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Historia de un legado
Varios amigos me consultan, desde un viejo ciudadón castellano, acerca de la inversión de un famoso legado de enseñanza. Dicen que el pueblo de Toro, pues de él se trata, está excitado y febril; que ha manifestado su opinión enérgica en un apasionado mitin; que cuando acaban de arruinarse, devoradas por la filoxera, sus más de diez mil hectáreas de viñedo, ha decidido no acabar de perecer, rescatando heroicamente lo que es suyo. Y yo aprovecho esta revista{1} para hablar de un caso que no por muy particular deja de tener interés público, típico además en España entre los innumerables de su género. ¿No son, acaso, estos infinitos hilos, al parecer livianos, los que tejen nuestra averiada trama nacional?
Fue el caso que un hidalgo de la ciudad, don Manuel González Allende, del gremio y claustro de la Universidad de Salamanca, otorgó un testamento ante un escribano de la villa y corte. Era el día 25 de Julio de 1847. Su voluntad fue que pasaran sus bienes en calidad de usufructo, a dos [115] herederos que debidamente instituía, a fin de que pudiesen después convertirse, por sus testamentarios, «en valores reditables del Estado», y formar «una renta destinada para sostenimiento de tres escuelas de instrucción primaria en la ciudad de Toro, dos de ellas para niños y la otra para niñas, con la dotación de 3.390 reales cada maestro, y el residuo de renta, si lo hubiere, se aplicara para la asistencia y curación de los enfermos del hospital general de la ciudad de Toro, entregando de ello 1.000 reales para los enfermos de Villalube, donde radica la dehesa de Lenguar».
A poco de hecho el testamento, falleció el testador; a principios de 1881, el último de los usufructuarios; en el intervalo, los tres albaceas testamentarios. Y empieza el calvario. El alcalde y el síndico de la ciudad beneficiada acuden entonces al juzgado correspondiente de Madrid, en solicitud de que se les hiciera patronos ejecutores de lo dispuesto. El juzgado accede, se opone el fiscal, en cambio; se inicia, al efecto un juicio universal de testamentaria, intervienen el ministerio de Fomento y el de la Gobernación, pretendiendo cada cual conocer el asunto; se suscita una competencia entre el juzgado del Hospicio y la Administración, que gana ésta en 1892. La competencia duró ¡ocho años! Por fin dos más tarde, una real orden del ministerio de la Gobernación nombra a los señores patronos en 16 de Septiembre de 1894.
Ahora bien; las escuelas ni se hicieron ni al parecer se hacen. ¿Es maravilla que casi a los treinta años de la muerte del último usufructuario, después de tantas enredosas dilaciones, cundan dudas, desconfianzas y rencores en un pueblo en crisis, hambriento, casi moribundo? [116]
Porque el legado tiene a estas alturas, o debe tener, mucha mayor importancia.
En 1904 se fundó un periódico casi con el exclusivo objeto de su rescate y debido cumplimiento. De El Amigo del Pueblo, ya desaparecido, nacen todavía estos aprestos de conquista. Las discusiones fueron vivas. Fue precisamente un joven médico, perteneciente al partido conservador, el que combatió más enérgicamente la idea de que con pretexto de la enseñanza pasara la fundación a un convento. El señor Díez Macuso, diputado por la ciudad, casi sin interrupción, desde 1884, declaró, a requerimientos amistosos del señor Azcárate, que pensó hablar del asunto en el Congreso: 1º, que el dinero estaba absolutamente seguro; 2º, que no pasaría a manos de las congregaciones.
Y si en este extremo último no resulta muy decisiva la promesa del señor diputado, a juzgar por la significación de los patronos nombrados, cabalmente por acuerdo suyo, no es menos cierto que el primero parece de todo punto adquirido y firme. Y en esto radica precisamente el problema, de vida o de muerte para el pueblo. Porque los bienes de la «Fundación González Allende», amasados por la inercia con sus propias rentas, y gracias también al extraordinario aumento de valor de algunos, constituyen una fortuna difícil de sospechar leyendo un testamento que fija en poco más de 10.000 reales el sostenimiento de tres escuelas y añade lo que debe hacerse con el residuo de renta, si lo hubiere. No en balde ha transcurrido más de medio siglo. Es decir, que si en 1847 consistían en dos casas de Madrid y la dehesa de Lenguar en la provincia de Zamora, hoy, me dicen, después de haberse perdido la mitad de esta dehesa por decisiones judiciales, constituyen la fundación [117] los siguientes bienes: a) un resguardo del Banco de España por valor de unas 500.000 pesetas nominales procedentes de la venta de la casa de la Carrera de San Jerónimo, realizada por la Junta de Beneficencia de Madrid; b) un crédito de 200.000 pesetas contra el ayuntamiento de la corte, por la expropiación de la casa del Postigo de San Martín; c) la mitad de la dehesa, que valdrá en venta más de 250.000 pesetas; d) más de 350.000 pesetas, procedentes de sus rentas, en poder de la Junta de Beneficencia de Zamora. En suma: 1.400.000 pesetas aproximadamente.
¿Por qué no se emplean? ¿Qué hacen los patronos, qué el diputado del distrito y el mismo pueblo? Porque es menester que no nos malengañemos. Los diputados inactivos no sólo no tienen disculpa –que alguien quiere buscar en la enormidad de los gastos electorales–, sino que dentro de nuestro régimen caciquil, son los más responsables. Pero tampoco la tiene un pueblo aunque quiera salvarse en un momento heroico, si mil veces se suicida disparatadamente en los infinitos pormenores cotidianos; si es su norma despreciar el ideal y la cultura; si se vende a lo mejor en las elecciones; si endiosa caciques y camarillas que acaban por tapiar su alma para que no la conmuevan jamás los hondos efluvios espirituales... Y en esta mortecina vida de atonía y de desorden en que florece la política local conservadora, según nos cuenta en Las Noticias{2} un prestigioso conservador de toda la vida, presidente de la Junta popular de Defensa del Legado –artículo que pudiera leer con fruto el señor La Cierva–, ¿cómo puede pensarse siquiera en la inversión de cerca de millón y medio de pesetas en [118] enseñanza? ¿No se dice que los patronos llevan hechos tres reglamentos, uno debido a un maestro de aldea, de los cuales ya han sido dos rechazados en el ministerio de la Gobernación, donde no sabemos que reinen precisamente los paladares más exquisitos en la materia? Admitida la mejor intención, el mejor deseo, si siguen echando por esos caminos, ¿no corre más peligro en sus manos ese rico venero de cultura que una joya veneranda en las de un niño?
Ahora bien; si la Junta de Defensa del Legado logra hacerse entender del señor ministro de la Gobernación, que es joven y dice que quiere ser moderno; si se reforzaran con muy otros elementos los patronos; si en el nuevo Patronato que se nombrara tuviesen representación dentro de las más amplias bases de concordia todas las fuerzas sociales de la localidad, todos los partidos políticos, en las personas prestigiosas en que unas y otros desinteresadamente culminen; si, como quiere la Junta de Defensa, ese nuevo Patronato invocara el parecer y la ayuda de las dos instituciones creadas y sostenidas por la nación para estos y parecidos casos, el «Instituto de Reformas Sociales», si ha de hacerse con el legado algo en la esfera de la enseñanza profesional y del aprendizaje, el «Museo Pedagógico» si ha de invertirse en educación general principalmente; si logra, digo, que el señor ministro corrija como puede y debe tantas irregularidades y apatías, ha sonado efectivamente la hora de pensar en su inversión y de poner manos y espíritu en la obra. Pero si la Junta de Defensa no lo logra, más le valiera cambiar de política, influir en que no se gaste, en que no se dilapide, haciéndolo mal, ese patrimonio de bienestar, como se dilapida incesantemente en el mar el caudal del Duero, [119] dejando tras sí muchas veces yerma la dorada vega. ¡Que acaso un día sepan gastarlo con fruto otros patronos y otro pueblo –los ingleses, diría acaso el señor Costa– citando haya desaparecido esta ensoberbecida política, cuando de las cenizas de tanta ponzoñosa miseria haya resurgido una nueva España!
Y digo que aprendizaje o educación, porque no puede tratarse ya de una obra que cueste al año diez mil reales, como decía el fundador en 1847. Con costar tan poco sus tres escuelas, añadía que el residuo, si lo hubiere, fuera para el Hospital. Hoy, ante una renta aproximada de 55.000 pesetas, sería harto abusiva una interpretación del testamento que consagrara 2.500 a tres escuelas, insignificantes en ese precio, y el resto, como residuo, a lo otro, desconociendo que el legado fue fundamentalmente de enseñanza.
Mas ¿pueden sustituirse legalmente las tres escuelas de instrucción primaria de la fundación por una, por ejemplo, de Artes y Oficios, o de enseñanza agrícola, a la que parece inclinada la Junta, dadas las necesidades económicas de la población? No lo sé bien; el señor ministro habrá de decirlo. Si tuviéramos una ley tan radical como la italiana de 17 de Julio de 1890, tan celebrada por Münsterberg y tan recomendada por Schmoller{3}, porque permite cambiar hasta el objeto de las fundaciones que van envejeciendo, la cuestión no ofrecería duda. Pero ¿es menester acaso apelar a tales nuevos dilatorios radicalismos? ¿No es posible [120] lograrse todo lo que se desea desde la escuela primaria?
En la ciudad –me dicen– hay ya profusión de escuelas: seis municipales, tres en el colegio de segunda enseñanza de los padres escolapios, siete privadas, una en el convento de los padres mercenarios, tres en el de las hermanas del Amor de Dios, otra dominical en el mismo convento, dos en el Circulo de los Obreros Católicos, tres para adultos en los locales de las escuelas públicas, escuelas de Catecismo en cuatro parroquias... en fin, treinta o quizá más. No es raro que ocurra algo semejante en España entera, y sin embargo, en toda ella, y más aún fracasado el presupuesto de Cultura de Barcelona, puede preguntarse si hay de veras una buena enseñanza primaria. Porque, aparte de algunos que otros atisbos ideales, esporádicamente realizados, ¿dónde están, repetimos, nuestras escuelas primarias, dignas de parangonarse tanto en número como en calidad con las del mundo culto? ¿Dónde las escuelas graduadas, con secciones, a lo sumo, de treinta niños, en las cuales los maestros disfruten de una situación económica e ideal independiente, categoría que van poco a poco conquistándose no sólo en las naciones próceres, sino con mayores ansias aun en pueblos pequeños, como Rumania y Finlandia, y en los que necesitan andar de prisa para ponerse a tono con las preocupaciones de su tiempo? ¿Dónde las escuelas primarias que dan de comer a los niños en sus cantinas, que los visten de sus vestuarios, que los bañan a diario, que incluso los ayudan con recursos en sus propias casas, tanto para atraerles a sus enseñanzas como para que éstas no se disipen [121] en medios poco propicios, inadecuados o miserables? Acabo de leer en una estadística, que el municipio de Ámsterdam ha gastado, en 1904, 35.000 florines, más de 70.000 francos, en calzado y alimento de los niños de sus escuelas; Solinga, 1.700 marcos en raciones complementarias de leche sólo para 300 niños necesitados de las suyas; Francfort, 21.860 en el alivio de sus escolares pobres. Y ¿no está ahora mismo Edimburgo, y con la capital Escocia entera, generalizando las cantinas y los vestuarios escolares, a fin de hacer definitivamente práctica su legislación sobre asistencia a la escuela? De estos ejemplos al azar, que ni siquiera son los más concluyentes, ¿tenemos muchos en España? ¿Y dónde está nuestra escuela primaria general en base industrial o agrícola, educadora de la solidaridad en mutualidades, cooperativas y pequeñas asociaciones de alumnos, explotando bosques, granjas, campos de maíz y trigo, dominios pesqueros, marítimos y comerciales, organizando industrias, ocupándose en la colocación de sus propios escolares, como ocurre en Francia, en el Loira, en el Jura, en los Vosgos, en la Charanta, en la Alta Marna, en el Drosma, en los Bajos Pirineos, &c., &c., lo que hacía cantar con resplandeciente poesía a la escuela ideal del porvenir en un famoso Congreso a uno de sus historiadores?{4} ¿Dónde nuestra escuela alegre, higiénica, con la debida inspección médica, la que aparta con cuidado a los anormales para someterlos a un régimen especial, la que lleva a sus alumnos en [122] excursiones y viajes escolares, algunos al extranjero, la que organiza colonias regulares de vacaciones, la que ensaya escuelas del bosque y sanatorios escolares? ¿Dónde nuestras bibliotecas populares y nuestras clases de adultos organizadas en la escuela, llevadas al campo, a los hospitales, a los cuarteles, a los barrios miserables, con música que labre nuestras entrañas de celtiberos, con conferencias, cursos, lecturas públicas, teatros, fonógrafos, aparatos de proyecciones y hasta cinematógrafos, como quiere Le Dantec?{5}. ¿Dónde nuestros clubs de madres, colaboradoras en la familia de la obra de la escuela, organizadas y educadas por ésta, y los infinitos patronatos y sociedades de educación popular que, formados por personas de cierto viso social, ayudan y desarrollan la obra escolar y esparcen sus beneficios de cultura hasta los últimos estratos de la vida entera?
Todo eso es hoy la escuela primaria, y donde no lo es, se trabaja denodadamente para que lo sea. ¡Hasta en Turquía y en China!{6}. Háganse, pues, las tres escuelas primarias que dice el testamento; adóptese la base agrícola; páguense sencillamente como demandan las circunstancias de hoy y las exigencias de un capital multiplicado. [123]
De esta suerte pudiera gastarse una parte mínima, que de ningún modo debiera llegar a 100.000 pesetas, en la instalación de las escuelas: a) un edificio alegre, gracioso, modesto, recio y hospitalario, como la casa castellana; semejante en poesía al que nos describe Mad. Kergomard{7} en uno de sus últimos rapports para las escuelas maternales de su patria, adornado con la elegancia espiritual que las asociaciones para la Belleza y el Arte van llevando a las escuelas en Inglaterra, en Alemania, en Francia y Bélgica; b) un enorme campo para juegos, y cultivos, para ensayos industriales, dominando la silenciosa paz del hermoso valle del Duero.
La renta del capital restante sería más que sobrada: 1) para pagar de tres a cuatro mil pesetas, más una prima anual de seguro, a cada uno de los maestros: un profesor y una profesora bien elegidos aquí, formados en el extranjero, con la debida dirección, mientras se levantaran las escuelas, obligados a volver por temporadas a los centros principales de cultura, cada tres años; 2) para pagar de diez a doce mil francos a un buen profesor de Agricultura, perito y práctico, por de pronto francés o belga, que, trabajando con ellos en la tierra, enseñara a niños y adultos las artes agrícolas del siglo XX y los adiestrara en la organización de cooperativas y sindicatos, salvaguardias y defensas de los pueblos pobres; 3) para enseñar, alimentar y vestir gratuitamente a noventa niños, por lo menos, de uno y otro sexo (según las proporciones designadas por el testador, si se quiere); 4) para organizar con ellos tres colonias de vacaciones todos los veranos; 5) para retribuir a [124] un sacerdote (que les enseñe la doctrina a los católicos) y a un médico; 6) para organizar cursos de adultos esencialmente agrícolas y ambulantes; 7) para ir añadiendo auxiliares a la obra a medida que arraigue y se complique, a lo cual podrían contribuir las personas pudientes que participaren de ella, y aun las no participantes, con nuevos donativos o legados; 8) para pagar al Hospital de la ciudad, proporcionalmente, lo que el testador dispuso.
He ahí, pues, otro presupuesto de cultura. Pero creedme, amigos míos, en otras manos.
Notas
{1} La Revista de Educación de Faro, de 24 de Mayo de 1908.
{2} Artículo de Marcos Izquierdo en el periódico local.
{3} Münsterberg, L'Assistance, trad. francesa. París, 1902; Schmoller, ob. cit., tomo IV, pág. 161.
{4} Véanse los libros de M. Ed. Petit y sus memorias publicadas anualmente en el Journal Officiel a partir de 1896-97 y además el libro de M. M. Berteloot, La Mutualité scolaire, París, 1908.
{5} Véase su libro sobre L'Athéisme, París, 1906.
{6} Véase lo dicho en la pág. 94, así como Maylon, La politique chinoise, París, 1908, y «La reforma escolar en China», en el Boletín de la Institución libre de Enseñanza, Abril y Mayo de 1908. El señor Castillejo, profesor en la Universidad de Valladolid y verdadero conocedor de estas cosas, piensa que, por lo adelantados, ya no pueden servirnos de norte para nuestra reforma de la enseñanza países como Italia, el Japón, Rumania o la India; tenemos en muchas cosas que inspirarnos en lo que hacen ya otros, como China y Siam.
{7} Revue Pédagogique, Enero 1908.
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