Mario Méndez Bejarano (1857-1931)
Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX
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Capítulo XIV
El siglo de Oro

§ XII
La escolástica aplicada

Melchor Cano. –Fray Antonio Álvarez. –Castillo. –Suárez. –Luis de Molina. –Pererio. –Fray Juan de Márquez. –Jerónimo de Carranza. –El P. Mariana. –Juan de Espinosa. –El magnífico caballero D. Pero de Mejía. –Fray Domingo de Soto. –Vitoria. –Luis del Alcázar. –Fray Bartolomé de las Casas.

Los escritores españoles de filosofía aplicada a la teología, jurisprudencia y demás ramas del saber en el siglo XVI se distinguen ante todo por su erudición, a veces indigesta de excesiva; por su universalidad de influjo, pues eran consultados en toda Europa; por su base común en la doctrina tomista, salvo pasajeros desvíos, y, en fin, por [273] su empeño en someter a la jurisdicción teológica todos los puntos controvertibles.

Melchor Cano (1509-60), dominico, enemigo acérrimo de la Compañía de Jesús, e injusto perseguidor del prelado Carranza, en De logis Theologicis (1563) aplica a la ciencia divina el criterio renacentista, renovando los métodos teológicos y representando el criticismo en la ciencia divina, es decir, procurando conciliar la teología con su sierva la filosofía. Sin vacilar pisa sobre las huellas de Santo Tomás, pero todo lo que no es teología en Cano deriva de fuente no tomística. Combatió con el encono propio de su carácter la doctrina aristotélica de los universales, declarando que nunca había logrado entenderla. Opinaba también que en cuanto a la teodicea y a la inmortalidad del alma, Platón respondía mejor que Aristóteles a los dogmas cristianos. En lo demás prefiere al estagirita y llama a Santo Tomás máximo gravissimo theologo atque philosopho.

Fr. Antonio Álvarez combatió en 1591 la tiranía, según este pasaje que reproduce D. Adolfo de Castro y al cual me atengo por no conocer su obra: «Nadie piense, pues, que hay autoridad en la tierra, por crecida que sea, que llegue a poder trocar los derechos y a desatentar la justicia de su lugar; que el imperio de la ley es sobre los príncipes y no reconoce superioridad... Así como los príncipes no son señores de la justicia para hacer libres tiranías, así tampoco lo son para dejar de ejecutarlas en sus casos debidos».

El trinitario Alonso de Castrillo, eventual burgalés, en su literariamente poco estimable Tratado de República con otras historias y antigüedades, infolio a dos columnas (Burgos, 1521), rechaza las monarquías hereditarias, repugnantes al buen sentido, pues «para ser más segura la república, no conviene ser perpetuos los governadores della, porque quando goviernan por poco tiempo, entretanto que aprenden tiranizar, ya se les acaba el poder para ser tiranos». En general sus doctrinas parecen [274] democráticas y las robustece con la autoridad de Aristóteles.

Francisco Suárez (1548-617), honor de Andalucía, ingresó en la Compañía de Jesús no sin dificultades, porque se le creía dotado de escaso entendimiento. Enseñó Filosofía en varios noviciados y recibió de Felipe II el nombramiento de profesor de Teología en la Universidad de Coimbra.

Compuso Suárez muchas obras: Una de las más notables se titula: De legibus ac de Deo Legislatore libri X (Coimbra, 1613). Más feliz la que tituló Defensio fidei catholicae et apostolicae adversus anglicanae sectae errores cum responsione ad Apologiam pro juramento fidelitatis et praefationem monitoriam Serenissimi Jacobi magni Britanniae Regis (ídem íd.), escrita a instancias del Pontífice Paulo V contra el juramento que Jacobo I exigía a sus vasallos, mereció un breve del Papa felicitando al autor.

Francisco Suárez desenvuelve en sus obras un sistema filosófico completo dentro del tomismo, pero no totalmente de acuerdo con el ángel de las escuelas.

Aunque sigue a Santo Tomás, al cual alude como a otros Maestros con las palabras nostri scholastici, se separa en determinados puntos y procura mirar las cosas más de raíz «para darles algo de novedad». Difiere del Santo en problemas tan serios y fundamentales como la causalidad en la forma: el principio de individuación, la actividad de la potencia cognoscitiva; el modo de conocimiento de los universales y de los singulares, pues el entendimiento puede ser potencial y activo y se dirige por naturaleza a lo universal; la distinción entre la esencia y la existencia, combatiendo la tesis negativa sostenida por Gabriel Vázquez; la naturaleza de la cantidad; la esencia del tiempo; los caracteres de la eternidad, y otros no menos graves. Para Suárez el objeto de la metafísica no puede estar in habitu, ha de ser la realidad misma. Entiende por real lo cognoscible in se, y como la diferencia de los seres no reside en su ser universal, todas las cosas, al parecer diferentes, reconocen una esencia común que existit in natura rei ante omnem [275] operationem intellectus, aunque sólo se dé en lo fundamental.

No le satisface la prueba física para un Dios inmaterial y prefiere la metafísica Omne quod fit ab alio fit. También al tratar de la inmortalidad del alma humana añade a la metafísica la prueba moral. Su cosmogonía no difiere de la ortodoxia. Dios creó el mundo de la nada y lo mantiene por su voluntad sin interrupción quam continua creatio.

Su ética arranca del reconocimiento de la libertad moral. El alma es libre por necesidad interna y puede elegir entre el apetito del bien sensible y el del bien espiritual. En la cuestión, entonces muy discutida, del alma de los brutos, Suárez, superior a todos los tratadistas de su tiempo, concede a los animales inteligencia y sólo les niega la razón y, por corolario, la libertad.

Como casi todos los teólogos de su tiempo, consiente el tiranicidio, pero sólo siendo quo ad titulum, pues, si se trata de un tirano quo ad administrationem, no cree justo rebelarse, a no ser que lo haya depuesto y excomulgado el Papa (Defensio catholicae et apostolicas fidei). Su concepto del Derecho de Gentes es más amplio que el de Francisco Vitoria, y por eso fue el primero que comprendió cómo la norma internacional no consta únicamente de principios abstractos, sino que abraza elementos prácticos o costumbres.

Suárez es la más eximia expresión del congruísmo, sistema teológico inventado por los jesuítas para cohonestar la libertad humana sin perjuicio de la predestinación gratuita y necesidad de la gracia eficaz, tesis tildada de pelagiana hasta Paulo V, presentada por el P. Suárez desde el punto de vista más favorable a la predestinación gratuita y creyendo explicarla por el concurso simultáneo de Dios y el hombre. Según él, la gracia realiza infaliblemente su efecto sin que el hombre deje de ser libre para ceder o para resistir. Así modificada la tesis del P. Molina, se diferencia fundamentalmente del congruísmo de Suárez en tres puntos. Según Molina, la eficacia de la [276] gracia depende a título exclusivo del consentimiento libre de la voluntad, y según los congruístas proviene de la congruencia de la gracia. Sostiene aquél que el buen uso de la gracia, en cuanto efecto del libre albedrío, no deriva de la predestinación, en tanto que los congruístas lo hacen dimanar mediatamente de Dios. En fin, Molina asienta que el hombre, sin la gracia, puede ejecutar actos buenos que Dios premia por los méritos de Jesucristo, y los congruistas opinan que, dando Dios gracia en mayor o menor cantidad a todos, parece temerario el intento de adivinar lo que el hombre podría hacer sin el divino auxilio. La concepción total del P. Suárez es de las más sólidas que registra la Historia de la escolástica.

El jesuíta P. Luis de Molina, fallecido en 1600, a quien me he referido antes, defendió en su Concordia Liben Arbitrii cum Gratiae donis, divina praescientia, providentia, praedestinatione et reprobatione (Lisboa, 1588), un sistema denominado «ciencia media», por hallarse este conocimiento entre el de mero intelecto y el de visión suprema, para concertar la gracia divina con el albedrío. Dios conoce toda posibilidad; mas de que la conozca, no se concluye la necesidad de su realización, para la cual se requieren condiciones que no concurren al hecho. El sistema puede resumirse así: Dios, por la ciencia de simple inteligencia, ve todo lo posible; por la ciencia media conoce lo que haría cada voluntad libremente en el orden que le corresponde. El quiere salvar a todos los hombres a condición de que lo quieran también ellos, por lo cual otorga a todos los auxilios suficientes, aunque no por igual. Por la ciencia de visión sabe los que se salvarán y los que no, y predestina a cada uno a la gloria o al infierno. La gracia, pues, será eficaz si cooperamos con nuestra voluntad. Esta colaboración hace a la gracia eficaz en acto secundo. La gracia eficaz in actu primo, depende sólo de Dios, el cual la otorgó previendo que el hombre había de corresponder. Cayetano de Brescia afirma que hasta entonces no se había logrado una solución para tan arduo [277] problema. La verdad es que, substancialmente, no difiere del congruísmo. Esta doctrina de la ciencia condicionada nace del suarismo y ya la vimos propugnada en Coimbra por el portugués Fonseca, maestro del P. Luis. Muchas vicisitudes corrió el libro de Molina antes de ver la luz, y tales estridores alcanzó la controversia suscitada a causa de su doctrina entre jesuítas y dominicos, sustentadores éstos de la predeterminación física, que Paulo V prohibió a ambos contendientes censurar la doctrina del opuesto bando. De tal suerte, impugnada por dominicos y agustinos y aceptada por los jesuítas, esta doctrina, no sancionada ni anatematizada por la Iglesia, continua defendiéndose de la imputación de pelagianismo asestada por sus adversarios.

Con el título De iustitia et iure, escribió Molina otra obra compuesta de 760 indigestas disputationes éticas y jurídicas, donde también se justifica el regicidio, y, al tratar de las penas, se posterga el fin correccional asentando que el juzgador «no ha de mirar tanto al bien del delincuente como al bien común de la república».

También de materia política mereció tanta estimación en su época como hoy olvido la Pbilosophia moral de Principes (1596), de otro jesuíta, el P. Juan de Torres, que abruma al lector con la asombrosa balumba de citas sagradas y profanas. Tampoco reviste mayor interés el Tratado de República y Policía christiana (1615) por Fr. Juan de Santamaría. El P. Benito Perer (Pererius), nacido hacia 1555, profeso en la orden ignaciana y obituado en 1610, escribió De principiis y el inédito De anima. Dentro del escolasticismo, pero con cierta relativa independencia, desenvolvió el citado Physicorum sive de Principiis rerum naturaliam (Roma, 1582), donde parece imitar o, al menos, recibir eficaz influjo de Fox Morcillo, y combatió las supersticiones, no sólo entonces, sino aun hoy, tan extendidas en Castilla, con su libro Adversas fallaces et superstitiosas artes (Ingolstadt, 159), sin embargo acepta la magia diabólica, aunque rechaza las apariciones de ánimas de difuntos y propone que se persiga a los alquimistas. [278] Tampoco admite la oneirocrítica o interpretación de los ensueños, tan en boga hoy en los laboratorios de psicología experimental.

Cánovas del Castillo juzga «la expresión más exacta y completa que puede hallarse en cierta escuela templada o media, entre las extremas de los políticos españoles de los siglos XVI y XVII», el Gobernador cristiano, del agustino Fr. Juan de Márquez (1565?-621), libro compuesto por orden del duque de Feria para «hazer tratable el gouierno, y sanear los medios forçosos, sin que no se pueda dar passo en él: y para este desseo doctrina...» e indigesto por sus innumerables citas, donde se sostiene que la facultad legislativa reside en el rey y, si éste es legítimo, la nación no tiene derecho a resistirle aun cuando fuese tirano.

Jerónimo de Carranza escribió De la Filosofía de las armas, de su destreza y de la agresión y defensión Christiana (1582). Esta obra se imprimió en Sanlúcar de Barrameda, de donde Carranza era Gobernador. Cervantes le tributó elogios en el Canto de Calíope, Herrera y Mosquera le dedicaron versos, el mercenario Fr. Francisco García la comentó y D. Luis Pacheco de Narváez la compendió.

Era D. Jerónimo caballero del hábito de Cristo y pasó con el cargo de Gobernador en 1589 a Honduras, «donde fué estimado por su urbanidad, literatura y piedad» (Arana). A su vuelta se entregó más aún al estudio hasta su muerte. Atestiguan sus dotes de discreto poeta las octavas insertas en su obra y una epístola en verso dirigidas al Duque de Medina Sidonia, y en tal concepto lo alabaron Cervantes y Cristóbal de Mesa en su poema La Restauración de España. Basta para su renombre Los cinco libros sobre la ley de la injuria de palabra o de obra, en que se incluyen las verdaderas resoluciones de honra y los medios con que se satisfacen las afrentas. Con veinte seis consejos y Tratado de la alevosía.

Según Carranza, la ciencia está en las cosas, el conocimiento precede al amor, el entendimiento humano «es un espejo de las cosas reales»; pero la verdad y el error [279] no se hallan en el objeto, sino en el sujeto. La verdad es la propiedad del ser natural relacionada con el entendimiento, se refiere a lo universal, no a lo particular, y reside primordialmente en Dios.

Estudiados en el primer diálogo los fundamentos, dedica el segundo a la hipocresía de los bravos; el tercero a las causas naturales y efectos de la destreza, y el cuarto al estudio del honor, cómo se gana o se pierde y a la doctrina de la defensa y la agresión. Toda la obra se halla esmaltada de graves y profundas sentencias.

El P. Juan de Mariana (1536-623), hijo de un canónigo de Talavera y una señora de la misma ciudad, ingresó en la Compañía de Jesús y desempeñó cátedra de Teología en el Gran Colegio establecido por la Compama en Trento. Explicó después en Sicilia y en París, y en 1574 se volvió a su patria. Sus ideas y su libro acerca de la moneda le valieron ser encerrado en una prisión. Al registrar sus papeles se encontró su obra De las enfermedades de la Compañía, que acaso no destinaba a la publicidad.

En las obras latinas figura el tratado De morte et immortalitate, síntesis de la filosofía cristiana acerca de tan grave cuestión. De Espectaculis, traducida por el mismo autor, es un tratadito moral que censura los abusos y las inmoralidades que a la sazón se desenvolvían al amparo del teatro y censura la prostitución, entendiendo razonablemente que la autoridad debe extirparla y, si no le es posible, abstenerse de reglamentarla dictando órdenes que puedan suponer una tácita aprobación.

El libro De Rege et Regis institutione carece de originalidad y únicamente se ha salvado del olvido merced a la dureza con que preconiza el tiranicidio, ya defendido por tantos desde Cicerón hasta Santo Tomás; a la notoriedad alcanzada por las censuras de la Sorbonne, y la cremación de un ejemplar por orden de Enrique IV.

En el capítulo VI, que comienza preguntando: «¿Es lícito matar al tirano?» Mariana se decide por la afirmativa, alegando numerosas razones, y añade que «es saludable [280] que estén persuadidos los príncipes de que si oprimen la República, si se hacen intolerables por sus vicios y por sus delitos, están sujetos a ser asesinados, no sólo con derecho, sino con gloria de las generaciones venideras». Consecuente con su doctrina, califica de hazaña memorable el asesinato de Enrique III y ensalza al fraile Jacobo Clemente, asesino del rey, diciendo que fue considerado «como una gloria eterna de la Francia».

No se vea por esto en el P. Mariana un anarquista a la moderna, ni siquiera un republicano, no. El P. Mariana era partidario de la teocracia sin límites y trataba de mermar la autoridad regia para que nada se opusiese a la teocracia, para que la Iglesia reinara sin obstáculos y no viera jamás su acción estorbada por la voluntad de los reyes, que más de una vez habían contrariado las decisiones del Papa.

Deseoso de que el Clero intervenga en la pública gobernación, demanda para el episcopado representación en Cortes por Derecho propio, disfrute de jurisdicción señorial, los más elevados puestos políticos, y, en cambio, niega al Estado intervención en materias eclesiásticas, imponiéndole la obligación de apoyar los mandatos episcopales castigando a los inobedientes con las más severas penalidades. En opinión de Mariana, la potestad regia es superior a la de la nación en las materias de su competencia; absurdo derivado del falso concepto de la soberanía. Antes que Mariana, Juan de Espinosa, ya citado entre los refraneros, secretario del virrey de Sicilia, y autor de una colección de sentencias y hechos de claros varones a la que dio por título Micracathos y de Gynacepanos o Diálogo en laude de las mujeres (Milán, 1580), había defendido en esta segunda obra el tiranicidio recordando las palabras de Tulio: Nulla nobiscum tirannis societas est (1. III De of.)

No es menos curiosa la exigencia de que los monarcas dominen el idioma del Lacio «para comprender a los oradores extranjeros, que casi siempre se expresan en latín, [281] y contestar con pocas palabras, pero selectas y graves» (1. II, c. b.)

Pocos hombres tan doctos en su tiempo como el magnífico caballero D. Pedro de Meiía (1500-57), cuya Silva de varia lección excitó tal entusiasmo, que fue inmediatamente traducida al francés, al italiano, al alemán y al flamenco. Es libro a un tiempo de recreo y de instrucción, hermanando en su lectura el interés con el deleite. Sin orden quizás, objeción a que él mismo se adelantó titulando la obra Silva, expone inmensa copia de curiosidades y narra sin digresiones con admirable facilidad. Las Noches áticas de Aulo Gelio, quedan muy por debajo de la Silva en doctrina y erudición.

Tiene otra obra didáctica que intitula Diálogos, mina abundante de sabias sentencias y de preciosos consejos. En los ocho diálogos (De los Médicos, Del Convite. Del Sol, &c.), se dilucidan muchas cuestiones con arreglo a los conocimientos de la época. No acierto por qué se denominan generalmente diálogos morales, cuando la mitad se dedican a asuntos de física (El Sol, La Tierra, Diálogo natural, Meteorología). Algunos bibliógrafos los llaman, con mayor razón, diálogos de los elementos. Mejía representa la tradición de las ciencias físicas, no interrumpida en Andalucía desde el tiempo de los árabes.

Fray Domingo de Soto (1492-60), dominico, y «sofista de reputazión», como le llama su coetáneo González de Montes, fue uno de los llamados a dictaminar sobre la ortodoxia del Dr. Egidio. «Después de esperado mucho tiempo, fue con gran aparato», y por hallarse ausentes o inhibirse los demás censores, quedó el asunto en sus manos. Soto se dio tal arte, que dejó disgustados a todos, censurándole los católicos su lenidad y su insidia los protestantes.

Enemigo acérrimo de los nominalistas, en sus comentarios In Dialecticam Aristotelis (1544) se atreve a defender el procedimiento inductivo. Además de otro comento a los ocho libros de Física (1545) y de algunas obras teológicas, [282] escribió De justitia et jure, acaso su obra maestra, en que trata de dar base filosófica al Derecho (philosophique est civilia ex principiis philosophiae examinare), sin salir del marco tomístico.

No tendría alto concepto de los estímulos para el bien obrar cuando ensalza el principio utilitario Duo divina lamina cuneta gubernant, praemium scilicet et poena.

Soto concede a los reyes cristianos el derecho de arrebatar sus bienes a los moros y judíos avecindados en sus dominios, bárbara doctrina que se llevó a la práctica con las inicuas expulsiones de hebreos y moriscos. En materia civil ofrece la curiosidad de creer, sin aprobar la usura, que la ley puede no castigaría, así como hace con las rameras.

En la manoseada cuestión del pauperismo, se opone a la ordenación de las limosnas, a que se obligue a socorrer a los mendigos extrañaros y sólo admite que se les permita entrar en el país a mendigar (In causa pauperum deliberatio).

Francisco de Vitoria, dominico, que había estudiado en París, trabado amistad con Erasmo y otros maestros, y permanecido cerca de veinte años en Francia, dejó escrita una obra titulada Relectiones Theologicae, que no llegó a imprimirse hasta 1550, o sea, cuatro años después de fallecido su autor, circunstancia que acaso explique algunas libertades y alardes de independencia que no se hubiera permitido en vida sin ciertas atenuaciones. Analicemos rápidamente el contenido de la obra. Versa la primera Relección acerca de los indios, de los títulos ilegítimos y legítimos por los cuales los bárbaros del Nuevo Mundo pudieron venir a poder de los españoles y del derecho de guerra de éstos sobre aquéllos, estudiando las causas justas de guerra, determinando que, si al subdito le consta la injusticia de la guerra, no le es lícito pelear aunque el Príncipe lo ordene, mas en caso dudoso debe obedecerse. Nunca es lícito matar a los inocentes, pero sí reducirlos a cautiverio y despojarlos de sus bienes. [283] Lograda la victoria, es licito matar a los culpables y alguna vez, no sólo es lícito, sino conveniente matar a todo el ejército enemigo, aunque «en guerra contra cristianos no creo sea lícito obrar así». Puede ser lícito el saqueo, mientras sea necesario para llevar bien la guerra, o para aterrar a los enemigos, o para levantar el espíritu de las tropas, siempre que los jefes lo autoricen. Con esa doctrina pretendieron los alemanes justificar sus excesos en Bélgica y Francia durante la última guerra.

Sigue luego la relección del matrimonio y la de la potestad de la Iglesia. «En absoluto, dice, es mayor y más augusta la potestad espiritual que la temporal, y por lo tanto debe ser más respetada y más obedecida», no obstante lo cual sostiene que el Papa no tiene ningún poder temporal en virtud del pontificado mismo. «Y se prueba, porque, como se dijo arriba, la potestad espiritual se distingue de la temporal por el fin, en cuanto tiende aquella a un fin espiritual. Pero el Sumo Pontífice no es sino una persona o un sacerdote, en el cual reside la suprema potestad eclesiástica».

«Confírmase, porque, sin potestad alguna temporal, fuera igualmente Sumo Pontífice, que tendría la suprema potestad eclesiástica; luego, no hay porqué poner en él potestad temporal».

«Confírmase nuevamente, porque la necesidad y la razón de las cosas debe tomarse del fin; ahora bien, no hay fin alguno que asignar a esa potestad. Luego... y aun cuando entre los defensores de la doctrina contraria los hay de entre los tomistas; no obstante, pienso que Santo Tomás es del otro parecer, ya porque, como se dijo, por más que fue el Santo celoso defensor de la potestad pontificia, nunca le atribuyó semejante poder al Papa; ya, principalmente, porque, como más abajo diremos, según Santo Tomás, los eclesiásticos son exentos de pagar tributos por privilegio de los príncipes seglares, y si el Papa es señor temporal, como los contrarios pretenden, y 1os Reyes tienen de él el poder, no habría necesidad alguna [284] del privilegio de los Príncipes para la exención de los eclesiásticos». (Trad. de Torrubiano.)

En la relección de la potestad civil sostiene que la monarquía no sólo es justa, sino que los reyes tienen su poder del derecho divino y natural y no de la república. Estudia después la potestad del Papa y el concilio, siguen las relecciones de orden moral, de la tiranía y, por fin, del arte mágico. Cree en la realidad de la magia, que divide en natural y sobrenatural que se apoya en alguna potestad y virtud inmaterial. Las obras de los magos se hacen por el poder del demonio, al cual pueden forzar algunas veces, así como los demonios superiores a los inferiores. Toda obra de magia supone algún pacto con los demonios. Por la fuerza demoníaca pueden los magos transmutar la materia y las naturalezas corporales. La última Relección trata de aquello a que está obligado el hombre al tener uso de razón.

Aunque acierta censurando la venta de oficios públicos, algo claudica al aconsejar tolerancia con los poseedores de cargos en concepto de merced real perpetua, consintiéndoles arrendarlos. No se eclipsa menos su juicio al estudiar la validez de las leyes dictadas por los gobiernos ilegítimos. Opina que «si las leyes dadas por el tirano son convenientes al Estado, es innegable que obligan a los súbditos». No y mil veces no. Ninguna disposición incompetentemente formulada puede gozar de título obligatorio. Si la comunidad o autoridad competente, en vista de sus ventajas, la sanciona, entonces podrá obligar, no por su conveniencia, sino merced a su legitimación.

Propenso al eclecticismo, ni acepta la absoluta soberanía pontifical ni le niega potestad indirecta en los asuntos temporales, reconociendo en el Papado hasta facultad de deponer a los monarcas, aun cuando éstos no sean vasallos suyos. In tantum saecularis potestas est sub spirituali, in quantum est a Deo supposita, scilicet in his, quae ad salutem pertinent, decía Santo Tomás.

Defiende la licitud de la pena de muerte, impugnando [285] el hermoso precepto non occides, que más elevados espíritus interpretaban en términos absolutos, sin más excepción que la propia defensa.

Profesando la paupérrima idea de que la libertad no es propiedad esencial e inherente del hombre, sino «bien de fortuna», cree «indudable que es licito reducir a cautiverio y a servidumbre a mujeres y niños musulmanes».

Su buen corazón contrasta en ocasiones con su lógica. ¿Cómo pondremos de acuerdo el tercer corolario de su teoría de la guerra. «Lograda la victoria y terminada la guerra, es menester usar del triunfo con modestia cristiana», con la anterior proposición segunda de la quinta duda que resuelve así: «Lograda la victoria y puesto todo a salvo, es lícito matar a los culpables»; porque si en la actualidad ha cesado el peligro, por parte de los enemigos, no hay seguridad para el tiempo futuro?

Lo más digno de alabanza en Vitoria se estima la parte relativa al derecho de gentes al determinar las causas justas de guerra, el proceder de los beligerantes y la conducta del vencedor. En realidad, únicamente admite la injuria accepta o injuria sufrida por razón justificante del casus belli (Rel. de Indis). Bartolomé de las Casas rechaza la guerra en términos absolutos. Por tales méritos se ha considerado a Vitoria precursor de Grocio, mas sin dudar de que en varios puntos se anticipó al egregio jurisconsulto holandés, pienso, robusteciendo mi convicción con las irrecusables autoridades que citaré de profesores españoles y extranjeros, que el más legítimo y verdadero precursor es el, probablemente por falta de traducción completa, poco estudiado Luis del Alcázar.

De excelsa progenie, no menos insigne por la cuna que esclarecido en las letras, como hijo de D. Melchor del Alcázar y sobrino del primero entre nuestros vates festivos, del cincelador de la redondilla, del casi perfecto Baltasar del Alcázar, como escribía Menéndez y Pelayo, nació el año 1554, en pleno apogeo del catolicismo y la Monarquía. Lanzada su mentalidad por el cauce de la exaltación [286] religiosa, obedeciendo al impulso espiritual de su siglo en el ambiente de su patria, contra la voluntad de su familia, que prefería un caballero a un asceta, desdeñó la espada en 1569 y ciñó con fervor la sotana de San Ignacio. Meció su cuna la leyenda, máquina épica imprescindible en las biografías de los hombres extraordinarios, transmitiéndonos esta infantil narración: Echáronle inconsideradamente en la boca una moneda de plata que, introducida en las fauces, la tuvo atravesada nueve meses, siendo preciso darle el alimento gota a gota por una rajilla que acaso tenia la dicha moneda. Pasado cierto tiempo padeció una tos convulsiva, a cuyos repetidos golpes arrojó tan molesto cuanto peligroso impedimento.

Como de todos los entes de peregrino ingenio, díjose de éste que estaba loco. Refieren las memorias de su orden que descubrió tanta grandeza en sus discursos, que los propios instructores juzgaron delirios sus discreciones. Un examinador, hombre de alta capacidad, al oírlo exclamó: No; no está demente; es que sabe mucho más de lo que le enseñaron sus maestros.

Regentó cátedras de Filosofía, enseñó Teología en Córdoba y luego en Sevilla durante más de veinte años; compuso tratados escriturarios, disertó de pesas y medidas, fustigó a los malos médicos, argumento de perenne actualidad, y redactó la obra magistral «Investigación sobre el sentido oculto del Apocalipsis» (Amberes, 1614 y 19; Lyon, 1616) (1), que es, dice el Diccionario de Bayle, «una [287] de las mejores que los católicos romanos hayan escrito jamás».

{(1) Rev. Patri Lvdovici al Alcasar... Vestigatio arcani sensvs ic Apocalypsi, cum opusculo de Sacris Ponderibus ac Mensuris. Antverpiae, apud Ioannem Keerbergium. c I s, I s c. XIV. (Bibl. S. Isidro). En la B. N. existe lo que sigue:

Ludovici ab Alcasar.–Hispalenisis e Socielate Jesus Theologi.– Et in Provincia Baetica Sacrae Scriptarae Professoris.–In eas veteris Testamenti partes quas respicii Apocalipsis. –Libri quinque. –Cum opasculo de malis Medicis. –Prodeunt nunc primum. –Indicibus, cum scholarum, tum concionum usui percommodis, insigniti.–Lugduni.– Sumptibus Jacobi et Andreae Prost.–M. D C. XXXI. Cum privilegio Regio.}

El sabio Nicolás Antonio llama a este libro obra insigne para ilustrar y exornar las oscuridades del Apocalipsis y recuerda que Cornelio de Lápice llama eruditas, ingeniosas y fundadas las lucubraciones de Alcázar acerca del texto bíblico, si bien opina que nadie pueda jactarse, por certera que sea su puntería, y agudo su dardo, de haber señalado el blanco en tan tenebroso tema. Bossuet aprovechó en no escasa copia la doctrina de Alcázar, el cual muestra que el Apocalipsis no se refiere a un porvenir remoto, y descubre con admirable sagacidad la relación entre la profecía apocalíptica y la historia de los primeros siglos de la Iglesia.

Además, escribía D. Federico de Castro en admirable oración inaugural de curso: «En Alcázar apunta el Derecho natural antes que en ningún pensador de su tiempo», por lo cual marca una fecha en la historia de la filosofía del Derecho. Que se anticipó a Grocio no lo proclama sólo nuestro patriotismo. No era español el sabio profesor M. de Meaux, cuya sinceridad declara en sn libro acerca del Apocalipsis, refiriéndose a la obra de Alcázar, que «Grotius y a pris beaucoap de ses idées». (Véase edición holandesa, pág. 33.)

El examen de varios conceptos emitidos por Luis del Alcázar puede leerse en Heidegger (Mysterium Babylonis magnae, Leyden, 1687).

El glorioso y olvidado atleta del pensamiento español, dejó de existir en su patria el 11 de Junio de 1613, treinta y dos anos antes que sucumbiera en Rostock el sabio holandés Hugo de Groot y doce antes de que diera a los tórculos en París su tantas veces reimpresa y comentada obra De jure belli et pacis, fundamento del moderno derecho natural e internacional.

Desde la dedicatoria a Paulo V se nota la fe en la victoria de la Iglesia sobre Jerusalén y Roma (la Roma gentil), pues las plagas apocalípticas representan las dos [288] ciudades, cabezas del judaismo y el paganismo. Por la religión alcanzará Roma brillo mayor que con el imperio... latiius praesidet Roma religione divina, quam olim dominatione terrena, idea sobre la cual insiste en el libro V... finem sacrae actioni imponunt descriptio longinquae pacis Ecclesiae, nec non victoria gloriosissima quam obtinebit de antichristo et aeternae gloriae magnitudo.

Mas, cuando habla de guerras y triunfos, no se refiere Alcázar, cual los teólogos militantes, a empresas de orden material, sino a guerra de ideas, apocalypseos bella mistice esse intelligenda (p. 86, 7. D) y al aludir a la batalla contra la sinagoga y la gentilidad, interpretando el capítulo XI, repite que se trata de bellum spirituale quod ipsa eisdem intulit, et quam de ipsis bellum gloriosum reportarit (p. 49, I. e).

Solamente Alcázar puede llamarse iniciador del derecho de gentes entre tantos teólogos como proclamaron el derecho de los reyes a perseguir a sus subditos infieles al dogma oficial. ¿Cómo, sancionando tan abominable error, se puede hablar de derecho natural?

Tal será la inmarcesible gloria de Bartolomé de las Casas (1474-566), apóstol, no sólo de los indios, sino de la naturaleza humana. No podía Hugo Grocio tener dos más dignos precursores.

Descendiente de los cruzados que llegaron a Sevilla unos tres siglos antes, tuvo energía para predicar, viajar, porfiar con los obispos, los jerónimos y los publicistas, recorrer a pie las soledades americanas y sostener solo la más titánica lucha de la colonización; una epopeya espiritual.

La filosofía de Las Casas se condensa en estas palabras suyas: «¿Quién podrá sufrir que tuviese corazón de carne y entrañas de hombre, ni ver tan inhumana crueldad? ¿Qué memoria debía entonces de haber de aquel precepto de la caridad «amarás a tu prójimo como a ti mismo» en aquellos tan olvidados de ser cristianos y aun de ser hombres que así trataban en aquellos hombres la humanidad?» [289]

La doctrina preconizada, el criterio esgrimido por Casas encierra lo más puro del derecho de gentes y quisiera yo saber en qué se apoyaría un «patriota» para refutarla.

Fue un Cristo que quiso sustituir el látigo con la palabra.

¿E invocando a la patria se intenta desmentir al hombre que proyectó sobre ella la gloria más pura?

¿Qué interés pudo tener en faltar a la verdad? ¿Qué ganaba sino crearse enemistades? Los poderosos de América atentaron a su vida cuando trató de hacer ejecutar las «nuevas leyes».

En Ciudad Real se hizo un alboroto y se compró un asesino. Oyó los insultos sin inmutarse ni dar un paso atrás. Cuando los dominicos le rogaron que se ausentase, contestó: «Acaso lo hiciera si se tratara de mí, pero no lo puedo hacer porque se trata de mis ovejas y de la libertad de los indios. Esta iglesia es mi esposa y no la puedo abandonar.»

¿De dónde sino de la verdad pudo sacar tan inconcebible energía? Sólo movido por profunda convicción se cruza catorce o diez y seis veces el Océano y se va cuatro a Alemania en pos del emperador, con todas las molestias y peligros que tales viajes suponían.

Hasta en la hora de la muerte protesta ser verdadero cuanto ha dicho y, llevando el amor más allá de la tumba, expira pidiendo a los que lo escuchan y a todos que continúen su obra.

¿Por qué deslucir el patriotismo con la falsía o la parcialidad? ¿Qué ganamos con engañarnos, si no hemos de engañar a los demás ni lograremos con falacias desarmar la sanción de la posteridad? Jamás me sedujeron los españoles que por sistema menosprecian su patria ensalzando lo exótico, sólo por serlo, ni despertaron mis simpatías los que enaltecen todo lo suyo, bueno o malo, como si el suceder los hechos en el territorio donde uno ha nacido bastara para santificar lo torpe o lo indigno. El que encomia los defectos del ser amado, no siente verdadero amor [290] por él ni lo favorece animando sus bríos para la protervia en vez de encauzarlos hacia la corrección.

Hay que confesarlo; fuimos tan desaforados como todos los invasores, no por españoles, sino por conquistadores, pues «para eso, dice D. Modesto Lafuente, se aunaron las dos pasiones que más endurecen el corazón humano: la codicia y el fanatismo».

Por todas partes brotan los testimonios, y los corrobora nuestro Castellanos, asegurando que ni las tumbas merecieron respeto, porque

... la codicia
De nuestros españoles la rastrea,
Y como tenga oro, raras veces
Pueden asegurarse de sus uñas.

Diego de Mejía, en la segunda parte del Parnaso Antartico, lamenta los estragos ocasionados en Méjico; Cieza de León declara que «por donde entran los cristianos va el fuego asolándolo todo»; el P. Quiroga se queja de la esclavitud y malos tratos a los indios, a quienes se robaba el fruto de su trabajo y se obligaba a aborrecer la existencia. El mismo P. Quiroga pone en boca del personaje indio que de cuantas servidumbres registra la historia ninguna igualó a la de los americanos. Los incas castigaban a los malos caciques, y el rey cristiano, no.

Las leyes no se ejecutan, luego son inútiles.

«No toman sino cosas que puedan trasladar a España y obran como quien no trata de permanecer, destruyéndolo todo. A las bestias las curan y a los indios los hacen morir trabajando (coloquio II) y añade por boca del indio Tito que no se dice la verdad al rey, y cuando alguno quiere decirla, se procura que no tenga audiencia, y si la tiene, no se le dé crédito: se le quita el honor, se le llama hombre apasionado o que lo hace por venganza.»

El Ldo. Vasco de Quiroga en el informe que envió a Carlos V refiere horrores. «La miserable y dura [291] cautividad en que nosotros los españoles los ponemos, no para mejor deprender la doctrina y servir en nuestra casa... sino para echarlos a las minas, donde muy en breve mueran malamente, y vivan muriendo y mueran viviendo como desesperados; y en lugar de deprender la doctrina, deprendan a maldecir el día en que nascieron y la leche que mamaron.»

En la hoja impresa sobre «el negocio del conde de Puñonrostro con Antonio de Herrera, coronista mayor», se refieren los sucesos exactamente cual Fray Bartolomé y se extracta el relato de Lipsio, historiador auténtico, en su Constancia: «ni los bárbaros ni gente ninguna cruel hicieron tantos estragos como aquellos del Darién, porque de 600.000 indios no dejaron 15.000». Fray Agustín Dávila y Padilla, en su Historia de la provincia de Santiago de Méjico de la orden de Predicadores (1596), exclama: «Todo se acabó y despobló por el rigor y crueldad de algunos capitanes y soldados que, interpretando siniestramente las justas leyes de los Reyes Católicos, llamaban promulgación pacífica su violenta demanda de oro y al no darlo llamaban resistencia a la promulgación del Evangelio, y con esto los destruían.»

Además ¿carecen de importancia hechos cual el de la Española, donde tanto disminuyó la población india que fue necesario traer gente de las Lucayas para explotar las minas?

Sucedió entonces lo que debía suceder por imposición del tiempo y de la psicología nacional, sin que nadie pudiera impedirlo. En América, como en todo lugar y en todo tiempo, la fuerza atropelló a la debilidad. ¿Para qué dictar leyes protectoras de los indios, si no se hubiera abusado de su inferioridad?

España no sentía necesidad de colonizar, sino fiebre de combatir. La paz se consideraba una desgracia nacional, y los escritores deploraban que la vida regalada sustituyese a las recias fatigas de la guerra. El continuo batallar medieval había endurecido los ánimos; los despojos [292] perpetrados en los españoles, musulmanes y hebreos acostumbraron a no respetar la propiedad, y en la contemplación perpetua de la sangre se aprendió a despreciar la vida ajena.

El cronista Ortiz de Zúniga, nos relata que desde las primeras expediciones «fueron a América, unos a sueldo y otros a su costa, esforzados caballeros, que, ejercitados ya en la guerra de Granada, no cabían en el sosiego de su casa».

Ni España ni pueblo alguno sabría sustraerse a la imposición del tiempo, del hábito y de la viciada mentalidad. Hicimos lo que todos los pueblos en análogas condiciones. Ni ¿qué podríamos reprochar a los férreos conquistadores del siglo XVI, cuando hemos presenciado en el siglo XX! los espantosos reflorecimientos atávicos de pueblos tenidos por los más civilizados de la cristiandad? No me parece patriótico preconizar lo imposible, lo absurdo, y menos, para defenderlo, rebajar esa grandiosa figura, honor de su patria y de la humanidad, acaso la mayor de su siglo, que se llama Bartolomé de las Casas.

Otro tanto aconteció en Filipinas, en las Canarias y ¡caso singular!: en cada región oprimida emergió un religioso sevillano a protestar del despotismo y amparar a los débiles. ¡Bartolomé de las Casas!, ¡Alberto de las Casas!, ¡Juan de Frías!, ¡Juan de Quiñones! ¡Mendo de Viedma! ¡Benditos mil veces vuestros nombres! Ellos darán a España más gloria que todos los conquistadores, teólogos acomodaticios e ignorantes patrioteros.

España fue como debió ser por sus antecedentes y la presión de la época. Amémosla así como buenos hijos, sin pedirle una perfección inverosímil, y demostraremos que se puede ser buen español sin dejar de sentirse razonable.

Más patriótico me parecería ocultar que hubo en España teólogos capaces de defender la esclavitud y que el obispo de Burgos, al decirle cómo habían muerto 7.000 niños indios en tres meses, contestó:

–Miren el necio. ¿Qué se le da al rey ni qué se me da a mí? [293]

Gozó Casas crédito entre sus contemporáneos. Diego Fernández en su Historia del Perú afirma «que todo lo que decía y platicaba parecía muy justificado». Elogió su obra Bartolomé L. Argensola y le llamó «autor de mucha fe». Gil González Dávila, al referir sus disputas con los mayores teólogos en presencia del Emperador, nos cuenta cómo «él solo, acompañado de la verdad y la justicia», les hizo obedecer la ley de Dios. Ensalza su probidad y sabiduría Fray Domingo Mª Márquez; «celoso reprehensor de los desafueros y exhorbitantes rigores de los españoles» le apellida Ortiz de Zúñíga y, en posteriores tiempos, vindicaron su veracidad el obispo Gregorio y otros eclesiásticos.

Censuran algunos, batiéndose en retirada, la acrimonia y fuertes colores que puso en su defensa de los indios; pero ¿qué temperamento noble y meridional podría referir tales abominaciones con la impasibilidad del que describe una fiesta o un deporte? Con razón Washington Irving, el idealizador de Granada, les sale al paso diciendo: «Si una décima parte de lo que dice que vio por sus propios ojos es cierto, y su veracidad es indudable, hubiera faltado a los sentimientos naturales de humanidad si no expresara su indignación al pintar tales escenas». (Vida de Colón.)

Todos los conquistadores del mundo han cometido análogos excesos, pero la superioridad moral de España nace de que sólo en su hidalgo solar hubo un hombre capaz de levantar su protesta, mientras otros pueblos sancionaron la iniquidad y no produjeron un héroe apóstol.


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Historia de la filosofía en España
Madrid, páginas 272-293