Leopoldo Palacios Morini, Las universidades populares
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La misión social de la escuela

Cuando nuestros maestros, los que desbravan chicos en campos y en ciudades, ven desde sus ventanas las procesiones de hambrientos en Andalucía, las ásperas, tristes y sangrientas huelgas en Asturias, en Vizcaya, en Cataluña, en Levante; cuando ven despoblarse hasta pueblos enteros en Castilla y Galicia, por falta de pan y de ambiente del espíritu, quizá piensen que nuestros días son amargos, de calamidad y lucha. Una profunda cuestión social, en efecto, los penetra y agita. Lo que ya no parece que piensen, lo que tampoco piensan, por desgracia, la sociedad y el Estado alrededor suyo, es que ellos, los maestros, son los órganos más adecuados para el remedio, la verdadera fuerza viva de una sólida pacificación social.

Y no obstante, hay todo un movimiento de instituciones «prácticas» que así lo pregona, en países más dichosos, y hasta empieza a tomar carne y espíritu una ciencia, la pedagogía social, para depurar en principios ideales estos nuevos derroteros{1}. [73]

Todavía, no están bien establecidos sus problemas, sus soluciones, sus designios. Mas quizá pueda decirse, por de pronto, que es una reacción contra la corriente individualista que el cristianismo, pero muy especialmente los hugonotes y la Revolución, condujeron hasta culminar en el siglo XVIII. No aspira a la exaltación del individuo; a que éste se baste a sí dentro de su propia perfección, utilizando para ello, como simples medios, la sociedad y el Estado; aspira, por el contrario, a la «socialización» de la persona. Y cuando tiene que habérselas con él, órgano de la sociedad en definitiva, no lo toma como tal individuo aislado, abstracto, idéntico en todos los tiempos y lugares, gobernado por la razón: lo considera como un individuo social, que no sólo es en si una asociación de elementos y de energías actuales, sino algo destacado de la masa indiferente, para volver a ella acrecentando su riqueza con la ganada en su desarrollo; en suma, como un producto de la sociedad movido por fuerzas de la Historia. «No es posible, ya –dice Bergemann– una pedagogía universalmente verdadera, valedera en todas partes: ha de variar según las necesidades de la comunidad; ha de ser una pedagogía de la civilización, directora del alma social para, el progreso del grupo. »

La nueva pedagogía no enseña a contemplar; enseña a hacer. La educación, a sus ojos, –por lo [74] menos a los de Rissmann–, es una función social, fase de un proceso de asimilación, en virtud del cual la sociedad se adapta nuevos miembros. Por eso la escuela es el gran hogar donde han de quemarse todas las aristas, las agrideces de los más grandes antagonismos sociales. Por eso ha de ser gratuita y abierta a todos, y no en favor de los individuos, sino para satisfacer el instinto de conservación de la sociedad, la cual no gana en intensidad y crecimiento hasta que se asimila espiritualmente a aquellos y en la medida que se incorpora los mejores. La escuela ha de ser también solidarista. En la perennidad del organismo social, las generaciones pasadas trabajan al lado de las presentes, abren caminos de luz a las venideras. La escuela ha de hacer comulgar con estos frutos comunes de la cultura, mostrando la unidad de su producción; ha de enseñar la solidaridad con el pueblo, con la raza, con la vida, nacional, cuyo espíritu se estima hoy fundamento de la lengua, del arte, de la religión, de la educación, del derecho. Ha de enseñar la solidaridad con la Naturaleza, y la Humanidad enteras.

Y ha de hacerlo penetrando omnilateralmente hasta las raíces más profundas del ser; no bastan los dictados intelectualistas que hinchan nuestra ciencia, quizá ya desde Sócrates. No enseña el catecismo a ser religioso, y menos a ser bueno. Será menester una llama viva de amor al bien que, penetrando todo el ser, inflamándolo, le mueva a realizarlo. Y esta obra social no puede hacerse más que con métodos sociales. No basta la instrucción, ni siquiera basta, la escuela. Se necesita, además, la casa, el campo, el taller, la sociedad, todos cuantos influjos puedan aproximar, quizá, a lo que ya quería Fichte, el maestro; «á aniquilar [75] por completo la libertad de la voluntad, para sustituirla por la necesidad de las determinaciones y la imposibilidad de escoger la determinación contraria».

De ahí que siendo lo culminante en nuestro tiempo la cuestión social, y ventilándose principalmente sobre una base económica, espiritualizada en realidad por la nueva ciencia, esto es, penetrada por la religión, el derecho, la educación, el arte, haya de tener la pedagogía social una base de economía social, como dice Bourgeois en Francia, o de política social, según quiere en Alemania Brückner. En fin, trátase, al decir de Natorp, «de la educación del pueblo –es decir, del conjunto de los trabajadores– sobre la base sólida del trabajo y de la comunidad del trabajo, para llegar al más alto grado accesible de cultura científica, moral y estética, y todo en la comunidad, por la comunidad, como comunidad».

¡Dígase ahora si hay idea en nuestra educación nacional de estos procesos y de las instituciones que de tales corrientes brotan ya en todas partes!

¿Dónde está nuestra escuela rompiendo formulismos, buscando al niño en el instituto de maternidad, siguiéndole en la casa, cuna y después a través de la vida, entera; generalizando el pan, la cantina y la ración complementaria, el vestido y el baño; organizando clubs para educar a los padres; instituyendo aprendizajes, educando para la solidaridad económica con mutualidades y cooperativas escolares; propagando los campamentos de rusticación y las colonias de vacaciones y protegiendo después a los colonos; persiguiendo a los adultos en el taller, en los campos, en el ejército, para que vengan a incorporarse a la obra social de [76] su tiempo; arrastrando para ella, en asociaciones múltiples, a todas las fuerzas vivas en una luminosa «orgía» de paz, de alegría, de progreso, de humanidad?

¿Para qué recordar lo que hacen otros países, lo que hacen los escandinavos, lo que hacen Bélgica, Alemania, Inglaterra, Francia y los Estados Unidos, ni los esfuerzos por seguirlas de pequeñas naciones, como Rumania y Finlandia? Tan poco es lo que tenemos, que no sé si puede decirse que hay sembrado algún que otro pequeño germen. ¡Y en qué medio más duro y pedregoso!

Yo mismo, este año, en una de esas conferencias pedagógicas que suelen organizar nuestras capitales con motivo de sus ferias, he oído a un maestro –que no sabía ni amaba, pero que no quería saber ni amar tampoco– condenar muy serio eso... de las colonias escolares de vacaciones.

Y me pasaban mil y mil ejemplos por las mientes; evocaba las visiones de fe y de entusiasmo, de ruda labor de los maestros franceses, todavía mal retribuidos, consagrados, sin embargo, a la cultura popular hasta en los sitios más inaccesibles, en los pueblos remotos de los Bajos Alpes, en la Baja Saboya, en las más escarpadas costas del Norte... Y pensaba en Oonk, un humilde maestro holandés, que hizo de un páramo triste un pueblo industrioso y rico{2}.

...Era, en efecto, en la provincia de Güeldres, muy cerca de Winterswijk. Una aldeíta de chozos y pobrezas moría en la llanura, en la humedad, en la miseria. Oonk, el maestro, inaugura la [77] solidaridad en la escuela; la predica fuera a los padres, a los labradores; organiza él mismo los Sindicatos agrícolas y lucha a su frente. Los comienzos son de duda, recios, penosos... Pero no pasaron veinte años y ya logró consolidar un centro activo de comercio, un núcleo, a la vez, de comunión espiritual. ¡Los vecinos viven en paz, viven alegres!

Notas

{1} Bibliografía. Natorp, Sozialpädagogik (Stuttgart, 1901) y estudios posteriores; Bergemann, Soziale pädagogik [73] auf erfahrungwissenchaftlicher Grundlage, Gera, 1900; Stein, La question sociale au point de vue filosofique, París, Alcan; Congres international de l'Education sociale (26-30 Septiembre, 1900), París, 1901; Gutmann, J. G. Fichtes Sozialpädagogik, Berna, 1907; Fichte, Discursos a la nación alemana (trad. Altamira); R. Pedagogía social en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, Madrid, 1902; Giner de los Ríos, La persona social, Madrid, 1899.

{2} Véase H. Hagem en Pages libres (París) Abril, 1902.

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Leopoldo Palacios Morini (1876-1952)