Capítulo XV Aetas argentea
§ VII Escuela crítica
Nicolás Antonio. –Quevedo: ¿es un filósofo propiamente dicho?; sus obras; su antisemitismo; su pesimismo; su filosofía aplicada. –Saavedra Fajardo. –Gracián. –López de Vega.
Crítica llamo a esta escuela, que no es escuela ni filosofía crítica, en honor a D. Nicolás Antonio, cuya intención científica en constantes aciertos se revela, y por transigencia con la corriente fraseológica, pues la crítica de los demás autores comprendidos en el epígrafe, da de lado al problema filosófico y se endereza en preferente lugar a la política y las costumbres.
D. Nicolás Antonio (1617-84), en Sevilla, su patria, estudió Humanidades y Teología, ejerció el profesorado en el Colegio de Santo Tomás, estudió leyes en Salamanca y regresó a Sevilla, atraído por las copiosas bibliotecas particulares y la conventual del convento de San Benito. Allí trabajó hasta 1669 en que fue nombrado representante del rey en Roma. Residió en la ciudad eterna veinte años entregado en cuerpo y alma al estudio. La biblioteca que comenzó a reunir en Sevilla y terminó en Roma, constante de treinta mil cuerpos, casi competía con la Vaticana.
Su obra inmortal, la que consumió su vida y, nunca bastante estimada por la ciencia y por la patria, le aseguró el puesto altísimo que su nombre ocupa; su preciosa Bibliotheca, hállase dividida en dos partes: la primera, Bibliotheca vetus, abraza la historia literaria española desde Augusto hasta nuestro siglo de oro, y se desenvuelve en forma narrativa; la segunda, Bibliotheca nova, está dispuesta en forma de diccionario y acompañada de varios [327] índices que facilitan su manejo, pudiéndose buscar los autores por sus nombres, sus apellidos, sus patrias, sus facultades, &c. A esta segunda parte se añadieron las notas donde el mismo autor consignaba las noticias de los más modernos escritores hasta la fecha en que murió. «Por las singulares excelencias de erudición y hasta de crítica (sobre todo al tratar de las fuentes históricas), la riqueza incomparable de noticias recogidas en aquellos cuatro volúmenes que son aún y serán por mucho tiempo el monumento más grandioso levantado a la gloria de las ciencias y de las letras españolas» (M. y Pelayo), Nicolás Antonio se alza, padre de la historia literaria nacional, entre los colosos de la mentalidad de su siglo. Sin él hubiera sido imposible, o harto imperfecto, el conocimiento de la filosofía y la literatura de España.
Dejó manuscrita una Censura de las historias fabulosas, editada por Mayans, en que expone y juzga las crónicas inventadas en el siglo XVI, preparando así el advenimiento de la crítica histórica. Todas sus Cartas y aprobaciones de libros, ya impresas, denotan la serenidad y alteza de su juicio, así como la pureza, corrección y naturalidad que las exalta a modelos literarios de su género.
Ni las superficiales apologías de Fernández Guerra, ni el primoroso trabajo de D. Juan Valera, me han convencido de que D. Francisco de Quevedo (1580-645) merezca ser incluido en el número de los filósofos. Ni apenas se preocupó de temas filosóficos, ni inventó sistema, ni perfeccionó sistemas ajenos, ni comentó con sabiduría, ni sus escritos más o menos filosóficos gozan de valor científico. Continuamente hay que estar en la brecha contra la superficialidad de llamar filósofos a todo hombre de talento o predicador de pensamientos hondos y originales. La filosofía no consiste en la alteza ni en la profundidad de las máximas. En tal concepto ¿quién no ha sido filósofo poseyendo una clara inteligencia? La filosofía es un conocimiento especial, una rama científica, distinta de las otras e independiente de la clarividencia, es organismo, es [328] reflexión lógica, sostenida, y todo pensamiento, por elevado que vuele, carece de valor filosófico si no se halla sistematizado.
Y no sólo faltan en Quevedo tales condiciones, sino que por su complexión espiritual, podía serlo todo, poeta, crítico, novelista, teólogo y sobre todo un humorista..., menos filósofo. Requiere este carácter serenidad de espíritu, imparcialidad, ecuanimidad, y condiciones tan esenciales como antípodas del ánimo irascible, apasionado, vehemente, característico de Quevedo. ¿Vehemente dije? Me quedé corto, pues llegó hasta el fanatismo, singularmente en sus odios, alardeando de antisemitismo y de intransigencia.
Educado en el escolasticismo, si algo filosófico le atrae, no son los temas fundamentales lógicos ni metafísicos, sino las derivaciones éticas y políticas genuinas de su temple batallador.
No existen para su criterio la verdad ni el error en sí, sino la conformidad o divergencia con el dogma. ¿Por qué enaltece el aristotelismo? ¿Por su valor científico? No. Porque en su lógica y su metafísica «se confeccionan los argumentos de las escuelas católicas» y por ser el antídoto del platonismo. ¿Rechaza el platonismo por deficiencias científicas? Tampoco. Unicamente porque en ella «todos los herejes informaron sus errores» (Prov. de Dios).
La gran variedad de asuntos tratados por Quevedo le dan carácter de polígrafo, y hacen difícil sorprender en su obra una ley de unidad, pues la misma concepción estoico-pesimista de la vida al modo cristiano, es sello de la época, visible en todos los contemporáneos, si bien más o menos acentuado según la personalidad de cada uno.
El tratado de La Providencia de Dios, imponente aparato teológico, cuajado de citas, muestra a cada instante la imitación de Séneca (De Providentia Dei). Quevedo no terminó más que la primera parte, o sea el discurso de la inmortalidad del alma, en que explota el tratado De Anima del P. Suárez. La segunda, donde trata de Dios y su Provincia, queda interrumpida cuando anuncia la [330] comprobación de la doctrina en las vidas de ilustres personajes antiguos. Se suele considerar tercera parte el tratado de las aflicciones de Job, totalmente ascético y teológico.
Revélase el estrecho espíritu ortodoxo de Quevedo en su odio atávico a los hebreos. Cuando Olivares concibió la idea de transigir con los israelitas de Salónica para procurar fondos al erario, a la vez que el nuncio, el Consejo de Estado, la Inquisición y todo el pueblo de Madrid, levantó su voz Quevedo contra la raza deicida, combatiendo todo contacto y conversación con la grey mosaica, en la alegoría de la isla de los Monopantos. (V. La Fortuna con seso.)
Ni al dramaturgo Felipe Godínez, que llegaba a Madrid perseguido, perdonó su origen, antes bien, le afligió con mordaces alusiones, reprochándole su abolengo hebreo, cual si se tratase de voluntario delito.
Quevedo no es un filósofo ni su labor superficialmente filosófica brinda la más leve novedad. En su discurso predomina el escolasticismo, tal vez el suarismo, no sin levadura pagana. La cuna y la sepultura no pasa de exposición popular, siguiendo a Séneca, de la moral estoica, sazonada con referencias teológicas. Análogo al anterior, el libro Las cuatro partes del mundo y los cuatro fantasmas de la vida contiene el concepto de la ética que profesaba Quevedo. Tratado de vulgarización es no menos la citada introducción sobre Inmortalidad del alma, exposición de la filosofía de las Escuelas. Ignoro hasta qué punto sea lícito estimar este opúsculo elaboración de la conciencia reflexiva ni flor de la sinceridad. Quevedo se dejaba arrastrar por el pesimismo, y la profunda convicción de la inmortalidad trae ya una sonrisa del Cielo, un resplandor anticipado de la luz eterna que disipa negruras, consuela dolores, cura desalientos e infunde inquebrantable optimismo garantizado por Dios y la certeza de la eternidad. Católico sincero, jamás se permitió dudar a conciencia de un dogma; pero en el fondo del alma, en la región de lo inconsciente... ¿quién sabe? [330]
La ausencia de seria filosofía roba también interés a los trabajos políticos, faltos de novedad en la doctrina y de orden en la exposición. La Política de Dios y gobierno de Cristo, más que tratado, semeja revuelto arsenal de sentencias, plagado de lugares comunes, y, en su segunda parte, francamente conceptista. Entre el desorden que reina, se dibuja la más completa exposición del pensamiento político de Quevedo. Las fuentes donde bebió el autor son Aristóteles, Séneca, Tácito, y no parece tampoco extraña a la concepción la sugestiva lectura de Maquiavelo. Paralelas a las consideraciones de índole seria, corren sátiras y alusiones del momento, no todo lo caritativas ni moderadas que de un pensador ascético espera el lector. Complemento de La política de Dios es el Marco Bruto, de que no vio la luz sino la primera parte. Comienza el autor por traducir a Plutarco, y desarrolla su tesis en prosa cortada, seca, sentenciosa, imitando cuanto puede a Tácito, Séneca y Juvenal. La tesis fundamental podría formularse: usurpador buen gobernante vale más que tirano legítimo; César es preferible a Tarquino.
Al lado de los tratados doctrinales figuran los Grandes anales de quince días, escritos con apasionamiento y procurando imitar a Tácito; el Chiton de las Maravillas, paupérrimo trabajo de política económica en defensa del Conde Duque, y otras varias producciones de circunstancias. No se hable de La defensa de Epicuro, que no excede de un desahogo de la imaginación, sobre todo si se tiene en cuenta, como observa Azcárate, que su defensa se hace «en el acto mismo de confesar que este filósofo (Epicuro) no admitía la Providencia ni la inmortalidad del alma». Estoy de acuerdo con el Sr. Azcárate en este pormenor; pero no en la apreciación de que a Quevedo no le desagradaban tanto las doctrinas epicúreas, «si bien tuvo la destreza, consultando el país en que escribía, de darles un nuevo bautismo y someter su trabajo al juicio respetable de la Iglesia».
La rehabilitación de Epicuro se había intentado varias [331] veces en España antes de Quevedo, no ya en plan de humorismo, prosado o versificado, sino con la seriedad digna del asunto. Bastaría recordar aquellas palabras del Brocense: «La opinión de Epicuro vino a ser tan abominable por ser mal entendida de sus secuaces y tomada corporalmente y en afrenta de su inventor, porque él fue muy abstinente y muy buen hombre».
En igual sentido se expresaba Gonzalo Correas. «Epicuro puso la felicidad en el deleite, y entendiéndolo del ánimo, se lo interpretó el vulgo por deleite corporal. (Notas a Tabla de Cebes.)
El carácter literario del tiempo se pronuncia más en don Diego de Saavedra Fajardo (1584-648), que nació en Aljezares (Murcia) y ocupó altos cargos en la diplomacia.
Fue su primera y más famosa obra la titulada De las empresas políticas o idea de un príncipe político cristiano (1640). El autor coloca una alegoría o jeroglífico al frente de cada capítulo y éste consiste en la explicación de la empresa. Ya se comprende que no es posible verdadera ilación por tan raro procedimiento. Pero este mismo desorden tan del gusto de la época, lejos de perjudicar a su popularidad, contribuyó a su crédito. Nótase en las Empresas, sobre la influencia, entonces general, de Santo Tomás y el P. Suárez, el influjo de El príncipe, de Maquiavelo. El desorden que reina en la exposición, motiva que las bellezas se presenten aisladas. El estilo peca de afectado y las ideas se repiten en múltiples formas, por lo cual parece preñado de pensamientos lo que sólo prueba habilidad retórica.
La Corona gótica debió ser una historia general política de España, pero sólo es un pretexto para explanar ideas de política. Más digna de estudio, La república literaria (1655), obra póstuma de Saavedra, si en efecto es suya, encerraba en su forma novelesca los juicios literarios del autor. Desenvuélvese la idea bajo la ficción de un sueño, forma que recuerda a Luciano, modelo de Quevedo y demás soñadores literarios. Parece la crítica de Fajardo [332] una manifestación del escepticismo dominante en la filosofía, carácter que dota de mayor trascendencia al libro, porque debajo de la crítica literaria palpita la censura general de la ciencia coetánea y el desaliento del pesimismo.
Lejos de ambicionar la ilustración de su país, proclama en la Empresa LVI cuánto más conviene que el pueblo exceda en el valor con preferencia a la mente, pues «con el estudio se crían melancólicos los ingenios, aman la soledad y el celibato: todo opuesto a lo que ha menester la República para multiplicarse y llenar los oficios y puestos y para defenderse y ofender».
Escribió Saavedra opúsculos de menor interés, tales como las Locuras de un loco y la Introducción a la política y razón de Estado del Rey católico Don Fernando, que dejó sin concluir, y forma un curioso tratado de derecho político, inspirado en la doctrina del estagirita, con la particularidad de que reconoce la inmanencia del poder en la república.
Por días se acentúa la degeneración de la prosa didáctica, hasta caer en las manos de Baltasar Gracián (1601-58), que, hijo legitimo del conceptismo, se lanzó de lleno por la torcida senda, estableciendo que en la literatura no hay que aplaudir sino la agudeza: ser agudo es el ideal del escritor.
Como Góngora y Ledesma habían personificado la corrupción del gusto poético, el gracianismo simboliza la decadencia de la prosa. Era Gracián un jesuita aragonés y penetró en la república de las letras con el tratado El Héroe (1637), en que indica los medios para la formación de un héroe, y se expresa en cláusulas secas y cortadas, perdiéndose en laberinto de sutilezas. Queriendo justificar la innovación, redactó el código de la escuela en su preceptiva intitulada Agudeza y arte de ingenio (1642), inspirada en la «Acutezze» de Peregrini. Comienza por un Panegírico al arte; sigue un discurso sobre la ciencia de la agudeza ilustrada, en que afirma que producir la agudeza es «empleo de cherubines y elevación de hombres que nos [333] remontan a extravagantes jerarquías»; continúa desbarrando acerca de las clases y formas de la agudeza, y multiplica las citas de oradores «ocultamente elocuentes», estampando desatinos como el de «que con muchas crisis conglobadas se hace un discurso satírico», y que «doblar el desacierto es doblar el concepto». Claro se ve que el Arte de agudeza es una retórica conceptista. Su mayor defecto nace del exclusivismo de escuela, si de escuela puede blasonar semejante extravío, pues reduciendo todas las facultades artísticas a una sola, el fruto de la tentativa no podía ser más que la monstruosidad.
Algunos libros de Gracián se tradujeron al francés, no obstante que el P. Des Fontaines asegurase no haber encontrado en ellos «un solo raciocinio y únicamente extravagancias y soberbias necedades».
Por sus obras, recibió Gracián más de una reprensión disciplinaria. Su afición a la vida social, su culto a la agudeza, nos inducen a juzgarle espíritu poco profundo y lo confirma la ligereza cometida en Valencia, donde para atraer público a sus sermones, anunció que leería en el púlpito una carta recién llegada del Infierno. El censor le obligó a retractarse públicamente de tan bellaca superchería. Desde entonces, no perdonaba ocasión de deprimir a Valencia, como atestigua El Criticón.
La sensata rehabilitación de este escritor, motejado sin justicia de culterano, intentada por el Sr. Menéndez y Pelayo con atenuaciones propias de su prudencia, ha alentado a críticos superficiales para declamar que Gracián es un genio, y si no se le entiende, es de profundo. ¿Qué idea tendrán de la profundidad los que ignoran que la agudeza figura al extremo opuesto entre las cualidades del pensamiento? Con razón D. Adolfo Bonilla, aludiendo a las coincidencias entre El Criticón y el Autodidacto de Tufail, dice «Gracián dista mucho de ser un gran pensador; es tan sólo un desenfrenado, ingenioso y agudísimo conceptista.»
Si no de mérito científico, sí de curiosidad puede reputarse el Heráclito y Demócrito de nuestro siglo (1641), [334] diálogos morales que acerca de la nobleza, la riqueza y las Letras dio a la estampa D. Antonio López de Vega, literato lisbonense que vivió en España. Discuten los interlocutores si conviene al filósofo la nobleza y la riqueza y cómo ha de usar de tales ventajas, y, después de repasar a los críticos, gramáticos, poetas, jurisconsultos, historiadores, políticos y astrólogos, estudia las disciplinas que convienen al filósofo, si debe porfiar y si le es lícita la alabanza propia. No empachado de modestia, alardea de menospreciar al «hueco Crítico o Erudito de Boato», que «si escriví con cuydado, i con inteligencia, quiçá no vulgar, de las Materias, Vosotros lo reconoceréis. Verdaderos doctos». En la Biblioteca Nacional se guarda un ms. del mismo autor titulado Paradojas racionales, también en forma de diálogo entre un cortesano y un filósofo. Está fechado en 1655.
En 1728 vieron la luz en Madrid las ridículas Obras históricas, políticas, philosóphicas y morales, del pobre D. Juan de Zabaleta (1627-67) ya coleccionadas. Con la mención basta y aun sobra.
No me atrevo a estimar filósofos a los autores de aforismos y máximas, por no representar sino momentos aislados, a veces irreflexivos, sin que la profundidad de algunos pensamientos los eleve sobre el nivel de un humorismo filosófico. Figura en este número Antonio Pérez, el ex-secretario de Estado, cuyos Aforismos (1603) contienen frases ingeniosas revueltas con perogrulladas, cual la de «El amor iguala a todos los estados» o «El amor, enemigo de ceremonias». A imitación de Pérez, el extremeño D. Juan Blázquez Mayoralgo llenó de sentencias, también de desigual mérito, su Perfecta razón de Estado (Méjico, 1646).
Triste resumen de un siglo estéril para la filosofía. [335]
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