Leopoldo Palacios Morini, Las universidades populares
←  Valencia 1908 • páginas 220-227  →

Las cooperativas de consumo y el socialismo

He ahí un libro interesante que debieran publicar en español nuestras bibliotecas populares: Les sociétés cooperatives de consommation, por Carlos Gide{1}. Apareció elegantemente editado por Colin en la serie de publicaciones del Musée Social, y fue recibido en Francia como el libro necesario de conjunto que recoge las aspiraciones dispersas y permite puntualizar con cierta definida precisión el verdadero sentido de las cooperativas de consumo, sus caracteres económicos y jurídicos, su historia y estadística, sus federaciones convenientes, su variedad de especies, su organización, sus luchas sociales, sus excelencias presentes y su porvenir ideal. Así concebido el manualito de M. Gide, expuesta su doctrina en los términos escuetos y terminantes que requiere este género de literatura, constituye una excelente guía para los cooperatistas militantes, al par que una invitación a los consumidores en general (a todos los hombres, por lo tanto), para que organizados en función de tales y, sin más esfuerzo que el de consumir asociados, realicen, en una vida de la más elevada idealidad, [221] la reforma integral económica que hoy demandan las encontradas exigencias sociales. Laméntase el ilustre maestro de la Universidad de París de la sobriedad de sus explicaciones, obligada en límites tan reducidos. «Cuando un autor –dice– sacrifica el desenvolvimiento de sus ideas a la mera información, se sacrifica siempre un poco a sí mismo.» No por eso pierde esta nueva página de su apostolado la agudeza que brilla en las otras suyas ni su encanto sugestivo.

Sábese que Carlos Gide es quizá la más alta representación que hoy tiene la doctrina pura del cooperativismo. Es decir, que para él, como para la escuela de Nimes, como para los veteranos cooperadores de Rochdale, y a diferencia, tanto de la burguesía (patronal u obrera), para la cual es sólo un instrumento de comprar más barato o de repartirse mayores dividendos, como del colectivismo y anarquismo, en cuyas manos es un arma de la lucha de clases en beneficio de sus ideales, para el señor Gide, digo, entraría la cooperación un fin en sí misma. Podrá ser, por de pronto, un medio de vivir mejor, de aumentar los ingresos domésticos, un sistema de ahorros o un instrumento de educación, de propaganda o de asistencia, pero fundamentalmente significa la transformación radical de la organización económica presente. La renuncia hecha por los cooperadores en beneficio de su asociación de las economías individuales que la misma les procura; la inversión de los capitales colectivos así formados en casas, en fábricas, en tierras, en minas, &c., cuyas rentas pertenezcan, naturalmente, a la asociación; la multiplicación y el crecimiento de las cooperativas existentes, cada una de las cuales «constituye ya un pequeño mundo organizado conforme a la justicia y a la utilidad [222] social», son el proceso de la gradual absorción por la colectividad de los instrumentos de producción, capitales, rentas e intereses privados. Una nueva economía sometida absolutamente al «reinado del consumidor», en la cual sea imposible el salariado, sucederá al capitalismo, como éste sucedió a los regímenes anteriores, y la «república cooperativa» habrá realizado, en un porvenir más o menos distante, una sociedad ideal «en el mejor mundo posible».

Ahora bien; para constituir una cooperativa de consumo, basta que «varias personas se entiendan para satisfacer en común sus necesidades individuales». Y los núcleos, cuya realización encierra todas las posibilidades apetecibles para la sociedad futura, son esas tiendas de asociados para los asociados mismos, que hace poco más de medio siglo surgen dondequiera a compás de las nuevas necesidades sociales. Muertas en sus primeros pasos por la ignorancia, la malquerencia de un medio hostil, la rutina y el egoísmo de los propios cooperadores, innumeras de estas pequeñas sociedades; prósperas muchas tras obscuro batallar y abnegación invencible, ya hay tantas triunfantes y con tales bríos, que, considerándolas detenidamente, más parece una clara visión el generoso ideal del economista francés que un liviano ensueño.

Ved, si no, sus progresos en Inglaterra y en el mundo entero. Después de las débiles tentativas de fines del siglo XVIII y de las ardorosas campañas de Roberto Owen, nace cerca de Mánchester, en 1844, la «venerable abuela», de Rochdale, fundada por aquellos veintiocho pobres tejedores casi misérrimos. Aspiraban a economizar, en la satisfacción de sus modestas necesidades diarias, el tanto de ganancia que engrosaba, a costa de su indigencia, [223] la bolsa de los intermediarios comerciantes. Una vez logrado –decía el programa–, su sociedad procedería «a la organización de la producción, de la distribución y de la educación en su seno y por sus propios medios», se constituiría «en colonia autónoma e indígena, donde todos los intereses serían puestos en común». Los resultados sobrepujaron toda suerte de esperanzas. Hoy más de la cuarta parte de la población británica (en algunos condados la proporción se eleva a la mitad y hasta los tres cuartos, en ciudades como Derborough y Kettering, casi a la totalidad de sus habitantes y en todas las fases de su vida) milita en las filas del cooperativismo, la federación de sus pequeñas sociedades crece en diferentes formas, y esas grandes «cooperativas de cooperativas» son los órganos poderosos de todo un movimiento formidable. Uno de sus grandes almacenes, «la Cooperative Wholosale Society, tiene 65 millones de francos de capital, 10.385 empleados u obreros, numerosos almacenes, donde se vende por valor de 450 millones de francos anuales, 18 fábricas, de donde proceden los más variados artículos, por valor de 74 millones de francos al año; importa también anualmente 100 millones de francos en productos de todos los países; mantiene para transportarlos seis navíos, en los cuales flamea orgulloso su pabellón... Acaba de comprar por 1.250.000 francos un inmenso terreno a lo largo del canal de Mánchester, para instalar en él sus docks; tiene tres agencias en Dinamarca (donde invierte todos los años 60 millones de francos en manteca y grasa), una en los Estados Unidos, una en Alemania, una en Suecia, dos en Francia, una en España, una en el Canadá y una en Australia; aparte de sus agencias tiene en el extranjero una fábrica de sebo en Australia [224] y una plantación de té en el Ceylán, y en la misma Inglaterra tiene un dominio, Roden estate, donde cultiva fresas y tomates... y ha instalado una casa de convalecencia para los societarios y sus familias... ¡Pronto tendrá sus minas de carbón!... En los demás países cunde victorioso el movimiento, ávido siempre de nuevas conquistas, y entre las cuales la del Vooruit de Bélgica incorporando a esta corriente con su perseverante influjo colectivista casi a todo el proletariado internacional, tan hostil en un principio, es de las más preciadas. Las estadísticas generales cuentan ya cerca de 25 millones de cooperadores, reunidos en más de 12.000 sociedades de consumo; sus ventas individuales pasaron de 2.500 millones de francos en el año último.

Mas ¿es efectivamente tan radical la diferencia entre el cooperativismo y el colectivismo corno pretenden los militantes en estos distintos grupos? Yo empiezo por no saber hasta qué punto las transigencias de una y otra parte mantienen viva la irreductibilidad preconizada antes. Al señor Gide se le ofrece la cuestión, aunque indirectamente, al hablar de la producción en sus relaciones con las cooperativas de consumo. Encuéntrase con dos sistemas radicales. Para el llamado federalismo son los consumidores asociados y federados los que deben producir; para el individualismo, las cooperativas de consumo no pueden realizar esta función que incumbe a las cooperativas de producción autónomas, ya libres, ya federadas. A éste pertenecen aquellos cooperativistas que no quieren aventurar demasiado en los caminos de la reforma; el primero reúne, en cambio, aleccionados por la experiencia, tanto a los hombres prácticos de las Wholosales inglesas como a los socialista. Estos, [225] además, ven en su régimen económico, cuya producción, organizada en forma de servicio social y no por empresas independientes, está en manos de los consumidores asociados, gran semejanza con su régimen colectivista: tanto es como socializar los medios de producción. ¿Por cuál optar? Y el señor Gide, menos vacilante en la intención que en las palabras, se decide por el federalismo, aunque se acoge por de pronto a una solución ecléctica: a la de la escuela de Nimes, que quiere conservar la autonomía de las sociedades de producción, al lado de las autonomías cooperativas de consumo, pero siendo éstas sus accionistas principales, y en lo que por sí misinas no produzcan, sus principales clientes. Y digo que se decide, en el fondo, por el federalismo, porque no se lo oculta que la autonomía de las sociedades de producción no resulta así muy lúcida. Recientemente –refiere nuestro autor–, una de las más poderosas, la de los obreros gorristas de Léicester, ha sido comprada por la Wholosale, y a pesar de su protesta se convirtió en una de sus simples fábricas, y fue que los societarios, que sólo eran dueños de 1/7 del capital, tuvieron que resignarse a la decisión de las cooperativas de consumo asociadas, dueñas a su vez de los 2/3 de sus acciones y compradoras de casi todos sus productos!

Pero M. Gide cuida de diferenciar, si bien me parece que débilmente, el cooperativismo del colectivismo, en el cual, según él, no incurren necesariamente los federalistas. Radican las diferencias en ser el uno absolutamente libre, conservador de las grandes categorías económicas (propiedad individual, interés del capital, incluso concurrencia...), «aunque profundamente modificadas», sin más pretensiones para lograr su objetivo que [226] crearse una riqueza por los medios usuales, mientras que el colectivismo, además de ser impuesto, no respeta las categorías aludidas hasta el punto de pretender desde luego la expropiación privada{2}.

Mas ¿es tan posible creer perdurables en el régimen cooperativo ideal las categorías económicas actuales, por otra parte «profundamente modificadas», ni tan generales al colectivismo las características que el autor le señala? Tal vez se resuelve entonces el problema en una cuestión de táctica; tal vez este socialismo societario –como Zola en Trabajo– pretende alcanzar el objetivo más o menos común a colectivistas y anarquistas, pero sin mancharse en la violencia, la revolución ni el crimen; sin más luchas en su pacífica marcha, triunfal que las del trabajo perseverante y educador, tras un ideal inmediatamente asequible{3}.

También nuestro pequeño libro habla de España. Aquí participamos débilmente en la corriente universal cooperativa; emplean algunas de nuestras sociedades de consumo sus fondos sobrantes en sostener escuelas laicas, lo cual prueba que hasta entre nosotros el cooperativismo y la educación se compenetran; pero lo que más llama la atención es lo que dice M. Gide de nuestra legislación sobre la materia, que debería servir en su opinión de modelo, por lo menos a la francesa: se refiere a la libertad que otorga nuestra ley de Asociaciones de 1887, para fundar toda suerte de cooperativas sin más que muy ligeros trámites. Y también en esto voy a reservar mis dudas; porque [227] ¿podrían constituirse con arreglo a nuestra ley las cooperativas que quiere M. Gide, las que pueden hacer negocios, vender al público, hacerse labradoras, comerciantes, fabricantes, industriales, armadoras, banqueras y aprestarse en guerra para conquistar el mundo? Mis dudas crecen si considero su concepto legal tradicional entre nosotros: especie de sociedades de socorros mutuos en la orden ministerial de 1870, las cuales sólo disfrutaban del privilegio si descansaban sobre el trabajo personal de sus socios y no pasaba su capital de 10.000 pesetas{4}.

Y en todo caso, ¿no serían preferibles requisitos, restricciones, contribuciones, trabas, siempre privilegiariamente aminorados, en estas empresas, a esa capacidad vacía que representa nuestra ley, si bajo ellos latiese como en Inglaterra, como en Francia, como en Bélgica, como en Alemania, como en Austria, como en Dinamarca, como en Suiza... un poderoso movimiento cooperativo? [228]

Notas

{1} París, 1904.

{2} Véase también sobre esta cuestión el libro de Bourguin, Les systèmes socialistes et l'évolution économique, Paris, 1906.

{3} Cooperatives et Universités populairles, en el libro de Halevy, Essais sur le mouvement ouvrier en France, Paris, 1901.

{4} Estas dudas las confirma la real orden (es verdad que a todas luces absurda e ilegal) dictada por el ministerio de la Gobernación en 18 de Noviembre de 1903, en contra de la Compañía cooperativa eléctrica Coruñesa. Véase, sin embargo, el libro de Hayem, Domaines respectifs de l'Association et de la Société, París, 1907 (págs. 384-891, especialmente).

←  Leopoldo PalaciosLas universidades populares  →

filosofia.orgProyecto filosofía en español
© 2002 filosofia.org
Leopoldo Palacios Morini (1876-1952)