Mario Méndez Bejarano (1857-1931)
Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX
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Capítulo XVII
El siglo de las luces

§ II
Escuela teológica y tradicionalista

Contagio de la reacción francesa. –Donoso Cortés. –El Conde del Valle de San Juan. –Nocedal y la Academia de Ciencias Morales y Políticas.

La reacción sucesora en Francia del hervor revolucionario, resucitó el sentimiento religioso y lo hiperbolizó en compensación de las exageraciones pasadas. Asomó en pos de la nueva escuela de Bonald y de Maistre, bautizada de teológica, el espectro de la demagogia blanca, excitada por el pavor sufrido, y dio a esta filosofía el carácter de [414] terror político, no el de serena y circunspecta investigación. De la escuela teológica se ausentó el Evangelio, invocando su angustia al Jehová que abrasaba ciudades, exterminaba pueblos y había de recibir con agrado los holocaustos de la persecución y de la hoguera.

Esta escuela nacida del terror, y no exenta de precursores en la España de los siglos XVII y XVIII, cuyo pensamiento era tesis latente y familiar, reclutó en la España del XIX un adepto tan vigoroso de elocuencia cuanto anémico de lógica en la ilustre persona del extremeño D. Juan Donoso Cortés (1809-53), primer marqués de Valdegamas. Terminó en Sevilla sus estudios de jurisprudencia el precoz filósofo a los diez y nueve años y pronto se dio a conocer como humanista, poeta y publicista; se lanzó a la política y en 1849 abjuró en las Cortes de sus ideas liberales. De todas sus obras se tiró edición en 1891. En su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo (1851) proclamó la supremacía política de la Iglesia, extremando las consecuencias del ultramontanismo y escarneciendo la razón humana en términos tan duros que los mismos críticos católicos han censurado frases cual las siguientes: «Entre la razón humana y lo absurdo hay una afinidad secreta, un parentesco estrechísimo...», «Entre la verdad y la razón humana, después de la prevaricación del hombre, ha puesto Dios una repugnancia inmortal y una repulsión invencible». Se leen tales dislates y no quiere uno convencerse de que los ha trazado, ¡qué digo un hombre de talento!, ni el más obtuso de los mortales. De que el hombre pueda equivocarse, y nunca se equivoca del todo, se atreve a inferir que se equivoca siempre, más aún, que su cerebro está organizado para el error, puesto que le repugna la verdad. Comprendo las hipérboles propias de los neófitos, pero tales extremos bordean los límites de la vesania. No puede darlas de filósofo, aun contando con entendimiento tan amplio y comprensivo, quien así abre las puertas al sentimiento y reflexiona con la fantasía y el corazón. [415]

Grandilocuente, sublime a veces, Donoso recrea, admira y, al terminar la lectura de sus rotundos párrafos, hasta se siente la tentación de aplaudir, mas nada deja en el espíritu que no se deshaga con la espuma del oleaje oratorio.

¿Había en su hermosa literatura, reflejo de El Genio del Cristianismo, más impresionabilidad artística que sinceridad cristiana y mayor dosis de miedo a los avances de la naciente democracia que de adhesión al trono ni devoción al altar? Lo ignoro, aunque el propósito de encerrarse en el claustro, designio que la Parca le impidió consumar, parece avalorar la verdad de sus sentimientos.

Su política somete el Estado a la creencia. «El Estado, decía en el Parlamento, debe ser tan religioso como el hombre». «La autoridad pública, considerada en general, en abstracto, viene de Dios». «El hombre ha pertenecido antes a la sociedad religiosa que a la civil». El primer hombre estuvo antes en sociedad con Dios que con el segundo hombre. Mas, aun reclamando la independencia y la soberanía espiritual de la Iglesia, porque «lo seglar se opone a lo eclesiástico, no a lo religioso», no acepta la intromisión de la Iglesia en la potestad civil. En la obra que expongo no sale del estricto criterio católico; en las posteriores acentúa su adhesión a los jefes franceses de la escuela: son más sectarias que individuales. Sin embargo, refuta la opinión de Bonald sobre la constitución del hombre y corrige la doctrina, en realidad de índole sensualista, del lenguaje revelado, sosteniendo que «no es asunto de invención ni de revelación, sino de creación».

Inflamada en el mismo espíritu e impresa en el mismo año que la de Donoso, salió a luz Consideraciones sobre la Iglesia en sus relaciones con el Estado (Madrid, 1851), por el Conde, del Valle de San Juan, dedicada al rey (¿a qué rey en esta fecha?) y precedida del retrato del autor. Al ver la imagen de un hombre en mangas de camisa, deshecho el nudo de la corbata, con faja, sombrero calañés, la chaqueta de alamares a un lado y el puro a medio fumar entre [416] el índice y el dedo del corazón, jamás se figuraría nadie contemplar el retrato de un conde, de un filósofo ni de un hombre político. Y sin embargo, de todo tenía el autor de este ya rarísimo libro. Comandante de voluntarios realistas en 1833, emigrado en 1840, progresista en 1843, revolucionario en Cartagena, fugitivo en Argel y fundador de un diario democrático, El Pueblo, llegó desengañado a retraerse de la política y escribir este libro, declarando en el prólogo: «No más partidos: la iglesia de Dios quiere que ocupe mis ocios». En efecto. Después de proclamar la urgencia de restablecer el principio de autoridad y de una breve teodicea ortodoxa, que trata de comprobar en la historia, defiende a la Iglesia de cuantos cargos se han acumulado contra ella, cerrando el libro primero con la apoteosis del cristianismo.

El segundo se halla dedicado a combatir el protestantismo y termina encomiando a la Compañía de Jesús. La tesis fundamental es la contraria de Espinosa. Sostenía este filósofo que todos los males sociales dependen de la obstinación del clero en invadir la potestad civil. Nuestro conde, por el contrario, afirma que el sacerdocio se une al imperio para mejorar la condición de los gobernados y hacer más justos a los gobernantes. En toda la obra fulguran los anatemas del neófito absolutista contra el jansenismo, el volterianismo, el jacobinismo y la enciclopedia.

El tradicionalismo se extinguió, ahuyentado por el renacimiento escolástico. Su último y poco honroso acto público, aparte del mérito subjetivo, consistió en la renuncia que D. Cándido Nocedal presentó de su sillón en la Academia de Ciencias Morales y Políticas; porque, sin duda influida por el demonio, al dictaminar en 1868 sobre el libro La libertad de pensar y el catolicismo, de D. José Lorenzo de Figueroa, elogiaba el criterio del autor que «se aparta a la vez de la extrema racionalista y de la neocatólica o tradicionalista».

El conde José de Maestre, con el encanto de su estilo que hizo de las Soirées de Saint-Pétersbourg una de las [417] lecturas favoritas de mi adolescencia, popularizó la escuela teológica, creadora de un sensualismo religioso, que opuso la fe colectiva a la razón, empresa que arrebató a la fe su base racional. Condenadas por la Iglesia algunas de sus proposiciones, desapareció de Europa y de España, pero dejó su veto a la razón para conocer los primeros principios, veto reconocido por el positivismo, última evolución de la tesis sensualista.


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Historia de la filosofía en España
Madrid, páginas 413-417