Mario Méndez Bejarano (1857-1931)
Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX
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Capítulo XVII
El siglo de las luces

§ V
La escuela escocesa

Carácter de la escuela. –Mora. –Martí de Eixalá. –Codina. –Lloréns. –Nieto y Serrano.

La escuela escocesa, preparada por Smith y Ferguson, fundada por Reíd, perfeccionada por Dugald Stewart y desenvuelta por Oswald, Price y el poeta Beatti, que no representa sino la protesta del buen sentido contra los exclusivismos sistemáticos, pero que en el fondo complica en vez de resolver el problema de la comunicación entre el espíritu y el cuerpo y deja fuera de la filosofía aquellos principios racionales superiores a la experiencia y patrimonio común de la humanidad, logró en España algunos prosélitos. Sin embargo, siempre deberemos a este grupo, compuesto de andaluces y catalanes, la reivindicación de la conciencia humana en su total integridad como único criterio legítimo en la especulación.

Era una escuela lógica y psicológica, pero ayuna de metafísica, por lo cual sirvió de antesala a Spencer y a Stuart Mill.

No oculta su filiación el poeta y polígrafo D. José Joaquín de Mora (1783-64), natural de Cádiz, a quien arrojó de su patria la vergüenza de verla absolutista, pues francamente titulaba su obra Cursos de Lógica y Ética según la escuela de Edimburgo (Lima, 1832).

Comienza desde el prólogo la apología de su escuela, «cuna de la nueva rehabilitación del espíritu humano», que «debía ofrecer a los hombres sedientos de verdad un punto de apoyo en medio de tantas incertidumbres, una base firme en medio de tantas vacilaciones y un medio satisfactorio de combinar los adelantos de la Filosofía con las [445] creencias en que está interesado nuestro porvenir y que son el alma de la civilización». En la Lógica incluye la psicología, conprensible detalle en quien otorga a esta última menos valor, ya que respecto al espíritu «carecemos de la idea inmediata de su ser» y apenas «sabemos lo que es percepción, idea y voluntad».

El entendimiento, centro de las impresiones externas, impulsa la máquina y practica las operaciones (conciencia, percepción, idea, juicio, raciocinio e imaginación). Después de estos medios de conocer, estudia la definición y la clasificación, y la emprende contra el paciente silogismo reprochándole su esterilidad en cuanto instrumento de investigación e interrumpiendo, como él decía, con los acentos de la censura y las armas de la critica, el concierto unánime de aplausos que arrancaban por todas partes los triunfos de la dialéctica.

Con igual criterio incluye en la Ética la Ontologia y la Teodicea. «La Lógica se aleja de estas elevadas cuestiones, porque siendo su objeto una utilidad práctica, sólo puede emplear nociones de cosas reales y de hechos arraigados en el conocimiento.» La voluntad es el conjunto de las facultades que proporcionan la posesión del bien moral. Es facultad activa por excelencia y necesita para su ejercicio ciertos móviles (apetitos, deseos, afectos, amor propio...). La facultad moral consta de tres elementos: percepción de un acto como justo o injusto, sensación de placer o dolor y percepción del mérito o demérito del agente. ¿Por qué, pues, tenemos obligación de practicar el bien? Por resultado de la razón, de la sensación y de la conciencia.

Inferior como literato, no como filósofo, D. Ramón Martí de Eixalá (1808-57), tan distante del sincretismo leibniziano cuanto de la rutina escolástica, comprende en su bibliografía filosófica el Curso de Filosofía elemental (Barcelona, 1841); la Memoria titulada Consideraciones filosóficas sobre la impresión de lo sublime (1845) y Estudios sobre la inteligencia de los animales y [446] especialmente, en los mamíferos. Divide el curso en Ideología y Lógica. Considera la ideología ciencia de observación, pues para él lo son todas excepto las matemáticas, sin arriesgarse a estudiar la posibilidad de un conocimiento racional. Parte de lo individual para ascender a lo general y confunde las ideas generales con las abstractas. «Toda idea general ha de ser abstracta, pues para que convenga a varios objetos es indispensable hacer abstracción de las circunstancias o puntos en que discrepan».

La Lógica es «el arte de hallar el mayor número de verdades evitando el error en cuanto sea dable». Existen tres órdenes de verdades: intuitivas, demostrativas e inductivas. Enemigo de la lógica formalista, establece pocas reglas, confesando que éstas no nos llevarán a grandes aciertos, pero nos evitarán sistemáticos extravíos. Cierra su obra con estas palabras: «La verdad no puede deberse toda ni a un hombre ni a todo un siglo, es una obra inconmensurable en la cual está llamado a trabajar todo el género humano durante todos los siglos de su existencia». Juiciosa observación que acredita su seriedad científica y lo separa toto orbe de esos ridículos dogmatismos que sueñan haber aprisionado en sus redes el tesoro de la verdad absoluta.

La posición de Martí se halla dentro del círculo del empirismo y con marcadas simpatías al sensualismo, según revela la fruición con que reproduce la clasificación de los juicios formulada por Locke; su opinión acerca del origen de las ideas, las cuales son los actos de que tenemos conciencia, y la afirmación de que la verdad de los axiomas procede de los conocimientos particulares, puesto que se forman al modo de las ideas generales, partiendo de lo concreto por el procedimiento de la abstracción. Parece que había adivinado a Hamilton y a Mansel, cuyas publicaciones desconocía.

D. Pedro Codina y Vila, fallecido en 1858, dio a la estampa una traducción de la obra de Stuart Mill titulada Sistemas de lógica demostrativa e instructiva, o sea exposición de los principios de evidencias y los métodos de [447] investigación científica (Madrid, 1853), y sus discípulos publicaron póstuma su obra Psicología y Lógica. Curso 1856 a 57 (Barcelona, 1858). Dejó manuscrita la conferencia Observaciones sobre el sentimiento de lo bello en la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona.

Las aficiones de Codina a Stuart Mill y la propensión de su doctrina en la citada obra postuma nos le presentan como uno de los representantes españoles de la transición al positivismo.

Mucho ponderaban sus discípulos a D. Francisco Javier Lloréns y Barba (1820-72); poco puedo decir por cuenta propia, pues no dejó más escrito que el discurso de apertura de la Universidad barcelonesa (1854-5), una Memoria acerca de la filosofía del malogrado Dr. D. Ramón Martí y Eixalá y unos Apuntes de explicaciones, no impresos y víctimas de todas las vicisitudes de las copias manuscritas. Según Vergés, había comenzado por estudiarse elevando sus meditaciones hasta Dios. En ese caso podríamos considerar su filosofía como un presentimiento de krausismo, pues no otro es el proceso de la Analítica de Krause, pero otros caracteres nos lo presentan afiliado a la escuela de Reid. Así, si hemos de creer a Menéndez y Pelayo, de la «Crítica de la Razón pura» no infería ni el idealismo ni el materialismo, sino aquel tertium quid de la escuela de Edimburgo. Según Rubió, adoptó en su enseñanza sin reserva la divisa socrática. «El nosce te ipsum –decía– nos conduce al examen de nuestra naturaleza, y con esto avigora las más altas facultades de la mente y nos allana la crítica de los sistemas. Por fortuna en todos tiempos el precepto socrático ha tenido fieles seguidores, quienes aun cuando no hayan levantado los colosales sistemas que han llenado de admiración pasajera al mundo científico, al menos han contribuido a la elaboración de aquella philosophia perennis que el gran Leibniz vislumbraba al graves de las opiniones de todas las escuelas; y en nuestros tiempos, tan importante, aunque modesto trabajo, ha continuado con fe viva, y ajena de pretensiones sistemáticas [448] en la tierra clásica del buen sentido, en la sencilla Escocia. ¿Me será lícito indicar –añadía– que a la observación psicológica y a la crítica a que ésta da origen podemos fiar la suerte de nuestro desenvolvimiento filosófico?»

Lloréns fue, ante todo, un psicólogo –dice su antiguo discípulo el Dr. Torras y Bagés–, un hombre de observación interna que vivía perennemente en la celda de la propia conciencia, que leía con admirable facilidad las manifestaciones humanas dentro del horizonte de la conciencia íntima como en un libro misterioso lleno de insinuaciones luminosas. Hasta en sus especulaciones metafísicas encerraba su actividad dentro de los límites del método psicológico. La Lógica y la Psicología nos conducen a la Metafísica, lo mismo que la observación del mundo exterior; por todos caminos se va a ella; pero una vez nos han franqueado el paso a la trascendental, Lloréns volvía a ser empírico, reconociendo, con Hamilton, una asombrosa revelación en el término de los conocimientos humanos.

Para Lloréns la filosofía abraza toda labor del espíritu para conseguir el ideal, el conocimiento completo; mas cualquier tentativa en tal sentido debe comenzar por la psicología experimental. Al término del proceso lógico y metafísico, surge la idea de Dios como ley suprema del ser y del conocer.

No concebía Lloréns la filosofía divorciada de la conciencia popular; sostenía que «la masa de ideas elaboradas por cada pueblo debe ser la materia sobre la cual se «ejercite la actividad filosófica» y, confirmando discretas observaciones de Rubió, ¿cómo negarnos, pues –decía– a reconocer un fondo de ideas elaborada paulatinamente por la nación entera, hijas de un espíritu común que estampa su sello en sus creaciones? Por eso el pensamiento filosófico adquiere un aspecto indígena y forma parte del patrimonio intelectual de cada pueblo. No debemos arrinconar por vetusto el patrimonio espiritual que nos han legado los siglos anteriores».

Así Lloréns, menos entusiasta que sus maestros y [449] correligionarios del empirismo baconiano, aparece más espiritualista, adoptando entre los españoles de su escuela una posición parecida a la de Hamilton y Mansel en la filosofía insular, agregando a este semiempirismo muchos pensamientos genuinos de la doctrina de Kant.

Suele considerarse, no sé si con entera exactitud, adepto de la escuela escocesa el médico D. Matías Nieto y Serrano, marqués de Guadalerzas (1813-902), que publicó Bosquejo de la ciencia viviente o Ensayo de enciclopedia filosófica (1867). La primera parte, única sacada a luz, comprende los prolegómenos o introducción al estudio de la ciencia.

Nieto, partidario de Renouvier, es decir, de una modificación del idealismo kantiano con orientación positivista, se opone a todo exclusivismo, cree que la verdad está repartida entre todos los sistemas y trata de unificarla, no eclécticamente, sino con un criterio apriorístico. Para él es necesario el error, el mal, porque son necesarios la verdad y el bien. «La ciencia no vive sin la fe, ni la libertad sin la autoridad, ni el mal sin el bien; porque vivir es ser imperfecto y aspirar a la perfección» (Prefacio).

Parece que se trata de un armonismo, pero se distingue porque los racionalistas no creen la ignorancia necesaria sino de hecho y tratan de sustituirla con la ciencia. Si se analizan de buena fe ambos puntos de vista acaso resulte la contradicción limitada a la forma expresiva. Creer el mal y la ignorancia necesarias per se y en principio equivale a profesar su necesidad en la realidad en cuanto hecho permanente, no por su naturaleza, sino por la naturaleza de las cosas, siquiera se parta de diferentes conceptos.

La filosofía es una ciencia que abraza lo que todas las ciencias tienen de común y general, concepto en que coincide con Spencer.

Las categorías o primeros principios evidentes, aunque considerados inalterables, varían según los tiempos. No puede convenirse con Kant en que la critica de la razón sea [450] el principio legítimo de la ciencia; porque la crítica, antes que un principio, es un mero procedimiento.

En la filosofía existen dos principios: uno lógico y otro práctico. Del primero nace la evolución filosófica y no tiene carácter provisional, sino definitivo. «Saber e ignorar: he aquí el principio del conocer.» El segundo supone cierta cantidad de conocimiento y de ignorancia que acompaña a la iniciación, «el conocimiento de algo en medio de mi ignorancia».

Si la filosofía tiene por objeto todo lo permanente de la realidad, que es la realidad misma, no puede aspirar a agotar su objeto. Si se propone conocerlo todo, se convierte en metafísica, ciencia incapaz de conseguir su objeto, porque si lo lograra, dejaría de ser. Obvia declaración de que, siendo todo y la ciencia misma relativo, la metafísica carece de razón, es imposible.

Se ha propuesto también la filosofía servir de fundamento a todas las ciencias, pero ¿no necesitará fundamento ella misma? El verdadero objeto de la filosofía consiste en conocer más, aun sabiendo que nunca lo conocerá todo, no obstante de que el saber total se presente a la conciencia como fin supremo, aunque el intelecto no halle manera de realizar ese fin. La ciencia, por tanto, se halla y se hallará siempre por su esencia en perpetua evolución.

El método en filosofía es «salir del principio y pasar a un fin, que nunca es el último fin», o sea la filosofía misma en acción. Sea cualquiera el procedimiento, «ha de definirse en algún sentido para ser método real y positivo» y esta definición constituirá un análisis. La definición en un sentido trae consigo otra necesidad, la indefinición en otros sentidos, o sea, la conservación, respecto de ellos, de la identidad del principio, a la que llamamos síntesis». No es lícito al filósofo desechar uno de ambos procedimientos y entregarse exclusivamente a uno solo, pues el método filosófico «sólo puede llamarse sintético respecto de las ciencias particulares, como se le llama analítico respecto de la ciencia más general e indefinida». [451]

Puede que influyera cierta obscuridad de estilo en la exigua atención que mereció esta obra, a la cual siguieron La Naturaleza, el Espíritu y el Hombre (1877), trabajo de cortas dimensiones en que el autor expone los resultados de su sistema; Filosofía de la naturaleza (1884); La libertad moral (1895); La ciencia y la fe (1897); Discursos sobre la especialidad filosófica (1897); Historia crítica de los sistemas filosóficos (1897-8); Filosofía y fisiología (t. I, 1899) y otras referentes a distintas materias, pero todas con sabor marcadamente filosófico. Detengámonos un punto ante la Biología del pensamiento (1891) por su carácter de aplicación. Establece que la naturaleza del espíritu es «el espíritu mismo en cuanto determinado a su modo, en cuanto representado para sí propio», siendo, por tanto, antagónica con la naturaleza exterior. Así ambos polos se copian en sentido inverso, realizando cada uno a su manera la función viviente. Me parece el siguiente párrafo, que por lo breve y expresivo copio, la mejor condensación de la idea de Nieto: «La fecundación mutua de la Naturaleza por el Espíritu y del Espíritu por la Naturaleza, hace descender el Espíritu a la Naturaleza y ascender la Naturaleza al Espíritu, descenso y ascenso indefinidos, perpetuos, que llevan una parte hacia otra y el todo hacia lo incomprensible, o sea hacia la Divinidad».

Toda persona versada en asuntos filosóficos, capaz de penetrar la intención al través de la palabra, comprende que aquí, como en innumerables casos análogos, los vocablos espíritu, naturaleza, divinidad, se lanzan a la galería por evitar el escándalo de la masa ignara, pero su sentido difiere mucho del concepto teológico cristiano. Con la expresada base, analízase la biología del pensamiento individual y del colectivo. La consideración de la conciencia en general, de la sensitiva, de la fisiología y patología del intelecto, le lleva a la generación del pensamiento individual, producto de la polaridad sexual del espíritu, y en la generación colectiva, van emergiendo los conceptos de Arte, Moral, Política y Religión. En este último punto, el [452] autor expone su criterio tolerante. «Un culto religioso, dice, es siempre y debe ser; todos los cultos particulares son respetables, en cuanto no perturban el orden humano, con el cual deben armonizarse» (p. 419), porque «es digno del hombre superior y que concibe la Religión a toda la altura de su ingénita sublimidad, respetar los otros cultos inocentes» (p. 416).

El positivismo absorbió en España como en Inglaterra la especulación de la escuela escocesa.


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Historia de la filosofía en España
Madrid, páginas 444-452