Filosofía en español 
Filosofía en español


Juan Barco

Prólogo

Te hallas, lector, ante un libro que te va a dar conocimiento pleno del movimiento intelectual del mundo en todo el siglo XIX. Filósofos, sociólogos, economistas, naturalistas, políticos, historiadores, críticos, juristas, biólogos, pedagogos, psicólogos, moralistas... inquiridores, impulsadores, reformadores de la humana especie desfilan por estas páginas, que destacan de modo admirable a los hombres-cumbres como tales hombres y a los sistemas y teorías que crearon sus mentes privilegiadas. Es la total ideología del más fecundo de todos los siglos lo que va encerrado en este libro que Valentí Camp titula Ideólogos, Teorizantes y Videntes.

Pero, antes de pasar adelante: ¿Quién es Valentí Camp?

Parece ociosa la pregunta, tratándose de un hombre conocidísimo en el mundo de las letras; y, no obstante, por su modestia, por su aversión a que de él se ocupen, no conocen de esta persona, la mayoría de las gentes, más que la combinación de letras que compone su nombre tan repetido en libros, en Revistas y en periódicos.

Yo, aun contrariándole, os voy a hablar de él [VIII] ligeramente, en cuatro rasgos, sin pretensiones de ser su biógrafo, ni tampoco las desmedidas, para la capacidad mía, de trazarle una semblanza lamartiniana.

Este hombre, llamado Santiago Valentí Camp, recio de cuerpo, pero no muy alto de talla, de negras barbas apostólicas, de nariz algo judaica, de ojos grandes, muy expresivos y escudriñadores, de cabeza poderosa que marcadamente avanza hacia adelante, como en pregunta perpetua, tiene, en lo físico, un parecido notable con Guerra Junqueiro, el viejo poeta revolucionario lusitano. No más que en lo físico, pues Valentí Camp, a mi parecer, no ha llegado ni a la cincuentena, no es poeta, que yo sepa, y en cuanto a lo de revolucionario... más adelante he de decir sobre esto dos palabras.

Replegado en sí mismo, ante el mundo, pero abierto y efusivo en la intimidad, Valentí Camp va, con su labor intelectual inmensa, ofreciéndonos la sensación de un cerebro ubicuo que en unos cuantos lustros (cuatro o cinco no más, de vida plena) ha estado en muchísimas partes a la vez.

Sólo por ese don extraordinario, quizá uno se explique como ha podido leer tanto, escribir tanto, discutir tanto, conservar tanto, viajar, intervenir en la cosa pública, idear negocios y desarrollarlos con varia fortuna, practicar fervorosamente el culto a sus lares, y llegar, con todo este laberinto de vida, a una pansofía que sólo se alcanza, cuando se alcanza, con un gran reposo y en edad provecta.

Y ni reposo ni senectud, sino movilidad continua y casi muchachez en la hora de ahora. Tuvo una época, algo lejana ya por fortuna, en que la [IX] fiebre de la vida política le invadía de una manera alarmante. Fue cuando afiliado a uno de los partidos políticos extremos, puso su actividad en andanzas electorales, logrando colgar la venera edilicia sobre su honrado pecho; entonces se le mezcló a los movimientos revolucionarios de 1909, más seguramente por sus propagandas oratorias que por su accionar tenebroso y truculento. Valentín Camp, paladín del ideal, fue a la política y fue al Municipio barcelonés con purezas y candideces que ciertamente harían sonreír a ciertas gentes que a la sazón le rodeaban; pero así que se percató de que la política era un oficio y que los cargos se utilizaban para enriquecerse, de un aletazo salió de la sentina tan puro y limpio como, por inadvertencia, en ella había caído.

Hoy todo el pueblo barcelonés, todas las clases barcelonesas, al ver deambular por las calles de la gran urbe a este hombre modestísimo, trabajador infatigable, que gana con gran esfuerzo la vida, una vida austera, más bien rayana en la mediocridad que en la opulencia, tiene justísimas frases de elogio a su integridad, a su decoro y a su honradez.

El célebre díctico del poeta americano parece hecho para sus circunstancias y para sus labios:

Hay plumajes que cruzan el pantano
Y no se manchan: mi plumaje es de esos.

Es evidente.

* * *

Ha vivido y vive Valentí Camp en ambiente enciclopédico y así, al siglo XIX, nacido de la Enciclopedia, continuador de esta y más caudaloso aún que su progenitora, le ha arrancado todo [X] el pensamiento, todo el rebullimiento de ideas y nos ha presentado un tomo, enciclopédico también, de vida perdurable, que será leído por cuantos tienen ansia de saber, y lo ha de ser más tarde por las generaciones venideras, así las cercanas como las más remotas, que quieran, las unas, historiar las trayectorias de los luminares que aquí se encierran o quieran, las otras, tras montones de siglos, bucear en lo que para ellas será ya mentalidad prehistórica.

En este aspecto, como libro de consulta, como casi diccionario de ideas y de hombres «ochocentistas», es de un valor inapreciable, pues aunque no está completo, han de seguirle otros tomos formando la obra toda el centón más precioso que haya podido escribirse.

El autor ha procedido honradamente en la valoración que ha tenido que hacer para dar cabida en su libro a los grandes pensadores. Se ha despojado de prejuicios de doctrina y de preferencias étnicas y nos presenta todas las ideas y todos los productores de ellas: los afines, los contrapuestos –Carlyle o Schopenhauer frente a Fouillée o Ribot–, los espiritualistas y los materializados –Torras y Bages o Eucken frente a Haeckel o Avenarius–, los torturados y los serenos –Amiel o Ganivet frente a Giner o Sanz del Río–.

Una cincuentena de pensadores figuran en estas páginas, integrándolas ingleses como Spencer, Carlyle, Lodge, Stuart Mill, Hartpole Lecky, Tylor y Huxley; italianos como Ardigó, Credaro, Angiuli y Barzellotti; alemanes como Eucken, Avenarius, Haeckel y Schopenhauer; franceses como Ribot, Boirac, Le Dantec, Bergson, Renouvier, Boutroux, Le Bon, Tarde, Marion, Guyau, [XI] Liard y Lachellier; suizos como Amiel y Secrètan; húngaros como Max Nordau; daneses como Höffding y Brandés; norteamericanos como Royce y William James, y españoles como Giner de los Ríos, Costa, González Serrano, Dorado Montero, Sanz del Río, Torras y Bages, Leopoldo Alas, Alomar, Ganivet, &c.

Nadie podrá tildar de apriorística la obra de Valentí Camp, ni a éste de sectario. Sus preferencias, si las tiene –que sí las tiene–, no se dejan ver en todo el libro, pues con igual cariño expone los racionalismos de un Ardigó que los misticismos sublimes de un Torras y Bages; con tanta extensión se ocupa del krausista Giner como del positivista Spencer; idéntico interés revela al hablar del espiritualista Eucken que del materialista Avenarius. Valentí Camp revela, sí, un fanatismo: el fanatismo de la cultura. Su obra es de difusión y no de adoctrinación determinada.

* * *

¡Qué funcionamiento cerebral tan portentoso representa el montón de ideas dadas a luz en los centenares de libros que escribieron los pensadores que desfilan por las subsiguientes páginas y con cuánta generosidad se entregaron aquellos al trabajo de mejorar al hombre, de perfeccionarnos a todos, de empujar –nuevos Sísifos– a la civilización hacia la cumbre, de encaminar a la humanidad al ideal de dicha y de ventura!

Y todo este titánico esfuerzo, todo este altruismo, todo este barajar de ideas, todo este Olimpo poblado de maravillosas creaciones filosóficas, ¿ha servido para algo? El acopio íntegro, no ya el parcial de estos pensadores, sino el total de todos desde que el mundo es mundo, ¿ha servido para [XII] mejorar al hombre, para raer de su alma la concupiscencia, la envidia, la avaricia, la soberbia, la sensualidad, la ira, toda la corte negra de los pecados capitales? ¿Se han hecho los humanos «prácticamente virtuosos» como, con sublime acento, clamaba en su agonía el grande entre los grandes, el santo entre los santos, Sr. Torras y Bages?...

¡Oh, supremo dolor! La ingente obra espiritual de tantas y tantas generaciones se ha despeñado, cuando parecía llegar a la cúspide, en horrenda catástrofe que nos lleva a pensar nuevamente –como tantas veces en la historia humana– en cuál será en definitiva el destino del hombre sobre el planeta.

La lección es fatal y más fatal aún, más desconsolador el hecho mismo de que estos teorizantes, esos sabios, esos modeladores y perfeccionadores del alma humana, al llegar la hora del hundimiento, del desencadenamiento de las fieras volviéronse fieras también ellos mismos y predicaron el aniquilamiento de las otras fieras de los cubiles rivales. Tal es el caso de Bergson, perdiendo su serenidad al estallar la guerra y proclamando la primacía de la indignación sobre la comprensión; tal es el caso de todos o casi todos los sabios del cubil contrario, mostrándose como fieras antes que como apacibles y dulces guías de las inteligencias y de las almas...

Y es que no hay en el hombre, a lo menos en el hombre que hasta ahora conocemos, voluntad sincera y fuerte para abrazarse a la bondad pase lo que pase.

Parece como si nuestros oídos no fuesen para oír y que por lo externo de ellos resbalaran sin [XIII] penetrar ni arraigar en el alma los grandes apotegmas lanzados como áncoras de salvación por los espíritus superiores y las mentalidades de élite.

Reconocemos la sublimidad de ciertas verdades y nos entusiasmamos repitiéndolas, pero ni las conservamos en la memoria como norte de nuestras acciones ni consiguientemente las practicamos. Y es que la vida material, el funcionamiento de los sentidos se sobrepone de modo constante a las facultades anímicas; lo fisiológico anula a lo psicológico; la bestia subyuga al ángel si es que éste existe en el fondo del alma humana.

Aquello del dragón aplastado por el hombre... sólo se ve en lienzos o en esculturas.

Hace poco recordaba yo el gran pensamiento de Aristóteles de que «el fin supremo del Estado no es ni la riqueza ni la potencia, sino la virtud». ¿Quién, en el mundo, ha parado mientes en tal futesa, que podía –¡ahí es nada!– habernos encaminado a la ventura? Resbaló por lo externo de los oídos y siguió el mundo tan campante hacia las destrucciones periódicas y continuas.

Otro ejemplo: Una mujer admirable, adorada en los altares y venerada en las mentes, Teresa de Jesús, puso ante el hombre como pensamiento a seguir para el bien terreno y ultraterreno estas sublimes reglas de altísima docencia:

Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, todo es mudable;
la paciencia todo lo alcanza; sólo Dios basta.

¿Creéis que no? Pues la grabazón de esas máximas en el alma y el ajustamiento continuo, ardoroso y sincero de la conducta a ellas habría dado la felicidad a los mortales, prescindiendo [XIV] ya de las otras venturas que pudieran prometernos como añadidura.

Una humanidad que por nada se turbase ni se espantara, sería una humanidad ecuánime, sin neurosis ni convulsiones. Convencida de que todo se pasa y que todo muda (cosas que son verdades inconcusas), no sentiría penas ni tristezas por las contrariedades pequeñas o grandes de la vida; y si añadía el convencimiento de que con la paciencia, con la santa paciencia, todo se consigue en lo humano, ya podía dar de barato lo restante del apotegma, pues en todo él va una fuerza deífica que contrarresta cuantos males pueden afligir al individuo, o a la colectividad, al rebaño humano, que no es rebaño, sino desatada jauría, cuando menos.

Pero, ¿a dónde, a dónde he ido a parar con todas estas elucubraciones?

He querido decir, y lo digo ahora más claramente, que este libro de Valentí Camp tiene un valor didáctico y llegará a tener un valor histórico.

Pero la obra de los pensadores que por aquí desfilan, como la de todos los pensadores que son ornamento de la especie humana, no ha tenido sobre ésta ninguna trascendencia.

¿Os parece fuerte? ¡Transeat!

Digamos que literariamente han sido de cierta eficacia.

Su trascendencia, en la moral, casi nula. Nula del todo.

Juan Barco

Barcelona, Julio, 1922