José Vasconcelos Calderón (1882-1959) | Obras de José Vasconcelos |
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México, en cambio, seguía en paz. La paz del cementerio, decíamos cuando el maderismo, del largo despótico período porfirista; lo que después ha venido, puede calificarse: «La paz de la ignominia». Dentro de ella me iba quedando solo en la protesta. Uno tras otro, reñían conmigo, o me negaban, más amigos, según lograban acomodo en la iniquidad. Mis enemigos prosperaban y en los amigos ya no se podía confiar. Los pocos que seguían fieles, vivían aplastados. Exige el vulgo que el vencido calle, porque el clamor inútil de su justicia inquieta estérilmente a la masa de los claudicantes. Crece el enemigo y se hace fuerte, hasta que uno comprende que el triunfo se aleja. Precisa entonces conformarse con asestar golpes, ya no [561] a la cabeza, sino a los pies de barro que siempre tienen los monstruos. Con esto quiero decir que la lucha deja de ser superficial, personal y episódica, y se dirige ya no contra este o aquel tirano, sino contra toda la época que lo toma de símbolo. Además, contra los postulados sociales que sirven de base teórica a la iniquidad: el jacobinismo, el izquierdismo, el marxismo, doctrinas de falsedad, mediocridad y podredumbre. Sería menester ampliar el radio de la ofensiva y barrer con todo, más exigente mientras menos fuerza material hubiese a mano. Mejor es que aumente el enemigo, si la derrota es incontenible, y, a mayor desesperación, mayor ambición. Pronto me hallé totalmente aislado en España: pero rehusé toda oportunidad de componendas. «Con entrar a la masonería, me dijeron, se hace usted de posición en España.» Di las gracias. De México me escribían: La situación había cambiado, ¿por qué no rectificaba, cambiaba de táctica? En unas nuevas elecciones quizás... Había que olvidar el pasado. «Déjese de estar con que ayer fue jueves –me escribió un consejero–; póngase en lunes, el comienzo de la semana nueva.» Contesté: «En realidad, ocurre que ustedes se hallan devueltos al miércoles, antes del jueves de la promesa, sumergidos cada vez más en el fango.» Pues era peor aún que Ortiz Rubio el nuevo fantoche que el callismo elevaba a la Presidencia. Uno que ante el pueblo no se habría atrevido a presentarse candidato, ni siquiera a diputado, que no habría resistido la crítica de un solo mitin, Abelardo Rodríguez resultaba presidente por unanimidad de sufragios. Lo conocían en Arizona, su tierra de origen. Hablaba mal inglés, pero peor el español, y se había hecho millonario como administrador, gobernador del Distrito Norte de la Baja California, donde no hay otro asunto que garitos, casas de prostitución y un casino internacional. Compartiendo los ingresos con dos o tres presidentes, ganó importancia. Durante la rebelión escobarista recorrió la frontera sobornando a jefes sublevados, contribuyendo así al triunfo del Gobierno. Lo que le valió el ascenso a divisionario. Le tenía yo echado el ojo de tiempo atrás y llamó la atención que La Antorcha hubiese profetizado su ascenso a la presidencia. Es que sabía los lazos que lo ligaban con Calles. Además, una lógica de lo inicuo lo señalaba como el sucesor natural de toda aquella infamia. La dictadura va siempre de [562] mal en peor y nunca en ascenso al mando. No hubo un voto disidente en la Cámara que lo nombró presidente provisional, pero la Cámara, ya lo había dicho Valeria, es la llaga del cuerpo de la patria. Pero los diarios, los escritores semiindependientes, comenzaron a hallarle virtudes... Ocultando sus antecedentes, saltando sobre ellos, le llamaban «Juan sin Miedo», porque dejó de usar el coche blindado de la presidencia. Por último, una poetisa que empezaba la pobre a abrirse paso en el periodismo, después de un largo exilio, le llamó el «presidente joven». Y como todo su mérito era cierta lealtad personal al que mandaba de hecho, a Calles, se publicaron ensayos elocuentes sobre la lealtad, y se declaró que el nuevo gobernante era un maestro de moral. Al efecto, se le consagró nombrándolo profesor de Etica del Colegio Militar de la nación. Delante de esta apoteosis, yo predije que llenaría la República de garitos. Y, cosa increíble, no me dejó quedar mal. El desplumadero elegante del Foreign Club fue la obra cumbre de aquella administración. Alternaban allí los altos mandatarios con gangsters de California en grandes partidas de ruleta y de bridge. Y al igual que en los casinos bajacalifornianos, en el de nuestra capital se contrataban los servicios de rubias norteamericanas profesionales –alta escuela de trata de blancas– con rumbas de toda la noche. Pero de mañana, el presidente, antes de ir a Palacio, dictaba su clase de Etica a los cadetes de la Academia Militar de la patria...
Y los negocios florecían; hoteles de turismo, Bancos y negociaciones de todo género eran la distracción privada del joven ejecutivo. Un valioso lote de terreno situado en la Avenida Cinco de Mayo, si no estoy mal informado, fue denunciado, y la Secretaría de Hacienda lo tituló a la esposa del presidente progresista, aceptando en pago, a la par, bonos de la deuda agraria, que en el mercado valían seis centavos. Y allí está el suntuoso edificio moderno, que todavía produce pingües utilidades al padre temporal de la patria. Dejó el poder y todavía los diarios divulgaron un retrato del provisional arizonense, dando guardia de honor, uniformado de divisionario, a los héroes de la Independencia en la Columna de la Reforma, el día de la Patria... Ciertos hombres de empresa suspiran todavía por la administración del afortunado pocho, porque, susurran, en su tiempo «los negocios prosperaban»...
[Transcripción del texto ofrecido en las Obras completas publicadas por
Libreros Mexicanos Unidos, México 1958, tomo 2, págs. 560-562.]