desfiles atemorizó a nuestra vuelta a todos los que pensaban con nosotros, pero no pensaban como nosotros. Y cuando el último parte de guerra alegró tantos hogares de la Patria, era demasiado peligrosa la manifestación de un pensamiento disconforme con el signo falangista de la victoria. Espíritus pacientes, de cuya tenacidad tenemos mucho que aprender nosotros, esperan todavía oportunidades favorables que permitan a su habilidad maniobrera salvar poco a poco del naufragio los restos de una concepción injusta y egoísta de la vida y de la Patria.

Alerta contra este peligro, camaradas; es cristiano y es falangista perdonar al enemigo, olvidar la herida y cegar para siempre con tierra nueva, sembrada de pan, las zanjas que la incomprensión y el rencor abrieron entre hermanos. Pero si se puede olvidar la guerra para los hombres que combatieron enfrente, no se puede olvidar para las ideas, estuviesen enfrente o estuviesen detrás. Si se debe olvidar lo que tuvo de rencor, no se puede olvidar lo que tuvo de promesa. Si podemos olvidarla para nosotros mismos, no podemos olvidarla para la Patria. Nos interesa encuadrar en el orgullo y en la disciplina de la España libre a todos los españoles de todos los campos, pero ni una sola de sus banderas puede formar con las nuestras a la cabeza de las filas. Contra toda esa ola de blandenguería decadente, contra toda esa castrada corriente de escepticismo que quiere adueñarse de las vidas hay que mantener en pie de guerra los espíritus. Vosotros sabéis que empieza a manifestarse una elegante indiferencia para la tragedia. Que en ciertos círculos, entre muchos hombrecitos inteligentes, el recuerdo demasiado realista de la guerra suena ya a estridencia de mal gusto y empieza a olvidarse el sentido heroico y viril que alumbró las horas peligrosas, como se olvida la frivolidad de una moda. Para ellos hay que resucitar con rabia las estampas más dolorosas de ayer. Una de las escenas más impresionantes de la guerra fue el desfile de una unidad retirada del frente para reponer bajas después de una actuación victoriosa en el frente de Toledo, allá en la primavera de 1937. En vanguardia la camisa azul de su comandante legionario, el camarada Lorenzo Ramírez. ¡Presente! Treinta y seis supervivientes desfilaron, respetando los huecos de sus compañeros caídos, en una formación irregular donde los 582 claros de los que quedaron en el campo de combate plasmaban con el impresionante realismo de las filas invisibles la trágica silueta de una bandera mutilada. Quien haya visto cuadros como éste no tiene derecho a olvidarlos jamás; porque aquellos hombres no murieron, aquellos hombres no quemaron sus vidas generosamente una madrugada para que ahora unos cuantos mequetrefes desocupados puedan continuar plácidamente exhibiendo la frivolidad inútil de sus existencias vacías; para que unos cuantos espectadores de su heroísmo extraigan oro de su sangre en un alquimismo macabro, y para que tengan ocasión de volver a mangonear en la Patria unos cuantos grandes culpables de la tragedia que por torpeza y por cobardía no fueron capaces de evitarla. Aquellos hombres fueron a morir para enterrar con ellos todas las injusticias y todas las traiciones. Para levantar con su sacrificio a la Patria caída, para que se hiciera la unidad de todos los hombres que trabajan, para que el pan se repartiese entre hermanos en vez de arrebatarse entre enemigos, y para que todas las politiquerías pequeñas que nos llevaron al desastre no volviesen a levantar la cabeza jamás. Porque sería el gran escarnio de la sangre que volviéramos otra vez a los términos medios, a las transigencias y a las marchas atrás, y que en una feria de la política los viejos tratantes volviesen a especular con la credulidad española. En guardia, camaradas, formados como un solo hombre al lado de nuestro Jefe de la guerra, contra todos los intentos de desviación que pueden venir en el futuro. Ni nosotros podemos tener otro Jefe más seguro ni él puede tener hombres más decididos ni más leales. Estamos ya de vuelta de los niños prodigios y de los sabios experimentados de la vieja política, que con tanta maravilla de intuición y de virtuosismo no fueron capaces de ver lo que estaba bien claro para cualquier sargento de nuestras banderas. Todo se hubiera ido entregando cobardemente, poco a poco, si no hubiera habido una espada resuelta y una barrera de pechos juveniles detrás. Gracias a ellos trabajan hoy las fábricas, gracias a ellos hay paz en los hogares, gracias a ellos están abiertos los templos y gracias a ellos pueden vivir muchos olvidadizos, pensando todavía en desvirtuar la significación nacional, popular, falangista, de la victoria. Nos está prohibido, y es ésta la primera consigna dada a nuestras formaciones de ex combatientes, el desplante individual, la rebeldía, el espíritu de casta, el aprovechamiento de nuestra conducta como una patente de corso. Cuidado con esto. Debemos ser los primeros en la disciplina, en el deber y en el trabajo, porque ni explican ni justifican ninguna falta cometida en la paz los servicios que prestamos en la guerra.

Pero si como individuos la suprema hombría y la actitud más gallarda es la humildad; si precisamente nosotros, que fuimos los primeros en cerrar la mano sobre el arma, debemos ser los primeros en tenderla noblemente a cuantos españoles quieran acercarse a nosotros de buena fe, tenemos como formación, como comunidad de espíritus integrada por los que volvimos y por los que quedaron allí, el deber de estar tan unidos como ayer contra todas las banderas disfrazadas que pueden alzarse por ahí. Las nuevas vanguardias de nuestros hermanos pequeños, que vivieron la inquietud de vernos partir y escucharon de nuestros labios el relato de las horas inquietas, son nuestras. El Frente de Juventudes, aprendices de trabajadores y de guerreros, espíritus nobles y abiertos educados en un ambiente de virilidad, de desinterés y de patriotismo, es el relevo que tenemos que entender como el mejor y, por lo tanto, como el único. La Patria, camaradas, ha perdido últimamente todas las ocasiones de gloria y de grandeza abiertas por el heroísmo de sus soldados en las paces turbias cercadas por la intriga de los ambiciosos, de los aprovechados y de los cobardes. Mirad también, como combatientes en cierto sentido, a todos los hombres que con su esfuerzo en todas las categorías de trabajo, desde el empresario al peón, sirven con exactitud y disciplina el puesto que la Patria les confía en el nuevo frente de la prosperidad española. Podéis tener el orgullo de que vuestro pueblo, que alistó en la guerra banderas gloriosas, presta ahora, en la difícil batalla que libramos, el honroso servicio de su laboriosidad y de su fe. Vosotros sabéis que por encima de todas las mentiras, más allá de las artificiales diferenciaciones que los esbirros de los poderes internacionales quisieron crear al servicio de su propia ambición, ha corrido junta nuestra sangre y hemos firmado con ella una hermandad jurada entre todas las tierras de la Patria.

No queremos mirar atrás ahora que tenemos tan cerca las últimas banderas. No queremos saber si los viejos se entendieron o no en sus interesadas y frías argumentaciones de leguleyos; nosotros con menos palabras nos entendimos desde el primer instante y nos hicimos hermanos cuando luchamos juntos, hombro con hombro, por la misma fe. Cuando libraban a Cataluña de su pasión, a muchos camaradas nuestros les dió esta tierra española el último abrazo, y lejos del hogar encontraron descanso y piedad sus cuerpos desgarrados al amparo de una cruz catalana. En todos los caminos de la guerra vosotros habéis dejado una presencia de sacrificio y de bravura. Que Dios nos maldiga si olvidamos que fue por la Patria Una, Grande y Libre, por la Justicia y por el Pan.

Camaradas ex combatientes de Manresa y de Cataluña: Por todos nuestros camaradas muertos en combate, con Franco, ¡arriba Cataluña! ¡Arriba España!

 
(Manresa, 11 de julio de 1943.)