Imposición de la medalla del trabajo a Celestino Lavaniegos
(Nava, Asturias, 12 de marzo de 1950.)
Camaradas: Cuando adornamos el pecho de un trabajador con la Medalla del Trabajo, dos sentimientos nos embargan al mismo tiempo: uno, de satisfacción y de orgullo, y otro, de pequeñez.
El sentimiento de admiración y de orgullo nace del hecho de entrar en contacto con un ser sobre el cual los años han labrado una alma excepcional y un espíritu robusto. El trabajo ha ido quitando de estos seres todo cuanto de imperfecto hay en nuestra naturaleza, los ha ido estilizando y afinando como si una llama interior hubiera quemado toda la hojarasca para dejar desnudo y entero un tronco recto y altivo que nos sirve de señal en nuestro camino al elevarse sobre la línea vulgar de los demás hombres.
El sentimiento de pequeñez surge de la estatura gigantesca que atribuimos a aquellos que durante toda una vida, sin reposo, sin tristeza, aceptando el trabajo, no como una maldición, sino como un camino hacia la perfección, han sido ejemplo de sus camaradas y de la sociedad en que han vivido y han ganado un prestigio patriarcal entre sus conciudadanos. Contemplamos el camino que Dios nos tiene reservado para recorrer dentro de una vida de duración normal y quisiéramos tener la seguridad de que íbamos a recorrerlo con el mismo coraje, con la misma fe y con la misma alegría con que ha recorrido su camino el respetado y querido camarada Celestino Lavaniegos.
Como un roble de vuestras montañas ha resistido los vendavales de casi un siglo y aún le tenéis ahí, con su altiva y noble cabeza enhiesta, dispuesta a pensar cómo se coloca mejor la clave de un arco o el estribo de un puente.
De dos maneras se coloca el hombre ante el trabajo: o como medio de ganarse el sustento únicamente o como satisfacción interior de quien se siente creador de algo. Solamente cuando se alcanza este último estado el trabajo como medio de sustento no se nos hace odioso.
Este espléndido camarada es un ejemplo vivo de esta última manera de entender la obligación de trabajar. Desde que a los trece años entró como pinche en una obra hasta el día de hoy, a lo largo de casi setenta años de trabajo incesante, el corpulento «Celestón», fuerte, noble y generoso, ha constituido un ejemplo para sus compañeros de oficio. Él ha asistido al nacimiento, al desarrollo y al crecimiento definitivo de Asturias. Cuando él era un muchacho, donde hoy están las fábricas había pomaradas. Lo que hoy son caminos de hierro eran caminos de carros, y donde están las fundiciones o los hornos, pastaban las vacas. La vida era entonces eminentemente idílica, y seguramente «Celestón» la recuerda con nostalgia, porque ella se llevó su alegre y robusta mocedad. Pero era también la vida más chata, más fea, más injusta. Eran los días en que un capitalismo egoísta, que ignoraba cuál era su deber, comenzaba a soñar con someter al hombre a la esclavitud, y de hecho le sometía. «Celestón» era bueno y noble, pero «Celestón», camaradas, trabajaba doce horas. Y era la época en que los hijos del pueblo, los trabajadores jóvenes, se mataban por sostener en tierras tropicales un Imperio del que sólo se beneficiaban los hijos de los que compraban su cobardía y su deshonor por 6.000 reales a un Estado bárbaro y feudal.
Al trabajo en aquellas condiciones había que ponerle un caudal torrencial de espíritu para hacerlo soportable. Hombres como «Celestón» lo conseguían, y con su conducta, con su generosidad y con su nobleza preparaban, a costa de sus puños y de su resuello, el advenimiento de una era de justicia social. Otros, con menos espíritu, con menos capacidad de alegría o sencillamente más débiles de cuerpo o más desgraciados, tomaban la senda de la rebeldía y escuchaban el canto de sirena que había de conducirles por un camino errado, no a la justicia que la sociedad les negaba; desgraciadamente, ese camino les conducía a una desventura aún mayor de la que también había quien desvergonzadamente se aprovechaba. Y la huelga, la represión, el paro, la cárcel a veces, eran el final. El tirano se reía, el bergante agitador escapaba a toda velocidad, y las únicas lágrimas eran las de la mujer y los hijos, mientras los puños del trabajador se crispaban en un ademán de ira... sin saber exactamente contra quién.
Había que ser como «Celestón» para aguantar a pecho limpio aquello, y había que estar seguro, de una manera inconsciente, pero certera, de que un día los hombres serían mejores y aquello no volvería a ocurrir más.
A veces, camaradas, los hombres hacen promesas solemnes sobre libros sagrados, sobre imágenes veneradas y hasta sobre la inocente cabeza de un niño. No suele ser corriente hacer promesas sobre el pecho de un anciano. Sin embargo, como si el pecho de Celestino Lavaniegos fuera un ara, yo os prometo, en nombre de Franco, sobre este pecho noble, que mientras alentemos no nos sorprenderá un solo día sin haber superado al anterior en un avance sobre el camino de la justicia social que todavía tenemos que recorrer.
Y en prenda de esta promesa, sobre el pecho de este benemérito camarada, dejo la medalla Al Mérito en el Trabajo, ganada a pulso por un trabajador tan duro y tan recio como la piedra que él ha dominado durante setenta años. ¡Arriba España!